Esta obra maestra tiene un fuerte componente autobiográfico. La primera parte de la novela transcurre en algún lugar caribeño que, bajo el despectivo nombre de Ganga, oculta en realidad la ciudad colombiana de Barranquilla, donde Emilio Bobadilla residiera algunos meses de 1898 y de donde salió peleado con todo el mundillo literario. Su posterior expulsión del país por el presidente José Manuel Marroquín (1827-1908) no contribuyó precisamente a apaciguar su ánimo, de ahí que respondiera a los ataques como mejor sabía: escribiendo.
El cuadro que traza es esperpéntico y Bobadilla, enrolado en el positivismo naturalista, no desperdicia la ocasión para resaltar irónicamente todo lo que ve. A fin del siglo XIX Barranquilla había pasado a ser vertiginosamente de un pobre asentamiento ribereño a puerto principal de Colombia. Pese al analfabetismo, las revoluciones y el ir y venir de las facciones políticas, para los exaltados locales merecía calificativos altisonantes como "La Nueva York de Colombia", "La Nueva Barcelona", "La Nueva Alejandría". Tenía varios cines, e incluso las compañías de ópera italianas y las de teatro españolas se presentaban allí antes de emprender giras al interior del país. A ese lugar azotado por aguaceros prodigiosos y pegajosos calores tropicales llega el doctor Eustaquio Baranda, un exiliado dominicano que ha estudiado medicina en París. Como proviene de una civilización refinada resulta atractivo para las notabilidades locales, las mismas que no tardan en buscar su caída despechadas por su aparente frialdad y por el hecho de que el doctor ha conquistado los favores de Alicia, una atractiva y sensual mestiza apetecida por uno de los prohombres lugareños. Esta circunstancia lo obliga a volverse a París –con Alicia–, donde transcurren la segunda y tercera parte.
—Y a pesar de todo —dijo el alcaide— no falta quien se
escape.
—¿Cómo? —exclamó Baranda.
—Cierta vez un negro —continuó el alcaide— se evadió perforando
el muro del calabozo con una lima. Andando, andando, se internó en
el bosque. Allí derribó un árbol sobre cuyo tronco se arrojó al
agua. De pronto se oyeron gritos lastimeros. Era que un caimán le
había llevado una pierna. Mutilado y desangrándose permaneció
agarrado al tronco hasta que vino una canoa y le salvó. No duró más
que un día. El caimán le había tronchado la pierna con grillo y
todo.
No lejos de la cárcel de detenidos estaba la de mujeres. Era un
a modo de solar con barracas de madera, sembrado aquí y allá de
anafes con planchas, catres de tijera abiertos al sol, bateas y
hamacas. Unas lavaban y, al enjabonar la ropa, la camisa se las
rodaba hasta el antebrazo, dejando ver unas tetas flacas semejantes
al escroto de un buey viejo. Otras planchaban o daban de mamar a su
mísera prole o preparaban el rancho de los presos. Algunas, las
menos, canturreaban, mientras se peinaban delante de un pedazo de
espejo. Muchas eran queridas de los empleados del penal. En el
centro del solar una palmera solitaria bosquejaba su sombra de
cangrejo suspendido en el aire.
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Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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