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Cuento.
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10 de mayo de 2021.
Borróse también aquella aparición digna de las vidrieras de colores de una catedral…, y en su lugar vio Tirso un jayán de fiera traza y atezado rostro, que vestía sobre el coleto una especie de jaqueta acolchada, de tela de algodón: las jaquetas que usaban para preservarse contra las flechas de los indios los españoles de las huestes de Hernán Cortés. En un plato de barro con extraños dibujos y jeroglíficos aztecas, el jayán presentaba a Tirso un trofeo horrible, un corazón humano palpitante, destilando sangre tibia…, mientras decía en excelente castellano del siglo de oro, el castellano de Solís: «Sacáronmelo por los pechos, con ciertas piedras muy afiladas, los sacerdotes del ídolo Viztciliputztli, que en lengua mejicana significa Dios de la guerra, y a quien nosotros, por tropezar en la pronunciación, llamábamos Huchilobos. Afirmáronme por las espaldas a una losa de jade, y allí me hicieron la operación cruenta. Sucedió esto en la noche que suele llamarse triste, en que el emperador Guatemuz rechazó de México a las tropas de nuestro capitán Cortés. Cuando me abrieron los pechos, hallábame ya casi moribundo, de herida de una flecha que me pasó el colchoncillo y se clavó en el ijar». En el punto de la agonía miré al ídolo (que tenía feísima catadura, dos fajas azules una sobre la frente y otra sobre la nariz, en la mano derecha una culebra ondeada que le servía de bastón, y en la izquierda cuatro saetas, que aquellos paganos juzgaban traídas del cielo), y le dije: «Hemos venido aquí a acabar contigo, demonio. Estas Indias que descubrimos serán reinos de España y del Altísimo, que se cansa de ver a tantos racionales en poder de Satanás. A mí me perdona mi Dios, el verdadero, las cuchilladas que di y algún oro que tomé a Moctezuma…, y voy al cielo, porque soy mártir. ¡Viva para siempre la guerra!».