Sedano

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Dos años hacía que despachábamos juntos en la misma oficina, mesa con mesa, y aún no había yo podido averiguar gran cosa respecto al buen Sedano, viejecillo flaco, temblón, de labio colgante, con los ojos siempre turbios y húmedos, pero tan exacto, tan asiduo, tan formal, tan complaciente hasta con el último meritorio —con el público no hay que decir— que se le tenía por un infelizote de esos que provocan a risa. Era el viejo, a no dudarlo, lo que yo llamaría un humillado y un vencido; hombre que de plano y en conciencia se juzga inferior a los demás, y pide con su actitud que se le conserve de limosna el último puesto que ocupa en el indigesto y mezquino banquete de la vida.

Aficionado a los pobres de espíritu —que en compensación de la servidumbre de aquí abajo poseerán el reino de allá arriba—, me declaré amigote de Sedano. A la salida de la oficina le acompañaba hasta su casa, le daba consejos, le regalaba cigarros y solía convidarle a una taza de café y a una copita de licor de damas —curaçao, kumme o Marie Brizard—. Estos obsequios me conquistaron una gratitud tan desproporcionada a su importancia y valor, que, a la verdad, me confundía y casi diré que me atosigaba; sí, me atosigaba, conmoviéndome un poco..., pero el tósigo se sobreponía a la emoción dulce. ¿No es cierto, lector, que existe en nosotros un pudor de alma que nos hace pesado el excesivo agradecimiento? ¿No es verdad que la mansedumbre y la modestia, en grado tan alto, nos cohíben y hasta nos abochornan?

—Sedano —le dije un día para desviar la conversación del terreno del reconocimiento—, cuénteme usted su vida y milagros. ¿Es usted soltero, casado, viudo? He oído que tiene usted una hija no sé dónde. Ea, a hacer confesión general.

—¡Bah! —respondió él, con un destello de ironía mansa en las lloronas pupilas—. Yo tengo vida, pero milagros, no; todo lo mío es bien vulgar. Soy de Zamora, y me crié en casa de una tía mía, con posibles, que me sirvió de madre. Me dejó algunos cuartitos en treses, que decíamos entonces. Vine a Madrid a acabar la carrera, y más adelante conseguía un destino, porque el señor don Luis González Bravo había sido compañero de mi padre, que en gloria esté. Aquella aldaba me sirvió de mucho. No soy de los que más padecieron bajo el poder de Poncio Pilato; es decir, de la cesantía. Verdad que procuro hacerme útil en la casa.

—Y esos cuartos que trajo usted de Zamora, ¿los gastó o los invirtió en otra clase de renta? —pregunté considerando el pelaje de Sedano y suponiendo que tal vez los famosos treses serían el hilo de que yo deseaba tirar.

—¡Los treses! —repitió él, bajando la cabeza, mientras una súbita llamarada encendía sus amarillentos pómulos—. Los treses... ya sabe usted que con la revolución pegaron un bajón hasta los profundos abismos. Yo supe extraoficialmente, por un ad latere del señor don Luis González Bravo (¡Dios le haya dado su santa gloria!), que iban a caer al pozo los tresecitos. ¿Y qué hago? Vendo con tiempo mis cuarenta y tantos mil pesos nominales... Así no pudo fastidiármelos la Gloriosa —añadió, sonriendo con expresión de malicia pueril, como el que se frota las manos celebrando su propia sagacidad.

Mírele, y cada vez me parecieron sus trazas más incompatibles con cuarenta mil duros, ni nominales ni efectivos. Era clásico en la oficina el gabán color de ala de mosca de Sedano, y su corbata, pasada de los fríos y calores, y su paraguas que, picado y limado en las costuras, embarcaba más agua de la que repelía. Me confirmé en que los misteriosos treses encerraban la clave de la historia de aquel hombre.

—¿Y qué hizo usted con el dinero? —insistí, asediándole.

—¡El dinero!... El dinero es una cosa que no parece sino que tiene alas —dijo, volviéndose al rincón oscuro, y hablando como si algo se le atragantase.

—Vamos, que lo despabiló usted alegremente. ¡Vaya con el pillín de Sedano! Francachelas, ¿eh? ¿Buenas mozas? Porque entonces era usted joven todavía.

—Francachelas, no, por cierto... Yo he sido siempre raro..., muy raro..., hasta maniático... en ese particular de las mujeres. Me entraba un encogimiento... Nunca supe..., vamos, empezar. Si no fuese por los amigos, que a veces le sacan a uno de sus casillas... Si yo le dijese a usted..., iba usted a reírse de mí, pero a carcajadas. Solo que como todo el mundo tiene su alma en su almario..., y de una manera o de otra necesita querer a alguien, yo, cuando vine a Madrid, conocí a una señora muy guapa, viuda, hermana de un pariente mío por afinidad. Era tan buena..., quiero decir, era tan cariñosa conmigo..., que yo (figúrese usted, un muchacho) me fui acostumbrando a su trato y a su carácter de un modo... en fin, no salía de aquella casa. Tanto, que las malas lenguas dieron en murmurar, y un día hasta oí que se decía en un corro si la señora estaba o no en cierto compromiso. Naturalmente que primero me enfadé muchísimo y luego me burlé de los murmuradores, porque yo la miraba como se mira a las santas del cielo, y sabía de fijo que tal barbaridad no podía ser. En esto la señora se ausentó de Madrid y me quedé medio muerto, ¡con una tristeza!, ¡con una soledad!... Figúrese usted mi admiración cuando una mañana entra en mi cuarto de la casa de huéspedes una mujer vestida de negro, muy tapada..., ¡y se descubre y me pone en los brazos una niña! «Ampárela usted, Sedano; no tiene padre, no tiene a nadie en el mundo...; a mí no me permite ampararla mi honor.» ¡Qué disgusto pasé! Me acuerdo que hasta lloré con el berrinche...

—¿Era la viuda? ¿La que usted quería?

—La misma. Pero yo, por mi parte, le aseguro a usted que ni con el pensamiento...

—Lo creo, lo creo... ¿Y la niña?

Profunda transformación noté en la marchita cara de Sedano. Sus ojos, turbios y húmedos, se aclararon un instante, y augusta expresión de amor los hizo irradiar dulcemente. Os aseguro que es hermoso espectáculo el de la luz de la bondad iluminando el rostro de un hombre.

—La niña vivió conmigo veintiún años. Busqué ama, niñera... Vamos, me dio que hacer; ¡pero cosa más linda! Quisiera que usted la hubiese visto entonces. Llamaba la atención al sacarla a paseo vestidita de terciopelo azul. Yo rabiaba a veces, porque es mucha la jaqueca que levanta una chiquitina: que la dentición, que el miedo a la difteria, que la educación, que vigilarla para que ningún pillastre la engatuse... Luego, gastos, muchos gastos...; eso le pedí al señor González Bravo el destino. A Enriqueta no quería yo que le faltasen comodidades, ni gustos, ni diversiones. A su edad...

—¿Y qué ha sido de la niña? —pregunté con interés cada vez mayor.

—Casada está, y en Filipinas con su marido... —y la voz de Sedano, al decir esto, se ablandó como si la mojasen—. Se casó con un militar... En fin, a usted no he de andarle con tapujos. La chiquilla se enamoró como una desesperada de un muchacho... que es guapo, muy simpático, muy jaranero, gracioso..., perdido... ¡Así les gustan a ellas! Desde que la vi tan amelonada, no hubo más recurso que dejarlos casar. Me quedé hecho un páparo; no podía acostumbrarme, la casa se me venía encima, y siempre me escapaba a la del matrimonio joven. Un día me encuentro a la criatura hecha un mar de lágrimas. «Chiquilla, ¿qué tienes?» «¡Ay padrino! (me llamaba así). Pepe ha jugado... fondos que no eran suyos..., la vergüenza..., el deshonor... Ayer compró un revólver... Si él se mata, yo también...» ¿Qué haría usted en mi caso?

—Entendido, Sedano; ya adivino el paradero de los treses...

—No, mire usted; entonces no le dí más que siete mil duros... Hasta dos años después... ¡Y si usted viese! ¡Parecía que se había enmendado el maldito!

—Total, que no le quedó a usted más recurso que la oficina —exclamé alargando a Sedano un entreacto muy oloroso.

—Y quiera Dios que no me falte —respondió él, pagándome con una de aquellas sofocantes miradas de gratitud.

Desde esta conversación, me infunde cierto respeto el gabán color ala de mosca, y desearía insinuarme con el ministro de Fomento, a fin de parar el golpe si amaga la cesantía de Sedano.


«El Liberal», 24 de abril 1893.


Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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