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—¡Ay señor abad!… ¡Ay dinísimos señores! ¡Que se me ha muerto el hijo, que se me ha muerto el hijo!
Con gran sorpresa mía, ante esta queja que me oprimió —porque cualquiera que sea la forma de que se revista el sentimiento, siempre puede encontrar eco en el alma—, abad, señorito y notario soltaron a coro la carcajada más espantosa y ruidosa. Reía el notario entre la aborrascada maleza de su barba oscura; reía el abad con su boca fresca de chiquillo, alumbrada por blancos dientes; hasta el melancólico hidalgo subía los lacios bigotes con expansión risueña. ¡Sin duda era muy chistoso que al viejo se le hubiera muerto un hijo! Salté indignada, pero mi indignación provocó nuevas demostraciones de buen humor entre aquella gente incorregible.
—Conque el hijo, ¿eh? ¡Bien, tío Fidel, magnífico! Y… ¿se puede saber cual? Porque —añadió el notario, volviéndose hacia mí— conviene saber que el tío Fidel de ese artículo anda perfectamente. ¿Cuántos tenía hace un año, por este mismo tiempo? ¿Usted se acuerda, abad?
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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