El Capitán Tormenta

Emilio Salgari


Novela



1. Una partida de dados

—¡Siete!

—¡Cinco!

—¡Cuatro!

—¡He ganado!

—¡Por treinta mil cimitarras turcas! ¡Qué suerte la vuestra, señor Perpignano! En dos noches me habéis ganado ochenta cequíes. ¡Esto no puede seguir! ¡Prefiero una descarga de culebrina, aunque la bala sea disparada por esos perros infieles! ¡Por lo menos, no me martirizarán cuando conquisten Famagusta!

—¡Si la conquistan, capitán Laczinski!

—¿Lo ponéis en duda, señor Perpignano?

—De momento, sí. En tanto que estén a nuestro lado los mercenarios no será conquistada. La República sabe elegir a sus soldados.

—Pero no son polacos.

—¡Capitán, no ofendáis a los soldados dálmatas!

—No pretendo tal cosa. Pero si se encontrasen aquí mis compatriotas…

Murmullos amenazadores, que empezaron a oírse en torno a los dos jugadores, unidos al entrechocar de espadas nerviosamente blandidas, hicieron al capitán Laczinski interrumpir sus palabras.

—¡Oh! —exclamó cambiando el tono de su voz y esbozando una sonrisa—. ¡Ya conocéis, bravos mercenarios, que soy amigo de las bromas! Llevamos ya cuatro meses luchando juntos contra esos perros descreídos, que han jurado agujerearnos el pellejo, y sé lo que valéis. De manera, señor Perpignano, que mientras los turcos nos dejan en paz un rato, continuemos nuestra partida. Aún conservo unos veinte cequíes que están ansiando salirse del bolsillo.

Como para desmentir las palabras del capitán, en aquel instante se oyó el estampido del cañón.

—¡Ah, bandidos! ¡Ni por la noche nos dejan tranquilos! —exclamó el polaco parlanchín—. ¡Bah! ¡Todavía nos darán ocasión de perder o ganar unos cuantos cequíes! ¿No os parece, señor Perpignano?

—A vuestra disposición estoy, capitán.

—¡Tiráis vos!

—¡Nueve! —dijo Perpignano, lanzando los dados encima del taburete que hacía las veces de mesa de juego.

—¡Tres!

—¡Once!

—¡Siete!

—¡He ganado!

Una exclamación de contrariedad surgió de los labios del poco afortunado capitán, en tanto que en torno a él, brotaban algunas carcajadas, rápidamente reprimidas.

—¡Por las barbas de Mahoma! —barbotó el polaco, tirando sobre el taburete un par de cequíes—. ¿Habéis pactado acaso con el demonio, señor Perpignano?

—¡Dios me guarde! ¡Soy buen cristiano!

—En tal caso alguien debe de haberos enseñado a lanzar los dados. ¡Apostaría mi cabeza contra las barbas de un turco a que ese que os ha enseñado es el capitán Tormenta!

—Juego a menudo con tan valiente caballero, pero no me ha dado la menor lección.

—¿Caballero? ¡Bah! —dijo el capitán, con alguna acritud.

—¿No le consideráis así?

—¡Bah! ¿Quién sabe en realidad de qué persona se trata?

—De todas maneras, es un joven amable y en extremo valeroso.

—¡Un joven!

—¿Qué pretendéis decir con esto, capitán?

—¿Y si no se tratase de un joven?

—Probablemente no tiene todavía veinte años.

—¡No me entendéis! Pero olvidemos al capitán Tormenta y a los turcos, y continuemos el juego. No deseo combatir mañana con la bolsa vacía. ¿De que forma iba a pagar a Caronte el barquero sin tener conmigo un miserable cequí? Bien conocéis que para atravesar la Estigia hay que pagar, amigo mío.

—¿Tan cierto estáis de ir al infierno? —preguntó, entre risas, el señor Perpignano.

—¡Pudiera ocurrir! —replicó el capitán, cogiendo casi con cólera el cubilete y moviendo los dados—. ¡Aún quedan dos cequíes!

Esta escena se desarrollaba en una gran tienda de campaña que servía al mismo tiempo de cuartel y de cantina, a juzgar por los numerosos colchones amontonados en un extremo y los barriles acumulados tras un rústico banco, en el que se hallaba sentado el propietario de la tienda, bebiendo a tragos una garrafa llena de vino de Chipre.

Debajo de una lámpara de las denominadas de Marrano, que pendía del machón central de la tienda, se encontraban ambos jugadores, y a su alrededor estaban reunidos una quincena de soldados de los que envió la República de Venecia, reclutados de sus posesiones dálmatas para proteger las colonias de Levante, amenazadas de continuo por la formidable cimitarra turca.

El capitán Laczinski era un hombre grueso y de elevada estatura, fuerte musculatura, imponentes bigotes y áspero pelo rubio. Su nariz tenía el color característico de la de un bebedor empedernido y sus pequeños ojos se movían sin cesar. Tanto en sus rasgos faciales como en su manera de hablar y sus gestos se adivinaba en el al capitán aventurero y al espadachín o ‹‹matón›› de oficio.

El señor Perpignano era todo lo contrario que su rival. De bastante menos edad que el polaco, que ya contaba seguramente unos cuarenta años, se advertía en el al auténtico tipo de veneciano, alto y delgado, aunque robusto, con el cabello y los ojos negros, y la piel del semblante un poco pálida.

El capitán Laczinski llevaba una pesada coraza de hierro, y de su costado pendía una enorme espada. El señor Perpignano, en cambio, lucía el elegante traje veneciano de la época: casaca suntuosamente recamada, que le llegaba hasta media pierna, calzón de malla de varios colores y escarpines. Sobre la cabeza llevaba la toca azul ornada con una pluma de faisán.

En vez de un guerrero parecía un paje de Dux de Venecia, pese a su armamento, que consistía en una espada ligera y un puñal.

El juego había vuelto a iniciarse con entusiasmo, por las dos partes y con creciente curiosidad de los soldados, que, como ya indicamos, se hallaban en círculo alrededor del taburete que hacía las veces de mesa, en tanto que a lo lejos rugía de vez en cuando el cañón, haciendo agitarse la llama de la lámpara.

Ninguno, no obstante, parecía inquietarse demasiado por aquellos estampidos; ni siquiera el tabernero, que proseguía trasegando con toda tranquilidad el dulce y exquisito vino de Chipre.

El capitán había perdido ya —no sin grandes maldiciones— otra media docena de cequíes, cuando una de las cortinas de la tienda se alzó y un nuevo personaje, tapado con un amplio tabardo negro, y cuyo birrete se hallaba adornado por tres plumas azules, penetró en la tienda, exclamando con acento ligeramente irónico y sin embargo, lo bastante enérgico para ser obedecido:

—¡Magnífico! ¡Aquí se está jugando en tanto que los turcos pretenden demoler el fuerte de San Marcos y lo minan sin descanso! ¡Qué mis hombres tomen las armas y me acompañen! ¡Allí se encuentra el peligro!

Mientras los soldados empuñaban sus alabardas, mazas de hierro y espadas de doble filo, que dejaron juntas en un rincón de la tienda, el polaco, que se encontraba de un endiablado humor por la huida ininterrumpida de sus cequíes, había alzado la cabeza, contemplando con hostilidad al recién llegado.

—¡Hola! ¡El capitán Tormenta! —exclamó en tono de burla—. ¡Ya podías defender solo el fuerte sin venir a terminar con nuestra partida! Famagusta no se entregará esta noche.

El joven era arrogante, acaso atractivo en exceso para ser un guerrero; no demasiado alto, pero esbelto, de rasgos correctos, con negros ojos que semejaban carbunclos, boca de mujer adornada con hermosos dientes, cutis algo atesado, que indicaba su origen meridional, y pelo largo y castaño.

Parecía antes bien una encantadora muchacha que un capitán de fortuna.

Sus ropas eran elegantes y cuidadas, aunque los continuos ataques de los turcos no le debían de dar demasiado tiempo para ocuparse de su tocado.

Llevaba una armadura totalmente de acero, con un pequeño escudo en mitad del peto, en el que se veían grabadas tres estrellas bajo una corona ducal; calzaba espuelas doradas y del cinto le pendía una espada cincelada, con empuñadura de plata, semejante a la empleada por los franceses de aquellos tiempos.

—¿Qué pretendéis decir con tales palabras, capitán Laczinski? —inquirió con voz bien timbrada, que contrastaba de una forma un tanto extraña con la ronca y fuerte del polaco, y sin abandonar la mano de la empuñadura de la espada.

—¡Qué los turcos pueden aguardar hasta mañana! —contestó el aventurero, encogiéndose de hombros—. ¡Aún somos lo bastante fuertes para hacerlos retroceder hasta Constantinopla o a la mitad del maldito gran desierto de Arabia!

—No alteréis el sentido de las palabras, señor Laczinski —repuso el joven—. Os referíais a mí, no a los infieles…

—Vos o los turcos, para mí es lo mismo —interrumpió en forma brutal el polaco, todavía de pésimo humor por la mala suerte que con tal empeño le acosaba.

El señor Perpignano, que era un gran admirador del capitán Tormenta y a cuyas órdenes combatía, empuñó la espada dispuesto a precipitarse sobre el polaco, pero fue interrumpido por el joven, que había mantenido una absoluta serenidad, y le dijo:

—La vida de los defensores de Famagusta es en exceso valiosa para jugársela de semejante manera. El capitán Laczinski pretende reñir conmigo para desahogarse de las pérdidas sufridas o tal vez porque, como he oído decir, duda de mi valor.

—¿Yo? —exclamó el polaco, incorporándose—. ¡Por las barbas de Mahoma! ¡Los que os han explicado eso son unos canallas, a quienes exterminaré como a perros rabiosos!…

—¡Proseguid! —interrumpió el capitán Tormenta con imperturbable serenidad.

—¡Pongo en duda vuestro valor! —replicó el polaco—. Sois demasiado joven para tener la reputación de famoso guerrero y, por otra parte…

—¡Acabad! —agregó el capitán, interrumpiendo con firmeza al señor Perpignano, que por segunda vez había vuelto a desenvainar la espada—. ¡Sois muy entremetido, capitán Laczinski!

El polaco derribó el taburete que les servía de mesa.

—¡Por san Estanislao, patrón de Polonia! —barbotó levantando con nervioso ademán sus lacios bigotes, que pendían como los de los chinos—. ¿Pretendéis burlaros de mí, capitán Tormenta? ¡Decídmelo llanamente!

—¡Ya podríais haberlo observado! —contestó el joven, siempre con acento burlón.

—¡Os consideráis muy experto espadachín cuando tenéis la osadía de burlaros de un viejo oso polaco, muchacho! ¡Si es que en realidad sois un muchacho, ya que tengo mis dudas!

Al escuchar aquellas palabras, el joven se tornó lívido y un destello de ira brilló en sus ojos negros.

—Hace cuatro meses —exclamó— que lucho en las trincheras y en los fuertes; me conocen y nos conocemos todos. Os notificaré, además, que mi espada de muchacho conoce mejor a los turcos que la vuestra de matón. ¿Lo habéis oído, capitán aventurero?

En esta ocasión fue el polaco quien se tornó lívido.

—¿Yo un aventurero? ¿Y me lo dice el capitán Tormenta?

—¡El capitán Tormenta puede lucir en su armadura una corona ducal!

—¡Yo me colocaré una real en la coraza! —contestó el polaco, riendo—. ¡Sea lo que sea, yo afirmo, duque o… duquesa, que no tenéis suficiente valor para enfrentaros a mi espada!

—¡Duque, ya os lo dije! —exclamó el joven y bizarro capitán—. ¡Esto lo solucionaremos entre los dos!

Los mercenarios, que se habían reunido a la derecha de su capitán, cogieron las alabardas y dieron un paso hacia adelante, en actitud de precipitarse sobre el polaco y despedazarlo.

Incluso el propietario de la tienda se había levantado del banco y, habiendo tomado un barrilito, se disponía a lanzarlo sobre el temerario aventurero. Pero un imperioso ademán del capitán Tormenta lo retuvo.

—¿Ponéis en duda mi valor? —dijo con acento irónico—. De acuerdo: todos los días un joven turco, sin duda muy valeroso, llega bajo nuestras murallas para desafiar al más experto espadachín y medir con él sus armas. Mañana no dejará de acudir. ¿Sois lo suficientemente valeroso para enfrentaros a él? Yo, sí.

—¡Me lo tragaré de un bocado! —repuso el polaco—. ¡No me amedrentan los turcos! ¡No soy veneciano ni dálmata! ¡No valen lo que los tártaros rusos!

—¡Hasta mañana!

—¡Belcebú me lleve consigo si falto!

—Yo ya estaré allí.

—¿Quién será el primero en batirse?

—¡El que gustéis!

—Ya que soy el de más edad, yo seré el primero; luego lo intentaréis vos, capitán Tormenta.

—Que sea así, si es vuestro gusto. Por lo menos no se podrá decir que los defensores de Famagusta se matan entre ellos.

—Y será más prudente —convino el polaco—. ¡La espada de Laczinski matará de esta forma a un guerrero más del ejército de Mustafá!

El capitán Tormenta cogió el tabardo que uno de sus soldados le entregaba y, poniéndoselo sobre los hombros, abandonó la tienda mientras decía a sus hombres:

—¡Al fuerte de San Marcos! ¡En ese punto es donde los turcos están minando y donde el peligro es más grande!

Y salió, sin mirar a su adversario, acompañado por el señor Perpignano y los soldados, quienes, aparte de las alabardas, llevaban arcabuces.

El polaco permaneció en la tienda y, no teniendo cómo ni con quién desahogar su mal humor, embistió contra el taburete, rompiéndolo a golpes y puntapiés, entre grandes protestas del tabernero.

La compañía de los soldados al mando del capitán Tormenta, que tenía por teniente al señor Perpignano, se encaminó hacia el fuerte, cruzando callejuelas estrechas flanqueadas por casas de dos pisos.

La noche era muy oscura. Todas las ventanas se hallaban cerradas y los faroles apagados. Caía una lluvia menuda y continua acompañada de un viento caluroso, enervante, procedente del desierto de Libia, que cruzaba silbando por entre los tejados de las casas.

El cañón retumbaba más a menudo que antes, y de vez en cuando un proyectil de piedra, de los utilizados en aquel tiempo, cruzaba silbando por los aires, dejando detrás una estela de chispas y se abatía con sordo estruendo en el tejado de alguna casa, hundiéndolo y haciendo cundir el espanto entre los moradores de la casa.

—¡Vaya noche! —exclamó el señor Perpignano, que marchaba al lado del capitán Tormenta—. Los turcos no podían haber elegido otra más apropiada para intentar el asalto al fuerte de San Marcos.

—Será trabajo inútil, al menos de momento —replicó el capitán—. La hora trágica de la caída de Famagusta no ha sonado aún.

—Pero no tardará en sonar, si la República no se apresura a mandar socorros.

—Será mejor no contar sino con el valor de nuestras espadas, señor Perpignano. La Serenísima se halla muy ocupada en proteger sus colonias de Dalmacia, y las galeras turcas navegan por las aguas del archipiélago y del Jónico, prestas a exterminar a quien acudiera en nuestro socorro.

—En tal caso habrá de llegar el día en que debamos rendirnos.

—Y también dejarnos asesinar, ya que estoy enterado de que el sultán ha ordenado llevar la lucha a degüello a fin de castigar nuestra prolongada resistencia.

—¡Miserable! ¡Nosotros habremos tal vez muerto ya y no estaremos presentes en tal exterminio, capitán! —dijo el señor Perpignano, suspirando—. ¡Desdichados habitantes! ¡Mejor sería para ellos quedar sepultados totalmente!

—¡Callad, teniente! —repuso el capitán—. Siento una gran congoja al pensar en el instante en que esas fieras procedentes del caluroso desierto de Arabia penetren en Famagusta, anhelosas de sangre igual que tigres.

La compañía había abandonado ya el recinto de la ciudad, alcanzando una amplia explanada cerrada en un lado por las casas y en el otro por una larga muralla, en la cual ardían varias antorchas.

La luz de las antorchas bastaba para ver a los guerreros que se movían en todas direcciones, pero no para reconocerlos, ya que el viento hacía oscilar las llamas de modo fantasmagórico. De vez en cuando un relámpago rasgaba las tinieblas, acompañado de un estampido.

Detrás de los artilleros, una gran fila de mujeres, algunas con suntuosas ropas, avanzaba en silencio, portando a duras penas enormes sacos, cuyo contenido arrojaban por encima de la muralla, afrontando, impertérritas, los proyectiles de los sitiadores.

Eran las valerosas mujeres de Famagusta, que reforzaban las murallas, minadas sin cesar por los enemigos, con las ruinas de sus moradas, abatidas por el bombardeo de los infieles. Un ejemplo más de que la valiente actuación de las mujeres puede decidir el final victorioso de un asedio prolongado. Históricamente, han sido muchas las heroínas de todas las 30 razas que han hecho honor a su sexo manteniendo alto el ánimo de los sitiados sin contribuir al desespero general.

2. El sitio de Famagusta

El año 1570 comenzó de una forma trágica para la República de Venecia, la mayor y más temible enemiga de los turcos. Ya había cierto tiempo que el rugido del león de San Marcos se había debilitado; en primer lugar el Negroponto, en Dalmacia, y luego las islas del archipiélago griego, habían recibido las primeras heridas, pese a la heroica defensa que sus moradores opusieron a los asaltos iniciales del enemigo.

Selim II, el formidable sultán de Constantinopla, dueño del Bósforo, vencedor de húngaros y austriacos, dominador de Egipto, Trípoli, Túnez, Argelia, Marruecos y parte del Mediterráneo, sólo aguardaba el momento adecuado para tomar definitivamente las últimas colonias que en Levante poseía la República.

Confiado en la fiereza y el fanatismo de sus súbditos y contando con grandes fuerzas navales, no le costó mucho encontrar una disculpa para iniciar la guerra contra los venecianos, quienes, por otra parte, empezaban a dar indicios de decadencia.

La concesión de la isla de Chipre por Catalina Cornaro a la República fue la chispa que hizo prender la pólvora.

El sultán, considerando sus posesiones de Asia Menor en peligro, y confiando en su poderío, conminó, sin más explicación, a los venecianos para que entregaran la isla, culpándolos de ayudar al corsario Pomanteni, que armaba sus galeras con daño para los súbditos de la Media Luna.

Como era de imaginar, el Senado veneciano replicó despectivamente a la intimidación del bárbaro sucesor del profeta, y había juntado todas sus tropas, diseminadas por oriente y Dalmacia, disponiéndose con gran entusiasmo para la campaña.

La isla de Chipre sólo tenía en aquel tiempo cinco ciudades: Nicosia, Famagusta, Baffo, Arines y Lamisso. Pero solamente las dos primeras estaban en disposición de ofrecer resistencia, ya que eran las únicas amuralladas.

Se dieron instrucciones para fortificar los muros lo más posible y constituir un amplio campo atrincherado en Lamisso, para reunir las tropas venecianas, que ya estaban en movimiento, bajo las órdenes de Guillermo Zane, y hacer acudir lo más rápidamente posible desde Candía a la flota de Marcos Quirini, uno de los mejores marineros con que en aquella época contaba la República.

Nada más declarada la guerra, las fuerzas enviadas por el Senado desembarcaron, sanas y salvas, en Lamisso, merced a la protección de Quirini.

Se componían aquellos refuerzos de ocho mil hombres de a pie, entre venecianos y mercenarios, dos mil quinientos de a caballo y bastantes piezas de artillería. La guarnición de la isla sólo era entonces de diez mil infantes, entre arcabuceros y alabarderos; cuatrocientos mercenarios dálmatas y quinientos de caballería, pero a ellos se habían unido muchos habitantes, entre ellos varios venecianos, quienes, pese a su linaje, no despreciaban dedicarse al comercio.

Conocedores de que los turcos, con muy poderosas fuerzas, habían desembarcado ya bajo el mando del gran visir Mustafá, que era considerado como el más experto y más feroz general turco, los venecianos dividieron sus tropas en dos cuerpos, decidiendo atrincherarse en Nicosia y Famagusta, determinados a resistir en sus posiciones el imponente asalto de las hordas enemigas.

Nicolás Dandolo y Francisco Contarini dispusieron la defensa de la primera ciudad; Astorre Baglione, con Bragadino, Lorenzo Tiépolo y el capitán albano Manuel Spilotto, convinieron resistir en la segunda ciudad hasta la llegada de los refuerzos, que la República prometió de una manera solemne.

Mustafá, que contaba con un ejército siete u ocho veces superior en número, llegó casi sin luchar, y en poco tiempo, ante las murallas de Nicosia, plaza que, por considerar la más fuerte, deseaba rendir antes.

Una furiosa acometida, realizada a un tiempo contra los fuertes de Podacataro, Constanzo, Trípoli y Dávila, tuvo para los turcos un resultado desastroso, ya que una imprevista y acometida salida, llevada a efecto por el teniente César Provene, les causó considerables estragos.

El 9 de septiembre de 1570 Mustafá reanudó el ataque, y al alborear el día lanzó sus numerosísimas tropas contra el fuerte de Constanzo, y consiguió conquistarlo luego de una sangrienta lucha.

Al verse vencidos, los venecianos se rindieron con la condición de que se les respetara la vida.

El feroz visir aceptó y, en cuanto la ciudad fue invadida por sus fuerzas, echó al olvido su palabra, ya que ordenó degollar a todos sus defensores y también al pueblo, que colaboró en la lucha.

El valeroso Dandolo fue el primer sacrificado y veinte mil personas fueron muertas, convirtiéndose la infortunada ciudad en un triste cementerio.

Solamente veinte nobles —de los que el sanguinario visir esperaba un buen rescate— y las mujeres y niñas de Nicosia fueron la excepción, si bien estas últimas para ser enviadas como esclavas a Constantinopla.

Las huestes islámicas, enardecidas por tan fácil triunfo, marcharon sobre Famagusta, pensando rendirla a la primera embestida.

En aquel espacio de tiempo, Baglione y Bragadino no habían permanecido inactivos: se dedicaban a reforzar la defensa, mientras esperaban la llegada de los refuerzos venecianos.

El 19 de julio de 1571 las huestes turcas acamparon en las proximidades de la ciudad e iniciaron el sitio. Al otro día intentaron el asalto de la población pero, al igual que les ocurrió en Nicosia, fueron rechazados con grandes pérdidas.

El 30 de julio, tras un incesante bombardeo y de ininterrumpidos trabajos para minar las torres y los fuertes, Mustafá condujo por segunda vez sus tropas al asalto y de nuevo la valentía de los soldados de Venecia triunfó. Todos los habitantes colaboraban en la defensa incluso las mujeres, las cuales habían luchado valerosamente junto a los soldados de la República, sin inmutarse ante la fiereza de los asaltantes ni frente a sus cimitarras, y escuchando impertérritas el continuo retumbar de los cañones.

Al fin, en octubre, los sitiados, que con sus salidas, realizadas con mucha frecuencia, lograron mantener a raya al adversario, recibieron el refuerzo prometido por la República, y que consistía en mil cuatrocientos infantes, a las órdenes de Luis Martinengo, y dieciséis piezas de artillería.

Poco era semejante fuerza para una ciudad sitiada por más de sesenta mil turcos, si bien sirvió para estimular la moral de los asediados, ya en situación desesperada, e infundirles nuevos bríos y alientos.

Desgraciadamente, los víveres y las municiones iban menguando sin cesar y los otomanos, con su pertinaz cañoneo, no dejaban un momento de descanso a los venecianos. La ciudad se había convertido en un montón de escombros, siendo escasas las moradas que no fueron derrumbadas.

Por si esto no resultase bastante, unos días más tarde llegaba a Chipre Alí-Bajá, almirante de la flota turca, con una escuadra de cien galeras, que contaban cuarenta mil infieles.

A partir de entonces, Famagusta se convirtió en el centro de un cerco de hierro y de fuego que ninguna fuerza humana hubiera podido atravesar.

Tal era la situación al acontecer los hechos descritos en el capítulo anterior.

Una vez que los mercenarios hubieron llegado al fuerte, abandonaron sus alabardas que en aquel momento resultaban inútiles, y, colocándose en las escasas aspilleras que aún existían, armaron sus pesados mosquetes y soplaron las mechas, en tanto que los artilleros, la mayoría de ellos marineros de las galeras venecianas, proseguían el cañoneo con las culebrinas.

El capitán Tormenta, sin atender las prudentes advertencias de su teniente, se había colocado en lo alto del fuerte, a medias protegido por un muro semiderrumbado y lleno de grietas.

Por la tenebrosa llanura que se extendía más allá de la población se veían relucir, en diversos lugares, puntos luminosos, seguidos de un fogonazo, al cual acompañaba el sordo silbido de los pesados proyectiles de piedra.

Los turcos, cuya fiereza iba en aumento ante la resistencia de los sitiados, minaban las trincheras con el objeto de aproximarse al medio derrumbado fuerte, que todavía se mantenía en pie merced a la inmensa cantidad de materiales que en los fosos arrojaban las valerosas mujeres a fin de reforzarlo.

En ocasiones, osados hombres que, por su propia voluntad habían hecho el sacrificio de sus vidas para alcanzar el delicioso paraíso del Profeta, amparándose en las tinieblas de la noche, se aproximaban al fuerte y preparaban minas para abatir la firme muralla invulnerable a los proyectiles de piedra.

Los mercenarios, siempre vigilantes, en cuanto los veían descargaban sus mosquetes. Pero otros fanáticos los reemplazaban y terribles explosiones, que destruían unas veces una esquina, otras un espolón, o bien un contrafuerte, se sucedían ininterrumpidamente.

Sin embargo, las mujeres de Famagusta se encontraban en aquellos puntos, prestas a vaciar sus sacos repletos de tierra en los boquetes abiertos por las minas, siempre impertérritas, siempre decididas, obedientes a la voz de mando, viendo tranquilamente pasar silbando los proyectiles, que al caer se deshacían en mil fragmentos.

El capitán Tormenta, silencioso e impasible, observaba los fuegos que iluminaban el campamento otomano. ¿Qué intentaba descubrir? Solamente él lo sabía. Al cabo de un rato, una sombra se aproximó a él, murmurando en malísimo dialecto napolitano.

—¡Aquí me tienes, señora!

El joven se dio la vuelta con rapidez, reprimiendo con dificultad un grito.

—¿Eres tú, El-Kadur?

—¡Sí, señora!

—¡Silencio! ¡No me llames de esta forma! ¡Nadie debe enterarse de quién soy!

—¡Estás en lo cierto, señora…, digo señor!

—¡Otra vez! ¡Acércate!

Cogió por un brazo al hombre y, llevándolo a la parte exterior del fuerte, lo acompañó a una especie de garita desierta alumbrada con una antorcha.

Se trataba de un tipo alto y delgado, de piel bronceada, facciones duras, nariz afilada y ojos negros y pequeños. Se ataviaba al estilo de los beduinos del desierto, llevando sobre los hombros una gran capa de oscura lana, con capucha. Tapaba su cabeza con un turbante blanco y verde. Al cinto, por la faja roja que llevaba a la cintura, se veían sobresalir las culatas de dos enormes pistolas casi cuadradas, al igual que las utilizadas por los moros de Marruecos, y la empuñadura de un yatagán.

—¿Qué sucede? —inquirió el capitán Tormenta.

—El vizconde Le Hussière se halla con vida —contestó El-Kadur—. Me he informado por unos de los capitanes del visir.

—¿No te habrá mentido? —dijo con temblorosa voz el joven capitán.

—No, señora.

—¡No me llames «señora»! Ya te lo he advertido.

—No distingo a nadie que nos pueda oír.

—¿Y a qué lugar lo han llevado? ¿Te has enterado, El-Kadur?

El árabe hizo un gesto de desolación.

—No, señor. Todavía no he podido enterarme. Pero confío en saberlo. Acabo de entablar amistad con un jefe, que si bien es musulmán, bebe el vino de Chipre en barril, no importándole nada el Corán ni el Profeta, y espero arrancarle la verdad cualquier día. ¡Te lo juro, señor!

El capitán Tormenta, o, para ser más exactos, la capitana, ya que no se trataba de un hombre, se dejó caer sobre la cureña de un cañón, cogiéndose la cabeza entre las manos. Dos lágrimas resbalaron por su bello semblante, que en aquel momento estaba muy pálido.

El árabe, un poco apartado y envuelto en su capa, aguardaba muy emocionado. Su rostro, duro y fiero, manifestaba una indecible angustia.

—¡Si yo pudiese, señora, digo señor, a cambio de mi sangre, proporcionarte la tranquilidad y la alegría!

—¡Ya conozco tu fidelidad, El-Kadur! —replicó el capitán Tormenta.

—¡Hasta la muerte, señora, seré tu más fiel esclavo!

—¡Esclavo, no: amigo!

Los ojos del árabe despidieron un destello, tornándose casi fosforescentes.

—He renegado para siempre de mi antigua religión —dijo luego de una corta pausa—, y no olvido que el duque de Éboli, tu padre, me libró, cuando yo era niño, del poder de mi despiadado amo, que todo el día me golpeaba bestialmente. ¿Qué he de hacer ahora?

El capitán Tormenta no respondió. Semejaba estar recordando ideas que suscitaban en él penosas remembranzas, a juzgar por la expresión de su semblante.

—¡Mejor hubiera sido no haber visto nunca Venecia, la joya del Adriático, y no haber dejado las azules aguas del golfo de Nápoles! —exclamó por último, hablando consigo mismo—. ¡Mi corazón no sufriría ahora de una manera tan brutal! ¡Ah, que noche tan maravillosa junto al Gran Canal, al lado del palacio de mármol del noble veneciano! Me parece como si fuese ayer, y al pensar en ella noto en mis nervios un estremecimiento que nunca había sentido. ¡Él estaba allí, junto a mí, tan apuesto como el dios de la guerra, sentado en la proa de la góndola, sonriéndome y diciendo bellas frases que me hacían el efecto de un canto celestial! ¡Por mí ya no se acordaba de las preocupaciones que dominaban los ánimos por las nuevas terribles recibidas aquel día, que habían conmovido a los ancianos senadores y al sereno Dux! Y eso que estaba enterado de que había sido destinado para combatir aquí contra los infieles; conocía que acaso la muerte le aguardaba para acabar con su preciosa vida y, no obstante, sonreía; sonreía mirándose en mis ojos. ¿Qué pensarán hacer de él esos monstruos? ¿Le asesinarán poco a poco para tornar más cruel su castigo? ¡No es posible que se conformen con tenerle nada más que como prisionero, a él que era el terror del bajá, que ocasionó tan graves heridas a esas huestes de bárbaros, a esos descreídos, lobos hambrientos de los áridos desiertos de Arabia! ¡Infortunado Le Hussière!

—¡Cómo le amas! —exclamó El-Kadur, que había estado escuchando al capitán sin apartar los ojos de él.

—¡Sí, le amo! —exclamó la joven duquesa, con vehemencia—. ¡Le amo igual que aman las mujeres de tu país!

—Tal vez con mayor pasión, señora —repuso el árabe; reprimiendo un suspiro—. Otra mujer no hubiera hecho lo que haces tú. No hubiera abandonado el magnífico palacio de Nápoles, no se habría disfrazado de hombre, contratando a su costa una compañía de soldados, y no habría venido a este lugar a encerrarse en una ciudad sitiada por cien mil infieles, para afrontar la muerte.

—¿Acaso podría estar tranquila en mi palacio conociendo que él se encontraba aquí y estaba en tan gran peligro?

—¿Y no has calculado, señora, que cualquier día los turcos conseguirán abatir las murallas y se arrojarán sobre la ciudad, anhelosos de sangre y de venganza? ¿Quién te pondrá a salvo en ese momento?

—¡Dios nos ayudará! —repuso la duquesa, con acento de resignación—. Por otra parte, si Le Hussière muriese, yo no sería capaz de sobrevivirle, El-Kadur.

Un temblor recorrió el cuerpo del árabe.

—Señora —preguntó—, ¿qué he de hacer? Debo aprovechar la oscuridad para regresar al campamento.

—Estar siempre atento, para informarte de a qué lugar lo han llevado —repuso la duquesa—. Donde se encuentre, allí iremos a salvarle.

—Mañana por la noche estaré aquí de nuevo.

—¡Si todavía estoy con vida! —contestó la joven.

—¿Qué dices? —exclamó el árabe, con acento amedrentado.

—Me he comprometido a una aventura que pudiera concluir de mala manera. ¿Quién es ese joven turco que cada día viene a retar a los capitanes cristianos?

—Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco. ¿Por qué razón me preguntas eso, señora?

—Porque mañana me enfrentaré a él.

—¡Tú! —exclamó el árabe, consternado—. ¡Tú, señora! ¡Esta noche iré a matarle a su tienda, para que no acuda de nuevo a desafiar a los capitanes de Famagusta!

—¡Oh! ¡No te inquietes, El-Kadur! Mi padre era el mejor espadachín de Nápoles e hizo de mí una gran esgrimista, que puede enfrentarse a los más famosos capitanes del gran Turco.

—¿Quién te ha incitado a retar a Muley-el-Kadel?

—El capitán Laczinski.

—¿Ese perro polaco, que parece sentir hacia ti un secreto odio? A la vista de un hijo del desierto no hay nada oculto, y yo he advertido en él a un enemigo tuyo.

—Sí, lo es.

El-Kadur lanzó una maldición, en tanto que su rostro adquiría una salvaje expresión.

—Dónde se encuentra ahora ese hombre? —inquirió con sorda voz.

—¿Qué pretendes hacer, El-Kadur? —dijo suavemente.

—El árabe, con rápido ademán, desenvainó el yatagán e hizo brillar la acerada hoja a la luz de la antorcha.

—¡Este acero probará esta noche sangre polaca! —dijo—. ¡Ese hombre no verá amanecer el nuevo día! ¡Así no se llevará a cabo el desafío!

—¡No harás tal cosa! —repuso la capitana, con acento firme—. ¡Se aseguraría que el capitán Tormenta sentía temor e hizo asesinar al polaco! ¡No, El-Kadur, no harás semejante cosa!

—¿Y he de permitir que mi señora se enfrente en la lucha a muerte contra el turco? ¿Seré capaz de verla caer muerta bajo los golpes de cimitarra del infiel? ¡La vida de El-Kadur es tuya hasta la última gota de su sangre y los guerreros de mi tribu son capaces de morir en defensa de su señor!

—El capitán Tormenta ha de demostrar que no siente temor de los turcos —replicó la joven—. Es necesario que así sea, para disipar en todos la sospecha de lo que en realidad soy.

—¡Le mataré, señora! —exclamó el árabe.

—¡Te lo prohíbo!

—¡No, señora!

—¡Te lo ordeno! ¡Obedece! —contestó la duquesa.

El árabe inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le resbalaron por las mejillas.

—¡Es cierto! —dijo—. Soy un esclavo y debo acatar las órdenes.

El capitán Tormenta le puso una mano en el hombro y con su más suave acento le respondió:

—¡Esclavo, no; eres mi amigo!

—¡Gracias, señora! —repuso El-Kadur—. Haré lo que tú ordenes. Pero te juro que si resultas herida por el turco, le saltaré la tapa de los sesos. ¡Permite, por lo menos, que tu leal servidor te vengue si te ocurre alguna desgracia irremediable! ¿Para que quiero la vida sin ti?

—Haz lo que te parezca más oportuno, mi buen El-Kadur. Márchate antes que amanezca. Si no te apresuras no podrás regresar al campamento turco.

—Cumplo tus órdenes, señora. Yo me enteraré enseguida a que lugar han llevado al señor Le Hussière, te lo aseguro.

Abandonaron la garita y llegaron al fuerte, en el que las culebrinas y la mosquetería seguían retumbando con estruendo cada vez mayor, las cuales, aunque contestadas por la artillería turca con gran intensidad, intentaban impedir que minaran las murallas, ya medio derruidas, de la ciudad.

El capitán Tormenta se aproximó al señor Perpignano, que dirigía el fuego de los hombres armados con mosquetes, y le dijo:

—Ordenad que se suspenda el tiroteo durante unos minutos. El-Kadur regresa al campo enemigo.

—¿Ningún otro, señora? —inquirió el veneciano.

—Ninguno. Pero llamadme capitán Tormenta. Solamente tres personas conocéis quién soy: vos, Erizzo y El-Kadur. ¡Silencio: nos podrían oír!

—¡Disculpadme, capitán!

—¡Qué se interrumpa el fuego un instante! ¡Todavía no ha llegado el último momento de Famagusta!

La duquesa no daba las órdenes igual que una mujer, sino como un veterano capitán, con palabras secas e incisivas que no admitían réplica.

El señor Perpignano dio la orden a los artilleros y a los mosqueteros, en tanto que el árabe, aprovechando la momentánea interrupción del fuego, se encaminaba al reborde del fuerte; en compañía del capitán Tormenta.

—¡Ten cuidado con los turcos, señora! —le aconsejó antes de marcharse—. ¡De morir tú, también moriría el desdichado esclavo, luego de haberte vengado!

—¡No te inquietes, amigo! —contestó la duquesa—. Conozco la temible escuela de la espada acaso mejor que muchos de los capitanes sitiados en Famagusta. ¡Adiós! ¡Márchate, te lo ordeno!

Asiéndose a los salientes de las piedras, el árabe se desvaneció en la oscuridad.

—¡Cuánto me aprecia este hombre! —musitó el capitán Tormenta—. ¡Y tal vez cuanto amor escondido! ¡Pobre El-Kadur! Hubiera sido mejor para ti permanecer siempre en el desierto de tu patria.

Volvió con lentitud, resguardándose tras una aspillera, sentandose en un montón de escombros apoyando la barbilla y la mano en la empuñadura de la espada. Entretanto los estampidos se sucedían sin cesar.

Los artilleros y arcabuceros barrían con plomo y fuego la tenebrosa llanura con el fin de detener el avance de los turcos, que se adelantaban con un valor realmente estoico, afrontando impasibles el tiroteo de los sitiados.

Una voz le sacó de sus reflexiones.

—¿Hay noticias, capitán?

Era el señor Perpignano, que se aproximaba luego de haber dado la orden a los mercenarios de que no ahorraran las municiones.

—No —replicó el capitán Tormenta.

—¿Conocéis, por lo menos, si se encuentra con vida?

—El-Kadur me ha notificado que Le Hussière continúa prisionero.

—¿De quién?

—Lo desconozco todavía.

—Me resulta extraño que esos terribles guerreros, tan poco dispuestos a dar tregua, le hayan respetado la vida.

—Eso mismo pienso yo —contestó el capitán— y es lo que atormenta mi corazón.

—¿Qué es lo que teméis, capitán?

—No puedo decirlo. Y, no obstante, el corazón de una mujer, cuando ama, no se equivoca jamás.

—No os entiendo —contestó Perpignano, encogiéndose de hombros.

En vez de responder, el capitán Tormenta se incorporó, diciendo:

—No va a tardar en amanecer y el turco acudirá bajo las murallas para retarnos. Vamos a disponernos para el combate. O regreso triunfadora, o quedaré muerta, y acabarán mis sufrimientos.

—Señora —dijo el teniente—, dejadme que combata con el turco. Aunque muriese, nadie me lloraría. Soy el último descendiente de los condes de Perpignano.

—¡No, teniente!

—¡El turco os matará!

Una despectiva sonrisa floreció en los labios de la duquesa.

—De no ser tan fuerte y decidida, Roberto Le Hussière no me habría amado —contestó—. ¡Yo enseñaré a los turcos y a los jefes venecianos como lucha el capitán Tormenta! ¡Adiós, señor Perpignano! ¡Jamás me olvidaré de El-Kadur ni de mi leal teniente!

Y se alejó con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, en tanto que los cañones de atacantes y atacados rugían con creciente furia, iluminando de vez en cuando las tinieblas de una manera siniestra.

3. El León de Damasco

El alba comenzaba a despuntar ya, iluminando la llanura de Famagusta, llena de humeantes escombros. El cañón no había permanecido silencioso durante toda la noche ni un instante y todavía arrojaba fuego, retumbando su estruendo en las viejas casas de la ciudad sitiada y en las angostas calles, la mayor parte de ellas obstruidas por las ruinas de los edificios.

El grandioso campamento de las hordas turcas iba percibiéndose poco a poco. Miles de tiendas de campaña se extendían hasta el horizonte, culminadas por un asta con una media luna en su punto más alto y una cola de caballo sobre otra más pequeña.

En mitad de aquel desorden sobresalía la elevadísima y enorme tienda del gran visir, comandante supremo de aquel imponente ejército, toda de roja seda, con el estandarte verde del profeta flotando en la cúspide. Ese estandarte bastaba para excitar a los infieles y volverlos temibles y furiosos como los leones del desierto árabe.

Miles de hombres de a pie y de a caballo se afanaban en el campamento, haciendo brillar armaduras y cimitarras a los primeros rayos del sol. Examinaban con odio a Famagusta, sorprendiéndose de que aquel reducto de cristianos no se hubiera entregado ante el tremendo cañoneo de la noche anterior.

El capitán Tormenta, luego de haber advertido al gobernador de la plaza del reto pendiente con el árabe entre el polaco y él, examinaba los estragos causados por los proyectiles turcos en el fuerte, lleno de ruinas.

A poca distancia, el polaco, auxiliado por su escudero, se colocaba la coraza, maldiciendo de continuo, ya que jamás le parecía bien puesta. Se encontraba algo pálido y podría decirse que un poco intranquilo, si bien —hay que decirlo en su honor— no era aquella la primera ocasión que luchaba contra los infieles.

El señor Perpignano, con ayuda de un mercenario, vigilaba dos magníficos caballos de raza cruzada italiana y árabe, y contemplaba con gran atención las cinchas susurrando para sí:

—¡En algunas ocasiones una cincha mal amarrada puede poner en peligro la vida de un hombre!

El bombardeo había sido interrumpido por ambos bandos. En el campo otomano se escuchaban las palabras del muezzin, que concluían siempre con una intimidación a terminar con los guiaurri. En Famagusta estos efectuaban su almuerzo con aceitunas y algún trozo de pan casi incomible, ya que las provisiones escaseaban de tal manera que, para no perecer de hambre, los habitantes se veían obligados a comer hierba cocida y cuero.

Una vez que hubo acabado la plegaria del muezzin, pudo verse a un guerrero turco galopar en dirección a Famagusta, acompañado de otro que llevaba un estandarte con la media luna y la cola de caballo sobre un trapo blanco.

Era un apuesto joven de veinticuatro a veinticinco años, de blanca piel, negros bigotes mirada vivaz y abrasadora y que iba ataviado con ricas ropas.

En torno al casco llevaba una banda de seda roja puesta como un turbante, y en la cima, una gran pluma de avestruz.

Se cubría el pecho con una reluciente armadura recamada en plata, en las muñecas tenía brazaletes de acero y tapaba sus hombros con un manto blanco, con cenefa azul en su extremidad.

Las calzas, de auténtica seda, eran al estilo turco, y en los pies llevaba babuchas marroquíes recubiertas de acero bruñido.

Empuñaba una cimitarra y en su faja se distinguía un yatagán de hoja un poco curvada.

Cuando se encontró a trescientos pasos del fuerte, hizo una indicación a su escudero para que plantara en tierra el estandarte, como para dar a entender a los sitiados que se presentaba protegido por la bandera blanca y, tras haber galopado unos minutos con extraordinaria habilidad sobre su blanco corcel árabe, exclamó con poderosa voz:

—¡Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco, desafía por tercera vez a los capitanes cristianos con armas blancas! ¡Si no admiten el reto, los trataré de viles canallas, no merecedores de luchar con los grandes guerreros de la Media Luna! ¡Qué vengan, por tanto, a enfrentarse conmigo de uno en uno si tienen en las venas sangre de hombres! ¡Muley-el-Kadel os está aguardando!

El capitán Laczinski, que finalmente había podido colocarse la coraza, se encaminó al parapeto del fuerte y con voz que semejaba el mugido de un toro, y volteando al mismo tiempo en forma terrible su imponente espada respondió:

—¡Muley-el-Kadel no retará de nuevo a los capitanes cristianos, ya que de aquí a cinco minutos le mataré sobre el caballo igual que a una pulga! ¡Somos dos los que hemos jurado arrancarle el pellejo, perro infiel!

El polaco, dirigiéndose al capitán Tormenta, le preguntó no sin cierta ironía, que no pasó inadvertida a la joven duquesa:

—¿De verdad le mataremos?

—¡Sí! —repuso con frío acento la capitana.

—¡Vamos a ver a cuál le corresponde combatir primero con ese bandido!

—¡Cómo os plazca, capitán!

—Todavía tengo un cequí. ¿Cara o cruz?

—Escoged vos.

—Prefiero cara. Será un magnífico augurio para mí y desastroso para el turco. A quien le corresponda la cruz será el que se enfrente a ese perro.

—Tirad al aire el cequí.

El polaco lo hizo así y lanzó una exclamación.

—¡Cruz! —dijo—. ¡Ahora tiradlo vos!

El capitán Tormenta tiró, por su parte, la moneda.

—¡Cara! —dijo con fría entonación—. Os corresponde a vos, capitán, ir al combate el primero contra el hijo del bajá de Damasco.

—¡Le pasaré de parte a parte! —repuso el polaco—. Si caigo, confío en que me vengaréis por el honor de los capitanes de Famagusta y de la cristiandad, aunque tengo bastantes dudas respecto a vuestro valor y la fuerza de vuestro brazo.

—¿De verdad? —inquirió el capitán Tormenta con acento de burla.

—¡No confío más que en mi espada!

—Y yo en la mía. ¡Vamos!

El polaco subió a su caballo; el puente levadizo del fuerte descendió a una orden del comandante y los dos valientes avanzaron al galope por la llanura. Todos los moradores y defensores de Famagusta, conocedores de que ambos capitanes cristianos habían aceptado el desafío del turco, habíanse congregado en los muros, anhelosos de presenciar aquel trágico duelo.

Las mujeres oraban en voz baja, pidiendo a la Virgen el triunfo de los dos campeones cristianos, en tanto que los guerreros venecianos y los mercenarios colocaban sus cascos y cimeras en las puntas de las espadas y alabardas, exclamando a grandes voces:

—¡Dadle una lección!

—¡Enseñad al infiel la bravura de los capitanes venecianos!

—¡Viva el capitán Tormenta!

—¡Viva el capitán Laczinski!

—¡Venid con la cabeza del infiel! ¡Viva Venecia! ¡Vivan los hijos de la República!

La joven duquesa y el polaco marchaban al galope, uno al lado del otro, en dirección al hijo del bajá, que los aguardaba contemplando su cimitarra.

La primera mantenía una serenidad y sangre fría completas. El capitán aventurero, en cambio, parecía más nervioso que nunca y maldecía de su caballo, al que suponía mal enjaezado —aunque el señor Perpignano lo había examinado con todo detalle—, y poco preparado para semejante lucha.

—¡Tengo la certeza de que este necio animal me jugará alguna mala pasada en el instante de herir al turco! ¿Qué os parece, capitán Tormenta?

—Creo que vuestro corcel se comporta como un caballo de batalla —replicó la joven.

—¡Vos no sabéis absolutamente nada de caballos! ¡No sois polaco!

—Es posible —respondió la duquesa—; yo sé más de golpes de espada.

—¡Hum! ¡Si yo no os librase de esa cabeza de leño, no sé de qué forma os las arreglaríais! Pero pienso hacer cuanto me sea posible por enviarle al otro mundo, para salvar, de paso que la vuestra, mi piel, ya que tengo mucho interés en conservarla cuanto me sea posible.

—¡Ah! —contestó simplemente la duquesa.

—Aunque si solamente me hiriese…

—¿En tal caso…?

—Me convertiré en musulmán y seré capitán turco. Para esos necios es suficiente renegar de la cruz, y yo, por mi parte, renegaría incluso de mi patria, con tal de tener mando y cequíes.

—¡Magnífico capitán cristiano! —comentó el capitán Tormenta, examinándole despectivamente.

—Soy un aventurero, y me es indiferente combatir por la cruz o por Mahoma. Mi conciencia no padecerá por este motivo —contestó con cinismo el polaco—. No pensáis de la misma forma vos, ¿no es cierto, señora?

—¿Cómo decís? —inquirió el capitán Tormenta, deteniendo su caballo, mientras fruncía el ceño.

—¡Señora! —insistió el polaco—. ¡Voto a sanes! Yo no soy un estúpido, igual que los otros, para no haber advertido que ese célebre capitán Tormenta es un supuesto capitán. Si lo deseáis, al instante libro un duelo con vos para abrir, de un simple golpe y sin heriros, vuestra coraza, y demostrar a todos lo que en realidad sois, señora mía. ¡En tal caso sí que reiré de verdad!

—¡O lloraréis! —repuso con sorda voz la duquesa—.Yo sé tal vez matar hombres mejor que vos!

—¡Una mujer!

—De acuerdo; puesto que habéis adivinado mi secreto, capitán Laczinski, si no sucumbís a manos del turco, luego del desafío, ofreceremos a los moradores de Famagusta otro espectáculo.

—¿Qué espectáculo?

—El de unos capitanes cristianos luchando entre ellos como mortales enemigos —respondió con frío acento la duquesa.

—Conforme. Pero os prometo que, ya que sois mujer, os haré el mínimo daño posible. ¡Me conformaré con rajar vuestra armadura!

—Pues yo haré cuanto pueda por atravesaros la garganta con el objeto de que no os sea posible propalar un secreto que a mí atañe.

—Ya iniciaremos de nuevo la conversación más tarde, señora, puesto que el turco empieza a inquietarse.

Y tras una pausa, agregó, lanzando un suspiro:

—¡No obstante, me sentiría feliz dando mi nombre a una mujer tan valerosa!

La duquesa ni siquiera contestó y prosiguió en silencio.

Ya se encontraba solamente a diez pasos del hijo del bajá de Damasco, que contemplaba a los dos capitanes como ponderando su fuerza.

—¿Quién va a ser el primero en enfrentarse con el león de Damasco? —inquirió.

—El oso de los bosques de Polonia —replicó Laczinski—. Si tienes largas y fuertes garras como las fieras que habitan los desiertos de tu tierra, yo tengo la imponente fuerza de los plantígrados de mi país. ¡Te dividiré en dos partes con un sencillo golpe de mi espada!

Al turco debió de agradarle la arenga, pues, estallando en una carcajada y blandiendo su cimitarra exclamó:

—¡Mis armas os aguardan! ¡Vamos a ver si el viejo oso de Polonia derrota al joven león de Damasco!

Más de cien mil ojos se hallaban clavados en ambos combatientes, ya que los dos ejércitos adversarios se habían reunido en sus correspondientes campamentos, deseosos de asistir al fin de tan caballeroso duelo.

El polaco asió con la mano izquierda las bridas de su montura, en tanto que el turco las aferraba entre los dientes, a causa de que tenía las manos ocupadas, permaneciendo después fijos los dos, como intentando hipnotizarse con la mirada.

—¡Puesto que el león no embiste, lo hará el oso! —exclamó el capitán Laczinski, efectuando un molinete con la espada—. ¡No me agrada aguardar!

Espoleó con viveza al corcel y se precipitó sobre el turco que le esperaba cubriéndose el pecho con la cimitarra y el yatagán.

En cuanto vio a su lado al aventurero, con una ligera presión de las rodillas hizo que su caballo diera un súbito salto de costado, y asestó al polaco un tremendo golpe de cimitarra.

Éste, que no aguardaba semejante sorpresa, detuvo, sin embargo, el tajo con extraordinaria celeridad y contestó al instante, sucediéndose sin descanso las estocadas.

Ambos caballeros combatían con igual denuedo, cubriendo al mismo tiempo las cabezas de sus cabalgaduras para no quedar desmontados inopinadamente.

El capitán aventurero atacaba con ardor, con saña, maldiciendo de todo, por no perder la costumbre, bien fuera para amedrentar o para insultar al turco, y afirmaba que le partiría en dos mitades igual que si de un sapo se tratase.

Su espada chocaba con furia contra la cimitarra, intentando partirla, y en algunas ocasiones rebotaba sobre la coraza. Por su parte, Muley-el-Kadel buscaba sin cesar el pecho de su enemigo con el yatagán, haciendo saltar chispas de la armadura del polaco.

Los espectadores lanzaban de vez en cuando grandes gritos para estimular a los combatientes.

—¡Ánimo, capitán Laczinski! —exclamaban los guerreros venecianos al ver al turco perder los estribos ante las tremendas estocadas del aventurero.

—¡Extermina al guiaurro! —exclamaba la tropa infiel cuando Muley embestía haciendo dar a su corcel saltos de gacela.

El capitán Tormenta continuaba mudo e inmóvil en su caballo. Examinaba con atención la forma de luchar de cada adversario, en especial la del león de Damasco, para poder sorprenderle en el supuesto de tener que batirse con él.

Como discípula de su padre que era, el cual tenía fama de ser una de las mejores espadas de Nápoles, ciudad que contaba en aquella época con los más hábiles espadachines, y cuya escuela era muy apreciada, se consideraba lo suficientemente fuerte para enfrentarse al turco y derrotarle sin arriesgarse en exceso.

Mientras tanto, el duelo prosiguió entre ambos campeones con mayor denuedo. El polaco, que tenía más confianza en su fortaleza que en su destreza, se dio cuenta de que el turco poseía músculos de acero, de extraordinaria resistencia, y procuró emplear una de tantas estocadas secretas que entonces se enseñaban.

Aquello fue su ruina. El turco, que quizá no la desconocía, paró el golpe con suma rapidez y replicó con otro de su cimitarra con una celeridad tal, que el aventurero fue incapaz de detenerlo.

El acero le alcanzó por encima de la armadura, tocándole en la parte derecha del cuello y ocasionándole una gran herida.

—El león ha derrotado al oso! —exclamó, en tanto que cien mil voces acogían la súbita victoria con un atronador vocerío desde las murallas.

El polaco había dejado caer la espada de su mano. Permaneció un instante sobre su caballo, con las manos en la herida, como si intentara contener la sangre que brotaba a borbotones y, por último, cayó pesadamente a tierra con gran fragor de hierro, quedando inmóvil al lado del corcel, que no se había movido.

El capitán Tormenta no parpadeó ni tan siquiera.

Alzó la espada y, avanzando hacia el vencedor, dijo:

—¡Ahora nos toca a nosotros dos, señor!

El turco contempló a la joven duquesa, entre admirado y condescendiente.

—¡Vos! —exclamó—. ¡Si sois un muchacho!…

—¡Qué os dará trabajo! ¿Queréis descansar un momento?

—¡No es necesario! ¡Terminaré enseguida con vos! ¡Sois en exceso flojos para combatir contra el León de Damasco!

—¡No por ello pesará menos mi espada! ¡En guardia!

—¿Tal vez seréis un pequeño león más temible que el oso de Polonia?

—¡Es posible!

—Decidme, por lo menos, antes cuál es vuestro nombre.

—Me conocen por el capitán Tormenta.

—No es ésta la primera ocasión que oigo mencionar ese nombre —repuso Muley-el-Kadel.

—Ni yo tampoco el vuestro.

—Ya sé que sois un héroe.

—¡No lo imaginéis! ¡En guardia, que os ataco!

—Ya estoy en guardia, si bien me desagrada matar a un joven tan leal y tan valeroso como vos.

—¡Vuelvo a repetiros que tengáis cuidado con la punta de mi espada! ¡Por san Marcos!

—¡Por el profeta!

La duquesa, que además de ser una expertísima esgrimista era también muy buena amazona, espoleó su montura, pasando con la velocidad de una flecha y con la espada en la línea, junto al turco.

En el instante en que éste se disponía a cubrirse con la cimitarra, le lanzó una estocada hacia la gola donde la coraza no llegaba.

Muley-el-Kadel, que ya se hallaba prevenido, detuvo el golpe con rapidez. Aunque no por completo, y la espada, al ser rechazada hacia arriba, tocó la cimera, arrancándosela y enviándola a considerable distancia.

—¡Estupenda estocada! —exclamó el León de Damasco, sorprendido—. ¡Es mejor este muchacho que el oso de Polonia!

El capitán Tormenta prosiguió su carrera durante una veintena de metros y, obligando a su corcel a dar una veloz vuelta, se dirigió de nuevo hacia el turco con la espada siempre en línea, presta a herir.

Pasó por la izquierda, deteniendo un golpe de cimitarra, y empezó a girar en torno al turco, espoleando con energía al caballo de continuo.

Muley-el-Kadel, sorprendido por semejante maniobra, no era capaz de afrontar a un adversario tan ágil.

Su caballo árabe, totalmente agotado por el cansancio, daba vueltas sobre sus patas traseras sin poder seguir al del joven capitán, que parecía estar endemoniado.

Tantos turcos como cristianos lanzaban grandes gritos, animando a los combatientes.

—¡Valor, capitán Tormenta!

—¡Viva el defensor de la cruz!

—¡Muera el guiaurro!

—¡Por Alá! ¡Por Alá!

La duquesa, que continuaba conservando toda su serenidad, se iba aproximando cada vez más al turco. Sus ojos relampagueaban, su cutis había adquirido un color rosado y sus rojos labios temblaban.

El círculo que iba encerrando al turco se estrechaba más a cada momento y el caballo de éste empezaba a perder fuerza y agilidad.

—¡Ten cuidado, Muley-el-Kadel! —exclamó al cabo de unos segundos la duquesa.

Casi no había terminado la frase, cuando su espada alcanzó al turco debajo de la axila izquierda, en un punto no protegido por el peto.

Muley-el-Kadel lanzó una exclamación de cólera y dolor, al mismo tiempo que en las huestes bárbaras se elevaba un clamor semejante al de la marea en una noche de huracán.

En los muros de Famagusta los guerreros agitaban sus picas y alabardas, gritando con voces desaforadas:

—¡Viva nuestro joven capitán! ¡Laczinski ha sido vengado!

En lugar de precipitarse sobre el herido y asestarle el golpe definitivo, como era su derecho, la duquesa hizo parar al caballo y examinó entre compasiva y orgullosa al joven León de Damasco, que hacía extraordinarios esfuerzos para sostenerse en la silla.

—¿Os declaráis derrotado? —inquirió, haciendo avanzar su caballo.

Muley-el-Kadel intentó levantar la cimitarra para continuar el combate, pero le fallaron las fuerzas.

Se tambaleó, se agarró a las crines del caballo y se desplomó en tierra, igual que el polaco, entre un gran fragor de hierro.

—¡Matadle! —gritaban los guerreros de Famagusta—. ¡No os compadezcáis de ese perro infiel, capitán Tormenta!

La duquesa bajó del corcel con la espada cubierta de sangre en la mano y se aproximó al turco, que había logrado ponerse de rodillas.

—¡Os he derrotado! —le dijo.

—¡Matadme! —contestó Muley-el-Kadel—. ¡Estáis en vuestro derecho!

—¡El capitán Tormenta no mata al que no puede defenderse! ¡Sois un hombre valeroso y os perdono la vida!

—¡No supuse que fuera tanta la generosidad de los cristianos! —reconoció Muley con voz débil—. ¡Gracias! ¡No olvidaré jamás la generosidad del capitán Tormenta!

—¡Adiós y curáos pronto!

La duquesa se encaminaba a su caballo, cuando los turcos, enfurecidos, la rodearon.

—¡Muerte al guiaurro! —exclamaban.

Ocho o diez jinetes se aproximaban enarbolando las cimitarras, decididos a vengar la derrota del León de Damasco.

Un griterío enfurecido se alzó entre los cristianos de Famagusta.

—¡Viles traidores!

Realizando un supremo esfuerzo, Muley-el-Kadel se había incorporado, pálido, pero con los ojos llameando a consecuencia de la ira que le invadía.

—¡Canallas! —gritó, dirigiéndose a sus compatriotas—. ¿Qué hacéis? ¡Retiraos todos o haré que os empalen como indignos de estar entre los valerosos y nobles guerreros!

Los jinetes habían interrumpido su avance, confundidos y atemorizados.

En aquel instante, dos disparos de culebrina surgieron del fuerte de san Marcos, seguidos de una lluvia de proyectiles que hizo rodar por tierra a siete de los infieles. Los demás hicieron volver grupas a sus caballos huyendo a todo galope hacia el campamento turco, entre las risotadas y burlas de sus camaradas, que no habían estado de acuerdo con aquella inoportuna intervención.

—¡Ésa es la lección que os teníais ganada! —exclamó el León de Damasco, en tanto que su escudero acudía en su ayuda.

La artillería turca no había respondido a los disparos de los cristianos.

El capitán Tormenta, que todavía llevaba la espada en la mano, decidido a vender cara su vida, hizo un ademán despidiéndose de Muley-el-Kadel con la mano izquierda, subió sobre su caballo, y se alejó en dirección a Famagusta, en tanto que la tropa cristiana lo acogía con un verdadero huracán de aplausos y hurras.

En el instante en que se marchaba, el polaco, que no había muerto, alzó con lentitud la cabeza y le siguió con la mirada mientras murmuraba:

—¡Confió en que nos volveremos a ver jovencita!

A Muley-el-Kadel no le pasó inadvertido el movimiento del capitán Laczinski.

—¡Ése no está muerto! —advirtió a su escudero—. ¿El oso de Polonia tendrá el alma atornillada?

—¿Debo matarle? —indagó el escudero.

—¡Llévame junto a él!

Apoyándose en el guerrero y conteniendo con la mano la sangre que manaba en abundancia, se aproximó al capitán.

—¿Pretendéis rematarme? —inquirió éste con voz lastimera—. Desde este momento soy correligionario vuestro…, ya que he renegado de mi religión. ¿Mataréis a un mahometano?

—¡Haré que os curen! —respondió el León de Damasco.

—«¡Eso es lo que deseo!», díjose para sus adentros el aventurero. —«Ah, capitán Tormenta: ¡me las pagarás!»

4. La fiereza de Mustafá

Tras aquel caballeresco duelo, que había consolidado la bien cimentada fama del capitán Tormenta, considerado desde entonces como la mejor espada de Famagusta, los turcos prosiguieron el asedio, aunque con bastante menos vigor del que los cristianos esperaban.

Semejaba que a raíz de la derrota del León de Damasco una intensa desmoralización se hubiese adueñado de los atacantes. Lo cierto es que no se lanzaban al asalto con su antiguo arrojo y que el cañoneo decaía.

Ya no se distinguía, como antes, al jefe supremo de las huestes bárbaras, Mustafá, revisar por la mañana, a continuación de la oración, a la columna de asalto, ni aparecer junto a las compañías de artilleros para animarlos.

Incluso el griterío salvaje, que siempre acababa en un terrible alarido de«¡Muerte y exterminio a los enemigos de la Media Luna!», cesó en el campamento turco. ¿Qué más ocurriría? Las tropas enmudecieron y los timbales de las fuerzas de a caballo no hicieron sonar de nuevo su repique de asalto.

Parecía como si alguien hubiese impuesto al ejército el mutismo más absoluto.

Fue inútil que los capitanes cristianos intentaran averiguar el secreto. Todavía no había llegado el tiempo del Ramadán o cuaresma musulmana, durante la cual los adoradores del Profeta interrumpen sus campañas militares para orar y efectuar a la vez grandes ayunos.

No podía además admitirse que el gran visir hubiera ordenado guardar silencio para ayudar al restablecimiento del joven León de Damasco, quien, a fin de cuentas, sólo era el hijo de un bajá.

El capitán Tormenta y sus tenientes aguardaban la justificación a tan insólito proceder por medio de El-Kadur, único que tal vez pudiera explicar algo al respecto. Pero, desde la conversación ya descrita, el árabe no había regresado a Famagusta.

La inopinada tranquilidad del enemigo, en lugar de consolar a los cercados, los desesperaba, ya que las provisiones iban disminuyendo con gran rapidez y el hambre empezaba a cundir entre los moradores de la población, cuyos últimos alimentos (aceite y cuero) comenzaban también a escasear.

De esta manera pasaron algunos días, con disparos aislados de culebrina por los dos bandos, cuando cierta noche que el capitán Tormenta y Perpignano se encontraban de guardia en el fuerte de San Marcos observaron una sombra escalar con la agilidad de un simio por los salientes de la muralla.

—¿Eres El-Kadur? —interrogó el capitán Tormenta, tomando con cuidado un arcabuz arrimado al parapeto y que tenía encendida la mecha.

—¡Sí, señor; soy yo: El-Kadur! ¡No dispares! —replicó el árabe.

Con un esfuerzo final, el hombre se asió a una tronera, alcanzó de un salto el parapeto y cayó junto al capitán.

—Estabas preocupado por mi larga ausencia, ¿no es cierto? —preguntó el árabe.

—Tenía miedo de que te hubieran descubierto y dado muerte —respondió el capitán Tormenta.

—No recelan nada de mí: tranquilízate. Desde luego, el día de tu desafío con Muley-el-Kadel me vieron cargar las pistolas con la intención de matarle, como lo hubiera hecho en el supuesto de que te hubiese matado.

—¿Va mejorando?

—Muley-el-Kadel debe de tener el pellejo muy duro y ya se está restableciendo. De aquí a dos días ya podrá montar de nuevo a caballo. ¡Ah! Debo comunicarte otra nueva muy importante que sin duda, te extrañará.

—¿Qué noticia es?

—Que también Laczinski, el polaco, se va restableciendo muy deprisa.

—¡Laczinski! —exclamaron a la vez el capitán y Perpignano.

—Sí.

—¿No murió a consecuencia del golpe de cimitarra?

—No, señor. ¡Por lo visto los osos de los bosques polacos tienen dura la osamenta!

—¿Y no le dieron el golpe de gracia?

—No, ya que renegó de la cruz y abrazó la fe del Profeta —replicó El-Kadur—. ¡Ese aventurero tiene una conciencia muy elástica y venera igual la cruz que a la Media Luna!

—¡Es un canalla! —barbotó encolerizado Perpignano— . ¡Luchar contra nosotros, contra sus hermanos de armas!

—Y en cuanto se encuentre restablecido será nombrado capitán en el ejército turco —agregó el árabe—. Uno de los bajás le ha asegurado que le dará ese destino.

—Ese hombre debe sentir por mí un odio mortal, sin que yo le haya dado el menor motivo para ello. Si a veces no me…

—¿Qué capitán? —indagó el veneciano, al ver que interrumpía sus palabras de improviso.

En lugar de responder, el capitán Tormenta preguntó al árabe:

—¿Aún nada?

—¡Nada! —repuso El-Kadur con gesto de desolación—. No comprendo por qué ocultan de esta manera el lugar adonde fue llevado el caballero Le Hussière.

—No obstante resulta imposible que lo desconozcan todos —adujo el capitán Tormenta, lanzando un suspiro—. ¿Le habrán dado muerte? ¡Dios mío, qué sospecha!

—No, señora. Tengo la certeza de que está con vida. Me imagino que le tienen encerrado en algún castillo de la costa, en la idea de que consienta en abrazar la religión islámica. Es un hombre muy valeroso a quien los turcos desearían tener entre sus guerreros, ya que les sería de mucha utilidad para conducir sus hordas, valientes pero indisciplinadas.

El capitán Tormenta se había dejado caer encima de un montón de escombros, como acometido por una imprevista debilidad.

Perpignano y el árabe le contemplaban, intensamente emocionados.

—¡No podré averiguar nunca qué ha sido de él! —musitó la duquesa, estallando en un apagado sollozo.

—¡No desesperes, señora! —dijo el árabe—. ¡No desisto de mis esfuerzos hasta conocer a dónde le han llevado! Estás enterada de que vive, y ya esto ha de ser un gran consuelo para ti.

—Pero no tienes nada que demuestre cuanto dices, El-Kadur.

—Es verdad. Pero si le hubiesen matado, se conocería en el campamento.

—¿Y por qué esconden de esa forma el sitio donde le tienen preso?

—Eso no puedo saberlo.

El capitán Tormenta se había incorporado.

—¡Sí, es verdad! ¡No debo desesperarme!

En aquel instante un tremendo clamor turbó el silencio nocturno.

En el campamento turco sonaban las trompas y los timbales de la caballería y un vocerío enfurecido, unido a los disparos de armas de fuego.

Miles de antorchas habían sido encendidas como de improviso y discurrían por la extensa llanura, yendo a reunirse hacia el centro del campamento, donde sobresalía por encima de las demás la grandiosa tienda del gran visir, general supremo de las fuerzas otomanas.

El capitán, Perpignano y El-Kadur se habían aproximado inmediatamente al parapeto del fuerte, en tanto que las trompetas de los centinelas cristianos tocaban alarma y los guerreros que habían estado dormitando hasta entonces se armaban y corrían hacia las murallas.

—¡Se disponen para el ataque general! —comentó el capitán Tormenta.

—No —contestó el árabe, con pausada voz—. Es una revuelta que ha ocurrido en el campamento turco, la cual ya estaba prevista de antemano.

—¿Contra quién?

—Contra el gran visir Mustafá.

—¿Por qué razón? —inquirió Perpignano.

—Para forzarle a continuar el asedio de la ciudad. Ya hace ocho días que las fuerzas se hallan inactivas y empiezan a murmurar.

—Todos lo habíamos observado —convino Perpignano—. Por fuerza el gran visir tiene que encontrarse enfermo.

—Al parecer disfruta de una magnífica salud. Su corazón es el que se halla encadenado.

—¿Qué quieres dar a entender, El-Kadur? —preguntó el capitán.

—Que una joven cristiana, de Canea, lo ha hechizado. El visir profundamente enamorado y aceptando el consejo de la bella muchacha, os ha concedido una larga tregua.

—¿Puede ser que los ojos de una mujer puedan influir de tal manera en tan fiero capitán? —exclamó el teniente.

—Se asegura que es una belleza extraordinaria. Sin embargo, no me agradaría encontrarme en su lugar, ya que todo el ejército solicita su muerte, considerando que es un impedimento para proseguir la campaña.

—¿Y piensas que el visir aceptará las exigencias de sus guerreros? —inquirió el capitán.

—Ya comprobaréis cómo no es capaz de oponerse —respondió el árabe—. El sultán dispone de espías en el mismo campamento y, si supiese que está cundiendo el descontento entre sus guerreros, no vacilaría en obsequiar a su comandante supremo con un lazo de seda. Y ya sabéis lo que semejante regalo quiere dar a entender: ahorcarse o dejarse empalar.

—¡Desgraciada muchacha! —exclamó el capitán Tormenta con acento conmovido—. ¿Y qué más puede ocurrir?

—Cuando esa encantadora jovencita muera, podéis esperar un furioso asalto. Las huestes islamitas se encuentran nerviosas por lo prolongado del asedio y se arrojarán sobre Famagusta como un mar tormentoso contra las peñas.

—¡Los acogeremos como se merecen! —repuso Perpignano—. Nuestras espadas y corazas son fuertes y no nos tiemblan los corazones.

El árabe inclinó la cabeza y, examinando con angustia a la duquesa, agregó:

—¡Son muy numerosos!

—Como no conquisten la ciudad por sorpresa…

—Siempre podré avisarte con tiempo. ¿He de regresar al campamento turco, señora?

El capitán Tormenta no respondió.

Apoyado contra el parapeto, prestaba atención a las vociferaciones de los sitiadores y examinaba con aspecto de preocupación los millares de antorchas que se movían en torno a la tienda del gran visir.

Entre aquel griterío ensordecedor, que parecía el bramido del mar azotado por el viento, se escuchaban en ocasiones miles de voces que exclamaban:

—¡Muera la esclava! ¡Queremos su cabeza!

Y los timbales, las trompas y los disparos hacían enmudecer aquella fiera gritería, y aquellas maldiciones que brotaban de cien mil pechos se convertían en un horrible rugido, como si el campamento de los infieles hubiese sido de improviso invadido por infinidad de animales salvajes llegados desde los desiertos asiáticos y africanos.

—¿Debo regresar, señora? —insistió El-Kadur.

El capitán Tormenta repuso, con un estremecimiento:

—¡Sí, márchate! ¡Aprovecha este momento de tregua y no abandones tus averiguaciones si deseas verme feliz!

Los ojos del hijo del desierto fueron atravesados por una sombra de infinita tristeza y contestó con tono resignado:

—Haré lo que deseas, señora, con tal de ver tus bellos labios sonreír y tu frente tranquila.

El capitán Tormenta hizo a su teniente una indicación para que le aguardara y se fue con el árabe hasta el parapeto del fuerte.

—¿Me dijiste que el capitán Laczinski no había muerto? —preguntó.

—Sí, señora. Y, por el momento, no parece tener muchos deseos de abandonar esta vida.

—¡Espíale!

—¿Teme algo de ese renegado? —inquirió el árabe, irguiéndose con aspecto amenazador.

—Presiento en él a un enemigo.

—¿Por qué razón te odiará?

—Ha logrado descubrir que soy una mujer.

—¿Temes que esté enamorado de ti? —interrogó El-Kadur mientras su rostro se demudaba como consecuencia de un acceso de terrible cólera.

—¡Quién sabe! —respondió la duquesa—. Acaso me odie porque la mujer ha derrotado al León de Damasco y tal vez, si bien en secreto, me ame apasionadamente. ¡No es sencillo entender el corazón humano!

—¡El vizconde Le Hussière de acuerdo; pero el polaco, no! —dijo el árabe con mal reprimido despecho.

—¿Serías capaz de imaginar que amo a ese aventurero?

—Jamás lo creería, señora. Pero de ser así… ¡El-Kadur tiene un yatagán en el cinto y lo clavaría hasta la empuñadura en el pecho de ese renegado!

Se advertía en aquel instante en el semblante del salvaje hijo del desierto tan gran expresión de ira, que el capitán Tormenta no pudo menos de sentirse impresionado. Era una desesperación inmensa, terrible.

—¡No te inquietes, mi buen El-Kadur! —dijo la duquesa—. O Le Hussière, o ninguno. ¡Lo quiero demasiado!

—¡Adiós, señora! —se despidió el árabe, luego de unos breves instantes—. ¡Espiaré a ese hombre, en quien adivino un enemigo de tu felicidad, igual que el león vigila la presa que agoniza! ¡Cuando tú ordenes, el pobre esclavo lo matará!

Y sin aguardar a que la duquesa le respondiera, saltó el parapeto y, dejándose deslizar por la muralla, desapareció apresuradamente entre la oscuridad.

La joven duquesa había permanecido quieta, intentando hallar entre las sombras nocturnas el faub de su leal esclavo.

—¡Cómo debe de sufrir su corazón! —murmuró—. ¡Pobre El-Kadur! ¡Más te hubiera valido permanecer en poder de tu antiguo y feroz amo!

Al verla sola, Perpignano se había dirigido hacia ella.

—¡Al parecer los turcos se han apaciguado! —comentó—. ¿Habrán asesinado a la cristiana? ¡Esos miserables son capaces de cualquier cosa, y, cuando se hallan dominados por la cólera, no respetan a nada ni a nadie, ya sean mujeres o niños!

—¡Lo sé de sobra! —murmuró la duquesa.

Mientras tanto, los gritos se habían interrumpido en el campamento turco y ya no se percibían los timbales de la caballería ni el sonido de las trompas. Solamente se veía cómo las antorchas se congregaban en distintos lugares o bien cómo se extendían en inacabable fila, que formaba una caprichosa línea de fuego en la oscuridad de la noche.

Los capitanes cristianos, seguros de que, por lo menos de momento, los infieles no pensaban lanzarse al asalto de la ciudad, habían ordenado a sus compañías retornar a las tiendas de campaña, dejando una fuerte guardia junto a los fuertes y las culebrinas.

Como ya anticipó El-Kadur la noche transcurrió sin la más mínima alarma, y los sitiados pudieron descansar con toda tranquilidad.

Casi no había comenzado a despuntar la aurora, cuando cuatro caballeros turcos que portaban en las alabardas banderines de seda blanca, precedidos por un trompetero, llegaron hasta debajo de la muralla del fuerte de San Marcos —en cuya plataforma se reunían por lo común los capitanes cristianos— con el objeto de solicitar una breve tregua para hacerles presenciar un insólito espectáculo, que afirmaban había de influir en gran manera en la suerte de la guerra.

Imaginando que se trataba de algún nuevo reto, los capitanes venecianos, que no deseaban excitar en demasía a aquellas fieras gentes de quienes dependía su destino, luego de un breve consejo, aceptaron prometiendo no disparar hasta después de mediodía.

Diez minutos más tarde, los sitiados, que no confiando demasiado en las promesas turcas, se habían congregado en los fuertes, vieron desplegarse en la llanura a las numerosísimas hordas enemigas desfilando por batallones como para una revista.

En primer lugar pasaron los artilleros, de anchos calzones y uniformes multicolores, detrás de los cuales eran arrastradas doscientas culebrinas por magníficos caballos árabes con penachos y cubiertos con largas gualdrapas rojas; a continuación venían las compañías de jenízaros, temibles guerreros que constituían lo más selecto del ejército turco, hombres a quienes no arredraba la muerte y que una vez lanzados al ataque, ni espadas, ni culebrinas, ni mosquetes eran capaces de detener.

Siguieron los albanos, con sus raros vestidos de túnica blanca y larga, y turbante, con las fajas repletas de pistolas; los guerreros del Asia Menor, provistos de larguísimos arcabuces, alabardas y ballestas de las empleadas cien años atrás y cubiertos con relucientes cotas de acero, que seguramente se remontaban a la época de las Cruzadas. En último término apareció una inmensa columna de jinetes árabes y egipcios cubiertos por sus grandes mantos blancos, adornados con franjas rosadas.

Al son de las trompas y timbales, el poderoso ejército se dividió en varias columnas, formando en la llanura un amplio semicírculo cuyas alas desaparecían en el horizonte.

—¿Tal vez querrán amedrentarnos mostrándonos sus fuerzas?—preguntó Perpignano, volviéndose al capitán Tormenta, que examinaba con cierto temor cómo desfilaban aquellas inmensas hordas.

—Lo ignoro —repuso la joven duquesa—. No obstante, algo pretenden.

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando las trompas cesaron de sonar de improviso y los timbales callaron.

Las columnas se abrieron y por entre ellas apareció el gran visir Mustafá, con armadura de hierro bruñido y un turbante adornado de enorme penacho que relucía igual que si estuviese lleno de brillantes.

Cabalgaba sobre un caballo tordo y enjaezado con insólito lujo; bridas largas, como las empleadas por los marroquíes y berberiscos, una enorme gualdrapa de terciopelo carmesí con franja de oro que le alcanzaba hasta las corvas y fundas de terciopelo azul para las pistolas, con un par de grandes medias lunas de plata.

Iba tras él un heraldo con una gran trompeta y un estandarte de verde seda, y algo más retrasada, encima de una mula blanca, una joven envuelta en un amplio velo blanco, adornado con diminutas estrellas de oro, que la escondía a las miradas. A continuación cabalgaban capitanes y bajás, despidiendo fulgores a causa de sus corazas plateadas, y caballeros en magníficas monturas.

El gran visir, que marchaba delante conduciendo con segura mano a su brioso corcel, se detuvo a unos trescientos pasos del fuerte de San Marcos. Contemplando a los capitanes cristianos, desenvainó su cimitarra y, volviéndose hacia sus guerreros, gritó:

—¡Observad cómo vuestro visir rompe sus cadenas!

Con un inopinado movimiento hizo dar a su caballo media vuelta, poniéndolo junto a la mula, y, alzándose sobre los estribos, con un seco y tremendo golpe de cimitarra cortó por completo el cuello de la muchacha, haciendo rodar a enorme distancia la cabeza, que, en efecto, era muy hermosa.

El cuerpo de la joven decapitada permaneció por unos segundos sobre la silla, en tanto que el blanco velo se inundaba de sangre y, por último, se desplomó en tierra, acompañado por un grito de indignación de los cristianos.

El gran visir, luego de limpiar su cimitarra en la gualdrapa de su corcel, la envainó con frío ademán, y con el puño en dirección a Famagusta, exclamó con terrible acento, semejante al terrible retumbar del trueno:

—¡Y ahora, guiaurri, pagaréis la sangre que he derramado! ¡Esta noche nos veremos!

5. El ataque de Famagusta

La amenaza del gran visir de los turcos causó profunda impresión entre los capitanes, convencidos de la audacia y energía del temible guerrero, al cual se debían hasta aquel momento las victorias conseguidas contra los venecianos.

En la seguridad de que a la noche habrían de resistir un ataque encarnizado, más formidable que los asaltos hasta entonces rechazados, y conociendo su estado de inferioridad por los estragos ocasionados en los fuertes y murallas por las minas de los otomanos, por consejo del gobernador se tomaron las medidas necesarias para hacer frente al tremendo peligro que se cernía sobre ellos.

Se reforzaron las guardias, en especial las de los fuertes de defensa de los fosos, si bien éstos ya no podían servir de nada en absoluto por hallarse llenos de escombros, y se emplazaron las culebrinas en lugares de buena altura desde los cuales se podía dominar la llanura y barrer con los proyectiles a los atacantes.

La población, ya prevenida, a pesar de su extraordinaria debilidad como consecuencia de prolongados ayunos, sabiendo que si los turcos conseguían rebasar las murallas iba a ser víctima de las cimitarras infieles, intentó en masa reforzar los puntos más maltrechos con escombros y cascotes procedentes de sus propias casas, ya casi todas destruidas.

Una gran angustia se había apoderado de todos. Adivinaban que se aproximaba el fin de Famagusta y que una horrorosa matanza iba a precederlo.

Se podía presumir que el ejército turco, veinte veces superior en número al veneciano y convencido de su extraordinario poder y de la enorme superioridad de su artillería, enervado por lo prolongado del sitio, procuraría llevar a cabo uno de esos esfuerzos imposibles de contener por medio de las armas ni por la fe sorprendente de los asediados. En el transcurso del día los sitiadores redujeron toda su actividad a efectuar de vez en cuando algún disparo de culebrina, aunque más con el objeto de rectificar la puntería que para abatir las obras de defensa de los venecianos. Pero en su campamento se advertía un insólito movimiento.

Grupos de jinetes partían de la tienda del visir y del bajá llevando instrucciones a las dos alas del ejército. Los artilleros trasladaban sus piezas en dirección a las trincheras y reductos, y pelotones de zapadores-minadores se diseminaban por la planicie para no ser alcanzados por los proyectiles de los cristianos.

Los capitanes cristianos Bragadino, Martinengo y Tiépolo, con el albano Manuel Spilotto, luego de haberse reunido en consejo con el gobernador de la plaza, Astorre Baglione, habían acordado anticiparse al asalto turco con un intenso bombardeo, con el objeto de dispersar a los zapadores y evitar que la artillería adversaria tomara posiciones.

Así se efectuó. Después del mediodía todas las piezas que defendían los fuertes abrieron un endiablado fuego, llenaron la llanura de hierro y piedras, mientras los más expertos arcabuceros, protegidos tras los parapetos, disparaban contra los minadores que intentaban aproximarse amparándose en las escabrosidades del terreno.

El fuego se prolongó hasta la puesta del sol, ocasionando muchas bajas a los asaltantes, y una vez que la noche hubo caído, las trompetas tocaron a rebato, llamando a toda la población a defender las murallas.

El ejército turco iniciaba el despliegue por la llanura en imponentes columnas, disponiéndose para el asalto general.

Las trompas otomanas sonaban ininterrumpidamente, los timbales redoblaban exaltando los ánimos, grandes alaridos alzábanse de vez en cuando, sonando de una forma lúgubre en los oídos de los cristianos, y en los escasos momentos de silencio al muezzin, que estimulaba a los fanáticos, exclamando:

—¡Por Alá! ¡Aniquilad! ¡Matad! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta!

La defensa de Famagusta se centraba principalmente en el fuerte de San Marcos, ya que sabían que el máximo esfuerzo de los turcos iba dirigido hacia aquella parte, por ser la llave de la plaza.

Los mejores capitanes —entre los cuales estaba Tormenta— habían trasladado a ese punto sus compañías y veinte culebrinas de las de mayor calibre fueron llevadas allí. Los disparos de toda esa artillería, manejada por los más diestros marineros venecianos, deberían concentrarse sobre las cerradas columnas turcas, que proseguían su avance, impávidas, desafiando a la muerte.

Casi no había vuelto a reanudarse el fuego, cuando El-Kadur, que abandonó el campamento turco antes que los sitiadores se pusieran en movimiento, trepó por la muralla, apareciendo ante el capitán Tormenta.

—¡Señor —exclamó con voz temblorosa—, ha llegado el momento definitivo para Famagusta! ¡Como no acontezca un milagro, la ciudad se encontrará mañana en manos de los infieles!

—¡Todos estamos decididos a morir! — contestó la duquesa, en tono de resignación.

—¿Y el señor de Le Hussière?

—¡Dios lo protegerá!

—¡Todavía hay ocasión de escapar! ¡Tapada con mi faub puedes pasar inadvertida entre la horrorosa confusión que va a seguir al ataque!

—¡Soy un guerrero de la cruz, El-Kadur —replicó la duquesa con acento altivo—, y no dejaré a Famagusta sin una espada que sabrá cumplir con su obligación!

—¡Piensa, señora, que tal vez mañana no te encuentres viva, pues estoy enterado que el gran visir ha ordenado despiadadamente llevarlo todo a degüello!

—¡Sabremos morir! —insistió la duquesa, reprimiendo un suspiro —. ¡Si el destino ha decidido que ninguno de nosotros salga con vida de este cerco, que se cumpla nuestro sino!

—¿Entonces no viene, señora? —inquirió El-Kadur.

—¡No es posible! ¡El capitán Tormenta no debe deshonrarse delante de la cristiandad!

—¡En tal caso, moriré junto a ti! —decidió el árabe, con vehemente acento.

Y añadió para sí:

—«¡La muerte todo lo extingue y el desgraciado esclavo descansará tranquilo!»

Mientras tanto, el bombardeo era terrorífico. Las doscientas culebrinas turcas, artillería extraordinaria para aquella época, habían abierto fuego, tronando con inusitada potencia contra los fuertes y muros, medio derruidos.

Proyectiles de hierro y piedra llovían en gran cantidad sobre las defensas, ocasionando numerosas bajas entre los sitiados, y los tiros de mosquete eran incesantes. La siniestra llanura semejaba un mar de fuego y el estruendo era tan espantoso que tanto fuerte como murallas se estremecían y se agrietaban cubriendo los fosos de ruinas.

Los guerreros venecianos aguardaban el asalto con aspecto tranquilo, sin amedrentarse por los alaridos ni por el terrible estruendo de aquellos miles y miles de hombres, bárbara hueste que aullaba igual que manadas de lobos hambrientos.

Todos los habitantes que estaban en condiciones de sostener todavía un arma se hallaban en los fuertes, provistos de picas y alabardas, espadas y mazas, dominados por una loca furia, en tanto que sus mujeres y sus hijos se refugiaban entre sollozos y rezos en la iglesia principal, en medio de una ininterrumpida lluvia de bombas que destruían las últimas viviendas.

Un horripilante fragor cercaba a Famagusta. Las torres, desmanteladas por el fuego de los cañones enemigos, se venían abajo con gran estrépito, en tanto que esquirlas de proyectiles de piedra saltaban por todas partes hiriendo a guerreros, mujeres y niños.

Astorre Baglione, gobernador de la plaza, contemplaba impertérrito semejante desastre, apoyado en su espalda y aguardando con el corazón lleno de angustia el momento supremo del ataque.

Teniendo a su alrededor a sus capitanes dio con acento sereno las órdenes pertinentes, conocedor ya de lo que iba a suceder.

Tenía la certeza de que el visir no le perdonaría aunque saliera vivo del asalto general y aguardaba impasible el peligro que sobre él se cernía. ¡Magnífico ejemplo de heroísmo!

Las huestes turcas, mientras tanto, resguardadas por su artillería, seguían disparando sobre Famagusta y avanzaban, indiferentes al peligro, animadas por las exclamaciones del muezzin:

—¡Aniquilad! ¡Matad! ¡El Profeta y Alá os lo ordenan!

Los jenízaros se habían situado a la cabeza del ejército turco y se desplegaban por la llanura, arrastrando tras ellos a los albanos y guerreros del Asia Menor.

Los zapadores que los precedían no desaprovechaban el tiempo. Protegidos por la confusión y la oscuridad llegábanse con loca temeridad a la parte baja de los fuertes y las torres, amontonando barriles de pólvora para provocar brechas que dieran acceso a la infantería.

Sus esfuerzos principales se dirigían al fuerte de San Marcos, minándolo por todo los lados. Estruendosos estampidos se sucedían sin cesar, agrietando el revestimiento y derrumbando las aspilleras.

Sin embargo, la reducida fuerza de venecianos y dálmatas que todavía quedaba con vida no interrumpía el fuego, diezmando de una manera cruel las filas enemigas y cubriendo la planicie de muertos y heridos.

El estruendo iba en aumento. A los alaridos de los musulmanes respondían las plegarias y los lamentos de las mujeres y niños. En el aire, saturado de humo y de polvo, sonaban entre el ruido del bronce las campanas que llamaban a los habitantes de la ciudad, por si todavía quedaba alguno con vida en las casas ya incendiadas.

La horda de los bárbaros avanzaba, lenta y pesadamente, diseminándose por la llanura. Se dirigían por miles hacia la contraescarpa de los fuertes, como una marea irresistible, en tanto que las minas estallaban con fragor enorme, alumbrando la planicie con lúgubres y rojizos resplandores.

—¡Por Alá! ¡Por el Profeta! ¡Muerte y exterminio a los guiaurri! —aullaban cien mil voces, sofocando el retumbar de la artillería.

Los jenízaros alcanzaban ya el fuerte de San Marcos, cuando se provocó un inesperado relámpago, acompañado de un tremendo estampido. Una mina, que no llegó a arder, alcanzada por alguna esquirla de piedra ardiente o cualquier flecha incendiaria, acababa de estallar, destruyendo la muralla casi por completo.

Una lluvia de escombros alzóse por los aires, hiriendo o matando a numerosos jenízaros, cuya columna se había retirado atropelladamente, yendo a parar en parte contra la torre defendida por los venecianos. El capitán Tormenta, que se hallaba junto a uno de los reductos, dispuestos a impedir el avance de los enemigos al frente de su compañía, recibió el golpe de un bloque de piedra, que le vino a dar en la parte derecha de la coraza.

El-Kadur, que se encontraba próximo a él, viendo que a su señora se le caía el escudo y la espada y se desplomaba como alcanzada por el rayo, se dirigió corriendo hacia ella, mientras lanzaba una exclamación de angustia y espanto.

—¡La han matado! ¡La han matado!

Su voz fue ahogada por el horroroso estruendo, que sofocaba el estampido de la artillería. Los jenízaros se precipitaban en aquel instante al asalto con increíble furia y nadie estaba en condiciones de ocuparse de la audaz e infortunada joven y mucho menos todavía el señor Perpignano, que ya combatía al frente de los mercenarios.

Con gran excitación, El-Kadur tomó entre sus brazos a la duquesa y, apretándola contra su pecho, se dirigió a la carrera hacia la ciudad sin prestar atención a los proyectiles y fragmentos de piedra que caían por doquier en torno suyo.

¿Hacia qué punto huía? ¡Él era el único en saberlo!

Rodeó durante un rato la muralla por su parte interior y detuvo su carrera frente a una vieja torre de la ciudad, cuya base se hallaba ya abatida por las minas y en cuya plataforma continuaban disparando todavía un par de culebrinas.

El-Kadur, agarrándose a los escombros, se metió por una estrecha abertura, que debía de ser el acceso a un subterráneo abandonado. Avanzó a tientas, con la joven aún entre sus brazos, y la depositó suavemente en tierra.

—¡Aunque Famagusta se entregara esta noche, no habrá quien descubra el cadáver de mi señora! —dijo en voz baja.

Caminó un momento entre la oscuridad, hasta que extrajo de su bolsa eslabón y pedernal, con cuyas chispas prendió fuego a la mecha, logrando una débil llama.

—¡No han dejado vacío el subterráneo! —exclamó—. ¡Hallaré lo que necesito!

Se encaminó hacia un rincón, en el que había un montón de cajas y barriles, y buscando allí, sacó una antorcha a la que prendió fuego.

Se hallaban en un subterráneo situado en la base del torreón y que debió de haber servido como depósito a la guarnición del antiguo fuerte. Aparte las cajas y barriles, que contenían armas y municiones, se veían colchonetas, sábanas, alcuzas llenas de aceite y aceitunas, que era la única provisión alimenticia de los sitiados.

Sin preocuparse por el estruendo de las culebrinas que resonaba sobre su cabeza, el árabe introdujo la antorcha en un hueco del suelo y puso a la duquesa encima de uno de los colchones.

—¡No es posible que haya muerto! —exclamó con sollozos. ¡Una mujer tan hermosa no puede morir así!

Alzó el manto con que cubrió a la duquesa y revisó la armadura. En la parte derecha se observaba una enorme abolladura con un agujero en su centro, por donde la sangre manaba; el fragmento de piedra o de hierro fuertemente despedido había destrozado el acero del peto.

Con mucho cuidado le quitó la coraza y en el costado, bajo la última costilla, vio una herida que sangrada en abundancia.

¡Si no ha penetrado en la carne ninguna esquirla del proyectil, mi señora no morirá! —musitó el árabe—. ¡No obstante el golpe debe de haber sido muy fuerte!

Desgarró la capa de la duquesa, que era de muy fina lana, y haciendo unas vendas, las cuales empapó en aceite, vendó la herida con el fin de restañar la sangre y sopló varias veces en el semblante de la joven para hacerle recuperar el sentido.

—¿Eres tú, mi leal El-Kadur? —inquirió al cabo de breves instantes la duquesa, abriendo los ojos y clavándolos en el árabe.

Su voz era apagada y su cara estaba muy pálida, tan blanca como la nieve.

—¡Está viva! ¡Mi señora está viva! —exclamó el árabe—. ¡Ah, señora; creí que habías muerto!

—¿Qué ha ocurrido, El-Kadur? —interrogó la duquesa—. No me acuerdo de nada. ¿Dónde nos encontramos? ¿Quién dispara a nuestro alrededor? ¿No oyes los estampidos?

—Nos hallamos en los subterráneos, a resguardo de los proyectiles de los turcos.

—¡Los turcos! —exclamó la joven, pretendiendo incorporarse—. ¿Se ha rendido Famagusta?

—Aún no, señora.

—¿Y yo me encuentro en este lugar en tanto que otros se matan?

—¡Estás herida!

—¡Es verdad, noto un gran dolor aquí! ¿Me han herido con una bala o con espada? ¡No me acuerdo de nada!

—Lo que te ha desgarrado la coraza ha sido un fragmento de piedra.

—¡Dios mío, qué fragor!

—Los turcos se precipitan al asalto.

La palidez del semblante de la duquesa se hizo todavía más intensa.

—¿No tiene salvación la ciudad? —preguntó, con acento angustiado.

—No puedo decirlo, señora. Pero me parece que no. Oigo las culebrinas del fuerte de San Marcos que no dejan de retumbar.

—¡El-Kadur, ve a examinar lo que ocurre!

—Y tú, señora… ¿cómo voy a dejarte sola?

—Eres más necesario en las murallas que en este lugar.

—¡No me siento capaz de abandonarte!

—¡Márchate! —exclamó la duquesa en tono enérgico—. ¡Márchate o me levanto y, aunque tenga que morir en el camino, abandonaré este refugio! ¡Es el instante supremo en que todos los defensores de la cruz luchan! ¡Tú has renegado de la fe del Profeta y ahora eres cristiano, lo mismo que yo! ¡Combate contra los enemigos de nuestra religión!

El árabe inclinó la cabeza, durante un momento permaneció indeciso contemplando a la duquesa, y, por último, desenvainando el yatagán, se precipitó hacia el exterior, mientras murmuraba:

—¡Qué el Dios de los cristianos me proteja para poder defender a mi señora!

6. Noche de sangre

En tanto que el árabe se encaminaba a la carrera en dirección al fuerte de San Marcos, arrimándose a las casas para eludir las balas y las piedras, que caían sin interrupción, las hordas turcas, que a pesar del intenso tiroteo de los cristianos habían conseguido atravesar la planicie, se lanzaban al ataque general.

Famagusta se hallaba rodeada por un cinturón de hierro y fuego, que a cada instante iba estrechándose más, lenta pero inexorablemente.

Los mayores esfuerzos se centraban sobre el fuerte de San Marcos. De todas formas, imponentes masas de atacantes rodeaban también los restantes fuertes y murallas, afrontando la muerte.

Los jenízaros, que habían sufrido graves pérdidas y llenando la llanura con sus muertos, acababan de congregarse bajo el poderoso fuerte, ya casi totalmente derrumbado, y comenzaban la lucha cuerpo a cuerpo, atacando con impetuoso denuedo a las compañías de mercenarios que lo defendían, mientras la fuerza de albanos y guerreros del Asia Menor pretendían escalar las torres y apoderarse de ellas.

Trepaban los infieles con la furia de lobos hambrientos, asiéndose a los salientes y escombros con el yatagán entre los dientes y la cimitarra en la mano, resguardándose con los escudos, en los que se veían la cola de caballo y la media luna.

Los proyectiles, que les caían de lleno, casi a boca de jarro, diezmaban sus filas. Pero ellos pasaban impertérritos sobres sus muertos y moribundos, exclamando:

—¡Exterminad! ¡Exterminad! ¡Aniquilad a todos! ¡El Profeta lo ordena!

Y los jenízaros, que eran todos veteranos y se habían enfrentado ya a las espadas venecianas en Chipre y Negroponto, y en las costas dálmatas, trepaban con la sonrisa en los labios —sonrisa de fiera—, anhelosos de sangre cristiana, imaginando, en su ciego fanatismo, distinguir entre los aceros de los enemigos los hermosos rostros de las huríes del Profeta. ¿Cómo temer a la muerte, si las doncellas del paraíso aguardaban con los brazos extendidos a los valerosos guerreros que sucumbían defendiendo la Media Luna? ¿Acaso Mahoma no lo había prometido así? Y proseguían su furioso avance, blandiendo con rabia la cimitarra, mientras tras ellos la planicie se cubría de muertos y los cañones tronaban sin cesar, envolviendo a Famagusta con hierro y balas de piedra incandescentes que llovían a cientos.

Los cristianos ofrecían la máxima resistencia al denuedo de aquella imponente horda. Estimulados por la presencia del gobernador, cuya voz retumbaba sin que consiguiera sofocarla el estruendo de la artillería, luchaban con gran coraje.

Reunidos en el fuerte, constituían una muralla de hierro que las cimitarras turcas no conseguían abatir. Golpeaban rabiosamente con sus mazas los escudos de los atacantes, destruyendo cimeras y cascos. Sus espadas, en continuo movimiento, unas veces segaban una cabeza mahometana, otras mutilaban un cuerpo, en tanto que las culebrinas esparcían la muerte con un torrente de metralla.

Era un combate grandioso, épico, que producía espanto tanto en los asaltantes como en los sitiados.

Entretanto, en los restantes fuertes y en torno a las torres se luchaba con desesperación y con grandes pérdidas por ambas partes. Los albanos y los del Asia Menor, encolerizados por la tenaz resistencia de los sitiados y por los graves estragos ocasionados en su filas, pretendían, con ataques desesperados, rebasar las murallas, arrimando a ellas infinidad de escalas, que no tardaban en desplomarse con todos los que intentaban subir por ellas.

Tan sangriento resultaba el combate por aquella zona, que por las murallas corrían chorros de sangre, igual que si miles de bueyes hubieran sido sacrificados. Los turcos caían por compañías completas, desgarrados por las picas, espadas y moquetes. Pero otros los reemplazaban y seguían la lucha con ciega tenacidad.

Se dirigían, sobre todo, hacia las torres, en cuyas plataformas las culebrinas venecianas disparaban sin tregua, ocasionándoles los mayores estragos. Aquellos vetustos y elevados edificios eran muy difíciles de tomar, ya que ofrecían una extraordinaria resistencia a las minas y arietes. El revestimiento caía, pero la parte interior no cedía con tanta facilidad, por la solidez de aquellas construcciones, realizadas por ingenieros venecianos.

En ocasiones, los cristianos, no confiando ya en sus fuerzas, pero dispuestos a morir con las armas en la mano antes que dejarse matar luego impunemente, derrumbaban con sus mazas las troneras, arrojando de esta manera sobre los atacantes un torrente de escombros que inmovilizaban a gran número de ellos.

Mientras en todos los lugares de la población tanto guerreros como habitantes competían en bravura, decididos a todo con tal de ocasionar al enemigo grandes estragos, entre aquel horrendo fragor de bronces y aullidos de moribundos y combatientes, entre choque de espadas y mazas rebotando en los escudos y armaduras, en medio del estallido de las minas, las campanas de las iglesias volteaban sin cesar en el aire, lleno de humo, y en las angostas callejuelas se escuchaban las oraciones de las mujeres, sollozantes, suplicando a san Marcos, protector de Venecia.

Cuando El-Kadur, milagrosamente ileso de las balas de piedra que se abatían sobre la ciudad, dejando tras sí ráfagas de fuego que semejaban bólidos, alcanzó el fuerte principal que era contra el que combatían con mayor saña los jenízaros, la lucha había adquirido tremendas proporciones.

La reducida tropa cristiana, arrinconada por los incesantes asaltos de los infieles, diezmada por los disparos de las culebrinas emplazadas en la planicie, y agotada por aquella desesperada batalla, que ya duraba tres horas, empezaba a retirarse.

Se batían entre montones de muertos que constituían una especie de trinchera. Todo el fuerte se encontraba lleno de guerreros moribundos a quienes el yatagán de los infieles se disponía a rematar, de escudos, yelmos, picas, alabardas, espadas y culebrinas inservibles.

El gobernador, muy pálido, con la cota de malla desgarrada por las armas turcas, rodeado por sus capitanes, ya muy escasos, pues la mayoría habían resultado muertos, intentaba reorganizar las compañías de marineros venecianos y de mercenarios para seguir manteniendo aquella desesperada resistencia.

En la parte de atrás del fuerte había una amplia plataforma circundada por una pequeña muralla, algo semejante a una rotonda, que se utilizaba para las maniobras de los guerreros, y que a los lados contaba con pequeños reductos.

Al observar el gobernador que el fuerte ya no podía resistir, había ordenado trasladar hasta aquel punto las culebrinas que todavía estaban en condiciones de ser utilizadas y contener el ataque de los otomanos, que ya salvaban la escarpa exterior.

—¡Intentemos aguantar hasta mañana, muchachos! —dijo el audaz gobernador—. ¡Siempre habrá ocasión para rendirse!

Los mercenarios y marineros, aunque ya muy exiguos en número a causa de la cruel batalla, habían conseguido, a pesar de la lluvia de balas, poner a salvo ocho o diez culebrinas, en tanto que los guerreros procuraban contener durante cierto tiempo a los infieles, batallando en las murallas y en los puntos todavía no derrumbados del fuerte.

En aquel instante llegó El-Kadur. Al ver al señor Perpignano, que reorganizaba la compañía del capitán Tormenta, reducida a menos de la mitad, se dirigió hacia él.

—Estamos perdidos, ¿no es verdad? —inquirió.

Viéndole solo, el veneciano había experimentado un sobresalto.

—¿Y el capitán? —interrogó.

—¡Está herido, señor!

—Te he visto cómo le sacabas fuera de aquí.

—No os inquietéis. Se encuentra a salvo y, aunque los turcos conquisten Famagusta, no lograrán encontrarle.

—¿En qué lugar está?

—En el subterráneo de la torre de Bragola, que ya se halla derrumbada. Si no os dan muerte, id allí en su busca.

—¡No faltaré! ¡Ten cuidado, El-Kadur, no te arriesgues mucho! ¡Has de vivir para salvar al capitán!

Los guerreros venecianos y los mercenarios, extenuados a causa de la superioridad numérica del enemigo, se replegaban en desorden en dirección a la rotonda, intentando salvar, si no a todos, a la mayoría de sus heridos.

Afortunadamente, el gobernador de Famagusta tuvo el tiempo suficiente para reorganizar las tropas, que eran algo más numerosas, ya que se habían sumado a ellas algunos habitantes de la población.

Los jenízaros franqueaban ya el parapeto, lleno de cadáveres, y exclamaban sin cesar:

—¡Muerte a los guiaurri! ¡Exterminad! ¡Matad!

Al resplandor de los disparos de la artillería se veían sus rostros contraídos por la furia que los dominaba y sus feroces ojos, que semejaban tener fosforescencia.

—¡Vosotros, artilleros! —ordenó el gobernador con voz que logró imponerse al tronar de los cañones y al vocerío de los asaltantes.

Las culebrinas dispararon todas al mismo tiempo, haciendo retemblar el fuerte y cubriendo a los infieles con abrasadora metralla.

La primera fila de bárbaros guerreros se desplomó sobre el parapeto abatida por aquel huracán de fuego. Pero otros hombres ocuparon los puestos de los muertos, lanzándose al ataque con desenfrenada furia, para no dar ocasión a los artilleros a que volviesen a cargar las culebrinas.

Los venecianos y mercenarios, que habían tenido un instante de descanso, volvieron a la carga.

Protegiéndose con los escudos, se precipitaron sobre los jenízaros y trabaron un nuevo combate. Los capitanes los animaban, incitándolos a resistir hasta el final.

Las cimitarras y las espadas caían sobre las corazas, rompiéndolas y atravesándolas. Las pesadas mazas golpeaban en cascos y cimeras, destrozando cabezas, y las afiladas alabardas se hundían en las carnes, ocasionando horribles e incurables heridas.

Pero ya nada era capaz de contener a las hordas exterminadoras que el gran visir y los bajás habían lanzado al ataque contra Famagusta. Los robustos guerreros venecianos, agotados por tantos meses de padecimientos y de asedio, se desplomaban por grupos en tierra, empapada ya en su sangre generosa, y morían pronunciando el nombre de san Marcos, mientras los turcos se daban prisa en hacerlos callar para siempre, atravesándoles las gargantas.

La agonía de Famagusta había empezado, iniciándose espantosas represalias, que habrían de levantar un clamor de indignación entre los países cristianos de Europa, que se hallaban pendientes de aquella batalla.

Oriente aniquilaba a Occidente. Asia retaba a la cristiandad, haciendo flotar triunfante ante su vista la verde enseña del Profeta.

Por todas partes vencían ya los infieles. Una a una eran tomadas las torres por lo bárbaros de Arabia y de las estepas de Asia y, derrotados, agonizantes o muertos, los cristianos eran arrojados a los fosos, desde los torreones ya conquistados.

El fuerte de San Marcos ofrecía muy escasa resistencia.

Los mercenarios y venecianos, desbaratados por los asaltos de los turcos, se retiraban en desorden.

Ya nadie acataba las órdenes de los capitanes ni del gobernador.

Los muertos iban amontonándose de continuo. A las trincheras de tierra, ya derruidas, seguían ahora trincheras de carne humana y de hierro.

Una imponente nube, producida por el humo de la artillería, se cernía igual que un velo fúnebre sobre Famagusta, rodeándola por completo. Las campanas habían dejado de sonar y las oraciones de las mujeres, congregadas en la iglesia, eran ahogadas por el atronador vocerío de los infieles.

La marea crecía, crecía; marea humana, más peligrosa que la del océano, y que parecía ir acompañada de un lúgubre mugido.

Los guerreros asiáticos ya habían trepado por las murallas y se lanzaban por la ciudad igual que cuervos hambrientos.

Los venecianos, mercenarios y moradores de la ciudad que habían intervenido en la defensa, se daban a la fuga con rapidez y desesperación, cruzando las angostas calles de Famagusta, intentando ocultarse entre los escombros y ruinas y haciendo cundir el pánico con gritos de:

—¡Sálvese quien pueda! ¡Los turcos!… ¡Los turcos!

Los soldados que todavía luchaban en los muros y torreones, al escuchar aquellas voces, que notificaban la caída de la fortaleza, por temor a ser atacados por la retaguardia, abandonaban por su parte la defensa y corrían a refugiarse en la ciudad.

No obstante, aun tras las viviendas derribadas y en las esquinas de las calles, los venecianos pretendían defenderse para impedir que los otomanos alcanzaran la vieja iglesia, dedicada al protector de la República, y retardar la matanza de mujeres y niños, que se habían refugiado dentro de ella, aguardando con resignación que las cimitarras de los infieles llevaran a cabo su espantosos cometido.

Si bien agotados y heridos, la mayoría de los valerosos hijos de la reina del Adriático hacían que la victoria le saliese cara al poderoso enemigo.

Sabiéndose ya sentenciados a muerte, combatían con la furia de la desesperación, precipitándose sobre los frentes de las columnas y ocasionando gran mortandad entre los jenízaros, albanos, tropas irregulares y fuerzas árabes y cuantos con ellos se batían.

Pero por desdicha para los defensores de la ciudad, la caballería penetró en Famagusta, cruzando por las brechas del fuerte de San Marcos, y se lanzó a todo galope entre ensordecedores alaridos, arrollándolo todo a su paso.

Eran doce regimientos, que cargaban con furia y sin la menor compasión. No hubiera habido ningún cuerpo de ejército, por aguerrido que fuese, capaz e enfrentarse a aquellos hijos del desierto.

Sobre las cuatro de la madrugada, cuando la oscuridad empezaba a desvanecerse, los jenízaros, que con la colaboración de la caballería habían sofocado toda resistencia, registrando una por una, las casas no derruidas, y degollando a cuantos encontraban en su interior, llegaron ante la vieja iglesia de san Marcos.

El valeroso gobernador de Famagusta se hallaba de pie en el último escalón, apoyado en su espada y con un puñado de bravos a su alrededor, únicos que lograron escapar de la matanza.

Estaba sin cimera y por su destrozada cota brotaba la sangre. Pero ni una simple arruga se advertía en la frente del condottiero y su mirada aparecía tranquila.

Los jenízaros, que se habían dado cuenta de quién era, se detuvieron e interrumpieron su salvaje griterío.

La sorprendente serenidad de aquel hombre, que durante tantos meses mantuvo a raya al más poderoso de los ejércitos formados por el sultán de Bizancio, y que con el valor de su brazo habían enviado más de veinte mil guerreros al paraíso del Profeta, parecía haber calmado de súbito a aquellos seres sedientos de sangre cristiana.

Un bajá, que adornaba la cimera con tres plumas verdes, y que llevaba una larga cimitarra, anheloso de acabar con aquel puñado de guiaurri, se había abierto camino entre los jenízaros, haciendo caracolear de una forma insolente a su corcel.

—¡Presentad vuestras cabezas a las cimitarras de mis guerreros! ¡Estáis vencidos! —gritó.

Una despectiva sonrisa se dibujó en los labios del gobernador, en tanto que sus ojos despedían un destello de ira.

—¡Puesto que tanto lo deseas, mata! —repuso, arrojando su espada—, ¡Pero acuérdate de que el León de san Marcos no queda exterminado en Famagusta y que algún día su rugido retumbará bajo las murallas de la antigua Bizancio!

Y alargando su mano hacia la puerta de la iglesia, que se hallaba abierta, añadió:

—¡Allí se encuentran las mujeres y los niños! ¡Podéis asesinarlos! ¡No ofrecerán resistencia! ¡Deshonrad, si os parece, la fama de los guerreros orientales! ¡La historia os juzgará!

El bajá permaneció silencioso. Las altivas palabras del jefe de los venecianos le habían ofendido y no era capaz de hallar una respuesta oportuna.

En aquel momento resonaron las trompas y redoblaron los timbales. Las apretadas filas de jenízaros se abrieron.

Era el gran visir, que llegaba con sus capitanes y la guardia albanesa.

Apareció en la plaza con la espada desenvainada, erguido sobre su caballo empenachado y con la celada alta. Pasó por entre las filas de jenízaros, sin dirigirles ni siquiera una mirada, a pesar de que gracias a ellos había podido conquistar Famagusta, e indicando con la cimitarra el puñado de guerreros vencidos, ordenó a su guardia:

—¡Cogedlos a todos!

En tanto que llevaban a cabo su orden, sin que los vencidos ofrecieran la más mínima resistencia, el gran visir subió en su caballo los tres escalones y penetró en la iglesia, deteniéndose en el centro, con aspecto majestuoso y altivo.

Las mujeres, que estaban en torno al altar mayor, abrazadas a sus hijos, lanzaron exclamaciones de espanto, mientras un anciano sacerdote, tal vez el único que había sobrevivido a la tragedia, ponía una cruz en alto, como si con ella pretendiese impresionar al sanguinario representante del gran sultán de Bizancio.

Aquel momento era solemne, espantoso. Bastaría una señal para que los jenízaros, que ya habían entrado en la iglesia, se arrojaran sobre aquellas infortunadas y las mataran a golpes de yatagán y cimitarra.

El gran visir guardaba un absoluto mutismo, fijando la mirada en la cruz que el sacerdote sostenía en alto.

Las mujeres gemían, los niños lloraban y los jenízaros murmuraban, deseosos de empezar el saqueo.

Todas a la vez, y como si un impulso divino las hubiese inspirado al unísono, aquellas madres alzaron en sus brazos a sus niños y los enseñaron al gran visir, mientras decían entre sollozos:

—¡Perdona a nuestros hijos, que son inocentes!

El general del ejército del Islam bajó su cimitarra, que acababa de levantar para ordenar la matanza, y volviéndose hacia sus guerreros gritó con voz atronadora:

—¡Todo lo que hay en este lugar pertenece al sultán! ¡Ay de quien lo toque!

Aquello significaba el perdón.

7. En el interior del subterráneo

Cuando, a raíz de la huida de los mercenarios y la desbandada de los venecianos, El-Kadur adivinó que Famagusta había caído y que cualquier resistencia era inútil, se dirigió a la carrera en dirección al subterráneo de la torre de Bragola, donde se consideraba más seguro que en ningún otro lugar.

Los turcos habían rebasado también por aquel punto las murallas. Pero antes que los albaneses que la asaltaban penetrasen en la población como hicieron ya los jenízaros, El-Kadur, ágil a semejanza de los antílopes de sus desiertos, se adentró en el angosto pasadizo y lo tapó luego con montones de piedras, para impedir que la luz de la antorcha, que estaba aún ardiendo, lo delatara.

Lo primero fue mirar a la duquesa.

La joven, tumbada en un colchón, se hallaba dominada por un fuerte delirio. Movía los brazos como para rechazar al enemigo, suponiendo tener todavía la espada en la mano y combatir contra los turcos y, de vez en cuando, pronunciaba frases incoherentes.

—¡Ahí, el «tigre de Arabia»!… ¡Recordad lo de Nicosia! ¡Cuánta sangre!… ¡Es él, Mustafá!… ¡Disparad sobre él!… ¡Le Hussière… en la laguna…; la luna riela sobre la Salud!…Tranquila, bellísima… la noche de Venecia…, la góndola de negro color…, noche serenísima…, la cúpula de San Marcos!… ¿Qué ruido resuena en mi cerebro? ¡Ah! ¡Ya!… ¡Lo distingo!… ¡El León de Damasco lo conduce!… ¡Lo matan!…

La duquesa emitió un grito de espanto y de angustia, en tanto que sus facciones se demudaban por una congoja inexplicable. Sentada en el colchón con las manos juntas y los ojos con expresión aterrorizada y abiertos de par en par, miraba en torno suyo. Luego calló de nuevo y se sintió dominada por el agotamiento, como resultado de la excitación pasada.

Parecía estar sumida en un sueño profundo. Sus labios sonreían y su semblante había recuperado de nuevo su aspecto sereno.

Sentado encima de un cajón, al lado de la antorcha que iluminaba de una forma lúgubre el subterráneo, el árabe la contemplaba con la cabeza entre las manos. De vez en cuando un suspiro sacudía su pecho y su mirada, apartándose de la duquesa, erraba por el vacío, como intentando encontrar alguna visión. Un extraño fulgor brillaba en sus ojos y dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Los años han pasado y con ellos se me han olvidado los amplios horizontes, las dunas de arena, la tienda de la tribu nómada que siendo niño me raptó a mi madre; las palmeras de gran altura, los galopantes meharis del desierto; pero jamás olvidé y hasta la recuerdo en mi dorada esclavitud, a mi encantadora Laglán —musitaba El-Kadur—. ¡Infortunada joven! ¿En qué tierra de la nefanda Arabia te encontrarás en este momento? Tenías los ojos negros, igual que mi señora, tan bellos como ella los labios y el rostro. Yo dormía dichoso cuando tú tañías la mirimba, olvidando los crueles castigos de mi señor. Me acuerdo cuando tú llevabas al desgraciado esclavo, que se hallaba moribundo por los golpes de corbac de aquel canalla, agua para mitigar su ardorosa sed. ¡Nos separamos, y tal vez hayas muerto en las orillas del mar Rojo, que arrullaba con el susurro de sus interminables ondas nuestro amor, la esperanza en nuestro futuro, y mi corazón ha sido dominado por otra mujer, más fatal para mí que tú! Me acuerdo de tus negros ojos, que yo contemplaba extasiado cuando terminaba el día y los camellos regresaban de los pastos. Pero ella posee la piel blanca, en tanto que yo la tengo oscura, y no es una esclava igual que tú. Sin embargo, ¿es que no soy también hombre? ¿No nací libre? ¿No era mi padre un famoso guerrero de los Amarzucki?

Se había incorporado y dejado caer el manto; pero se sentó otra vez, o más bien, se dejó caer, como si sus fuerzas le hubiesen abandonado de improviso.

—¡Soy un esclavo! —exclamó con voz ronca—. ¡Un fiel perro de mi señora…, y únicamente la muerte me podrá hacer dichoso! ¡Mejor hubiera sido que una bala o una cimitarra de mis antiguos correligionarios me hubiera destrozado el corazón! ¡Mis congojas habrían así acabado!

Y encaminándose hacia la entrada del subterráneo, agregó en tono casi fiero:

—¡Sí! ¡Iré en busca de Mustafá y le notificaré que, aunque de piel morena y árabe, soy un creyente de la cruz, que he traicionado en mil ocasiones a los turcos y así me hará decapitar! ¡De aquí a una hora dormiré el sueño eterno y todo habrá acabado dichosamente para mí!

Un gemido que brotó de los labios de la duquesa le hizo detenerse.

Se dirigió hacia ella, pasándose la mano por la frente.

La antorcha despedía sus últimos resplandores, dominando las tinieblas del subterráneo. Aquella oscuridad produjo en el árabe una amedrentadora impresión.

—¿Qué infamia pensaba cometer yendo en busca de la muerte? ¡Miserable de mí, que la dejaba sola, herida y sin ninguna clase de ayuda! ¡Yo que soy su esclavo, su leal El-Kadur! ¡Estaba loco; soy un canalla!

Se había aproximado a la duquesa, que todavía se hallaba dormida, con los negros cabellos sueltos en torno al rostro y los brazos extendidos como si sostuviesen aún la poderosa espada del capitán Tormenta.

Su respiración era pausada, pero alguna pesadilla atormentaba su cerebro, ya que de vez en cuando el semblante se le contraía de improviso.

Un nombre surgió, por último, de sus labios.

—¡El-Kadur…, mi fiel amigo…, socórreme!

Un destello de profunda alegría relampagueó en los ojos del hijo del desierto.

—¡Está soñando conmigo! —susurró con un sollozo—. ¡Me pide que la salve! ¡Y yo que pensaba dejarla y permitir que muriera! ¡Ah, señora! ¡Tu esclavo morirá, pero primero te ha de librar de los peligros que te rodean!

Aquella explosión de alegría fue muy breve, ya que otro nombre brotó de los labios de la duquesa.

—¡Le Hussière!… ¿Dónde te encuentras? ¿Cuándo te volveré a ver?

Otro sollozo agitó el pecho del árabe.

—¡Sueña con él! —dijo sin que su voz indicara el menor odio—. ¡Lo ama!… ¡A él, que no es un esclavo!… ¡Estoy loco!

Puso de nuevo en su sitio las piedras, encendió otra antorcha y volvió a sentarse al lado de la duquesa, con la frente entre las manos.

Semejaba no oír ya nada, ni el fragor de los últimos cañonazos, ni el clamor furioso de los turcos en los fuertes.

¿Qué le importaba a él que Famagusta hubiese sido conquistada y que la carnicería comenzara, si su señora no se hallaba en peligro?

Clavaba la vista con fijeza, delante de sí, siguiendo con ella tal vez una visión. Acaso su pensamiento recorría los años de su primera juventud, cuando siendo niño galopaba por los abrasadores desiertos de la Arabia en los veloces meharis, todavía en libertad; quizá pensara en la noche terrible en que una tribu enemiga había asaltado la tienda de su padre y, luego de haber matado a los guerreros que la vigilaban, lo habían raptado en un rápido corcel para convertirlo a él, el hijo de un jefe ya poderoso, en un mísero esclavo martirizado por un despiadado amo.

Tal vez pensaba en la pequeña Laglán, su compañera de fatigas y martirios, que por primera vez hiciera latir su corazón y a quien su ardiente imaginación comparaba, exceptuando el color de la piel, con la duquesa de Éboli, su señora.

Las horas transcurrían y El-Kadur seguía sin moverse. La joven, desvanecido ya su delirio, se hallaba sumida en profundo sueño.

De esta manera pasaron algunas horas. Ya no se escuchaba el tronar del cañón, ni el vocerío de los turcos. Solamente de vez en cuando sonaba algún disparo de arcabuz, acompañado de voces que se iban extinguiendo paulatinamente.

—¡Dale al guiaurro! ¡Dale! ¡Dale!

Aquel guiaurro sería con toda seguridad algún desdichado habitante o un soldado descubierto entre los escombros de la ciudad a quien arcabuceaban como a un perro rabioso los jenízaros de Mustafá, todavía no saciados de sangre, pese a la espantosa matanza llevada a cabo.

Un débil gemido hizo que El-Kadur abandonara sus pensamientos.

Se incorporó y fue hacia la joven, que acababa de abrir los ojos e intentaba levantarse.

—¿Eres tú, El-Kadur? —inquirió, pretendiendo esbozar una sonrisa.

—¡Estoy velando por ti, señora! —contestó el árabe—. ¡No te levantes! ¡No es necesario, y por el momento no te hallas en peligro! ¿Cómo te encuentras ahora?

—Bastante debilitada, El-Kadur! —repuso la duquesa, con un suspiro—. ¡Quién sabe cuándo podré volver a usar la espada!

—En este instante no resultaría de ninguna utilidad.

—¿Así que todo se acabó? —preguntó la joven, con el semblante demudado por el dolor.

—¡Todo!

—¿Y los habitantes de la ciudad?

—¡Han sido exterminados, al igual que lo fueron los de Nicosia! ¡Mustafá no perdona los meses que le mantuvieron a raya! ¡Ese hombre no es un guerrero; es un tigre!

—¿Y qué ha pasado con los capitanes? —inquirió de nuevo la joven.

—No te puedo informar, señora.

—¿Los habrán exterminado también?

El árabe bajó la cabeza, sin responder.

—¡Dímelo, El-Kadur! —insistió la duquesa—. ¿Ha tomado venganza Mustafá en Baglione, Bragadino, Spilotto y los restantes valerosos capitanes?

—Me parece que no debe de haberlos perdonado, señora.

—¿No podrías averiguarlo de alguna manera? El color de tu piel y tus vestidos te darán fácil acceso a Famagusta.

—No me atrevo a salir de este lugar en pleno día, por miedo a exponerte a una muerte cierta. Acaso me vieran remover las piedras que obstruyen la entrada, suponer que oculto algún tesoro y obligarme a descubrirlo. Aguardaremos a la noche, señora. La prudencia nunca sobra, en especial con los turcos.

—¿Y viste si mi teniente caía muerto?

—Al alejarme del fuerte de San Marcos, todavía estaba con vida y le notifiqué que te encontrabas escondida en este subterráneo.

—En tal caso, confío en que pueda venir a buscarnos.

—Si se ha salvado de las cimitarras turcas, vendrá —replicó El-Kadur—. ¿Me dejas que examine tu herida? En mi tierra sabemos curar mejor que en otros países.

—¡No hace falta, El-Kadur! —repuso la duquesa—. ¡Deja que se cicatrice por sí misma! ¡No es tan grave como imaginas! ¡Sólo me encuentro algo debilitada a causa de la sangre perdida! ¡Dame de beber; no puedo aguantar la sed!

—No te puedo proporcionar ni una gota de agua, señora. Aquí no hay más que aceite y vino de Chipre.

—¡Dame entonces vino de Chipre!

El árabe alzó la tapa de piedra que cubría una gran corambre llena de aquel dulce vino y, luego de llenar un vaso de cuero, lo entregó a la joven, que lo bebió de un solo trago.

—Esto calmará tu fiebre —dijo el árabe—. Vale más que el agua corrompida de la población.

La duquesa se tumbó de nuevo y apoyó la cabeza en la mano, en tanto que el árabe clavaba la antorcha en una esquina, con el objeto de que sus rayos no se proyectaran hacia el exterior y, tras un breve silencio, le preguntó:

—¿Qué nos va a ocurrir, mi fiel amigo? ¿Crees que conseguiremos abandonar Famagusta para ir en busca de Le Hussière?

El árabe se estremeció y repuso con voz lenta:

—¡Olvida de momento al vizconde y pensemos en ponernos a salvo!

—¿Crees que lo lograremos?

—Tal vez con el auxilio de un hombre, el único que, entre tantos millares de turcos, posee un corazón noble y generoso.

—¿Y quién puede ser? —inquirió la duquesa, examinándole con fijeza.

—El León de Damasco.

—¿Muley-el-Kadel?

—Exacto, señora.

—¿El hombre a quien he derrotado?

—Pero al que perdonaste la vida, pudiéndosela arrebatar noblemente sin que los mismos turcos protestaran. Sólo este hombre reprochará al gran visir su ansia de sangre.

—Si se enterase de que fue una mujer la que le hirió…

—Mayor motivo para admirarla, señora.

—¿Y qué has decidido hacer?

—Ir en busca del León de Damasco y explicarle lo que nos ocurre. Tengo la certeza de que tan bravo guerrero no te traicionará. Por otra parte, puede darte alguna valiosa información sobre el vizconde.

—¿Puedes imaginar tanta generosidad en un turco?

—Sí, señora —contestó con acento seguro el árabe.

—¿Conoces a Muley-el-Kadel?

—Pude hablarle cierta noche que acompañaba a un capitán turco, con idea de sacarle algún informe respecto a la suerte del caballero Le Hussière.

—¿De manera que confías en que te atienda?

—No me cabe la menor duda. En caso preciso, emplearía una estratagema.

—¿Qué estratagema?

—Permite que, de momento, no te la diga.

—¿Y si te matase por traidor?

El árabe hizo un ademán incierto y se dijo para sí: «El desdichado esclavo habría dejado de padecer.»

Y agregó en voz alta:

—¡Descansa, señora! ¡Queda tiempo hasta la noche!

La duquesa siguió el consejo el árabe. Pero transcurrieron varias horas antes que pudiera dormirse.

El-Kadur se había tendido en los escombros y prestaba gran atención a los ruidos de fuera.

A lo lejos se oía, de vez en cuando, sonido de trompas y se escuchaban clamores.

Los turcos, acampados alrededor de las murallas, debían de estar celebrando su victoria, que aseguraba a partir de entonces al sultán el dominio de Chipre.

En el interior de la ciudad continuaban los arcabuzazos.

—«¿Estarían fusilando a los supervivientes o acaso se dedicaban a sus pasatiempos guerreros?», El-Kadur no sabía qué pensar.

Cuando se incorporó era ya de noche, y la duquesa, muy debilitada por la pérdida de sangre, seguía durmiendo.

El árabe se aproximó a la rústica cama de la joven y mirándola exclamó con voz desconsolada:

—¡Qué hermosa es! ¡Desdichado esclavo! ¡Menos hubiera padecido muriendo a consecuencia de los golpes de su amo!

Se pasó una mano por la frente, avivó la antorcha, revisó sus pistolas y se dirigió a la entrada, mientras murmuraba:

—¡Vamos a buscar al León de Damasco!

Sin embargo, se detuvo, conteniendo la respiración.

Le había parecido escuchar un ruido cercano procedente del exterior.

—«¿Habrán descubierto nuestro escondite?», se dijo.

Preparó la pistola y se acercó a la entrada del subterráneo, ocultando a su espalda el arma para que no se vieran las chispas.

Percibió el rodar de las piedras y un ligero ruido semejante al de pisadas.

—¿Quién será? Si se trata de un turco, no lo dejaré penetrar. ¡Un balazo en la cabeza terminará con su vida!

El rumor seguía oyéndose. El que intentaba penetrar en el subterráneo lo hacía con mucho cuidado. ¿Pretendería coger desprevenido a los refugiados o, tal vez, en lugar de ser un turco era un infortunado cristiano que tenía noticia también del subterráneo?

Aquella sospecha se apoderó del árabe.

—Esperaré antes de abrir fuego —musitó—. Podríamos matar a un amigo en lugar de a un enemigo.

Quienquiera que fuera, continuaba su avance. Al cabo de poco tiempo alcanzó la entrada del subterráneo, siempre entre infinitas precauciones.

Finalmente apareció una cabeza.

El-Kadur apuntó al instante, exclamando:

—¿Quién eres? ¡Contesta o disparo!

—¡Alto, El-Kadur: soy Perpignano!

8. El-Kadur

Un instante más tarde el teniente del capitán Tormenta penetraba en el subterráneo, apareciendo ante la luz de la antorcha.

El infortunado joven se hallaba en un estado lamentable.

Tenía la cabeza vendada con un trapo cubierto por completo de sangre y de polvo. La cota de malla, desgarrada por todas partes, le colgaba por doquier. Llevaba los chapines destrozados y ceñía por espada un trozo de acero que únicamente llegaría a las tres pulgadas, lleno de sangre hasta la misma empuñadura.

—¿Sois vos, señor? —exclamó el árabe—. ¡En qué situación os vuelvo a ver!

—¿Y el capitán? —inquirió con acento atemorizado el teniente.

—Duerme tranquilo. ¡No lo despertemos, señor Perpignano! ¡Necesita mucho descanso! ¡Cuidadle!

Se disponía el teniente a dirigirse hacia la duquesa, cuando ésta, despertada por el ruido, abrió los ojos.

—¡Vos, Perpignano! —exclamó con tono alegre—. ¿Cómo habéis podido escapar de los turcos?

—Por verdadero milagro, capitán. De haberme descubierto no habríais vuelto a verme, ya que a cuantos han hallado escondidos o entre las ruinas los han matado. ¡Ese malvado de Mustafá no ha perdonado a nadie!

—¡A nadie! —dijo con voz de angustia la duquesa—. ¿Ni siquiera a los capitanes?

—¡Ni a ellos tan siquiera! ¡El malvado visir ha cortado con su propia mano la oreja derecha y un brazo al heroico Bragadino y le ha hecho asesinar delante de los jenízaros!

La duquesa lanzó un grito de espanto.

—¡Canallas! ¡Canallas!

—Luego ha hecho decapitar a Martinengo y a Astorre Baglione, despedazar a Tiépolo y Spilotto y su carne ha sido lanzada a los perros.

—¡Dios mío! —exclamó la duquesa, espantada y tapándose la cara.

—¿Y los demás, señor? —inquirió El-Kadur.

—¡Todos muertos! ¡Mustafá únicamente ha perdonado a las mujeres y a los niños, para enviarlos como esclavos a Constantinopla!

—¿Todo ha terminado entonces para el León de san Marcos? —preguntó la duquesa.

—¡La bandera de la República del Adriático ha dejado para siempre de ondear en Chipre!

—¿Y no habrá quien intente vengar tan horrorosa derrota?

—Los navíos de la República darán cualquier día a estos «tigres» la lección que se tienen merecida. La Serenísima limpiará la ofensa y Selim II será quien pague las crueldades de su gran visir.

—¡Pero Famagusta es un cementerio!

—¡Un espantoso cementerio, capitán Tormenta! —contestó con acento conmovido el teniente—. Las calles rebosan de cadáveres y los derrumbados muros de las casas están coronados por las cabezas de sus defensores.

—¿Y cómo habéis podido vos eludir las cimitarras turcas?

—Ya os lo dije: por un auténtico milagro. Cuando ya no había salvación para nadie y los jenízaros treparon por los fuertes ya sin defender, acompañé en su huida a los supervivientes de la rotonda de San Marcos. Corría al azar, sin saber dónde hallar cobijo, notando que estaba perdido cuando de improviso una voz salió de entre las ruinas de una casa medio derruida, derrumbada.

—«Ven aquí, muchacho», me gritaron. Pasé una cancela obturada por cascotes y escombros y distinguí a dos hombres que me hacían desesperadas señas. ¡Aquello significaba la salvación! Entre ambos me condujeron a una especie de cantina muy oscura cuando, ya a causa de las heridas y la debilidad, no podía sostenerme derecho.

—¿Quiénes eran esos hombres tan generosos? —inquirió la duquesa.

—Un par de marineros venecianos, de las tropas de refuerzo del capitán Martinengo: un contramaestre y un gaviero.

—¿Dónde se encuentran en este momento?

—Ocultos en la cantina, cuya entrada han tapado con escombros con objeto de que los turcos no los descubran.

—¿Y cómo sabíais que yo me hallaba en este lugar? —indagó la joven duquesa.

—Se lo dije yo —notificó El-Kadur.

—¿Por qué no habéis venido con ambos marineros?

—No me atrevía, capitán, por temor a encontrar este escondrijo abarrotado de sectarios de Mahoma.

—¿Está muy distante esa cantina?

—Escasamente a trescientos pasos.

—Esos hombres pueden ayudarnos, señor Perpignano.

—Eso opino, duquesa —replicó el veneciano, designándola por primera vez por su título nobiliario femenino.

La joven guardó silencio durante un momento, y, volviéndose de improviso hacia el árabe, interrogó:

—¿Estás todavía resuelto?

—Sí, señora —respondió—. Solamente ese hombre puede salvarte.

—¿Y si estuvieses equivocado?

—El León de Damasco no llegaría hasta este lugar, señora. El-Kadur posee una pistola y un yatagán y sabrá usarlos con más habilidad que un jenízaro de Mustafá.

La duquesa contempló al veneciano, que no llegaba a entender cómo era capaz de confiar en un turco que había sido derrotado.

—¿Suponéis, señor Perpignano, que sea posible la huida sin que los turcos nos descubran? —inquirió.

—No, señora —respondió el teniente—. La ciudad está abarrotada de jenízaros y cercada por más de cincuenta mil turcos, que vigilan para que nadie abandone la población.

—¡Márchate, El-Kadur! —ordenó la duquesa—. ¡La última esperanza nuestra depende del León de Damasco!

El árabe se aseguró de que sus pistolas y el yatagán estaban bien colocados en a la faja y, cubriéndose con su capa, dijo:

—¡Parto a cumplir tus órdenes, señora!

Se encaminó hacia la entrada y, contemplando a la duquesa, dijo con inmensa tristeza:

—¡Si no regresase y mi cabeza cayese en poder de los turcos, deseo, señora, que halles enseguida al vizconde Le Hussière, y que con él recuperes la felicidad perdida!

La duquesa se había incorporado y tomó entre sus manos la diestra de El-Kadur.

El salvaje hijo del desierto puso una rodilla en tierra y besó con ardor la blanca mano de la duquesa, lo que le produjo sobre la piel el efecto de un hierro candente.

—¡Vete, mi leal El-Kadur! —dijo con un suspiro.

El árabe se levantó.

—¡O el León de Damasco te pone a salvo, señora, o lo mato! —exclamó con firme acento.

Y salió apresuradamente, en tanto que la duquesa murmuraba:

—¡Pobre El-Kadur! ¡Qué fidelidad y qué sufrimiento lleva en su corazón!

En cuanto se encontró en el exterior, el árabe se deslizó sobre la enorme masa de cascotes que cubría la base de la torre y se encaminó hacia las luces que indicaban el campamento turco establecido circunstancialmente en el centro de la población. No conocía el lugar en que había acampado el León de Damasco. Pero como era el hijo de un bajá y uno de los más valerosos guerreros de las huestes otomanas, tenía la certeza de averiguarlo enseguida.

Las calles de Famagusta se hallaban invadidas por la oscuridad. Sus ojos, empero, advertían sin dificultad numerosos cadáveres amontonados y todavía sin sepultar, que manadas de perros hambrientos despedazaban ferozmente para recuperarse del prolongado ayuno padecido en el transcurso del asedio.

Luego de haber eludido las acometidas de los perros asestando golpes con el yatagán, El-Kadur alcanzó en poco tiempo la amplia plaza lindante con la iglesia de san Marcos, que reproducía, si bien con más sencillez, la célebre de Venecia.

Centinelas jenízaros extraordinariamente bien armados vigilaban las esquinas de la plaza, mientras sus camaradas conversaban y fumaban en torno al fuego. Un albano, que se hallaba sentado en las escaleras de la iglesia, al ver al árabe, le apuntó con su mosquete, mientras preguntaba:

—¿Quién eres y dónde te encaminas?

—¡Ves de sobra que soy árabe y no cristiano! —respondió El-Kadur—. ¡Soy un guerrero del bajá Hossein!

—¿Qué es lo que vienes a hacer a este lugar?

—He de notificar una orden que apremia al León de Damasco. ¿Sabes en qué sitio se encuentra alojado?

—¿Quién te manda?

—Mi bajá.

—No sé si Muley-el-Kadel estará ya dormido.

—Apenas son las nueve.

—Es que todavía está débil. No obstante, acompáñame. Se hospeda en una de estas casas.

Se puso el arma sobre el hombro y se encaminó hacia una vivienda de mísera apariencia, a cuya puerta se hallaban de guardia dos robustos y gigantescos negros y un par de perros árabes.

—Despertad a vuestro señor si ya se encuentra en cama —dijo el albano—. Éste es un mensajero del bajá Hossein.

—El señor todavía está despierto —contestó uno de los negros, contemplando con desconfianza al árabe.

—Ve entonces a darle el recado —dijo el albanés. Hossein es un bajá que tiene amistad con el gran visir.

El negro se adentró en la casa, salió al poco rato y anunció al árabe:

—Acompáñame; mi señor te aguarda.

El-Kadur ocultó debajo del manto el yatagán y penetró decidido a todo, incluso a matar al hijo del poderoso bajá en el supuesto de que surgiera algún peligro.

El turco lo aguardaba en un cuarto a nivel del suelo, amueblado pobremente y alumbrado con una sencilla antorcha.

Aún estaba pálido como resultado de la herida, que no se había cicatrizado, y, aunque inválido, lucía magnífica cota de acero, cruzada por una banda de azul seda y estaba armado con un espléndido yatagán de empuñadura de oro y turquesas.

—¿Quién eres tú? —interrogó al árabe, luego de haber hecho un ademán al negro para que se marchara.

—Mi nombre no te es conocido —replicó el árabe—. Me llamo El-Kadur.

—Creo haberte visto antes que hoy.

—Es posible.

—¿Te envía el bajá Hossein?

—¡No! ¡Eso ha sido una mentira que he dicho!

Muley-el-Kadel se echó dos pasos hacia atrás, llevando la mano hasta el yatagán.

El-Kadur le interrumpió, haciendo un ademán de protesta.

—¡No pienses que he venido a matarte!

—En tal caso, ¿por qué razón has mentido?

—Porque de otra manera no me hubieras recibido.

—¿Qué causa te ha obligado a utilizar el nombre de Hossein? ¿Quién te manda?

—Una mujer a quien debes la vida —respondió con seriedad El-Kadur.

—¡Una mujer! —exclamó sorprendido el turco.

—Sí. Una mujer cristiana que pertenece a la más encumbrada nobleza de Italia.

—¡Tú estás loco! No he conocido nunca a ninguna mujer noble italiana, ni existe mujer alguna que me haya salvado la vida. ¡El León de Damasco es capaz de salvarse sin precisar ayuda!

—Estás equivocado, Muley-el-Kadel —dijo con reposado acento el árabe—. Sin la generosidad de esa mujer, no hubieras estado presente en la toma de Famagusta. Tu herida no ha cicatrizado todavía.

—Pero ¿a quién te refieres? ¿A ese joven capitán que me derrotó?

—Sí; hablo del capitán Tormenta.

—Habla con más claridad.

—Ésa es la mujer que te dejó la vida, pudiendo haberte matado.

—¿Qué es lo que dices? —exclamó el turco, tornándose pálido—. ¿Aquel capitán que combatía igual que el dios de la guerra era una mujer? ¡No! ¡No es posible! ¡No hubiera podido derrotar al León de Damasco!

—Se trata de la duquesa de Éboli, conocida entre los guerreros con la denominación de capitán Tormenta —anunció El-Kadur.

El asombro de Muley-el-Kadel fue tan extraordinario que durante un rato no pudo pronunciar una palabra.

—¡Una mujer! —exclamó, por último, en tono dolorido— ¡El León de Damasco está ahora deshonrado y lo único que me resta por hacer es romper mi cimitarra!

—¡No! ¡Un valiente como tú no debe partir la más formidable espada del ejército turco! —dijo el árabe—. La mujer que te ha vencido es la hija del mejor espadachín de Nápoles.

—¡No es él quien me ha derrotado! —contestó el turco casi entre sollozos—. ¡Yo, arrojado del caballo por una mujer! ¡El honor del León se ha disipado para siempre!

—Quien te hirió es de noble cuna, Muley-el-Kadel.

—¡Mucho desprecio habrá sentido por mí!

—No, ya que es ella quien ahora recurre a tu generosidad.

Los ojos del turco relampaguearon.

—¿Mi enemiga precisa que la ayude? ¿No ha muerto el capitán Tormenta?

—Está con vida, aunque herido por una bala de piedra.

—¿Dónde se encuentra? ¡Quiero verle! —exclamó Muley-el-Kadel.

—¿Para decretar su muerte? Mi señora es cristiana.

—¿Tú quién eres?

—Su fiel esclavo.

—¿Y es la duquesa quien te manda en busca mía? ¿Para solicitar de mí que la ayude a escapar de Famagusta?

—Y tal vez para alguna cosa más.

—¿No se hallará en peligro durante tu ausencia?

—Creo que no. Su escondrijo es seguro y además no está sola.

—¿Quién cuida de ella?

—Su teniente.

Muley-el-Kadel recogió su manto, que estaba encima de una silla, y un par de pistolas, y dijo al árabe:

—Acompáñame hasta donde se encuentra tu señora.

El-Kadur lo miró con recelo.

—¿Quién me dice, Muley-el-Kadel, que no la piensas traicionar?

Las mejillas del turco enrojecieron vivamente.

—¿No confías en mí? —inquirió con acento encolerizado. Y añadió tras un breve silencio—: ¡Estás en lo cierto! ¡Ella es cristiana y yo turco y enemigo de su raza! Pero yo he reprochado la ferocidad del visir, que ha hecho perder el honor para siempre a las armas otomanas. No conozco si tú, como árabe, eres cristiano o crees en el Profeta. Pero sabrás algo del Corán y no desconocerás que un turco no jura en vano sobre ese libro sagrado. Hallaremos en manos de algún muezzin este libro, y sobre él y ante ti juraré solemnemente poner a salvo a tu señora, a la que debo la vida. ¿Te parece bien?

—No, señor —contestó el árabe—. Creo en ti sin que lo jures. ¡Estaba seguro de que el León de Damasco sería generoso con mi señora!

—¿Dónde se encuentra?

—Oculta en un subterráneo.

—¿Herida de gravedad?

—No.

—¿Tenéis alguna comida allí?

—Vino de Chipre y aceitunas.

Muley-el-Kadel dio una palmada y en la habitación entraron dos esclavos negros.

Habló con ellos unas palabras en una lengua no conocida para El-Kadur y anunció en voz alta:

—¡Acompáñame! ¡Estos hombres vendrán detrás de nosotros!

Abandonaron la casa, cruzaron la plaza sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino, y se encaminaron a la torre como si fuesen dos guerreros con la misión de efectuar la ronda por los muros de circunvalación. Se hallarían a unos doscientos pasos de la ciudad cuando fueron alcanzados por los dos negros, que transportaban enormes cestas y llevaban sujetos por cadenas un par de perros árabes.

Un pelotón de jenízaros que merodeaban por las ruinas les cerró el paso.

—¡Proseguid vuestro camino o hago que os azoten igual que a perros! —barbotó Muley-el-Kadel—. ¡Abrid paso al León de Damasco! ¿No estáis aún hartos de sangre?

Ninguno tuvo el valor de replicar al hijo del bajá y se marcharon, dejándoles el paso libre.

Muley-el-Kadel se cercioró de que ya no había nadie por las cercanías y siguió al árabe por entre los escombros, siempre acompañado de ambos esclavos y los perros.

En cuanto se halló en el interior del subterráneo, que la antorcha seguía iluminando, se quito su manto y, tras cambiar un cortés saludo con Perpignano, se aproximó al momento al colchón donde yacía la duquesa de Éboli, que se encontraba despierta.

—¡La mujer que me ha derrotado! —exclamó—. ¡Os admiro, señora!

Y doblando la rodilla, al igual que un cortesano europeo, agregó:

—¡Señora, enfrente no tenéis un enemigo! ¡Es un amigo que ha podido contemplar vuestro sorprendente valor y que no os odia por haber sido vencido! ¡Mandad lo que os plazca! ¡El León de Damasco está dispuesto a salvaros y a saldar su deuda!

9. La generosidad del León de Damasco

Al ver que el turco entraba y se acercaba a ella, la duquesa de Éboli se había incorporado, con la ayuda de Perpignano, y lo saludó con una encantadora sonrisa.

—¡Vos! —exclamó.

—No podíais imaginar que un mahometano como yo acudiera, ¿no es verdad, valerosa señora? —inquirió Muley-el-Kadel.

—Es cierto. Y ya estaba dispuesta a resignarme y no volver a ver a mi leal esclavo.

—El hijo del bajá de Damasco no es tan feroz como Mustafá y sus jenízaros. No soy un salvaje de las estepas del Turquestán ni de los arenosos desiertos. He habitado en otras tierras. Vuestro país, Italia, no me es desconocido, señora.

—¿Habéis estado en mi país? —preguntó extrañada la duquesa.

—He admirado Venecia y Nápoles —respondió el turco—, y me he podido dar cuenta de la cortesía y la civilización de vuestros compatriotas, a los que aprecio en gran manera.

—¡Ya me parecía que erais un musulmán diferente a los otros! —dijo la duquesa.

—¿Por qué motivo, señora?

—Por las amenazas dirigidas contra aquellos siete u ocho jenízaros que acudían deslealmente a vengaros luego de haberos derrotado.

La frente del turco se ensombreció a causa de la tristeza y sus labios ahogaron un suspiro.

—¡Me ha vencido una mujer! —exclamó en tono de amargura.

—No, Muley-el-Kadel; el capitán Tormenta, que por los cristianos estaba considerado como la más diestra espada de Famagusta. El León de Damasco no ha perdido nada de su valor. Por el contrario, ha dado una muestra de él derrotando al oso de Polonia, tan temible por la fortaleza de su brazo.

La frente del turco volvió a adquirir su aspecto sereno y comentó con una amplia sonrisa:

—¡Mejor es ser derrotado por una mujer que por un hombre, siempre que mis camaradas no se enteren jamás de quién era el capitán Tormenta!

—Os aseguro que nadie lo sabrá, Muley-el-Kadel. Solamente tres o cuatro personas de todos los cristianos de Famagusta conocían que yo era una mujer y ya habrán sido exterminados, puesto que Mustafá no ha perdonado a los vencidos.

—¡Es un ser feroz, que ha deshonrado las armas turcas —exclamó el joven—, y a quien Selim, noble y generoso, reprenderá por semejante acción! Los vencidos eran dignos de ser admirados por los hijos del Islam. Señora, estáis necesitada de alimento. Mis esclavos han traído provisiones y vinos generosos, que me permito ofreceros. Después me indicaréis qué puedo hacer por vos. Estoy a vuestras órdenes, y, aunque debiera luego afrontar la cólera de Mustafá, os salvaré en unión de vuestros camaradas.

A una indicación suya, ambos esclavos se aproximaron al lecho, y luego de abrir las cestas sacaron polvorientas botellas, carne fría, bizcochos, un recipiente con café que todavía conservaba algo de calor y tazas.

—Esto es todo lo que de momento puedo ofreceros —dijo Muley-el-Kadel—. No se encontrará mucho mejor surtida la mesa de Mustafá, puesto que las provisiones escasean.

—No esperaba tanto —contestó con una sonrisa la duquesa—, y os estoy agradecida porque hayáis tenido tan gentil idea. Mis compañeros deben con toda seguridad encontrarse más hambrientos que yo.

Tomó una taza de café que Muley-el-Kadel le ofrecía mojando en él unos bizcochos, en tanto que el teniente y el árabe se abalanzaban sobre la carne fría, dando pruebas de voraz apetito, ya que hacía veinticuatro horas que se encontraban en ayunas.

—Señora —preguntó Muley-el-Kadel—, ¿qué me es posible hacer por vos?

—Llevarme fuera de Famagusta.

—¿Queréis regresar a Italia?

—No.

De nuevo quedó asombrado Muley-el-Kadel.

—¿Deseáis continuar en Chipre? —inquirió con rara entonación.

—Hasta que encuentre al hombre al cual amo y que es prisionero vuestro.

La frente del turco se ensombreció por un momento.

—¿Quién es? —indagó.

—El vizconde Le Hussière.

—¡Le Hussière! —murmuró Muley-el-Kadel—. Aguardad un instante… ¡Sí, él era el alma de la resistencia en Nicosia! Fue apresado por Mustafá.

—Desearía saber a qué lugar lo han llevado y dónde lo tienen detenido.

—Será fácil. Alguien podrá informar sobre ello.

—¿No lo han conducido a Constantinopla?

—Me parece que no —respondió el León de Damasco—. Creo haber oído que Mustafá tenía sobre este preso planes muy particulares. ¿Queréis ponerle a salvo antes de abandonar Chipre?

—Únicamente vine para librarle del poder de vuestros compatriotas.

—Imaginé que habías tomado las armas por odio hacia los mahometanos.

—Os habéis equivocado, Muley-el-Kadel.

—Y me alegro de ello —contestó el turco—. Hoy no me es posible informaros respecto al lugar en que se encuentra el vizconde. Pero mañana prometo daros alguna noticia. ¿Cuántos sois? He de conseguiros ropas turcas, si deseáis abandonar Famagusta sin exponeros a ningún riesgo. ¿Solamente tres?

—Cinco —intervino Perpignano—. Hay otro par de desdichados marineros que se han salvado de los turcos y que se hallan refugiados en una lóbrega habitación en ruinas. Los salvaréis de una muerte cierta si los protegéis igual que a nosotros.

—Yo lucho contra los cristianos porque soy turco, pero no siento odio hacia ellos —dijo Muley-el-Kadel—. Procurad que se encuentren en este lugar mañana.

—¡Gracias, señor! ¡Era verdad que el León de Damasco es tan generoso como valiente!

El turco hizo una inclinación a la vez que sonreía, besó la mano de la duquesa y se encaminó a la salida, exclamando:

—¡Juro por el Corán que cumpliré mi promesa! ¡Hasta mañana, señora!

—¡Gracias, Muley-el-Kadel! —repuso emocionada la joven—. ¡Cuando regrese a mi tierra, diré siempre que entre los musulmanes encontré un caballero!

—Será un honor para el ejército turco —contestó el hijo del bajá—. Adiós, señora. O mejor, hasta la vista.

El-Kadur apartó las piedras de la entrada para que el turco, los esclavos y los perros pudieran salir, y luego las puso de nuevo en su sitio.

—A ti, El-Kadur, es a quien debemos agradecer nuestra salvación —dijo la duquesa— y a quién deberé mi felicidad.

—Señora —dijo Perpignano—, ¿estáis completamente segura de la generosidad del León de Damasco?

—Completamente, teniente —respondió la duquesa—. ¿Dudaríais vos algo?

—Dudo de todos los turcos.

—De los demás, sí. De Muley-el-Kadel, no. ¿Qué opinas, El-Kadur?

—Ha jurado por el Corán —repuso concisamente el árabe.

—De todas formas, es la única esperanza de salvación que tenemos. Voy ahora mismo en busca de los dos marineros —dijo el teniente—. Mañana tal vez fuera demasiado tarde. Los turcos registrarán sin cesar entre las ruinas para cerciorarse de que no hay ningún cristiano con vida.

—¿Hay centinelas por las calles? —interrogó al árabe la duquesa.

—Los turcos están durmiendo, señora —replicó El-Kadur—. ¡Los miserables se encuentran agotados de tanto asesinar cristianos!

—Déjame tu yatagán y tu pistola, El-Kadur —solicitó el teniente—. Mi espada ya no sirve para nada.

El árabe le alargó las armas y tapó sus hombros con el faub, que le hacía parecer un hijo del desierto.

—¡Adiós, señora! —añadió Perpignano—. ¡Si no regreso es que los infieles me han asesinado!

Avanzó por entre los escombros y en un minuto escaso alcanzó el campo.

La noche era oscura y únicamente se escuchaban los aullidos de los perros, ahítos de carne humana.

El teniente se disponía a cruzar una de las calles medio obstruidas por las ruinas, cuando un hombre que vestía el pintoresco traje de capitán de jenízaros le cerró el paso.

—¡Eh, eh! —exclamó una voz irónica—. ¿Adónde se marcha El-Kadur? ¡La noche es oscura! ¡Sin embargo, mis ojos ven en la oscuridad!

Estas palabras fueron dichas en muy mal veneciano y con acento extranjero.

—¿Quién eres? —insistió el teniente, echándose hacia atrás y empuñando el yatagán.

—¿El-Kadur amenaza de esta manera a sus amigos? —preguntó el capitán en tono de burla—. ¿Continuará siendo siempre tan salvaje?

—Te equivocas —respondió el teniente— yo no soy El-Kadur. Soy egipcio.

—¿Así, pues, que habéis renegado de la fe por salvar el pellejo, señor Perpignano? ¡Mejor! ¡De esta forma podremos seguir nuestras partidas de dados!

El teniente lanzó una exclamación.

—¡El capitán Laczinski!

—No —repuso el polaco, ya que era él—. El capitán Laczinski ya está muerto. Ahora mi nombre es Yussif Hammada.

—¡Laczinski o Hammada, sois un renegado! —barbotó con acento despectivo el teniente.

Una exclamación de cólera brotó de los labios del polaco; pero volviendo a recuperar su tono suave, continuó:

—Es muy lastimoso perder la piel, mi estimado teniente, y, de no haber renegado de la cruz, mi cabeza hoy no se encontraría encima de mis hombros. Pero ¿qué es lo que hacéis ocupando el puesto de El-Kadur? ¡Os doy mi palabra de honor de que antes de escuchar vuestra voz os tomé por el árabe del capitán Tormenta!

—¿Qué es lo que hago? —dijo el veneciano, no sabiendo qué responder—. Pues nada: paseando por las ruinas de Famagusta.

—¿Habláis en broma?

—¡Tal vez!

—¿Estáis paseando a las once de la noche por una ciudad abarrotada de turcos, que estarían muy satisfechos si pudiesen arrancaros el pellejo? ¡Vamos, teniente: no tengáis desconfianza de mí! Mi corazón no es por completo mahometano todavía. Para mí, el Profeta es la quintaesencia de la confusión, y no creo ni en sus milagros ni en su Corán.

—¡Bajad la voz, capitán! ¡Os pueden oír!

—Nos encontramos a solas. Los turcos descansan. Decidme qué le ha pasado al capitán Tormenta.

—No lo sé. Me imagino que se habrá dejado matar como un héroe en el fuerte.

—¿No luchaba a vuestro lado?

—No —contestó cautamente Perpignano.

—En tal caso, ¿por qué ha venido hasta aquí el León de Damasco? Sé que El-Kadur le conducía —afirmó el polaco—. ¿Veis cómo desconfiáis de mí?

—Insisto en que no sé nada de El-Kadur ni del capitán Tormenta.

—¡La «capitana» Tormenta! —rectificó el polaco.

—¿Cómo decís?

—¡Vamos, vamos! ¿Imagináis que yo no me había dado cuenta de que era una mujer y no un hombre? ¡Cuerpo de cien lobos! ¡Vaya una seguridad y una bravura las de esa moza! ¡Sangre de Mahoma! ¡Me gustaría manejar a mí la espada como lo hace ella! ¿Quién la habrá enseñado?

—Me parece, capitán, que habéis pillado una descomunal borrachera.

—De acuerdo, ya que no creéis lo que os aseguro. ¿Os puedo servir en algo?

—Nadie perturbará mi paso.

—Debéis pensar que los turcos están acampados en Famagusta. Si os apresaran, no dudéis que os empalarían.

—Tendré cuidado de ellos, capitán.

—En el supuesto, en extremo probable, de que os ocurriera algún infortunio, recordad que me llamo Yussif Hammada.

—No olvidaré ese nombre.

—¡Suerte, teniente!

Alargó la mano derecha, pero el veneciano simuló no ver aquel gesto y, tapándose con su manto, se alejó con el yatagán a medio desenvainar.

El polaco se había marchado también refunfuñando. Perpignano, que no dejó de observarle ni un instante, en cuanto llegó a la esquina de una torre que servía como de apoyo a una humilde casucha, se ocultó detrás de una puerta.

—¡Deseo comprobar si me sigue! —murmuró—. Un hombre que reniega de sus creencias no merece el menor aprecio. Y, por otra parte, odiaba a la duquesa. ¡Es mejor no confiar en él!

Casi no había pasado un par de minutos cuando vio aparecer de nuevo al capitán. Continuaba refunfuñando y caminaba de puntillas, con el objeto de que el veneciano, que él imaginaba había proseguido se camino, no lo oyera.

Pasó delante de la puerta sin detenerse y desapareció en la oscuridad.

—¡Búscame por ahí, miserable! —masculló el teniente.

Dio la vuelta rápidamente hacia la izquierda. Poco después se detenía ante una casa derrumbada y, apoyando el rostro en una puerta, exclamó varias veces:

—¡Tío Stake, tío Stake!

Al principio nadie le respondió. Pero luego se oyó en el fondo del cuartucho una voz ronca, casi cavernosa.

—¿Sois vos, teniente? ¡Ya os imaginaba degollado y empalado! ¡Ya era hora de que vinieseis!

—¡Alzad la barra, abuelo! Y Simón, ¿vive todavía?

—A medias, teniente. Está muriéndose poco a poco de hambre y de terror.

—Salid enseguida. De aquí a poco estaréis en lugar más seguro y podréis comer.

—¡He aquí un par de palabras que hacen circular la sangre! —masculló la voz ronca—. ¡Encenderé una veintena de cirios a san Marcos y cuatro a san Nicolás! ¡Tú, Simón, desentumece las piernas si quieres catar algún bizcocho!

Tras haber sido levantada la barra, dos hombres, uno de edad y otro joven, salieron con dificultad.

—¡Acompañadme, tío Stake! —dijo el teniente—. ¡Nadie nos amenaza!

—¡Por todos los croatas del Cátaro, mi teniente! ¡Mis piernas están muy débiles, y creo que Simón no se encuentra mucho más fuerte!

—Con tanto tiempo de ayuno… añadió su compañero.

—¡Buen marino! —exclamó el viejo sonriendo.

—¡Venga; seguidme antes que nos vean alguna ronda! —ordenó Perpignano.

—Con los turcos, lo mejor es huir, mi teniente. ¡No me agradaría en exceso probar las exquisiteces del palo!

—En tal caso, estirad cuanto podáis las piernas, tío Stake.

Abandonaron la casucha y casi a la carrera se encaminaron hacia la torre, que se distinguía entre las sombras.

Treparon rápidamente por entre los escombros y Perpignano apartó las piedras, dejando paso a los dos marinos.

—¡Somos nosotros, El-Kadur! —anunció.

El árabe había tomado la antorcha y contemplaba a los que acababan de entrar.

El tío Stake, dálmata, o al menos eso daba a entender su nombre, era un magnífico tipo de anciano, ya sesentón, de rostro surcado por las arrugas y muy moreno, orlado por una larga barba blanca. Sus ojos grises poseían aún gran vivacidad y animación; su cuello semejaba el de un toro y su espalda era de atleta. A pesar de la edad, sus músculos debían todavía de ser capaces de abatir a un par de turcos si cayesen en sus callosas manos.

El otro, un muchacho de unos veinte años, de alta estatura, ojos negros y una sombra de bigote, parecía más agotado que el contramaestre, cuya fortaleza debía de haber opuesto firme resistencia al hambre y a la incesante zozobra de una muerte próxima y espantosa.

Luego de haber aguantado impasible el examen del árabe, distinguiendo a la duquesa, el anciano se quitó la gorra y exclamó:

—¡Es el capitán Tormenta! ¡Un bravo que ha hecho muy bien en evitar las cimitarras turcas!

—¡Callad, tío Stake, y preparaos a devorar estas viandas! —aconsejó el teniente, arrimándoles las cestas dejadas por los esclavos de Muley-el-Kadel.

—Comed con absoluta libertad y bebed cuanto os plazca —dijo la duquesa—. Los turcos renovarán las provisiones.

—¡Comida turca! —exclamó el pertinaz charlatán—. ¡La comeremos con placer, señor capitán! ¡Es una desdicha que no vea asada la cabeza de Mustafá! ¡Palabra de tío Stake que la comería en un par de bocados, a pesar de que con ella se me introdujera en el cuerpo el alma malvada de ese pícaro de Mahoma y de sus cuatro mujeres! ¿No es cierto, Simón, que tú me hubieras ayudado?

El muchacho no podía perder tiempo en contestar. Comía vorazmente, como si en su vida hubiese probado bocado, combinando el alimento con razonables tragos de vino de Chipre, que iban a parar a su estómago como en un pozo sin fondo.

—¡Voto a Dios! ¡Si sigues por ese camino, ni las migas vas a dejar para tu contramaestre, marinero! —comentó el viejo—. ¡Resérvame mi parte!

La duquesa y el teniente los contemplaban sonriendo. Únicamente el árabe continuaba inmóvil, igual que una estatua de bronce.

—Señor capitán —empezó el contramaestre, una vez que hubo terminado de comer—, no hallaré jamás palabras para daros las gracias por vuestra generosidad…

Calló de improviso, fijando la mirada de sus pequeños ojos grises en la duquesa.

—¿Se habrá quedado ciego el tío Stake o el humo de las culebrinas le impiden la visión? —dijo.

—¿Qué pretendes decir, amigo? —inquirió la joven.

—Si bien es cierto que conozco mejor los barcos que las mujeres, yo afirmaría por todos los peces del Adriático que sois…

—¡Dormid, tío Stake! —intervino Perpignano—. Dejad reposar a la duquesa de Éboli, o si os parece mejor, al capitán Tormenta.

El viejo lobo de mar hizo una cómica inclinación ante la duquesa y se fue al lado del joven marinero, mientras susurraba:

—¡La contraseña es dormir, y yo he de obedecer al vencedor o, para ser más exacto, a la valerosa vencedora de la mejor espada turca!

Luego que se hubo cerciorado de que dormían, Perpignano se aproximó a la duquesa, advirtiendo:

—Señora, nos vigilan.

—¿Quiénes? ¿Los jenízaros? —indagó la joven, con acento de desconfianza.

—No, el capitán Laczinski.

La duquesa lanzó un grito.

—¡Qué! —exclamó—. ¿Aún está vivo ese hombre? ¿No estaréis equivocado, Perpignano?

—No, señora. Se ha convertido en musulmán para conservar la vida.

—¿Quién os ha informado?

—Él mismo.

—¡Él!

—Lo he visto hace poco merodeando por las cercanías, ya que había distinguido a Muley-el-Kadel en compañía de El-Kadur.

—Tal vez quiera descubrir nuestro escondite para entregarnos a Mustafá.

—De ese aventurero que ha renegado de sus creencias podemos aguardar cualquier cosa. Si en lugar de yatagán hubiese conservado mi espada, os aseguro que no habría tenido la menor duda en atacarle. Me ha seguido sigilosamente.

—¿Hasta aquí?

—¡Oh, no! He conseguido despistarle y desconoce nuestro refugio…

—¿Por qué me odiará ese hombre que era un cristiano y que ha peleado valerosamente por el León de san Marcos?

—Porque vos, a pesar de ser una mujer, erais más apreciada y más valiente que él y porque habéis derrotado al León de Damasco,

—¿Acaso conoce que soy una mujer?

—No me cabe la menor duda —respondió Perpignano.

El árabe, que continuaba erguido junto al lecho sin pronunciar una palabra, intervino en aquel instante.

—Señor Perpignano —inquirió con fría y resuelta entonación—, ¿suponéis que el capitán se encontrará todavía por estos alrededores?

—Es posible —repuso el veneciano.

—¡Está bien! ¡Voy a terminar con él! ¡Así habrá un enemigo y un turco menos!

—¡El-Kadur! —exclamó la duquesa—. ¿Deseas comprometernos a todos?

—¡Cuándo yo disparo, no fallo jamás, señora! ¡Y encender una mecha es muy sencillo! —contestó el salvaje hijo de Arabia.

—Y el estampido podría atraer la atención de alguna ronda de jenízaros, que te apresarían.

—¿Qué importancia tiene mi vida, si puedo conseguir la tranquilidad de mi señora? ¿Acaso no soy tu esclavo?

—Quizá descubrieran nuestro escondite.

—Lo atacaré con el yatagán y partiré su espada —replicó El-Kadur—. ¿Tal vez no valgo yo lo mismo que un cristiano renegado? Mi padre era un gran guerrero árabe y no seré menos que él. Soy su hijo. Murió valerosamente, con las armas en la mano, por defender su tribu. ¿Por qué razón no he de morir yo en defensa de mi señora, la hija del hombre que me libró de la esclavitud?

El árabe se había cubierto con el manto que antes se puso Perpignano, y a la roja luz de la antorcha adquiría descomunales proporciones. Su mano nerviosa oprimía la empuñadura del yatagán, cuya hoja despedía siniestros destellos.

—¡Lo mataré! —insistió con vehemencia—. ¡Es un rival… del señor Le Hussière!

—¡No abandonarás este lugar! —dijo la duquesa, con acento enérgico—. ¡Debes cuidar de mí!

Al escuchar aquellas palabras, la fiera expresión que demudaba el semblante del árabe se disipó como por arte de magia.

—¡Sí, señora; estaba loco! —respondió, sentándose sobre una piedra—. ¡Soy un insensato!

En el rincón más oscuro se oyó en aquel instante la voz del tío Stake, que mascullaba:

—¡Cuerpo de ballena! ¿No se va a poder dormir en ningún lugar de Famagusta?… ¡Esos perros turcos hacen un endemoniado estrépito con sus yataganes!

10. El oso de los bosques polacos

Al día siguiente, por la noche, pasadas las diez, Muley-el-Kadel, tal como prometió con toda solemnidad, penetraba en el subterráneo con las máximas precauciones, seguido de cuatro esclavos armados hasta los dientes y cubiertos con pesadas cotas de malla, llevando cada uno de ellos un enorme fardo.

El-Kadur, que estaba esperando a la entrada, dejó paso a la expedición.

—¡Aquí estoy, señora! —empezó Muley—. He cumplido el juramento que hice por el Corán. Traigo ropas turcas, armas, valiosos uniformes y seis caballos escogidos entre los de mejor raza del ejército albano.

—No tenía la menor duda de que Muley-el-Kadel sería leal y generoso —respondió la joven—. ¡El corazón de una mujer muy rara vez se engaña!

El tío Stake, que se afanaba en vaciar con su camarada una botella de vino de Chipre, consideró conveniente añadir por parte suya:

—¡No lo hubiera imaginado jamás, pero debo admitir que entre los turcos también hay caballeros! Es un auténtico milagro. Es algo así como si el viento de proa cambiase de improviso, soplando de popa.

—Muley-el-Kadel —continuó la duquesa, sin preocuparse de las palabras del tío Stake—, ¿no habíais notado como si os siguiese alguien?

—¿Por qué me hacéis esa pregunta, señora? —inquirió el turco, con acento inquieto.

—¿No habéis hallado a nadie en vuestro camino?

—Sí, a un capitán de jenízaros que al parecer estaba embriagado.

—¡Él! —exclamó Perpignano.

—¿Quién es él? —indagó el turco, examinándolo detenidamente.

—¡«El oso de los bosques polacos»! —aclaró la duquesa.

—¿El capitán a quien vencí y luego renegó de su fe?

—Sí —confirmó el veneciano.

—¿Ese hombre ha osado espiarnos? —exclamó, arrugando el ceño, Muley-el-Kadel.

—Y tal vez nos delate y nos entregue a Mustafá antes que podamos escapar —dijo Perpignano.

El turco sonrió despectivamente.

—¡Muley-el-Kadel vale más que un despreciable renegado! —comentó—. ¡Qué pruebe, si es capaz, a interponerse en mi camino!

Cambiando de tono y volviéndose a la duquesa, agregó:

—Querías conocer en qué lugar mis compatriotas han encerrado a Le Hussière, ¿no es verdad?

—Sí —exclamó la duquesa incorporándose, con el rostro encendido por la emoción.

—Sé dónde se encuentra.

—¿Fuera de Chipre?

—No. En el castillo de Hussif, donde permanecerá encerrado hasta que termine la guerra.

—¿Habéis dicho…? —inquirió la duquesa.

—En el castillo de Hussif.

—¿Dónde se encuentra ese castillo?

—En la bahía de Luda.

—¿Vigilado?

—Tal vez. No puedo decirlo con precisión.

—¿De qué forma podré llegar hasta allí?

—Por mar, señora.

—¿Nos será posible hallar alguna galeota? —preguntó la joven.

—Ya he pensado en ello, señora. Sé a quiénes podéis dirigiros —informó Muley-el-Kadel.

—¿A turcos?

—Sí. Pondrán a vuestra disposición un pequeño navío siempre que tengáis el cuidado de haceros pasar por musulmanes. En Luda hallaréis con facilidad renegados que no poseerán en su corazón ninguna de nuestras creencias —dijo el turco con una sonrisa— y que con gusto desearán ayudaros. Señora, ¿estaréis en condiciones de montar a caballo?

—Me parece que sí —repuso la duquesa—. Mi herida no es tan grave como aparentaba ser.

—Mi consejo es que os pongáis en marcha esta misma noche. Los jenízaros o el polaco podrían descubrir vuestro escondite y toda mi influencia no bastaría para salvaros.

—¿Y de qué manera atravesaremos la línea turca que cerca a Famagusta?

—Yo iré con vosotros hasta las líneas turcas de retaguardia —dijo Muley-el-Kadel—, nadie se atreverá a cerraros el paso. Bastará mi nombre para que nos dejen pasar tranquilamente.

—Vámonos enseguida, señora —aconsejó El-Kadur—; ese maldito polaco me produce temor.

—¡Ayúdame! —dijo la duquesa.

Tras un instante de vacilación, el árabe cogió suavemente entre sus brazos a la joven y la levantó igual que si se tratase de un niño.

—¡Podré sostenerme en la silla! —dijo ella con una encantadora sonrisa—. ¿Acaso no soy el capitán Tormenta?

El turco guardó silencio. La contemplaba con una especie de muda veneración.

—¿Dónde se encuentran los caballos? —preguntó la joven.

—Al pie de la torre, señora, vigilados por un esclavo. Vestíos con el traje turco que os he traído. Con esta indumentaria no es fácil que seáis reconocida —dijo Muley-el-Kadel.

Y desatando uno de los fardos, le mostró un elegante traje albanés recamado en oro.

—Es para vos, señora —agregó—. El capitán Tormenta se convertirá en un capitán albano por el que todas las mujeres del harén de Mustafá se volverían locas.

—¡Gracias, Muley-el-Kadel! —contestó la duquesa, poniéndose la ropa con ayuda de El-Kadur.

Entretanto, los esclavos habían sacado otras ropas egipcias y árabes para los marineros y Perpignano; soberbias pistolas y kadjars y yataganes, cuyo filo debía de ser semejante al de navajas de afeitar y que tenían adornos en oro y perlas.

—¡Por Baco! —exclamó el incorregible Stake, que se había ataviado con ropas de mameluco egipcio—. ¡Debo de tener una arrogante estampa y parecer un jeque egipcio! ¡Es una desgracia que no tenga bajo mis órdenes una tribu y que no posea cien mil camellos!…

—¡Y cien mil doblones! —añadió Perpignano que lucía un suntuoso traje árabe.

—¡No, señor! ¡Un cajón abarrotado de cequíes como los tienen esos afortunados ricachones en el rincón más oscuro de su tienda! ¡Tienen más valor que los doblones!

—¡Os tornáis difícil de contentar, tío Stake! —comentó la duquesa, que acababa de vestirse.

—¡Qué vamos a hacerle, señora! ¡Viéndome vestido con tan bellas ropas, yo que en toda mi vida no he llevado sino el capote de marinero, me siento ambicioso! ¡Algo tarde es, pero todavía no estoy muerto!

—En la silla de tu caballo tal vez no halles una capa de marinero, pero algunos cequíes acaso los encuentres —dijo Muley-el-Kadel, mientras sonreía.

—¡Oh, señor, en lugar de León de Damasco, con vuestro permiso deberé llamaros León de Oro!

—¡Cómo prefieras! Pero vámonos ya. Hacia medianoche cambiarán los centinelas del fuerte Erizzo y no desearía dar una explicación a su comandante.

Se colocaron las armas en los cintos y, precedidos por los esclavos, abandonaron el subterráneo.

El-Kadur y Perpignano ayudaban a la duquesa, que aún no había recuperado por completo las fuerzas.

Al pie de la torre aguardaba un esclavo negro que vigilaba diez soberbios caballos árabes enjaezados al estilo turco, con anchos y cortos estribos, ricas gualdrapas de color rojo y sillas ligeras y cómodas.

Muley-el-Kadel se dirigió hacia el de más bella traza y, ayudando a subir a él a la duquesa, dijo:

—Correrá igual que el viento y nadie será capaz de detenerlo. Respondo de él. En la cartera encontraréis un par de pistolas y bastantes cequíes.

—¿Y de qué forma podré pagar tanta gentileza? —repuso la duquesa.

—¡No debéis pensar en eso, señora! —replicó el turco—. Mi padre es el bajá más opulento de Asia Menor, y se sentirá satisfecho al saber que he sido generoso con la persona que me perdonó la vida. Mi muerte hubiera representado la suya, y con riqueza alguna la habría podido pagar. ¡A los caballos! ¡No hay tiempo que perder! —exclamó, volviéndose hacia los otros.

Todos montaron a caballo dispuestos a cumplir la orden, hasta el mismo tío Stake, que consideró aconsejable decir:

—¡Montemos y mantengámonos derechos! ¡Estos endiablados animales nos harán rodar como cuando sopla el viento del sudeste! ¡Acorta los foques, Simón, si no quieres dar con la cabeza en cubierta!

—¡Aparta! —exclamó Muley-el-Kadel.

El negro que retenía los caballos se apartó y los diez jinetes se lanzaron a galope tendido.

Los cuatro esclavos que llevaran las ropas iban delante y los dos marineros los seguían. Perpignano y el León de Damasco cabalgaban a ambos lados de la duquesa, prestos a auxiliarla en cuanto lo precisara.

En breves instantes cruzaron la zona meridional de la ciudad y llegaron delante del fuerte Erizzo, que se hallaba vigilado por una compañía de jenízaros.

Un capitán se adelantó de súbito, gritando:

—¡Alto o mando abrir fuego!

Perpignano y la duquesa sintieron un escalofrío al escuchar aquella voz. El-Kadur, con ademán colérico, desenvainó el yatagán con un sordo gruñido.

—¡Laczinski! —exclamaron los tres a un tiempo.

Muley-el-Kadel hizo a la duquesa y a los demás acompañantes una indicación para que se detuvieran y se dirigió hacia el capitán. Tres pasos detrás de éste se encontraban doce jenízaros que tenían las mechas de los arcabuces preparadas.

—¿Quién eres tú, que tienes el atrevimiento de interponerte en mi camino? —inquirió Muley.

—El comandante del fuerte, por lo menos durante esta noche —contestó con acento de burla Laczinski, ya que de él se trataba.

—¿Conoces quién soy?

—¡Por Baco! —exclamó el aventurero en un turco infame—. ¡Para conoceros sería suficiente la cicatriz que adorna mi cuello, señor Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco!

—¿Qué pretendes dar a entender?

—¿Tal vez os habíais olvidado del «Oso de los bosques polacos»?

—¡Ah! ¡El renegado! —repuso, con cierto desdén, el León de Damasco.

—¡Ahora más mahometano y mejor creyente que vos! —contestó con insolencia Laczinski.

—¿Qué deseas, puesto que ya sabes quién soy yo? Y explícate deprisa, pues me urge el tiempo.

—Impedir que sigáis vuestro camino hasta el amanecer, señor Muley-el-Kadel. Se me ha ordenado no dejar que abandone nadie Famagusta, y no por vuestros hermosos ojos me arriesgaré a ejecutar la última danza en la punta de un palo.

—¡Abre paso al León de Damasco! —gritó con acento amenazador Muley—. ¡La orden que te han dado no cuenta para el hijo del bajá de Damasco, cuñado de Selim, el gran sultán!

—¡Aunque fueseis el mismísimo Mahoma, insisto en que sin una carta firmada por Mustafá no seguiréis adelante!

Y volviéndose a los jenízaros ordenó con atronadora voz:

—¡Estrechad la fila y estad listos para abrir fuego!

Los ojos de Muley-el-Kadel relampaguearon a causa de la cólera que le invadía.

—¿Dispararéis sobre el León de Damasco? —exclamó con el puño dirigido hacia los jenízaros.

Y volviéndose a sus compañeros, ordenó con voz tan enérgica como antes:

—¡Desenvainad las cimitarras y lancémonos a la carga! ¡Yo respondo de todo!

Espoleando su caballo le hizo dar tan imponente salto, que empujando al polaco, lo arrojó al suelo antes que tuviera ocasión de esquivar la acometida.

—¡Bribón! —gritó el capitán, rodando por tierra—. ¡Disparad, jenízaros!

—¡A galope! —exclamó Muley-el-Kadel.

Los diez jinetes se lanzaron a la carrera, con las cimitarras en alto. Pero no tuvieron oportunidad de utilizarlas, ya que los jenízaros, en lugar de abrir fuego, se apartaron con premura presentando armas y gritando todos a la vez:

—¡Larga vida al León de Damasco!

La comitiva cruzó el puente levadizo como un torbellino y se adentró a la carrera por el campo, en tanto que el tío Stake, que se asía firmemente al cuello de su montura, murmuraba, con satisfacción:

—¡Parece mentira! ¡Ese turco me parece un magnífico muchacho! ¡No imaginé que se pudiera encontrar ni uno bueno entre esos miserables!

Muley-el-Kadel continuaba galopando al frente del grupo, señalando el camino. A lo lejos se veían los fuegos del campamento turco y de vez en cuando se oía el sonido de alguna trompa. Después, la oscuridad fue total.

El turco evolucionó de forma que se iba distanciando del campamento para no resultar de nuevo detenidos, lo que les hubiera ocasionado pérdida de tiempo, y avanzó decididamente en dirección a levante, hacia donde se observaba una lucecita que hubiera podido confundirse con una estrella.

—¿Ése es el faro de Luda? —inquirió Perpignano.

—Sí —contestó Muley-el-Kadel.

—¿Cuándo alcanzaremos la orilla del mar?

—Con estos corceles no tardaremos más de hora y media. Es preciso que embarquéis antes que amanezca, para evitar tener que dar explicaciones a las autoridades turcas.

—¿Nos será posible encontrar enseguida una nave?

—He pensado en todo, señora —repuso Muley—. Desde ayer se encuentran en Luda un par de hombres para buscar una galeota. En cuanto lleguemos, todo se hallará dispuesto y podréis haceros a la mar.

—¡Cuántas gentilezas con nosotros!

—Pago la deuda que tengo contraída con vos, señora, y nadie podrá sentirse más alegre que yo por haber salvado a la más hermosa y audaz mujer que he conocido.

Y tras un breve silencio, añadió, contemplando a la duquesa con cierta melancolía:

—¡Me hubiera agradado unirme a vos para ayudaros en vuestra empresa! ¡Pero entre nosotros está el Profeta! ¡Yo soy turco y vos cristiana!

—Mucho habéis hecho por mí, Muley-el-Kadel, y jamás podré olvidar la generosidad del León de Damasco.

—¡Ni yo a vos! —respondió con débil voz el turco.

—A vuestro regreso, ¿tendréis alguna dificultad con Mustafá? —inquirió la duquesa, que no sabía cómo proseguir la conversación.

—Mustafá no sería capaz de alzar un simple dedo contra el hijo del bajá de Damasco. ¡No os inquietéis por mí, señora!

Espoleó su corcel, lo mismo hicieron sus acompañantes, y todos se lanzaron a la carrera, por entre aquella desolada campiña, antaño tan fértil en dulces vinos y en aquel momento transformada en campos incultos, en eriales.

Sobre la una de la madrugada, la expedición, que no había hecho ni siquiera una parada, llegaba a un mísero y pequeño pueblo, formado por dos o tres docenas de casuchas agrupadas, en una oquedad entre dos montañas, y debajo del cual bramaba sordamente el Mediterráneo.

En el extremo de un minúsculo promontorio había un pequeño faro, en cuya cúspide brillaba un farol de luz fija.

Dos negros, que al parecer aguardaban a la comitiva, salieron de una casa medio derruida, exclamando:

—¡Alto!

—¡Soy yo! —contestó Muley, deteniendo a su caballo—. ¿Está dispuesta la galeota?

—Sí, señor —informó uno de los negros.

—¿Quiénes son sus tripulantes?

—Doce renegados griegos.

—¿Están ya enterados de que quienes van a embarcar en la galeota son varios cristianos?

—Se lo he notificado a todos.

—¿Están conformes?

—Se ofrecen a acatar sus órdenes con gusto, señor.

—¡Condúcenos!

Ambos negros atravesaron el pueblo, que se hallaba en tinieblas, guiando a la expedición hasta el faro. Muy cerca se mecía una nave de unas cien toneladas, con dos palos que llevaban enormes velas latinas.

Una chalupa, que tripulaba seis hombres, esperaba varada en la playa.

—¡El amo! —anunció uno de los negros, indicando a Muley-el-Kadel, que había descabalgado y ayudaba a la duquesa a bajar del caballo.

Los seis hombres saludaron cortésmente, haciendo una reverencia y quitándose el fez.

—Conducidnos a bordo —dijo Muley-el-Kadel—. Yo soy el que ha fletado el navío.

11. En la galeota

La embarcación puesta a disposición de la duquesa de Éboli por el generoso turco era una soberbia galeota, nave empleada en aquella época por los navegantes del archipiélago griego, posiblemente apresada por los turcos, que se dedicaban a una auténtica piratería en los mares de levante.

Como ya hemos indicado, su desplazamiento no era superior a las cien toneladas. Sin embargo debía de ser muy ligera, por lo que se podía deducir de la amplitud de sus velas y de su esbelto casco. Iba armada fuertemente, teniendo en cuenta su tamaño, ya que llevaba dos culebrinas en cubierta y cuatro más en los costados de babor y estribor.

Todos los navíos de aquel tiempo tenían armamento a causa de que el Mediterráneo se encontraba lleno de piratas turcos, cuyas bases, desde donde se lanzaban a sus correrías, eran los puertos del Asia Menor, Egipto, Trípoli, Túnez y Marruecos.

En cuanto hubo puesto el pie en cubierta, el tío Stake examinó detenidamente la arboladura y a los tripulantes de la nave, quedando complacido.

—¡Cofas a prueba de culebrinas: soberbio velamen; marineros del archipiélago, en cuyo corazón todavía no debe de haber penetrado la luz del bandido de Mahoma; armamento magnífico! ¡Podemos enfrentarnos incluso con las galeras de Alí-Bajá! ¿No opinas lo mismo, Simón?

—¡Estupendo velero! —dijo simplemente el joven marinero—. ¡Haremos correr con él a Alí!

Muley-el-Kadel se había dirigido a la tripulación.

—¿Quién es el jefe aquí?

—Yo, señor —repuso un marino de larga barba y rostro de rasgos enérgicos—. El patrón me ha confiado a mi el mando de la nave.

—Entregarás el mando a este hombre —notificó el turco, indicando al tío Stake—, y tendrás como recompensa cincuenta cequíes.

—Me hallo a vuestras órdenes, señor. El patrón me ha mandado ponerme al servicio de quien se llama León de Damasco.

—Soy yo.

El griego hizo una profunda reverencia.

—Estas personas son cristianas —prosiguió el turco—. Has de obedecerlas igual que si mi boca fuese la que diera las órdenes. Respondo de cuanto pueda suceder, tratándose de una expedición que puede resultar arriesgada.

—De acuerdo, señor.

—Además, te advierto que responderás de tu lealtad con la cabeza, y si pretendieses hacer algún daño a los viajeros, sabré encontrar la forma de dar contigo y castigarte.

—Soy cristiano…

—Por esta razón te elegí, bien, como turco, no confío lo más mínimo en tu conversión. ¿Cuál es tu nombre?

—Nikola Stradiato.

—¡Me acordaré!

—¡Cuerpo de mil ballenas! —musitó el tío Stake, que había oído la conversación—. ¡Si yo fuese Mustafá, haría nombrar a este turco almirante de la flota mahometana! ¡Manda igual que un capitán y se expresa como un libro! ¡Siendo turco, resulta sorprendente! ¡Por lo menos, éste no tiene el cerebro de corcho!

Muley-el-Kadel se volvió hacia la duquesa y, tomándola por una mano, la condujo hasta la parte de proa, diciéndole:

—Ha terminado mi cometido, señora, y aquí os abandono. Yo soy otra vez el enemigo de los cristianos y vos el de los turcos.

—¡No habléis así, Muley-el-Kadel! —interrumpió la joven—. ¡Si vos os acordasteis de que me debíais la vida yo no olvidaré jamás de vuestra generosidad!

—Cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo.

—No. Mustafá no habría olvidado ser, primero que todo, musulmán.

—¡El visir es un tigre, pero yo soy el León de Damasco! —respondió con altivez el turco.

Y cambiando de tono continúo:

—No sé cómo acabará vuestra aventura, ni de qué forma vos, una mujer, podréis poner en libertad al vizconde Le Hussière. Temo que os vayáis a enfrentar con muchos peligros, sola ante mis compatriotas, que siempre desconfían de los extranjeros, suponiéndolos cristianos. A vuestro lado queda mi esclavo Ben-Tael, hombre fiel y tan valeroso como El-Kadur. Si en alguna ocasión estáis en peligro, mandad que venga en mi busca. ¡Por el Corán os juro que haré cuanto me sea posible en vuestro favor!

—Hace un momento me asegurasteis, Muley, que tornabais a ser enemigo de los cristianos.

—¡No queráis averiguar mi pensamiento, señora! —repuso el joven, en tanto que sus mejillas se encendían vivamente—. ¡No olvidaré con facilidad al capitán Tormenta!

—¿O a la duquesa de Éboli? —inquirió con cierta picardía la joven.

El hijo del bajá no respondió. Semejaba estar absorto en profundos pensamientos, hasta que, extendiendo de improviso la mano hacia la duquesa, exclamó:

—¡Adiós, señora, mas no para siempre! Confío en que algún día, antes que dejéis la isla para regresar a vuestro país, nos veremos otra vez.

Sin volver la cabeza cogió con rapidez la mano de la duquesa y, mientras suspiraba, añadió:

—¡Así lo quiera Alá!

Y sin pronunciar más palabras, se aferró a la escala de cuerda y descendió a la chalupa que aguardaba a estribor de la galeota.

La duquesa se quedó inmóvil y pensativa.

Al volverse, la chalupa alcazaba ya la costa.

Se encaminó a popa, donde el tío Stake y Nikola Stradiato esperaban sus instrucciones, y se encontró con El-Kadur que la contemplaba con tristeza.

—¿Qué quieres, El-Kadur? —le preguntó.

—¿Hemos de levar anclas? —inquirió el árabe con la voz temblorosa.

—Sí, vamos a zarpar al momento.

—¡Mejor es así!

—¿Qué pretendes dar a entender?

—¡Qué los turcos son más peligrosos que los cristianos y que debemos alejarnos de ellos! ¡Y especialmente los más peligrosos resultan… los «leones» turcos!

—¡Tal vez estés en lo cierto! —convino la duquesa, inclinando la cabeza.

Y volviéndose al tío Stake, que conversaba con el griego, ordenó:

—¡Levad anclas y desplegad las velas! ¡Es aconsejable que cuando despunte el alba nos encontremos a bastante distancia de aquí!

—¡Rápido, a la maniobra! —ordenó al tío Stake con fuerte voz—. ¡Preparados, hijos del archipiélago!

Los marineros desplegaron las velas, largaron las escotas y, asidos al cabrestante, levaron anclas.

La maniobra se llevó a efecto en breves minutos. La galeota, cuyos foques empezaban a tomar el viento, giró poco a poco sobre sí misma y, algo inclinada de babor, avanzó hacia la salida de la bahía, eludiendo los escollos cortados a pico.

Al cruzar frente al faro, la duquesa alzó la mirada y distinguió, inmóvil en la cima, un hombre a caballo. La luz del farol se reflejaba en su cota, haciendo centellear el metal.

—¡Muley-el-Kadel! —murmuró con un estremecimiento.

Como si intuyese que la duquesa había advertido su presencia, el León de Damasco hizo con la mano un ademán de despedida.

Precisamente en aquel momento se oyó gritar al tío Stake:

—¿Qué vas a hacer, árabe?

—¡Matar al turco! —repuso una voz que la duquesa reconoció al instante.

—¡El-Kadur! —exclamó ella—. ¿Qué locura piensas hacer?

—¡Lo mato, puesto que vos, señora, ya no le debéis ningún agradecimiento!

El árabe tenía en la mano una pistola de largo cañón y apuntaba al León de Damasco que continuaba inmóvil al pie del faro. El abismo se hallaba debajo de él, y, si una bala le alcanzase, nadie hubiera podido salvarle.

—¡Apaga la mecha de la pistola! —exclamó la duquesa.

El árabe tuvo un momento de incertidumbre. Una horrible expresión de odio y de fiereza demudaba su semblante.

—¡Permite que le mate, señora! —dijo—. ¡Es un enemigo de la cruz!

—¡Deja esa arma! ¡Obedece!

El-Kadur bajó la cabeza y, arrojando al mar la pistola, musitó:

—¡Obedezco, señora!

Y se dirigió lentamente hacia proa, sentándose sobre un rollo de cuerdas y escondiendo el rostro entre los pliegues del manto.

—¡Ese salvaje está demente, señora! —comentó el viejo Stake—. ¡Matar a ese magnífico hombre! ¿Ya ha olvidado ese trozo de pan moreno que sin la ayuda del turco nos encontraríamos ahora en la punta de un palo? ¡Qué escasamente agradecidos son esos bandoleros árabes!

—¡No digáis bobadas, Stake! —dijo la duquesa—. El-Kadur siempre ha sido algo extraño. Coged el timón y tened bien abiertos los ojos. Acaso fuera del puerto haya alguna galera de Alí-Bajá.

—Con este velero no debemos inquietarnos por esas pesadas naves, señora. Respondo de ello.

Y volviéndose hacia los griegos, ordenó:

—¡Eh! ¡Largad las escotas! ¡Venga, rápido! ¡Quiero que ésta sea una noche tranquila!

La duquesa había vuelto su mirada hacia el faro, que se encontraba ya a unos doscientos o trescientos pasos, a cuya luz se observaba, aún inmóvil, la figura de Muley-el-Kadel.

En aquel instante la galeota, cuya rapidez aumentaba gracias a la corriente, dio la vuelta a la última escollera, y la figura del León de Damasco se perdió de vista. El mar era azotado por una fresca brisa de levante, que rizaba la superficie de las aguas.

El tío Stake y Simón conducían la ligera nave, en tanto que Perpignano revisaba las culebrinas.

Acodada en la borda, la duquesa seguía mirando hacia el faro, cuya luz relucía como un punto luminoso en la oscuridad.

La galeota se comportaba como un buen velero y acrecía la velocidad a tenor que se iba alejando de la costa. Se apartó un par de millas de tierra para no chocar con las escolleras que rodean la isla de Chipre y puso rumbo en dirección al castillo de Hussif, que ya no debía de encontrarse a mucha distancia.

—Señor —preguntó Nikola dirigiéndose en tono respetuoso a la duquesa—, ¿sois únicamente vos quien habéis de darme las órdenes?

—Sí —contestó la joven.

—¿Queréis llegar al castillo durante la noche o por el día?

—¿Cuándo llegaremos?

—El viento es favorable. De aquí a diez horas anclaremos en la ensenada de Hussif.

—¿Estáis enterados de sí hay allí cautivos cristianos?

—Eso aseguran.

—¿Y que entre ellos hay un caballero francés?

—Es posible, señor.

—Llamadme señora, ya que soy mujer.

El griego no hizo el menor gesto de asombro. Sin duda lo sabía ya, bien por el tío Stake, bien por los esclavos de Muley-el-Kadel que fletaron el velero.

—Como os plazca, señora —contestó.

—¿Conocéis el castillo?

—Sí, ya que estuve cautivo en ese lugar.

—¿Quién manda allí?

—La sobrina de Alí-Bajá.

—¿Sobrina del almirante turco?

—Sí, señora.

—¿Cómo es esa mujer?

—Hermosísima, muy enérgica y despiadada con los presos cristianos. Me castigó a no comer durante seis dias por contestarle de mala manera y me hizo dar una paliza de la que todavía conservo las señales, aunque han pasado siete meses.

—¡Infortunado Le Hussière! —murmuró la duquesa—. ¿Cómo habrá podido doblegarse, tan orgulloso y tan intolerante?

Y tras un breve silencio, preguntó:

—¿Podremos penetrar en el castillo simulando ser emisarios de Muley-el-Kadel?

—Tendréis que afrontar un gran riesgo, señora —repuso el griego—. No obstante, me parece que no hay otra forma de entrar en él.

—¿Podremos llegar sin tener molestos encuentros?

—Es dudoso, señora. Es posible que en la ensenada hay alguna galera del bajá y que su comandante nos detenga para averiguar quiénes somos, de dónde llegamos, qué pretendemos y muchas cosas más.

—¿Está muy distante del mar, el castillo?

—Unas pocas millas, señora.

—Si tropezásemos con la nave que teméis, la atacaremos y la hundiremos —contestó con firme determinación la duquesa—. Estamos dispuestos a lo que sea, y me parece que vos no desaprovecharíais la oportunidad de vengar los sufrimientos que os han hecho padecer los turcos —añadió la joven.

—Contad con nosotros — repuso el griego—. Al renegado se le mira peor que al esclavo, ya que los turcos le desprecian y es objeto de escarnio para los cristianos. ¡Personalmente prefiero la muerte a continuar en esta miserable vida! Desde el momento que para salvarme del palo y de los despiadados tratos de los turcos renegué de la cruz, nadie me ha proporcionado la menor ayuda, y eso que me porté con valor en Negroponto y en Candía.

Se advertía en la voz del griego tal tono de dolor que la duquesa, conmovida, le alargó la diestra, diciendo:

—¡Estrechad la mano que os ofrece el capitán Tormenta!

El renegado hizo un gesto de asombro.

—¡El capitán Tormenta! —exclamó—. ¡Vos sois el héroe que derrotó al León de Damasco! ¡Una mujer!

El griego le había tomado la mano y se la besaba.

—¡Otra vez soy cristiano y hombre libre! —dijo—. ¡Señora, mi vida está a vuestra disposición!

—Haré lo posible porque no la perdáis, Nikola —respondió la duquesa—. Ya son demasiados los cristianos muertos en esta infortunada guerra para que se sacrifiquen todavía otros más.

En aquel instante se aproximó el tío Stake, moviéndose de la misma manera que un oso.

—¡Algún entrometido se pasea por el mar! —informó.

—¿Qué pretendes decir? —inquirió la duquesa.

—Hace un rato descubrí un par de puntos luminosos en el horizonte.

—Ya nos encontramos en aguas de Hussif —dijo el griego—. ¿Habrá tal vez en la bahía alguna galera del bajá?

Y mirando hacia el horizonte añadió, luego de un rato de silencio:

—Sí. Es una nave que vigila la bahía. ¿Habrán advertido a la sobrina del bajá de nuestras intenciones?

—Solamente Muley-el-Kadel está informado de ellas y me parece que no es hombre capaz de traicionarnos luego de haber dado muestras de tan gran generosidad —contestó la duquesa.

—Por la altura de las luces, ¿qué sacáis en claro? —inquirió el griego, dirigiéndose al tío Stake.

—Todavía nos encontramos a mucha distancia para poder opinar acertadamente —repuso el tío Stake—. No obstante, considero que no se debe tratar de una galera.

—¿Qué hemos de hacer? —interrogó la duquesa.

—Seguir nuestro rumbo. Nuestra galeota es un buen velero y no se dejará dar alcance. Si observamos cualquier peligro, viraremos de bordo y nos alejaremos de la costa.

—Por si acaso ordenaré cargar las culebrinas —intervino Perpignano, que se había acercado al grupo—. ¿Hay en la nave algún artillero que pueda ayudarme?

—Todos son soldados —repuso el griego— y conocen lo mismo el manejo del arcabuz que el del cañón, ya que han combatido todos en Rodas y Candía con los venecianos.

—Acompañadme al puente: desde allí veremos mejor.

—Yo entretanto haré que El-Kadur prepare las armas —dijo la duquesa—. ¡Tenemos que estar preparados!

La galeota, diestramente pilotada por Nikola, que se hallaba otra vez ante la barra del timón, prosiguió su rumbo en dirección a la rada, formada por una península, semicircular, que avanzaba hacia el mar.

En el horizonte se distinguían confusamente elevadas montañas.

El tío Stake continuaba contemplando los dos puntos luminosos, que permanecían inmóviles, como si la nave, luego de corto crucero por el mar, hubiera anclado en las proximidades de la costa.

—Se encuentran muy bajas —dijo por último—. No puede tratarse de una galera. ¡Sería capaz de apostar un cequí contra una cabeza turca! ¡Nikola, que apaguen nuestros fuegos!

—Están tapándolos con un trozo de lona.

—¿Nos introduciremos en la rada?

—Observemos antes con quién habremos de combatir, señora —repuso el griego.

—¡Aproximaos con lentitud, tío Stake!

Se disponía el contramaestre a mandar que recogieran las velas cuando un relámpago brotó desde la rada y a continuación se escuchó un gran estampido.

El tío Stake, Perpignano y Nikola escucharon atentamente, pero no percibieron el típico silbido del proyectil.

—¡Nos recomiendan que nos marchemos! —observó el tío Stake—. ¡Ya nos han descubierto!

—¡Y yo he distinguido qué tipo de nave es la que nos advierte! —informó el griego.

—¿Una galera?

—No. Es una carabela, que no contará con una tripulación de más de doce turcos.

—¡Buena oportunidad para entrar! —exclamó el tío Stake—. ¿Suponéis, Nikola, que esos hombres nos permitirán desembarcar?

—¡Hum! ¡Tengo mis dudas! Desearán averiguar quiénes somos y nos interrogarán larga y peligrosamente.

—Así, ¿qué podemos hacer? —inquirió la duquesa.

—Lanzarnos al abordaje con nuestra chalupa y apresarlos —contestó con acento decidido el griego.

—¿Seremos lo bastante numerosos?

—Vamos a dejar aquí sólo dos hombres, señora. Son suficientes para vigilar la galeota. Simularemos obedecer y salir a alta mar.

La nave viró velozmente, en tanto que los marineros ponían al descubierto por un momento los fanales, y avanzó en dirección al promontorio para dar a entender a los turcos de la carabela que no deseaban exponerse a los disparos de sus cañones.

Sin embargo, en cuanto se puso fuera del alcance de ellos, echó anclas y se lanzaron dos chalupas al mar. Todos se hallaban ya preparados. Iban armados con arcabuces, pistolas y armas blancas.

—Vos, tío Stake, conducid la primera; conmigo, Perpignano, El-Kadur y seis hombres —dijo la duquesa—. Y vos, Nikola, dirigid la segunda con cuatro hombres. ¡Abordaremos de improviso y no dispararéis hasta que lleguemos al costado de la carabela!

Descendieron a las chalupas y se alejaron sigilosamente en dirección a la ensenada, decididos a hacerse con la nave enemiga.

12. El asalto a la carabela

Tras el disparo de culebrina, la tripulación de la carabela no había vuelto a dar indicios de vida.

Los hombres que se hallaban de guardia, seguros de que aquel disparo había sido suficiente para hacer variar el rumbo de la galeota, debían de haberse acostado de nuevo en las lonas tendidas sobre cubierta, continuando su interrumpida conversación.

Ambas chalupas, distanciadas un par de brazas una de otra y prestas a atacar por los dos lados a los turcos, avanzaban siempre en silencio y remaban con extrema cautela.

Puesto en pie sobre el banco de popa, el tío Stake contemplaba con toda atención las tinieblas.

—¡Es raro! —comentó—. ¡No observo los fanales de la carabela!

—En efecto. No distingo sino tinieblas en torno nuestro —respondió la duquesa.

—Señor teniente, vos que os encontráis a proa, ¿veis los fanales?

—No —repuso Perpignano.

—¡No obstante, por aquí no hay escolleras! —murmuró el tío Stake—. ¿Acaso esos endiablados turcos en lugar de dejarse coger desprevenidos pretenderán sorprendernos? Es más sencillo que nosotros veamos la carabela, a que se fijen en nosotros los hombre de guardia. ¡Comprobemos si Nikola nos sigue!

Se volvió, forzando la vista en dirección a la nada. Una tenue línea oscura se observaba a un centenar de metros.

Alrededor brillaban sutiles puntos luminosos, igual que si los remos removiesen agua llena de moluscos fosforescentes.

—¿Nos delatarán las noctilucas? —comentó, preocupado, el tío Stake—. ¡Incluso los moluscos del Mediterráneo se han aliado con Mahoma y sus devotos!

Y alzando algo la voz agregó:

—¡Siempre adelante, muchachos! ¡Cuando nos encontremos en la ensenada veremos si esos pajarracos nos están esperando o si han apagado los fanales para dormir con mayor tranquilidad!

La chalupa, que interrumpió su avance para que el contramaestre pudiera hacer su examen con precisión, continuó su marcha sigilosamente en dirección a la rada de Hussif.

—Tío Stake —preguntó la duquesa—, ¿no sería más aconsejable que procuráramos desembarcar sin ser vistos?

—Los turcos descubrirían enseguida la galeota y, siendo más numerosos, se apoderarían de ella. ¿Qué podrían hacer el par de griegos que la vigilan?

—Es verdad.

—Por otra parte, nosotros necesitamos siempre tener una nave. Si el golpe no saliese bien, nos sería imposible permanecer en las costas de Chipre ni una hora. Nos hallamos en peligro de ser empalados, y tal clase de muerte os garantizo que no me parece atractiva. He visto a un pobre renegado soportarla, y aquellos dos días de horrible agonía me hicieron tan grande impresión que no la olvidaré nunca, a pesar de que viviese mil años, igual que las ballenas.

—Se asegura que es el más cruel de los tormentos turcos.

—¡Notar cómo el cuerpo es atravesado por un palo en punta, como un pájaro a quien clavan en el asador, no debe de ser cosa seductora, señora! Agregad a eso que el torturado puede conservar la vida en esta situación hasta tres días y que esos perros turcos, para hacer más grandes los sufrimientos, les untan el cuerpo con miel con el objeto de que las moscas y las abejas los atormenten.

—¡Canallas!

—Son verdaderos miserables, señora, dignos de Mahoma.

—Pero ése no era tan despiadado.

—¡No, pero era un perro sarnoso! —respondió el contramaestre—. ¡Alto, muchachos!

—¿Qué sucede, tío Stake? —inquirió Perpignano, yendo a popa.

—La carabela no se encuentra ni a dos codos de distancia.

—¿La abordamos?

—Aguardemos a Nikola. Si el instante supremo nos falta su colaboración, podemos fracasar. No debe hallarse a mucha distancia.

Abandonó la barra del timón y, mirando en torno suyo, emitió un silbido flojo.

Al poco rato se oyó otro muy parecido.

—¡Aguardémosle! —dijo el tío Stake—. ¡Nikola se ha dado cuenta de que precisamos su ayuda!

La chalupa del griego, que marchaba lentamente para que el rumor de los remos no fuera percibido por los turcos, se aproximó a la del tío Stake al poco tiempo.

—¿Por qué os habéis detenido? —indagó Nikola.

—¡Por cien mil tiburones! ¡Los turcos han apagado las luces y yo no poseo los ojos de un gato! —repuso el tío Stake.

—Ya lo he observado, y considero que así es mejor para nosotros —adujo el griego—. Los sorprenderemos con más facilidad. ¿Distinguís la carabela?

—Sí, confusamente.

—Prosigamos entonces el avance hacia ella.

—Deseo averiguar primero por dónde pensáis abordarla.

—Por la parte de popa.

—En tal caso nosotros lo haremos por la proa, siempre que la encuentre. ¡Las tinieblas y las noctilucas se han unido a favor de esos perros musulmanes!

—¡Tened los ojos un poco abiertos, tío Stake!

—¡Por mil diablos! ¡Si los tengo más abiertos que ventanas!

—¡Abridlos algo más!

—¡Me tendréis que dar en tal caso dos ojos de mayor tamaño que la cúpula de santa Sofía!

—Bien: ¿os ponéis en movimiento?

—¡Adelante!

—¡Directo a la proa, tío Stake!

—¡Y vos a popa! ¡Pillaremos al turco entre dos fuegos!

—¡Ojo con la escollera!

—¡Intentaré evitarla! —contestó el tío Stake—. Debéis saber que tengo muy buen oído y distingo el romper de la ola.

—¡Adiós y tened listas las armas! —concluyó Nikola.

La chalupa viró de bordo, y se desvaneció en las tinieblas.

—¡Ése es un griego con buena sangre en las venas! —comentó el tío Stake—. ¡Si en alguna ocasión me hacen almirante, le nombraré capitán de galera! ¡Adelante, muchachos!

La chalupa continuó su rumbo, siempre avanzando con cautela, en dirección a la oscura forma que se advertía en la ensenada.

Parecía como si tras el disparo de culebrina los turcos se hubiesen dormido, puesto que no se escuchaba ni una voz en cubierta. Únicamente el timón de la carabela, movida a impulsos de la resaca, rechinaba en sus goznes, llenos de moho por el agua del mar.

El tío Stake, siempre alerta, prestaba atención al ruido de las olas al chocar contra las escolleras, tan agudas como lanzas.

Conducir la embarcación por entre aquellos obstáculos que casi no se divisaban no resultaba tarea sencilla.

De improviso, una sorda exclamación brotó de los labios del contramaestre.

—¿Qué sucede, tío Stake? —inquirió la duquesa.

—¿No distinguís aquel punto luminoso que se mece sobre las aguas?

—¿Es algún pez fosforescente?

—No, señora.

—¿Qué es, entonces?

—¡Semeja una tablilla o un corcho, o algo parecido, con un trozo de vela encima!

—¿Encendida por quién?

—¡Por los turcos, señora, sin la menor duda!

—¿Y qué significa?

—¡Qué esos perros pretenden descubrirnos! ¡No seré yo tan necio que me aproxime a esa luz para lograr que vean la chalupa y nos reciban con una bala de culebrina! ¡Los bribones están vigilando y seguramente han imaginado que tratamos de dar algún golpe de mano! ¡Qué Mahoma los ayude! ¡Pero ni pensarlo! ¡Esos haraganes son incapaces de nada! ¡Muchachos, al ataque! ¡Rápido, al abordaje!

La duquesa, El-Kadur y Perpignano habían desenvainado las cimitarras.

No distarían mucho más de diez pasos de la carabela y los turcos continuaban, al parecer, sin percibir nada.

El tío Stake hizo avanzar la chalupa con más rapidez y con un veloz cambio de ruta se precipitó contra el costado de estribor del barco turco. Aferrarse a la borda, salvarla de un salto y presentarse en cubierta fue cosa de un instante.

Un hombre que se hallaba apoyado en el palo mayor, viendo surgir de súbito a un desconocido, gritó alarmado:

—¡A las armas!

El puño de hierro del contramaestre se abatió igual que una maza, con sordo ruido, sobre la cabeza del turco, quien se derrumbó como alcanzado por el rayo. Pero su exclamación había sido escuchada por sus compañeros.

—¡Perro infiel! —gritó con frío acento el contramaestre, apuntándole al instante con una pistola, cuya mecha se hallaba ya encendida—. Te prevengo que, si ofreces resistencia, te mato igual que a un leproso. ¡Baja esa arma!

El turco, un joven de unos veinticinco años, que parecía asombrado ante aquella irrupción y semejante amenaza, permaneció silencioso.

Mientras tanto el capitán Tormenta, Perpignano, El-Kadur y los griegos, abandonando los remos y empuñando los arcabuces, habían aprovechado aquel instante de estupefacción general para irrumpir en la carabela y amenazar a los tripulantes, que salían en aquel momento de los camarotes de proa. El capitán Tormenta se precipitó hacia el capitán con la cimitarra alzada, presto a asestar un golpe mortal.

—¿Habéis oído las palabras de ese hombre? —exclamó.

—¿Quién sois? —inquirió el turco.

En lugar de responder, el capitán Tormenta se volvió a Perpignano, ordenando:

—¡Enfrentaos a la tripulación y, si no rinden las armas, disparad!

Y contemplando al capitán de la carabela añadió, con un saludo burlón:

—Soy un capitán cristiano y os conmino a la rendición, si queréis poner a salvo vuestra vida y la de los tripulantes.

—¡Cristianos! —barbotó el turco, procurando esquivar la pistola del tío Stake y echándose hacia atrás de un salto.

El contramaestre lo aferró por un brazo, mientras decía:

—¡No, compañero; ni Mahoma puede escaparse teniéndole yo apresado! ¡Si vuelves a intentarlo, te obsequiaré con algo de mucha dureza que te enviará en busca de las huríes de tu paraíso, si eres capaz de encontrarlas!

—¿Imagináis que un turco se entrega a un cristiano? —rugió el comandante—. ¡Soltadme, o haré que os azoten como a perros!

—¿Por quién? —inquirió la duquesa.

—Por Alí-Bajá.

—¡Se encuentra a mucha distancia!

—Mañana puede estar aquí.

—¡Basta, charlatán! —exclamó el tío Stake—. ¡No hemos venido para discutir contigo, cabeza de leño! Tenemos otras cosas que llevar a cabo. ¿Te entregas? ¿Sí o no?

Con un súbito esfuerzo, el turco se zafó de la mano del contramaestre e intentó desenvainar la cimitarra. Pero fue a parar a las manos de El-Kadur, el cuál lo apretó de tal manera que le hizo lanzar una exclamación de dolor.

—¡Muy bien, árabe! —dijo el tío Stake con una sonrisa.

—¡A mí, marineros! —gritó el turco—. ¡Exterminad a estos cristianos! ¡El Profeta lo ordena!

Los diez turcos que constituían la tripulación de la carabela se disponían a trabar con los griegos, a cuyo frente iba Perpignano, una lucha desesperada, cuando escucharon detrás de ellos una voz que alentaba:

—¡Valor, amigo! ¡Aquí nos tenéis a nosotros, listos para exterminar musulmanes!

Era Nikola, que saltaba por el bauprés en compañía de sus cuatro hombres.

Al ver frente a ellos a los griegos de Perpignano, que se disponían a disparar a boca de jarro, y detrás nuevos enemigos, los turcos se detuvieron.

—¡Bajad las armas, miserables! —exclamó el griego, acercándose con la pistola en alto—. ¡Si dais un paso más, sois hombres muertos! ¡Avanzad vosotros y diponeos a atar a estos bandoleros!

Mientras tanto el comandante se encontraba en el suelo, aferrado por El-Kadur, quien le puso el yatagán sobre el pecho.

—Señora —preguntó—, ¿lo mato?

—¡Los prisioneros pueden ser útiles en toda ocasión y valen más vivos que muertos! —adujo el tío Stake—. ¿No es verdad, señora, que debemos conservarlos?

—¡Estáis en lo cierto! —afirmó la duquesa.

—¿Entonces, te rindes? —preguntó el árabe al turco.

—¡Alí-Bajá me vengará debidamente! —repuso el capitán, abandonando la cimitarra.

—¡Si te damos ocasión de avisarle —opinó el tío Stake—, cosa que veo un poco difícil!

—¡Ya pagaréis más tarde semejante atrevimiento!

—Te aguardamos en el Adriático o en la laguna veneciana. El canal Orfano está esperando precisamente turcos con una piedra atada al cuello.

—En resumen: ¿qué queréis hacer conmigo? —gritó el turco, con altivez.

—De momento, teneros detenido —contestó la duquesa—. Si fuéramos mahometanos, ahora ya no estaríais con vida. Agradeced a vuestro protector que seamos cristianos y vos turco. ¡El-Kadur, amarra a ese hombre y condúcele a la cámara de proa, donde lo alojarás!

—¡Y vos, mi teniente —dijo el tío Stake—, atad a esos infieles con cien brazas de esparto!

Viéndose cogida entre dos fuegos, la tripulación turca había rendido las armas, dándose cuenta de que una lucha tan desigual resultaría un fracaso. Los griegos se habían precipitado sobre los prisioneros, y éstos tal vez no hubieran conservado las orejas de no haberse interpuesto la duquesa y Perpignano. Una vez atados, fueron llevados a la cámara de proa y dejaron a la puerta dos hombres provistos de arcabuces.

—Señora —dijo Nikola a la duquesa—, la ensenada ya está libre. Podemos desembarcar sin que nadie nos moleste. Si lo deseáis, hacia el alba llegaremos ante el castillo de Hussif.

—¡Por Baco! —exclamó el tío Stake—. ¡No imaginaba yo que nuestro primer intento resultara tan sencillo! ¡Y sin efectuar un disparo! ¡La tentativa más difícil será la segunda!

—Tal vez menos de lo que suponéis —respondió la duquesa—. Aparentaremos ser emisarios de Muley-el-Kadel, con cualquier encargo para la sobrina del bajá. ¿Acaso no tenemos apariencia de turcos?

—Pero vos, señora, no sabéis hablar su idioma.

—Simularé ser árabe. ¿No son muy numerosos los árabes en el ejército de Mustafá? El-Kadur me ha enseñado esta lengua.

—¡Esta es una magnífica idea, que jamás se me hubiera ocurrido! —convino el tío Stake—. ¡Y un árabe muy bello, señora! No he visto nunca uno parecido ni tan hermoso. ¡No sé qué decir, pero si no tuviese tanta edad, os aseguro que mi cabeza en este momento se encontraría algo trastornada!

El-Kadur lo miró con ferocidad, aunque sin producir el menor efecto en el viejo marino, en tanto que la duquesa sonreía ante la ocurrencia del lobo de mar.

—¡Embarquemos! —dijo Nikola.

—¿Y esta nave? —preguntó la duquesa.

—Dos de nuestros hombres la guiarán hasta la galeota, señora. Será suficiente una vela para unirse a sus compañeros, y de esta manera podrán vigilar mejor a los turcos. ¡Vamos, señora! ¡Vos también, tío Stake!

—¿Quién nos conducirá hasta el castillo? —inquirió el contramaestre.

—Yo —respondió Nikola—. El alba no tardará en despuntar.

Dio algunas órdenes a los griegos que se hallaban vigilando en el camarote de proa, y luego todos bajaron a la chalupa.

—¡Hacia la playa! —exclamó Nikola—. Ya no hay nada que temer; aunque acudiera en su ayuda Alí-Bajá, sería demasiado tarde.

Ambas chalupas se apartaron de la carabela, que comenzaba a ponerse en movimiento, ya que los dos marineros de guardia acababan de izar una vela, y avanzaron en dirección a la costa.

La embarcación del tío Stake pasó en último lugar, sin chocar en ninguno de los numerosos escollos que la amagaban, y encalló en la arenosa tierra de la playa.

Al ruido ocasionado por los remos, que rozaban el fondo, una bandada de pájaros marinos alzó el vuelo y se desvaneció entre la oscuridad.

—¡Buen indicio! —comentó el tío Stake, mientras se frotaba las manos—. ¡Si por estos lugares hubiese turcos, estos pájaros no se habrían dormido sobre la arena!

—¡Desembarcad! —ordenó Nikola, cuya chalupa había encallado también.

La duquesa, Perpignano, El-Kadur y los griegos saltaron a la playa, luego de haber cogido los arcabuces. Nikola, que los había precedido, se había subido a una roca y contemplaba con todo detenimiento la llanura que se abría ante su vista y que semejaba ser muy quebrada.

No se advertía la menor luz entre las tinieblas, ni en la llanura, ni sobre las colinas rocosas que se hallaban en el extremo de la ensenada. De vez en cuando se oía a lo lejos el ladrido de un perro.

—No hay ningún vigilante por esa parte —anunció el griego cuando se encontró otra vez en la playa.

—¿A que hora podremos llegar ante el castillo? —inquirió la duquesa.

—De aquí a un par de horas —contestó Nikola.

—¿Aguardaremos hasta el alba?

—No es necesario, señora. Conozco el camino, que he recorrido en un millar de ocasiones llevando sobre mis espaldas quintales de maíz como esclavo, soportando los latigazos de los guardianes. ¡En aquel tiempo mi vida era espantosa!

—¿Nos ponemos en marcha?

—Sí; siempre que no estéis cansada.

—¡En marcha y en silencio!

La expedición se puso en camino y, atravesando las dunas, se adentró en la llanura, precedida por el griego, cuyos ojos parecían ser de gato.

—¡Qué demonio de hombre! —murmuraba el tío Stake—. ¡Estos griegos son realmente extraordinarios, cuando se trata de vengarse de los turcos! ¡Y yo que los consideraba blandos como el merengue!

—Sí, son valientes —repuso el joven marinero, que era cualquier cosa menos locuaz.

Mientras tanto, la duquesa y Perpignano conversaban en voz baja con Nikola para trazar su plan y ponerse totalmente de acuerdo con el objeto de no incurrir en alguna imprudencia que con toda seguridad les hubiera costado la vida.

—Para todos vosotros yo soy Hamid hijo del gobernador de Medina, ya que conozco el árabe —terminó de explicar la duquesa—, gran amigo de Muley-el-Kadel. Ben-Tael, el esclavo del generoso joven, se encargará de demostrar que, en realidad, soy mahometano y valeroso capitán.

—¿No pondréis en un compromiso al León de Damasco? —inquirió Nikola.

—Me dijo que si hacía falta utilizara su nombre —respondió la duquesa—. ¡Permitidme que sea yo solamente la que hable con la sobrina del bajá!

—Sí, señora —dijeron a un tiempo Nikola y Perpignano.

—Advertídselo a nuestros hombres. ¡Hemos de impedir la menor imprudencia!

—¡Anda de por medio el palo! —exclamó el griego—. La sobrina de Alí-Bajá es hermosa. Pero, tal como os he dicho, tiene fama de ser no menos despiadada que su tío en lo que se refiere a los cristianos.

—Intentaré amansar a ese tigre —dijo la duquesa la que parecía habérsele ocurrido una idea—. Confío absolutamente en el éxito de nuestro plan, precisamente por ser muy atrevido.

El griego se detuvo un instante para orientarse y prosiguieron la marcha por la llanura a través de un terreno quebrado y pedregoso. El tío Stake, más que nadie, maldecía sin cesar.

—¡Aún hay necios que afirman que se camina bien sobre la corteza terrestre! —exclamaba—. ¡Bien se ve que no han estado jamás en la cubierta de una galera, ni han gozado las delicias del balanceo! ¡Pueden irse al diablo Chipre, los turcos y los sectarios de Mahoma!

Sobre las cinco de la mañana comenzó a clarear.

—¿Lo veis, señora? —preguntó Nikola, indicando un sólido edificio situado en la cumbre de una colina.

—¿Se trata del castillo de Hussif?

—Sí, señora.

—¡Infortunado Le Hussière! ¡Se hallará en los subterráneos de alguna de esas lúgubres torres!

—¡Y debidamente encadenado, además! ¡La sobrina de Alí no se muestra muy hospitalaria con sus cautivos!

13. El castillo de Hussif

El castillo de Hussif era una de las fortalezas más imponentes de la reina Catalina Cornaro a fin de guarecer una considerable zona de la costa occidental de Chipre, para rechazar las continuas incursiones de los corsarios egipcios y turcos, que dominaban en todo el Mediterráneo oriental.

Había sido edificado sobre una colina que dominaba el mar, en un lugar de la roca cortado a pico, y en sus torres se emplazaron numerosas bocas de fuego.

Aquella fortaleza ofreció una obstinada resistencia a los turcos de Mustafá, y no se puede saber lo que hubiera aguantado todavía, a no ser por el auxilio prestado a aquél por Alí-Bajá y sus cien galeras.

Atacada desde el mar por el ininterrumpido bombardeo de ochocientas culebrinas, terminó siendo tomada por los cincuenta mil guerreros, que pasaron cuchillo a toda su guarnición.

Una vez que fueron restaurados lo mejor posible los deterioros ocasionados por los proyectiles, se puso al mando de ella a la sobrina del bajá, mujer joven y hermosísima, atrevida y valerosa, pero, en especial, acérrima enemiga de los cristianos, al igual que el gran sultán Selim II.

Al distinguir el castillo a las primeras luces de la mañana, la duquesa se sintió asaltada por la angustia. ¿Hallaría al caballero Le Hussière todavía con vida, o la cruel turca lo habría matado?

El-Kadur, que parecía haber adivinado la idea que atormentaba a su señora, se aproximó a ella, que se había detenido para contemplar el castillo.

—Piensas en el vizconde, ¿no es verdad? —preguntó.

—¡Sí, El-Kadur! —repuso la duquesa, con triste acento.

—¿Temes que la sobrina del bajá le haya mandado dar muerte?

—¿Qué haces para adivinar todo lo que pienso?

—El esclavo se habitúa a prever lo que su señora desea —contestó el árabe, con cierta amargura.

—¿Supones que aún está vivo?

—No lo habrían perdonado después de la conquista de Nicosia. Si le han traído aquí, significa que los turcos se han dado cuenta de que el vizconde representa un buen rescate. ¡En marcha, señora; pronto nos divisarán desde el castillo!

Se habían adentrado por una angosta senda, practicada en la misma roca, que bordeaba el mar, tan estrecha que unos pocos hombres valientes y resueltos hubieran podido enfrentarse allí a todo un ejército.

A sus pies se hallaba el abismo, en cuyo fondo bramaban con inmenso fragor las aguas del Mediterráneo.

Nikola avanzó con decisión, luego de haber suplicado a la duquesa que se aferrara a la muralla y no fijara la mirada en el mar, para eludir la sensación de vértigo.

Un turco que se hallaba de guardia en una de las torres, al observar aquel grupo armado, gritó:

—¡A las armas!

Una compañía de jenízaros, a cuyo frente iba un capitán de la marina otomana, avanzó por el puente tendido sobre los amplios fosos que circundaban el castillo.

—Somos amigos —advirtió Nikola, que hablaba a la perfección el turco y el árabe, haciendo ademanes a los jenízaros para que les dejaran de apuntar con los arcabuces.

—¿De dónde llegáis? —inquirió el capitán sin volver la cimitarra a su vaina.

—De Famagusta.

—¿Qué queréis?

—Tenemos la misión de escoltar al capitán Hamid, hijo del bajá de Medina.

—¿Dónde se encuentra?

—Aquí —dijo la duquesa en lengua árabe.

El turco la contempló con asombro y, haciéndole un saludo con la cimitarra, dijo:

—¡El Profeta conceda mil años de vida a ti y a tu padre! Haradja, la sobrina de Alí-Bajá, estará muy satisfecha de poderte ofrecer hospitalidad. Acompáñame, señor.

Y, señalando con un gesto a los acompañantes de la duquesa, inquirió:

—¿Todos son turcos?

—Sí.

Hizo un ademán a los jenízaros para que se marcharan y siguió a los recién llegados hasta el patio de honor del castillo, de estilo árabe, con enormes pilares de piedra, no demasiado deteriorados por los proyectiles turcos.

El turco hizo sentarse a la duquesa en una lujosa alfombra que ocupaba todo un ángulo indicando a la escolta que se diseminara a la sombra de grandes palmeras más allá de la columnata.

Cuatro esclavos negros le sirvieron en tazas de plata un magnífico y humeante moka, helado y dulces.

La duquesa, que había aprendido las costumbres orientales, bebió una taza de café, tomó medio dulce, y, cumplido aquel requisito, se sentó en un cojín y preguntó al turco, que aguardaba con respetuoso aspecto:

—¿Dónde se encuentra la sobrina del bajá? ¿Todavía está durmiendo?

—Haradja tiene por norma levantarse antes que sus guerreros.

—¿Por qué no ordenas que la llamen, puesto que sabes quién soy?

—No está aquí ahora —repuso el capitán, que también hablaba el árabe—. Hará una hora que salió para vigilar a los cristianos que utiliza en la pesca de sanguijuelas. Los numerosos enfermos de Famagusta las necesitan con gran apremio y la sangre cristiana parece agradar en gran manera a esos bichos.

—¿Cómo dices? —inquirió la duquesa, al tiempo que palidecía—. ¿Haradja emplea a los cristianos en la pesca de sanguijuelas?

—No hay otros moradores en esta zona. ¿Iba a hacer que sus guerreros se fueran desangrando lentamente? ¿Quién protegería en tal caso el castillo si los venecianos mandaran una escuadra? Es más razonable que mueran los cristianos, que, al fin y al cabo, son un impedimento y no llegarán jamás a pagar del todo sus pecados.

—¡Hacéis que mueran poco a poco! —exclamó la duquesa, que realizaba un gran esfuerzo de voluntad para reprimir su cólera.

—¡Naturalmente que acabarán por dejar la piel! —replicó el turco en tono indiferente—. Haradja no les deja ocasión para recuperar la sangre chupada por las sanguijuelas.

—A mí —agregó la duquesa—, si bien soy implacable enemigo de los cristianos, me parece eso una crueldad insólita que no honra en nada a una mujer.

—¡Qué se le va a hacer, señor! La sobrina del bajá así lo ordena, y como sus palabras son leyes, nadie es capaz de objetar nada, y yo menos que ninguno.

—¿Cuántos cautivos tenéis?

—Unos veinte.

—¿Todos de Nicosia?

—Sí, e incluso creo que todos son nobles.

—¿Los conocéis por sus nombres?

—A algunos, ciertamente.

—¿Se encuentra entre ellos un capitán llamado Le Hussière? —inquirió con tembloroso acento la duquesa.

—Le Hussière… —murmuró el turco—. ¡Ah, sí! ¿No es un caballero francés que estaba al servicio de la República de Venecia? Sí; está dedicándose a la pesca de sanguijuelas.

La duquesa se mordió los labios para reprimir la exclamación que iba a lanzar. Tras un breve silencio, que le fue preciso para recuperar su serenidad de costumbre, y secándose algunas gotas de frío sudor que bañaban su cara, añadió:

—Por ese gentilhombre he venido hasta aquí.

—¿Desean darle la libertad?

—Tengo la misión de conducirlo a Famagusta.

—¿Quién te lo ha ordenado?

—Muley-el-Kadel.

—¡El León de Damasco! —exclamó el capitán con un gesto de extrañeza—. ¿Por qué ese héroe entre los héroes puede interesarse por Le Hussière?

—No lo sé.

—No sé si la sobrina del bajá deseará entregar al prisionero. Me parece que está interesada por el detenido y, por otra parte, Muley-el-Kadel deberá pagar un importante rescate.

—El León de Damasco es lo bastante rico como para pagar la libertad de un cautivo.

—Tengo entendido que su padre es uno de los más notables personajes del Imperio, cuñado del sultán y dueño de incalculables riquezas.

—¿Cuándo regresará la sobrina de Alí? No me es posible permanecer aquí demasiado tiempo, ya que tengo mucho que hacer en Famagusta, y otro encargo que cumplir en nombre de Mustafá.

Luego de una breve pausa preguntó el turco:

—¿Deseas que te lleve hasta los estanques? Allí podrás ver a Haradja y a los prisioneros.

—¿Están muy lejos?

—A una media hora de distancia, a caballo. Disponemos de buenos corceles árabes, que están a tu disposición y a la de tu comitiva.

—De acuerdo —repuso la duquesa.

—Voy a escoger los mejores y haré que los ensillen —dijo el turco—. En unos minutos estarán preparados.

En cuanto hubo marchado para dar las pertinentes órdenes, Nikola y Perpignano se acercaron a la duquesa.

—¿Está el vizconde? —indagó el veneciano.

—Sí —respondió la joven—. Pero, ¿quién sabe en qué condiciones lo encontraremos?

—¿Por qué causa, señora?

—Ha ido con los demás cautivos a la pesca de sanguijuelas en los estanques.

—¡Miserables! —exclamó el griego, con acento amenazador.

—¿Es muy difícil esta pesca? —preguntó Perpignano.

—¡Decid espantosa, señor! Yo conozco algo de eso, ya que estuve unos pocos días en los estanques. Transcurrido un mes, los hombres se encuentran totalmente extenuados, febriles, sin poder ni mantenerse de pie. Todo su cuerpo es una completa llaga.

—¿Cómo es posible que la sobrina del bajá haya enviado a un caballero como el vizconde a morir entre las sanguijuelas? —exclamó, espantado, Perpignano.

—El capitán turco me lo ha asegurado —dijo con un sollozo la duquesa.

—¡Nosotros lo sacaremos de esta terrible vida! —exclamó el veneciano—. ¡Estamos decididos a recurrir a todos los medios, incluso a tomar la fortaleza! ¿No es así, Nikola?

El griego respondió con un movimiento de cabeza.

—Los turcos deben de ser aquí muy numerosos. No debemos de emplear la fuerza o ninguno de nosotros regresará con vida a la ensenada de Hussif.

Yo sé lo que he de hacer —medió la duquesa, que había recuperado todo su valor—. Pelearé con la sobrina del bajá y veremos quién triunfa: la mujer turca o la italiana.

—El León de Damasco nos ayuda, no hay que olvidarlo y cumplirá lo prometido.

Impacientes relinchos y el entrechocar de hierros interrumpieron sus palabras.

El capitán turco se acercaba, seguido de numerosos esclavos, que llevaban cogidos de la brida soberbios caballos de cabeza pequeña, crines muy largas y remos esbeltos, pero vigorosos.

—Estoy a tu disposición, señor —dijo el turco a la duquesa—. Hacia mediodía, en el momento de la plegaria, podemos hallarnos de vuelta para la comida. He mandado un mensajero a Haradja para advertirle tu visita de parte de Muley-el-Kadel y se te recibirá con los honores que corresponden a tu gran posición. Haradja acogerá con agrado a un emisario del León de Damasco.

—¿Lo conoce?

Una extraña sonrisa pasó momentáneamente por los labios del turco.

—¡Qué si lo conoce! —comentó a media voz—. ¡Me parece que por su causa no duerme!

—¿Tal vez lo ama?

—Eso se dice.

—¿Y él?

—Al parecer no presta atención a la sobrina del bajá.

—¡Ah! —exclamó la duquesa.

—¡A caballo, señor! Hallaremos a los cristianos en plena labor y será un espectáculo muy hermoso contemplar cómo saltan esos miserables en el agua por efecto de las mordeduras de las sanguijuelas. Haradja tuvo una excelente idea, que seguro que a mí no se me habría ocurrido.

—¡A mí se me está ocurriendo otra más buena —gruñó en voz baja el tío Stake, que entendía bastante la lengua turca—: y es oprimirte el pescuezo hasta hacer que te salgan cinco palmos de lengua, bestia de carga!

Un instante más tarde los emisarios abandonaban el castillo precedidos por el turco, y se adentraban por el interior de la isla.

(La narración de esta obra, sigue en El León de Damasco)


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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