Algunos pedreños, en desproporcionada minoría, lamentaban y temían
los desórdenes con que se veían amagados; y esos eran en primer lugar,
los que tenían que pagar los gastos de la revolución, y en segundo los
que tenían que seguirla, improvisando instintos belicosos. Después de
todos estaba yo, que aunque sentía cierto antojo de desorden y de
emociones, veía nuevas dificultades para Remedios, y trastorno seguro de
mis cálculos y esperanzas respecto a la dueña de mis pensamientos.
Si digo que Remedios era una muchacha tímida, dulce y delicada, no
por ello tema el lector de juicio, que vaya a tomarme el trabajo de
inventar, pintar y adornar una heroína con tubérculos, ni que quiera
seguir hijo por hilo y lamento por lamento la historia triste de un amor
escrofuloso. No; Remedios valía más que esas desgraciadas heroínas de
la tos; lucía sobre la blanca tez de sus mejillas los colores de las
rosas que regaba en sus tiestos por la mañana; la roja y ardiente sangre
se trasparentaba en sus labios con vivo color; y la redondez
escultórica de brazos, hombros, y cuello, todo suave, sedoso y nacarado,
revelaba la fresca salud que el ejercicio doméstico engendra y la
pureza de las costumbres hermosea. Alta y esbelta, airosa con natural y
no aprendida elegancia, habría sido una lugareña en el aspecto, si la
fortuna no hubiera puesto en sus negros y grandes ojos, antes rayos de
luna que haces de luz solar. Su mirada, en efecto, era dulce y triste y
parecía derramar sus resplandores sobra la tersa y pensadora frente:
esto es lo que a mí me hizo rendir el alma, y lo que no olvido ni
olvidaré jamás. ¿Qué me importaba que se le tachara de no tener la boca
más pequeña? He leído después en algún libro de Zola que las bocas como
aquella son sensuales; pero la verdad es que Remedios era más dulce y
afectuosa que ardiente y apasionada.
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