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Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises, consumidas del estiaje y de la calor...
Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:
—La carrerita de un can...
Se organizaba el cortejo. Rompimos a andar por el camino hondo, barrancoso, resquebrajado. Delante, el cura y el acólito, y en tropel, el gentío, oliente a la lejía de las camisas limpias domingueras y al sudor de los cuerpos. El día era de los de sol velado y picón, sol mosquero, más cansino que el descubierto, si no tan riguroso. Jadeábamos un poco, pero nos sostenía la necesidad de no desmerecer ante los aldeanos, y sus exclamaciones apiadadas eran estímulos para nuestro valor. ¡Ahora se verían las señoras, las regalonas! Apretábamos el paso. Una serie de portillos que saltar; y después, las tierras labradías, el angosto carrero, orlado de manzanillas ajadas. El carrero se prolongaba a lo lejos, en cuesta, al principio insensible; luego, más empinada. El gentío iba como hilera de hormigas, pero hormigas de chillón colorido, y la tolvanera que se alzaba era asfixiante. El sol jugaba con nosotros; a ratos descubría la cara, a ratos se metía detrás de una nube. Teníamos sed. Nos parecía haber andado ya kilómetros.
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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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