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Cuento.
5 págs. / 9 minutos / 143 KB.
15 de noviembre de 2020.
Aquí Daura, el más escéptico, soltó carcajada formidable, y como la vieja reapareciese trayendo un plato de avellanas, se encaró con ella, y en campechano tono, le preguntó:
—Madre, ¿sabe usted quiénes somos? ¿Nos recibe bien porque nos conoce?
—Sí, señor —contestó ella, con una sonrisa entre picaresca y dulce, que dilató sus innumerables arrugas—. Sé quién son ustés, y Dios los bendiga —añadió, haciendo ademán de coger, para besarla, la mano de Daura, que la retiró, poniéndose colorado—. Lo explicaré mal... —prosiguió la vieja—; pero ya me entenderán ustés. Ustés son..., a modo así..., de predicaores, amos, y vienen a estos pueblos a decirnos algo de Dios, y de la otra vía, y de la gloria, y de lo que hay que sudar pa ser buenos. ¡Y poco falta que nos hacían ustés! Porque estamos, como el que dice, con el ojo cerrao, y el alma adormecía, hechos unos lilailas. ¡Secos estamos como los terrones allá por la canícula! El cura de este pueblo, la verdá, nunca nos preíca ni nos dice esta boca es mía; despacha su misa en un soplo..., y callao como un mulo siempre. Aquí no hay conventos, ni frailes, ni amparo pa el que quiere tratar la salvación. Por eso, cuando los vi a ustés con esa cara mortificá, y esa ropa negra, y esos libros en la faltriquera..., un brinco me dio la sangre, y dije entre mí: «Alégrate, Niceta, que ahí viene el remedio para la sequía... Misioneros tenemos, y ojalá que caigan en tu casa... «¡Y vean ustés; antes de oírles, solo con verles... ya se me abrieron las fuentes del corazón, y aquí me tienen ustés llorando como una boba!... ¡El Señor los bendiga!