A la mayor parte de los humanos les da que hacer entre los treinta y los cincuenta, y muchas veces más allá, por los abusos a que propende nuestra especie y en que no incurren los animales, eso que nosotros llamamos amor, y los teólogos con otro vocablo más crudo, y acaso menos distante de la verdad.
Sobre esto discutían dos viejos amigos, típicos ejemplares ambos de la estirpe española, que recorrido el camino de una vida de aventuras políticas y militares, y a pesar de singulares condiciones de arrojo, inteligencia y energía, habían visto fallida su ambición, y se consumían de tedio y hasta —¿por qué no decirlo?— algún tanto de envidia, viendo a los de «su tiempo», que no les llegaban a la suela del zapato, en altos puestos.
Uno de los viejos —aún robusto, fuerte y con señales visibles de guapo en otros días— procedía de América, y vencido en los disturbios de una de las jóvenes repúblicas, echado para siempre por el partido triunfante, iba amarilleando su malaventura, más que la de la afección al hígado, diagnosticada por el médico; y al otro, veterano de las guerras civiles y de otras guerras coloniales, donde realizó heroicidades y prodigó su sangre con incomparable gallardía, dijérase que un duende maléfico le estorbaba siempre recoger el lauro y la recompensa, y se atravesaba entre la fortuna y él. Era a los cincuenta y ocho, comandante, y si le preguntasen la causa de no haber avanzado más, acaso le fuese difícil responder. Otro tan bravo como Sebastián Palacios, difícilmente se encuentra, como no habían visto las llanuras y las cordilleras sudamericanas más recio y resuelto jinete que Doroteo Cárdenas, cuyos hechos eran hasta legendarios…; pero legendarios entre los indios; los civilizados pierden fácilmente la memoria.
Y de esto departían los dos veteranos. Lo que hubiese podido ser y no había sido, les volvía a la superficie del alma, como en líquido revuelto, amargo poso. ¿Por qué no estaba Cárdenas presidiendo aquella República, que hoy lozaneaba entre las de América española? Y Palacios, ¿por qué no era ministro de la Guerra o presidente del Consejo, aquí donde han llegado a serlo tantos que…?
—Bueno, amigo —opinó un día Cárdenas, que no había perdido su habla melosa y sus modismos habituales—. Bueno, y dígame: ¿será todo eso culpa únicamente de la suerte? Yo, siendo muy franco, le diré que también tenemos nuestra partecita de responsabilidad personal.
Cuando emitió Cárdenas tal opinión, se encontraban los dos amigos arrellanados en muebles cómodos, de esas butacas inglesas donde se pierde la sensación de tener cuerpo, a fuerza de haber adivinado al tapicero, con precisión científica, las formas que debe revestir un sillón para dar descanso a nuestros huesos molidos. Cárdenas, aunque no archimillonario, era rico, y se daba buena vida de solterón, comiendo en el club o en su casa, bien y fino, a la francesa, con ese anhelo de conforte que acomete, al ocaso de la vida, a los que de jóvenes arrostraron azares y sufrieron privaciones con estoicismo. Y sabedor de que su amigazo Palacios no andaba tan holgado como él, le convidaba, y acompañaba el obsequio con cigarros de primera y licores alquitarados por el tiempo.
Palacios dejó la copita de coñac sobre la mesilla cigüeña, que el criado le había puesto delante con el tántalo abierto y surtido, y dando una chupada al habano, asintió.
—No tenemos parte de culpa, que la tenemos toda… Es decir, la tiene el demonio, que es muy listo y no duerme. Yo lo digo con la frente levantada: en campaña nadie ha cumplido mejor. Pero, después de batido el cobre, de lo demás no me he ocupado. Veía subir a los que tenían menos títulos, y ni siquiera me enteraba. Cometía faltas en el servicio, y ni se me venía a las mientes que estaba dando armas yo mismo para que me postergasen. No me han fusilado, porque no han querido. Si hacía algo bonito, ni se me ocurría que era bueno que se supiese. Yo existía para otra cosa; el resto no lo vivía, lo soñaba. Mi verdadera preocupación —¡si seré tonto!— era el amor… Y creía que lo demás del mundo importase un pitoche.
—¡Me estás contando mi historia!… —aprobó Cárdenas, cuya tez de oro deslucido rojeó con ráfaga de sangre viva al fuego de las memorias atropelladas en acudir—. ¡Si no fuese el amor! ¡Si no fuese el muy condenado…, el pindongo amor, a estas horas era yo dueño de mi país, y me hombreaba con don Porfirio!, ¿lo oye?… ¡Pero es uno necio, amigo! Es uno víctima de una hembra, y se figura que no hay otra cosa sino el calor de un regazo y el mirar de unos ojos, y una risa que enseña una dentadura como nácar mojado de agüilla de mar, ¡cámara! Y se pone uno loco; lo que digo, loco.
—Loco —repitió vehemente Palacios—. No hay cuestión; se trata de una especie de locura, lo mismo que otra cualquiera. No, peor y más furiosa. ¡Los disparates que yo puedo contar!
—¿A que no cuenta ninguno como el que yo le cuente? —desafió mansamente Cárdenas.
—Será difícil que hiciese nada más tonto de lo que hice yo… —declaró Sebastián—. Hubo una mujer que sólo le faltó ponerme albarda, igual que a un jumento… Paja y cebada que me diese a comer, la como…
—¡Bah! ¡Comer! —articuló desdeñosamente Cárdenas—. Va a oír, que esto fue otra cosita… Y no se maraville, y ya sabe que el amor no depende del sujeto que lo inspira; y no me salga con que si era una hembra así y asá, porque ésos son retruécanos, vaciedades… Verá. Me enamoré de una del circo. Si me contento con hacer la mía, todo marcha bien. Niñadas. Lo peor fue que se me llenó la mollera de fantasías. Aquélla y yo éramos los únicos seres que existían aquí abajo. ¿Ve la simpleza? Los otros, figuras y sombras. Y me reía de mis partidarios, y de mis enemigos, y de la guerra, que estaba entonces muy encendida, y ¡hasta pasé por cobarde, porque no consentía apartarme de la capital, donde trabajaba Leona, que le decían así, aunque supe luego que otro era su nombre! Pero a mí me sonaba bien lo de Leona, y lo achacaba a la cabellera… ¡Qué cabellos! Aquello era un sol. No los llamo rubios, sino leonados, verdaderamente; a la luz parecían dorados; en la sombra tenían un tono de pelaje de fiera y chispeaban electricidad. Leona estaba casada. El marido era barrista, y no pude conseguir que dejase su mujer de repetirme que lo quería mucho, y que el tal valía más que yo. Y yo, tan estúpido que le decía a Leona: «Eso es mentira… Tú no quieres sino a mí. Me las compuse para que el marido se largase a Londres, con un encargo del director del circo. Si no se va, creo que le acuchillo. Todo esto se supo, y figúrese las charlas.
»En fin, yo no sabía qué hacer para que Leona se convenciese de mis adoraciones. Dejo aparte los regalos, a un lado el llenarle el circo todos los días de gente que le hiciese ovaciones. No me limité a eso. Llevé a Leona a todas partes conmigo; la paseaba en mi coche, dándole la derecha; nos pusieron motes, nos compusieron coplas; se quejó de que la insultaban, y cometí desafueros y venganzas que me quitaron simpatías y prepararon el advenimiento de mi adversario, el general Fraderne… Y lo comprendía (¡es lo bueno!), y hasta gozaba en estarme perjudicando.
—¡No cabe en cabeza humana! Pero así es… —suspiró Palacios—. Sólo que, por ahora, no veo nada que no hayamos hecho todos…
—Aguarde… Pues es el caso que Leona, entre los números que desempeñaba en el circo, tenía uno que consistía en recortar, con disparos de carabina, la forma de un hombre, adosada a un tablón. Leona, amigo, tiraba mejor que vos y que yo, y que cuantos tiradores hay en España ni en América; puntería más certera no se ha visto. Con todo eso, para colocarse allí sirviendo de blanco…, era necesario tener mucho corazón… o mucha hambre, como el pobre diablo que servía diariamente para el ejercicio, por dos pesos. A nada que se desviase o que temblase la mano, ¡pum!, fusilado, de seguro. ¿Y creerá que un día…; no, para no mentir, fue una noche…, mientras acariciaba su cabellera, que parecía de seda y de llama, todo junto, se me ocurrió decirla: «¡Quisiera ser ese mozo que se coloca ante tu carabina, para que, si te equivocas y pierdes un segundo tu destreza, me viniese la muerte de tu mano! ¡Anda, concédeme este capricho!… Mañana soy yo el que hace contigo “el dibujo de la Muerte…”?
»Era más cuerda que yo, tal vez porque no amaba, y se resistió mucho… Al fin convinimos en que me disfrazaría, y nadie sabría nada, sino nosotros… “¡Y mira —añadí—, si te da gusto matarme…, ya sabes que nunca habré sido más dichoso!”.
»Llegó la hora. Me disfracé lo mejor posible, y me coloqué, sin miedo alguno, lleno de alegría, sobre la placa de madera. Leona ya había cargado su carabina, y me susurró: “Todavía estás a tiempo, Proteo… —me llamaba así—. Mira que haces un desatino…”.
»Contesté con sonrisa radiante. Empezó a dibujar. Dibujó las piernas, el talle, los brazos en cruz, y luego llegó el instante difícil, la cabeza. Señaló mis sienes, mi cuello, y de pronto veo que me apunta, sí, me apunta a la frente… Una sonrisa cruel jugaba en su boca… “¡Quiere matarme!”, pensé.
»¿Y qué pensará que hice? Pues oiga, oiga la zoncera… La eché un beso con la mano, sin mover la cabeza, y exclamé: “¡Gracias!”. Y ella disparó… Y abrí los ojos, que los había cerrado por instinto, y me encontré vivo, chamuscado sólo el pelo… “Te disparé sin bala, y me debes la vida —me dijo aquella misma noche, después de la función—. En cambio, un favor te pido”. “Mi sangre, paloma…”. “No tanto. Que dejes volver a mi marido. Ya te he dicho cuánto le quiero…”. “Más valía que me fusilases…”.
»Al otro día, ¿sabe lo que se repitió en la capital? Pues que sin necesidad de bala, la tiradora había matado al dictador… A la otra semana, el grito de “¡Abajo el loco!”, estalló la revuelta, y tuve que salir a uña de caballo, y anduve guerreando tres años, y luego me vine a Europa, vencido».
—¿Y la tiradora?
—No la vi más. Y es el caso que la olvidé pronto. ¡Si esa calentura durase!
Palacios tiró el cigarro casi apurado, refunfuñando con melancolía:
—Esa calentura es lo mejor que hay. ¡Quién pudiera volverse a aquel tiempo!
Cárdenas repitió:
—¡Quién pudiera!…