Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.

Se consagró enteramente a él; le puso de externo en un buen colegio.

Le llevaba ella misma, le recogía al salir, se enteraba minuciosamente de sus adelantos, y los días festivos le divertía y recreaba, dándole un poco de placer, porque había estudiado bien toda la semana. No queriendo aislarle, le consiguió amiguitos, compañeros de colegio, a los cuales obsequiaba en su casa algunas veces con meriendas llenas de animación. De carácter algo metido en sí al principio, Andrés iba haciéndose confiado, expansivo y cariñoso. Acariciaba a su madre y la llamaba con nombres de humorística ternura. Y Julia era plenamente feliz. El maleficio se deshacía, se perdía en la sombra tétrica del pasado.

Julia había creído en el maleficio, no como se cree en lo concreto y real, que ven nuestros ojos, sino como se admite lo que allá en lo hondo de la sensibilidad va surgiendo. «Aquel perdido de Santés», sin duda, hacía mal de ojo: una serie de fatalidades. El mismo día de la boda de Julia murió de una hemorragia su padre; ella, al bajar la escalera del domicilio conyugal, sufrió una caída, y de sus resultas quedó algo coja; el niño nació hecho una miseria; se quedaron sin un céntimo… Hasta que falleció el aojador no cesó la persecución del Destino, todo cuanto había sucedido podía explicarse por causas bien naturales… Era hasta pecado suponer otra cosa. Y, sin embargo, Julia vivía bajo el peso de una aprensión, de un miedo constante. Este sentimiento indefinible y angustioso se hizo más intenso cuando Andrés, por natural efecto de la edad, comenzó a pedir un poco de soltura, a salir solo o con sus camaradas de Universidad, porque ya ciertas cortapisas no se explicarían y los muchachos, así que les crece un poco de pelusa sobre el labio superior, sienten menoscabada su dignidad si no son libres, si les sigue la pista su mamá. Y Julia hubiese querido seguírsela. Seguírsela a todas horas. No apartarse de su estela. Saber, al día y al minuto, por qué el estudiante tenía las mejillas más pálidas, las ojeras más amoratadas y hondas que el adolescente colegial…

Y sobornaba a los de abajo, y suplicaba a los de arriba, y quería informarse de todo, de todo cuanto le aconteciese a su Andrés… Inútil empeño, porque en la vida de los muchachos habrá siempre algo que han de ignorar profundamente las madres. Para mayor alarma, el carácter de Andrés cambió. Volvió a mostrar aquella tendencia a la melancolía que trajo desde la cuna. Más que a la melancolía, pudiera decirse a la taciturnidad. Callaba demasiado; estaba siempre como distante del lugar en que se encontraba y de las personas que le rodeaban. Algunos de sus compañeros de estudios lo confesaron cuando la madre les interrogó; también ellos observaban a Andrés muy silencioso. ¡Bah! Otros se encogieron de hombros. Todos los muchachos tienen temporadas así. Una maliciosa sonrisilla completaba la explicación. Sin duda andaría enamorado el estudiante…

Y la madre le interrogó afanosa. ¡Que le dijese la verdad! Si se trataba de un amorío con una muchacha decente… ¡Qué más quería ella que la felicidad de su hijo! Andrés movió la cabeza negativamente. ¡Su palabra de honor! No estaba enamorado… No pensaba en mujer alguna…

Y, como las preguntas le impacientasen, se levantó, tomó el sombrero, y salió precipitadamente.

Redoblaron las inquietudes de la madre. Desde aquel momento vigiló con fiebre al hijo, aun cuando poco le veía. Estaba fuera de casa casi siempre. A veces no venía a comer ni a cenar. ¡Sin duda llevaba una vida de desarreglo!

—Deje usted suelto al pollo —decía uno de los consejeros y consultores de Julia, un viejo catedrático—. Carrera que no da el potro, en el cuerpo se le queda…

La madre tenía resuelto llevársele en el verano a un pueblecito de la costa, a que se entonase con el aire libre y los baños de mar. El plan se realizó. Llegaron a Portopeña en los últimos días de julio. Andrés se quejaba del calor y estaba más consumido que nunca. Al primer baño de mar, pareció renacer.

Se despejó algo su frente. Julia le vio, sin alarma, salir por la tarde, a dar un paseo hacia los peñascales de la escollera. La tarde caía, y no regresaba Andrés. ¡Ni volvió por la noche! Aterrada, Julia puso en movimiento pescadores y marineros. Fue a la mañana siguiente, casi al amanecer, cuando las olas devolvieron el cadáver. Estaba completamente vestido, y hasta llevaba en el bolsillo su portamonedas. No había crimen.

Medio accidentada estuvo la madre unos días. No podía llorar: no fluía el llanto. Hablaba cosas incoherentes; acusaba a su marido de la desgracia, y hasta se acusaba a sí misma. Por fin se calmó algo, y declaró el firme propósito de fijar su residencia en aquel pueblo, donde los restos de su hijo habían recibido sepultura. Una gran lucidez pareció de pronto presidir sus actos. Siempre con los ojos secos, quiso registrar la maleta del suicida, y encontró en ella papeles sin importancia, cartas de amigos, apuntes de clase, hasta dos o tres fotografías de mujeres alegres, sin dedicatoria. Ni un rastro que le permitiese comprender la desesperada resolución del muchacho. Y esto era lo que ahora preocupaba a Julia: ésta la forma álgida de su pena. Llegaba a suponer que, si supiese la causa de la muerte de su hijo, los móviles de su acción, recibiría el único consuelo que ya le restaba. ¿Por qué no había hablado Andrés? ¿Por qué no se había confiado a su madre?

En medio del naufragio de toda su existencia, de su caída en el abismo, flotaba una idea más cruel que las demás: la de que aquel drama no tuviese otro origen que el maleficio primordial. Era el padre, el aojador, quien arrastraba al hijo a la tumba. Y eso sí que no podía sufrirse. Los proyectos más absurdos hervían en el magín de Julia. Ir a Madrid, desenterrar a Santés, quemar sus huesos, esparcir sus cenizas… Y, lentamente, lo vano, lo inútil de tal venganza, se abrió camino en la razón de la desventurada madre. Sí, era cierto, el padre arrastraba al hijo a la tumba… pero sin maleficio, sin intención; por la fuerza de la realidad, por la sangre que le había transmitido. En ella estaban los gérmenes de aquella taciturnidad, de aquel desvío y repugnancia al vivir. En ella, el destino de la criatura salvada un momento, y vuelta a condenar por las fatalidades de su origen. Y no se sabía la causa del suicidio…, porque no podía saberse: que pertenecía al mundo de lo ignorado eternamente, de lo que viene de las tinieblas lejanas, donde la conciencia zozobra. Como hubiese traído el germen de alguna enfermedad incurable, Andrés traía del pasado, que es donde todo se encierra, aquella propensión espantosa… La madre, una triste mañana, fue al cementerio, aplicó el oído a la sepultura del hijo, por si una voz le hablase desde la apretada tierra. Y no oyó sino el ronco tumbo del mar, allá a lo lejos, o quizás el latido de su propia sangre, violento y profundo. No, no sabría nada… Y entonces; por primera vez desde su tragedia, el hinchado corazón reventó de lágrimas, apresuradas y calientes…


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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