Pilarito
Este diminutivo, castizo y salado, expresaba cariño y simpatía. Era equivalente a otros apodos —Mimí, Lulú, Fifí— por los cuales la sociedad conoce a sus flores animadas, a las vivientes rosas de sus arriates, a las cuales el tiempo ha de robar lozanías y perfumes, dejándoles, —¡oh, ironía!— el juvenil sobrenombre.
Yo la conocí en un balneario, el gran balneario gallego de Mondariz, que hervía en fiestas, preparando la de su Patrona, la Virgen del Carmen. Las tardes eran sosegadas y cálidas; las noches, de luna. Bajo el ingente arbolado del parque cruzaba ella, y su paso era como el del esquife ligero sobre agua tranquila. A gallardía nadie pudo ganarla. Cada día ostentaba nuevos atavíos; pero sencillos, propios de sus años, que no llegarían a dieciséis. Lo incomparable de la línea prestaba valor a unas galas hasta modestas, y también el instinto artístico que había presidido a su elección. Vistiese como vistiese, Pilarito era siempre «un cuadro», «una portada en colores», «un tipo de estudio».
Y como a objeto de arte la miraba yo. (Porque si me dejo llevar de mi inclinación, en el arte pienso). Inducía a la descripción aquella criatura. Especialmente el día de la Virgen.
Para acompañar a la Reina de los Ángeles todo el mujerío sacó el fondo del baúl. Hubo quien se colgó perlas y brillantes, y quien se cubrió de seda crujidora. Mantillas blancas no faltaron. Lo que faltó fueron ojos para mirar a nadie, excepto a Pilarito. Iba tocada con negras blondas, y bajo las castañuelas del encaje español había agrupado unas hortensias azules, cortadas a la frescura del atardecer, y que coronaban como un trozo de cielo su lisa frente. Su traje era color de arena, y sus pies jugaban con soltura en los zapatitos de tafilete, cuyas galgas dibujaban la forma airosa del tobillo. Tobillo de niña; propiamente de tobillera.
¿Qué será —decídmelo, oh, mujeres— ese don que poseen tan pocas, de dar a cuanto visten el aire, el salero, el garabato de lo moderno y al mismo tiempo de lo eternamente artístico? Una cinta arrugada así o asá; una combinación de colores antojadiza; cuatro alfileres clavados, no se sabe cómo; un modo peculiar de retorcerse la mata del pelo… y es la elegancia, es la gracia, es lo que sueña el pintor y reproduce con ansia golosa para transmitirlo a las generaciones venideras como modelo del ideal estético de la suya.
Y es la desesperación de las que no aciertan con tales combinaciones, ver que alguien descubrió el precioso secreto. Pilarito, propiamente, no lo descubrió tampoco; era cosa innata. Nada hubo allí de estudiado, de artificioso; el artificio destruye el sortilegio. Era la forma de su cuerpo lo que avaloraba los cuatro trapos de su equipo de chiquilla, que no conoce el lujo pesado ni la vestimenta aborreciblemente relumbrante de día de estreno.
Su rostro, su forma, se parecían a las creaciones de los maestros florentinos, a los San Juanes de Leonardo de Vinci. Había en los rasgos de su beldad cierto androginismo, y las facciones eran al mismo tiempo que finas, acusadas y como repujadas. Hay rostros hermosos que cansan si se les mira algún tiempo. El de la pobre nena interesaba cada vez más.
Yo no sé que cambio hubiese producido en ella el paso devastador de los días. Tal cual la hemos contemplado en su corto albor, lo que trasmanaba de su persona era la juventud, el «divino tesoro» por excelencia… La vida corría por su organismo con ímpetu vehemente, con necesidad de expansión; su sangre pura y rica se repartía por venas y arterias elásticas. Decir «su juventud» era poco; su adolescencia parece más exacto. Adolescencia que tenía un matiz de heroísmo. Era más valiente Pilarito que el caballo de Santiago. No hubo riesgo que la arredrase, tal vez porque no se daba cuenta de ellos. Corriendo liebres, haciendo sports, montando, pudieran gritarle lo que gritó a otra dama un viejo profesor de equitación: «¡Señora, una cosa es el valor; otra la temeridad!». Buscaba el riesgo… porque nuestro hado está en las estrellas, y la muerte viene con pasos tácitos, escondida como ladrón. No es el riesgo, sino el acaso, lo temible.
No hubo hombre de mayores arrestos que aquella criatura, y ahora no quiero decir que llevaba escrito en el semblante su trágico destino —porque nada tan fácil como profetizar posteriori—. Ello es que hubo en su faz algo de tristeza; pero no la tristeza abatida, sino la reconcentrada del que, por lo mismo que todo es para él sonrisas y halagos, ve el fondo de la prosperidad humana, semejante al de la laguna donde se empantanó mortalmente tanto hechizo… No parecía justificarse el dejo de amargura leve, pero visible, que de vez en cuando, imperceptiblemente, crispaba aquellos labios sinuosos, de tan perfecto diseño. Tratábase de un ser adorado, único, mimado por una familia idólatra de su encanto y de su monería; le estaban reservabas las alturas sociales, las envidiadas situaciones, y a su lado, hasta la última hora, velaba el amor en que había de fundarse el hogar. El amor se embarcó en el mismo botecillo frágil, que iba a zozobrar, y sus alas de plumaje de colores no tardaron en sufrir el peso del légamo, sombrío y pegajoso, que para siempre las hizo plegarse.
No la agraban sólo quienes por ley afectiva debían hacerlo. Allá, en el balneario, y en las sendas verdes, al margen del río, la miraban con devoción los mendigos, los chicuelos, la gente humilde. Ella les hablaba de un modo comunicativo, que le salía de dentro. Más que el socorro material cautivan a los pedigüeños las sonrisas no forzadas. A su manera los pedigüeños, son psicólogos. Entienden si los superiores les acogen con agrado, si les hablan con franca simpatía. Y también ellos (los que ni vencidos son, pues no han luchado nunca; el luchar ya es una fuerza) sienten la estética, olfatean la hermosura, la mocedad brillante de rocío, como las margaritas del prado, el atractivo de una figura y un alma transparentada por su envoltura corporal. No sabrán —porque no leen periódicos— que aquella señorita tan linda, aquella «palomiña branca» ha desaparecido del mundo, en el espacio que consiente un lance rápido como un tiro. Si lo supiesen, rezarían, agotarían sus marmóreos devotos, y, al rezuquear, abrirían asombradas y desdentadas bocas. ¡Ellos, míseros despojos humanos, lisiados, vejezucas, lelos, sobreviven a la mociña guapa, que corría y bailaba tan ágilmente, que esparcía un olor tan rico a esencias desconocidas!… ¡Lo que hace Dios!
En sus manos está nuestra suerte, a cada segundo que señala el fatal resbalar de la arena. Quizás el presentimiento de la brevedad de su carrera terrestre fuese lo que hacía, por momentos, pasar como una sombra de duelo sobre la faz admirable de la muchacha. En sus dedos torneados y angostos, llevaba, fúnebre emblema, una macabra sortija. ¿La Seca la había señalado ya como presa suya? ¿Significan algo estas coincidencias, estas misteriosas sugestiones de la realidad?
Lo cierto es que en el suceso hemos visto, todos, un abismo de dolor: el dolor de los dolores. El materno y el de una paternidad más entrañable aún, porque viene a última hora, y no conoce sino las ternezas, ignorando las responsabilidades. Y ante lo que tiene tanto de augusto, nos inclinamos, apiadados, y recordamos los elegíacos versos de Ventura Ruiz Aguilera:
Madres que tenéis hijos
en el sepulcro
y el corazón cubierto
de eterno luto,
yo a consolaros
iré a vuestros hogares:
¡yo soy el llanto!
Llanto, resignación… ¡Negativos consuelos, iguales para todos,
pues en las pruebas terribles se nivelan las condiciones sociales, y
sólo queda el concepto común de la mísera humanidad!