Teorías

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las muchachas curiosas y siempre en acecho de novios, que se asomaban a las ventanas angostas del caserío pueblerino de la Cañosa, para ver pasar cada dos horas un gato cazador, y cada tres o cuatro una vieja toda rebozada en un manto ala de mosca, dirigiéndose a alguna iglesia donde se rezase el rosario o se celebrase un triduo, no sabían del nuevo médico, Julián Carmena, sino que se llamaba así, que era bajo de estatura y enjuto de rostro, que andaba como distraído, y que del bolsillo del gabán, cortado y llevado sin pizca de gracia, le asomaba siempre algún librote.

«Es un tipo raro» fue la impresión que se comunicaron las consabidas muchachas, al ver con escandalizado asombro que el médico ni alzaba los ojos, atraído por los claveles y geranios que daban en los balcones su nota de rosa y fuego, como símbolo del amor, emboscado tras de hierros y vidrios…

Estaba visto: no le importaban las señoritas a Julián. Y tampoco parecían sacarle de quicio las mozallonas que cogían agua en la fuente y bailaban el domingo en un salón infecto, ni las domésticas de casa humilde, que salían a la compra con un cesto a la vuelta casi tan vacío como a la ida… ¿En qué pensaba el médico, me lo quieren ustedes decir? Pensaba —y, por cierto, a todas horas— en honduras de filosofía y de política ideal. Aparte de los momentos en que necesitaba ocuparse de sus enfermos —lo cual sucedía raras veces, pues en la Cañosa parecía haber peste de salud, según decía amargamente el boticario—, Julián se pasaba el día, y buena parte de la noche, en lecturas, con fiebre de saber lo que se devanaba en el mundo del pensamiento, allá en los países donde fermentaba la gran transformación social. Su ensueño de ojos abiertos le absorbía. No salía mucho de casa, y apenas tenía amigos en aquel rincón donde las mentalidades eran tan diferentes de la suya.

Cuando un hombre se entrega a la exaltación, estado habitual del joven médico, sólo admite dos clases de amistades: o gente que piensa conforme con él, poco más o menos, y en la cual encuentra desahogo, sostén moral y como un eco de sí mismo, o gente que piensa al revés del todo, y le proporciona el placer y el ejercicio de la discusión y una labor de propaganda. Por casualidad, encontró reunidas ambas categorías en un individuo, uno de sus enfermos, un viejo, que vivía con una hermana bastante menos vieja, pero ya cincuentona. El bienestar económico que disfrutaban los hermanos venía de ella, de doña Cecilia, viuda y heredera de un rico industrial. El viejo, D. Antonio Franco, era del número de los que están arruinados toda la vida, porque se la han pasado gastando mucho más de lo que tenían, no en vicios ni lujos, nada de eso, sino en caridades, en limosnas y préstamos sin cobro posible. Así es que D. Antonio Franco, que para sus acreedores no sabemos lo que sería, en general era tenido por «un santo». Su hermana evitó que parase en el Asilo de ancianos, fundado por otro bienhechor, natural de la Cañosa, que ganó en Buenos Aires millones. Recogió al hermano pródigo, le atendió con cariño, pagó sus deudas apremiantes y puso algún orden en sus gastos, favorecida por la enfermedad crónica, que no le permitía salir sino cuando ni hacía frío, ni calor, ni viento, ni lluvia. Era el tal achaque uno de los que la ciencia denomina, pero no cura, reumatismo periférico, rebelde a todo tratamiento. Los esfuerzos de Julián Carmena sólo habían logrado un poco de alivio en el penoso síntoma dolor.

Y en los momentos de remisión, cuando D. Antonio respiraba y hasta sonreía, el médico y el filántropo charlaban largo y tendido. No en todo discordaban, al contrario. Don Antonio entendía que el objeto de la vida humana es hacer el bien posible a los demás, y que no hay derecho a ser dichoso y a gozar de la abundancia, mientras otros pasan hambre. Y el médico estaba de acuerdo: el principio le parecía indiscutible. La discusión comenzaba al tratar de su aplicación. Don Antonio lo había aplicado, hasta quedarse poco menos que sin camisa. Julián lo entendía de otro modo. No era el individuo quien podía realizar, con sus propias fuerzas, tan magnífico programa. Sobre esto se enzarzaban vivamente, y a veces doña Cecilia, viendo a su enfermo tan entretenido, rogaba al médico que se quedase a cenar, añadiendo el anuncio de algún plato: «Tenemos cordero de dos madres, tenemos gallina en pepitoria…». Y cinco minutos después, los dos bienhechores de la Humanidad saboreaban el plato, lo mismo que si en el vasto mundo, a aquella misma hora, cada hijo de Adán pudiese comer su gallina o su corderillo de blanca grasa…

Hizo D. Antonio la observación, un día a Julián.

—No somos más que teóricos —exclamó—: nuestras ideas no se traducen en obras.

—Usted —preguntó—, ¿qué hace, vamos a ver?

—Asisto de balde a muchos pobres —respondió el médico—. A los ricos sería bien necio si no les cobrase mi trabajo.

—¿Y qué hace usted con el dinero que recoge? —interrogó el viejo.

Un poco de rubor subió a los pómulos de Julián, ante la cándida pregunta y el cándido mirar de D. Antonio.

—Lo primero —murmuró—, sostengo mi vida y cubro mis gastos… Lo segundo, vamos, guardo un poco… ¿Sabe usted para qué? Para mi madre, que es muy pobre, y tiene que sostener a los tres hermanitos…

—No diga usted más —atajó el viejo— Yo también guardo, ¡vaya si guardo! Creen que no… Pues guardo, y más que usted, de seguro… Y vuelvo a mi tema: somos unos teóricos…

Poco después de esta conversación, invadió a la Cañosa el mal que invadía a toda España, y que la ciencia ni sabía clasificar, ni atajar. En cada casa y en cada calle la epidemia se ensañó. No podían los sanos atender a los enfermos, ni había fuerzas que a tanto alcanzasen. La farmacia hizo buen negocio, pero el farmacéutico cayó también bajo el azote, y fue de los primeros en entregar la vida. Los curas no auxiliaban: ¡yacían postrados por la «gripe» o lo que fuese! El sepulturero se hallaba moribundo. Y los dos médicos, Julián y el practicón de don Norberto, andaban de cabeza, rendidos, sosteniéndose por los nervios, pues ni dormían, ni les quedaba un rato libre para comer. Después de una jornada terrible, Julián iba a acostarse siquiera un par de horas, cuando recibió aviso de que acudiese a casa de D. Antonio.

Encontró al viejo en las últimas. Su organismo, debilitado por largos padecimientos, no oponía resistencia. Sabía que «se iba», y así se lo dijo a su joven amigo, en una vuelta que dio doña Cecilia, y en voz baja y sorda. «Me voy… me voy… Y me voy sin auxilios, sin sacramentos». Hágase la voluntad de Dios… Oiga, Julián…, no me olvido de que usted me preguntó si guardaba algo… Le contesté que sí… ¡Quiero explicar, explicar! «Aquí» no he guardado nunca valor de un céntimo. Pero «allá»… Y alzó el brazo y lo tendió hacia el trozo de cielo puro que se veía al través de la ventana. Le cortó la palabra una gran fatiga. Sus labios se tiñeron de violeta. El corazón se negaba a seguir prestando su servicio, llave de nuestro existir…

Julián regresó a su casa, escalofriado y triste. Echose en la cama, exánime. Que no le pidiesen más; que le dejasen allí, ya solo, pues el que acababa de morir era su único amigo, y una inmensa melancolía, un sentimiento profundo de la inutilidad de todo esfuerzo, le aplastaban entre los primeros martillazos de la jaqueca rabiosa…

—¡Ya está, ya está! —repitió sordamente—. También yo…

Hizo por levantarse; quería ingerir remedio que, a prevención, conservaba. La reacción vendría. El sudor expulsaría el contagio. Pero al querer incorporarse sintió un sabor acre y salado en la boca.

—Vamos, ya sé… La hemorragia… Nadie vino a asistirle. En la Cañosa no había medio de hospitalizarse. Era el abandono, era la desolación de la Edad Media. Pensó en doña Cecilia… Ni aún podía enviarla un recado, pues la criada, aterrada, acababa de salir, probablemente huyendo, una queja sorda, ronca, fue la única protesta contra el Destino, un poco de delirio se iniciaba. El caso era fulminante.

Y los demás, «los demás», por quienes creía el médico que era deber el sacrificio, estarían en tal momento pensando únicamente en sí propios, atendiendo a los que amaban, procurando conjurar el espectro de la epidemia a su alrededor, pero no más que a su alrededor. Nadie se acordaba del pobre médico, que había caído, como anónimo combatiente, en la batalla. Nadie tampoco del viejecillo bienhechor, que nunca tuvo cosa que le perteneciese en este mundo. Al menos, ése había guardado… Por cima de las teorías, se imponía el instinto. Julián, agonizante, tenía la suerte de no ver desmentida toda su convicción…


Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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