Las Larvas

Emilio Bobadilla


Novela corta



I

Venancio Gutiérrez era uno de los que más vociferaban en el Centro Literario. ¿Se estrenaba una comedia? Pues al día siguiente ya estaba poniendo como hoja de perejil al autor y al público, ¿Se publicaba un libro?

—¡Bah! ¡Literatura de pacotilla!—decía, sin leerle.

La tertulia se componía de varios tontos que, cuando no hablaban de sí mismos, que era lo corriente, discutían, ó sobre la inmortalidad del alma ó sobre casos teratológicos tan curiosos como el de una aldeana que dió á luz un chico con cara de perro. Claro, que también se hablaba de toros. De eso siempre. Todos tenían su articulejo ó su poema in mente, cuando no en el bolsillo, ó su proyecto de fundar un periódico,. verdaderamente literario, que era lo que hacía falta, donde poder escribir sin cortapisas ni atenuaciones. 

El principal oficio de aquellos poetas y prosistas, inéditos muchos, consistía, amén de garrapatear cosas que sólo ellos leían entre sí, en maldecir de todo. Mutuamente se alababan, sin perjuicio de llamarse los unos á los otros, por detrás, «besugos», «cóngrios», «atunes» y «percebes»; todo un léxico digno de una pescadería.

Por lo común, hablaban todos á un tiempo, de pie y manoteando mucho. La egolatría se manifestaba sin pudor en aquellas polémicas interminables sobre los asuntos más baldíos.

—Discusiones bizantinas—decía desdeñosamente Nicanor Carreta, un joven cordobés que la echaba de colorista á lo Goncourt. No era rana; había leído algo, á trompicones, como quien dice; libros malamente traducidos del francés. Para él todo era imagen y música. La naturaleza era una sinfonía de colores y notas. El artista, según él, no era el novelista ni el pintor, sino el «poeta-músico», exuberante de metáforas gongorinas, de vocablos sonoros y extraños.—«Si el artista no tiene un piano en la cabeza, no es artista».—Por donde un gallego—observaba algún bromista—que baja de un quinto piso con un Pleyel á la espalda—es el artista por excelencia, para Nicanor.

Y todos reían, mientras Nicanor Carreta, gesticulando como un mono, según su costumbre, les calificaba de ignorantes y cretinos, incapaces de comprenderle.

No tenían aplauso más que para D. Pánfilo Cruz, un crítico ala antigua, ignaro y chapucero, cazador de gazapos gramaticales, que colaboraba con muy poca sintaxis y mucha mala fe en varios periódicos. D. Pánfilo, á su vez, les animaba celebrándoles. Era un grafomano qué, gracias á lo mucho que escribía, consiguió cierta popularidad, ni más ni menos que esos anuncios que, a fuerza de verse por todas partes, acaban por ser leídos. Sus únicos libros de consulta eran los Sinónimos de la lengua castellana, de López de la Huerta, el Diccionario de galicismos, de Baralt y el léxico de la Academia.

Donde quiera veía un galicismo. A menudo proponía á sus discípulos (puesto que le llamaban «maestro») problemas tan difíciles como estos:—Vamos á ver: ¿cuál es el diminutivo de perdiz?—Perdicilla, perdizuela.—¡Cá! Perdigón.——¿Cómo se dice: médula ó medúla?—¡Pues médula!—No, señor, medúla.—Y su fama de lingüista (así decían) volaba de boca en boca.

Nicanor Carreta y D. Pánfilo no podían verse. Carreta estaba por lo que él llamaba «la revolución rítmica», y D. Pánfilo era un enamorado de la tradición clásica, por más que sus estudios clásicos se redujesen á una lectura del «Quijote» comentado por Clemencín, á otra de los «Orígenes de la lengua española», de Mayans y Sisear, y de la «Derrota de los pedantes», de Moratín.

Nicanor decía pestes de los clásicos, sin haberles leído más que por encima. Les tildaba de hueros, de faltos de «calor de humanidad», mientras D. Pánfilo les ensalzaba con iracundia. Sus discusiones acababan de ordinario en insultos personales. Motivo por el cual D. Pánfilo no dejaba verse por el «Centro Literario» sino de tarde en tarde.


* * *


El padre de Venancio fué librero y editor. Los pobres autores dejaban á menudo la piel entre sus garras. Jamás pagó arriba de cien pesetas por la propiedad de una obra.—En España no se lee—decía.—Usted no arriesga más que su trabajo intelectual. Yo, el mío, y además, los cuartos.

Con estas ó parecidas razones se defendía de los infelices que se quejaban de su mezquindad. Ganaba mucho vendiendo en América los librotes sin enjundia que el público español desdeñaba. Quería entrañablemente á su hijo, de cuya viveza mental se mostraba orgulloso. Venancio, que era un emotivo, correspondía con creces al amor de su padre. ¡Cuántas noches, al verle atado a¡escritorio, como buey al yugo, sentía una tristeza repentina que se declaraba por una explosión de besos y abrazos que el viejo no se explicaba!

La lobreguez de aquella casa, atestada de papel amarillento, unida al doliente mujir de los violines de una orquesta ambulante de ciegos, que se apostaba todas las noches enfrente de la librería, hablaban melancólicamente al espíritu soñador de Venancio. No sentía al ver los estantes repletos de libros viejos, comidos algunos de polilla, curiosidad alguna de hojearles. En ellos dormían, como cadáveres en sus nichos, generaciones de literatos de todos los tiempos, empolvados y mudos. ¡Cuánta labor inútil! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas! ¡Cuánta lucha estéril!

Al morir su padre, dejó un capitalejo que él tiró en ediciones de libracos anodinos y en francachelas y orgías. De suerte que si el padre se pasó la vida esquilmando á los escritores, éstos se vengaban con creces explotando al hijo. Y pata. Los autores, principalmente los poetas, le cogieron el flaco que no era otro que la vanidad literaria. A Nicanor Carreta le imprimió «El Miserere de las Ranas», poema sinfónico en tres cantos, cuyos ejemplares, después de dormir meses y meses en el foso de la librería, se pregonaban en la Puerta del Sol, hacinados en una cesta:—«El Miserere de las ranas», poema sifónico ¡diez céntimos! ¡El papel vale más!

Era sabido: cada vez que Venancio, sin preocuparse de la parroquia, le disparaba, en un rincón de la librería, á un literato, de los muchos que le asediaban, el fragmento de un drama ó el capítulo de una novela, el literato, que era un marrajo, tiraba, como quien tira de un sable, de su mamotreto correspondiente.

—Eso es muy hermoso. Amigo, es usted todo un artista. Y hablando de otra cosa. Aquí le traigo este manuscrito por si le conviene editármele. Son unos cuentos.—Y Venancio, aturdido aún por los elogios, aceptaba sin chistar.

Por la tarde, en la trastienda, se reunían algunos escritores. Charlaban de política, poniendo al gobierno de oro y azul; comentaban el suceso del día y á veces se enredaban en tiquis miquis personales, por un quítame esas pajas. Otros se entretenían en ver los grabados de las revistas ilustradas de París.

Entre todos descollaba D. Agapito Ruiz, antiguo diplomático, autor de unos ensayos históricos menos que medianos. Era un hombre frío, incapaz de entusiasmo, sordamente envidioso que simulaba no leer nada de lo que escribían sus compatriotas. Su energía mental predominante era la memoria. Sabía, sobre poco más ó menos, la edad de todo el mundo. «Ese me lleva diez años. Cuando yo tenía treinta, hace veinte años, (lo recuerdo como si fuera ahora), publicó un manifiesto...» Todo no era sino un pretexto para no parecer lo que era, un sexagenario. Era su manía.

Jamás elogiaba á nadie. Al contrario, se expresaba con cierto desdén, como quien no quiere la cosa, hasta de los hombres más ilustres. En su corazón árido latía una rabia secreta de vate. Había visto pasar los años sin haber podido producir una sola obra original. Sus estudios históricos, puramente narrativos, sin método científico, eran una recopilación de documentos de segunda mano, taraceados de reflexiones vulgarísimas, expuestas en un estilo correcto y linfático que á él se le figuraba digno de competir, por lo sobrio, con el de Tácito.

De higos á brevas también asomaba por allí D. Críspalo Arteaga, sujeto de extraordinaria cultura, muy liberal y modernista, honrado á macha martillo, enemigo de toda exhibición personal. Daba las buenas tardes, pedía lo que buscaba, algún libro en inglés, y se marchaba luego sin hablar con nadie. No comulgaba con el vulgo ni en literatura ni en política. Franco y sincero, no se andaba con rodeos para decir lo que pensaba. Recluido en su casa, lejos de toda chismografía, rodeado de libros y revistas, llevaba una vida de anacoreta, consagrada á los estudios históricos que cultivaba con la austeridad y concisión de un Tucídides. Detestaba la retórica, el «psitacismo» como él decía, tomando la palabra de Leibnitz.

¡Con qué profundo desprecio miraba á la turba de politicastros que, para ocultar sus trapicheos, adulaban en gárrulos discursos los instintos populares! Pero lo que más le estomagaba era la patriotería altisonora con que engañaban al pobre pueblo, sumido en la abyección y la ignorancia, famélico, haraposo, abrumado de tributos. Según él, el atraso de España, que ve nía de muy lejos, obedecía á la educación clerical de siglos que había ido depositando su costra de superstición en el cerebro colectivo hasta el punto de atrofiarle.

—«Este pueblo—solía decir—vive en perpetuo sonambulismo. Y se explica: su vida afectiva tiene por estímulo las corridas de toros, donde aprende á despreciar!a vida propia y la ajena, connaturalizándose con el espectáculo de la sangre vertida por simple recreo; el color rojo, por otra parte, predispone á la riña; su inteligencia se nutre de los sofismas de una religión que tiene por Dios una especie de Moloc insaciable. Por eso somos tan crueles en la guerra, tan indolentes é imprevisores en la paz. Nuestro patriotismo consiste, no en edificar, sino en destruir. Que se lea la historia de la Conquista de América.

Estamos habituados á considerar como misterioso lo inexplicable. Nuestra atención es débil y movediza como nuestra voluntad. Abusamos de los juegos de palabras, nos pasamos la vida haciendo frases, burlándonos de todo, lo cual es un signo de anemia cerebral. Enemigos de toda crítica, tal vez por la índole de nuestra mente, toda imaginación plástica, no podemos sufrir la contradicción, mayormente si tira á despojarnos de seculares prejuicios. Tan pronto nos rebajamos, figurándonos inferiores á los turcos, como nos ponemos en los cuernos de la luna. No pensamos, sentimos. Obramos por movimientos peristálticos, como un pueblo de convulsionarios.

En nuestra historia, lo mismo intelectual que política—salvo el siglo XVI—casi casi no hay ideas. La sensación repentina, interna, mueve nuestra máquina nerviosa. Un patólogo perspicaz acaso vería en nosotros una muchedumbre en el prodromo de la parálisis general. Hemos llevado á través de los mares nuestro amor al desorden, á la indisciplina, nuestra sed de oro, nuestra sevicia, nuestro horror á la lógica, con la espada en una mano y el estandarte católico en la otra. Por eso las llamadas repúblicas latinas no adelantan un paso. Su estancamiento y sus continuas revueltas civiles, no responden á la inexperiencia y al ardor de la juventud; son la prueba de una degeneración irremediable...»

Por estas y otras cosas al símil que solía decir las pocas veces que hablaba, nadie le quería, aunque se le respetaba por su talento y su hombría de bien.


* * *


Venancio, declarado en quiebra, por los sablazos de los amigos y los malos negocios, se marchó á su pueblo, donde más tarde casó con una mujer, si no rica, con dinero suficiente para vivir con holgura. Movido por lo que él llamaba «el amor á la gloria», se volvió á Madrid, al cabo de algún tiempo. Darse á conocer, adquirir nombradla en un periquete, porque estaba seguro de ello... al primer tapón, era su sueño dorado. Si la vez primera no se atrevió (y eso que contaba, según él, con el apoyo de varios periodistas), por «exceso de conciencia literaria», esta vez estaba resuelto. Por de pronto se lió con una corista de Eslava. Fueron unos amores borrascosos en que el palo hizo de las suyas.

Fuese por abuso de sensualismo ó de alcohol, al que solía darse en momentos de rabia, ello es que su meollo, nunca fecundo, fué como atrofiándose. Antes, aunque mal, escribía. El no ignoraba, gracias á D. Pánfilo, que Flaubert tardaba mucho en componer una página, y á no ser por este recuerdo consolador, quizás se habría pegado un tiro. Permanecía horas enteras delante de una cuartilla, aguardando á que la inspiración llegase, como quien aguarda á que escampe, en un portal. Por mucho que la evocaba... con cigarrillos que encendía uno en otro, la inspiración como si no, no venía. Se levantaba de la mesa; quitaba cuanto tenía delante que pudiera distraerle; de suerte que cada artículo era una mudanza. Abría ó cerraba las maderas del balcón; se paseaba febrilmente de un extremo á otro del cuarto.—«No hagas ruido—decía sigilosamente la pobre mujer á la criada—que el señorito está escribiendo».

Al fin, después de sudar la gota gorda, sólo atinaba á escribir el título, del que no pasaba ni á palos. Otras veces llamaba á su mujer, que maldito si sabía escribir á derechas, y la decía:—«Siéntate y escribe. Voy á dictarte».—«Pero si yo no sé—exclamaba ella, con risa nerviosa».—«No importa. Ya aprenderás.»

Y con las manos en los bolsillos, la cabeza baja, fruncido el entrecejo, como quien medita, zanqueaba á lo largo de la habitación. Pasaban los segundos, los minutos, los cuartos de hora y... nada.—«Vamos, hoy no estás de vena»—se permitía decirle la amanuense. ¡En mala hora! La colmaba de insultos y, tomando el sombrero, se largaba á la calle, de la cual volvía á casa al amanecer, después de una noche de crápula.

La pobre mujer le recibía llorando, pero sin exhalar una queja. Cuando más, le decía:—«Por Dios, no trasnoches, que te hace daño. Hazlo por tu hijo, ya que no por mí.

Padecía exageradamente por el motivo más fútil. En sus noches de insomnio lloraba como un niño, tirándose de los pelos.

—«Indudablemente—pensaba—hay una conjuración contra mí, ¿Porqué esa prensa estúpida no dice palabra de mis «Anatemas?»—Los Anatemas eran un cuaderno de 20 páginas, de rimas á lo Becquer, por lo cortas, claro, en cuya elaboración empleó cerca de un año. Fueron como el fruto ideal de sus amores con la corista de marras.

A diario peregrinaba de librería en librería con el fin de ver si su obra estaba en los escaparates. Si no estaba, como solía, menuda gresca la que armaba con el librero. Compraba todos los periódicos. Los desdoblaba tembloroso y pálido, como quien teme leer algo atentatorio á su honra.—«¡Nada! ¡Ni una lineal ¡Oh, esto es horrible! ¡El silencio, la indiferencia!»

Y estrujando el papel agregaba iracundo:—«¡Tengo que dar un escándalo, que matar á alguien!»

Al día siguiente, en el Centro Literario, se desataba en injurias contra todo.—«Aquí no hay política, ni literatura... ¡ni vergüenza! Somos un pueblo podrido hasta la médula.»

Los contertulios callaban con cierto malévolo regocijo interior.—«Está así—se decían cautelosamente—porque los periódicos no le mientan ni por equivocación.»

D. Pánfilo, que no elogiaba sino verbalmente, solía decirle con cierta sorna:—«Calma, amigo. Ya se ocuparán. Deje usted que se cierren las Cortes, y entonces, como no habrá cosa de qué hablar, se hablará de su libro.»

Venía la reacción y una tristeza depresiva, un cansancio intelectual profundo le invadían como una fiebre. Veíase totalmente derrotado.—«No debo de valer nada cuando nadie me dice por ahí te pudras

Semejante abatimiento subió de punto una tarde, ya anochecido, al pasar por delante de la vieja librería de su padre, que no había vuelto á ver desde que se fué á su pueblo. La casa estaba vacía, medio derruida, con un cartel que á él se le antojaba una venda en la cabeza de un enfermo, que decía: Se vende. Un arrepentimiento súbito le asaltó. Su padre envejeció entre aquellas paredes sin haberse dado nunca placer alguno, y él lo había malbaratado casi todo. Pensó con ternura en lo bueno que fué con él y en sus últimos momentos en que, ya casi perdida la razón, en las vecindades de la muerte, le llamaba con indecible angustia. Lo sincero de su tristeza le abrió los ojos interiores, y reconociendo entonces su ineptitud intelectual, se culpaba de que lo único cierto que había en el mundo, que era el amor de una mujer—y la suya le adoraba—le importase tan poco. Y arrullado por la música de los ciegos que á la sazón tocaban en la misma calle, y que tan penosamente le acariciaba por dentro, como si le besaran con púas, pensó en su hogar, en el porvenir obscuro de sus hijos sin pan, en la falacia de los amigos, en el abandono injusto de su compañera, siempre fiel y mansa... Sus ojos se arrasaron de lágrimas y sintió un impulso irresistible de contar á gritos á los transeúntes aquella tribulación de su alma.

II

En el «Centro Literario» conoció una noche á Aristófanes Pérez, joven guatemalteco que acababa de llegar de París, donde había vivido diez años, consagrado, según decía, al estudio del arte. Era un joven pálido, medio cobrizo, de mediana estatura, con el frontal convexo, los pómulos salientes, la barba fugitiva y las orejas de mono. Gastaba melena; vestía con cierta elegancia, usaba cuellos muy altos y unas corbatas románticas que le daban el aspecto de un ahorcado. En la muñeca derecha llevaba, como un salvaje, una pulsera de oro. Hablaba por los codos, silbando mucho y con cierto dengue mimoso. París se le había subido á la cabeza, en términos de imaginarse que le había descubierto. Era decadentista, se jactaba de ser amigo y admirador de Verlaine, Moréas y Charles Morice, y, como casi todos los de su escuda, ignorante, aunque leía, sin método y fragmentariamente, revistas y libros, algunos de magia. De un amor propio exagerado, de una vanidad ridícula, incapaz de trabajo serio y coherente, por falta de atención, por impotencia de la voluntad, desdeñaba todo saber científico, burlándose de Taine, «que había tenido la audacia de querer hombrearse con Napoleón», y de Spencer, un sajón cuyos libros áridos, atestados de «hechos estúpidos», no podían ser leídos «sino por elefantes».

En sus interminables latas barajaba á Tolstoi con Hæckel, á Santa Teresa con Lombroso, citando frases de cada uno, tomadas de aquí y allá, sin concierto ni lógica. Para él, un buen verso, una «imagen sugestiva», valían más que un invento de Edison. Gustaba de lo nebuloso, de lo indeciso, y detestaba lo claro y lo concreto, «pura platitude», como él decía. Pero Aristófanes («el griego Pérez», como más tarde le llamaban en broma) no había producido nada hasta entonces, salvo alguno que otro cuentecillo exótico, de costumbres japonesas, y un soneto, dedicado á Budha, cuyos tercetos no había concluido—y cuenta que iba á diario con ese fin al «Museo Guimet»—por no haber podido sorprender la expresión de impasibilidad absoluta del ídolo indio. Era místico ó neocatólico; proclamaba la «bancarrota» de la ciencia, de esa ciencia gracias á la cual había escapado á una fiebre tifoidea, y de la que sólo sabía por extractos de periódicos y por las charlas de los concurrentes al café François 1er. Contra lo que, en rigor, se revolvía, era, no contra la ciencia en general, aunque no se percatase de ello, sino contra la psicología fisiológica que había dado en el chiste de no ver «sino locos y degenerados por todas partes».

Claro que era un simple papagayo que repetía inconscientemente lo que algunos babiecas propalaban, con Brunetière á la cabeza. No vió un laboratorio ni en pintura; no estudió antropología; no observó por sí mismo, porque era incapaz de comprender el Universo. Educado en su país, á la española, por curas corrompidos, y trasplantado más tarde á un medio tan complejo como el medio parisiense, cuyos refinamientos intelectuales, cuya perversión dorada hallaron en su temperamento enfermizo un eco confuso; rico, hasta el punto de pagar, en su deslumbramiento de rastaquoère, caprichos del amor callejero á peso de oro; concurrente asiduo á cafés-conciertos, azotador de boulevards, amigo explotado de cocotas voraces y blasées y de jóvenes libertinos, para quienes el arte era un medio, como otro cualquiera, de hacer ruido y medrar, su cerebro, nativamente débil, se pobló de espectros y de un rumor como de colmena.

El medio ambiente se le escapaba. Había visto á París como quien lee en un libro escrito en un idioma que sólo entiende á medias ó como quien trata de distinguir de noche, en la bruma lejana, objetos movedizos. Las ideas flotantes que en él había despertado, sin poder precisarlas, se teñían del color de sus emociones del momento. En vano trataba de exhibir sus impresiones, recurriendo al neologismo absurdo, desarticulando la lengua. En castellano, según él, no había palabras para expresar lo que sentía. Por eso hallaba un placer inefable en la lectura de los simbolistas, cuyo lenguaje enigmático, borroso, concordaba con sus procesos mentales y aquel imaginar lascivo que le acosaba constantemente. Su teoría del arte, nada nueva, consistía en la sugestión ideal. No nombrar los objetos, sino esbozarlos, de modo de sugerir al lector la imagen indecisa, crepuscular. Nada de sentimientos fuertes, de pensamientos diáfanos. Vaguedad, mucha vaguedad disuelta en palabras musicales, sin cohesión ideológica, engarzadas unas á otras por el ritmo.

Era un furioso coleccionador de sellos y de bibelots extravagantes. Estaba casado y tenía un hijo, Guy, de siete años, que no hablaba más que en francés. Era un degenerado, cabezudo, anémico y precoz que recitaba como un loro versos de Catulle Mendès y René Ghil.

—Ecoute, Guy—le preguntaba el padre cuando estaban en alguna parte de visita—comment est-ce que tu t’appelles, toi? Dis, mon cocó.—Moi?—Oui, toi.—Je m’appelle Guy Peréééz...

Y los circunstantes, que ignoraban el francés, reían con la violencia de los que ríen por compromiso.

La mamá, Ofelia, estaba como sugestionada por Aristófanes. No sólo le admiraba, sino que creía á pie juntillas en los absurdos de aquel cerebro sin fósforo. Aristófanes, para ella, era un oráculo. Aunque la infeliz nada sabía y gruñía un francés digno de un negro de la Martinica, echaba de cuando en cuando su cuarto á espadas en asuntos de arte. Había visto dos ó tres veces el museo del Louvre con un guía que, desde el primer momento, comprendió que la buena señora era una imbécil. De suerte que la fué llevando de lienzo en lienzo y de mármol en mármol como quien busca en la sombra con una cerilla algo que se le ha perdido. Pero el medio en que había vivido la autorizaba á dar su opinión sobre problemas de estética y de historia, opinión que se reducía á decir que Carlo Dolci era aun pintor delicioso» y Napoleón «el primer militar del mundo». A las burguesas las llamaba bursuasas y no hubo modo de que dijera nunca sino mantená. No se paraba en pelillos: decía muy tranquilamente: yo me profito, yo me embalo y me duele la teta y mil cosas por el estilo.

Lo chistoso no era esto solo; sino que delante de los mismos franceses hablaba en esta jerga á su hijo, porque tanto ella como Aristófanes prohibían á sus amigos que se le hablase en español.—Ça viendrà—decía el papá cuando le criticaban que no enseñase al niño el castellano.


* * *


Aristófanes venía á Madrid con el propósito de darse á las letras. Ya era tiempo. Estaba seguro de eclipsar á todos; pero tenía la astucia de no reunirse con gentes que le superasen.

Buscaba siempre la compañía de los inferiores á fin de poder brillar el solo. Así se explica que tan pronto como llegó á la corte trabase amistad con los poetas en germen y los ratés desesperados, hambrientos de notoriedad, de quienes logró que le publicasen en un periodiquillo su retrato, con unas líneas biográficas, escritas por el interesado, en que se llamaba á sí mismo «el Benvenuto Cellini de la prosa castellana». Las bromas ó pesadas ó no darlas.

Venancio le escuchaba con la boca abierta, sobre todo, cuando Aristófanes le contaba la vida íntima parisiense con sus «perversiones abracadabrantes», corno él decía tartamudeando ligeramente. Quería iniciarle en el neomisticismo. «—Los neomísticos—le decía—no somos ni herejes, ni sistemáticos. Cuando blasfemamos es para gozar del placer sin igual del arrepentimiento, y cuando describimos la Misa Negra que un ministro de Satanás celebra en París sobre las ancas de una mujer diabólica, es para anatematizar el Sadismo y la Kábala.»

Venancio se quedaba en ayunas. A Benvenuto Cellini le pasaba tres cuartos de lo mismo.

Las latas comenzaban en el «Centro Literario» y concluían en torno de la mesa de un café, entre copas de cognac y humo de cigarro, muchas veces á las cinco de la mañana.

—Es preciso que fundemos un periódico—dijo cierta noche Venancio, nerviosamente contagiado con las nuevas teorías estéticas de Benvenuto.—Sí,—añadía Nicanor Carreta.—Hay que enseñar á escribir á esta gente. ¿Quiénes, mejor que nosotros, jóvenes modernistas y audaces? Emprenderemos una campaña sin cuartel contra esa taifa de idiotas engreídos, académicos incoloros, poetas chirles, sin ritmo plástico-coloreado, novelistas patosa y críticos miopes. Hay que abrirle los ojos á este público dormido plantándole delante la linterna del arte nuevo. En la rama de nuestra poesía no canta ningún pájaro al modo francés. Aquí no sabemos nada de la audición colorida, del ritmo, de ese ritmo que llevamos en el andar. Cuando damos un tropezón, es decir, cuando perdemos el ritmo, al suelo. ¡Es que la canción se ha roto! ¿Qué es un monumento, señores, sino una instrumentación de piedra? ¿Qué es una paloma volando sino la plástica movible? ¿Qué es un árbol sino una orquesta de hojas?

Nicanor decía todo esto de pie, con la cara encendida, los ojos muy brillantes y moviendo los brazos como las aspas de un molino. Aristófanes y Venancio, excitados con tanto neurosismo, rompían á hablar simultáneamente, arrebatándose la palabra.

—¡No, no es eso!—gritaba Cellini.—El arte tiene que ser inmoral y místico á la vez. No hay religión sin sensualidad y la fe se exalta con el pecado. Hay un deleite mórbido en violar á una doncella, en torturar á una prostituta, para postrarse luego, cubierto el corazón de llagas, ante un crucifijo que extiende los brazos con infinita misericordia...

—Perdone—interrumpió Venancio.—El arte...

—¡Sí querrá usted enseñarme á mí lo que es arte, á mí, que he vivido en París diez años!—exclamaba Pérez solemnemente.

Venancio callaba, aunque herido en su amor propio. El vocablo París despertaba en su espíritu vagabundo un respeto religioso. El mozo les miraba sorprendido, y cuenta que estaba acostumbrado á la charla ruidosa de los cafés madrileños.

III

Andando los días, toparon con el director de El Adalid, periódico de gran circulación en otro tiempo y hoy desacreditado y sin público. Vivía de la subvención de un ministro y de las casas de juego, al decir de algunos. Los pocos redactores que tenía, gacetilleros los más, ganaban sueldos inverosímiles.

El que más, ganaba cincuenta pesetas al mes. De aquí que tuvieran que apelar al sable y al chanchullo. Uno de ellos figuraba en la nómina como barrendero de la Villa, aunque no con su nombre.

El director, que se llamaba Pascual Conejo, comprendió en seguida que aquellos pobres diablos querían escribir, aunque fuese de balde. Por de pronto, convinieron en publicar los sábados una hoja literaria, la tercera plana del periódico, bajo la dirección de Aristófanes. Con tal de no hablar de política, tenían carta blanca para decir lo que se les antojase.

—Ya ustedes conocen el estado económico de El Adalid. Si mañana sube, que subirá, mayormente con esta innovación, que anunciaremos en grandes carteles, en las esquinas, participarán ustedes de las utilidades.

Aristófanes y Venancio ya no oían nada desde la promesa de salir sus nombres en letras gordas en las esquinas.

—Aristófanes Pérez. ¿No le parece á usted—preguntó á Conejo—que debo de añadir mi apellido materno? Porque eso de llamarse Pérez á secas...

—Amigo, tiene usted un nombre que vale por todos los apellidos juntos. No, quédese usted en Pérez.

El que no tenía escapatoria era el pobre Venancio. Venancio Gutiérrez y Rodríguez.

—Pueden ustedes hacer algo muy bonito—continuaba Conejo.—Asuntos sobran. Usted, Aristófanes, puede encargarse de la crónica de salones, puesto que es usted hombre de mundo.

Aristófanes sintióse ofendido en su dignidad de escritor, pero halagado en su vanidad de joven elegante. ¡El, simbolista, educado en París, hacer revistas de salones, que eran un puro bombo de la cruz á la fecha! Pero luego pensó que eso le serviría para relacionarse con lo más granado de la sociedad madrileña y conocer mujeres hermosas de la aristocracia.—Ya veremos—contestó.

—Usted, Nicanor, puede hacer unas bonitas crónicas de teatros.

Aristófanes objetó:

—Ese asunto me pertenece. Ya usted sabe: en una crónica cabe todo. Un día hablaré de bailes y otro de teatros.

Quería monopolizarlo todo.

Cerrado el trato, cada cual se fué á su casa, no sin haber antes solemnizado el suceso con unas botellas de Champagne, que pagó Aristófanes. El cual no pudo pegar ojo en toda la noche. Daba vueltas en la cama como un loco. Se devanaba los sesos buscando un tema llamativo para su primera crónica. Se levantó varias veces, revolvió un cajón, atestado de recortes de periódicos parisienses que se trajo consigo, por lo que potest contingere. Ojeó algunos. Se sintió tentado á copiar íntegra una crónica de Aurélien Scholl. ¿Quién iba á acordarse de un artículo volandero, escrito hacía dos ó tres años? Por otra parte, en Madrid nadie sabe de Aurélien Scholl. El inconveniente estaba en que el artículo, sobre fiambre, era de cosas puramente francesas. Tomó otro recorte; era una revista del Salón de Pinturas.—Esta la guardaremos para cuando se presente la oportunidad. ¡Menudo tono el que voy á darme hablando del prerafaelismo!

No sabía cómo empezar. ¿Debía saludar al público y á la Prensa? Pero, ¿de qué rayos iba á hablar si no tenía ideas? Se acostó. Apagó la luz. Comenzó á borrajear mentalmente su artículo, sin saber á dónde iba á parar. No reflexionaba. Deliraba. Encendió de nuevo la lámpara. Trató de fijar la atención sobre algo concreto; pero la atención se negaba. Después de mucho batallar, creyó dar con algo interesante. Haría una semblanza de Verlaine. Contaría que le conoció en el hospital y que hablaran de Góngora y Calderón. Pero la cosa no era de actualidad.

—¡Si Verlaine se muriese!—pensaba.

Al fin, leyendo La Correspondencia, dió con el relato de un crimen; un infanticidio.—Voilà mon sujet.—Y se puso á garrapatear una sarta de desatinos en que deificaba el crimen.

«El crimen—decía—es hermoso como el crepúsculo. ¿Quién no experimenta un placer neurósico cuando ve correr la sangre? La Historia atrae por sus matanzas y no por otra cosa. ¿Qué me importa á mí, máquina de receptividad de frisones (este neologismo se le antojó de perlas) la moral ilógica de los eunucos, que no sienten la belleza de un homicidio porque no tienen nervios? El arte es superior á la moral, y la pintura de un lupanar vale más que el mejor tratado de ética.»

Sin duda que lo había leído en alguna parte, tal vez en Oscar Wilde, su escritor favorito, cuyas excentricidades de sodomita le deslumbraban.

No pudo continuar. Se había atascado, y en el esfuerzo doloroso de su impotencia mental, escudriñaba los recovecos de su meollo vacío, sin dar con una idea, con una palabra. Leía y releía el párrafo escrito, y no por asociación de ideas, sino de sonidos, añadía otro párrafo, sin coherencia, saturado de lubricidad senil, de odio corrosivo por la sociedad y la naturaleza. Subrayaba mucho y abusaba de los puntos suspensivos.

Ofelia no podía dormir.:—¡Ay, hijo, qué nervioso estás!—Qui est là?—preguntaba Guy, medio dormido.—Tais-toi!—gritaba sordamente el padre que, á la postre, se metía en la cama, rendido de fatiga, con mucho dolor en la nuca y... los dedos manchados de tinta.


* * *


Apareció la hoja con la croniquilla de Aristófanes que daba grima, unos versos de Venancio, reproducidos de su colección de Anatemas y un artículo efectista de Nicanor, en que llamaba á la tarde «inmenso bostezo de la Eternidad» y al sol «monóculo rubicundo del Gran Solitario».

A Conejo todo le pareció excelente. Todos velaron hasta el amanecer en que salió El Adalid, Aristófanes despertó á Ofelia para leerla la crónica, que la infeliz oyó entre sueños.—«Magnífica, como tuya»—le dijo, y se volvió hacia la pared. El la leyó muchas veces hasta sabérsela de coro.

A partir de ese día, no salían de la redacción del periódico. No les faltaba sino llevar la cama. Conejo estaba contentísimo, porque, mal que bien, le ayudaban. El Adalid se confeccionaba de noche. De modo que los redactores no dormían. Así andaban de neurasténicos. Aristófanes hablaba algunas veces de su país, pintando lo exuberante de su flora, y Venancio le escachaba, como de costumbre, embobado. Moral é intelectualmente se parecían bastante. Por eso, tal vez, se querían. Además, Venancio reconocía su inferioridad porque él no había vivido en París.

Por la redacción desfilaba diariamente una galería de tipos á cual más curioso. Unos iban á quejarse porque no se les había publicado su solución á la charada del día anterior; otros, á que se diese cuenta del bautizo ó de la boda de un pariente. Pero entre todos descollaba doña Brígida Vargas, una señora con cara de canónigo, pintado el pelo de rubio, muy parlanchina y presuntuosa, que había dado en la flor de componer novelas medio copiadas del francés. Estaba separada del marido, ó, mejor, el marido estaba separado de ella, porque doña Brígida tenía un carácter imposible. En todos los periódicos de España aparecía su firma al pie de insulsas historietas.

Aunque era rica, no colaboraba de balde así la emplumasen. Tacaña, enredadora y dominante, le armaba un caramillo al más pintado, y era preferible suicidarse á oir aquella boca de rabanera. Los porteros de los periódicos tenían la orden de no dejarla pasar; pero ella pasaba, quieras que no.—¿Habrá zoquete?—exclamaba, mirando de arriba abajo al portero.

—Mi artículo no ha salido esta semana. ¿Por qué?—Señora, por exceso de material.—Esa no es una razón. Advierto á usted que yo no pertenezco al número de los que suplican que se les inserten sus lucubraciones. Me sobran periódicos.

Conejo no tenía pretensiones de literato; pero era listo y comprendió que le convenía intimar con Aristófanes.—El chico—reflexionaba—tiene guita, es vanidosillo y gusta del aplauso. Cultivémosle.

—¿Sabe usted, amigo Aristófanes, que su crónica ha gustado mucho?—¿Sí? Me alegro.—Claro. Si está muy bien hecha. Algo atrevidilla. ¡Ay, amigo, esa manera de escribir, ese savoir faite no se adquiere sino en París—y le daba una palmadita en el hombro.

Aristófanes se esponjaba y, de hecho, se figuraba ser el primer escritor hispanoamericano. ¿No se llamaba á sí mismo Benvenuto Cellini?

—Hasta doña Brígida, que no elogia á nadie—continuaba Conejo—ha manifestado deseo de conocer á usted. Dice que tiene usted una prosa «atormentada y lasciva».

Inmediatamente Aristófanes preguntó si doña Brígida era guapa.

Conejo se interesaba grandemente en sostener El Adalid. Esperaba que le nombrasen gobernador civil de la Coruña, cosa que venía solicitando desde largo tiempo. Le habían elegido diputado dos ó tres veces, diputado cunero, y á nadie sorprendía que aspirase á aquel puesto.

Si El Adalid moría, ¡adiós gobierno de la ínsula! Nicanor no tomó la cosa muy á pechos. Era pobre, y eso de que no le pagasen maldita la gracia que le hacía.

A mayor, abundamiento, había colaborado mucho, gratis et amore, en periódicos de provincias durante años. Verdad es que tenía un destinejo en Ultramar, gracias al cual vivía.

Como era el menos alocado de los tres, desde luego vislumbró la posibilidad de irse á la Coruña, de secretario de Conejo.

Aristófanes y él no hacían buenas migas. Aristófanes le envidiaba porque Nicanor, mal que bien, era fecundo. Padecía una especie de logorrea. En un dos por tres farfullaba un artículo, y andando, al paso que el otro pasaba las de Caín en pergeñar unas cuantas líneas.

Nicanor, á su vez, le envidiaba porque era rico. Siempre andaban en puntas. Lo que el uno celebraba el otro lo combatía. Además, se convenció de que Aristófanes era «un congrio» con muchas pretensiones, egoísta y vanidoso.

Ya estaba harto de oírle hablar de sí mismo: «Porque je...» «Porque si á mí...» «Yo no lo creo.» «Yo sostengo.» «Porque mi París...»

Aristófanes mangoneaba en El Adalid como si fuese el propietario. Nada le parecía bueno más que lo suyo. El corregía las pruebas, distribuía el material, poniendo siempre en la primera columna su artículo; daba gritos al ordenanza para que trajese una pluma, por ejemplo; se llevaba á casa los periódicos ilustrados que se recibían en la redacción y miraba á todo el mundo por encima del hombro.

En Nicanor la ira tomaba, á veces, sesgo patriótico. Por muy colorista que fuese, por muy enamorado que estuviera, de lejos, de Gautier, Banville y otros, tenía momentos en que renegaba de todo lo francés, no por ser francés, sino porque Aristófanes, con una petulancia insultante, creyéndose un á modo de embajador intelectual de Francia, no consentía, que delante de él se hablase de nada traspirenáico sin su venia.

—Algo bueno debe de haber en castellano—pensaba—; pero como no había leído, no se atrevía á citar ejemplos, salvo á Cervantes, que tampoco había leído sino á medias, y que, francamente, le fastidiaba «con sus molinos y sus ventas» y sus «párrafos de falda bullonada».

Aristófanes despreciaba, en globo, la literatura española, que no conocía ni por el forro, aunque se esforzaba en ser correcto y puro, consultando el Diccionario de la Academia á cada palabra.

Como su distintivo mental era la contradicción, pues de noche defendía lo que había denigrado por la mañana, nadie podía compadecer, á no ser apelando á la psicología mórbida, este prurito de esmero gramatical, que no pasaba de prurito, con la tendencia irresistible al neologismo exótico que en él se advertían.

De Venancio apenas se acordaban. Convencido, al cabo, de que era un cretino, incapaz de producir cosa que valiese la pena, puso la mira en un destino de ocho ó diez mil reales. Pero no por eso abandonaba las letras. Las amaba con tristeza como á una mujer esquiva. Además, estaba muy enfermo, con todos los síntomas de la cerebrastenia, y cada pujo intelectual le costaba un dolor de cabeza, por lo menos. Hubo día en que no salió de la cama, entregado perezosamente al rumiar de sus sensaciones errátiles. Se figuraba tener todas las enfermedades, la tisis inclusive.

De ese análisis interior inútil creía poder sacar algún provecho artístico. Haría un tomo de versos en que «se rimase á sí mismo». Pero el tomo no salía; cada consonante—y cuenta que el diccionario de la rima se los daba de bracero—le producía un berrinche.

A don Pánfilo, como no era trasnochador, casi nunca le veían, ni falta.—¿A qué hablar con ese burgués—decía Aristófanes—para quien el arte se reduce al sentido común? ¡Sancho Panza juzgando á Don Quijote! Para ser crítico hay que ser loco. Ejemplo: Nietzsche. El genio es una neurosis y sólo un neurósico puede comprenderle. Por eso yo siento, como nadie, las turbaciones satánicas de los poetas decadentes, el encanallamiento del alma moderna, agitada por el remordimiento de la culpa...

A pesar de sus teorías, Conejo le explotaba de firme, pretextando unas veces compromisos de honra y otras pintándole con negros colores la situación económica de El Adalid.

—¿Sabe usted—le decía—que no tengo más remedio que suspender la publicación del periódico?—¿Por qué?—preguntaba Aristófanes consternado—¡Ay, amigo! ¿Por qué ha de ser? Debo tres meses de imprenta, cinco de papel...

Y Aristófanes, ante el temor de que ya no tendría donde desahogarse, daba á Conejo cuanto le pedía «en calidad de préstamo». Gracias á El Adalid logró ser conocido, si no del público, de sus «compañeros de la prensa» y que le nombrasen secretario de la sección de Literatura del Centro, distinción de que daban ostentosamente testimonio sus tarjetas: «Aristófanes Pérez, secretario de la sección de Literatura del Centro Literario, de Madrid».

Era costumbre que el secretario escribiera una Memoria sobre un tema dado, para que los socios la discutieran una vez por semana, á fin de irse poco á poco soltando en la oratoria. Las más de las discusiones degeneraban en disputas personales en que salían á relucir á veces los bastones, á pesar de los campanillazos del presidente. Se gritaba mucho, se desbarraba más, y los mismos oradores enviaban al día siguiente á los periódicos sueltos elogiásticos, escritos de manu-anctor, en que se daba cuenta de la sesión, que siempre resultaba «interesante é instructiva». El que menos se calificaba de ilustre.

Desde la calle se oían los gritos:—«Porque, señores, el socialismo católico es el único que puede resolver los graves problemas que hoy preocupan á Europa.»—«¡Pido la palabra para rectificar!»—«La tiene su señoría.»—«¡Eso, eso!»

A veces no se oían sino pedazos de frases ahogadas, interjecciones angustiosas. Se les hubiera tomado por locos de remate. Tal vez lo eran...

Don Críspulo Arteaga pasaba como una sombra. Asomando la cabeza á través de la cortina que tapaba la puerta, oía un rato, y, si por casualidad, le descubrían, no faltaba quien gritase:—«¡Que hable don Críspulo!»—; pero él se metía en la biblioteca, no sin murmurar por lo bajo:—Turba de charlatanes...

Aristófanes no escribió la Memoria, y cuenta que estaba anunciada en las tablillas: «El simbolismo como interpretación del mundo sobrenatural.»

El Adalid era su excusa.—Ya usted ve, ni para escribir la Memoria tengo tiempo, decía gravemente. Y era lo de siempre: que no podía. Varias veces intentó hacerla y hasta reunió algunos datos que llevaba en el bolsillo, trazados con lápiz en márgenes de periódico y que enseñaba á todo el mundo para darse tono de hombre escrupuloso que no escribía á humo de pajas. Por supuesto que, de camino, endilgaba al paciente una «lata» sobre estética, de una hora, por lo cual se cuidaban todos muy mucho de volver á preguntarle por la Memoria. Un chusco que sostenía que memoria se derivaba de memo, le dijo un día:—Lo que debe usted de hacer es leernos «Las Ranas» ó «Las Nubes»—broma que él no comprendió, porque ignoraba que su homónimo las hubiese escrito.

Nicanor Carreta, que ya no se miraba para poner al «griego Pérez» como chupa de dómine, cuando no estaba presente, propalaba que no había escrito la Memoria porque era «sencillamente un atún».

Estaban á matar y no perdían ocasión de zaherirse más ó menos velada y malévolamente. Aristófanes decía, por ejemplo:—«Porque esa palabrería hueca, ese gongorismo resonante de ciertos escritores, no es literatura.»—Y Nicanor, á su vez, le devolvía la pelota:—«Porque esos mentecatos que para escribir una cuartilla pujan más que un perro extreñío...»—Y así andaban.

Aristófanes, que gustaba del chisme, trataba de malquistarle con Conejo, contándole que Nicanor decía de él esto y lo otro, lo propio que con doña Brígida, con quien hizo amistad que, según malas lenguas, de todo tenía, menos de literaria.

Doña Brígida exclamaba:—¡Ah, granuja! Con que ¿eso dice?

Nicanor no se quedaba atrás:—¿Sabe usted, Sr. Conejo, lo que dice? ¡Que es usted un cuadrúpedo!—Conejo reía con su risa proverbial.


* * *


El Adalid era un costal de trápalas. El artículo de fondo versaba siempre sobre lo mismo.—«Porque somos la Nación de los grandes heroísmos, jamás vencida, grande por la fe y el entusiasmo, por el incomparable arrojo de nuestros padres que llevaron á lejanas tierras, con el lábaro triunfante de nuestra Santa Religión Católica, la luz de la civilización más grande que conocen los siglos. España no puede vivir sin honra, porque la honra es nuestro alimento espiritual, el legado sacrosanto de nuestros mayores, y antes perecerá el mundo y se hundirán los cielos que España, la noble y generosa España, transija con algo atentatorio á su honor, nunca mancillado.»

Semejante arenga venía á cuento de defender á un soldado de Melilla á quien los rifeños mataron por haberle sorprendido robando una gallina.

A las corridas de toros se las consagraba dos ó tres columnas, al paso que á los libros un par de renglones, y gracias.


* * *


A la redacción solía ir cierto tipo, un tal Zapata, aquejado de la manía homicida, cínico como él solo, amigo y compinche de Conejo, á quien en varias ocasiones había prestado dinero, con la esperanza, sin duda, de quedarse algún día con el periódico. Frecuentaba los círculos políticos, tuteaba á muchos diputados, tan granujas como él, y andaba siempre en pleitos y trapisondas con medio Madrid, de los que salía siempre bien, gracias á las «influencias» de sus amigos.

La contradicción le enfurecía.—«A ese le mato yo, porque lo que es conmigo nadie juega. ¡Hostias!»—Y daba un manotazo en la mesa, derramando el tintero y aventando los papeles.

Nunca se supo que hubiese matado á nadie. Lo que sí se sabía era que apaleaba á la mujer y le daba un sablazo, de una peseta para arriba, al lucero del alba. A menudo se encerraba con Conejo en el despacho de éste y le hablaba misteriosamente de cosas que olían á chanchullo. Se llevaba diariamente las entradas de los teatros, no sin protesta de la redacción. Cuando no las regalaba, las vendía á mitad de precio. Farfullaba sueltos en que se quejaba del mal estado de su calle ó de los organillos ambulantes que no le dejaban dormir por la mañana, ó revistitas en que daba bombos á las tiples de los teatros menudos.

—«El director de El Adalid soy yo—decía enfáticamente—: deme usted esos datos y ya verá cómo ponemos á ese tío.»

Como diese á menudo la cara, asumiendo la responsabilidad de los artículos denunciados. Conejo le aguantaba sus impertinencias. Daba su opinión sobre el periódico á los mismos redactores,—«Este número está flojo. Hay que meter más leña. Hay que acabar con esa canalla de politicastros podridos.»

Aristófanes no le tragaba, pero le temía, como todo el mundo, no sólo por su lengua viperina, sino porque era un impulsivo que se disparaba sin más ni más. Gritaba mucho y su boca se convertía en una fuente de ternos y blasfemias.

—¡Hostias con el tío! la ese le mato yo! ¡Bombas!»

De doña Brígida contaba verdaderos horrores.—«Es un penco—decía—que ha dormido con todos los barrenderos de Madrid.»

Resultó que un día Conejo y él riñeron por mor de las entradas de teatros. Zapata le mandó padrinos y á Conejo no le quedó otra salida que aceptarles, mal de su grado, porque Zapata, en su iracundia, le amenazaba con matarle en pleno arroyo si no se batía. Se concertó un duelo á sable sin filo ni punta, que debía realizarse en los jardines del Retiro.

Apadrinaban á Conejo Aristófanes, muy ducho en esas cosas, porque de todo entendía, y Nicanor Carreta que, por primera vez, se veía en estos lances.

Era domingo. La calle de Alcalá hervía, de gente. De Fornos salían muchos señoritos con sombreros cordobeses y gruesos bastones, en compañía de algunos toreros y militares. En manuelas descubiertas pasaban hermosas chulas con sus mantones de Manila, y en lujosos trenes, caballeros de chistera y lindas jóvenes con la clásica mantilla salpicada de madroños prendida á la cabeza y una mancha roja de claveles en el seno.

Desde Fornos hasta la Puerta del Sol se extendía un cordón de tartanas, jardineras y ómnibus cuyos zagales voceaban al unísono:—«¡Eh, á la plaza, eh!»—Detrás de los coches corría, hasta subirse en los estribos, una turba de granujas, que gritaba: «¡El pograma de los toros con las señas y el nombre de los toros que se van á lidiar esta tarde!» «¡El Toreo Cómico, con retrato y biografía del Espartero!»

Por entre los pedestres se arrastraba un mendigo sobre las manos como un cangrejo, con las piernas torcidas sobre las espaldas, los pies momificados sobre los hombros á guisa de orejas y la cara purulenta, con manchas rubicundas y cárdenas.

No hablaba, gruñía: «¡Gori, gori, gori!...» y apoyándose en parte con una nalga y en parte con una mano, como un fardo que se arrima á la pared, alargaba el sombrero, dejando ver la cabeza comida de tiña y abriendo sus ojos de idiota llenos de náusea. «¡Gori, gori, gori!...»

Un sol radioso iluminaba aquel enjambre pintoresco, bullicioso y alegre que hormigueaba por la calle de Alcalá con vaivenes y murmullos de oleaje.

Al pasar la cuadrilla, los matadores y los banderilleros en grandes carretelas y los picadores, jinetes en resignados jamelgos, á cuya grupa iban los monos sabios, la masa popular se arremolinó, empujándose, para ver de cerca el desfile de aquellos tipos patibularios relampagueantes de grana, azul y oro.

Por entre la muchedumbre pasaron penosamente los coches de los duelistas y sus padrinos. Zapata estaba furioso porque había perdido «su corrida», y Conejo, cabizbajo, reflexionaba:—«Esta gente va á ver matar. Yo, á que me maten.»—Aristófanes, más hipocondriaco que nunca, veía con profunda tristeza aquella explosión de contento colectivo. La nuca le dolía y un ligero temblor hormigueaba por su lengua y sus manos. Hubiera querido ser torero en aquel instante para recoger todas las miradas de la multitud.

Llegaron al Retiro, ya poblado de hojas húmedas y verdes. En los contornos pululaban los vendedores ambulantes.—«¡Agua y aguardiente! ¿Quién quiere agua?» «¡Cacahués calientes!» «¡A los buenos chochos!»

Se midió el terreno. A Conejo le tocó el sol. Se quitaron las levitas. Al primer asalto Zapata le pegó á Conejo un sablazo en una nalga.

Conejo echó á correr despavorido por las encrucijadas del jardín. Zapata iba detrás:—«¡Párate, marica, que te voy á matar de un volapié!» Conejo justificó entonces su apellido. No corría, volaba. En la fuga perdió un zapato. Algunas personas que discurrían por allí, creyeron que era pura broma. Al fin, lograron detenerle, como á un caballo que se desboca. El duelo podía continuar. No era nada, una contusión. Volvieron á ponerse en guardia. Conejo temblaba, todo pálido y frío. Zapata tiró el sable y se puso á bailar, castañeteando con los dedos y dándo patadas á su adversario.—«¡Pa que veas que no te tengo miedo! ¡Anda, granuja, golfo, toma!»

Los padrinos reían á carcajadas, salvo Aristófanes que estaba muy serio.—«¡Anda, págame lo que me debes, collón!»—rugía Zapata, repartiendo puntapiés á diestro y siniestro. Conejo huía el vientre, arqueándose, retrocediendo á respingos, con el sable pendiente de una mano, como si tuviese cogido un pescado por la cola. Zapata logró pillarle con una puntera que le hizo vomitar.—«¡Esto no es un duelo!—gritaba—¡Es una indigestión! Ea, aún puedo alcanzar un toro»—añadió, y poniéndose la levita, se fué sin saludar á nadie.

Durante el lance, Aristófanes deploraba no ser valiente para aplastar á aquel miserable que así se burlaba de los presentes, de él, sobre todo. ¡Con qué regocijo se hubiera batido, á tener coraje, y le hubiera abierto en canal, como un cerdo!

—¡Un duelo! ¡Qué hermoso espectáculo!—pensaba.—Ver salir la sangre de aquel á quien uno odia, oirle quejarse mientras le zurcen como un calcetín, y luego exhibirse, pavoneándose, como diciendo: «Aquí va un valiente, dispuesto á matar á Cristo porque sí.»

Se firmó el acta y cada mochuelo á su olivo.

IV

Aquel sainete, con sus puntas de tragedia, lejos de perjudicar al director de El Adalid, le dió prestigio. Su nombramiento de gobernador era un hecho. Sólo faltaba la firma de la Reina. Por consiguiente, El Adalid tenía los días contados, á no ser que Aristófanes quisiera comprarle. Se lo propuso. Cellini estuvo por aceptar el negocio; pero el mal estado de su salud, que tomaba siniestro cariz, los consejos de Ofelia y las trampas y la falta de circulación del periódico, que nadie leía, le hicieron desistir con harto dolor suyo. A los pocos días concibió el proyecto de fundar un periódico por acciones, pero un periódico colosal, como el Times, de Londres, que tirase dos ó tres millones de ejemplares, que tuviese un gran servicio telegráfico y muchos corresponsales en todo el mundo.

Visitó con tal fin á varios banqueros y políticos influyentes que le dieron la callada por respuesta.—«En España se necesita un periódico así»—decía.—Ofelia acogió con calor el proyecto y le animaba para que no desmayase. Aristófanes imaginaba que podría llegar á la cumbre de la riqueza y de los honores con su periódico que se titularía El Universo. ¿Por qué no? Pero á los pocos días se arrepintió de su empresa.

Cuando Venancio supo que El Adalid moría, estuvo á pique de llorar. ¿En qué torno de inclusa iban á aceptarle en lo sucesivo los raquíticos partos de su ingenio?.

Nicanor logró lo que quería: irse á la Coruña de secretario de Conejo. Allí podría concluir su poema sinfónico «Las cacatúas líricas». En medio de sus locuras rítmicas pensaba en lo porvenir, comprendiendo que con los ripios á secas no iría á ninguna parte. Poco á poco fué alejándose de aquellos «percebes» y arrimando el ascua á su sardina.

¡Quién sabe! Mañana podrían nombrarle gobernador, lo que no sería óbice para seguir cultivando las letras. Los versos para él eran una escala por la cual podía trepar á los puestos más altos. No sería el primer caso ni el último.

Venancio y Aristófanes, por el contrario, se dieron al libertinaje. No se ocupaban en sus mujeres respectivas. Muchas noches se iban á casa de la Tuerta, popular trotaconventos que había estado presa por corrupción de menores y robo de alhajas. Vivía en la calle de Fuencarral y estaba liada con un joven teniente de infantería, prematuramente envejecido, decidor y alegre, á quien mantenía. Entre los concurrentes asiduos sobresalía un picador, el «Ostras», tipo rechoncho, de cuello cuadrado de toro, boca de sapo, contraída, con el belfo colgante, del que pendía una colilla amarillenta; la nariz diminuta como un ombligo, muy distante de la boca, casi casi entre las cejas; ojos grandes, redondos, entornados por unos párpados soñolientos y carnosos; frente estrechísima, emparedada entre dos chuletas cerdosas; el encaje de las mandíbulas muy recio y abultado, como si padeciese de paperas. Estaba siempre como aletargado y en su fisonomía flotaba un cansancio de bruto envejecido en la crápula.

Cierta vez Aristófanes, que presumía también de dibujante, y era partidario de la escuela impresionista, trazaba su caricatura en un pedazo de papel sobre las piernas. Al notarlo el «Ostras» le dijo con voz aguardentosa y dura:—«Oiga ozté, gachó. Pa ritratarme, pus me voy á onde er fotógrafo. ¿Está ozté?»

Aristófanes palideció, guardando el lápiz.

El «Ostras» cantaba peteneras y soleas acompañado por el teniente que tocaba la guitarra.

Su voz desgarrada y tenebrosa se llenaba de lágrimas y de jipíos.—¡Olé!—gritaban los circunstantes palmoteando.

En el espíritu de Aristófanes la música despertaba una emoción hondísima sumiéndole en una embriaguez fantástica sin fin de pensamientos embrionarios, de imágenes vaporosas y fugitivas.

La voz del torero, confundida con el temblor de la guitarra, le enternecía hasta el punto de humedecérsele los ojos.

Se tomaba manzanilla que, por lo común, pagaba Pérez que, entre sus muchas manías, contaba la de no permitir que nadie pagase en su presencia. A veces también se cenaba: pescadillas y pájaros fritos.

A lo mejor tocaban á la puerta.—Perdonad, hijos míos—decía la Tuerta, levantándose precipitadamente.—¡Angustias!—¿Señora?—¡Unas toallas! ¡Corriendito!—y volvía sonriente y vivaracha.

El teniente contaba cuentos obscenos de cuarteles y confesonarios, que desternillaban de risa al picador. Aristófanes hacía el amor por lo decadente á la Humos, una andaluza espléndida que se burlaba de él de lo lindo, sobre todo, de su pulsera, y Venancio, sumido en un letargo comatoso, de cocodrilo que duerme, fumaba, metido en un rincón, sin decir oste ni moste. Un aburrimiento sombrío, suicida, le devoraba. Nada le divertía ni le importaba, á no ser su inquietud interior sempiterna.

—¡No me vengas con infundios, asaura!—exclamaba la Humos, rechazando á Pérez que pretendía besuquearla.—Siempre estás con tu París dichoso... Ea, déjame á mí de franchutes, que yo estoy por mis madrileños, que tienen requetemuchísimo salero. ¿Sabes? Y no te arrimes tanto, nene...

Aristófanes no perdía coyuntura de dar su lata, sobre París, contando con moroso deleite ciertas aberraciones sexuales muy del gusto de las francesas.

Algunas de las pupilas le escuchaban con lasciva curiosidad, apoyados los codos sobre las rodillas ó echadas en el sofá.

El Ostras le interrumpía:—Pus no es preciso dir tan lejo pa eso. En la calle de la Aduana tiene ozté todo ezo por cinco pesetas.—Y sin propina—agregaba el teniente.

—Ná, que hay que irse á París de Francia este año pa que don Aristofa nos enseñe toos esos produitos de la cevilización—exclamaba la Tuerta.—¿Verdá, hijo?

Cuando Venancio llegaba á su casa, al amanecer, cadavérico, la mujer le recibía llorando.—¡Ya estoy hasta las narices de tanto lloriqueo! Hago lo que me da la gana. Si no te gusta, toma soleta y en paz.—Pero al poco rato se arrepentía, disculpándose con los amigos. Sus estados de conciencia eran rápidos y tornadizos. Lo que en él parecía bondad era falta de energía.

Aristófanes continuaba derritiéndose en aquella autofagia psíquica, en aquella búsqueda terrible, desesperada de ideas, en la aridez de su cacúmen, como quien trata de sacar jugo á un esparto. El espectáculo afligía, porque era la lucha sorda, tenaz, entre el agotamiento y la rabia de una vanidad enferma que gritaba en el desierto de una inteligencia sin imágenes, algo así como una llanura estéril envuelta en la bruma. Su cerebro estaba incomunicado del mundo exterior, porque los nervios se negaban á trasmitirle impresiones. Sólo las obsesiones internas llegaban á su conciencia, imperiosamente monopolizada por su yo que, á su vez, se alimentaba de las penosas intimidades de su organismo.

Llegó día en que, á su incoordinación motriz, se unió la pérdida casi total de la memoria, al extremo de olvidar donde vivía. Le daban ataques epileptiformes, con delirio de grandezas, que acababan en una hipocondría profunda.

—Ahí tienes, las malas noches—decía Ofelia, con impasibilidad nada sorprendente en quien, como ella, se clavaba agujas en los brazos sin sentirlo.

Aristófanes se irritaba, como siempre que se le contradecía; pero su cólera duraba poco. Contaba las mayores mentiras con gran aplomo; prestaba dinero sin ton ni son, á veces á personas desconocidas. No podía resistir al llamamiento de sus apetitos, y á sus aberraciones genésicas se mezclaban impulsos homicidas. La emprendía á patadas con los muebles por la cosa más baladí. Odiaba á su mujer y á su hijo, y hasta intentó denunciarles á la policía porque se figuró que querían envenenarle. Solía hablar en tercera persona refiriéndose á sí mismo.

—Te voy á regalar—decía á la criada—un collar de perlas y unos pendientes de brillantes, porque yo soy muy rico, inmensamente rico. Medio Guatemala es mío,—y terminaba quejándose de aquel malestar que, según él, era la muerte que se acercaba.

Finalmente, se llamó al médico.—Deben ustedes volverse á su país. Es un principio de parálisis general.—Y eso, ¿se cura?—preguntó Ofelia.—¡Oh, sí!—contestó desabridamente el médico.

Venancio, que estaba más muerto que vivo, le ayudó á subir al coche, acompañando á la familia hasta la estación del Norte.

A medida que el tren se alejaba, con doliente alarido, su pensamiento se trasladaba á las apartadas tierras, luminosas y calientes, de las cuales Aristófanes le había hablado algunas noches en la redacción de El Adalid.

A pesar de todo, era su amigo, y se iba lejos, muy lejos, tal vez á morir en medio del mar. Lloraba, recordando lo infructuoso de sus mutuas aspiraciones literarias. Sí, eran unos vencidos, unos vencidos en la sombra; algo así como esos bichos que aplasta distraído el caminante, cuando más se ufanan de arrastrar una pajita que, tal vez, se les figura una montaña...


Madrid, 1893


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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