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Cuando un hombre se entrega a la exaltación, estado habitual del joven médico, sólo admite dos clases de amistades: o gente que piensa conforme con él, poco más o menos, y en la cual encuentra desahogo, sostén moral y como un eco de sí mismo, o gente que piensa al revés del todo, y le proporciona el placer y el ejercicio de la discusión y una labor de propaganda. Por casualidad, encontró reunidas ambas categorías en un individuo, uno de sus enfermos, un viejo, que vivía con una hermana bastante menos vieja, pero ya cincuentona. El bienestar económico que disfrutaban los hermanos venía de ella, de doña Cecilia, viuda y heredera de un rico industrial. El viejo, D. Antonio Franco, era del número de los que están arruinados toda la vida, porque se la han pasado gastando mucho más de lo que tenían, no en vicios ni lujos, nada de eso, sino en caridades, en limosnas y préstamos sin cobro posible. Así es que D. Antonio Franco, que para sus acreedores no sabemos lo que sería, en general era tenido por «un santo». Su hermana evitó que parase en el Asilo de ancianos, fundado por otro bienhechor, natural de la Cañosa, que ganó en Buenos Aires millones. Recogió al hermano pródigo, le atendió con cariño, pagó sus deudas apremiantes y puso algún orden en sus gastos, favorecida por la enfermedad crónica, que no le permitía salir sino cuando ni hacía frío, ni calor, ni viento, ni lluvia. Era el tal achaque uno de los que la ciencia denomina, pero no cura, reumatismo periférico, rebelde a todo tratamiento. Los esfuerzos de Julián Carmena sólo habían logrado un poco de alivio en el penoso síntoma dolor.
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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