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La natural amargura del novio se tiñó de un matiz sombrío y furioso, de un carácter de insensatez. Para él no había palabras de consuelo; negábase a tomar alimento; tan pronto reía, como rugía o se mesaba los cabellos, mordiéndose con desesperación las manos. Por más que el médico le aseguró repetidas veces que Puri había fallecido de enfermedad natural y vulgarísima, de una fiebre cerebral aguda, el infeliz se obstinaba en suponer que su atrevimiento había acarreado la muerte de aquella criatura preciosa y lozana. El fatídico «yo la maté», inarticulado y confuso, brotaba del fondo de su conciencia, entenebreciendo su espíritu con sombras y lobregueces de enajenación. Pálido como el mármol, la mirada fija con extravío en un punto invisible del espacio, rezando entre dientes, y con las manos convulsivamente enclavijadas, veló a la muerta y la acompañó hasta su último asilo. Vestida de blanco y azul —el hábito de la Concepción—; apenas desgastada por la fiebre; con su hermoso pelo rubio suelto y haciendo marco al rostro apacible, fresco a pesar de la muerte; con la palma de las vírgenes sobre el pecho, Puri la Casta se iba al sepulcro hecha un milagro de belleza, más que en vida si cabe.
9 págs. / 17 minutos.
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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