Por Gloria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La doncella entró de puntillas en la alcoba. Extrañaba que su ama no hubiese llamado ya, y sabiendo lo puntual de sus horas, aquélla su exactitud de cronómetro, estaba inquieta desde las ocho de la mañana. Era tan raro caso que la baronesa de Stick durmiese a las diez, que la sirviente sufría esa aprensión vaga que a veces anuncia las catástrofes. ¿Estaría la amazona gravemente enferma? ¡Bah, ella tan saludable, tan fuerte, tan viril! ¿La habrían quizás…? Y tragedias leídas en los periódicos, historias de asesinatos cometidos por criminales que se desvanecen como el humo, sin dejar huella alguna, ocurrían a la imaginación de la doncella leal, que compartía con la atrevida amazona, desde hacía cinco años, las emociones del riesgo, el engreimiento de los aplausos.

A pasos tácitos avanzaba, entre la semiobscuridad de la habitación, cuando la voz de la baronesa se alzó, apacible.

—Fanchonette, hija mía… ¿Cómo vienes antes que haya amanecido?

La muchacha, tranquilizada y atónita, se detuvo.

—¡Dios mío, madame! Son las diez, si es que no son las diez y cuarto.

—¿Qué dices? ¡Si no se ve claridad!

Fanchon notaba perfectamente que se filtraba una raya de luz, flechada y juguetona, del alegre sol meridional, el sol de Niza, que cría mimosas y violetas a carros. Asombrada, entreabrió suavemente las maderas, y al notar que su ama nada decía, las abrió del todo, de golpe. Por los cristales se metía el riente panorama: a lo lejos, el golfo, y, en primer término, los jardines de varios coquetones hoteles, poblados de vegetación rica —palmeras, rosales en flor, abetos de hoja picada—. El día era primaveral, dulce, lleno de elasticidad y de regocijo. Un automóvil, de un rojo de laca, cruzó ante la ventana; el conductor miró en un relámpago hacia ella. Era sin duda de los elegantes apasionados de la baronesa, de los que diariamente aplaudían sus ejercicios y también su extraña hermosura, su cuerpo estatuario, su cabeza de líneas como cinceladas por un artista florentino en bronce pálido con ráfagas de oro. La doncella se volvió, animada.

—Acaba de pasar el señor Kirileff, en su auto…

—¿A ver, Fanchon? Pero ¿es de día?

Al exclamar así con angustia —la angustia que hace opaca la voz y entrecorta la respiración— la amazona se había incorporado. Sobre los morenos hombros, emergiendo de los encajes de la ropa de noche, se alzaba la cabeza juvenil, de facciones impecables, selladas con sello de energía, y aureolada por cabellera rizosa y corta, color Ticiano, que la tijera despuntaba incesantemente.

—¡Señora! ¡No ha de ser de día!

El chillido de Fanchon petrificó a la amazona… ¡De día! ¡Y ella no veía nada! ¡Nada, nada! A lo sumo, una especie de vislumbre sangrienta, como el resplandor lejano de un incendio, algo rojo y sombrío que más que en las pupilas parecía reflejarse en el alma.

—¡Fanchon! —insistió enloquecida—. ¡Fanchon! ¡O es de noche o me he quedado ciega!

No cabía dudarlo… La amazona había perdido la vista… ¡Pero si no podía ser! ¡Si era preciso un maleficio, algo inexplicable, algo transitorio! ¡No se queda la gente ciega así, sin precedentes, sin enfermedad alguna! Y la amazona, sollozando sobre el hombro de la fiel sirviente, murmuró:

—Sí, puede uno quedarse ciego de este modo… En mi familia hubo casos… Tengo un medio hermano, por el lado materno, al cual le ha sucedido lo mismo…

La doncella miraba los grandes ojos, lucientes y verdes, de reflejo líquido, en la cara ligeramente tostada de la écuyère, y no acababa de persuadirse…

—¡Pero si no se ve nube alguna! ¡Si están tan claros, tan hermosos como siempre!

No estaban tan claros ya en aquel mismo instante… Dos lágrimas los mojaban y los enrojecían…

El acceso de debilidad feminil poco duró. La valerosa mujer, digna de ser esculpida en un relieve helénico —donde luchan centauros y amazonas—, se rehizo y dio órdenes concretas, firmes.

—Que nadie lo sepa en el hotel… Que nadie entre aquí sino tú… Mi baño, mi almuerzo acostumbrado…

Fanchon, llorosa también, obedeció. No se atrevía a preguntar lo que se le ocurría, lo más importante. ¿Se llevaba o no se llevaba aviso al director? ¿Cómo no avisar, cuando la señora trabajaba en la función de aquella noche, llenaba su número, estaba en el programa? Y la señora no pensaba en eso, no decía palabra respecto al asunto… ¿Si ella, Fanchon, se lo recordase? Porque era de seguro un olvido; era el aturdimiento, la embriaguez de la pena, lo que impedía a la amazona preocuparse de una cosa tan seria… Al fin, hacia la tarde, Fanchon se decidió:

—¿Señora? ¿No se acuerda la señora? ¿El Circo? ¿La función de esta noche?

—¿Qué, la función?

—No podrá la señora ir…

—¡Ya lo creo que iré!

—Pero ¿cómo va la señora a trabajar?

Un silencio firme, obstinado, fue la única respuesta… Grave, ceñuda, determinada ya, la baronesa había adoptado su resolución…

A la hora de todos los días pidió su coche para trasladarse al Circo… Los del hotel notaron que, por las escaleras, intentaba darle el brazo Fanchon; pero la artista bajaba derecha, con la gallardía de su exagerada silueta, casi demasiado apuesta, casi demasiado acentuada de líneas, y con la ligereza habitual en sus raudos y veloces pies…

Fanchon cumplía la orden. Callar, obedecer, prepararlo todo, como siempre, para el número sensacional, el salto de la triple barrera en el caballo favorito, soberbio y finísimo árabe, aquel Sun, el más ardiente cariño de la amazona. ¡Qué ser tan admirable era Sun! ¡Con qué inteligencia atendía, no a la rienda, al mismo pensamiento de su ama! ¡Con qué dulzura afectuosa olvidaba su fiereza, el hervor de su sangre morisca, el sol derretido que corría por sus venas bajo la sedeña piel, para amansarse al contacto del cuerpo ágil, con el cual parecía formar uno solo al realizar las empresas de la destreza y del valor! En eso fiaba la baronesa al intentar la suprema prueba de aquella noche. Ciega y todo, Sun la entendería, el corcel vería por ella, y la sublime locura de aquel trabajo, horriblemente peligroso, sería un nuevo lauro en su carrera heroica. Cuando supiesen sus admiradores que se había quedado ciega, sabrían también que ciega hacía lo mismo que con ojos. Porque no son los ojos, es el intrépido corazón el que no teme a la muerte, el que se embriaga con el riesgo y la victoria…

Salió a la pista la centauresa. Su elegante torso, cautivo en la sencilla casaca de negro paño, masculinamente desdeñosa de todo adorno, jamás se había erguido tan airosamente sobre el diminuto sillín. Nunca su cabeza había parecido tan bella, con belleza de arcángel de miniatura, como en aquel momento espantoso. Nunca el magnífico caballo y la briosa mujer se habían identificado de tal suerte, al correr a la misma demencia.

El público enmudecía, emocionado. Y cuenta que la baronesa desplegaba en su ejercicio una distinción tan natural y graciosa, tan caballeresca, que se diría que era un juego, y que sólo jugando —sin el menor alarde de riesgo— se verificaba el tremendo sport

Avanzó la baronesa. Las patas delicadas y nerviosas de Sun parecen acariciar la arena de la pista… Una inquietud misteriosa altera la marcha del noble bruto. Un instinto, obscuramente, le prohíbe que avance…

Cerca ya de la triple barrera, un ligero toque, aviso más bien, del látigo, le estremece profundamente. ¿Qué necesidad había?… ¿No estaba él allí para adelantarse?… ¿Látigo a él, a él?…

Y, recogiendo su fuerza, se lanzó al salto…

La amazona dio un grito, antes de ser arrojada, despedida contra la barrera desnucada, con el cráneo roto.


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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