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Así es que, cuando le llamáis para socorrerle, no os atreveríais a dejar caer en su extendida mano —una mano fina, larga, de corvas uñas— el perro grande que colma la ambición del labriego. Lo que la dais es, por lo menos, la pesetilla. Y al oír de labios del viejo una frase muy pulida y acicalada, un «Mil gracias señora, quedo reconocidísimo a su bondad», os entra una vergüenza muy grande, y quisierais haberos corrido con un duro, o poder llevar a vuestra casa al distinguido pordiosero, enjabonarle y sentarle a vuestra mesa, pues sentís en él a un igual vuestro, en lo único que realmente nivela a los hombres: la buena educación.
Aunque paséis cien veces por la carretera sin detener el coche para dar limosna al viejo, él os saludará con la misma afabilidad hidalga, sin dar muestra de impaciencia o de contrariedad.
Un día, mientras cruzáis con él pocas palabras acerca del tiempo y los achaques, miráis de soslayo su pelaje astroso, y distinguís en la que fue solapa y ya sólo es un jirón informe, algo un tiempo encarnado y ya blanquecino, algo que parece cinta descolorida y deshilachada… Al ver la dirección de mis pupilas, el mendigo sonríe lleno de dignidad, y dice sencillamente:
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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