En el lindero del castañar, a orillas del camino real, sobre una piedra que por su forma parece un asiento diestramente labrado, se sitúa todas las tardes un mendigo; un viejo, que apoyando la barba en los puños y éstos en la cayada del palo que le sirve de bastón, nos mira pasar y nada nos pide, únicamente cuando nos ve cerca descruza las manos, se lleva la diestra al abollado sombrero de copa alta, y nos hace un saludo ceremonioso y cortés.
Porque habéis de saber que ese mendigo no es ningún aldeano. Podría la mugrienta chistera, más rizada que un acordeón y más espeluznada que si hubiese presenciado un horrendo crimen, proceder de alguno de esos regalos irónicos que se hacen a los pobres, y que ellos —desventuradillos— no tienen más remedio que aceptar y usar; pero jamás se reduciría un hombre nacido en el surco, a mendigar de levita, pantalones, chaleco y camisola. El labriego pobre no pierde el derecho al harapo y abrigado cómodo, a la ropa que deja juego a los brazos y agilidad a las piernas. Este viejo de la linde del castañar, en su vida destripó terrones.
Así es que, cuando le llamáis para socorrerle, no os atreveríais a dejar caer en su extendida mano —una mano fina, larga, de corvas uñas— el perro grande que colma la ambición del labriego. Lo que la dais es, por lo menos, la pesetilla. Y al oír de labios del viejo una frase muy pulida y acicalada, un «Mil gracias señora, quedo reconocidísimo a su bondad», os entra una vergüenza muy grande, y quisierais haberos corrido con un duro, o poder llevar a vuestra casa al distinguido pordiosero, enjabonarle y sentarle a vuestra mesa, pues sentís en él a un igual vuestro, en lo único que realmente nivela a los hombres: la buena educación.
Aunque paséis cien veces por la carretera sin detener el coche para dar limosna al viejo, él os saludará con la misma afabilidad hidalga, sin dar muestra de impaciencia o de contrariedad.
Un día, mientras cruzáis con él pocas palabras acerca del tiempo y los achaques, miráis de soslayo su pelaje astroso, y distinguís en la que fue solapa y ya sólo es un jirón informe, algo un tiempo encarnado y ya blanquecino, algo que parece cinta descolorida y deshilachada… Al ver la dirección de mis pupilas, el mendigo sonríe lleno de dignidad, y dice sencillamente:
—La Cruz Roja del Mérito Militar. La cinta está algo echadilla a perder… claro, el sol y la lluvia…
Sí, sí, ya sabía yo que el viejo había combatido antaño, allá en el África, en lid gloriosa, y por su desdicha, en las calles, detrás de la barricada… La primera etapa era la que le había valido la condecoración; la segunda por poco le cuesta el fusilamiento… Otros, recorriendo el mismo camino que él, habían llegado a elevadísimos puestos, a lucir los áureos entorchados y las resplandecientes placas, a sentarse en los escaños del Congreso y en los consejos de la corona…
Él, prófugo, acosado, rota su carrera, sin pan, mendigaba todos los días en la linde del hospital, y en enero el cierzo que azotaba los desnudos árboles del solitario camino, le enrojecía los párpados, le amorataba la nariz y le pasaba el pecho, mal abierto por los restos de una delgada camisa…
Y, sin embargo, el mendigo no tenía amargura. Estaba resignado con su suerte, y los guiñapos sobre su torso, aun militarmente erguido, adquirían nobleza singular. Cuando le regalé una cinta nueva para su condecoración, sonrió complacido, alzó la cabeza aureolada de copiosos mechones grises, y dijo con su acostumbrado atildamiento:
—¡Ahora la usaré con doble satisfacción, reconocidísimo!