Para que se supiese por qué voy a pegarme un buen tirito en la sien —pensó Rafael Marco— muy pocas horas antes de poner por obra su funesta resolución tendrían que estar dentro de mí, haberme seguido paso a paso, y sólo así se convencerían del incomprensible encarnizamiento y perseverancia con que me persigue la mala suerte.
Y además de estar dentro de mí tendrían ¡cómo les desprecio!, que poder comprender lo que no comprenden jamás: que no hay males grandes ni pequeños, que el mal y el bien lo creamos nosotros, y que si nos persiguen a pinchazos, es peor que si, de una vez, nos hincan un cuchillo bien afilado en la espalda, entre los dos omóplatos…
Así, capaces serían de reírse si se les contase, por ejemplo, mi jornada de ayer, ¡qué no ha sido de las peores! Desperté con la boca más amarga que hiel y el estómago revuelto. Fui a tomar mi dosis de magnesia efervescente, y se había acabado la víspera. Envié a la botica a mi criada. ¡Oh la responsabilidad que a mi criada le corresponde en mi botiquín! ¡Y me trajo limonada gaseosa! Salté de la cama, y, al hacerlo, resbalé arrastrando conmigo el alfombrín, y fui a dar contra la cómoda, haciéndome un chichón en la frente.
Se reveló el dolor de cabeza.… Es mi compañero acostumbrado, y ya parece que sin él no me entiendo. Me conozco a mí mismo. Vivo bajo la sensación continua de una especie de mareo de mar, la angustia del comienzo de las náuseas. Mientras me ponía un perro gordo sujeto con un pañuelo sobre el chichón, luchaba con el deseo de que una escoba me barriese por dentro, enérgicamente, el estómago…
Al acercarme al lavabo, el jabón había desaparecido. Pascasia me trajo el suyo: era del más ordinario, y vi sobre él un pelo, y mejor diré una cerda, porque el pelo de Pascasia es zaino. Intenté peinarme, y una púa del peine, astillada, me arrancó dolorosamente un mechón. Quise rizarme el bigote, y me quemé el labio superior con la tenacilla. Cuente usted esto, y le dirán que son minucias tales que ni recordarse merecen. Pero yo sé que sufro, que sufro de un modo horrible. Una sola, será caso de risa. Tan seguidas, empalmadas, no hay mortal que las aguante.
Dos o tres botones del chaleco se cayeron cuando fui a abrocharlos. Quedó un revoltillo de seda, y una hebra larga, y tuve que sufrir que Pascasia se me acercase, para coserme los malditos botones. No se me ocurrió ni lo más sencillo: quitarme el chaleco, y que los pegase. Lejos de mí. Cuando menudean las contrariedades, hay otra en sentirse estúpido, arrastradito como una paja por la corriente del fastidio.
Un cigarro que fumé para sosegarme sabía endiabladamente a cucaracha. Lo tiré al suelo, pero me quedó en la garganta el azucaroso y repugnante tufillo. Me trajo el desayuno Pascasia: el café estaba frío, las tostadas sin tostar, y mi estómago se encalabrinó nuevamente. Por fin, habiendo tragado un par de sorbos, con conatos de no conservarlos en el arca del cuerpo, pude salir a la calle.
En el último escalón puse un pie en falso, y tuve que agarrarme al pasamanos. En cuanto volví la primera esquina, me di de manos a boca con un cura, que casi se me echó encima, porque volvía en sentido contrario. Vi a un centímetro de mi cara, la suya, gruesa, fofa, inyectada de grasa y bilis, y el azulado de su barba de tres días, y las pequeñas estrías de sangre que se ramificaban en su pupila, y la amarillez de sus dientes, descarnados en la base. Ningún daño pensaba hacerme el cura, y probablemente será una buena persona. No se nos puede juzgar por nuestro cutis, ni por nuestra dentadura. Yo, sin embargo, retrocedí de terror, y un desvanecimiento me hizo caer no sé cómo, pues sólo me enteré, después, de que me habían llevado a una botica próxima. Allí me dieron éter, y no sé qué más, para que me recobrase. Cuando salí de allí, pregunté lo que debía por la asistencia. Y, al ir a pagar una peseta y veinte céntimos, noté que el portamonedas me faltaba.
Tuve que volver a subir mis escaleras, aguantar las preguntas de Pascasia, y, al salir otra vez, queriendo ver la hora, pude notar que el reloj había seguido el mismo camino que la cartera. Recordé que, en mi último instante de lucidez, había visto a dos golfos andrajosos, y hasta juraría que se habían precipitado a sostenerme… ¡Como la cuerda al ahorcado!
En la calle otra vez, y camino de mi oficina, en la cual tanto da entrar a una hora como otra, doy un rodeo para disfrutar de la alegría de la acera de Alcalá. Y en el mismo instante, el sol se pone encapotado, nubes oscuras corren por el cielo, y una racha de aire frío me hace dar diente con diente. Vuelvo la cabeza hacia el arroyo, y he aquí el entierro, que pasa.
Su infinita ridiculez me crispa los nervios. Ridícula, esa carroza con reminiscencias versallesco-fúnebres; ridículo, el empaque Luis XV de los palafreneros y lacayos; ridículas las coronas, que se encargan al florista y llevan pensamientos de pluma y rosas de abalorio; ridículo todo este escenario de la muerte, que debiera ser tan serio, tan sencillo, tan impregnado de modestia y melancolía…
¿Estoy por no pegarme el tirito?
¡Bah! Me llevarán así, pero en cambio no lo veré… Y ahora lo veo. Desfila la carroza, desfila el acompañamiento, señores de chistera y gabán, hablando a media voz de sus asuntos, con automóviles y coches ocupados por diversos individuos que ya reían y fuman sin respeto…
Antes de entrar en la oficina, un mendigo me pide limosna. Es una mujer como de sesenta años, demacrada. Sin embargo, la reconozco inmediatamente. Una tarde de calor, a la hora de la siesta, años hace… Y miro su fecha, para asegurarme mejor en la horrible reminiscencia. Es un amor que encuentro, un amor podrido, desecado, arrojado a la vía pública, como un detritus. Si hay algo deprimente, es el amor degradado, convertido en indiferente repulsión. Sí, me confirmo en la idea de que somos arena y viento, y todo lo mejor que hay en nosotros se convierte en basura sentimental, en asco a lo que idolatramos un día.
Somos tales, que paso y no le lleno la mano de monedas, la mano que me tiende y que un día besé… y mordí… Acaban de quitarme la cartera, pienso, como para disculparme. Pero podía reconocerla, enterarme de su situación, auxiliarla… Sigo acera arriba. Pasa uno que finge no conocerme. Es uno que me debe unos cuartos, no sé si diez pesetas, prestadas en el café, por dos horas. Han transcurrido dos meses. Tuerce la cabeza. Yo la tuerzo a mi vez.
A la puerta de la oficina, como voy sumido en una distracción amarga, no veo que un niñito, corriendo torpemente —¡es tan pequeño!— se me enreda entre las piernas… y cae. La madre, furiosa me increpa; quiere sacarme los ojos. Protesto y de nada me sirve. Se reúne gente; no sé de donde sale. Es asombrosa la rapidez con que la gente se junta en Madrid. Me encierran en un círculo de caras indignadas, de puños amenazadores. Estoy convicto de haber empujado a la criaturita, de haber sido causa de que se rompa la cabeza contra el filo de la acera, lo cual tal vez es la muerte.
Y uno me llama cuanto hay que llamar, y otro me da un bofetón; sí, un bofetón, en plena mejilla… «¡So tío, mal corazón, criminal, verdugo!». La policía me liberta de morir hecho papilla; pero me detiene. Paso el día en diligencias, para demostrar que no he sido culpable, que no he querido matar a ese pequeñín, entre otras cosas, porque me importaba bien poco de él…
Cuando se mata a alguien, es que ese alguien nos interesa, por cualquier concepto, ¿no es verdad?
Y yo voy a darme a mí mismo la prueba de interés de matarme, porque debo este sacrificio a cuanto me rodea, ya que cuanto me rodea me es hostil, me es adverso, y esto, no por efecto de la casualidad, sino voluntariamente. Mi paraguas, cuyas ballenas se descosen, a pesar de ser nuevo; mi espejo, que se rompe sin tocarle; mi corbata, que no hay medio de que se esté derecha; mis botas, que me aprietan habiendo sido hechas a medida; mis fósforos, que se apagan sin llegar a encenderse; mi cortaplumas, cuya punta salta al afilar un lápiz; mi bastón, que se pierde dos veces por semana; Pascasia, que tiene una voz de carraca rota, de algún tiempo a esta parte… Son demasiadas casualidades. No, no son casualidades. Hay una fuerza oculta, hay algo maléfico, que me persigue.
Pues le voy a hacer la mamola, a ese maléfico ser, sea quien fuere. Ahora lo veré. El cordel está hasta engrasado con vaselina. La escarpia, bien clavada en la pared. Aquí el taburete. ¿A no ser que tan bien me sean hostiles cuerda y escarpia, y en el momento preciso…? No. Todo tiene su límite. Adiós, serie negra, infinito de la calamidad… Ya dentro de una hora, nada podéis contra mí. Fastidiaos.