Más difícil que la conquista es
guardar lo que se ha conquistado.
JULIO CÉSAR
Primera parte. En los junglares de la India
I. La columna infernal
—Saccaroa, ¿de dónde habrá sacado ese demonio de Sindhia tantos bandidos? Dos días hace que están saliendo de los bosques y junglares para detenernos, y, sin embargo, los hemos arrollado con cinco elefantes, cinco ametralladoras y cien carabinas, si es que todavía estas son cien, pues también hemos sufrido nosotros algunas pérdidas.
—Quieren impedir que lleguemos a Gauhati, señor Sandokán, para que no podamos unimos con el señor Yáñez, el maharajá blanco, vuestro hermano de la otra parte del océano.
—¿Y tú crees, Kammamuri, que esos mendigos serán capaces de detenernos? ¿Sabes qué nombre he puesto a la banda que conduzco en socorro de Yáñez? «La Columna infernal». ¡Oh, pasaremos, aunque sea a través de veinte mil hombres! Mucho tienen que aprender los indostanos de los malayos y dayakos. No he traído conmigo más que cien, pero escogidos con sumo cuidado; cien verdaderos tigres de Malasia, que, aunque sean mahometanos en el fondo, a una orden mía no dudarían en arrancar las barbas al gran Profeta, si se les presentase delante.
—Sé lo mucho que vales —dijo Kammamuri—. Dos veces he estado en Malasia, y siempre me has causado admiración. Pero yo también pertenezco a una de las razas más guerreras de la India.
—Sí; los maharatas siempre fueron muy valientes soldados y han dado harto que hacer a los ingleses. Bien lo sabe la Compañía de las Indias.
—Tenemos encima otra emboscada, señor Sandokán.
—Y será la tercera; pero la Columna infernal pasará, y, a pesar de todos los obstáculos, me reuniré con mi hermano blanco, con la princesita y el niño Soarez. No ha sido mala idea la que he tenido de traer conmigo ametralladoras. ¡Qué pronto despejan los junglares! ¿Estás seguro de que vuelven a atacamos?
—He oído las señales de esos bandidos, señor Sandokán. Se están reuniendo para darnos quizá el último ataque.
—¡Oh! Pues nosotros pasaremos.
La tarde agonizaba. Una luz casi sangrienta se extendía por las anchas llanuras de Bengala, cubiertas de junglares y por espeso boscaje de higueras, bananos, de mangos y de viejos tamarindos, cuyas ramas se doblaban bajo el peso de los frutos.
Una columna de hombres avanzaba rápidamente, abriéndose paso a lo largo del terraplén izquierdo de la vía férrea de Rangpur. Hallábase compuesta por cien magníficos elefantes coomareah, los más fuertes de las dos razas que existen en la India, pues son más corpulentos que los merghee: armados de robustos houdahs o castilletes, en cuya parte delantera se alzaba sobre un apoyo una ametralladora de veinticinco cañones dispuestos en forma de abanico. A los elefantes seguían cien jinetes montados sobre robustos caballos de raza inglesa.
Extraño era el aspecto de estos jinetes, pues no pertenecían a ninguna raza indostana. Mientras unos eran bajos y membrudos, con la piel oscura de reflejos aceitunados y transparencias marcadamente rojizas, y con ojos pequeños y negrísimos, otros, por el contrario, eran excesivamente altos, de color amarillento, formas casi perfectas, facciones hermosas y casi del todo proporcionadas, y ojos bien abiertos, grandes e inteligentes.
Cualquiera que hubiese poseído un profundo conocimiento de las regiones malayas, no habría dudado en clasificar a los primeros como malayos auténticos, y a los otros como dayakos de Borneo, dos razas que son exactamente iguales en ferocidad, audacia y valor indomable.
Quizá cabalgaban con algo de torpeza, pues toda aquella gente debía de estar más acostumbrada a montar sobre los rapidísimos paraos malayos; pero se sostenían bastante bien en la silla, y manejaban con vigor los caballos ingleses.
Todos iban formidablemente armados. Llevaban grandes carabinas marinas, usadas más para metralla que para proyectiles; pistones de largo cañón, y ciertos enormes y pesadísimos sables cuyas puntas terminaban en forma de gancho, armas terribles, fabricadas con un acero natural que sólo se encuentra en las minas de los Montes de Cristal del sultanato de Varauni, y que con un solo golpe hacen pedazos una cabeza. Eran los famosos kampilangs de los dayakos.
Sobre el primer elefante hallábanse dos hombres bien diferentes uno del otro. El uno, a quien ya conocemos, era Kammamuri, el endiablado maharata, el fidelísimo servidor de Tremal-Naik, el famoso cazador de la Jungla Negra.
El otro, que es el que realmente se hallaba sentado junto a la ametralladora, a punto siempre de dispararla, parecía a su vez un oriental del Extremo Oriente, a juzgar por el color de su piel, que tenía vagos matices aceitunados; por sus ojos negrísimos y ardientes, barba todavía negra a pesar de sus cincuenta y cinco años, y cabellos negros y rizados que le caían sobre la espalda.
Vestía una riquísima casaca de seda verde con alamares rojos y botones de oro; llevaba calzones largos de igual color y altas botas de piel amarilla y punta retorcida, como las de los usbekos del Turquestán, y de una larga faja de seda blanca le colgaba una magnífica cimitarra, cuya empuñadura, incrustada de diamantes y rubíes, debía de tener un valor incalculable.
Sobre el segundo elefante cabalgaban un viejo malayo de semblante arrugado y expresión feroz, y un hombre como de cuarenta años, de formas robustas, ojos azules defendidos por gafas de oro, cabellos muy rubios, y el color casi rosado, propio de los nacidos en los países septentrionales de Europa.
Vestía un traje blanco, de franela finísima, y llevaba en la cabeza una especie de yelmo de tela blanca, con un largo velo azul que le caía sobre la espalda.
No tenía, en verdad, aspecto guerrero, sino más bien el de un hombre de ciencia o un explorador.
Los otros tres proboscidios iban montados por malayos y por sus conductores o cornacs.
La columna se hallaba detenida en medio de un largo camino abierto entre los inmensos mangales que se extienden a lo largo de anchas lagunas, en cuyo interior se veían bullir gigantescos cocodrilos en busca de su presa. Debía de haber sufrido ya algunas pérdidas, si no de hombres, por lo menos de caballos, pues varios de estos llevaban dos jinetes en vez de uno.
A un silbido del cornac, habíase detenido el primer elefante, arrollando enseguida prudentemente su trompa entre los colmillos como si temiese el asalto imprevisto de algún tigre, y se había plantado sólidamente sobre sus enormes patas, lanzando un prolongado barrito.
El hombre vestido a la oriental se destocó el gran turbante de seda blanca, en cuya parte delantera resplandecía un diamante de inestimable valor, y en seguida se colocó detrás de la ametralladora, diciendo al cornac, que se había tendido por completo sobre el cuello del elefante:
—Sostén firme a la bestia.
—Bien, Sahib.
—Sufriremos otro ataque de esos viles chacales. ¡Y es ya el cuarto! ¿Cuántos son aun?
—Os lo he dicho ya, señor Sandokán —dijo el indostano que se sentaba a su lado y estaba cargando su carabina—. ¡Muchos!… Se dice que veinte mil.
El fiero bornés, pues no era realmente malayo, levantó los hombros y dijo:
—¡Lo mismo da! Pasaremos.
—Sin embargo, esos bandidos han tomado y saqueado Goalpara, derrotando a los dos mil montañeses de Sadhja, que acaudillaba el hijo de Khampur.
—Si los hubiese capitaneado el padre, Goalpara pertenecería aún a la rhaní, y por tanto a Yáñez. Además, nosotros somos los tigres de Mompracem, que tantas y tantas veces han vencido por mar y tierra a los ingleses; y estos, Kammamuri, se baten mejor que los indostanos.
—Pero no mejor que los maharatas, señor Sandokán. Verdad es que hemos perdido nuestra independencia; pero ¡cuántas madres inglesas han llorado a sus hijos muertos en la lejana India! ¡Cuántos han perecido en medio de los junglares, en mitad de las selvas, alrededor de las aldeas y ciudades!
—Calla, Kammamuri.
Entre los espesos mangales habíanse oído aullidos agudos, lúgubres, semejantes a los que lanza el lobo cuando recorre hambriento las montañas.
—Tú, que eres indostano, ¿crees que esos aullidos son de los chacales?
—No, aunque están hábilmente imitados —respondió Kammamuri.
—¿Estamos lejos de la capital?
—Solamente a seis o siete millas; pero me sorprende grandemente una cosa.
—¿Qué es ello?
—Que no veo las cúpulas de las pagodas y mezquitas. Y, sin embargo, el horizonte está todavía bien claro.
—¿Habrá Yáñez incendiado a Gauhati, viéndose perdido?
—Eso creo, señor Sandokán.
—¿Pero sabes dónde lo encontraremos?
—En la ciudad subterránea.
—¿Estará allí bien seguro?
—Unas pocas carabinas son suficientes para defender la entrada.
—Entonces, estoy tranquilo. ¿Siguen todavía las señales?
Púsose en pie, y volviéndose hacia los hombres que montaban los otros cuatro elefantes, gritó con voz tonante:
—¡Preparad las ametralladoras! Esto es un nuevo ataque.
Los jinetes se agruparon junto a los elefantes.
En aquel momento retumbaron varios disparos de fusil en medio de los mangales. Producían mucho estruendo, pero ningún daño, quizá porque las carabinas eran manejadas por gente más hecha a usar el tarwar y la lanza que las armas de fuego.
—¡Cornacs! —gritó Sandokán—. Lanzad a la carrera a los elefantes. Están ya habituados a la música que suena sobre sus lomos.
Los cinco gigantescos animales, escoltados por los jinetes, se lanzaron a medio galope, rugiendo espantosamente. No llevaban, sin embargo, la trompa enhiesta, por miedo a recibir algún balazo.
Las ametralladoras estaban preparadas. Sólo aguardaban para ser disparadas a que se dejasen ver los atacantes; pero los chacales de Sindhia, que habían experimentado ya el fuego de aquellas terribles máquinas de guerra, se guardaban bien de mostrarse.
Sin embargo, cuando los jinetes veían a alguno atravesar a todo correr los matorrales para unirse a sus compañeros o buscar mejor posición, hacían de cuando en cuando tronar sus enormes carabinas de mar, cargadas hasta la mitad del cañón de pequeños clavos de cobre. Estos disparos no siempre causaban la muerte, pero desembarazaban el terreno de asaltantes, los cuales no podían resistir las crueles heridas de aquel género nuevo de metralla, usado solamente por los piratas malayos.
Por espacio de un buen kilómetro, los cinco elefantes marcharon siempre a medio galope, y desembocaron por fin en la llanura, que se extiende al sur de la capital, limpia de bosques y junglares, por haberse destinado aquel terreno para arrozales.
Kammamuri lanzó de pronto un grito agudísimo.
—¡La capital ha desaparecido! Sólo veo la mezquita vieja que se alza junto a la entrada de la ciudad subterránea.
—En efecto, no se ven más que muros arruinados —respondió Sandokán—. Debe de haber sido un buen incendio, pues en Gauhati había templos, palacios y casas en gran número. ¿Se habrá abrasado también Yáñez? ¡Oh, Sindhia me pagaría bien cara la muerte de mi hermano blanco!
Se frunció su entrecejo, y sus ojos negrísimos lanzaron relámpagos terribles. No había aún envejecido el Tigre de Malasia.
—¿Me has oído, Kammamuri? —preguntó después de un breve silencio, interrumpido sólo por los barritos de los elefantes, que parecían tener en sus pulmones fuelles gigantescos.
—Si el maharajá ha tenido tiempo de refugiarse en las grandes cloacas, y de seguro lo habrá tenido, le encontraremos aún vivo.
Sandokán respiró largamente, como si le hubiesen quitado algún peso que le oprimiese el pecho, y en seguida añadió:
—¿Tú crees, pues, que estará a salvo?
—Sí, señor Sandokán.
—¿Y la princesa? ¿Y el pequeño Soarez a quien tanto deseo ver?
—Estarán con él, o los habrá enviado antes a las montañas. Bien sabéis cuán prudente es Yáñez.
—Sí; mucho más que yo; y si él no me hubiese contenido, quizá no estaría yo aún vivo. Vamos; parece que todo marcha bien. Sólo nos separan cuatro millas de esa mezquita, distancia que salvarán nuestros elefantes y caballos en un abrir y cerrar de ojos.
—Eso será si nos dejan tranquilos, señor Sandokán.
—Pues que nos presenten batalla esos chacales. Aunque sean muchos, muchísimos, estamos prontos a aceptarla.
—Allí, sin embargo, hay un peligro.
—¿Cuál?
—Que después nos sitiarán.
—¿Dentro de la ciudad subterránea?
—Sí, señor Sandokán.
—¿Falta el agua allí dentro?
—Hay demasiada.
—Entonces todo irá bien. Tendremos para comer cinco elefantes y casi cien caballos. Podremos resistir mucho tiempo.
—¿Y la leña?
—Mis hombres están acostumbrados incluso a comer la carne cruda; y además, si es menester, haremos furiosas salidas y nos proveeremos de leña. Basta, pues; ha llegado el momento de empezar otra conversación. ¿No los ves cómo corren a esconderse en las zanjas de los arrozales?
—Sí, señor Sandokán; y esos bribones son diez veces más que nosotros; y lo que es peor, entre ellos veo no pocos rajaputras.
—¡Ah, con qué facilidad se venden esos bravos rajaputras! —dijo Sandokán apretando los dientes—. Asestaremos contra ellos nuestras ametralladoras. Los demás, bien poco valen.
Por segunda vez se levantó y gritó a los cornacs:
—¡A galope! ¡Dirigíos hacia esa mezquita que veis allí!
Quinientos o seiscientos hombres, entre los cuales se hallaban no pocos rajaputras, saltaron sobre las márgenes de los arrozales, disparando a la desesperada.
De pronto, las cinco ametralladoras, tres hacia la derecha y dos a la izquierda, crepitaron, lanzando proyectiles en todas direcciones.
Al mismo tiempo los jinetes rompieron el fuego con sus enormes carabinas.
Pero aquel huracán de plomo y cobre no pareció espantar en extremo a los asaltantes, aunque muchos caían a cada instante muertos o heridos en las acequias de los arrozales.
Los chacales de Sindhia se lanzaban al ataque con valor desesperado, resueltos, según parecía, a impedir que aquella columna, venida del Sur, penetrase en la capital destruida o en la ciudad subterránea.
Arrojábanse con ímpetu salvaje en grandes grupos corriendo a la desbandada y aullando espantosamente. Atacaban por la derecha y por la izquierda, avanzando animosos y sin cesar de disparar, casi siempre sin éxito.
Sin embargo, la Columna infernal no se detenía. Avanzaba rápida, ametrallando continuamente a sus contrarios, mientras los jinetes daban de cuando en cuando furiosas cargas con los pesados kampilangs, que producían en los chacales de Sindhia heridas espantosas y casi siempre incurables.
Ante aquellos furiosos ataques desbandábanse los asaltantes y huían a través de los arrozales; pero no tardaban en volverse a agrupar en torno a los rajaputras, los únicos que osaban resistir y hacer uso de sus carabinas.
Entre los malayos caía de cuando en cuando alguno, al cual, sin embargo, no abandonaban sobre el campo de batalla sus compañeros, con la esperanza de poderlo todavía salvar.
Las cinco ametralladoras, manejadas por hombres hábiles, hacían verdaderos estragos, cuya mayor parte tocaba a los rajaputras, pues Sandokán sólo hacía fuego sobre ellos, bien persuadido de que eran las únicas tropas sólidas que tenía el exrajá.
Aquellos valientes mercenarios de terrible aspecto caían a montones en las márgenes de los arrozales; pero a pesar de todo procuraban reunir a los parias, faquires y brahmanes, gente toda desacostumbrada sin duda alguna a la guerra.
—Bien resisten, pero los venceremos —dijo Sandokán a Kammamuri, mientras manejaba su ametralladora.
—A no ser por los rajaputras, nuestra tarea estaría ya acabada; pero se engaña Sindhia si espera detenernos antes que lleguemos a la ciudad subterránea.
Las descargas se sucedían unas a otras con espantosa frecuencia, y los proyectiles silbaban entre los arrozales. Los jinetes, así malayos como dayakos, habían vuelto a agruparse alrededor de los elefantes, y disparaban sus enormes carabinas, dejando en paz sus kampilangs, enrojecidos ya por la sangre.
La vieja mezquita distaba sólo tres kilómetros. Sus cúpulas se dibujaban limpiamente sobre el fondo del cielo, que se había tornado azul oscuro por haberse escondido ya el sol bajo el horizonte.
Muchos eran los asaltantes; mas con todo eso no desesperaba Sandokán de arrollarlos, a pesar de las continuas y feroces embestidas de los chacales de Sindhia.
Había traído consigo muchas cajas de municiones, destinadas en su mayor parte a las ametralladoras, y no economizaba los proyectiles ni quería que los demás los economizasen.
—¡Ánimos! ¡Barramos a esta canalla! —gritaba—. Nosotros, que hemos vencido a los ingleses en cien batallas, ¿habremos de caer ante miserables parias?
Viendo que los atacantes, a pesar de las terribles pérdidas sufridas, volvían a agruparse en torno a los pocos rajaputras escapados al infernal fuego de las ametralladoras, volvióse hacia sus jinetes.
—¡Cargad sobre ellos con los kampilangs! —gritó—. ¡Despejadme el camino ahora que el terreno es más propicio!
Los elefantes habían dejado atrás los arrozales, y marchaban a todo galope por un llano vastísimo interrumpido solamente por grupos de bananos y escasos matorrales.
Malayos y dayakos esperaron a que las ametralladoras desordenasen al obstinado adversario, y enseguida cargaron furiosos, esgrimiendo con robusta mano sus pesadísimos sables.
La Columna infernal pasaba sobre los cuerpos de los chacales de Sindhia arrollándolo todo en su carrera.
Nada podía ya detenerla. Habrían sido necesarias todas las tropas del exrajá, las cuales se hallaban quizá desparramadas alrededor de la vasta ciudad destruida, y ocupadas en remover las cenizas de mezquitas, pagodas, palacios y bungalows, con la esperanza de encontrar oro y plata.
Los elefantes, enardecidos por todos aquellos gritos y disparos, y enfurecidos tal vez por alguna herida, habíanse lanzado en desenfrenada carrera, barritando espantosamente.
Aquellos cinco gigantes, montados por hombres que parecían invulnerables, y cuyas ametralladoras sembraban por todas partes la muerte, causaban verdadero terror.
Los chacales de Sindhia, desordenados ya por la última carga, y aterrorizados por aquellos disparos que se sucedían sin tregua y derribaban grupos de hombres, no osaban oponer resistencia alguna, sobre todo no siéndoles ya propicio el terreno.
Huían por todas partes, más veloces que nilgós, y hasta tirando las carabinas para correr más ligeros.
Los mismos rajaputras, espantados por aquella carnicería causada por las ametralladoras, ya no resistían. Huían ante la Columna infernal.
—Ya era tiempo de que se quitasen de en medio —dijo Sandokán, disparando por última vez su ametralladora sobre los fugitivos—. Sin duda nos tomaban por conejos.
Levantó la voz y gritó:
—¡Acelerad el paso, cornacs! ¡Estamos ya a pocos pasos de un refugio seguro!
—Ahora dejadme a mí la dirección de los elefantes —dijo Kammamuri—. Sólo yo conozco el camino.
—¿Podrán entrar los animales? —preguntó Sandokán.
—La bóveda es tan vasta que permite la entrada hasta a un pequeño ejército; además, las dos márgenes son anchísimas. Caballos y elefantes podrán avanzar sin riesgo alguno de caer en las aguas fangosas de la corriente.
—Sin embargo, necesitaremos antorchas.
—Tenemos un cajón lleno. Y precisamente está debajo de tus pies.
El maharata rompió las tablas con dos culatazos de su carabina; cogió una de las teas, y encendiéndola al punto, gritó a los cornacs:
—Seguid siempre a mi elefante, y yo respondo de todo. Procurad que ningún animal se desvíe cuando hayamos entrado en la ciudad subterránea.
Junto a la mezquita vieja, una turba compuesta de parias, faquires o bandidos; intentó el último asalto para detener a la Columna infernal, antes que penetrase bajo las tenebrosas bóvedas de la gran cloaca; mas no era de temer que opusiesen larga y enconada resistencia.
Por vez postrera volvieron a tronar las ametralladoras, derribando filas enteras de combatientes; y enseguida los cinco elefantes y los cien jinetes desaparecieron bajo la gigantesca arcada, corriendo sobre una de sus márgenes.
La antorcha de Kammamuri servía a todos de faro.
Al cabo de un rato, resonaron varias voces en las tinieblas:
—¿Quién va ahí? ¿Quiénes sois?
—¡Somos los tigres de Mompracem! —gritó Sandokán con voz potente—. ¡No hagáis fuego!
—¡Ya era hora de que llegases! —gritó una voz.
—¡Oh! ¿Eres tú, Yáñez? —preguntó Sandokán—. ¡Cuánto me alegro de haber llegado a tiempo de salvarte!
Un grupo de hombres avanzaba agitando dos antorchas. Precedíales un europeo de larga y rizosa barba, gallardo aspecto y vestido por completo de finísima franela blanca.
Al lado de este hombre venía un indostano de correctas facciones, piel ligeramente bronceada y negrísimos ojos, y con un traje mezcla de cipayo y rajaputra.
Estos personajes eran Yáñez, el maharajá de Assam, a quien conocemos muy bien, y su fiel compañero Tremal-Naik, el famoso cazador de la Jungla Negra.
Detrás venían trece hombres, todos indostanos y armados de carabinas y de tarwar, armas de poca eficacia en un combate con malayos y dayakos, que se servían a su vez, como hemos dicho, de enormes y pesadísimos sables, o sea los formidables kampilangs.
Kammamuri había hecho detenerse al primer elefante, y arrojado la escala de cuerda.
De un salto, Sandokán, el terrible pirata malayo, bajó a tierra y abrió los brazos, gritando:
—¡Los dos a mis brazos, mis viejos amigos!
El maharajá y el indostano se precipitaron sobre él, estrechándolo fuertemente.
—Basta por ahora —dijo Sandokán—. ¿Están a salvo la princesa y el niño?
—Sí —respondió Yáñez—. Antes de destruir mi capital envié a los dos entre los montañeses de Sadhja.
—¡Saccaroa…! Ya he visto al acercarme aquí que no quedaban pagodas, palacios ni edificios. Todos dicen que yo soy terrible, pero tú no lo eres menos.
—¿Por ventura no soy tu hermano blanco? —dijo Yáñez riendo.
—Es verdad. Casi me había olvidado. ¿Sabes que hace tres larguísimos años que no nos vemos?
Después, volviéndose hacia Tremal-Naik, le preguntó:
—¿Y tu hija Damna? ¿Y su marido, el valiente sir Moreland? ¿Están aquí?
—Nada de eso. Continúan navegando, y ahora están en el océano Pacífico.
—Y hacen bien, a mi juicio, en mantenerse lejos de la India —dijo Sandokán—. Todavía no han sido los thugs destruidos del todo, y esos canallas son muy vengativos.
Después miró a su amigo blanco, sonriendo.
—¿Conque ya no eres tú el maharajá, mi pobre amigo?
—Poco a poco, Sandokán —respondió Yáñez—; todavía tengo un pie dentro del reino, y además, aún me son fieles los montañeses.
—En cambio, esos canallas de rajaputras te han traicionado todos. Ya me lo ha dicho Kammamuri.
—De mil, no queda más que uno.
—Al venir aquí hemos matado bastantes de esos traidores mercenarios, y siento por ellos verdadero odio.
—Lo mismo me pasa a mí —dijo Yáñez—. Si no me hubiesen abandonado, no habría podido Sindhia volver a pisar tierra de Assam. Toda la canalla que ha reunido, se habría dispersado enseguida.
—¿Has perdido, por ahora, las dos ciudades mayores del Imperio?
—Y quizá hayan caído también otras en poder de esos bribones. Hace veintiséis días que estoy aquí como prisionero, y no he recibido noticia alguna de fuera.
Sandokán le miró con estupor.
—¿Cómo puedes haber resistido tanto tiempo el calor infernal que hace aquí dentro? ¡Te has debido de cocer como un pan de sagú!
—Esta altísima temperatura se ha desarrollado hace cinco o seis días. En un principio parecía que las inmensas bóvedas de las cloacas no sentían en manera alguna el incendio que ardía sobre ellas destruyendo mi capital. Después, poco a poco, se han ido calentando.
—¿No se derrumbarán sobre nuestras cabezas?
—No lo creo. Los mogoles eran muy buenos arquitectos. Puede ser que muchas galerías y rotondas estén ruinosas. Pero nosotros no pasaremos por ellas. Sería muy peligroso.
—¿Y el agua, falta?… Veo aquí un largo río pestilente que corre junto a la margen. Pero no seré yo, en verdad, quien apague mi sed en este caldo.
—Hemos encontrado un pequeño manantial, que nos provee de agua en abundancia.
—¿Y cuántos víveres tenéis? —preguntó Sandokán.
—Has de saber, amigo, que desde que nos refugiamos aquí, no hemos hecho otra cosa que asar topos, pues no tuvimos tiempo de traernos ni siquiera una caja de bizcochos.
—¡Pobres topos! ¡Cuántos habréis destruido! ¡Centenares y centenares!
—Pero ahora andábamos ya a puñetazos con el hambre, pues todos los roedores, espantados, nos han abandonado como unos bellacos.
—No les falta razón —dijo Sandokán sonriendo—. A nadie le gusta acabar sus días en un asador.
En aquel punto, hacia la entrada de la gran cloaca, oyéronse retumbar varios disparos, cuyo estruendo se extendió como un trueno por las innumerables galerías.
Sandokán hizo un gesto de cólera.
—¡Oh! —exclamó—. ¿También aquí se atreven a atacarnos esos bandidos o chacales? Poco a poco, amigos. Vais a recibir unas cuantas lecciones.
Después, alzando la voz y volviéndose hacia sus hombres, que se mantenían aún sobre sus sillas y habían encendido varias antorchas, les dijo:
—Quitad las ametralladoras de los castilletes y llevadlas, con una escolta de cincuenta hombres, a la salida de esta inmensa cloaca. Los elefantes se quedarán por ahora aquí. Más tarde podrán sernos extraordinariamente útiles. No ahorréis municiones. Las tenemos en abundancia.
Veinticinco dayakos y otros tantos malayos saltaron a tierra, y después de confiar los caballos a sus compañeros, se agruparon en torno a los elefantes, a los cuales habían hecho arrodillar los cornacs; cogieron las cinco terribles máquinas de guerra y se alejaron a toda prisa a lo largo de la alcantarilla.
—Siempre están tus hombres listos como ardillas y jamás vacilan —dijo Yáñez suspirando.
—Di más bien nuestros hombres, ya que durante largos años han combatido a tu lado. Si yo soy el «Tigre de Malasia», tú serás el «Tigre Blanco de Mompracem», y a ti te pertenecen esos valientes, que tantas veces guiaste a la victoria en las tierras malayas. En realidad, este maldito reino de Assam ya no nos quería y no era necesario.
—¿Y mi mujer?
—Tienes razón; ella es la rhaní y tiene derecho a conservar el reino y disputárselo a ese bribón de Sindhia ya destronado. Mucho hay que hacer aquí, querido Yáñez; pero, en verdad, yo todavía no estoy desanimado. Me gusta guerrear en la India; y nosotros que hemos vencido y muerto a Suyodhana, el famoso capitán de los thugs de la Jungla Negra, sabremos también quitar por segunda vez de en medio a ese borrachín de exrajá y…
Interrumpióse de pronto, y se volvió hacia la inmensa entrada de la gran cloaca, donde brillaban en lontananza luces rojizas que a veces se oscurecían para tornarse enseguida amarillentas. Eran las hachas de viento que llameaban en la desembocadura de la alcantarilla.
Oyéronse varios disparos de fusil, y enseguida descargas secas, cerradas, espantosas, ante las cuales no podían, en verdad, resistir los chacales de Sindhia.
—¿Oís cómo cantan mis ametralladoras? —dijo el formidable pirata, volviéndose de nuevo a sus dos amigos—. Sin ellas quizá nunca hubiese logrado llegar hasta aquí, pues esos perros, alentados por la presencia de los rajaputras, nos han dado muy brillantes asaltos. Pero, en verdad, no resistían a ellas ni un minuto.
—¿Son armas de marina? —preguntó el portugués—. No he tenido todavía tiempo de examinarlas. Se parecen a las que teníamos a bordo del Rey del Mar.
—Mucho más potentes —respondió Sandokán—. Las he quitado de mi Perla de Labuán, que es ahora la nave más rápida y mejor armada que poseo. ¡Oh! Los ingleses de Labuán la conocen bien, y saben que es muy capaz de hacer frente a sus cruceros, ya demasiado anticuados, y a los cañoneros holandeses.
—¡Ah! —exclamó Yáñez, dándose con la mano un golpe en la frente—. ¿Y tu amiga holandesa?
—Sigue siendo siempre mi fiel amiga —respondió el pirata con una ligera sonrisa—. Pero ¡vaya!, se me ha olvidado presentarte a un pariente suyo, un médico, del cual se dice que tiene mucha fama en Europa, y que nos ayudará eficazmente a destruir las bandas de Sindhia.
—¿Qué médico es ese? —preguntó Yáñez con un tono un tanto irónico y levantando la voz a causa del estruendo infernal que armaban las ametralladoras.
—¿Te acuerdas de aquel demonio de la guerra que con no sabemos qué máquina eléctrica podía hacer estallar desde lejos los depósitos de pólvora de las naves?
—¡Vaya si me acuerdo, por Júpiter! Y estoy casi seguro de que, si aquella granada caída en el momento mismo en que iba a lanzar la terrible chispa eléctrica no le hubiese muerto y destruido en el mismo instante su misterioso aparato, habrían saltado muchas naves de sir Moreland.
—Y en ese caso sir Moreland no habría llegado a ser mi yerno —dijo Tremal-Naik—. Porque si todo estallaba, debían saltar también por los aires él y sus marinos.
—Tienes razón —dijo Sandokán—. Si tal hubiese acontecido, tu hija Damna no se habría casado con el hijo de Suyodhana.
—¿Pero dónde está ese médico? —preguntó Yáñez.
—Sobre el segundo elefante. Es probable que se haya dormido, porque tenía mucho sueño.
—¿Y dispone también este de alguna chispa eléctrica para hacer estallar la pólvora? —preguntó Yáñez.
—No; sólo tiene un cajón de botellas bien lacradas.
—¿Y creéis que ese pacífico médico, venido de la brumosa Holanda, podrá hacer daño alguno…?
—¿Hacer daño? Pretende y asegura que destruirá a todos los chacales de Sindhia con esas misteriosas botellas.
—¿Qué es, pues, lo que contienen?
—Yo no lo he entendido apenas, y además no soy europeo para saber qué cosa son los microbios.
—¿Microbios? ¡Diablo! ¿Tendrá la peste y el cólera encerrados en esas botellas?
—No sé qué decirte —respondió Sandokán—. Yo no entiendo más que de paraos, carabinas, parangs y kampilangs. Él te lo explicará mejor.
Cogió de manos de un malayo una antorcha, la agitó junto al suelo, y habiendo cesado en aquel punto las descargas de las ametralladoras y carabinas, se acercó al segundo elefante, que estaba bebiendo ávidamente en un cubo de agua, cogido del manantial por el cazador de topos, y gritó:
—¡Ea, señor Van Horn! ¡Os presento al maharajá de Assam!
II. El parlamentario
A este llamamiento, el europeo de piel rosada, cabellos rubios y ojos azules defendidos por gafas de oro, se despertó prontamente y descendió del houdah o castillete.
—Alteza —dijo, quitándose el salacot de tela blanca y haciendo una profunda cortesía—. Os conozco ya mucho de oídas, y anhelaba vivamente veros.
—¿Sois holandés? —preguntó Yáñez, después de haberle dado un apretón de manos.
—Sí, Alteza.
—¿Médico, quizá?
—Soy un médico que ha dedicado toda su vida al estudio de los bacilos.
—¿Y por qué habéis venido en compañía de mi amigo?
—Para ayudaros, Alteza —respondió el holandés con voz humilde—. Experimentaré en vuestros adversarios la potencia de mis bacilos.
—Realmente no os comprendo bien, señor Van Horn.
—Lo creo; todavía no habéis visto mis botellas, dentro de las cuales cultivo esos microscópicos animalitos, tan terribles, que producen la peste, el cólera y otras enfermedades.
—Yáñez —interrumpió Sandokán—, ¿crees realmente que no se derrumbará la bóveda, aunque está calcinada por el fuego?
—Ya te he dicho que no hay peligro alguno.
—¡Entonces, y para dar lugar a que habléis de cosas que yo, casi salvaje, no puedo comprender, os dejo, y me voy a la entrada de la alcantarilla! Quiero ver con mis propios ojos cómo van allí las cosas. Parece que a los chacales de Sindhia se les ha metido en la cabeza entrar aquí, a pesar del fuego de las ametralladoras. ¡Oh, lo veremos!
Llamó a dos malayos, cogió una antorcha y se alejó rápidamente a lo largo de la cloaca, mientras los disparos continuaban retumbando hacia el final de la gran arcada.
—Os decía, pues —continuó el holandés, que, al parecer, gustaba mucho de hablar, cosa extraña en un holandés—, os decía que yo he logrado cultivar una cantidad enorme de bacilos, bastantes para destruir hasta cien millones de personas en pocos días.
—¿Es posible? ¿Seréis vos hermano del Demonio de la Guerra? —exclamó el maharajá.
—No, Alteza —respondió el holandés sonriendo—. Conozco ya la historia de aquel desgraciado inventor. Además, yo no soy inventor. No soy más que un cultivador, que en vez de sembrar judías o patatas, encierra los más terribles bacilos en botellas que en lugar de agua pura contienen un caldo muy nutritivo, fabricado con suero de ternera e hígado en glicerina.
—Es un poco difícil comprenderos, señor Van Horn. Yo no he sido nunca hombre de ciencia.
—Me comprenderéis enseguida, Alteza.
Aunque hacia el fondo de la gran cloaca continuaban tronando las grandes carabinas, el holandés se encaramó ágilmente sobre el houdah o castillete, abrió un cajón y tomó al azar un objeto, volviendo enseguida a bajar, aunque con infinitas precauciones.
—¿Qué es esto? —preguntó Yáñez—. Una botella que parece llena de un líquido color de ámbar y que yo no bebería; os lo aseguro, doctor.
—No. Es un vivero. Dentro de este vidrio he cultivado los bacilos de la tuberculosis.
—Pero yo no veo agitarse ningún insecto en ese caldo.
—¿Cómo va a ser eso posible? Vuestros ojos no son microscopios. Advertid, Alteza, que los bacilos, por ejemplo, de la tuberculosis, que tienen la forma de lancillas rojas, son tan pequeños que, alineados en número de mil, ocupan apenas el espacio de un milímetro. Calculad, pues, que se necesita un millón de esos terribles seres para cubrir solamente un milímetro cuadrado…
—Entonces es natural que no pueda yo verlos.
—Ni los veríais aunque tuvieseis ojos de águila.
—¿Y cuántos hay encerrados en ese vivero?
—Los suficientes para inocular la tisis a cien o doscientos mil hombres —respondió el holandés.
—Verdaderamente me espantáis. ¡Si vuestras botellas se rompiesen, teniendo como tendréis otras donde se encierren enfermedades mucho más terribles!…
—Moriríamos todos, y en poco tiempo, pues tengo tres viveros de bacilos virgula, que matan al hombre apenas le atacan.
—Señor Van Horn, volved a su sitio vuestra botella. Una bala perdida podría entrar en la gran cloaca y romper el vidrio en vuestras manos. Pero, decidme —añadió Yáñez—, ¿cómo os serviréis de estos que podemos llamar proyectiles mortales de necesidad?
—Se lleva una botella al campo enemigo, allí se rompe y después se deja que los microbios se desarrollen mejor y cumplan su deber.
—¿Deber lo llamáis?
—Su oficio, si queréis mejor. Al cabo de pocas horas el cólera se habrá declarado en el campamento, y los hombres caerán heridos más o menos de muerte.
—¿Y quién será el hombre con valor suficiente para ir a romper el vivero en medio de los enemigos?
—Ese hombre pienso ser yo —respondió el holandés con su calma acostumbrada—. Yo estoy completamente inmune a todas las enfermedades que puedan producir mis queridos animalillos.
—Bien está. ¿Pero seréis vos quién penetre entre las tropas de Sindhia?
—Sí, Alteza; con dos Botellas bien escondidas en dos bolsillos especiales, cosidos dentro de mi ancha túnica.
—No os fieis de esa gente.
—Soy europeo; y además veréis, Alteza, cómo burlo a esa gente y a su rajá.
—¿Iréis solo?
—Solo —respondió el holandés—. He vivido entre los dayakos, que en las selvas de Borneo acostumbran coleccionar todavía cabezas humanas, y, sin embargo, ninguno ha cortado la mía. Las gentes de Sindhia son naturales de Assam, y, según mis informes, nunca han tenido por oficio cortar cráneos humanos.
—Debéis tener mucho valor, señor Van Horn —dijo Yáñez—. Allá os veremos en la prueba.
—Cuando queráis, Alteza. El calor que hace en Borneo y en la India es muy favorable a mis microscópicas bestezuelas. Si me hubiese quedado en Holanda, a estas horas estarían todas muertas a pesar de mis cuidados. En mi país hace algo de frío, y hay mucha humedad durante todo el año y…
Un disparo de ametralladora le interrumpió bruscamente. Todavía, pues, se seguía combatiendo hacia la última arcada de la inmensa alcantarilla.
Yáñez se precipitó sobre su carabina, que tenía apoyada contra el muro, y dando dos o tres pasos, dijo al médico, que continuaba estrechando entre sus manos la peligrosa botella:
—Voy a ver cómo siguen las cosas. Más tarde reanudaremos nuestra interesante plática. Por ahora os aconsejo que dejéis dormir a vuestros bacilos.
Y se alejó a escape, seguido de Tremal-Naik y Kammamuri, que iba provisto de una antorcha, y la hacía girar continuamente para avivar la llama.
Los tres, seguidos a poca distancia por media docena de malayos, que al oír los disparos no habían podido contenerse, se lanzaron a todo correr a lo largo de la cloaca.
Las ametralladoras seguían crepitando, señal evidente de que los chacales de Sindhia, como los había llamado Sandokán, intentaban, en gran número, penetrar en la alcantarilla.
Después de una carrera velocísima que duró diez minutos largos, Yáñez y sus compañeros se unieron con el Tigre de Malasia.
Las balas silbaban en el aire, descostrando unas veces los muros y otras la gran bóveda.
En el exterior de la cloaca los enemigos disparaban a la desesperada, creyendo asustar con el estruendo de quinientos o dos mil fusiles a los piratas de Mompracem. ¡Ah, era menester mucho más para atemorizar a aquellos viejos guerreros encanecidos entre el humo de tantas batallas terrestres y navales!
—¿Conque esto es un verdadero asalto? —preguntó Yáñez acercándose a Sandokán, que disparaba una de las cinco ametralladoras, sentado sobre un peñasco, junto al cual ardía una débil antorcha.
—Así parece —respondió el formidable guerrero—. Pero mientras funcionen estos juguetes, los chacales de Sindhia no pondrán los pies aquí dentro. Lo difícil será salir después de esta especie de trampa.
—Ahí tenemos al médico holandés, que pensará en abrirnos camino —dijo Yáñez con algo de ironía.
—¿Lo crees tú así?
—¿Quién sabe?
—Yo te lo he traído porque me aseguraba que en pocos días destruiría a todos los pobladores de Assam, con sus famosas botellas llenas de no sé qué bichos. Pero yo confío más en mis ametralladoras y en las carabinas de mi gente. ¡Hola! El fuego ha cesado, y se oye sonar un ramsinga y una campana. Mira bien, Yáñez. ¿No ves aproximarse una gran lámpara? ¿Nos mandará Sindhia algún parlamentario?
—Sí —respondió el maharajá—. Es un parlamentario. Haz que cese el fuego.
Sandokán sacó un silbato de oro, y lanzó tres agudos silbidos. Al momento quedaron silenciosas las ametralladoras y carabinas.
Entre las tinieblas de la noche resonó una voz en el exterior de la gran cloaca:
—¡Traigo bandera blanca!
—¿Quién eres? —preguntó Yáñez.
—Un parlamentario.
—¿Quién te envía?
—Sindhia.
—Acércate.
Después, volviéndose hacia Sandokán, le dijo:
—Yo he oído esta voz en otra parte, y no hace mucho tiempo.
Tremal-Naik, que estaba examinando la ametralladora, dijo:
—Conozco al hombre que nos ha hablado.
—¿Quién puede ser?
—El que tú tenías atado a un cañón sobre los muros de Gauhati, y al que, en vez de hacerle saltar por los aires, como estabas en tu derecho, perdonaste la vida.
—¿Kiltar, el brahmán?
—Sí. Aquel hombre te dijo que se llamaba Kiltar, y que no te olvidarías de su nombre.
—He aquí un hombre que nos traerá noticias preciosas —dijo Yáñez.
—¿Creerás en su palabra? —preguntó Sandokán, siempre desconfiado.
—Me debe la vida, y los indostanos son agradecidos.
—Veremos.
Ocho malayos, con las carabinas inclinadas al suelo, precedidos por un dayako que llevaba una antorcha, salieron al encuentro del parlamentario, que se había acercado solo, agitando una bandera blanca.
Era un hombre de alta estatura, flaco como todos los brahmanes y faquires, de piel muy oscura y facciones enérgicas que hacía más duras una larga y espesa barba negra.
Iba todo vestido de blanco. Sólo en la cintura llevaba una ancha faja de seda amarilla, en bastante mal estado. Los malayos le sujetaron, y le empujaron con bastante brusquedad hacia Yáñez, que estaba alumbrado por otra antorcha sostenida por un dayako, armado de un kampilang centelleante.
—Gran Sahib —dijo—. ¿Me conoces? Espero que no habrás olvidado mi nombre.
—Tú eres Kiltar, el brahmán que yo perdoné —respondió el maharajá—. Te he reconocido perfectamente. Esta es la segunda vez que te presentas a mí como parlamentario. ¿Qué es lo que quieres? ¿Es Sindhia quién te envía?
—Sí, gran Sahib —respondió el brahmán, clavando su mirada en el bruñido kampilang del dayako que sostenía la antorcha.
—¿Qué quiere ese hombre?
—Que te rindas a él, gran Sahib.
—¡Ah! —exclamó Yáñez, alargando un cigarrillo a Sandokán—. Ese hombre está loco.
—Eso creo yo también, gran Sahib —respondió el brahmán—. No le han curado bien en Calcuta.
—Explícate mejor, Kiltar.
—Te aconsejo, gran Sahib, que no te rindas. Desde que se unieron contigo esos hombres terribles que han hecho verdadero estrago entre los rajaputras, un día a tu servicio, el rajá está espantado.
—Bueno es saberlo —dijo Sandokán, que, sentado sobre una ametralladora, miraba con viva curiosidad al parlamentario.
—Me debes la vida —dijo Yáñez—. ¿Te acuerdas?
—Jamás se me olvida, gran Sahib. Dicen que los muertos se hallan muy bien en el nirvana, tan vasto, que puede acoger todas las almas de los indostanos, que yo estoy contento de no hallarme en él a estas horas.
—Lo creo —respondió Yáñez riendo—. Al menos, mientras se vive puede saberse lo que sucede en el mundo.
—No sé lo que es el mundo —respondió el brahmán—. Yo no conozco más que la India.
—En conclusión, ¿qué es lo que quieres? No tenemos tiempo que perder.
—Si te place, gran Sahib, podremos reanudar esta plática mañana o dentro de una semana.
—¿Volverás aquí?
—No, yo no volveré más, porque si llevo a Sindhia la noticia de que todos vosotros os negáis a rendiros, hará que me aplaste la cabeza uno de sus elefantes.
—¿Suyos?… ¡Míos! —rugió Yáñez.
—Es verdad. Los rajaputras te los robaron todos.
—¡Miserables canallas! —exclamó Sandokán—. Respetaré a los parias; respetaré a los faquires y brahmanes; pero no respetaré a esos mercenarios. Fusilaré a cuantos caigan en mis manos, y no errarán el tiro mis carabinas.
—¿Ha perdido algunos? —preguntó Yáñez con rabioso ímpetu.
—Tres o cuatro en el asalto de Gauhati —respondió el brahmán.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Quizá le queden sólo quince mil; porque la columna que ha venido en tu auxilio ha hecho verdaderas matanzas con ciertas armas que nosotros no conocíamos. Era un fuego infernal, que se sucedía sin tregua y derribaba a centenares los combatientes.
—¿Tiene también Sindhia miedo a esas armas?
—Se echa a temblar apenas oye el siniestro chasquido que mata como conejos a sus hombres.
—Bueno es también saber esto —dijo Sandokán, que había encendido su pipa incrustada de zafiros orientales y con la boquilla de oro—. Este hombre es verdaderamente utilísimo.
Yáñez continuaba fumando sus cigarrillos, teniendo el entrecejo fruncido y acariciándose la barba. Parecía reflexionar hondamente.
Por fin preguntó:
—¿No quieres volver al lado de Sindhia? Y, sin embargo, debes volverle a ver.
El brahmán se puso lívido, y sus ojos se ensancharon de espanto.
—Tú deseas mi muerte, gran Sahib —dijo—. Verdad es que me has dado la vida.
—No volverás tú solo al campo de Sindhia —dijo Yáñez—. Te daré un compañero que será un hombre blanco.
—¡Un hombre blanco! —exclamó el brahmán.
Sandokán se había erguido y vaciado la pipa.
—¿Qué es lo que estáis maquinando, hermanito? —preguntó a Yáñez, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría.
—Tú me has traído a un blanco que promete destruir en pocos días todas las hordas de Sindhia. Y yo voy a ponerlo a prueba.
—¿A quién, al señor Van Horn?
—Sí; nos va a probar el poder de sus botellas.
—¿Y tú crees en eso?
—Yo confío más en mi carabina —respondió el portugués—. Pero a ciertos sabios se les debe creer.
—Si lo dices tú es negocio resuelto.
—¿Quieres enviarle a Sindhia?
—Ciertamente, si no tiene miedo. Yo le creo valiente.
—¿Te ha dicho que quería ir?
—Sí; con un par de botellas llenas de bacilos del cólera.
—¿Qué bacilos son esos?
—Son animales pequeñísimos que tú no conoces.
—¿Y si Sindhia lo fusila?
—¿A un blanco? ¡Oh, de fijo no se atreverá a ello!
—Y tú, ¿qué dices, brahmán? —preguntó Sandokán a Kiltar.
—Que yendo acompañado de un blanco no temo volver al campamento de Sindhia.
—¿Qué es, pues, lo que decides, Yáñez? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Poner a prueba los famosos microbios de tu amigo el holandés. ¿Crees que accederá a penetrar en el campo de Sindhia como parlamentario?
—Es hombre valeroso, y, por consiguiente, no se negará. ¿Y qué quieres que vaya a decir al exrajá?
—Ya pensaré yo en instruirle. A mí me basta con que logre romper un par de botellas de bacilos del cólera. No le pido otra cosa.
—Yo respondo de él.
—Entonces quédate aquí mientras yo voy a buscar al médico. Sujeta a Kiltar.
—¡Oh, no se me escapará! —respondió Sandokán.
—Y guárdate de algún asalto imprevisto.
—Están cargadas todas las ametralladoras y carabinas. Que me ataquen, si se atreven, los hombres del exrajá. Haré una merienda con sus parias y sus faquires.
Mientras Yáñez se alejaba presuroso, escoltado por Tremal-Naik y seis malayos, el terrible capitán de piratas cargó la pipa, se sentó sobre una ametralladora, y después de haber examinado bien el rostro del brahmán, le preguntó:
—¿Conque Sindhia confía siempre en conquistar Assam?
—Le dan miedo los montañeses de Sadhja, que ya otra vez le vencieron.
—¿Y de nosotros no tiene miedo?
—De tu columna, sí. Le ha matado muchísimos hombres y disminuido especialmente sus rajaputras. La mitad de estos, que constituía toda su fuerza, ha quedado en el campo.
—Merecido lo tenían como traidores —dijo Sandokán, envolviéndose en una nube de humo perfumado.
—Sí, traidores —dijo el brahmán—. Es gente, señor, brava en la guerra y resistente al fuego, pero siempre dispuesta a vender su honor de soldado por unas cuantas rupias.
—¡Oh, los conozco! No es esta la primera vez que vengo a la India.
—Yo, gran Sahib, he oído hablar mucho de ti. Tú eres el hombre que mató a Suyodhana, el famoso capitán de los thugs del Sunderbunds en la Baja Bengala.
—Cualquiera diría que me has visto otra vez.
—Sí, te vi en Delhi, cuando combatías por la libertad de la India. Si la memoria no me es infiel, te he visto disparar los cañones en el baluarte de Cachemira.
—Puede ser —respondió Sandokán—. Contestaba como podía a los bárbaros ingleses que derribaban con sus bombas las casamatas. Entonces, ¿tú estuviste allí cuando los ingleses tomaron por asalto la ciudad?
—Sí, gran Sahib; y bien escondido, vi caer degollados a todos mis nietos que no podían defenderse; y salir prisionero a Mohamed Bahadur, el legítimo descendiente del Gran Mogol y a quien los revolucionarios habían erigido en emperador.
—Yo también sé algo de aquellas tristes jornadas, que han dejado una mancha indeleble sobre los ingleses. No eran hombres blancos los que se lanzaban al asalto; eran peores que los más desalmados piratas, pues no respetaban siquiera a las mujeres, y degollaban fríamente a los niños. Pero ocupémonos de Sindhia. ¿Tú crees que los ingleses le habrán ayudado a huir y a juntar todos estos desesperados?
—Estoy seguro de ello, Sahib —respondió el brahmán—. El gobernador de Bengala no veía con buenos ojos al maharajá blanco. No parece sino que en otro tiempo dio que sentir a los rojos.
—¡Y tanto como les dio que sentir! Pero nosotros hemos hecho a Inglaterra un servicio inestimable al destruir a los thugs que infestaban los junglares del Sunderbunds, a lo cual el gobernador de Bengala se ha mostrado muy poco agradecido.
—Siempre son iguales esos hombres, Sahib. Para ellos el hombre de color no es más que una oveja que hay que esquilar.
—¡Oh! Lo sé mejor que tú y…
Sandokán se levantó de improviso, vació con brusco movimiento su pipa, y clavó sus miradas sobre un gran punto luminoso que avanzaba velozmente a lo largo de la cloaca.
—Aquí está Yáñez —dijo—. Veremos qué plan ha combinado con el holandés.
Era, en efecto, el portugués, que llegaba presuroso, acompañado de Tremal-Naik, del cazador de topos y del rubio doctor, dedicado a criar terribles bacilos.
—¿Qué hay, pues? —le preguntó al punto Sandokán, saliéndoles al encuentro.
—El señor Van Horn está decidido a intentar la aventura.
—¿Es cierto, amigo? —preguntó el Tigre al médico.
—Sí, señor mío —respondió el holandés—. Yo no he temido jamás a los indostanos, y, además, soy un blanco.
—Y además iréis como parlamentario nuestro.
—Ya me ha dado instrucciones el maharajá. Con media hora que me detenga en el campo de Sindhia, tendré suficiente para soltar mis queridos animalitos.
—¿Los cuales serán…?
—Bacilos Virgula.
—No os entiendo.
—El cólera, señor Sandokán, y quizá fulminante.
—¿Tenéis muchas esperanzas?
—Sí; estoy segurísimo de mis criaderos —respondió el holandés.
—¿Habéis traído con vos alguna botella?
—Tiene dos en el bolsillo —dijo Yáñez.
—¿Bastarán, doctor? —preguntó Sandokán con alguna desconfianza.
El holandés se echó a reír, mostrando una doble fila de dientes, que no habrían hecho mal papel en la boca de un lobo indostano.
—En estas dos botellas hay microbios suficientes para matar a la mitad de los pobladores de Bengala.
—¡Hum! Me parece mucho decir. Y tú, ¿qué piensas de todo esto, Yáñez?
—Que de estos sabios se puede esperar todo —respondió el maharajá.
—¿Le han dado las instrucciones necesarias para presentarse a Sindhia?
—Fingirá ir a tratar nuestro rescate.
—Y ¿cómo están nuestros elefantes?
—Continuarán quejándose, aunque nuestros hombres no cesan de darles agua. El calor sigue siendo excesivo hacia el principio de la alcantarilla.
—¿No morirán?
—Yo creo que no, Sandokán.
—Sentiría mucho perderlos, pues los necesitaremos para reunimos con los montañeses de Sadhja. Y además pienso que si fracasa la tentativa del doctor, nos servirán para dar una carga furiosa, y pasar por entre las hordas de Sindhia. Están ya acostumbrados a oír tronar las ametralladoras, y no se espantan jamás. Son animales de robustez extraordinaria y de inestimable valor guerrero.
Y dicho esto, mostró al brahmán el holandés, diciéndole:
—Este es el hombre que te acompañará como parlamentario.
—Bien, Sahib. Estoy pronto a partir.
—Tú recibirás un premio de mil rupias —le dijo Yáñez.
—Te debo la vida, Alteza —respondió el brahmán con cierta nobleza—. Estoy ya muy bien pagado.
—No; porque yo cuento con volverte a ver y tomarte a mi servicio —dijo Yáñez.
—Tú, Alteza, harás lo que quieras; pero yo te juro por Brahma que desde este momento soy enteramente tuyo en cuerpo y alma.
—Te advierto que si ves a este Sahib romper un par de botellas, te hagas el desentendido, y te aconsejo que escapes enseguida con la velocidad de un nilgó.
—Seré ciego, Alteza.
—¿Hay esperándote fuera alguna escolta? —le preguntó Sandokán.
—Sí, he venido con unos veinte rajaputras. Se han detenido junto a la mezquita para regresar conmigo al campamento.
—Señor Van Horn, si no tenéis miedo a vuestros microbios, podéis seguir a este hombre. Después nos diréis en qué estado de salud se halla nuestro querido Sindhia.
—No tengo miedo alguno —respondió el holandés con su voz tranquila de costumbre—. Seré un parlamentario maravilloso. Lo he sido ya, de parte de mi nación, entre los dayakos land.
—¿Y no os han merendado? —preguntó Yáñez riendo.
—No; entonces estaba yo muy flaco, y aquellos caníbales no hubiesen podido sacar de mí sino muy ruines filetes.
Tendió la mano a Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se abotonó la ancha túnica en cuyos bolsillos interiores se escondían las famosas botellas, y siguió al brahmán, que se había provisto de una antorcha.
—Esperamos volveros a ver pronto —le gritó el portugués.
—Nadie osará matarme —respondió el médico.
Y se alejó tranquilo, mientras los piratas de Malasia, siempre desconfiados, apuntaban las ametralladoras hacia la mezquita vieja.
III. Los bacilos del cólera
Hacia el Oriente comenzaba a extenderse una lechosa claridad. La estrella Venus, resaltando luminosísima en aquel cielo terso como cristal, resplandecía soberbiamente.
Sin embargo, toda la campiña que se extendía alrededor de la capital, interrumpida por espesos grupos de bananos y tamarindos, marchitos y quizá secos para siempre por el calor del incendio, hallábase todavía envuelta en tinieblas, por no haber despuntado por completo la aurora.
Un fuerte destacamento, formado por unos veinte rajaputras, armados de fusiles y pistolones, avanzaba a través de la llanura, precedido por un hombre blanco y un brahmán, el cual llevaba en la punta de una lanza una bandera de seda de dudosa blancura.
En lontananza resplandecían grandes hogueras que revelaban un campamento imponente. Oíanse gritos humanos y barritos de elefantes.
Los dos hombres que parecían guiar el destacamento eran el flemático holandés y Kiltar.
El primero había encendido una gran pipa de porcelana, como las que usan los naturales de la Europa septentrional, y fumaba con una tranquilidad sorprendente; el segundo iba a su vez mascando algo, quizá betel con nuez de areka y cal viva, a juzgar por los grandes esputos de color de sangre que de cuando en cuando lanzaba delante de sí, con una especie de silbido.
Después de haber flanqueado los muros de la capital, destruidos por la explosión de los depósitos de pólvora, que a pesar de sus puertas de hierro no habían podido resistir al huracán de fuego que todo lo arrollaba, introdújose el destacamento por un largo sendero abierto entre las altísimas hierbas llamadas kâlam.
Hacia delante continuaban brillando las luces del campamento, mientras el cielo se aclaraba rápidamente.
—¿Estará levantado el rajá? —preguntó el holandés.
—No duerme casi nunca de noche —respondió el brahmán.
—Y ¿qué es lo que hace?
—Sin duda, por no perder la costumbre, se emborracha en compañía de los generales del ejército.
—Generales de mucho valor, ¿verdad?
—Por lo menos saben vaciar bravamente botellas. Pero de guerra deben de entender menos que los parías.
—¿Qué recibimiento crees que me hará?
—Tú eres blanco, Sahib; y Sindhia teme demasiado a los hombres que no tienen bronceada la piel como nosotros.
—¡Con tal que no me haga aplastar la cabeza bajo las patas de algún elefante!
—No se atreverá, Sahib; te lo aseguro.
—Entonces estoy tranquilo.
—Y, sin embargo, no llevas arma alguna, Sahib blanco.
—¿Eso crees? Sólo traigo conmigo dos botellas.
—¿Para ofrecérselas al rajá?
—¡Oh, no! Para romperlas cuando hayamos penetrado en el campamento; y te puedo asegurar que valen más que todos los cañones y carabinas del príncipe.
El brahmán meneó la cabeza y murmuró:
—¡Oh, estos blancos…! ¡Estos blancos…!
—Quiero darte un consejo —dijo el holandés.
—¿Qué consejo, Sahib?
—Que huyas enseguida, apenas yo haya roto casualmente las dos botellas.
—¿Contienen materias explosivas?
—Mucho; pero es un secreto mío, y no puedo por ahora revelártelo, aunque tengo en ti completa confianza.
—Ya le he dicho al maharajá que suyos son mi cuerpo y mi alma, si los quiere.
—En efecto, lo he oído —respondió el holandés, llevándose la pipa a la boca—. ¡Bah…! ¡Veremos…! ¡Oh, sabría vengarme terriblemente!
Habían llegado al campamento que se extendía alrededor de inmensos arrozales.
Los indostanos, que no usan tiendas, habían construido muchas pequeñas cabañas, cubiertas con hojas de tara y de bananos. De todas aquellas minúsculas habitaciones salían, en grupos de cuatro o cinco, parias casi desnudos y muy sucios; faquires flacos como palos; bandidos de miradas torvas llevando en sus fajas un verdadero arsenal de armas; y después rajaputras y muchos cornacs, encargados de velar por los elefantes, robados tan hábilmente a Yáñez.
En medio de todas aquellas cabañas alzábase altanera una tienda de seda roja, la única, en forma de inmenso cono, en cuyo techo ondeaba una bandera azul con un leopardo pintado en vivos colores y en ademán de dar un salto: era la insignia del rajá de Assam.
Al ver aproximarse al destacamento, los soldados hicieron resonar poderosamente los gongs en señal de alarma; después se apagaron al punto las hogueras, y un centenar de hombres se dirigió hacia Kiltar, que hacía ondear vivamente su bandera blanca, y gritaba:
—¡Paso! ¡Paso al Sahib blanco!
Las tropas, que se habían agrupado enseguida tras el primer destacamento, reconocieron al brahmán y se apresuraron a abrir sus filas.
Van Horn vació su pipa, limpió los cristales de sus lentes, montados en oro y sujetos por una ligera cadenilla del mismo metal, y se puso al lado del brahmán, mirando con notable descaro a los bandidos del exrajá.
El sol había ya aparecido, y la vasta tienda de seda roja habíase abierto en su frente.
Cuatro rajaputras, con gigantescos turbantes y barbas negrísimas que les cubrían casi todo el rostro, hacían guardia, dos a cada lado, apoyados en sus carabinas, cuyas culatas descansaban en tierra.
El brahmán hizo seña al holandés para que se detuviese, y enseguida penetró en la tienda, mientras se saludaban respetuosamente los centinelas.
Van Horn, imaginándose que la espera sería un poco larga, se sentó sobre un gran tronco, derribado para alimentar las hogueras nocturnas, y con su eterna flema, volvió a cargar la pipa, murmurando:
—¡Vamos, se me obligará a hacer un poco de antecámara!
Alrededor de él, aunque a cierta distancia, habíanse reunido varios centenares de soldados cuyo aspecto era más de mendigos que de guerreros, pero que, sin embargo, iban todos perfectamente armados de fusiles, pistolas y aun cimitarras.
«¡Soberbio ejército! —murmuró para sí el holandés, tras la tercera chupada, que le envolvió en una nube de aromático humo—. ¿De dónde habrá sacado ese exrajá a todos estos bandidos? No debe de haber muchos en los otros campamentos que he visto junto a la ciudad destruida. Veremos si esta gente es tan fuerte que resiste a mis bacilos».
Había dado una docena de chupadas sin dejar de hablar entre sí, cuando vio al brahmán salir de la tienda.
—Sahib —dijo el indostano acercándose rápidamente—, el rajá te espera.
—¿De qué humor está?
—Estaba bebiendo una botella de no sé qué licor amarillento. Es como su hermano, un borracho empedernido, que volverá muy pronto a hallarse entre los locos.
—¿Sabe que soy holandés?
—Se lo he dicho, y parece haber recordado que en Europa existe una nación llamada Holanda, dueña de ricas colonias en Java, Borneo y Sumatra.
—Menos mal.
El médico vació la pipa, volvió a acomodarse los lentes, y siguió al brahmán, penetrando en la espaciosa tienda, alumbrada ya del todo por la luz del día.
Sobre un montón de riquísimas alfombras y cojines, agrupados con bastante desorden, hallábase acostado un indostano de piel apenas bronceada, y que lo mismo podía tener cuarenta que sesenta años.
Su rostro estaba consumido, surcada su frente por arrugas profundas, y sus ojos negrísimos, animados por ese extraño brillo que arde siempre en las pupilas de los locos.
No tenía barba ni bigote, ni aun siquiera cabellos.
Vestía elegantemente una especie de larga túnica de seda blanca bordada de oro, y oprimía su cintura una faja de terciopelo azul con franjas de oro, de la cual pendía una diminuta cimitarra, con empuñadura también de oro y cuajada de piedras preciosas.
Calzaba botas de cuero rojo de punta muy retorcida, y bordadas también de oro.
—Alteza —dijo el brahmán al indostano, que parecía medio ebrio—, aquí está el parlamentario.
—¡Ah! —exclamó el rajá.
A su lado hallábase un muchacho que tenía en sus manos una botella y un vaso bien cumplido.
—Escánciame —le dijo—. Necesito recoger las ideas.
—¿No será perturbarlas, Alteza? —preguntó el holandés—. Bebéis demasiado.
El semblante de Sindhia tomó una expresión salvaje, y clavó sus ojos casi fosforescentes en el holandés.
—¿Qué decís vos? —preguntó tras breve silencio, haciendo seña al muchacho de que le sirviese al momento el vaso.
—Digo que bebéis demasiado.
—¿Quién os lo ha dicho?
—Lo saben todos, hasta en Calcuta.
—¡Oh! ¿De veras? —dijo el rajá con acento algo irónico.
Cogió el vaso con ambas manos, un poco trémulas, y lo apuró de una sola vez.
—Vos no lo creeréis, señor, pero ahora me siento mejor, y mi memoria se ha despertado de un golpe.
—Os advierto que soy uno de los más famosos médicos de las colonias holandesas —dijo el señor Van Horn, sentándose sobre un cojín, sin esperar la invitación del rajá.
—Me lo ha dicho el brahmán que me sirve de secretario. Sois un amigo del maharajá, ¿verdad?
—Sí, soy su amigo.
—Y también de ese otro que ha venido del Sur con una terrible tropa que mis hombres no han podido detener. ¡Ah, cuántas pérdidas he sufrido!
—Sí, también soy amigo de ese hombre.
—¿Quién es?
—Un príncipe de Borneo que tiene muchas naves y millares de soldados tan valientes como los que forman la Columna infernal.
—¡Ah, ya me acuerdo! —exclamó el rajá, apretando los puños—; le he conocido; él fue quien ayudó al Sahib blanco y a Surama a arrojarme del trono. No creí tuviese tanta audacia que volviese aquí.
—Ese hombre, Alteza, ha desafiado cien veces a los ingleses de Labuán, venciéndolos casi siempre, o, por mejor decir, destrozándolos.
—También venció a mi primer ministro en no sé qué lago de Borneo. Sí, lo sé; es un hombre terrible, y yo deseo vivamente tenerlo entre mis manos.
—¿Y qué le haríais, Alteza? —preguntó el holandés con acento algo irónico—. ¿Queréis decírmelo?
—Le fusilaría a él y al maharajá, si pudiese. Después pensaría en reducir a la impotencia a la pequeña rhaní, a pesar de sus montañeses.
—No os andáis con chiquitas.
—Debo reconquistar mi trono, Sahib.
—Se dice que ese trono pertenece por derecho a la rhaní tanto como a vos.
—¿Quién ha dicho eso? —aulló Sindhia con voz ronca.
—Conozco la historia de Assam, y sé también que vos matasteis a vuestro hermano de un tiro de carabina, mientras lanzaba al aire una rupia desafiándoos a acertarla.
—Aquel miserable, completamente borracho, después de haber matado a tiros de fusil a todos sus parientes que comían tranquilamente en el patio de honor del palacio real, quería asesinarme también a mí; pero yo le maté. Estaba en mi derecho al defenderme. Me proponía dejarme vivo si atravesaba de un balazo una rupia lanzada por él al aire. No fue la moneda la que cayó; fue mi hermano, que había cometido la imprudencia de poner una carabina suya en mis manos. ¿Qué tenéis vos que decir, Sahib, sobre este fratricidio?
—Yo también me habría defendido —respondió el prudente holandés.
Sindhia lanzó un grito de alegría.
—He aquí el primer hombre blanco que me da la razón —dijo, agitándose como un loco. Y alargó al muchacho el vaso para que volviese a llenárselo.
—Vos debéis de ser verdaderamente un gran médico.
—¿Por qué?
—Porque comprendéis las cosas mejor que los demás —respondió el exrajá.
—Puede ser.
—¿Queréis beber?
—No, gracias; no bebo más que agua.
—El agua no da fuerza ninguna.
—Sin embargo, Alteza, estoy, como veis, grueso y colorado, y peso quizá doble que vos.
Sindhia meneó la cabeza, tendió la temblorosa diestra hacia el muchacho, que le había vuelto a llenar el vaso, apuró unos cuantos sorbos, mirando siempre al holandés, y enseguida le preguntó de improviso:
—¿Con que se rinden todos?
—¿Quiénes? —preguntó Van Horn.
—El maharajá, el príncipe bornés y los hombres que le acompañan.
—Poco a poco, Alteza. Según mis informes, no tienen semejante intención.
—Entonces, ¿para qué habéis venido aquí?
—Para haceros una proposición.
—Hablad, hablad pronto, gran doctor —dijo Sindhia sonriendo sardónicamente.
—Mis amigos dejarán la capital a vuestra disposición…
—¿Qué capital? —aulló Sindhia—. No existe ya la capital de Assam.
—No os faltan hombres para volver a construirla…
—¿Y dinero?
—Se dice que vos sois inmensamente rico.
—¡Ah!
—Así se dice en Bengala.
—Muy bien. Acabad, Sahib.
—He venido a deciros que el maharajá y su amigo están dispuestos a dejaros dueño del terreno, con tal que les permitáis marchar a las montañas de Sadhja.
—¡Muerte de Shiva! ¿Y tienen valor para hacerme semejante proposición cuando se hallan ya entre mis manos?
—¿Estáis bien seguro, Alteza?
—No se me escaparán; os lo aseguro, Sahib, gran doctor. Sé que toda esa gente se ha refugiado en las alcantarillas.
—¿Y si esa terrible columna, que lleva sobre elefantes armas que vos no habéis visto nunca y que hacen estragos espantosos, se precipitase a través de vuestro campamento?
—La detendríamos.
—No la habéis detenido antes, cuando teníais todas las probabilidades de destrozarla.
El exrajá rechinó los dientes como un viejo chacal, y después dijo con voz llena de amargura:
—Sí, es verdad: mis tropas no son fuertes, aunque las ayudan los rajaputras.
Tiró con rabia el vaso que aún tenía en la mano, estrellándolo contra un trofeo, y después de un largo silencio, volvió a decir:
—En resumen: ¿qué es lo que queréis?
—Paréceme haberlo dicho hace poco —respondió el holandés—. He venido para obtener de vos permiso para dejar marchar a mis amigos y a sus soldados.
—¡Jamás accederé a lo que me pedís!
—¿Lo rehusáis?
—En absoluto.
—Os repito que os guardéis de esos hombres, que valen por más de mil, y que poseen, como os he dicho, ametralladoras.
—Yo creo que soy todavía el más fuerte.
—¿Y qué haréis?
—Los rendiré por hambre.
—Tienen cinco elefantes, y el maharajá, antes de retirarse a las cloacas y licenciar a los montañeses, hizo acumular inmensa cantidad de víveres.
—No tengo prisa, y esperaré a que lo hayan consumido todo.
—¿Y cómo os arreglaréis para mantener a toda vuestra gente, ahora que no queda en pie ni una tienda ni una panadería?
—Mis hombres viven con casi nada, querido Sahib, gran doctor; a ellos les basta el arroz y la fruta de los bosques.
—Se debilitarán espantosamente; os lo aseguro, precisamente porque soy médico.
—No os preocupéis de eso —dijo el rajá.
El holandés se levantó:
—Mi misión ha terminado, y me voy de aquí.
—¿Y si os prendiese?
—Holanda os haría pagar cara esa pérfida acción, y hasta no dejaría de intervenir Inglaterra.
El rajá reflexionó unos minutos, y después dijo:
—Estáis libre; no quiero que en el vecino Estado de Bengala se extienda la voz de que trato a los parlamentarios como un bárbaro.
—¿Estáis, pues, completamente resuelto a no dejar salir a esos hombres?
—Os he dicho que no saldrán.
—Alteza, os presento mis saludos.
El rajá ni siquiera contestó.
El médico salió, y encontró enseguida al brahmán, acompañado de otra escolta, compuesta toda de rajaputras.
—¿Me guiais vos? —le preguntó.
—Sí, Sahib —respondió Kiltar, poniéndose a su lado—. ¿No habéis decidido nada?
—No quiere en manera alguna dejarlos marchar.
—Ya me lo había dicho a mí también.
—¿Te vienes tú con nosotros, o te quedas aquí?
—Más útil os puedo ser estando fuera que allí dentro. ¿Qué puedo yo significar? Una carabina más, y muy mala por no haber sido nunca guerrera. Nada más.
—¿Cómo podremos volver a verte?
—He estado en las cloacas; conozco entradas que no todos conocen, y espero visitaros muy pronto.
—Guárdate del cólera.
—Jamás he tenido miedo a esa enfermedad que…
En aquel momento el holandés tropezó y cayó todo a lo largo, rompiendo las dos botellas llenas de bacilos.
—¡Ah, mi licor! —gritó—. ¡Y no me queda más…!
Kiltar se apresuró a levantarlo, y de los bolsillos del holandés salieron trozos de vidrio y una salsa espesa que no olía nada a alcohol.
—He comprendido —dijo.
Los rajaputras que componían la escolta no se preocuparon de aquella caída, que, por otra parte, no podía haber sido realmente peligrosa.
Pero se extrañaron un poco al ver al holandés quitarse a toda prisa el cinturón y la túnica y arrojarlas al viento.
—El Sahib gran doctor tiene calor —les dijo Kiltar—. Posee, además, otros vestidos. Pero os ordeno que no toquéis nada, pues este Sahib puede más tarde reclamarlo todo, apoyado en su cualidad de parlamentario.
Los rajaputras, sabiendo que el brahmán gozaba de la confianza del rajá, se guardaron bien de coger aquellas vestiduras, que sólo podían tener ya un mezquino valor, y especialmente con todas aquellas manchas de caldo amarillento que se había extendido rápidamente sobre la blanca franela.
El médico, antes de hacer aquella pirueta, había, como hombre previsor, metido en un bolsillo de sus calzones su inseparable pipa, su pequeña provisión de tabaco y una caja de cerillas; así, pues, se apresuró a arrojar humo hasta en el semblante de Kiltar.
La pequeña tropa atravesó el vasto campamento, despertando alguna curiosidad entre los acampados, y hacia las nueve de la mañana llegó ante la boca de la gran cloaca.
A la voz de alarma dada por los malayos y dayakos que vigilaban en torno a las ametralladoras, detuviéronse los rajaputras, temerosos de recibir una descarga de aquellas terribles armas, que los habían diezmado cruelmente entre los junglares y arrozales.
—¡Soy el doctor! —gritó con voz potente el holandés—. No hagáis fuego.
Después, volviéndose a Kiltar, le dijo, haciéndole una rápida seña de inteligencia:
—¡Adiós, brahmán!
—Que vuestro Dios vele por vosotros —respondió Kiltar.
La escolta se alejó enseguida velozmente, sin detenerse hasta llegar a los alrededores de la mezquita, que había sido ya ocupada por un gran número de faquires y de parias.
—¿Dónde están, pues, el maharajá y el Tigre de Malasia? —preguntó Van Horn, avanzando entre dos filas de guerrilleros.
—Ahora vienen, señor —dijo el rugoso malayo a quien todos llamaban Sambigliong.
Y, en efecto, no había transcurrido medio minuto cuando se presentaron los dos jefes, acompañados de Tremal-Naik, de Kammamuri y del cazador de topos.
—Hablad pronto —dijo Yáñez al holandés—. Y sed breve.
—Mi misión está plenamente cumplida, señores míos —respondió el señor Van Hora—. He perdido la túnica y la faja, pero a estas horas los microbios del cólera se están multiplicando a millones en el campamento de los bandidos.
—¿Rompisteis las botellas?
—Sí, Alteza, y sin romperme yo la nariz, afortunadamente.
—¿Habéis visto a Sindhia?
—Me ha recibido en su tienda y con bastante cortesía.
—¿Estaba borracho?
—Debía de haber bebido mucho.
—¿Y qué os ha dicho?
—Que os tendrá sitiados hasta que hayáis consumido el último trozo de elefante.
—Contádnoslo todo, señor Van Horn —dijo Sandokán—. ¿Es realmente cierto que tiene consigo muchos millares de combatientes?
—Sí, tiene muchos millares.
—¿Y son tropas fuertes?
—¡Oh! No lo creo; pero por su número podrán resistir más de un ataque.
—¿Hay entre ellos muchos rajaputras?
—No he visitado los campamentos; pero el rajá se dolía de las terribles pérdidas sufridas por esos fuertes guerreros nacidos para el combate.
—¿Qué nos aconsejáis hacer?
—Que permanezcáis aquí, y estorbéis a metrallazos la entrada a toda tropa de ataque. Dentro de cuarenta y ocho horas, estarán invadidos por los bacilos del cólera todos los campamentos de Sindhia, y veréis entonces qué estrago.
—¿Tanta confianza tenéis en vuestros criaderos? —preguntó Yáñez.
—Dentro de poco veréis los efectos: el brahmán os podrá dar noticias.
—Y ¿cómo se arreglará para reunirse con nosotros?
—Dice que conoce las cloacas, y en ellas muchos conductos ignorados quizá de todos.
—¿Tú crees que hay realmente conductos que desemboquen en las rotondas? —preguntó Yáñez al cazador de topos.
—Es posible, gran Sahib —respondió el baniano—. Yo también he descubierto algunos que desembocan en las bodegas de ciertos palacios.
—En ese caso —dijo Sandokán—, esperemos a que ese famoso cólera se propague, y nos abra camino; si no es que luego nos despacha también a nosotros.
—En mi maleta llevo vasijas llenas de poderosos desinfectantes, merced a los cuales nada tenéis que temer.
—Queda, pues, levantada la sesión. Vamos a desayunarnos con carne de caballo, que no debe de estar muy mala.
—Por el contrario, muy buena; casi igual a la de los bueyes y cebúes —respondió el holandés—. ¡Oh, mis bacilos Virgula! ¡Cuánto mejores son que las balas de cañón, de ametralladoras, de carabinas y de pistolas…! ¡Veréis, veréis…!
—No atemoricéis a nuestros hombres con vuestro cólera —dijo Yáñez—. Conozco ya esa enfermedad.
Sandokán recomendó a los guardianes de las ametralladoras que abriesen bien los ojos, y se dirigió con sus compañeros hacia un lugar de la alcantarilla donde ardía una débil hoguera.
A lo lejos oíanse los lamentos de los elefantes. Tenían hambre, y los sitiados no podían darles nada, pues intentar una salida para despojar de fruta y de hojas a los bananos que en gran número crecían junto a la mezquita hubiera sido lo mismo que meterse en la boca de los lobos de Sindhia.
Alrededor del fuego, que más parecía humo que llamas, habían extendido los malayos alfombras viejas, mientras otros volteaban en los asadores del cazador de topos grandes trozo de carne de caballo.
—Mañana mataremos un elefante —dijo Sandokán—. Ahora están destinados todos a morir de hambre.
—¿Y cómo nos arreglaremos después para llevar las ametralladoras? —preguntó Yáñez—. Los caballos morirán también si no les proveemos de hierba.
—Demasiado cierto —respondió Sandokán, arrugando la frente—. ¡Yo no había pensado en los animales! ¡Bah! ¡Veremos qué es lo que sabe hacer el cólera! Resistiremos hasta lo último, y tampoco esta vez nos cogerá Sindhia.
El asado, aderezado de cualquier modo, fue puesto sobre la tapa de un cajón, y todos se pusieron a comer en silencio, harto preocupados por la gravedad de la situación.
Entretanto, los elefantes barritaban furiosamente a lo lejos y relinchaban los caballos, reclamando sus piensos.
Aquel primer día del asedio transcurrió, sin embargo, tranquilo.
Las tropas de Sindhia, a pesar de haberse mostrado en gran número en los alrededores de la mezquita vieja, no disparaban un solo tiro hacia la entrada de la gran cloaca.
Adivinábase que todos aquellos bandidos estaban aterrados por las ametralladoras, armas que jamás habían visto, y que hacían tanto estruendo sin cansarse nunca de matar.
Por otra parte, Sandokán y Yáñez habían reunido junto a la boca de la alcantarilla los cien hombres venidos de la lejana Malasia, y hecho conducir allí a los cinco elefantes, no sin gran fatiga de los conductores o cornacs, decididos los dos jefes a lanzar a los proboscidios en espantosa carrera contra los adversarios. Bien sabían que estaban condenados a morir lo mismo que los caballos.
El cazador de topos, Kammamuri, el fiel rajaputra, y una media docena de montañeses, habían aprovechado aquella calma para visitar todas las rotondas y galerías superiores, morada un día de Dios sabe cuántos miles de miserables. Todos volvieron cargados de leña con que poder alimentar las hogueras durante la noche.
—¿Qué hay? —preguntó Yáñez al cazador al verlo llegar cargado como un mulo y seguido de los otros.
—Os traigo una buena noticia —respondió el viejo, arrojando a tierra con gran ruido su pesada carga—. La temperatura ha refrescado, y ahora se puede estar muy bien hasta en las galerías superiores. Además en estos países nunca es malo sudar un poco.
—Según eso, el incendio debe de estar completamente apagado.
—Sí, Alteza; ya era tiempo que acabasen de arder las casas, pagodas y mezquitas. Pero aun hay más; en ciertas rotondas, que no visitaba hacía varios años, he descubierto verdaderos depósitos de leña, y además he visto a los topos volver en gran número.
—Tenemos ya suficiente carne, y no necesitamos, al menos por ahora, ocuparnos de esos roedores, en verdad nada sabrosos.
—No diréis, Alteza, que bien asados estén malos.
—No, pero siempre son topos. ¿Has descubierto otra cosa?
—Sí, un pasaje que conduce hasta una vasta bodega. Está todavía muy caldeado, pero creo que dentro de veinticuatro horas podremos ya recorrerlo.
—¿Y los elefantes y los caballos?
—Ese conducto será la salvación de nuestra caballería gruesa y ligera, Sahib —dijo el baniano—. Durante la noche saldremos y haremos acopio de hojas y hierbas. Los hombres de Sindhia no nos inquietarán; son muy comodones.
—¿A ti, pues, no te parece nuestra situación desesperada?
—¡Oh, no…! Con esos terribles guerreros que ha traído vuestro amigo, y con esas armas no menos terribles, acabaremos por dejar al amigo Sindhia con un buen palmo de narices.
—Estás optimista.
—Nunca he sido pesimista, y jamás he tenido que arrepentirme de ello.
—Es que hace veinticuatro horas que no comen los elefantes ni los caballos.
—Mañana por la mañana tendrán un pienso abundante. No es posible que el fuego haya destruido todas las plantaciones que se extendían en torno a la capital. Poned a mi disposición veinte de esos terribles hombres, y yo respondo de todo, Alteza.
—Te daré aunque sean cuarenta y un par de ametralladoras.
—No, las ametralladoras no pasarían y además podrían seros más útiles a vos que a nosotros.
—Quizá tengas razón —respondió Yáñez, que, no obstante su carácter vivo y alegre, parecía notablemente preocupado—. ¿Cuándo irás a explorar ese pasaje?
—Apenas se haga de noche, señor. Es necesario que todavía se enfríe un poco.
—Te acompañaremos Tremal-Naik y yo. Entretanto vigilará Sandokán en la boca de la cloaca.
—La empresa puede ser muy peligrosa, Alteza.
Una sonrisa de desdén se dibujó en los labios del hombre a quien los malayos y dayakos llamaban El Tigre Blanco.
—He arrostrado perfectamente —dijo— otros peligros en Mompracem, Labuán, Borneo y aun aquí.
—Lo sé, Alteza. Vos matasteis, en unión de vuestro amigo, al jefe de los estranguladores del Sunderbunds durante el asalto de Delhi. Todos saben, hasta en la India, que sois uno de los hombres capaces de arruinar imperios.
—¿Has terminado?
—Sí, Alteza.
—Concluye.
—Esta noche, ya que así lo deseáis, iremos con vos a buscar alimento para los elefantes y los caballos.
—Nos hemos entendido.
En aquel momento llegaba el flemático holandés, llevando un cinturón nuevo, una nueva casaca de finísima franela blanca, y la gran pipa en la boca.
—¡Hola, doctor! ¿Cómo van vuestros criaderos?
—Perfectamente, señor —respondió Van Horn—. Hace poco he examinado las botellas de los bacilos del tifus, y me he convencido de que no han sufrido nada en el viaje. En este clima se desarrollan maravillosamente.
—Es decir, que después de los bacilos del cólera, iréis a inundar con los del tifus al campamento o los campamentos de Sindhia —dijo Yáñez siempre irónico.
—¿Inundar? Es demasiado, Alteza —respondió el holandés—. Además no sé si se presentará otra ocasión. El rajá no me recibirá ciertamente dos veces. Haría que me fusilasen los rajaputras que le quedan.
—No me atrevería a enviaros a él por segunda vez como parlamentario —respondió Yáñez—. Sindhia no es más que un bárbaro que a nadie respeta.
—Ya me amenazó con prenderme.
—Si lo llega a hacer, no hubierais vuelto con vida, os lo aseguro. Ese hombre es tan cruel como su hermano, al que mató de un tiro de carabina en un banquete.
—Es un loco, señor. Los licores le han perturbado.
—Ya sé que es un alcohólico peligroso. Pero viniendo a otra cosa, creo que me dijisteis que han de transcurrir por lo menos cuarenta y ocho horas antes que los bacilos se desarrollen y empiecen a causar estragos.
—Quizá sea menester menos tiempo, Alteza.
—¡Por Júpiter…! Este es un nuevo género de guerra.
—Y que dará resultados maravillosos —añadió fríamente el holandés—. Esto es distinto de vuestras ametralladoras, carabinas y kampilangs. ¡Veréis, veréis!
Y aquel hombre fuerte que se prometía destruir tantos hombres con su extraño método de guerra se alejó con las manos hundidas en sus anchos bolsillos, y lanzando humo como una chimenea.
—Quedamos, pues, en que esta noche… —dijo Yáñez, al cazador de topos.
—Sí, Alteza. Conozco ya el camino, y no me extraviaré.
—¿Y podremos traspasar la línea de las murallas sin ser vistos?
—Así lo espero —respondió el baniano—. Además no iremos sin armas, siquiera sean simples bastones.
Yáñez permaneció un rato en silencio con el ceño fruncido, y después se dirigió hacia la hoguera que ardía en la margen derecha de la cloaca, para comunicar la buena noticia a Sandokán.
IV. El asedio
Era ya después de la medianoche cuando Yáñez y el cazador de topos, seguidos del hercúleo rajaputra y de doce montañeses de Sadhja, se pusieron en marcha, para buscar alimento a las pobres bestias, que durante todo el día estuvieron continuamente barritando y relinchando.
Habíanse provisto de dos antorchas, e iban todos armados de carabinas, pistolas y cimitarras.
El destacamento costeó por espacio de otras dos millas la negra y hedionda corriente, que roncaba más bien que murmuraba; y enseguida penetró en una de las muchas rotondas destinadas a recoger las aguas.
El cazador de topos había trazado ya una señal sobre un muro para no equivocarse, y podía avanzar tranquilo a través de las galerías superiores que se extendían sobre la inmensa arcada y se ramificaban por la ciudad.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a esa bodega? —preguntó Yáñez.
—Apenas media hora —respondió el baniano—. Esto no será más que un simple paseo, pues las galerías que he descubierto son todas anchas, y no necesitaremos encorvarnos para pasar.
—Procura no extraviarte.
—¡Oh, no! Tengo en mi cabeza una especie de brújula que me guía.
—A veces se extravían también los marineros.
—Yo, no —respondió el cazador de topos con voz firme.
—¿Se habrá enfriado ya la bodega?
—Así lo espero. Cuando yo entré, ya la temperatura podía resistirse. A estas horas la encontraremos aun menos caliente.
—Aquí, por lo menos, no hace mucho calor —dijo Yáñez—. Verdad es que se suda un poco, pero no hay que olvidar que estamos en el gran país del sol.
Hablando así atravesaron un amplio corredor, tapizado de arena seca y blanquísima, pero que exhalaba un olor nauseabundo, y llegaron a otra rotonda capaz de contener hasta treinta personas.
Debía también de haber sido refugio de los habitantes más pobres de la ciudad, pues también allí se veían montones de sucios andrajos que debieron servir de lecho, hojas secas y trozos de leña amontonados con cierto esmero.
—Dos rotondas más, y enseguida desembocaremos en la bodega o por mejor decir, en el subterráneo excavado bajo algún gran palacio —dijo el baniano.
—Esta hojarasca puede servir de pienso, si no a los elefantes, por lo menos a los caballos —dijo el maharajá, que todo lo observaba minuciosamente.
—Yo también he pensado en eso, Alteza —respondió el cazador de topos.
—¿Hay también en las otras rotondas?
—Sí, y la última está muy bien provista.
—Bueno es saberlo.
—Por desgracia, son muchos los animales que alimentar.
—Dime tu opinión franca y precisa. ¿Qué harías tú en nuestra situación?
—Yo no me movería de aquí mientras tuviese elefantes, caballos y topos que comer. Sindhia acabará por cansarse y se irá.
—¿Y nos quedamos a pie?
—No sé qué deciros, Alteza. Vosotros sois hombres distintos, mientras que yo podría estar sitiado durante años y años sin morirme de hambre. Por lo demás estad persuadidos que los topos, bien asados, no son alimento despreciable.
—¡Oh, no! Pero acabarían por repugnarme —respondió Yáñez.
El baniano levantó los hombros, y prosiguió la marcha con mayor rapidez, bajando de cuando en cuando hacia tierra la antorcha que llevaba.
El destacamento recorrió otras larguísimas galerías que ni el tiempo ni la humedad habían dañado, todas amplias y bastante aireadas.
En ellas, sin embargo, reinaba todavía un intenso calor, producido por la enorme acumulación de combustibles que habían cubierto las calles de la capital.
Al cabo de otro cuarto de hora, desembocaron en otra nueva rotonda, mucho más vasta que la anterior, y después de algunos minutos en otra, seca por completo.
—Estamos a poca distancia del subterráneo —dijo el cazador de topos.
Iban a penetrar en otra galería, que era la última, cuando el baniano se detuvo, escuchando con cuidado.
—¿Qué has oído? —le preguntó Yáñez, quitándose del hombro la carabina.
—Pasos de hombre.
—Tú sueñas. Será algún ejército de topos hambrientos.
—No, Alteza, he vivido mucho tiempo en estas cloacas y no es fácil que me equivoque.
—¿Habrán descubierto el pasaje?
—No lo sé; lo cierto es que se acerca un hombre.
—Yo no veo nada.
—La galería describe aquí una gran curva, Alteza. No tardará en dejarse ver ese hombre.
—¿Seguimos adelante o nos detenemos?
—Mejor será esperar, gran Sahib.
—Entonces, apagad al punto la antorcha.
Obedeciósele prontamente, y el destacamento se agrupó apuntando las carabinas y decidido a esgrimir las cimitarras.
Pusiéronse todos a escuchar, y no tardaron en oír el paso de un hombre, cuyo rumor transmitía claramente el eco repetido de la galería.
—No te has engañado —dijo Yáñez al cazador de topos—. Por fortuna parece ser un hombre solo.
—Sí, uno solo, Alteza —respondió el baniano.
—No debe de estar lejos.
—Al contrario; mucho más cerca de lo que podéis imaginaros. ¡Ah, ved!
En el recodo de la galería apareció una lámpara, y enseguida el hombre que la llevaba.
Yáñez y el cazador de topos exclamaron a un tiempo:
—¡Kiltar!
—Sí, soy yo —respondió el brahmán, acercándose rápidamente—. No pensaba encontraros aquí.
—¿Has entrado por un subterráneo?
—Sí, el de un gran palacio, que un día estuvo habitado, si no me engaño, por uno de vuestros ministros.
—¿Qué noticias traes?
—Graves, Alteza —respondió Kiltar, cuyo semblante se había ensombrecido. Sindhia trabaja activamente para perderos.
—¿De qué manera?
—Un gran número de sus hombres ha sido enviado al junglar a hacer acopio de gruesos bambúes.
—No se me ocurre para qué puedan servirle. ¿Serán para reedificar la capital? Resultaría una hermosa población muy fácil de arder.
—No os chanceéis, maharajá. Esos bambúes servirán de conducto de agua.
Yáñez arrugó el entrecejo.
—¿Querrá anegarnos? Y ¿dónde tomará el agua?
—No lo sé; mas parece que sus faquires han descubierto un gran manantial.
—Ha de pasar mucho tiempo antes de que se construyan tantas cañerías; y además no creo que se puedan inundar fácilmente estas cloacas, teniendo para desaguar el río Negro. Sindhia y sus hombres perderán inútilmente el tiempo.
—¿Y si lograsen su intento?
—Entonces, antes que dejarnos ahogar como topos, atacaremos a fondo a la desesperada, para lo cual necesitamos en absoluto conservar los elefantes y el mayor número de caballos que podamos.
—Pero esos animales no podrán pasar por estas galerías.
—Ya lo sé, y no será por aquí por donde atacaremos.
—¿Dónde vais, entonces?
—En busca de hojas verdes para los elefantes que sufren más que los caballos. ¿Hay tropas al otro lado de las murallas?
—En algunos sitios, sí; pero yo os haré pasar a través de los muros de los antiguos jardines, que han resistido al fuego. Algo ha quedado de vuestra capital, pero es muy poco.
—¿Se ha hundido el palacio real?
—Destruido por completo. Y lo mismo todos los palacios, pagodas y mezquitas, que han sido asolados por el fuego.
—Vamos, no perdamos tiempo, gran Sahib —dijo el cazador de topos—. Debemos regresar antes del alba.
—Tienes razón —respondió Yáñez—. Encended de nuevo las antorchas.
El destacamento volvió a ponerse en marcha, apretando el paso. La galería subía rápidamente y conservaba aún fuerte calor, a pesar de haber transcurrido tantos días después del incendio.
Cinco minutos más tarde, los dieciséis hombres penetraron en un vasto subterráneo, que no debió de formar nunca parte de las cloacas.
Las paredes, calcinadas por el fuego, habíanse agrietado, abriéndose una brecha bastante ancha.
—Hemos llegado —dijo el brahmán—. Subamos la escalera y estaremos a cielo abierto.
—¿No habrá soldados dispersos por las ruinas?
—No he visto más que a algún que otro mendigo.
—¡Ah…!
—¿Qué os pasa, Alteza?
—¿Están todos con buena salud en el campamento de Sindhia?
—¿A pesar de la rotura de aquellas dos botellas? Sí, Alteza. Quizá se desarrolle más tarde la enfermedad.
—Puede ser. Esperemos.
Atravesaron el subterráneo, subieron por una escalera de piedra y se hallaron al descubierto entre una cantidad inmensa de ruinas.
—¡Pobre capital mía! —dijo Yáñez—. No tuve más remedio que destruirla para contener los asaltos de Sindhia. Sin esta gigantesca hoguera no habría podido esperar la llegada de Sandokán.
Kiltar se había detenido junto a un muro todo ennegrecido, y parecía querer orientarse entre aquel caos inmenso de ruinas.
—Seguidme —dijo al cabo de un rato—. No tendremos muchos encuentros, pero es menester que apaguemos, vosotros las antorchas, y yo mi lámpara; las volveremos a encender más tarde, si es preciso.
Escuchó un momento, y luego se puso en marcha siguiendo el muro que parecía extenderse en dirección a los baluartes.
Sobre la ciudad destruida reinaba un silencio infinito. Parecía haberse convertido en la ciudad de los muertos.
Sin embargo, allá lejos, entre las tinieblas, brillaban numerosas hogueras que indicaban los campamentos de los bandidos de Sindhia.
El destacamento apresuraba la marcha, avanzando en fila india, con las carabinas amartilladas.
Un gran calor se sentía aún entre aquellas ruinas. Parecía que, después de tantos días, se conservaba todavía el fuego en ciertos lugares.
Y, en efecto, de cuando en cuando venían sobre el destacamento oleadas de aire ardentísimo, sofocante, que les obligaban a interrumpir la marcha durante algunos instantes.
—Me van a llamar el Nerón de la India —dijo Yáñez—; pero yo necesitaba salvar mi vida.
Por fin aparecieron los baluartes.
Hallábanse reducidos a un tristísimo estado a causa de la explosión de sus depósitos de pólvora.
Brechas gigantescas, obstruidas de escombros, se descubrían por todos lados, y eran tan anchas que hubiesen permitido el paso a una gran columna de asalto.
Kiltar, que parecía conocer la ciudad mejor que el maharajá, y aun que el mismo rajaputra, guió al destacamento a través de una enorme brecha, a cuyos costados yacían las casamatas completamente destrozadas, y lo condujo hasta llegar a campo raso.
Por aquella parte no se veía ninguna hoguera. Sindhia no había pensado en cercar completamente la ciudad, no imaginándose que por las cloacas se pudiese llegar en algunos sitios a flor de tierra.
—¡Oh, famoso guerrero! —exclamó Yáñez con acento irónico—. ¡Y todavía se jacta de ser un gran capitán! ¡Bien dirigidos están estos pobres parias, faquires y rajaputras! Falta les hace otro general para hacer la guerra.
Atravesaron la fortificación, y se lanzaron por la tenebrosa campiña, no alumbrada siquiera por la luna o las estrellas, a causa de hallarse el cielo muy encapotado.
Alrededor de la capital había plantas y hierbas en abundancia, un poco marchitas por el intenso calor, al cual, sin embargo, habían resistido maravillosamente los bananos de hojas gigantescas.
A poca distancia hallábase una alquería, de sólida construcción y rodeada de árboles colosales.
Los hombres del destacamento, temerosos siempre de un ataque imprevisto, aunque nada lo hiciese presumir, penetraron en el huerto de la casa, y se pusieron a cortar presurosamente ramas y hierbas.
Habían ya reunido una buena cantidad, capaz de saciar, al menos por una vez, el hambre de los animales, cuando Kiltar y el cazador de topos, que se habían quedado de centinelas, se acercaron rápidamente a Yáñez, ocupado en fumar un cigarrillo con su tranquilidad acostumbrada.
—Alteza —dijo el brahmán—, los hombres de Sindhia nos han seguido, y acaso también cercado.
—¡Ah! —exclamó sencillamente el portugués—. Lo siento solamente por los elefantes. Aquí hay una casa, y bastante sólida. Ocupémosla, y veamos cómo se portan los famosos guerreros de Sindhia. ¡Por Júpiter! Las cosas se ponen bastante feas. Nosotros, aquí; Sandokán, allá abajo, sin conocer el conducto de la galería; y los elefantes y caballos, rabiando de hambre. ¿Cómo acabará esta historia?
—Gran Sahib —dijo el cazador de topos—. ¿Queréis que ahora que aún estamos a tiempo regrese a las cloacas para avisar a los amigos de nuestra grave situación? Además, ¿quién los guiará hasta aquí, aunque saliesen victoriosos por la boca de la alcantarilla?
—Eres un valiente. ¿Tendrás valor para ello?
—Sí, Alteza.
—Pues anda, marcha al punto. Quizá sea todavía tiempo.
—¡Oh, mis oídos son muy finos y sabrán avisarme enseguida de la proximidad del enemigo! Espero volveros a ver pronto.
Dicho esto, arrojó al suelo una gran brazada de hojas que se había cargado ya a las espaldas, y aquel diablo de hombre desapareció instantáneamente en las tinieblas, a pesar de su edad avanzadísima.
—Y tú, ¿qué piensas hacer, Kiltar? —preguntó Yáñez, volviéndose al brahmán, que, encorvado hacia el suelo, parecía escuchar con extremada atención—. ¿Te quedas con nosotros, o te vuelves con el rajá?
—Yo sigo creyendo que puedo seros más útil permaneciendo con los sitiadores que con vosotros. ¿Quién os informaría de lo que sucede en los campamentos de Sindhia? Mi cualidad de brahmán me autoriza para atravesar libremente entre ellos.
—Sin embargo, creo que me dijiste que el rajá quería fusilarte.
—Sin duda ha pensado que soy un hombre muy útil, y ha abandonado esta idea. Alteza, yo también me voy. No deben de estar lejos los guerreros de ese borracho. Atrincheraos en esta factoría, y resistid firme. ¿Cuántos cartuchos tenéis de carabina?
—Cien.
—Tomad también los míos. Adiós, Alteza; y procurad no dejaros prender, porque el rajá no os perdonaría.
—¡Bah, lo sé! —respondió Yáñez—. Anda con Dios.
El brahmán se inclinó casi hasta el suelo, y enseguida partió a su vez a escape para que no le sorprendiesen tan próximo a los enemigos de su amo.
Entretanto todos los montañeses y el hercúleo rajaputra habían ocupado la factoría, que se hallaba abandonada por sus dueños.
Era una casa de un solo piso, con cuatro habitaciones y ocho pequeñas ventanas que más bien parecían saeteras.
En su interior había escasos y toscos muebles; en cambio, en una de las tres estancias, destinadas a almacenes, descubrieron al punto los montañeses muchos sacos bien llenos de arroz, habichuelas, pescado seco para preparar el curry, y una cuevecita provista de leña.
—Gran Sahib —dijo el rajaputra, que había examinado minuciosamente la casa—. Si somos económicos, podremos tirar aquí unos quince días; verdad es que no podremos comer hasta saciarnos.
—¿Y el agua?
—Aquí hay un pequeño pozo.
—No creí tener tan buena suerte. Entonces resistiremos mucho tiempo.
—Tenemos muchas municiones, y estos montañeses, que son casi todos cazadores, difícilmente yerran el tiro. Además, buscando bien, quizá encontremos algún depósito de pólvora. Los campesinos indostanos acostumbran tenerla siempre.
—Después buscaremos. Por ahora ocupémonos de fortificarnos bien. ¿Son fuertes las puertas?
—Robustísimas, y con dos travesaños de madera muy dura.
—Ordinariamente las factorías tienen siempre una abertura, que conduce al tejado.
—También la hay en esta; la escalera está en la cuarta habitación que sirve de almacén.
—Entonces vamos a ponernos de centinela. Los montañeses se quedarán aquí y dispararán por las ventanas.
Algo tranquilizado, penetró con el rajaputra en el almacén, llevando la lámpara que había dejado el brahmán; subió por una escalera de bambú, y empujó hacia arriba una pequeña trampa que dejó al descubierto una abertura capaz de dar paso a una persona.
—No me había engañado —dijo Yáñez tendiéndose sobre la techumbre formada por fango bien seco y mezclado con paja—. Desde aquí podremos ver mejor y seguir los movimientos de los bandidos. ¡Por Júpiter, me parece que voy a dar una lección terrible a esa canalla!
—Somos pocos, pero resueltos —dijo el rajaputra.
Levantáronse sobre las rodillas y se pusieron a observar.
Como la oscuridad era muy profunda, no podían distinguirse los bultos, y menos por haber alrededor de la factoría inmensas higueras bardanas, que hacían una sombra densísima.
En vano aguzaron vista y oído los dos hombres: nada vieron ni percibieron ningún rumor sospechoso.
Sin embargo, estaban convencidos de que no se habían engañado el brahmán ni el cazador de topos.
—¿Qué decís, gran Sahib? —preguntó el rajaputra—. Yo no oigo más que a los grillos, y sólo veo algunas estrellas brillantes entre los jirones de las nubes.
—Calla —dijo Yáñez, que continuaba escuchando—. Yo también tengo muy buena vista y oído finísimo.
—¿Vienen? —preguntó el rajaputra, tras medio minuto de silencio.
—Me parece que se mueven hombres al otro lado de las higueras.
—¿Serán los bandidos del rajá?
—¿Quiénes otros van a ser?
—No sé cómo nos han seguido. ¿Tenéis confianza en ese brahmán acaso?
—Absoluta.
—Yo, ciertamente, muy poca.
—Nos ha dado ya pruebas de ser amigo sincero.
—¡Hum…! Veremos más adelante. ¿No os parece, gran Sahib, que los hombres de Sindhia tienen mucho miedo a atacarnos? Debían estar aquí ya a estas horas.
—Creerán que hemos traído una de las ametralladoras que tan cruelmente los diezmaron en los junglares en torno a los elefantes del Tigre de Malasia.
—¡Qué valiente es ese príncipe bornés, vuestro amigo!
—Sobre todo es un terrible guerrero. ¡Oh, sin duda hará alguna de las suyas! ¿Crees que vendrá aquí a libertarnos?
—Mucho le costará, gran Sahib.
—¡Oh, no importa! Una vez que se haya lanzado, ningún obstáculo es capaz de detener a ese bravo guerrero.
—Lo creo, pues ha conseguido atravesar los junglares y unirse a nosotros en las cloacas. Además, sus soldados son hombres que no temen a nadie.
—La muerte jamás ha aterrorizado a esos valientes.
En aquel momento viéronse brillar varias lámparas, que al punto se apagaron, en la oscura sombra de las numerosas y copudas higueras.
—¿Has visto? —preguntó Yáñez.
—Sí, gran Sahib —respondió el rajaputra.
—¿Queréis que probemos a hacer algún disparo?
—Las municiones son de mucho valor, amigo, y debemos economizarlas hasta que llegue Sandokán.
—¿Vos creéis, pues, que vendrá?
—Si el cazador de topos logra regresar a las cloacas, nada será capaz de detener a mi amigo. Esperemos.
Viendo que los bandidos no se decidían a dar señales de vida, bajaron a la factoría.
Los montañeses habían fortificado las puertas, y encendido fuego, sobre el cual pusieron a cocer en una gigantesca olla arroz, pescado seco y hierbas aromáticas, para preparar el curry.
Durante aquel día no habían recibido más que un pequeño trozo de carne de caballo mal asada, y sabido es que los montañeses están siempre con ganas de comer.
—Esta buena gente no pierde el tiempo —dijo Yáñez sonriendo.
—El hombre bien alimentado se bate mejor, gran Sahib —dijo el jefe del pequeño destacamento.
—En efecto, eso dicen también los soldados ingleses.
—Servíos, gran Sahib. Aquí está la vajilla, que hemos lavado cuidadosamente. También vos, a pesar de vuestras preocupaciones, debéis tener un poco de apetito.
—Es probable, amigo —respondió Yáñez—. Nunca he sido muy aficionado al curry, pero a falta de otra cosa mejor, haré trabajar con él mis dientes y mi estómago.
Pusiéronse a comer, mientras dos montañeses subían a la techumbre, dispuestos a dar la voz de alarma.
Nadie los interrumpió. Parecía que los bandidos de Sindhia, pésimos soldados, no se decidían a intentar un ataque resuelto.
—Si las cosas siguen así, podremos esperar aquí aunque sea una semana —dijo Yáñez al rajaputra, que volvía de interrogar a los centinelas.
—No os fieis, gran Sahib —respondió el gigante, aceptando un cigarrillo que el portugués le ofrecía, no de muy buena gana, por estar ya muy reducida su provisión—. Esos hombres no son guerreros, sino chacales.
—Eso ya lo sabía yo; pero ¿qué quieres decir con ello?
—Que nos espera alguna bárbara sorpresa.
—¿Cuál?
—Que nos quemen vivos.
—¡Rayo de Dios!
—Hay muchas plantas y excesiva paja alrededor de esta casa.
—¿No tenemos un pozo?
—¡Por Shiva! Os admiro. Jamás he visto un hombre tan seguro de sí mismo como vos, gran Sahib.
—Si no fuese así, no habría sido un conquistador —respondió Yáñez sonriendo—. Pero pienso que puedes tener razón, y sería preciso tomar alguna precaución.
—Mandad, gran Sahib.
—Saca fuera a los montañeses y haz destruir la paja y derribar los árboles que rodean la casa.
—¿Tendremos tiempo?
—Yo me quedaré con un par de hombres haciendo centinela en el techo. Ya sabes que yo no yerro un tiro.
—No querría encontrarme en vuestro punto de mira.
—Anda, que el tiempo urge.
Mientras el gigante, seguido de los montañeses, abría la puerta, que había sido fuertemente atrancada, Yáñez subió al tejado, llevando consigo la lámpara del brahmán, envuelta en un trapo.
La oscuridad continuaba siendo profunda, aunque el alba debía de estar ya muy próxima. El cielo seguía entenebrecido por grandes masas de nubes, empujadas por un viento fortísimo que soplaba del Norte, o sea de las altísimas montañas del Himalaya.
—¿Nada? —preguntó Yáñez a los dos montañeses, que se habían tendido sobre la techumbre con las carabinas delante.
—Nada, gran Sahib —respondió uno de ellos—. Sin embargo, no deben de estar lejos, porque hace poco hemos oído el aullido de un chacal, y no parecía verdadero. Los montañeses conocemos muy bien a esos animales, que infestan en gran número a nuestras montañas. Y son tan audaces, al menos en nuestras aldeas, que hasta arrebatan a los muchachos.
—Cosas viejas —dijo Yáñez—. Puedes contárselo a tus nietos, si los tienes.
—Media docena, gran Sahib.
—Pues tendrás que charlar con ellos una noche entera. Pero esto no importa ahora. ¿Has contestado al primer aullido de chacal?
—Enseguida, gran Sahib.
La frente del maharajá se ensombreció por tercera o cuarta vez.
—¡Por Júpiter! —murmuró—. La aventura es más seria de lo que yo pensaba. ¿Trataran realmente de quemamos?
—Gran Sahib…
—¡Calla!
Yáñez se había levantado sobre sus rodillas y apuntaba con su carabina.
El cañón pareció seguir por un instante una sombra; y al punto rompió el silencio de la noche una formidable detonación, seguida de un grito agudísimo.
—¡Blanco! —dijo uno de aquellos montañeses, aguzando la mirada.
—Lo creo —respondió el portugués—. Un maharajá debe tirar como un famoso guerrero.
—Un hombre menos que le queda a Sindhia.
—Bien poca cosa —respondió Yáñez con leve acento de amargura—. Una ametralladora de mi amigo habría despejado ya todo el terreno alrededor de toda esta topera. Por desgracia, los conductos de las cloacas eran demasiado estrechos para que pudiesen pasar esas armas formidables. ¡Oh, vendrán! No desespero todavía. —Volvió a cargar tranquilamente su carabina, y se tendió sobre la techumbre, clavando en la lejanía sus miradas.
Los dos montañeses se habían arrastrado hasta el borde del techo, con la esperanza de hacer también algún buen tiro, que disminuyese las hordas, demasiado numerosas, del exrajá.
Con gran sorpresa de todos los sitiados, no se efectuó ningún ataque por parte de los sitiadores. ¿Tendrían miedo, o preferirían esperar el día para examinar mejor las fuerzas de los sitiados?
—He aquí una noche perdida inútilmente —dijo Yáñez—. ¡Con la falta que me hacía descabezar un sueñecito! ¿Cuándo podrá ser eso?
Encendió otro cigarrillo, arrojando muy lejos la cerilla para no prender fuego a la techumbre, y se puso en pie, mirando en todas direcciones.
El sol comenzaba a aparecer, ahuyentando con rapidez fulmínea las tinieblas. Sabido es que en aquellas regiones no existen casi crepúsculos.
—¡Oh! —exclamó Yáñez—. No se engañaron el cazador de topos ni el brahmán.
Y enseguida, volviéndose a los dos montañeses, les dijo:
—¡Eh, levantaos y mirad también vosotros!
Los dos hombres se levantaron de un golpe, y dirigieron sus miradas a lo lejos sobre la vasta llanura, dorada por el sol, e interrumpida sólo por los baluartes arruinados de la capital.
A quinientos o seiscientos metros de la factoría, se agitaban entre los arrozales algunos centenares de bandidos, en su mayor parte parias y faquires, aunque tampoco faltaban pequeños grupos de rajaputras.
—¿Qué decís, pues? —preguntó Yáñez a los dos montañeses.
—Que esa gente no se atreve a atacarnos —respondieron los dos a una.
—¿Querrán rendirnos por hambre?
—Es lo más probable, gran Sahib —dijo el más viejo de los montañeses—. Así se arriesgan menos.
—Pero quizá nos engañemos —dijo el portugués, alzando rápidamente la carabina—. He allí un faquir que se acerca a nosotros, haciendo ondear un trapo roñoso. No le dejaré ciertamente aproximarse mucho. Ese farsante viene a espiarnos fingiéndose parlamentario. ¡Oh, no, amigo! No se nos engaña así a nosotros.
Un hombre había atravesado la línea de las espesísimas higueras banianas, y se acercaba lentamente, haciendo ondear un andrajo, que sin duda debía de ser un sucio dug-bah.
Pertenecía a la casta de los faquires, llamados nanck-punthy, a los cuales se les reconoce en seguida por una extraña costumbre suya de origen desconocido y que consiste en llevar una sola bota.
Cubríale la cabeza un ancho turbante, muy sucio y adornado con campanillas de plata, y rodeaban su cuello hilos de perlas entretejidos con hilos de hierro.
Su vestido consistía en una sayuela de color imposible de definir y bastante destrozado.
Estos faquires no son tan poderosos como los llamados saniassi, verdaderos ladrones que se imponen a todos y saquean sin misericordia las huertas de los pobres hortelanos.
Vagan en grandes grupos, golpeando dos bastones el uno contra el otro, y recitando al mismo tiempo con increíble ligereza un trozo de alguna vieja leyenda indostana. Pero ¡ay de la gente que no socorre a estos miserables! Todas las maldiciones imaginables caen sobre el pobre campesino que no les da siquiera un cuarto de rupia.
El faquir, después de atravesar la espesa arboleda, habíase detenido a unos ciento cincuenta metros de la casa, como si no estuviese muy decidido a seguir adelante.
Yáñez hizo portavoz con sus manos, después de entregar por un momento su carabina a un montañés, y gritó con todas sus fuerzas:
—¿Qué vienes a hacer aquí?
El faquir agitó desesperadamente su bastón, y contestó en lengua inglesa bastante pura:
—Me manda el rajá Sindhia.
—¿Qué quiere de nosotros? ¿Balas de carabina?
—Quiere que os rindáis.
—¿Y para tratar de semejante negocio me envía un mendigo? Tu amo quiere burlarse de nosotros, y te voy a dar un buen consejo: no des un paso más, porque te mato de un tiro.
—Soy un parlamentario, Sahib.
—Tú no eres más que un bandido. Ya estás girando sobre tu único zapato, y yéndote a decir a tus compañeros que somos cincuenta, bien provistos de víveres y municiones, y que, por tanto, no nos rendiremos sin una resistencia terrible.
—Tenemos rajaputras.
—¡Sí, los que estaban a mi servicio! —rugió Yáñez, perdiendo su calma de costumbre.
—Ahora sirven al rajá, Sahib.
—¿Cómo? ¿Te atreves a llamarme simplemente señor, y no maharajá? Entonces ¿qué soy yo?
—Un príncipe sin trono —respondió audazmente el faquir.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Sindhia; y, además, ¿dónde se halla ahora tu capital, Sahib?
—La mitad en las cloacas y la otra mitad aquí —respondió Yáñez, que se contenía a duras penas.
—¡Famosa capital! —gritó el faquir con acento irónico—. Vale más mi pobre cabaña.
—No sé si tu cabaña estará tan bien defendida como esta.
—Quizá mejor, porque siempre está llena de serpientes.
—Las cuales no nos asustarían ciertamente. Pero ahora pienso que has charlado bastante, y te invito por segunda vez a dar una vuelta sobre tu zapato y marcharte, antes de que se me escape algún tiro de la carabina.
—Un momento, gran Sahib. ¿Qué debo responder al rajá?
—Que nos hallamos aquí muy bien; que comemos, bebemos y fumamos, sin preocuparnos de nada. Ahora, mendigo, si te parece, da a los rajaputras orden de atacarnos.
—Necesitarían saber cuántos hombres tenéis.
—Cincuenta, con dos ametralladoras.
—¡Ah, las terribles armas!
—Ahora vete. Ya es tiempo; hemos hablado bastante. Conque anda, y no vuelvas atrás.
—Nos volveremos a ver antes de lo que creéis, gran Sahib —respondió a gritos el faquir—. ¡Os arrancaremos la corona!
Yáñez apoyó el dedo en el gatillo de su carabina; mas después se detuvo diciendo:
—¡Bah, lo mataré otra vez cuando no vaya agitando ese andrajo! Respetemos a los parlamentarios.
Sentóse sobre el techado y miró alrededor.
Los diez montañeses que se hallaban abajo, guiados por el rajaputra, habían sacado fuera las gavillas de paja y las arrojaron a un próximo arrozal copiosamente regado, y además habían talado los matorrales que se hallaban alrededor para que los enemigos no pudiesen incendiarlos.
Ni rajaputras, ni parias, ni faquires habían osado disparar un solo tiro.
Las ametralladoras de Sandokán debían haberlos amedrentado terriblemente, y, temerosos de que hubiese también alguna en la factoría, y juzgándose quizá muy débiles, habían permanecido completamente inactivos.
Sin embargo, aquella tranquilidad no era suficiente para tranquilizar del todo al maharajá.
—Aquí me juego realmente mi corona —dijo—. Si no vienen en mi ayuda Sandokán y sus valientes, vamos todos a acabar mal. ¡Bah! La guerra es la guerra, y yo me he criado entre el tronar de cañones, espingardas y carabinas. ¡Veremos!
V. La retirada
Apenas el cazador de topos abandonó la factoría se lanzó en furiosa carrera, orientándose perfectamente. Acostumbrado a vivir en las tinieblas, no necesitaba luz para caminar. Sus oídos tenían, además, una extraordinaria finura.
Aquel viejo poseía una energía indomable, y tenía músculos de acero. Puesto a correr, parecía un galgo.
Había ya sentido, más bien que oído, a los enemigos, y procuraba no encontrarlos. Por desgracia, la noche era extremadamente oscura, aun para un hombre habituado a vivir entre las tinieblas de las cloacas, y fue a dar en las manos de dos rajaputras, que se habían puesto en acecho detrás de las higueras banianas.
—¿Quién eres? —le gritaron los dos guerreros, sujetándolo fuertemente y arrojándolo con rudeza al suelo.
—El dueño de esa factoría que veis allí —respondió el cazador de topos—. Han venido unos hombres, me han apuntado sus pistolas a la garganta, y después me han tirado a través de la puerta como si fuese un costal de trapos.
—¿Y adónde huyes ahora? —preguntó el más viejo de los guerreros.
—Ni yo mismo lo sé —respondió el baniano—. Corría sin dirección fija, por miedo a que esos hombres me matasen.
—¿Hay muchos dentro de esa casa?
—Yo he visto muchos, pero no sabría precisar el número, Sahib. Estaba muy asustado.
—¿Has visto armas gruesas?
—¿Cañones?
—No; unos instrumentos extraños que tienen unos tubos en forma de abanico y que hacen un fuego infernal.
—Sí, en efecto; paréceme haber visto algo semejante.
—Se llaman ametralladoras.
—No sé nada. Yo no soy más que un pobre labrador, arruinado ahora sin remedio, pues ni el rajá, ni el maharajá, ni la rhaní, me indemnizarán por la pérdida de mi factoría.
—Quien acaso te pague será el rajá —respondió el rajaputra.
—Has dicho acaso, Sahib.
—La guerra cuesta cara, y nuestro amo debe de tener, al menos por ahora, las arcas vacías.
—Entonces no me queda otro arbitrio que juntarme con unos parientes míos que poseen también otra factoría, y ofrecerles mis últimas fuerzas, para no morirme de hambre.
—¿Se encuentran muy lejos?
—A unas treinta millas, lo menos —respondió el cazador de topos.
—Antes que llegues, te devorarán los leopardos o los tigres.
—Así habré terminado de sufrir. Soy ya viejo, muy viejo.
—Pero corrías como un chacal joven.
—El miedo me ponía alas en los pies.
Los dos rajaputras cambiaron entre sí una mirada; después, el que había hecho el interrogatorio dijo a su compañero:
—Dejemos marchar a este desgraciado, empobrecido completamente por la guerra.
—¿Y si fuese un espía del maharajá? —preguntó el rajaputra más joven.
—Seguramente no se servirá de gente tan vieja; ya hemos sabido bastante, y este pobre hombre no podrá darnos más noticias.
—Haz lo que quieras.
—Anciano, estás libre; pero guárdate de malos encuentros. Bien sabes que en los junglares se esconden muchas bestias feroces, siempre hambrientas de carne humana.
—Buenas noches, Sahib —dijo el baniano, fingiéndose conmovido—. Vosotros sois buenos.
Y enseguida reanudó su carrera, y desapareció bien pronto en los boscajes que se extendían al sur de la capital, los cuales conocía palmo a palmo por haber sido también cazador.
No se atrevía a dirigirse enseguida hacia las cloacas, temiendo que los dos rajaputras le siguiesen de lejos.
Caminó un par de millas, casi siempre corriendo; después se deslizó entre los arrozales y llegó a los baluartes.
Por aquel lado no había tropas. Quizá Sindhia las había acumulado ante la boca de la alcantarilla.
Vagó entre las ruinas, que todavía conservaban algún calor, y después de haber dado un gran rodeo, logró ganar el subterráneo.
No llevaba lámpara alguna, pero ya sabemos que aquel hombre extraño, hecho a vivir entre tinieblas, veía en ellas lo mismo, o quizá mejor, que un gato.
Enfiló la galería que atravesaba rotondas y emprendió de nuevo la carrera. Aquel viejo tenía una resistencia absolutamente increíble.
Estaba ya a punto de desembocar en la cloaca central, cuando oyó vigorosas descargas. Parecía que en la boca de la alcantarilla se había empeñado una gran batalla.
Entre las detonaciones percibíanse los formidables barritos de los elefantes y los relinchos de los caballos.
El cazador de topos continuó corriendo por la cloaca; pero al ver una hoguera encendida en un margen de la corriente, refrenó el paso, gritando:
—¡No disparéis! ¡Soy el malabar!
Alrededor de unos trozos de leña, hallábanse reunidos, como en consejo, Sandokán, Tremal-Naik, Kammamuri y el viejo guerrero malayo a quien llamaban Sambigliong.
Al ver llegar como una tromba y solo al cazador de topos, pusiéronse en pie todos, presas de vivísima emoción.
—Ha sido preso el maharajá, ¿verdad? —le preguntó ansioso Sandokán.
—Preso, no; pero se encuentra sitiado en campo abierto dentro de una sólida factoría, tras cuyos muros podrán resistir pocos días sus compañeros.
—¿A qué distancia de los baluartes?
—A dos millas. Íbamos a hacer acopio de hojas para nuestros elefantes, cuando las gentes de Sindhia se nos echaron encima, y con tal rapidez que sólo yo tuve tiempo de huir para traeros tan triste nueva.
—¿Y el brahmán? —preguntó Tremal-Naik.
—También él se puso a salvo. No debía exponerse al peligro, por ser él tan conocido en los campamentos del rajá.
—Dime ahora —intervino Sandokán, que había recobrado prontamente su extraordinaria sangre fría—. ¿Cuánto tiempo podrá resistir el maharajá?
—No sé deciros, gran Sahib. Todo depende de la tenacidad y valor de los sitiadores.
—¿Son muchos?
—Lo menos quinientos o seiscientos.
—Y los nuestros no son más que trece. Ya no tenemos tiempo para esperar a que se desarrollen los gérmenes del cólera, si es que se desarrollan. Yo no he tenido nunca confianza alguna en esas botellas. El holandés habría hecho mejor en fabricarnos granadas de mano. ¿Y tú qué dices, Tremal-Naik?
—Opino como tú —respondió el cazador de la Jungla Negra.
—¿Qué debemos, pues, resolver? No podemos permanecer más tiempo aquí, porque además, los elefantes y los caballos son presa del hambre. Antes que se debiliten por completo, sirvámonos de ellos. Daremos una carga furiosa con todos nuestros animales, y correremos en auxilio de Yáñez.
—Siempre eres el mismo —dijo Tremal-Naik—. Jamás has contado a tus enemigos.
—He guardado siempre esa buena costumbre, y nunca he tenido que arrepentirme.
—Y una vez salvado Yáñez, ¿adónde iremos?
—Nos refugiaremos entre los montañeses de Sadhja. Allí no vendrá Sindhia a molestarnos, te lo aseguro.
—Pero entretanto se apoderará de las mejores ciudades de Assam, que nosotros no podremos defender.
—Se las quitaremos después —respondió Sandokán—. Ahora ya hay que reconquistar de punta a punta este famoso imperio, por el cual no daría cien rupias, pues produce más daño que utilidades.
—Pues será una empresa algo dura.
—Nuestro oficio es batallar de continuo. Ya me empezaba a aburrir mortalmente en Mompracem, donde los ingleses me dejan tranquilo.
Contempló detenidamente el rostro del cazador de topos, que no había pronunciado una sola palabra, y le preguntó:
—¿Sabrás tú conducirnos a la factoría sin equivocar el camino?
—Respondo de ello en absoluto, gran Sahib —contestó el baniano—. Colocadme junto al cornac que guíe el primer elefante, y veréis cómo vamos, o mejor, corremos como galgos en derechura a la factoría.
Sandokán miró su reloj.
—Son las tres. Aprovechemos la hora que aún queda de oscuridad. Hará calor; la empresa será dura, pero no desespero de lograrla. Sindhia sólo tiene una gentualla que cederá enseguida al primer ataque.
—¿Y los rajaputras? —preguntó Kammamuri.
—Hemos matado tantos en los junglares, que me parece que le deben de quedar muy pocos a Sindhia. Además, parte de esos guerreros están ocupados alrededor de la factoría.
Sandokán examinó su carabina y sus pistolas, hizo correr varias veces dentro de la vaina su cimitarra, y enseguida dijo con voz resuelta:
—Vamos; tendremos algún muerto, pero no lo podemos evitar.
Pusiéronse todos en marcha, sin cuidarse de apagar la hoguera, y llegaron al sitio donde se hallaban los elefantes y los caballos.
Los pobres animales, atormentados por el hambre, llenaban la gran cloaca de formidables fragores.
En vano los cornacs trataban de calmar con caricias y palabras a los gigantescos proboscidios, que se habían puesto furiosos.
El holandés se hallaba en el houdah o castillete que contenía sus famosas cajas llenas de botellas homicidas, según él afirmaba.
—Señor Van Horn —dijo Sandokán—. Dejad dormir vuestros microbios y preparad vuestras armas de fuego.
—¿Cómo? —exclamó el médico—. ¿Partimos sin esperar el desarrollo de mis bacilos Virgula?
—No tenemos tiempo que perder, señor —dijo Sandokán con algo de rudeza—. Además, yo siempre he tenido más confianza en mis ametralladoras y en los kampilangs de mis guerreros.
—¡Oh, no importa! Las gentes de Sindhia morirán lo mismo —respondió el holandés, con su flema acostumbrada.
Junto a los elefantes y los caballos estaban los cornacs y dos docenas de malayos.
Sandokán les dio algunas órdenes con voz breve.
—Os esperaremos —dijo después— en la salida de la gran cloaca. Procurad que estén cargadas todas las ametralladoras. Son las armas en que más confío.
Después, seguido de sus compañeros y del cazador de topos, se lanzó con rapidez a lo largo de la cloaca.
En la boca de esta ya no se combatía. Los bandidos de Sindhia, después de haber hecho una débil tentativa para forzar la entrada, se habían retirado prontamente ante las grandes carabinas de los malayos y dayakos, que los ametrallaban implacables sin darles cuartel.
Cuando Sandokán llegó, sus hombres, enterados ya de lo que se trataba, estaban dispuestos a empeñar la lucha. Aquellos terribles piratas de los mares tenían, lo mismo que su tremendo capitán, adquirida costumbre de lanzarse al abordaje y emprender el asalto sin preguntarse jamás cuánta gente tenían enfrente.
Eran guerreros que no temían ni a cañones ni a bayonetas. A tantas victorias les había conducido el Tigre de Malasia, que jamás temían empeñar un combate.
—Con cincuenta mil hombres como estos se puede conquistar el Asia entera —murmuró Tremal-Naik.
Los elefantes y los caballos llegaron sin mucho estruendo, pues los cornacs y los jinetes hacían todo lo posible para mantener los animales en calma.
Sandokán habíase adelantado hacia la boca de la cloaca en compañía de Tremal-Naik, Kammamuri y el cazador de topos, e interrogaba ansiosamente a las tinieblas.
Nada se advertía; pero era seguro que los bandidos debían de hallarse reunidos en gran número, pues hasta pocos minutos antes habían estado disparando contra la entrada de la cloaca.
—De fijo que no se esperan esta sorpresa —dijo a Tremal-Naik—. Cargaremos a fondo, y nos abriremos paso sin sufrir muchas pérdidas.
—Hemos probado ya otras emociones, ¿verdad, amigo?
—Sobre todo a bordo del Rey del Mar —respondió el famoso cazador—. Y eso que entonces combatíamos contra mi yerno.
—Y tú, cazador de topos, que ves de noche como los gatos y los chacales, ¿distingues algo? —preguntó Sandokán al baniano.
—Sí; alrededor de la mezquita hay hombres reunidos.
—¿Muchos?
—No sé deciros, gran Sahib.
—Montemos; los cornacs no pueden contener a los elefantes.
Subieron rápidamente al houdah del primer elefante, colocáronse detrás de las ametralladoras y miraron por última vez a los demás animales, que al sentir el perfume de hierbas y de plantas traído por el viento hasta la gran cloaca, se agitaban y encabritaban, intentando escapar.
—Los dayakos a la derecha de los elefantes, y los malayos a la izquierda —gritó Sandokán—. Y ahora, ¡adelante! ¡A la batalla!
La Columna infernal se precipitó fuera del gigantesco subterráneo, lanzando espantosos gritos de guerra.
Los elefantes, unos detrás de otro, pusiéronse a correr furiosamente, barritando.
En un momento halláronse todos aquellos valientes en las proximidades de la mezquita.
—¡Fuego de ametralladoras! —rugió Sandokán—. ¡Pronto, pronto!
Centenares de hombres salieron de las tinieblas disparando desesperadamente contra los elefantes; pero el fuego de las ametralladoras los detuvo enseguida.
—¡A la carga, a la carga! —gritaba Sandokán.
Y la Columna infernal se lanzó con ímpetu irresistible rompiendo y machacando, mientras las ametralladoras y carabinas unían sus estampidos a aquel estruendo espantoso.
Los hombres de Sindhia, sorprendidos en el momento en que iban a acostarse, a pesar de ayudarles algunos destacamentos de rajaputras, abrieron sus filas ante aquella tromba formidable que sembraba la muerte por doquier.
Ya no disparaban. Les faltaba tiempo para emprender la fuga, arrojando hasta las armas de fuego que embarazaban su enloquecida carrera.
—¡Adelante mis malayos! ¡Adelante mis invencibles dayakos! —rugía Sandokán, sin interrumpir los disparos de la ametralladora que tenía delante y siguiendo atentamente las peripecias del combate—. ¡Cargad a fondo con el kampilang!
Al oír aquella orden, los noventa y cinco hombres colgaron las carabinas de sus arzones, empuñaron sus poderosas armas, de purísimo acero natural, afiladas como navajas, y se precipitaron en carrera desenfrenada, hendiendo y machacando.
Nada era capaz de detener a aquellos hombres, una vez lanzados al ataque; ni cañones, ni carabinas, ni bayonetas.
Los valerosos piratas de Malasia abrían una inmensa brecha entre los bandidos, que todavía intentaban reunirse, y les perseguían sin esperar a los elefantes.
Parias, brahmanes, faquires y rajaputras volvían a huir por segunda vez aterrados. Los heridos lanzaban gritos ensordecedores, siendo contestados con formidables barritos por los elefantes, enfurecidos por algunas heridas.
El camino estaba libre. La Columna infernal, que veinte mil hombres de Sindhia no pudieron detener en medio de los junglares, pasó a todo galope, aplastando muertos, heridos y sanos.
Entretanto las ametralladoras continuaban silbando y sembrando la muerte. Aquellas armas eran verdaderamente magníficas y aventajaban a las espingardas, cargadas de metralla hecha con clavos de cobre, tal como las empleaban en sus carabinas los malayos.
A lo lejos retumbaron siniestramente varios disparos de cañón hechos desde el inmenso campamento de Sindhia, por fortuna muy lejano, por artilleros probablemente nada experimentados en el manejo de las grandes armas de fuego.
—Esto marcha admirablemente —dijo Sandokán a Tremal-Naik, que no cesaba de disparar su carabina—. Ya sabía yo que toda esa canalla no podría oponer resistencia alguna a nuestro ataque.
Pero de pronto se interrumpió, lanzando un grito penetrante:
—¡Cuidado, cornac!
Los veinte elefantes que Sindhia robó tan hábilmente a Yáñez habíanse presentado en línea cerrada, para impedir el paso a los vencedores.
—¡Oh! —gritó Sandokán—. Sindhia lanza contra nosotros sus últimas reservas… Veremos si saben resistir a nuestras ametralladoras. ¡Adelante, y fuego de costado!
Las magníficas armas tronaron con perfecto acuerdo sin parar. Aquello era una verdadera lluvia de proyectiles penetrantes que se precipitaba sobre la inmensa barrera formada por los elefantes del rajá.
Los pobres animales, no habituados a la guerra y privados de sus cornacs, que habían sido muertos sobre sus enormes cuellos, se detuvieron ante aquella tromba de fuego que caía sobre ellos, y enseguida volvieron grupas y se lanzaron entre los fugitivos rugiendo y galopando.
La Columna infernal continuó su carrera. Ahora nadie podía ya detenerla.
Todos huían ante ella lanzando gritos de terror. Las famosas tropas del rajá, reclutadas en la Baja Bengala, donde jamás ha habido razas guerreras, estaban completamente derrotadas.
—¡Victoria! —gritó Sandokán sin dejar de disparar la ametralladora que tenía delante—. ¡Yáñez está salvado! Tenemos despejado el camino. ¡Podemos pasar!
Elefantes y caballos prosiguieron su endiablada carrera, lanzándose entre los arrozales y encaminándose hacia la sitiada factoría.
El cazador de topos, que montaba sobre el primer elefante detrás del cornac, se volvió hacia Sandokán, gritándole:
—¡Mirad, gran Sahib! Tendremos que sostener otra batalla. Según os dije, hay tropas rodeando la casa.
Una sonrisa feroz contrajo los labios del Tigre de Malasia, poniendo por un instante al descubierto dos soberbias filas de dientes que nunca mascaron un solo grano de betel; enseguida contestó con voz seca, que parecía un disparo de pistola:
—¿Otra batalla? ¡Magnífico! Somos capaces de sostener aunque sean diez.
Y la Columna infernal continuó avanzando cada vez más veloz. Todos tenían prisa por llegar a la factoría, pues a sus oídos llegaban descargas fragorosas.
Las hordas de Sindhia, aunque derrotadas, debían de haber sido reorganizadas enseguida para ser lanzadas en su seguimiento.
Era preciso maniobrar pronto, para evitar el peligro de verse cogidos entre dos fuegos.
El alba había ya despuntado cuando los elefantes, después de rodear los arrozales para no atascarse dentro de ellos, llegaron a la vista de la factoría.
También allí se combatía.
Yáñez, habiendo comprendido, sin duda, que Sandokán acudía en su socorro, había colocado a sus montañeses sobre la techumbre y abierto enseguida el fuego contra las bandas que se agitaban por la campiña, tratando de estrechar el asedio.
—Eso es una verdadera batalla —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Pero veremos cómo termina.
—¿Tienes alguna desconfianza?
—¡Oh, no! Pero pueden sobrevenir sorpresas que todo lo trastornen —respondió el Tigre—. ¿Cuántos hombres crees que habrá alrededor de la factoría?
—Si mis ojos no me engañan, quinientos o seiscientos.
—Me parece que has acertado. No deben de ser más. Los cogeremos por la espalda, y les haremos huir más que a prisa.
Después, alzando la voz, gritó:
—¡Eh, cornacs! ¡Apretad el paso! Este es el momento decisivo.
Los pobres animales, aunque hambrientos, obedecían aun las voces y caricias de sus conductores. Parecía que habían comprendido que se les pedía un esfuerzo supremo, y no cesaban de galopar, acompañados siempre en sus flancos por los jinetes.
Si hubiesen sido animales menos inteligentes, se habrían arrojado al punto sobre las plantas para calmar el hambre que atenazaba hacía cuarenta y ocho horas sus vísceras.
Entretanto, combatíase reciamente en la factoría. Las hordas de Sindhia que la cercaban, advirtiendo que iban a sobrevenir nuevos enemigos, se habían lanzado en desesperado ataque, con la esperanza de hacer prisionero al maharajá antes que le llegase el socorro.
Por desgracia para ellas tenían que habérselas con defensores resueltos y avezados a la guerra.
Los montañeses, habilísimos tiradores, habíanse tendido sobre la techumbre y disparaban en descargas de cinco o seis tiros cada una, derribando siempre otros tantos adversarios, los cuales, en su mayoría, manejaban por vez primera las armas de fuego.
Yáñez, parapetado detrás de una chimenea, hacía tiros maravillosos.
Cada bala que salía de su carabina dejaba a un hombre fuera de combate.
Ya no trataba de economizar las municiones, pues había descubierto en lontananza a la Columna infernal, que avanzaba a la carrera, galopando por las orillas de los arrozales.
—¡Disparad, disparad! —gritaba—. No nos faltarán después municiones.
Y los buenos montañeses, que valían quizá más que los rajaputras, repetían con gran calma sus descargas, haciendo grandes claros en las filas de los asaltantes, ya muy maltrechos y que disparaban al azar.
Viendo que los elefantes y jinetes habían ya llegado a menos de mil pasos, Yáñez hizo desocupar la techumbre y abrir la puerta. Ahora nadie podía ya aprisionarle.
—Mantengámonos firmes sólo cinco minutos —dijo a los montañeses— y estaremos a salvo. ¡Oh, ese Sandokán es un terremoto! Casi me causa espanto a mí mismo.
¿Cinco minutos? ¡Sobraban minutos! Las bandas de Sindhia, aterradas por la aproximación de la Columna infernal, que había reanudado el fuego de ametralladoras, comenzaban a huir, aunque se hallaban reforzadas por una nueva compañía de rajaputras.
Pero tampoco Sandokán se encontraba en muy buena situación, pues habíanle seguido millares y millares de parias, que corrían como gamos, aullando ferozmente.
Por fortuna, emprendieron la persecución demasiado tarde, y necesitaban todavía un buen rato para alcanzar la retaguardia de la Columna infernal.
Yáñez, con sus pocos valientes, había, como hemos dicho, abandonado la factoría, y empeñado también por su lado un enérgico combate.
—¡A ellos, a ellos! —gritaba—. Tenemos aquí a los invencibles Tigres de Malasia, ¡no temáis nada!
Los disparos de carabina se sucedían unos a otros con fragor incesante, a los cuales acompañaba el tableteo de las ametralladoras de Sandokán.
Una nueva victoria, al menos momentánea, se dibujaba con precisión ante los ojos de los hombres venidos de lejanos mares para defender al maharajá, que durante tantos años había combatido al lado de ellos allá abajo en sus islas, y al cual habían siempre idolatrado no menos que a Sandokán.
Nada los detenía ya. Sin esperar a que los elefantes rompiesen las líneas enemigas con los golpes de sus trompas, cargaban desenfrenadamente esgrimiendo sus kampilangs y haciendo una matanza espantosa.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán, mirando a Tremal-Naik—. ¡Quién me había a mí de decir que llegaría a tener caballería! ¡Mira cómo carga! ¡No harían más, ciertamente, ni los famosos lanceros de Bengala!
Y la columna entera, deshecho el enemigo, el cual sólo había opuesto débil resistencia, llegó de un postrer empujón a echarse casi encima de Yáñez y sus valientes compañeros.
Dos gritos penetrantes resonaron, dominando por un instante el estruendo de los disparos.
—¡Sandokán!
—¡Yáñez!
—¡Aún estás vivo!
—¿Acaso no soy también el Tigre Blanco de Mompracem?
—Sube, aquí hay sitio para ti. Tus hombres se acomodarán como mejor puedan sobre los otros elefantes. ¡Apresúrate! ¡Nos vienen persiguiendo!
—No estoy ciego ni sordo y bien advierto que disparan a tu retaguardia y avanzan a todo correr.
—¡Monta!
Los cornacs habían echado rápidamente las escalas, y todos los sitiados se encaramaron de un salto sobre los anchos dorsos de los proboscidios.
Yáñez y el gigantesco rajaputra subieron igualmente sobre el primer elefante, en cuyo houdah o castillete se hallaban Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri.
—¿Y ahora? —preguntó el Tigre de Malasia, que se preparaba a lanzar un nuevo torrente de metralla sobre los últimos fugitivos—. ¿Dónde vamos?
—A las montañas de Sadhja —respondió Yáñez.
—¡Con tal que tengamos el camino libre…!
—¿Lo dudas?
—Creo que Sindhia es más astuto de lo que piensas. Debe de haber dividido sus fuerzas para acumular gentes sobre los caminos de la montaña. Esta victoria nuestra no será definitiva.
—También yo comienzo a sospecharlo.
—Y el cólera, ¿no hace progresos?
Sandokán levantó los hombros.
—El «Demonio de la Guerra» era un hombre de valor, y nosotros lo vimos. Pero ese pariente de mi amigo creo que es un sabio que vale menos que el último médico del mundo. Todo se le vuelve charlar, y hasta ahora nada ha hecho.
—Esperemos; los microbios necesitan algún tiempo para desarrollarse.
—Bueno —dijo Sandokán—. Esperemos, pero pensemos mientras tanto en defender la piel.
Los elefantes habíanse detenido un momento y se atracaban de hojas, en lo cual no dejaron de imitarles los caballos; mas cuando sus cornacs dieron de nuevo la señal de partir, se pusieron otra vez en marcha a trote corto.
A cosa de una milla de la factoría se alzaba una pequeña colina de laderas notablemente frondosas, y Sandokán dio orden de conducirlos hacia la cima para explorar desde allí el país, no estando del todo convencido de que hubiesen sido ocupados los caminos que conducían hacia las montañas de Sadhja.
—Ahí arriba —dijo Yáñez— no podremos resistir mucho tiempo sin correr peligro de morir de hambre. Entretanto alguno de nosotros tratará de avisar a la rhaní y a los guerreros de Khampur. Un hombre solo, montado en un buen caballo, puede pasar inadvertido, pero no una columna tan pesada como la nuestra.
—Entonces habremos de sufrir un nuevo asedio —respondió el maharajá.
—Amigo, nuestras bestias están desfallecidas, y no podrían aguantar otro ataque en medio quizá de millares y millares de enemigos. No debemos sacrificarlas, porque podrán todavía prestarnos inmensos servicios.
—¿Y los elefantes que Sindhia me ha robado?
—No los hemos visto —respondió Sandokán—. He oído, aunque de lejos, sus barritos que sonaban tras las tropas que nos atacaban. Parece, pues, que no los ha perdido.
—¡Si todavía los tuviésemos!
—En ese caso, ni siquiera habría osado atacarte ese bribón. ¡Los elefantes, y además, los rajaputras…! ¡Y se decía que era un loco! Un gran zorro sí que es, querido Yáñez.
—El cual temo que nos ha de dar más que hacer que la otra vez.
—Allá veremos. Tenemos a los montañeses de Sadhja, y esos valientes lucharán como tigres. Los conduciremos de nuevo a la victoria.
—¿Tú tienes, pues, muchas esperanzas, Sandokán?
—Ya lo creo, amigo. Y además, pienso que nosotros siempre somos los invencibles Tigres de Malasia. ¿No has visto cómo sólo cien hombres hemos derrotado a millares de enemigos? Verdad es que atacaban con tal furia, que puesto en lugar de sus contrarios yo mismo habría temblado.
—Hay que rehacerlo todo —dijo Yáñez suspirando.
—Hasta tu capital —añadió Sandokán, casi sonriendo—. Nosotros, por fortuna, somos ricos como nabábs, y podremos hacer trabajar a la gente. ¡Condenado Sindhia! No esperaba de él semejante audacia, sobre todo después de haber muerto aquel canalla de griego que le servía de primer ministro.
—Y que fue quien le avisó.
—Es posible —respondió Sandokán—. Pero aquel hombre yace ahora en el fondo del lago Kim-Ballú, y después de tres años no volverá ciertamente a nado para acudir al lado de su señor.
La retirada entretanto se efectuaba sin dificultad. Los hombres de Sindhia, derrotados dos veces por la Columna infernal, no habían osado insistir en perseguirla.
Sin embargo, disparaban todavía a lo lejos, quizá más para animarse que por esperar que llegase alguna bala a su destino.
Los elefantes y los caballos, aun estando casi del todo desfallecidos, habían emprendido valerosamente la subida por la colina, abriendo un camino entre el boscaje.
Ninguna planta resistía al choque poderoso y a las formidables trompas de los elefantes, aunque se trataba de derribar los llamados palas, bellísimos árboles frondosos, de un verde azulado, y tronco muy nudoso y resistente, por ser riquísimo en raíces comestibles.
Hacia el mediodía llegaron los pobres animales a la cumbre de la colina, la cual, por extraordinaria suerte, hallábase casi toda cubierta de mhowah o mahuah, árboles que valen tanto o quizá más que los cocos, pues producen una cantidad enorme de flores, semejantes a pequeñas frutas redondas, de corola amarillenta, y vaina carnosa y muy nutritiva.
Estas flores, cuando están frescas, son dulces y agradables, aunque impregnadas de un fuerte olor a almizcle; una vez secas sirven para hacer una especie de harina excelente con la que se fabrican muy buenos panes.
Puede decirse que millares y millares de indostanos se sustentan sólo con estas plantas, extremadamente útiles, y tan fecundas en dar flores, que en toda estación producen no menos de ciento veinticinco kilos cada una.
Apenas los animales hubieron llegado, o por mejor decir, ganado la cima, Sandokán ordenó a los cornacs que quitasen los houdah a los elefantes, y las sillas a los caballos para que pudiesen pastar con toda libertad.
Había allí arriba hierbas en abundancia, grandes arbustos, y una especie de aljibe lleno de agua clara.
—Esto es el paraíso para los animales —dijo Yáñez a Sandokán—. He aquí un campamento verdaderamente maravilloso y conquistado sin gastar un cartucho. ¿Será esto un buen augurio?
—Hemos subido, amigo mío; pero no sé cómo y cuándo podremos bajar —respondió el Tigre de Malasia—. ¿Ves aquel riachuelo que serpentea por la llanura?
—Sí; como también veo que sus orillas están ocupadas por millares de hombres.
—Dispuestos a cerramos los caminos que conducen a las montañas —añadió Sandokán, que se había tomado de pronto pensativo—. No me he engañado; presentía el peligro. Si hubiésemos proseguido nuestra marcha por la llanura con los animales desfallecidos por el hambre y por los continuos combates, no sé qué hubiera sido de nosotros.
—Tú has sido siempre un hombre prodigioso.
—Y tú no menos que yo —respondió Sandokán—. A ningún maharajá se le habría ocurrido destruir enteramente su propia ciudad, para que al adversario le quedasen sólo las cenizas.
—Y ahora, ¿cómo nos defenderemos de este asedio?
—Los hombres de Sindhia no osarán subir hasta aquí. Las ametralladoras darían buena cuenta de ellos, que tienen un miedo grandísimo a estas armas desconocidas para ellos.
—¿Cómo estamos de municiones?
—Tenemos muchas cajas, y creo que durante una buena temporada nos bastarán. Más me he ocupado de la pólvora y del plomo que de las provisiones de boca.
—Siempre previsor.
—Nosotros hemos nacido para la guerra.
—Tal creo yo también.
Habíanse encaramado sobre una pequeña roca desde la cual podían abarcar con la mirada una vasta extensión de terreno. Kammamuri y Tremal-Naik los habían seguido.
Cien metros más abajo pastaban los elefantes y caballos agitando las colas y las orejas. Los malayos y dayakos, seguros de permanecer allí algunos días, habían empezado a construir pequeñas cabañas con ramas y hojas.
Los cuatro hombres, muy preocupados, pusiéronse a mirar en todas direcciones.
Veíanse millares de hombres, agrupados junto a las orillas del río, y en la llanura se iban reuniendo otros tantos, que venían de la destruida capital, o por mejor decir, de los campamentos de Sindhia.
Sandokán fijó su mirada en Kammamuri y le dijo:
—¿No me hiciste antes un ofrecimiento?
—Sí, señor Sandokán; el de correr a las montañas de Sadhja, y advertir a la rhaní y Khampur del grave peligro que os amenaza.
—No podrás partir sino entrada la noche, y acompañado.
—Entonces solicito que me acompañe el leal rajaputra.
—Concedido —respondió Yáñez—. Ese hombre vale por diez, y será un amigo tan útil como el cazador de topos.
—Lo sé bien, señor.
—¿Pero tú te sientes capaz de atravesar las líneas enemigas sin dejarte prender y fusilar? —preguntó Sandokán.
—El rajaputra y yo pasaremos —contestó Kammamuri con voz firme—. Aunque me cogiesen, sabría burlarlos, y llegar igualmente a las montañas de Sadhja.
—Pero ¿dónde está el médico? —preguntó Yáñez—. Desde que subimos aquí no he vuelto a verle.
—Estará ocupado en observar sus famosas botellas —respondió Sandokán con acento irónico—. ¡Oh!, en esas bombas tengo yo bien poca confianza. Valen menos que una buena bala de dos libras de las espingardas que todavía montan mis viejos paraos. ¡Bah…! ¡Veremos…!
Dicho esto púsose en pie. El campamento había sido rápidamente preparado por los malayos, dayakos y montañeses.
Además de construir numerosas cabañas, aquellos hombres infatigables habían derribado también muchos árboles, improvisando varias trincheras, en las cuales emplazaron bien seguras las ametralladoras.
Elefantes y caballos devoraban ávidamente, para desquitarse del prolongado ayuno que habían sufrido, en tanto que el viejo Sambigliong, siempre meticuloso y prudente, envió una pequeña columna de exploradores a través de la floresta, a fin de que el enemigo no se aproximase de improviso.
—Todo marcha bien, al menos por ahora —dijo el formidable pirata mirando a Yáñez y a Tremal-Naik—. El enemigo no se atreverá a intentar un asalto, y además, nosotros le prepararemos una buena sorpresa.
—¿Cuál? —preguntó el portugués.
—La cima de la colina está quebrada por varios sitios, en los cuales hay rocas enormes que no parece sino que piden se les deje rodar hacia la llanura.
—Nos serviremos de ellas como de cañones —dijo Tremal-Naik.
—Has acertado con la expresión —respondió Sandokán—. Esas rocas, arrojadas desde aquí arriba, impedirán a las bandas de Sindhia emprender el asalto.
—Si es que lo emprenden —dijo Yáñez.
—¿Qué quieres decir, hermano blanco?
—Que preferirán rendirnos por hambre.
—¡Oh, tenemos aquí víveres! Cuando hayamos consumido las flores nutritivas, comeremos caballos y elefantes. Tenemos provisiones para un mes.
—Y entretanto el cólera hará su oficio —dijo una voz detrás de ellos.
Habíase acercado al pequeño grupo el médico holandés, siempre elegante con sus lentes de oro, y con las manos hundidas en sus anchos bolsillos.
—Por lo visto vos seguís confiando mucho en vuestras famosas botellas —dijo Sandokán con acento algo áspero.
—¡Ya veréis! Los guerreros de Sindhia van a caer como moscas. Pero ¡por Santa Radegonda, patrona de Rotterdam!, esperad algún tiempo. Vosotros tenéis demasiado fuego en las venas.
—Está bien —respondió secamente el Tigre de Malasia—. Esperaremos.
—Yo preveo horribles estragos —dijo el médico.
—¡Con tal que el cólera no suba hasta aquí! —dijo Yáñez, que parecía no menos fastidiado que Sandokán de aquellas fanfarronadas.
—Ya me encargaré yo de evitarlo —respondió el holandés, con su flema acostumbrada—. Poseo poderosos desinfectantes que inmunizan nuestro campamento.
En aquel momento apareció Sambigliong.
—¿Qué hay, viejo amigo? —le preguntó Sandokán—. ¿Has escogido los dos mejores caballos?
—Sí, Tigre de Malasia; ahora están durmiendo, pero cuando se les haga partir, volarán más rápidos que flechas. La cena está servida; algo escasa, mas por ahora suficiente. Venid, señores.
VI. Un tiro funesto
Efectivamente, las hordas de Sindhia, desamparadas ya de los rajaputras, cuya mayor parte había caído antes en los junglares y después en la gran cloaca, no debían de poseer un extraordinario valor, a pesar de su número.
Con un rápido ataque hubieran podido conquistar la colina, y sin embargo permanecían acampadas en la llanura, mirando hacia arriba, y disparando algún tiro de fusil que iba a perderse entre la espesura de los palas. Debían, pues, esperar mucho tiempo los sitiados. Si se sostenían firmes algunas semanas, no tardarían los montañeses, mandados por el viejo Khampur, en abandonar sus aldeas para correr en auxilio del maharajá, el esposo de la rhaní, idolatrada por aquellos hombres rudos de las montañas.
Sólo era necesario obrar con presteza, pues a pesar de los frutos de los árboles, elefantes y caballos, los Tigres de Malasia podían correr peligro de morir de hambre.
Como hemos dicho, las bandas del exrajá se mantenían tranquilas, más ocupadas en prepararse campamentos que en inquietar al enemigo, a quien tenían bien cercado.
Preciso era confesarlo; Sindhia, el loco y el borracho, continuaba siendo, al menos por el momento, el más fuerte.
A medianoche Kammamuri y el rajaputra leal, montados cada uno sobre un caballo bien nutrido y descansado, se acercaron a la cabaña que los Tigres de Malasia habían construido para sus jefes con ramas y hojas gigantescas.
Delante ardía una gran hoguera que lanzaba fulgores, tan pronto amarillos como bermejos. Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el flemático holandés hallábanse fumando, atentos a cualquier posible alarma.
—Señores —dijo el valeroso maharata—. Estamos dispuestos a probar fortuna.
—Y ¿si os matan? —dijo Yáñez.
—Tenéis más hombres para enviarlos a las montañas, señor.
—Sí, los montañeses; porque los demás, no siendo Sambigliong, ignoran los caminos y no son conocidos allí. ¿Qué dices tú, Tigre de Malasia?
—Yo digo —respondió Sandokán— que antes de partir esperéis a que nosotros simulemos un ataque, para dejaros libre el camino de Oriente. He dado ya orden a mis hombres para que lleven muy abajo las ametralladoras, y abran un fuego infernal. Vosotros aprovecharéis la ocasión para bajar por la parte opuesta de la colina, y huir hacia las montañas.
—¿Cuáles son vuestros últimos encargos, señor Sandokán?
—Que reunáis todos los montañeses que podáis, y los guieis aquí. Como veis, es sencillísimo.
—¿Y bajarán a las llanuras de Assam?
—De eso respondo yo. Conozco muy bien a esos valientes, y además, se encuentran entre ellos la princesa y mi hijo.
—Entonces, el rajaputra y yo estamos prontos.
—Esperad un momento —dijo el holandés—. Voy a daros una botella llena de un fortísimo desinfectante que destruirá al momento todos los bacilos del cólera. La epidemia puede haberse desarrollado ya entre las tropas de Sindhia.
—Dejad eso en paz —dijo Sandokán—. Esta gente no tiene miedo a vuestros misteriosos bacilos.
—Es por precaución…
—¡Bah, dejadlos ir!
El holandés levantó los hombros, lanzó una gran bocanada de humo, y después dijo:
—No valía la pena que yo abandonase Malasia.
—Pero bien veis, señor Van Horn, que hasta ahora no han dado resultado alguno vuestro famosos viveros —dijo Yáñez.
—Esperad, esperad.
—¿Hasta cuándo? ¿Hasta el día que estemos todos muertos de hambre?
El holandés aspiró otra gran bocanada de humo de su pipa de porcelana, y respondió:
—¡Bah! Hay aquí mucha carne comestible. Yo sé que las trompas y pies de elefantes, asados en un horno abierto en la tierra, son bocados exquisitos. ¡Buenos atracones vamos a darnos!
—¿Y quién os llevará después, señor Van Horn? —preguntó Sandokán con acento siempre irónico.
—¡Pardiez! Mis piernas.
—Allá lo veremos.
Esto dicho, salió de la cabaña, ante la cual y junto a un gran fuego esperaban Kammamuri y el rajaputra, sosteniendo por las bridas a dos caballos de piel negra y brillantísima; dos hermosísimos animales de raza mongol, dotados de una gran resistencia y de una velocidad como la del rayo.
—Esperad —les dijo.
Empuñó un gran tizón de la hoguera, lo hizo girar por un instante para reavivar la llama y después lo lanzó a lo alto haciéndole describir una larga parábola.
Poco tiempo después se oyó hacia la mitad de la ladera occidental el crepitar de una ametralladora, seguido al punto por varios disparos de carabina.
Yáñez y Tremal-Naik, acompañados del cazador de topos, que se había hecho ya indispensable aun fuera de las cloacas, al oír aquel estruendo se apresuraron a salir empuñando sus armas.
—¿Crees que pasarán, Sandokán? —preguntó el primero, que se mostraba notablemente inquieto.
—Estoy seguro —respondió el Tigre de Malasia—. Todas las hordas de Sindhia se precipitarán hacia este lado, creyendo que queremos meternos estúpidamente en la boca del lobo. ¡Oh, no! Somos muy pocos para cometer esa imprudencia.
Después, acercándose al cazador de topos, le dijo:
—Tú, que ves tan bien de noche, baja por el lado de la colina opuesto a este, y averíguame si las hordas de Sindhia abandonan por allí sus campamentos.
—Bien, gran Sahib —respondió el baniano—. Iré corriendo, y podéis fiaros de mis ojos.
—Mira que los minutos son preciosos.
—No lo olvidaré.
Lanzóse a la carrera y desapareció en la oscuridad, como si toda su vida hubiese sido un famoso corredor pedestre. Aquel viejo debía de tener una fuerza maravillosa.
Entretanto, habíase empeñado un vivísimo tiroteo de ametralladoras y fusilería entre los hombres de Sandokán y de los bandidos del rajá.
Sin embargo, ni por una parte ni por otra se derrochaban mucho, sino en ciertos momentos, las municiones.
—¿Sigues confiado, Sandokán? —preguntó Yáñez al Tigre de Malasia, que prestaba atento oído a todos aquellos disparos.
—Te repito que caerán en el lazo que les he tendido.
—¿Y si Kammamuri y el rajaputra caen a su vez en una emboscada?
—Son hombres que sabrán guardarse. Verás cómo todo irá bien.
Kammamuri y el rajaputra, completamente tranquilos, continuaban esperando la señal de partir, con un pie en el ancho estribo de hierro terminado en punta por delante y por detrás para que pudiese servir de espuela.
Hacía un cuarto de hora que el cazador de topos había partido, y que continuaban los disparos en el flanco de la colina, cuando volvió a aparecer el viejo, corriendo siempre como un muchacho.
—Gracias, sahibs —dijo dirigiéndose a Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik—. Todas las tropas que acampaban junto a la base de la colina, por el lado de Oriente, han desaparecido; los campamentos están abandonados.
—¿Estás bien seguro? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Según os dije, mis ojos ven en las tinieblas quizá como los de mis antiguos compañeros los topos.
—A los que tú devorabas implacablemente —dijo Yáñez.
—La lucha por la vida, gran Sahib.
—Entonces podéis partir vosotros —dijo Sandokán—. Los caballos han sido escogidos con esmero, están bien comidos y descansados, y por lo tanto, os llevarán muy lejos. Sólo os recomiendo que os guardéis de las emboscadas.
—Abriremos bien los ojos, como el cazador de topos —respondió Kammamuri.
—Partid y llevad mis saludos a la rhaní y a mi hijo —dijo Yáñez—. Pensad que nuestra suerte está en vuestras manos.
—Procuraremos no dejar que nos aprisionen.
Estaban a punto de partir, cuando el señor Van Horn se acercó a ellos, diciendo con su calmoso acento de costumbre.
—Si podéis, procuradme alguna noticia sobre el desarrollo del cólera. A estas horas debe de haber ya no pocos muertos en los campamentos del rajá.
—¿Lo creéis así?
—Sin duda alguna. Mis bacilos han tenido tiempo suficiente para desarrollarse.
—Me parece que los muertos no lo habrán sido por el cólera, sino por mis ametralladoras.
—Ya veréis. Esperad.
—Sí, hasta el fin del mundo.
El holandés no era hombre que se aturdía ni aun siquiera por una frase tan dura.
Levantó los hombros, se acomodó los lentes, y siempre con su pipa en la boca, se alejó para hacer acaso una visita a sus famosas botellas llenas de microbios mortíferos, según él afirmaba.
—Ea, partid —dijo Yáñez a Kammamuri y al rajaputra, mientras el fuego de fusilería continuaba tronando bajo los bosques de palas.
Los dos valientes cayeron de un solo salto sobre la silla. Recogieron las bridas, afirmaron bien los pies en los largos estribos, saludaron por última vez con la cabeza y lanzaron al galope los caballos, que, saciada su hambre y un tanto descansados, parecían no desear más que correr.
—Abre bien los ojos, rajaputra —dijo el maharata, descendiendo veloz por la ladera.
—Ábrelos tú también, Sahib —respondió el gigante—. Cuatro ojos ven más que dos.
—¿Crees tú que pasaremos?
—¡Por todos los dioses de la India! Pasaremos a carrera tendida, y veremos si es capaz de detenernos toda esa escoria de bandidos.
—¿Has estado alguna vez allá abajo?
—¿En Sadhja? No; pero he oído hablar mucho de esas montañas.
—Tenemos camino para cuatro días lo menos.
—No me asusta viajar a caballo.
—Entonces todo va bien —dijo Kammamuri, sosteniendo estrechamente las bridas de su magnífico corcel.
Por el lado opuesto de la colina continuaban los disparos. Las detonaciones venían a veces acompañadas de aullidos salvajes, lanzados por las hordas de Sindhia, más acostumbradas a gritar que a manejar el fusil.
Sin embargo, no debía haberse empeñado una verdadera batalla, por no sacar los sitiados ventaja alguna de bajar a la llanura, mientras se encontrasen fortificados allá arriba entre las rocas como en un castillo.
Sandokán y Yáñez eran muy prudentes, y no se arriesgarían en un ataque a fondo con los pocos hombres que tenían.
Los sitiadores, verdadera horda de bandidos, parias, faquires y brahmanes, tenían idénticos motivos para no luchar, habiendo experimentado ya la audacia de sus adversarios.
Sin duda alguna el rajá confiaba más en el hambre de los sitiados que en las armas de fuego de sus tropas.
Entretanto Kammamuri y el rajaputra, cada vez más animosos, continuaban bajando a pesar de la oscuridad por entre espesos grupos de árboles, entre los cuales había acá o allá holgados pasajes.
Los caballos tenían el paso tan seguro casi como los mulos, y no había peligro alguno de que diesen una caída.
Eran valientes animales, acostumbrados ya a atravesar los junglares y a escalar o bajar montañas.
Apenas había transcurrido media hora, cuando los dos valientes llegaron al llano.
—Antes de espolear a los corceles, miremos con atención —dijo Kammamuri.
—No veo nada —respondió el rajaputra—. Verdad es que no poseo los ojos del cazador de topos.
—Habrán corrido todos al otro lado, temiendo una salida del maharajá.
—¿Arrancaremos, Sahib?
—Arranquemos, rajaputra, y llevemos preparada la carabina.
Los dos caballos, que se habían detenido un momento, partieron a carrera desenfrenada, espoleados vivamente por los agudos estribos.
La noche era oscurísima, sin descubrirse la luna ni las estrellas, por estar el cielo cubierto de nubes, que un viento muy frío empujaba hacia Poniente, bajando de las montañas de Sadhja.
Pero Kammamuri, como la mayoría de los indostanos y zíngaros, sabía orientarse perfectamente, aunque Yáñez, al despedirse, le había regalado una pequeña brújula de oro.
Transcurrió otra media hora. En la vasta y tenebrosa llanura, cubierta a trechos por espesos arbustos del género de los kâlam, aunque menos altos, sólo se oía resonar el galope, cada vez más precipitado, de los caballos.
A lo lejos, y en dirección de la colina, retumbaba sólo de vez en cuando algún disparo de carabina o descarga de metralla. Parecía que sitiados y sitiadores economizaban las municiones, harto preciosas para unos y otros.
Imaginábanse los jinetes haber recorrido ya cuatro o cinco millas y hallarse fuera de peligro, cuando en medio de la densa oscuridad oyóse gritar una voz ronca:
—¡Alto! ¡Alto! ¿Quién va?
—No respondas tú —dijo rápidamente Kammamuri a su gigantesco compañero, reteniendo el caballo.
Y enseguida gritó a su vez con una voz amenazadora:
—¡Alto vosotros, perros del maharajá!
—Te engañas —dijo el hombre que había dado el alto—. Somos guerreros de Sindhia.
—¡Mentís! Los hombres del rajá se hallan todos alrededor de la colina y están combatiendo.
—Ya lo sabemos. ¿Quiénes sois vosotros?
—Rajaputras.
—Y ¿adónde vais?
—El maharajá ha logrado huir, y le perseguimos.
—¿Cuántos sois?
—Veinte.
—Yo no puedo dejaros pasar —gritó el hombre de Sindhia—. He recibido órdenes terminantes del rajá.
—Y nosotros también. Debemos coger vivo o muerto al hombre blanco.
—Nadie ha pasado por aquí.
—¿Dormías acaso? Se lo diré a Sindhia, miserable —rugió el maharata.
Después, volviéndose al rajaputra, le dijo rápidamente:
—Prepárate a atacar.
—Estoy pronto, Sahib. Después de la carabina, manejaré mi cimitarra, y veréis qué estragos haré en esos hombres.
En medio de las hierbas, tan altas en aquel sitio que tocaban los estribos de los jinetes, oíase hablar a varias personas. No debían de distar unos doscientos metros y quizá formaban un pequeño campamento encargado de vigilar a retaguardia.
El jefe de la tropa, que fue el primero que dio el alto, después de algunos minutos de conversación con sus guerreros, que se mantenían siempre cuidadosamente escondidos entre la hierba, hizo de nuevo resonar su voz potente.
—Si sois realmente rajaputras —gritó—, volved atrás. El rajá os necesita.
—Nada de eso —respondió Kammamuri—. Ha tomado ya por asalto la colina, y sólo han logrado escapar pocos de sus enemigos, entre los cuales está el maharajá. Paso, pues, y no nos importunéis, viles parias.
—Gritas demasiado fuerte.
—Los rajaputras no somos hombres para dejar que nos detengáis. Sin nosotros no habríais conquistado nunca a Gauhati.
—Pasaréis, pero antes quiero convencerme de que sois realmente lo que decís. Esperad que encendamos fuego.
—¿Para quemar los kâlam?
—Iremos con cuidado.
—Si nos hacéis perder mucho tiempo, perderemos la pista del maharajá.
—Sólo pido un minuto.
—¿Y nosotros, Sahib? —preguntó el hercúleo rajaputra, que se sentía invadido de unas furiosas ganas de atacar.
—Nosotros no seremos tan tontos que esperemos a que enciendan fuego.
—¿Creéis que serán muchos?
—Quizá no. Deja la carabina y empuña bien la cimitarra. Tenemos, además, las pistolas, de modo que podemos contar con diez tiros.
—¿Vamos? —preguntó el rajaputra, que contenía a duras penas a su caballo.
—Sí; vamos a toda carrera, atacando. Mantente firme en la silla.
—Como si estuviera clavado.
En aquel momento brilló un resplandor en las tinieblas. Los hombres de Sindhia debían de haber encendido alguna rama resinosa.
—¡A ellos! —dijo en voz baja el maharata.
Los dos jinetes, a quienes sobre todo importaba no dejar ver lo escaso de sus fuerzas, aflojaron las bridas, empuñaron las cimitarras y se lanzaron hacia delante con bravura.
En un instante cayeron sobre una fila de hombres, también provistos de caballos, y de un solo empujón la rompieron, lanzando gritos terribles y esgrimiendo furiosamente sus aceros.
Pasaron como flechas, saludados apenas por algún disparo de fusil o pistola, y se alejaron a todo galope, con rumbo siempre hacia el Oriente.
Pero no habían recorrido trescientos o cuatrocientos metros cuando oyeron tras de sí el galope desenfrenado de numerosos caballos.
—¡Maldición! —exclamó Kammamuri—. ¡Tenían caballos!
—Y nos perseguirán furiosamente —añadió el gigante, envainando la cimitarra tinta en sangre y cogiendo del arzón la carabina—. Afortunadamente la oscuridad es muy grande, y no sé si acertarán a dirigirse en derechura hacia nosotros.
—El ruido de nuestros caballos nos vende.
—Lo que yo quisiera saber es lo que son esos jinetes. ¿Serán rajaputras?
—¡Hum! Lo dudo mucho. Nosotros tenemos un grito de guerra distinto del de todas las castas guerreras del Indostán, y no lo he oído. ¿Quién hubiera dicho que ese loco furioso se procuraría también caballería?
—Yo creo que por debajo de todo esto anda la zarpa del leopardo inglés —dijo Kammamuri—. Nosotros hemos sido muy odiados en Malasia por nuestras famosas victorias.
En esto resonó un disparo, rompiendo el fogonazo por un instante las tinieblas; mas los fugitivos no oyeron el silbido de la bala.
—No respondamos —dijo precipitadamente Kammamuri al ver que el rajaputra iba a volverse sobre la silla—. No señalemos por ahora el sitio en que nos hallamos. Pueden ser muchos, y con una descarga afortunada echarnos a los dos por el suelo.
—Tienes razón, Sahib; y deben de ser realmente muchos, según es el ruido que producen sus caballos. Apresuremos el paso.
—Faltan, por lo menos, dos horas para que salga el sol, y lo mejor será que les tomemos mayor delantera —respondió el maharata—. En nuestros días están muy perfeccionadas las armas de fuego, y puede alcanzarnos y aun matarnos una bala desde quinientos o más metros. ¿Te parece que resistirá tu caballo?
—Corre como si tuviese fuego en las venas, Sahib.
—También el mío. El señor Yáñez nos los ha escogido con cuidado.
—Entonces, apretemos —respondió el rajaputra.
—Pero no tanto que reventemos a estas pobres bestias, que nos pueden prestar servicios inmensos.
Aflojaron algo las bridas y espolearan un poco a los corceles. Los dos mogoles apretaron al punto el paso y emprendieron un galope velocísimo, hendiendo con sus robustos cascos los kâlam que se extendían como un mar de verdor.
Detrás de ellos galopaban furiosamente los jinetes de Sindhia, intimándoles sin cesar el alto y disparando tiros de carabina, que no hacían impresión alguna en el maharata ni en el rajaputra, sabedores ya por experiencia de lo mal que tiraban a pie aquellos bandidos; de modo que tirando a caballo, no debían de valer absolutamente nada.
Con armas blancas el caso hubiese sido distinto.
Hacía ya una hora larga que galopaban los dos valientes, cuando llegaron ante una pequeña altura, de laderas muy anchas y accesibles, y de unos sesenta metros de elevación.
—¡Arriba! —dijo el maharata.
—¿Y después? —preguntó el rajaputra.
—Procuraremos detener a esos malditos. ¿Estás seguro de tus tiros?
—Rara vez yerro uno, Sahib —contestó el rajaputra.
—Esta carrera no puede durar eternamente, y además quiero contar los enemigos que llevamos a los talones.
—¿Y si reciben refuerzos?
—No lo creo. Estamos ya muy lejos de los campamentos de Sindhia. Debemos de haber recorrido con seguridad más de veinticinco millas.
—Entonces subamos —respondió el rajaputra—. Yo también comprendo que no debemos agotar en una sola carrera las fuerzas de estos animales, ya muy maltratados en las cloacas. ¿Pero qué harán entretanto los grandes sahibs?
—No te preocupes de eso. Ya he dicho que no son hombres para dejarse coger.
—¿Y si se prolonga el asedio?
—¿No tienen para mantenerse a los elefantes y a los caballos? Además, los bosques que cubren la colina les proporcionarán por algún tiempo recursos.
Los dos caballos ganaron entretanto la altura sin disminuir la rapidez, y se detuvieron entre un grupo de colosales tamarindos.
Alrededor alzábanse por todos lados hierbas gigantescas, entre las cuales serpenteaban confusamente cañas de la India, enroscadas como reptiles.
Kammamuri lanzó en torno suyo una rápida mirada, y dijo al rajaputra:
—He aquí una posición magnífica para detener a esos condenados. Cuando hayamos tumbado algunos, proseguiremos de nuevo la carrera.
Ataron los dos caballos, quitáronles los bocados para que pudiesen pastar libremente, y enseguida, empuñando las carabinas, se dirigieron hacia el lado occidental de la colina.
Los jinetes de Sindhia se acercaban aullando sin cesar y malgastando municiones; pero era todavía muy densa la oscuridad para poderlos contar.
¿Eran muchos o pocos? He aquí lo que se preguntaba ansiosamente el maharata.
Pero la aurora estaba muy próxima. Por el Oriente avanzaba un tenuísimo velo color de rosa que iba ocultando rápidamente las estrellas.
Los dos valientes se escondieron entre los altísimos kâlam y esperaron dispuestos a ametrallar a sus adversarios.
Mas los bandidos, advirtiendo que los fugitivos habían tomado posiciones y no sabiendo tampoco con cuántos hombres tenían que habérselas, no se atrevieron a ganar la altura.
También ellos esperaban para decidirse a que el sol saliese.
El rajaputra, bien escondido entre la hierba, había entretanto encendido su vieja pipa y se puso a fumar, aunque siempre con ojos y oídos muy alerta.
Kammamuri, habiendo encontrado un cigarrillo en el fondo de su bolsillo, imitó a su compañero.
Poco a poco se iba el cielo aclarando, aunque menos rápidamente que otras veces, por las grandes masas de vapores que le encubrían. La luz, rosada al principio, se iba tomando lentamente amarilla.
De allí a poco, el sol extendió su haz de rayos sobre la inmensa llanura que se prolongaba hasta los baluartes de la ciudad destruida, y los dos fugitivos pudieron ver un grupo formado por unos treinta jinetes, bastante bien montados sobre caballos oscuros y formidablemente armados.
—¡Por Shiva! —exclamó Kammamuri—. Son bastantes. No creí que fuesen tantos.
—No son rajaputras. ¿Qué serán? ¿Parias, faquires, brahmanes, thugs, o peores todavía?
—Difícil es saberlo, pero veo que se sostienen bastante bien en la silla.
—¿Empezamos a disparar?
—¿Con qué está cargada tu carabina, con metralla o con bala?
—Con bala, Sahib —respondió el rajaputra.
—Está bien. Los cartuchos de metralla los emplearemos más tarde. ¿Ves aquel hombre que lleva un gigantesco turbante rojo y que parece ser por su aspecto el jefe de ese destacamento de jinetes?
—Lo veo.
—Pues mira a ver si le das.
—Enseguida, Sahib.
El rajaputra, manteniéndose siempre medio escondido entre los kâlam, apuntó la carabina con gran cuidado.
Iba a disparar, cuando le dijo de pronto el maharata:
—Espera. Nos ataca por la espalda algún otro enemigo más terrible.
—¿Cuál?
—Mucho me engaño si no tenemos encima un bâgh.
—¿Es posible, Sahib?
—Soy un viejo cazador de tigres y no puedo equivocarme.
—¡Por Parvali! Treinta hombres delante de nosotros y un bâgh a la espalda. ¡Malditas bestias! Siempre acuden donde hay carne humana que devorar.
—¿Qué hacemos, maharata?
—Ante todo, pensemos en deshacernos de la fiera, la cual podría echársenos encima en lo más crítico del combate.
—¿Enredarnos en este momento con un tigre?
—No hay más remedio —respondió Kammamuri con voz firme—. Por lo demás, no son tan terribles como tú crees. ¡Cuántos habré matado yo en la Jungla Negra en compañía de mi amo! Ven, procura no hacer ruido, y no te ocupes por ahora de los jinetes. No osarán subir, te lo aseguro.
—Vamos, pues, a matar antes el bâgh —respondió dócilmente el rajaputra—. Si yerro el tiro, tengo buenos brazos y lo ahogaré.
—¿Y los zarpazos?
—Ya me guardaré de ellos.
No debía de engañarse Kammamuri, antiguo cazador de tigres, que durante muchos años batalló con estas peligrosísimas fieras en la Jungla Negra, acompañando a su amo, Tremal-Naik. Además, no solamente los había cazado en la India, sino también en Malasia.
Pero ¿cómo era que siendo ya de día vagaba por la cima de la colina aquella formidable bestia? Es sabido que todas las fieras, al salir el sol, se apresuran a guarecerse en sus cubiles, pues sólo cazan de noche. Probablemente, aquel bâgh no había cenado aquella noche, y se obstinaba, a pesar de la luz del día, en procurarse unos bistecs.
Sea lo que fuere lo que sobre esto se haya dicho o escrito, lo cierto es que los tigres, cuando están hambrientos, no vacilan en atacar al hombre, confiados en su salto impetuoso e irresistible y en su fuerza más que extraordinaria, y muy superior a la del león.
En el África meridional se han visto leones que saltaron dentro de los kral, bóers o zulúes, y volvieron a saltar el cercado llevando un cabrito entre sus potentes mandíbulas. Pero en la India se ve algo más; un tigre adulto no vacila en arrebatar un buey o una ternera, y saltar con aquel peso un cercado de espinas.
Tanto el rajaputra como el maharata sabían bien con qué adversario iban a habérselas, mucho más resuelto e intrépido que los bandidos que los perseguían. De ahí que se pusiesen en movimiento con grandes precauciones, procurando salvar a los caballos de un ataque repentino.
Siempre juntos, rodearon los tamarindos, llevando las carabinas apuntadas y moviendo con los cañones los altísimos kâlam.
Kammamuri permaneció un momento en silenciosa observación, pero enseguida se dio con la mano izquierda una palmada en la frente, diciendo:
—¡Somos unos estúpidos!
El rajaputra le interrogó con la mirada, y por un momento abatió el arma.
—¡Ya lo creo! Somos unos necios —repitió el maharata—. Ya que no podemos descubrir al bâgh, subamos más arriba y lo descubriremos.
—¿Adónde, si estamos ya en la cima de la colina?
—A un tamarindo, desde el cual haremos fuego con mucho menos peligro.
—No se me hubiera ocurrido a mí tan buena idea —confesó cándidamente el rajaputra.
—¿Pero se aprovechará el tigre de la ocasión para saltar a la grupa de nuestros caballos?
—Tenemos diez tiros a nuestra disposición.
Junto a ellos se alzaban, como hemos dicho, varios soberbios tamarindos, cuyas ramas altísimas se doblaban bajo el peso de enormes racimos de frutos. Tendrían unos quince o veinte metros de altura, y sus troncos lisos desaparecían casi por completo bajo una abundante vegetación parásita.
Escalar uno de los troncos no debía de ser, para hombres ágiles como el rajaputra y el maharata, más que un juego de niños.
Pero antes de intentar la empresa, temerosos los dos valientes de ser asaltados a poca altura y arrojados al suelo, miraron en torno suyo y tuvieron la suerte de ver dos grandes fragmentos de roca, casi arrancados por las aguas.
El rajaputra, por ser mucho más robusto que el maharata, fue el encargado de levantar al tigre. Mas la maldita fiera se obstinó en no dejar su escondite, contentándose, al ver arrojadas las dos grandes piedras, con sólo lanzar un rugido amenazador.
—¿Qué hacen los jinetes? —preguntó el gigante al maharata.
—Han acampado, esperando quizá refuerzos.
—Sahib, desembaracémonos del bâgh y emprendamos de nuevo la carrera.
—Bien, subamos.
Escucharon por última vez, observaron con cuidado los kâlam, que permanecían completamente inmóviles, y enseguida se lanzaron los dos sobre un grueso tamarindo, asiéronse a las plantas parásitas, y en un momento se hallaron a quince metros de altura, acomodados entre gruesas ramas.
—¿Ves al tigre?
—Sí, se halla solamente a veinte pasos de nosotros.
—Podía habérseme ocurrido antes.
—Lo creo.
Allá abajo, tendido en medio de espesos kâlam, se divisaba la terrible fiera.
Iban a hacer fuego, cuando advirtieron un hecho extraordinario. El bâgh hallábase tendido entre cuatro grandes cestas que tenían las cubiertas levantadas.
Kammamuri miró al rajaputra.
—¿Has visto nunca algo semejante?
—Nunca, Sahib.
—Me temo algún lazo.
—Pues matemos al bâgh y enseguida iremos a ver lo que contienen esas cestas.
—¡Por Shiva! ¿Si será el desayuno de la fiera? —dijo Kammamuri, soltando la carcajada.
—¿Estará amaestrada?
El maharata levantó los hombros, acomodóse lo mejor que pudo sobre una gruesa rama y miró por última vez al tigre, que parecía dormir plácidamente, pues hasta su larga cola permanecía inmóvil.
—¿Qué opinas tú, rajaputra? —dijo el maharata.
—Que ya es hora de hacer fuego.
—¿Está cargada tu carabina con metralla o con bala?
—Con bala y con metralla. Sabes mejor que yo que estas armas colosales pueden soportar sin peligro doble carga.
—Sobre eso no tengo temor alguno. Déjame disparar primero a mí, que no yerro nunca el tiro. Si mato, como espero, al tigre, tú ametrallarás esas cestas sospechosas.
Miró con gran calma y con extrema atención. Veía perfectamente a la fiera tendida entre las altas hierbas a poco más de veinte pasos, e iba ya a disparar, cuando el rajaputra le vio, con gran asombro, levantar vivamente la carabina, y le oyó lanzar una sorda imprecación.
—¿Qué sucede, Sahib? ¿No te atreves a disparar?
—Sucede que no veo claro en este asunto. El tigre está aplastado, como si por obra de milagro le hubiesen despojado de su carne y huesos.
—¡Pero si ha rugido hace pocos minutos!
—Yo he conocido muchos indostanos que sabían imitar perfectamente el rugido del bâgh.
—¿Bajamos?
—¡Oh, no! Antes quiero asegurarme.
Volvió a apuntar, y al cabo de unos segundos disparó, pero el tigre permaneció completamente inmóvil.
—Y, sin embargo, le he acertado —dijo el maharata, furioso—. ¿Habré disparado sobre una piel solamente?
—¡Es imposible!
—Prueba a disparar tú también.
—Enseguida, Sahib.
El rajaputra disparó, a su vez, con su enorme carabina cargada de bala y de metralla, pero también ahora permaneció el tigre inmóvil.
En cambio, agitáronse furiosamente las cuatro cestas, y por sus bocas salieron silbando, retorciéndose y saltando un gran número de serpientes, que se dispersaron al punto entre los kâlam próximos a los tamarindos.
Había allí reptiles de toda especie: serpientes del minuto, cobracapelos, serpientes matizadas de hermosas manchas coralinas, boas verdes-azuladas de anillos irregulares y de cuatro o cinco metros de largo y serpientes bis-cobras.
Los dos indostanos lanzaron un grito agudísimo, y volvieron a cargar precipitadamente sus armas, esta vez con metralla.
VII. A orillas del junglar
Como el lector comprenderá fácilmente, los dos fugitivos habían sido terriblemente engañados por aquellos hombres de Sindhia, a quienes tanto habían despreciado hasta entonces.
Ningún tigre había intentado atacarles por la espalda. Un audaz bribón, decidido a arriesgar su propia vida, había llevado hasta la cima de la colina una magnífica piel de tigre con aquellas cestas llenas de reptiles.
El bandido debió de aprovechar el momento en que los dos indostanos escalaban el tamarindo para desaparecer más que aprisa entre los kâlam y reunirse con los jinetes que vigilaban junto a la base de la minúscula colina.
Los dos sitiados, presas de vivísima emoción, contemplaban con ojos dilatados aquella turba de serpientes, todas venenosas, que continuaban avanzando a saltos entre las altas hierbas.
Algunos de aquellos reptiles habían sido heridos por la descarga de metralla del rajaputra, y se mostraban los más furiosos. Daban verdaderos saltos, regando de sangre los kâlam y silbando espantosamente.
—Nos han cogido sin tener que disparar un solo tiro —dijo el guerrero barbudo—. Han sido mucho más astutos que nosotros.
—¿Cogidos? ¡Bah! Todavía no lo estamos, aunque confieso que nuestra situación es gravísima.
—Me parece desesperada, Sahib. Verás como dentro de poco perdemos nuestros caballos.
—Te engañas; las serpientes rara vez atacan a los cuadrúpedos armados de cascos poderosos y herrados. No se atreverán a embestirlos.
—Pero nosotros tendremos que permanecer eternamente sobre este tamarindo, comiendo frutas ácidas que hacen saltar los dientes. Tú no eres un encantador de serpientes.
—Nunca lo he sido, y aunque lo fuera, me faltaría ahora la flauta. De otra manera es como debemos deshacernos de estos enemigos inesperados.
—¿Cómo? ¿Ametrallándolos?
—Gastaríamos demasiadas municiones y el resultado sería muy poco —respondió el maharata—. ¿Cuántos cartuchos tienes todavía?
—Cogí provisión doble, y me quedan, por lo menos, ciento ochenta cartuchos. Su peso no me inquieta.
—Pero ha debido de inquietar mucho a tu caballo —respondió Kammamuri, que no perdía su buen humor ni aun siendo tan grave la situación.
—Pero ahora los llevo yo.
—Quítales la metralla y los proyectiles a unos cincuenta cartuchos y desparrama la pólvora entre los kâlam.
—¿Para abrasar a las serpientes?
—Es el único arbitrio que nos queda.
—Y ¿no nos abrasaremos también nosotros?
—Los tamarindos son incombustibles, y, además, este sitio está muy alto y aún podremos subir más, hasta que llegue el momento oportuno para bajar y proseguir nuestro viaje. Haz lo que he dicho, mientras yo vigilo los jinetes del rajá.
Los mercenarios de Sindhia no tenían, sin duda, mucha dosis de valor, pues en vez de lanzarse enseguida al ataque, habíanse contentado con agruparse alrededor de tres improvisadas cabañuelas para discutir sabe Dios qué proyectos.
Viendo que los jinetes del rajá permanecían tranquilos y hasta se preparaban el desayuno, Kammamuri dijo al rajaputra, que seguía sacando proyectiles para arrojar la pólvora entre los tallos secos de los kâlam:
—¿Has terminado?
—He vaciado cincuenta cartuchos.
—¿Qué hacen las serpientes?
—Han intentado embestir a los caballos, pero estos las han recibido bravamente con tan espesa granizada de coces, que las han persuadido a estarse tranquilas.
—¿Y ahora dónde se hallan?
—Tendidas entre la hierba, debajo casi de nosotros. Parece que duermen plácidamente, pero yo no me fiaría de su sueño.
—Ni yo tampoco. ¡Cincuenta cartuchos! Hay pólvora suficiente para provocar un incendio con un solo tiro de metralla.
—Y para asarnos también nosotros —añadió el rajaputra moviendo la cabeza—. Veremos cómo termina esta aventura.
Quitóse de la cintura la faja de seda, que era finísima, desgarróla en varios trozos, y prendiéndoles fuego con cerillas, los arrojó rápidamente en varias direcciones.
Entre los kâlam, ya secos, hallábase desparramada la pólvora. Alzóse, pues, una columna de humo atravesada por una llama vivísima, que tenía el resplandor del relámpago; después surgieron otras algo más lejos, haciendo crepitar y retorcerse a las hierbas.
—¡Bien, muy bien! —exclamó el maharata—. Veremos cómo bailan ahora las serpientes.
—Y nosotros probaremos el placer de la asfixia —dijo el rajaputra.
—Subiremos algo más arriba; hace un poco de aire, y el humo se disipará fácilmente.
—Pero nos impedirá ver lo que hacen nuestros perseguidores.
—Yo te aseguro que no se moverán. Sindhia tiene muchísimo interés en apretar el cerco al maharajá y a su formidable compañero, y no les mandará seguramente refuerzos. Nosotros no representamos gran cosa para el rajá, y, por tanto, no tendrá mucha prisa en capturarnos. Además, quizá a estas horas sabe ya que solamente somos dos, fuerza harto menguada para tantos bandidos como nos siguen. ¡Oh! ¡Mira qué espectáculo! Esto sí que es una verdadera danza de serpientes.
El fuego se propagaba con rapidez bajo el gigantesco tamarindo, y la pólvora reventaba en llamas detonando, pues el rajaputra había dejado caer también varios cartuchos cargados de metralla.
Los reptiles, abrasados por el incendio, saltaban silbando y retorciéndose con rabia, y estallaban después, como si tuviesen pólvora en su cuerpo. Otros se mordían furiosos entre sí, inyectándose el veneno.
Era un espectáculo que hacía temblar aun a Kammamuri, a pesar de ser un antiguo cazador de reptiles de la Jungla Negra.
Un olor nauseabundo de carne y grasa quemadas apestaban el aire, hasta cortar la respiración.
Alcanzados los dos valientes por el humo, habíanse refugiado en las ramas más altas del tamarindo, pero aun así sentían un calor ardiente, que amenazaba consumirlos.
La brisa dispersaba de cuando en cuando el humo, pero eran muy cortos los instantes de tregua, pues los kâlam seguían ardiendo entre detonaciones y chasquidos.
—Sahib —dijo el rajaputra, que comenzaba a inquietarse por la extensión del incendio—. Bien sé que no arderá nuestro tamarindo, pero ¿podrán resistir el fuego los caballos?
—¿Qué caballos? —preguntó Kammamuri—. ¿Te has vuelto ciego?
—¿Qué quieres decir, Sahib?
—Que nuestros caballos han roto ya sus ligaduras y escapado más rápido que flechas.
—Entonces, ¿cómo nos arreglaremos para salvarnos?
—Los caballos mongoles, aunque huyan, vuelven a buscar a sus dueños —respondió Kammamuri—. No confío, ciertamente, en que vuelvan aquí mientras dure el incendio; pero estoy seguro que volveremos a encontrarlos y cogerlos en la llanura.
—Pero entretanto nos asfixiamos.
—Sube más arriba.
—Las ramas del tamarindo son demasiado flexibles, y se doblan bajo mi peso.
—He ahí las desventajas que tiene el ser gigante —dijo el maharata, que conservaba una sangre fría maravillosa.
—¿Y qué culpa tengo yo?
—Entonces salta dentro de las llamas.
—¿Con los cartuchos que llevo alrededor de mi cuerpo? Saltaría como una bomba.
—Pues entonces respira un poco de humo.
—¡Ah! ¡Si pudiese quitarme unas cuantas costillas y volverme tan ligero como tú, Sahib!
—No te lo aconsejo, pues aquí no hay médicos ni hospitales.
—Y ¿qué hacen nuestros perseguidores?
—Fuman, mascan betel, discuten y nos observan.
—¡Mira, Sahib! ¿Vendrán a atacarnos? ¿No temerán al fuego, que abrasaría sus pies?
—He visto a un hombre que subía entre las altas hierbas, aún verdes, llevando consigo algo que resplandecía extrañamente.
—¿Alguna bomba?
—No; más bien me parece una vasija de vidrio o porcelana.
—Se la habrán robado quizá al doctor blanco, aquel fanfarrón que nos prometió destruir todos los campamentos de Sindhia en menos de cuarenta y ocho horas.
—No creo que sea eso.
—Y ¿dónde está el hombre? ¿Debemos matarlo antes que llegue hasta nosotros?
—Sí, al momento. ¿Sabes por qué?
—Explícamelo, Sahib —dijo el rajaputra, que tosía horriblemente.
—En Bengala, entre ciertas tribus de parias, se acostumbra emplear sustancias pestíferas como medio defensivo y ofensivo. Las encierran en vasijas y después prenden fuego a una mecha, y muy bravo ha de ser el que pueda resistir el olor infernal que exhalan tales recipientes.
—¡Por la muerte de Kali! ¡Esta vez no te equivocas!
Sobre la cima de la minúscula colina extendíase lentamente una nubecilla gris impregnada de nauseabundos olores.
El hombre en cuestión había pagado con la vida su audaz intento de asfixiar a los sitiados, pues al regresar precipitadamente al campamento de los sitiadores se descubrió un instante y cayó fulminado por la carabina infalible de Kammamuri.
—¡Abajo, abajo…! ¡Salta…! —rugió este, entre dos golpes de tos—. ¡El aire ha sido envenenado!
—Y ¿no nos abrasaremos las piernas?
—No sé qué decirte. Si tienes miedo, quédate aquí y déjate morir con los pulmones llenos de aire envenenado.
—¡Oh, no, Sahib! —gritó el leal guerrero—. Ni quiero morir ni dejarte solo contra tantos enemigos. ¿Has matado al hombre que llevaba la vasija?
—A estas horas estará ya delante de Shiva, de Brahma o de Visnú —respondió Kammamuri.
Una oleada de humo fétido avanzaba hacia el tamarindo, empujada por una ligera brisa de Poniente. Era una nube extremadamente grisácea, que de cuando en cuando se inflamaba hacia sus bordes, lanzando extraños resplandores.
Los dos indostanos descendieron rápidamente hasta las ramas más bajas y enseguida saltaron al suelo, levantando una polvareda enorme de ceniza mezclada con chispas.
Por un momento creyeron morir asfixiados por el incendio, que no se había extinguido del todo y se ocultaba bajo las cenizas; pero apenas pudieron recobrarse huyeron a la carrera, levantando tras sí un reguero de chispas.
Habían ya recorrido trescientos o cuatrocientos metros, cuando al llegar a un grupo de bananos ya secos oyeron una detonación.
—¡Ah, canallas! —rugió Kammamuri—. Habían decidido realmente envenenarnos de otro modo, ya que las serpientes les dieron mal resultado.
—Tú, Sahib, has matado al tuno que llevó la vasija —dijo el rajaputra—. Pero yo espero mandar también alguno a que se lo cuente a los tres dioses de la India. ¡Esos hombres son unas fieras! ¡No merecen piedad!
Dicho esto siguió corriendo. Sus botas eran tan altas y el cuero de ellas tan fuerte, que podía correr casi impunemente entre las cenizas aunque no estuviesen apagadas.
Daba verdaderamente miedo contemplar a aquel gigante barbudo, que sólo con sus puños habría podido aplastar a varias personas. Corría como un loco, levantando tras sí nubes de chispas y cenizas, y llevando la poderosa carabina empuñada por el cañón, como si quisiera hacerla servir de clava.
Como tremenda roca desgajada de una montaña, así corría aquel gigante, dotado de hercúleas fuerzas, capaces de derribar todo obstáculo y de arrostrar todo peligra, Kammamuri le seguía saltando y gritándole desde lejos:
—¡Espérame, espérame!
Pero en vano. El rajaputra parecía haberse quedado sordo.
Atravesó como un relámpago la cima de la colina, toda invadida de humo fétido, vio a un hombre, acaso paria o faquir que intentaba huir a la carrera, y un rugido de fiera salió de su garganta:
—¡Ah, perro! ¡Estás cogido!
Enseguida retumbó un disparo.
—¿Contra quién has disparado, amigo? —preguntó Kammamuri, que había logrado alcanzarlo.
—He matado a un portador de esas vasijas asfixiantes —respondió el rajaputra—. Su cadáver va rodando ya por la colina. No he fallado. ¿Y ahora?
—¡Ahora, a escapar! Vamos a buscar nuestros caballos.
—Si es que los encontramos.
—Te repito que los caballos mongoles no se alejan mucho de sus dueños. Los encontraremos abajo en la llanura.
Bajaron a grandes saltos el collado para sustraerse rápidamente a aquel humo pestilente, que podía contener también sustancias venenosas. Por fortuna, el rajaputra había matado a tiempo al segundo portador de gases antes que hubiera podido prender fuego a la infernal mixtura; por lo cual y por no haberse transmitido hasta allí el fuego de la cima, hallábase completamente despejado el flanco oriental de la colina.
Siempre saltando como cabras del Tíbet, los dos fugitivos lograron por fin, tras furiosa carrera, llegar a la llanura.
Entrambos lanzaron un grito de alegría. Los dos caballos mongoles hallábanse pastando tranquilamente bajo una higuera malabar.
—¿No te decía yo que no se escaparían? —exclamó Kammamuri, después de tomar aliento.
—Tienes razón, Sahib —respondió el rajaputra—. ¿Pero se dejarán coger?
—No temas que huyan. Aquí no hay serpientes que los amenacen ni se ve una sola chispa. La llanura está húmeda, y trotaremos seguros.
—¿Qué hacen los hombres de Sindhia?
—Nos creerán ya asfixiados, y esperarán a que el aire se purifique para subir a la colina. ¡Por Shiva! ¡No son sus pulmones distintos de los nuestros!
Acercáronse con precaución a los caballos, que no cesaban de pastar; les agarraron fuertemente por los ollares, y habiéndoles puesto los bocados de fino acero, saltaron ágiles sobre las sillas.
—Siempre hacia Oriente —dijo Kammamuri—. Guárdate bien de las sorpresas.
—También yo tengo buenos ojos, Sahib —respondió el rajaputra.
Los caballos, docilísimos, apenas sintieron la presión de los estribos emprendieron la carrera relinchando alegremente. Pero apenas habían recorrido quinientos pasos y empezado a bordear un junglar, al parecer extensísimo, cuando detrás de ellos resonó un aullido furioso, seguido de un desenfrenado galope.
—¡Nos siguen la pista! —gritó el maharata, alargando del todo las bridas—. ¡Pronto, pronto, rajaputra! ¡Acojámonos al junglar!
Los fugitivos, que poco a poco y conteniendo a los animales habían ganado otro par de centenares de metros, con los cuales eran ya setecientos, halláronse de improviso ante una vasta abertura.
Enormes animales debían de haber atravesado el junglar, abriendo en él una especie de sendero.
—Esto parece haber sido hecho expresamente para nosotros —dijo Kammamuri—. Pasaremos a través de este mar de bambúes; pero no sin haber dado antes una dura lección a los parias de Sindhia. Debemos despachar a algunos para hacerles comprender cuán peligroso es perseguirnos. No somos más que dos; pero procuraremos combatir como diez.
Detuvo violentamente el caballo al borde mismo de la abertura, que se hallaba cubierta de enormes bambúes confusamente amontonados, y saltó a tierra.
—Ata a las bestias —dijo el rajaputra.
—Pronto, Sahib. Tengo más confianza en tu carabina que en la mía.
—Veremos —respondió simplemente Kammamuri.
Habíanse arrodillado tras un montón de enormes bambúes de los llamados tulda, y espiaban a los jinetes de Sindhia, que avanzaban trabajosamente entre las altísimas cañas.
—Caballos de poca resistencia —dijo—. Los haremos correr hasta que caigan uno a uno. Estoy seguro que no nos seguirán hasta las montañas de Sadhja.
«¡Malditos chacales! ¡Si pudiese desmontarlos a todos…!».
Los bandidos llegaban gritando y disparando sin cesar. A su cabeza iba un hombre de formas hercúleas y vestido todo de seda blanca; quizá un brahmán.
Kammamuri le miró atentamente cambiando de posición varias veces, y enseguida su enorme carabina retumbó dentro del junglar, haciendo enmudecer de repente a todas las aves que allí estaban refugiadas.
El jinete vestido de blanco se inclinó sobre el cuello de su montura, y enseguida cayó del arzón al suelo sin exhalar un grito.
Sus compañeros se detuvieron aterrados.
—Ahora te toca a ti, rajaputra —dijo el valiente maharata—, pon el blanco a setecientos metros y no errarás el tiro.
—Probaré, Sahib; nunca he sido mal tirador.
—Dispara. Es preciso asustarlos.
El gigante, que había atado los dos caballos, se escondió también tras la enorme barricada de bambúes y disparó.
Todos los rajaputras son buenos tiradores. Acostumbrados a combatir en los límites de la India, saben medir enseguida la distancia, y con dificultad yerran el tiro.
Como ya hemos dicho, son los únicos indostanos que rivalizan en valor con los maharatas, y algunas veces les igualan.
Mientras Kammamuri se apresuraba a volver a cargar la carabina, levantó el gigante la suya y apuntó sobre el grupo que avanzaba.
—Muchos son —dijo—. Alguno caerá.
A la cabeza del destacamento habíase puesto otro gigante vestido de blanco, el que incitaba con penetrantes voces a los bandidos a lanzarse rápidamente hacia delante.
Sin duda alguna debía de ser otro brahmán, pues ni parias ni faquires usan tales vestidos. Apenas si llevan la mayoría de las veces unos calzones andrajosos o una sayuela, casi siempre llena de parásitos.
El rajaputra apoyó el cañón de la carabina sobre un grueso bambú que había sido arrancado y que le protegía contra las descargas del adversario, y después de haber apuntado un rato, oprimió el gatillo.
No fue el jinete el que cayó, sino el caballo. El pobre animal se encabritó violentamente, y después cayó entre la hierba, arrojando al hombre que le montaba a varios metros de distancia.
De los labios del gigante salió un grito de rabia.
—No te enfades, amigo —dijo Kammamuri—. También los caballos valen, y el tiro ha sido soberbio.
—Pero el jinete está todavía vivo, y bien veo que se levanta del suelo.
—Te engañas.
—¿No lo estoy viendo?
Kammamuri hizo rápidamente fuego sobre el jinete, y le obligó a caer a tierra, para no levantarse más.
—¿Ves cómo todavía yace en el suelo? —dijo Kammamuri sonriendo.
—Porque tú lo has matado, Sahib. ¡Ah!, es preciso confesar que estos maharatas valen más que nosotros.
Los bandidos de Sindhia, aterrados por aquellos tres tiros, todos afortunados, a pesar de ser tan grande la distancia, se echaron a tierra, escondiéndose detrás de sus caballos.
Aunque ya sabían que sólo tenían que habérselas con dos adversarios, no se sentían con ánimos para reanudar el ataque.
—¿Los esperamos? —preguntó el rajaputra, volviendo a cargar su arma.
—De ningún modo —respondió Kammamuri—. Mientras ellos avanzan al paso, desapareceremos nosotros en el junglar. A algún sitio habrá de conducirnos esta enorme abertura.
—¿Entonces montamos?
—Y enseguida, amigo. Adelante, y que todas las divinidades de la India nos protejan, pues bien lo necesitamos.
—Confío más en mi carabina —murmuró el rajaputra—. Brahma, Shiva y Visnú se han quedado sordos, y ya no escuchan las plegarias de sus adoradores. Razón tenía un misionero blanco venido de Europa en llamarlos dioses falsos.
Alargó un instante las piernas, y el caballo mongol, siempre lleno de fuego, se lanzó por el ancho sendero, seguido por el de Kammamuri.
VIII. El correo indostano
Enormes animales, dotados de una fuerza colosal, quizá elefantes o rinocerontes, perseguidos por cazadores o acometidos de repentino furor, habían hendido el junglar, abriendo un camino capaz de dejar pasar a cinco caballos de frente.
Inmensos bambúes, especialmente de los tuldas, que son los gigantes de su especie y alcanzan una altura de quince metros, yacían en el suelo con las raíces al aire y cruzados en todos sentidos.
—No es floja tarea la de evitar todos estos obstáculos —dijo el maharata al gigante—; procura que tu caballo no se rompa las piernas.
—Lo tengo bien sujeto —respondió el rajaputra—. Sabemos dar buenos saltos.
—Que quizá no todos sean afortunados.
—¿Pues no son buenos saltadores los mongoles de pura sangre?
—Son más bien corredores, dotados de grande y hasta increíble resistencia. Sin embargo, pasaremos lo mismo, con tal que mantengamos cortas las bridas y estiradas las piernas. ¿Pero quién habrá pasado por aquí? Solamente elefantes salvajes, poseídos de un loco terror, pueden haber hendido de este modo el junglar.
—Muchos debían de ser —afirmó el rajaputra, que hacía dar a su caballo saltos inverosímiles.
—Tal vez un centenar. Muchas veces he encontrado yo aquí inmensas manadas de esos proboscidios. En Assam quedan todavía muchos.
—¡Con tal que no se nos echen encima en medio del junglar!
—A saber dónde estarán a estas horas los animales que han producido semejante devastación. Tienen ligero el paso, y cuando los persiguen, corren como locomotoras.
—¿Y los bandidos de Sindhia?
—¿Qué sé yo? Quizá nos sigan desde lejos.
—¿No se habrá desarrollado todavía el cólera entre ellos? Aquel famoso médico blanco parecía estar seguro de sus promesas.
—¡Bah! —exclamó Kammamuri levantando los hombros—. El cólera se desarrollará cuando los molanghos del Sunderbunds vengan, empujados por la miseria, a cultivar los arrozales assameses. Pero tardarán dos o tres meses, y entonces espero que ya no será necesario el cólera.
—¿Esperas, Sahib? —preguntó el rajaputra, haciendo dar a su caballo otro salto magnífico sobre el tronco de un tara—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Que dentro de un par de meses reinará sobre el Estado de Assam o Sindhia o el gran Sahib blanco. La guerra está ahora empezando, y habrá de costar durísimos esfuerzos a ambos bandos. Que vengan los montañeses, y la rhaní recobrará por segunda vez su corona.
Había transcurrido ya más de una hora y no se oía rumor alguno en medio del inmenso junglar, cuando el caballo de Kammamuri, que seguía al del rajaputra, dio un violento respingo, lanzando un relincho estridente.
El gigante detuvo al punto su corcel y descolgó del arzón la carabina.
—¿Qué sucede, Sahib? —preguntó, preparándose a hacer fuego.
—Nos deben de perseguir —respondió el maharata.
—¿Los bandidos de Sindhia?
—No pienso ya en ellos. Deben de estar muy lejos.
—¿Quiénes, pues?
—Detén un momento tu caballo —respondió Kammamuri.
—Ya está quieto.
—Ahora escucha. ¿No oyes nada? Escucha bien.
—Sí, un zumbido lejano —respondió el rajaputra—. Diríase que se precipita en el junglar otra manada de elefantes salvajes.
—Elefantes, no —respondió Kammamuri—. Son bestias peores, que no temen al hombre.
—¿Acaso tigres?
—No, no; son rinocerontes.
—¿Y nos siguen la pista? —preguntó el gigante, haciendo un gesto de espanto.
—Esto es lo que no sabré decirte.
—¿Y cómo te arreglas para distinguir si son elefantes o rinocerontes?
—Porque estos últimos tienen un galope más irregular y pesado.
—¿Y seguirán el sendero, o, mejor dicho, la brecha?
—Es todavía muy pronto para podértelo decir.
—Y si…
—¡Calla…!
Un grito extraño, estridente, rompió el diáfano cristal del aire: ¡niff…!
—¡No me he engañado! —exclamó Kammamuri, el cual, no sabiendo por qué parte vendrían aquellos terribles animales, mucho más peligrosos que los elefantes y los tigres, había detenido el caballo.
—¡Es verdad, Sahib! Ese niff lo he oído yo también muchas veces, porque en nuestros países se usa mucho cazar a los rinocerontes con la lanza.
—¿Será uno solo o serán muchos? —se preguntó el maharata con ansiedad.
Aguzó el oído. A través de la selva se percibía un irregular y pesado galope, que se iba acercando con extrema rapidez.
—Me parece que es uno solo —dijo—; pero así y todo, mucho les va a costar a nuestras carabinas echarlo a tierra. Esos animalotes están acorazados y apenas les hacen mella las balas.
—¿Seguimos, Sahib? —preguntó el rajaputra, que parecía poseído de vivísima inquietud.
Iba a responder el maharata, cuando el grito extraño de antes resonó a corta distancia.
Casi enseguida apareció una bestia enorme, de cuatro metros de largo y uno y medio de alto, cubierta toda de fango, y con la nariz armada de un cuerno de marfil de más de ochenta centímetros de largo; la cual, presa de furia infernal, se precipitó sobre los dos jinetes.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Kammamuri.
No era menester aquella orden. Espantados los dos caballos, lanzáronse en loca carrera por la abertura, saltando maravillosamente todos los obstáculos. El rinoceronte, al descubrir a los jinetes, se detuvo como sorprendido de tal encuentro; pero, después de vacilar un instante, reanudó su carrera.
Todo caía ante aquel bruto, dotado de fuerza casi igual a la de los elefantes. Embestía con la cabeza casi pegada al suelo, y con su cuerno formidable derribaba gigantescos bambúes como si fuesen menudas pajas.
Los tigres y los leopardos son peligrosos y dan mucho que hacer aun a los más famosos cazadores; pero el rinoceronte es el peor de todos los animales que infestan los bosques y junglares del Indostán.
Parece estar siempre poseído de furiosa locura. Va y viene, embiste y se lanza contra los árboles derribándolos por tierra, y se arroja detrás de chacales y nilgós, que no pueden en manera alguna resistirle.
Hasta las fieras carnívoras evitan a este animal de cerebro enfermo, y huyen ante sus furiosos ataques, bien persuadidas de que nada ganarán empeñando una lucha.
Vive casi siempre solo, y rara vez se une a las hembras, que pronto abandona, aunque ellas tampoco son mejores que él. Cuando tiene que defender de algún peligro a la hembra, no vacila en lanzarse contra un regimiento entero de caballería.
Kammamuri, que sabía, mucho mejor que el rajaputra, con qué clase de enemigo tenían que habérselas, procuraba sustraerse al ataque por medio de una fuga desesperada.
—¡Ten firmes las bridas! —gritaba a su compañero, que galopaba delante—. No olvides que el que caiga, tendrá que trabar conocimiento con el cuerno del señor niff.
—Ya lo sé —contestó el rajaputra, que no cesaba de aguijar a su corcel—. Lo sé, Sahib, y me guardaré bien de caer. ¿Nos gana terreno?
—Apenas está a veinte metros.
—¿Y si probásemos a disparar?
—Con los saltos que dan los caballos, ¿quién podría meterle en buen sitio una bala? No perderá fuerzas ese maldito animalote. Son resistentes como los elefantes.
—¿Y durará mucho esta carrera?
—Ve a preguntárselo, si tienes valor, al señor niff.
—¡De ninguna manera!… ¡Prefiero escapar…!
Los dos corceles, presas de loco terror, devoraban el espacio, metiéndose cada vez más adentro por la enorme brecha. Hacían esfuerzos desesperados por conservarse a la misma distancia de su perseguidor, y se guardaban de caer, convencidos de que no escaparían a la rabia del bruto.
Duraba ya media hora larga aquella furibunda carrera, cuando Kammamuri oyó al rajaputra lanzar un grito terrible, y enseguida lo vio desaparecer de repente, como si la tierra se hubiera abierto bajo los cascos de su caballo.
Aunque perseguido de cerca por la fiera, procuró de tener al mongol, que se había hallado de improviso ante un montón enorme de bambúes derribados.
Era demasiado tarde para contenerlo. El pobre animal, espantado, saltó y desapareció a su vez con el jinete dentro de una cueva profunda, ancha y larga, rompiéndose las piernas.
Kammamuri fue lanzado hacia delante, yendo a parar a los brazos hercúleos del rajaputra.
Un momento después caía también el rinoceronte, lanzando un espantoso mugido.
Por un verdadero milagro, no fue a caer sobre los dos fugitivos y sus caballos. Antes bien, habíale tocado la peor parte: quedóse clavado sobre una de las estacas agudas y durísimas que los indostanos colocan en el fondo de sus trampas de caza, las cuales son a veces tan vastas que pueden contener diez elefantes.
El bruto, hecho casi pedazos por la caída, y herido horriblemente por la estaca que le había sujetado al punto impidiéndole todo movimiento, abría la boca mostrando sus enormes dientes y lanzando rugidos.
Estaba inmovilizado y no podía hacer daño ninguno. Comenzaba su agonía, que había de ser muy larga, a pesar de haberse roto en la caída el hocico y el terrible cuerno.
Kammamuri y el rajaputra, salvados milagrosamente, habíanse puesto enseguida en pie, empuñando sus carabinas.
Los dos caballos estaban perdidos. Hallábanse casi destrozados, y se agitaban locamente en el fondo de la gigantesca trampa, lanzando dolorosos relinchos y tirando coces en todas direcciones.
—¿Cómo es que estamos todavía vivos? —preguntó el rajaputra, volviendo en derredor los ojos dilatados por el espanto—. ¿Lo sabes tú, Sahib?
—Yo sé que a no ser por ti me habría roto la cabeza contra las paredes de la fosa. Te debo la vida.
—No, Sahib. No he hecho más que cogerte al vuelo.
—Y a buen punto.
—No digo que no. Me encontré, por fortuna, bajo tu trayectoria, y mis brazos te detuvieron. Como ves, Sahib, es una cosa naturalísima y sencillísima.
—No sé qué decirte —respondió el maharata, que había recobrado pronto su sangre fría—. ¿Se ha inutilizado tu caballo?
—Dentro de un par de horas habrá muerto.
—El mío también.
—¿Y el rinoceronte?
—Ese, aunque está empalado, durará mucho. No te preocupes más de él; es como un gran navío encallado.
—Lo que falta ahora es que se nos echen encima los bandidos de Sindhia.
—¡Bah! ¡Quién sabe dónde estarán ahora!
—¿Y cómo nos arreglaremos nosotros?
—Respóndeme primero a una pregunta. ¿Cómo no te has roto el cráneo?
—Cuando vi al caballo caer, abrí las piernas para no encontrarme con los pies sujetos por los estribos, y di dos o tres saltos en el aire. Shiva, o Brahma o Visnú, no sé cuál de ellos, me ha salvado. Estoy todavía vivo y dispuesto a reanudar la lucha, pues mis costillas han resistido maravillosamente, y casi lo mismo mis brazos y mis piernas. Debo de tener algo de acero en los huesos.
—Lo creo, amigo; espérame.
—¿Dónde vas, Sahib?
—Voy a ver si será posible salir de esta trampa.
—¿Y el rinoceronte?
—Déjalo aullar; no volverá a mugir nunca más, y ningún médico se atreverá a extraerle la estaca que le ha despanzurrado.
—¿Y si la rompe y se lanza de pronto sobre nosotros?
—Ese peligro no existe. Además, tenemos aun nuestras carabinas y pistolas, sin contar las cimitarras. Como ves, a pesar del salto que pudo sernos fatal, estamos todavía formidablemente armados. Veamos un momento si es posible salir.
Sin cuidarse de los tremendos aullidos de la fiera, avanzó hacia el centro de la excavación. Era esta una verdadera trampa para grandes animales, vastísima, y con tres estacas fuertemente colocadas en tierra, las cuales habían milagrosamente evitado, aunque matándose los caballos.
Estas fosas, que los cazadores indostanos construyen en medio de los junglares, tienen la boca muy estrecha, pero inmenso el fondo, y las paredes se hallan tajadas de tal modo que no permiten a ningún animal la salida, a causa de la gran inclinación que tienen según van estrechándose hacia la boca.
Esta se cubre con bambúes, sobre los cuales se desparraman terrones de tierra, de modo que encubren la trampa, la cual visitan después los cazadores, encontrando casi siempre caza mayor y menuda, que arrastran con fuertes lazos.
—Esta fosa es peor que una prisión —dijo el maharata—. ¿Quién será capaz de encaramarse a la boca? ¿Habrá de salirse Sindhia con la suya? Henos aquí completamente desmontados y en mala compañía. ¡Pobre señor Yáñez! ¿Podremos todavía cumplir su encargo? Mucho lo dudo.
Miró al rinoceronte, que no cesaba de aullar espantosamente, haciendo estremecerse a los pobres caballos, locos ya de terror y agonizantes.
Era horrible de ver el monstruoso animal. Sacudía furiosamente su testuz casi triangular, vomitando sangre, y bajo su vientre, donde había hincado la estaca, se iba encharcando también el suelo con sangre y trozos de intestinos.
Aunque cualquier movimiento le debía de hacer sufrir atrozmente, sin embargo, presa de verdadera locura, intentaba librarse del obstáculo que le sujetaba, ensanchando cada vez más la herida.
El rajaputra se había unido al maharata, que tenía cargada la carabina.
—Es preciso matarlo —le dijo—. Si los bandidos de Sindhia han seguido la brecha del junglar, podrían asomarse para ver lo que sucede.
—Lo mismo estaba yo pensando en este instante —respondió Kammamuri—. Pero temo que el estruendo de la carabina atraiga a esos canallas mejor que los aullidos de este bruto.
—Las pistolas no hacen tanto ruido, Sahib. Dispárale en un ojo.
—Es lo que voy a hacer. ¿Han muerto los caballos?
—Dentro de diez minutos morirán. Están muy destrozados, y no es posible que sobrevivan.
—He aquí una grave pérdida.
—Que nadie podía prever —agregó el rajaputra.
—Cierto.
El maharata se quitó del cinturón una larga pistola de dos cañones y de gran calibre, se aproximó al animal, que continuaba haciendo esfuerzos prodigiosos para librarse del palo, y le disparó a bocajarro un tiro en el ojo izquierdo. Siguióse una segunda detonación, y el animal, después de haber lanzado un postrer y más espantoso aullido, se desplomó, doblando, bajo el vientre roto, las anchas y robustas patas.
Había recibido dos balas en el cerebro, que era su único punto vulnerable.
—Lo has matado, Sahib —dijo el rajaputra.
—Creo que todavía no está del todo muerto —respondió Kammamuri—. Conozco a estos malditos. No parece sino que tienen diez corazones y diez cerebros.
En efecto, en aquel mismo instante el rinoceronte abrió la boca, dos o tres veces, vomitando sangre, y enseguida bostezó haciendo crujir las robustas mandíbulas.
Era el último esfuerzo. Recogióse casi todo sobre sí mismo, lanzando un débil lamento, sacudió las orejas, extendió las piernas que tenía dobladas bajo el vientre, y después de un segundo bostezo y un nuevo vómito de sangre, expiró.
—Estos brutos causan verdaderamente miedo —dijo el rajaputra.
—Valen más que los tigres —respondió Kammamuri.
Miró hacia arriba a la salida de la fosa. La luz comenzaba a faltar: el sol se ocultaba rápidamente, y las tinieblas estaban próximas a extenderse.
Los dos valientes se miraron largo rato, interrogándose con los ojos.
—No sé qué decir —exclamó el maharata que parecía desalentado.
—¿No podremos abandonar esta tumba? —preguntó el rajaputra.
—¿No ves cómo están cortadas las paredes? Es imposible escalarlas.
—¿Y si abriésemos una galería?
—Lo pensaremos. Han muerto los caballos, ¿verdad?
—No veo que hagan ya ningún movimiento.
—Veremos. Tú eres fuerte como cuatro hombres juntos; mas por ahora nada haremos; esperaremos el alba.
—¿Dentro de esta cueva llena de sangre?
—Llama en tu ayuda dos docenas de perros voladores y haz que te saquen fuera —respondió Kammamuri.
—Eso quisiera yo, Sahib.
—¿Conservas tu pipa?
—Sí, además algo de tabaco. Pero el estómago está vacío.
—Mañana asarás una pierna de rinoceronte, y te quitarás el hambre para veinticuatro horas.
—¡Mañana! —murmuró el rajaputra—. ¡Y faltan nada menos que doce horas!
—Mira a ver si en las alforjas de nuestros caballos hay todavía algo que comer.
—Sí, miserables bananos que nada son para mí.
—Apriétate la faja y sentirás menos el hambre.
—Otra cosa es menester para mí, Sahib.
—Pues aquí hay dos caballos y un rinoceronte. La carne no falta, y aun quizá hay demasiada. Come cuánta quieras.
—¿Cruda?
—¿Querrás que te construya un asador y unas parrillas, y aun que te encienda también el fuego? Bien ves que aquí sólo hay algunas cañas que producirán más humo que llama.
—Entonces no me queda más arbitrio que apretarme la faja —dijo el rajaputra, con voz melancólica.
—¿Rehúsas la carne cruda? Podría servirte un buen trozo de muslo de alguno de los caballos.
—¿Sin sal ni pimienta?
—¡Vaya, señor hércules, os ponéis muy exigente! Aquí no estamos en la capital.
El silencio sólo era interrumpido por los aullidos de los chacales atraídos a docenas por el olor de la carne del rinoceronte y de los caballos, con la cual se prometían una opípara cena, cuando, al cabo de un rato, corrió el gigante al centro de la cueva y se puso a escuchar con atención. No tardó mucho en exhalar un estentóreo grito:
—¡Las campanillas!
—¿Qué campanillas? —preguntó Kammamuri, que se había apresurado a reunírsele.
—¿No oyes, Sahib? Escucha bien.
—Sí, oigo un lejano tintineo que parece acercarse con endiablada rapidez.
—Es el correo que pasa.
—¿A través de este junglar?
—Los bandidos del rajá habrán obligado a tomar otro camino al conductor del coche correo.
—¡Si pasase próximo a la trampa!
—¿Y si cae dentro?
—Dispararemos un tiro de pistola.
—¿Oyes, Sahib?
—Sí, el correo vuela. Lleva tres caballos y el carricoche pesa muy poco.
—Pero ¿cómo nos arreglaremos para encontrar sitio?
—Nos acomodaremos de cualquier modo. Tiene dos asientos, uno delante para el conductor y otro detrás.
—Que no puede servir más que para una sola persona.
—Yo montaré en uno de los caballos.
—Será lo mejor.
—Calla.
El tintineo de las campanillas continuaba acercándose con la rapidez del rayo. El correo indostano va en un carricoche con galope endiablado a través de montañas y junglares, cambiando de caballos en los bungalows encargados de tener siempre cierto número de ellos.
El correo debía de haberse aventurado por la inmensa brecha abierta en el junglar por rinocerontes o elefantes, y corría en derechura hacia la trampa, que a causa de la oscuridad no podría el conductor evitar.
Los chacales, espantados por el campanilleo, habían huido todos, aullando lúgubremente. Sabido es que esta especie de lobos no se atreven jamás, salvo alguna rara excepción, a atacar al hombre, aunque ellos sean muchos. Además, huyen también de todas las fieras, pues no están dotados de excesivo valor. Se asemejan mucho a las hienas de África, y, como ellas, son alborotadores y al parecer terribles, pero en realidad cobardes hasta el punto de huir ante un muchacho armado de un sencillo bastón.
Kammamuri escuchaba atentamente, empuñando una de las pistolas de dos cañones, dispuesto a avisar con un disparo al correo antes que se precipitase con los caballos en la inmensa fosa.
Las campanillas resonaban fragorosamente cada vez más próximas. El correo volaba, pero volaba hacia el abismo.
—Sahib —dijo el rajaputra—, ya es tiempo de disparar.
—Espera un momento.
El viejo cazador seguía escuchando con profunda atención.
Pasó otro medio minuto, que al rajaputra le pareció media hora; después el maharata levantó la pistola y disparó los dos tiros, gritando en seguida con voz potente:
—¡Para, para! ¡El suelo está cortado…! Para, cochero…
Las campanillas sonaron todavía un instante con furia, pero enseguida callaron casi de repente. Y fuera de la cueva oyóse una voz humana:
—¿Quién ha hecho fuego?
—Amigos del correo indostano —respondió Kammamuri—. Descuelga el farol; y mira dónde ibas a caer con tu vehículo.
—Os advierto que estoy armado.
—Nosotros no somos bandidos del junglar. Te repito que te hemos salvado la vida.
—Ahora lo veremos.
Las campanillas de los tres caballos resonaron de nuevo un instante mezcladas con poderosos relinchos; después un rayo de luz se proyectó dentro de la trampa.
El correo había lanzado un grito de espanto.
—Gracias —dijo después—. Me habéis salvado a mí y a mis corceles. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Sacarnos de aquí —respondió Kammamuri—. ¿Tienes cuerdas?
—Sí; pero antes quisiera saber quiénes y cuántos sois.
—Somos dos solamente: yo soy el ayudante de campo del maharajá de Assam y mi compañero un rajaputra bueno como un niño, aunque posee las fuerzas de un gigante.
—¿Y cómo os halláis ahí?
—Hemos caído con nuestros caballos, mientras huíamos de los bandidos del rajá y de un rinoceronte que nos ha seguido en la caída y que se ha clavado en una estaca.
—¡Los bandidos del rajá! —dijo el correo, que continuaba proyectando la luz de su farol dentro de la cueva—. Han tratado de alcanzarme y prenderme.
—Iban a caballo, ¿verdad? Debían de ser veinte o veinticinco. Acaso menos, pues nosotros hemos matado a varios.
—Esperadme.
—Procura que tus caballos no avancen.
—Ya están atados —respondió el mayoral.
Su ausencia fue brevísima. Bien pronto una sólida cuerda cayó dentro de la trampa.
Cogióla al vuelo el maharata, cuyos ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad, y comenzó a trepar por ella, sin olvidarse de llevar consigo sus armas y la gualdrapa del caballo.
De ordinario, el correo indostano se sirve de jóvenes escogidos con gran cuidado, a los cuales arma con una fusta de mango corto y larguísima correa y con dos buenas pistolas. Sin embargo, el conductor del correo, que iba a precipitarse en el abismo, era un soldado seikko de cuarenta años cumplidos, y formas robustísimas, y con larga barba negra y rizosa, y ojos brillantes como carbunclos.
—Te doy las gracias, Sahib —dijo después de haber dirigido la luz de su linterna sobre Kammamuri— porque me has salvado la vida. Si disparas un momento después, me despeño. ¿Dónde está tu compañero?
—Aquí lo tienes. Como ves, es un rajaputra.
—Que puede luchar con ventaja contra los osos de nuestras montañas —dijo el correo después de haberlo contemplado desde la punta de los pies hasta la cabeza,
—¿Podremos montar los tres en tu vehículo?
—Yo montaré al caballo de en medio y vosotros ocuparéis los asientos.
—¿Pero adónde vas?
—El correo no puede traicionar sus secretos. Estoy encargado de ir muy lejos, más allá de la frontera oriental de Assam.
—¿Al Arracam o a Birmania?
—No puedo decir nada. Lo mejor será que reanudemos al punto la carrera, pues los mercenarios de Sindhia deben de seguirme la pista.
—Ahora somos tres y tenemos buenas carabinas —respondió Kammamuri—. Los hemos detenido ya un par de veces.
—Ahora me siento más seguro —dijo el correo.
Colocó la linterna en su sitio, y señaló a sus compañeros los dos asientos, uno delante y otro detrás del ligero, pero solidísimo cochecito.
Iba a montar sobre el caballo de en medio, que continuaba agitando las campanillas, como si estuviese impaciente por reemprender la carrera con sus compañeros de tiro, cuando el correo se volvió de nuevo a Kammamuri preguntándole:
—¿Conoces tú ese junglar, Sahib?
—Nunca lo he recorrido —respondió el maharata—. He cazado muchas veces grandes búfalos en compañía del maharajá; pero siempre me he mantenido lejos, muy apartado de este inmenso matorral.
—Entonces no sabemos si encontraremos en nuestro camino otra trampa. No se escapa dos veces de la muerte.
—Como te digo, jamás he atravesado este junglar.
—¿Y quién ha hecho esta brecha gigantesca que tan bien nos ha servido para huir de los ataques de los partidarios del exrajá?
—Probablemente elefantes, asustados por alguna tropa de cazadores, o por otra causa que ignoro.
—No me conviene volver a la carretera que conduce a Daboka. Seríamos cogidos enseguida, y yo he recibido orden de no dejarme capturar.
—También yo creo que, al menos por ahora, no viene al caso volver hacia el Norte —respondió Kammamuri—. Tampoco a nosotros nos conviene caer en poder de los jinetes que han intentado capturarte. ¿Quieres saber algo más?
—Por ahora no.
—Entonces partamos. ¿Quieres un buen consejo antes de lanzar los caballos?
—Habla, Sahib.
—Quítales a los animales las campanillas, las cuales podrían descubrirnos. No tenemos necesidad ninguna del estruendo, sino más bien de pasar inadvertidos y en el mayor silencio.
—Tienes razón, Sahib.
El correo sacó de su faja un cuchillo afiladísimo algo curvo y semejante a un medio tarwar e hizo caer al suelo todas las campanillas.
—Ahora podemos partir, y que Buda nos guarde de las trampas.
Montó sobre el caballo de en medio, empuñó la fusta de mango corto y larguísima correa, y lanzó un silbido estridente, muy semejante al que usan los cornacs para obligar a andar a los elefantes.
Encabritáronse un instante los tres veloces corredores, bufando y relinchando, y enseguida se lanzaron en carrera desenfrenada por la enorme brecha, bordeando la trampa.
En el junglar reinaba un silencio profundísimo. Parecía que todos los chacales que tanto habían antes aullado se habían alejado a inmensa distancia, desesperanzados ya de catar los cadáveres del rinoceronte y los caballos.
La noche era espléndida, clara, una verdadera noche de la India. No había luna, pero ¡qué maravillosos rayos de luz lanzaban las estrellas! Parecía que palpitaban exhalando relámpagos color de topacio y de esmeralda.
Podíase sin dificultad alguna apagar la linterna, pero el correo no se atrevía, sabiendo cuánto temen las fieras a la luz, sobre todo cuando aparece de improviso.
—Sahib —dijo el rajaputra, que se agarraba fuertemente al asiento a causa de los saltos tremendos del carricoche—. ¿Dónde iremos a parar?
La pregunta iba dirigida a Kammamuri, que, como sabemos, ocupaba el asiento delantero.
—¿Qué quieres que yo sepa, amigo? —respondió el maharata—. Sólo sé que huimos, y que para nosotros es muy conveniente interponer una enorme distancia entre nuestras personas y los bandidos de Sindhia.
—¿Y este correo?
—Llevará algún mensaje importante para algún comandante inglés de la frontera de Arracam, o Birmania.
—Espero que no le seguiremos hasta allí.
—Malditas las ganas que tengo de eso.
—Aquí hay tres caballos y dos pueden servir para nosotros. El coche correo no necesita más que uno.
—Dices, Sahib…
Iba a responder Kammamuri, cuando los tres corceles se encabritaron violentamente, y cayeron uno sobre otro volcando el coche.
En el mismo instante resonó en la oscura profundidad del junglar el terrible a-o-ung, bien conocido rugido de los tigres.
IX. La noche en el junglar
Antes que volcase el carricoche, el rajaputra y Kammamuri habían saltado ligeramente al suelo, mientras el correo era arrojado a diez pasos de distancia, y por fortuna suya sobre un enorme montón de hojas secas.
Los caballos, entorpecidos por los tiros, no habían vuelto a moverse; pero relinchaban, como si pidiesen auxilio a los hombres contra la formidable fiera que se había anunciado, y que quizá estaba aún en ayunas, y por desventura no sola.
—Sahib —dijo el correo, que se había acercado enseguida a los caballos, procurando calmarlos—. Vosotros estáis mejor armados que yo. Ayudadme a suprimir este estorbo.
—Estamos prontos —respondió Kammamuri, que había montado ya la carabina, arrodillándose tras el coche—. No somos hombres que se asusten por uno o dos tigres.
—¿Debo hacer levantar los caballos?
—Mientras la Sera o las fieras no se presenten, te lo prohíbo. ¿Tienen rotas las piernas?
—No; podrían partir al punto, Sahib. Si quieres los pongo en pie, y vuelvo a lanzarlos al galope.
—Tú no conoces al bâgh.
—Sé que son terribles y audacísimos. Me han atacado ya otras veces, hasta en los grandes caminos flanqueados de bosques y junglares.
—Pues eres un hombre de suerte, porque, según veo, todavía no te falta siquiera un brazo.
—He perdido una oreja, Sahib, y en mi pecho llevo las cicatrices de tres soberbios zarpazos.
—Espero que esta vez salvaremos la oreja que te queda —respondió Kammamuri—. Las fieras tendrán que tenérselas no sólo con tres pistolas, sino también con nuestras carabinas. ¿No es verdad, rajaputra?
—Y que cuando estas carabinas disparan, difícilmente yerran —añadió el gigante—. Al fin y al cabo un tigre no es lo mismo que un rinoceronte enfurecido y lanzado en carrera desenfrenada. ¡Estos animalotes sí que dan miedo!
—¿Esperaremos, pues? —preguntó el conductor del coche correo.
—No hay más remedio, si quieres salvar a tus caballos —respondió el maharata.
Se levantó, cogió el farol que lucía admirablemente reforzado por una gruesa lente de cuarzo, y dijo al rajaputra:
—Levanta el coche.
—¿Y también un caballo?
—No, no. Deja en paz a las bestias, al menos por ahora. ¿Se han roto las barras?
—No, Sahib.
—Entonces ponlo en pie.
El gigante, que, como sabemos, estaba dotado de una fuerza más que extraordinaria, volvió en poco rato a poner el coche sobre sus dos ruedas.
—Eres un hombre prodigioso —dijo Kammamuri, colocando el farol sobre el asiento delantero—. Ahora nos divertiremos un poco. ¡Lástima que no estén con nosotros el maharajá, mi patrón y el Tigre de Malasia! ¡Harían una trinidad formidable!
—Ve a llamarlos, si hay tiempo, Sahib —dijo al rajaputra—. Como ves, aquí hay tres caballos, y de raza.
—¿Para hacerme prender por los bandidos de Sindhia? ¡Mal consejo me has dado!
—Tampoco me parece a mí nada bueno —respondió el gigante—. Señor tigre, estamos dispuestos a haceros una acogida digna de vuestros dientes y vuestras uñas.
—No os chanceéis —dijo en aquel momento el correo, que se había refugiado detrás del coche, empuñando sus largas pistolas—. He visto ya al tigre dar un gran salto y desaparecer entre los bambúes.
—¿A qué distancia? —preguntó Kammamuri.
—No excesiva, a unos cincuenta pasos.
—¡Buenos ojos tienes! Pueden competir con los del cazador de topos de las cloacas de Gauhati.
—¿Quién es ese hombre?
—Otra vez te lo diré. Ahora debemos ocuparnos del bâgh que dices haber visto. Abre ahora las orejas y escucha.
—Tú tienes dos, mientras que a mí, como te dije, me falta una, que me llevó…
—Me lo contarás después, cuando el peligro haya pasado.
El tigre había lanzado de nuevo su siniestro aullido de guerra, haciendo retemblar el junglar.
Parecía uno solo, pero Kammamuri aún no se fiaba. Sabía muy bien que los machos siempre van acompañados de la hembra, la cual lucha con valor desesperado, sobre todo si lleva consigo a sus cachorros.
—Una noche más sin dormir —dijo el rajaputra.
—Si no tienes miedo a dejarte arrancar una pierna o la cabeza, envuélvete en la gualdrapa de tu caballo mongol, y dame tu carabina.
—Nunca, Sahib. Te vas a jugar la vida y también yo quiero jugarme la mía.
—Me esperaba esa respuesta, valiente. Abramos, pues, los ojos.
—Será preciso cubrir la linterna —dijo el correo—. Mientras vean luz, no osarán atacarnos los tigres.
—Ya está hecho —dijo el rajaputra cogiendo la cubierta de su corcel—. Las estrellas tienen esta noche un tamaño como pocas veces lo he visto.
—No parece sino que van a caer sobre el junglar.
—Procura que no te caiga encima ninguna estrella negra y amarilla armada de dientes y de uñas —dijo Kammamuri.
Sobre el inmenso cañaveral habíase levantado un fuerte airecillo nocturno, que hacía susurrar las altas ramas de los bambúes, cubiertas de larguísimas hojas.
A ninguno de nuestros hombres contentó aquel murmullo, que bastaba para encubrir el ágil paso del tigre.
El aire, aunque era fresco en lo alto, por bajo los gigantescos vegetales arrastraba de cuando en cuando ardientes tufaradas impregnadas de olores pestilentes. Eran oleadas de miasmas que se acumulaban en la parte del junglar, producidos por la corrupción de las plantas y también por los numerosos cadáveres mal descarnados por los leopardos y chacales.
Los tigres, como señores opulentos, apenas sacian su hambre abandonan la presa y no vuelven a tocarla. Estas fieras malvadas quieren siempre carne palpitante y sangre tibia, por lo cual dejan muchos animales por entero despanzurrados acá y allá corrompiendo el aire.
Los tres hombres, arrodillados detrás del coche, seguían esperando animosamente al comedor de carne humana, decididos a mandarlo bien repleto de plomo a cualquier infierno o paraíso.
En aquel momento resonaron dos rugidos en el junglar.
—Son dos —dijo el rajaputra—. ¿Y si nos atacan por dos partes?
—Es probable —respondió Kammamuri, que se había inquietado mucho—. Destapa la linterna. Al menos veremos por qué lado se acercan.
—Si fuese un solo tigre, podríamos disparar sin necesidad de la luz; ¡pero siendo dos! ¿Y de qué lado vendrán?
—¿Están tranquilos los caballos, correo?
—Estoy haciendo un esfuerzo enorme para impedir que se levanten.
—Huirían sin nosotros en carrera desenfrenada.
—Lo sé, Sahib, y por eso no los abandono un solo instante. Pero esto me impide ayudaros.
—Déjanos a nosotros —dijo Kammamuri—. Según te he dicho ya, no es la primera vez que cazamos tigres.
—Bien lo demuestra vuestra serenidad —respondió el correo, el cual había colocado sus dos largas pistolas junto al caballo de en medio, con el fin de ayudar a sus salvadores.
—¡Eh, rajaputra! ¿Nada ves todavía? —preguntó el maharata.
—Nada, Sahib —respondió el gigante—. No parece sino que los tigres han cenado ya, y no les hacen falta nuestras costillas.
—¡Hum! Espera un poco y lo verás, amigo. Son astutos y obran con extremada prudencia.
—Calla, Sahib.
—Se oye un rumor ante nosotros, ¿verdad?
—Y se percibe olor a salvajina —respondió el rajaputra—. Ocúpate del que avance sobre ti, y yo me encargaré del otro.
El momento era terrible. Los dos tigres debían de hallarse a corta distancia, según lo denunciaba su olor característico, traído por la brisa nocturna, que cambiaba de cuando en cuando de dirección.
Kammamuri y el rajaputra aguzaban la vista mientras el correo hacía esfuerzos sobrehumanos para sujetar a los caballos, que habían sido asaltados de intensos temblores. Los pobres animales sentían la presencia de las terribles fieras, y comenzaban a experimentar loco terror.
Al cabo de un momento, el rajaputra volvió a cubrir el farol, se arrodilló, levantó la carabina e hizo fuego sobre el sitio en que había visto brillar dos puntos luminosos.
Una sombra pasó sobre el carricoche y cayó tres metros delante del maharata.
La ocasión era favorable. El viejo cazador de la Jungla Negra dejó caer la carabina, empuñó una de sus pistolas de dos cañones, y descubrió la linterna.
Un tigre gigantesco hallábase erguido ante él rugiendo espantosamente; pero cayó enseguida como si tuviese una pierna rota.
Kammamuri no vaciló un instante en disparar sobre la fiera que aparecía en el cerco de luz proyectada por la linterna.
—¿Derribada? —preguntó el rajaputra, que acudía en socorro del cazador.
—Sí —respondió sencillamente Kammamuri—. Ha caído.
—¿Muerta?
—Así parece.
—No te fíes, Sahib, dispárale un tiro de carabina.
—Sería, quizá, un tiro desperdiciado.
—Haz lo que te digo, Sahib.
El maharata, algo alarmado por aquella insistencia, recogió su enorme carabina y ya iba a apuntar, cuando la sombra gigantesca que él creía haber muerto se lanzó con tremendo salto sobre los caballos, adentelló al correo por la nuca y se lo llevó con la misma facilidad que si hubiese sido un niño, desapareciendo al punto en el junglar.
Nada había en ello de extraordinario. Los tigres, lo mismo que los jaguares americanos, pueden resistir varios balazos, y aun estando heridos, su fuerza enorme les permite dar saltos de dos o más metros de altura, llevando en la boca un ternero de ciento cincuenta kilos y más.
Kammamuri había lanzado un grito agudísimo.
—Rajaputra, sujeta bien a los caballos; si huyen estamos perdidos.
—¿Y ese desgraciado? —preguntó el gigante, precipitándose sobre los tres corceles, que iban ya a levantarse, derribándolos con sus puños formidables.
—¿Tendrás miedo de quedarte aquí sin la linterna?
—No, aunque tendré que ocuparme de los caballos y del otro tigre, que nadie sabe por qué lado se nos echará encima.
—Corta las correas del carricoche y ata fuertemente las patas a los caballos. Así estarás más libre para defenderte.
—Y después nos los encontraremos despanzurrados.
—¿Qué hacer, por Shiva? —preguntó Kammamuri, metiéndose las manos bajo el turbante—. ¿Dejaremos perecer a ese hombre mientras tengamos armas?
—Ya estará muerto a estas horas —respondió el rajaputra—. De una sola dentellada rompen esas fieras la columna vertebral, como si fuese paja.
—Sin embargo, yo debo intentar hallarlo o vengarlo.
—Es mucho atrevimiento, Sahib. Advierte que son dos tigres.
—Sería una villanía. Un viejo cazador no puede permanecer quieto ante semejante suceso. ¿Has atado las patas a los caballos?
—Sí, ya he terminado.
—Entonces espérame.
En aquel mismo instante, bajo los altísimos bambúes, se oyó una voz humana que gritaba dos veces:
—¡Socorro!
El hombre que había lanzado aquel desesperado lamento no debía de distar más de unos cien metros.
Kammamuri cogió el farol, montó la carabina que ya había cargado con gruesa metralla, porque a veces da mejor resultado que una bala, y se lanzó a través del tenebroso cañaveral, resuelto a encontrar vivo o muerto al desdichado correo.
Recorrió velozmente unos cincuenta pasos y se detuvo entre dos gruesos bambúes, poniéndose a escuchar.
Parecióle que un poco más lejos se oían crujir hojas secas y después un sordo gruñido.
—El bâgh que ha arrebatado al correo está cerca —se dijo el valiente maharata. Levantó la linterna y se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Correo!… ¡Vengo en tu auxilio! ¡Si puedes, resiste un poco!
—Estoy… herido… el tigre…, el tigre…
Había en aquella voz un espanto terrible. Ni siquiera parecía voz humana, sino más bien una especie de alarido.
Despreciando todos los peligros, vigilantes los ojos y el oído alerta, avanzaba el maharata por un surco que parecía recientemente abierto.
A uno y otro lado se alzaban bambúes ligados entre sí por plantas parásitas, de las llamadas en el comercio cañas de la India, y que alcanzan a veces más de trescientos metros de largo.
Había recorrido otros cuarenta o cincuenta pasos, cuando de improviso vio aparecer un tigre en el espacio de luz proyectada por la linterna. ¿Era el que había arrebatado al correo o su compañera?
Kammamuri no se lo preguntó dos veces. La fiera, deslumbrada por la luz, habíase detenido en seco, gruñendo sordamente.
Era el momento propicio para disparar y casi a boca de jarro.
La enorme carabina retumbó como un trabuco bajo los espesos bambúes con extrañas repercusiones, y casi enseguida resonó un rugido espantoso, que parecía salir de un tubo de órgano.
El tigre había sido ametrallado en pleno hocico, a sólo cinco metros de distancia.
—¡Ah, te has lucido, amigo! —dijo Kammamuri, empuñando una pistola—. Debo de haberte dejado ciego por completo y destrozado hasta la nariz.
Avanzó con precaución, asestando siempre hacia delante la luz de la linterna, y poco después vio, tendida y muerta, a la fiera, que había ametrallado.
—Siempre he dicho que nuestras grandes carabinas malayas son las armas mejores para la caza mayor —murmuró Kammamuri.
Proyectó la luz sobre el bâgh, y vio enseguida que no se había engañado. Los gruesos balines habían destrozado los ojos, la nariz y los belfos antes de incrustarse en el cerebro.
La cabeza era una masa informe que se desangraba por más de quince heridas.
—Ahora que he despejado el camino pensemos en el correo —dijo Kammamuri—. He hecho todo lo humanamente posible, y si no lo encuentro vivo, no será culpa mía.
Pocos cazadores se habrían atrevido a hacer otro tanto.
Dirigió otra mirada al tigre, ya inmóvil, e iba a avanzar de nuevo, cuando volvió a proyectar hacia delante la luz de la linterna.
—¡Correo! —gritó—. ¿Ves la luz que se aproxima?
Nadie contestó.
Kammamuri sintió bañarse en sudor frío su frente y apresuró el paso, gritando de nuevo:
—¡Eh, correo…! ¿Estás vivo o muerto? Si sólo estás herido, responde para que pueda yo hallarte.
También esta vez siguió un silencio absoluto. Hasta el viento había cesado, y ya no producían rumor alguno los numerosos bambúes.
El maharata, terriblemente alarmado, estaba dudando si no habría sido más prudente volver hacia el carruaje, cuando de pronto tropezó contra un obstáculo y cayó rodando al suelo.
Aunque ya no era joven, conservábase ágil como una pantera, y en un instante estuvo otra vez en pie, con la linterna intacta y encendida.
Un grito de horror se escapó de sus labios. Había tropezado contra el cadáver del correo, que se hallaba medio enterrado bajo un montón de hojas secas.
—¡Muerto! —exclamó—. ¡Desgraciado!
Inclinóse sobre el mísero cuerpo y lo sacó de aquella especie de escondite.
—El rajaputra tenía razón —murmuró contemplándolo—. He llegado demasiado tarde.
El tigre había destrozado al infeliz conductor del correo, que tenía la mitad del rostro desgarrado, arrancado un brazo y el pecho abierto por un terrible zarpazo, hasta dejar al descubierto las vísceras.
Allí no había nada que hacer. No quedaba más que huir aprisa para correr en ayuda del rajaputra, que quizá era aún acechado por el segundo tigre.
Kammamuri soltó el cadáver, volvióle a cubrir de hojas, recogió la linterna y se puso en marcha.
Aquel hombre, que tantas fieras había matado en unión de Tremal-Naik en los Sunderbunds del Ganges, comenzaba a sentirse invadido de un terror invencible.
Corría, corría como un loco, llevando la pistola apuntada, pues no había pensado en volver a cargar la carabina.
Y no tenía la culpa de haber perdido su audacia y su sangre fría después de haber dado tan grande prueba de valor.
No son solamente los tigres los que amenazan en los húmedos y tenebrosos junglares. De un momento a otro pueden surgir ante el hombre que osa atravesarlos otros muchos animales no menos peligrosos, que le destrozarán a zarpazos o le matarán con un veneno activísimo, o le aplastarán bajo sus patas.
El Indostán es la región más infestada de fieras entre todos los países del mundo. Los estragos que hacen los tigres, los leopardos, y sobre todo las serpientes, son increíbles.
No obstante las grandes batidas de los oficiales ingleses, que pueden disponer de elefantes amaestrados, manadas de perros y tropas de jinetes cipayos, jamás ha disminuido el número de fieras, siempre hambrientas de carne humana.
Por todo lo cual se comprenderá si Kammamuri, que conocía todos los peligros de los malditos junglares, tenía razón para estar inquieto y aún temeroso.
Además del segundo tigre, podría poner el pie sobre una serpiente cobra o pitón y caer antes de encontrar al rajaputra.
Por fortuna, conservaba la linterna, y es sabido que todas las fieras temen la luz, sobre todo cuando se proyecta directamente sobre ellas.
De una sola carrera recorrió más de doscientos metros; pero con grande espanto suyo advirtió que había tomado otro sendero que acaso no le conduciría al carricoche.
—¡He perdido el camino! —exclamó parándose de golpe—. ¿Durará la luz de la linterna lo suficiente para poderme reunir con el rajaputra? ¡Buen disparate he cometido al ir en busca del correo! ¡Y si al menos hubiese conseguido salvarlo!
Poco a poco recobró su sangre fría. Ya no latían su corazón y sus sienes hasta el punto casi de romperse.
Otras aventuras no menos terribles había arrostrado en la Jungla Negra, habitada no sólo por fieras, sino también por los estranguladores de Raimangal.
Agitó la lámpara y exhaló un suspiro de satisfacción. Estaba todavía llena, aunque hacía dos horas que alumbraba.
—¿Qué pensará de mí el pobre rajaputra viendo que no vuelvo? ¿Habrá huido en el carricoche? No; es imposible: ese hombre es muy fiel y no tiene miedo. Estoy seguro de hallarlo junto a los caballos.
Iluminó todo el terreno alrededor, para ver si había en él reptiles, puso en el suelo la linterna, apoyóse contra un bambú y su primera precaución fue volver a cargar de metralla la carabina.
No tenía ya mucha confianza en las pistolas, aunque las indostanas son armas muy buenas, de bastante alcance y no poca fuerza de penetración.
—¡Ea!, vamos en busca del rajaputra —dijo—. Siendo dos nos defenderemos mejor, y además debemos reanudar lo antes posible nuestro viaje, si queremos salvar al señor Yáñez, a mi patrón y al señor Sandokán. ¿Resistirán todavía? Así lo espero, pues tienen caballos, elefantes y ametralladoras.
Miró otra vez en tomo suyo, y enseguida, tranquilizado un tanto por el silencio que reinaba en el junglar, se puso en marcha, procurando orientarse.
No era eso fácil entre todos aquellos vegetales que surgían a cada paso, cada vez más altos, más espesos y más entrelazados por plantas parásitas.
Iba Kammamuri a traspasar una especie de cortina vegetal formada por espesos kâlam, cuando oyó un grito tras de sí.
—Otro tigre —murmuró—. Pero veremos si se trata de un macho o de una hembra, aunque de todos modos tendrá que vérselas con mi carabina, y no viene en buena ocasión.
Detúvose un momento sin dejar de escuchar, y le pareció oír un gruñido.
Kammamuri colocó la linterna en la base de un gran tamarindo y permaneció a la expectativa.
Una sombra negra se dibujó en el cerco de luz proyectado por la linterna.
—¡Bah! ¿Quién lo creyera? Pero te conozco, como también conozco tus feroces mañas —murmuró el maharata, colocándose tras el tronco del tamarindo.
Era un animal extraño que nada tenía de común con los tigres y los leones: su cuerpo era grueso y corto, cortas patas y el hocico muy saliente y terminado en una especie de triángulo. Su cuerpo estaba cubierto de espeso pelambre muy reluciente.
El oso, que tal era, habíase levantado sobre sus patas traseras y avanzaba furiosamente aullando y agitando las delanteras, dispuesto a hundir sus robustas garras en las carnes del desgraciado.
Ya sabemos que el bravo maharata poseía igual sangre fría que Yáñez, por lo cual no perdió la serenidad. El Tigre de Malasia, y quizá también Tremal-Naik, habríanse arrojado sobre la fiera aun armados solamente de un simple cuchillo.
Apuntó con cuidado y disparó a tres pasos de distancia. El oso volvió a caer sobre sus cuatro patas, prorrumpiendo en un aullido feroz; después se lanzó a galope a través del junglar, con una rapidez sorprendente. Parecía que un huracán lo empujaba.
En un instante desapareció de su vista, antes que el maharata hubiese tenido tiempo de echar mano a la cimitarra o a las pistolas.
—Corre lo que quieras —dijo Kammamuri con rabia—. No irás muy lejos. Te he disparado a boca de jarro y sin que mis manos temblasen. Yo no tengo la sangre ardorosa del señor Sandokán.
Dicho esto, permitióse el lujo de descansar cinco minutos, sin importársele nada de los aullidos de los cocodrilos que infestaban las fangosas aguas del junglar inundado; volvió a cargar el arma y se puso otra vez en marcha, decidido a reunirse al rajaputra antes que desfalleciesen sus fuerzas, sometidas por completo a tan dura prueba.
Pero partió inquieto, como el judío errante, con las pupilas dilatadas y el corazón palpitante, como un ebrio. Sentíase ya completamente extraviado y no sabía hacia qué lado dirigirse.
Las estrellas seguían resplandeciendo maravillosamente en el cielo, pero bajo los altos bambúes reinaba una oscuridad pavorosa.
Kammamuri desanduvo el sendero que había recorrido y llegó enseguida al grupo de árboles que le había servido antes de refugio.
Al cabo de un rato salió de sus labios un grito de sorpresa y hasta de alegría. Había tropezado con el cadáver del oso.
—¡Muerto! —dijo Kammamuri respirando largamente—. Estoy desesperado, pero creo que todavía vale algo mi pellejo. Un gurú me ha predicho que alcanzaré una edad igual a la de los cocodrilos, aunque la verdad es que yo no sé cuántos años viven estos bichos.
Sacó la cimitarra, arma pesada y afiladísima, se inclinó sobre la ñera y con pocos golpes le cortó una pierna trasera.
—Nos servirá mañana —murmuró—. Es una simpleza dejárselo todo a los chacales, que no hacen nada para ganarse la cena. Al menos les quitaré uno de los mejores bocados. El rajaputra, si aún está vivo, no se mostrará descontento de este regalo.
Atóse el despojo a la espalda con un fuerte cordel, y reanudó la interminable marcha, procurando llegar a la gran brecha del junglar, único camino que podría llevarle al que fue coche correo.
Kammamuri trató por última vez de orientarse, y después de haber recorrido apenas quinientos metros, se halló de improviso ante la brecha.
—¡Me he salvado! —exclamó.
Cogió una pistola y disparó dos tiros, separados uno del otro por un corto intervalo, a fin de llamar la atención del rajaputra, del cual no quería persuadirse que hubiese muerto o huido, y se puso a escuchar.
Pocos segundos después resonaron otros dos pistoletazos, disparados a una distancia quizá de quinientos metros.
—¡Bien por el valiente! —exclamó Kammamuri—. Es el único rajaputra verdaderamente leal.
Y con un esfuerzo supremo se lanzó en carrera desenfrenada, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Espera un poco! ¡Allá voy!
En aquel momento se apagó la linterna; pero, como hemos dicho, la noche era bastante clara, y además el camino estaba bien marcado, de modo que era difícil volverse a extraviar.
Después de correr durante medio minuto, oyó tintinear las campanillas de los caballos. El rajaputra se servía de ellas para indicar el sitio en que se hallaba, no queriendo desperdiciar más municiones, que habían llegado a ser preciosas, sobre todo en aquellas circunstancias.
Hizo portavoz con las manos y gritó con voz resonante:
—¿Eres tú, rajaputra?
—Sí —respondió casi al punto una voz muy cercana.
—¿Vives todavía?
—Claro está —contestó.
—Te traigo la cena.
—Y yo, Sahib, prepararé un buen fuego.
—¿Han huido los caballos?
—¡Ca! ¡Ni un oso se escaparía de mis manos! —respondió el rajaputra alzando su potente voz de barítono.
—¡Aquí estoy!
—Te espero, Sahib.
Aunque Kammamuri se sentía completamente desfallecido, emprendió la última carrera, y fue a caer sobre los tres caballos del correo, cuyas patas no estaban aún libres de las ligaduras.
El rajaputra, que había encendido ya un buen fuego, se precipitó sobre él, y levantándole en sus robustos brazos, le colocó sobre los cojines del vehículo.
—Sahib —dijo—, estás rendido.
—No lo dudo —respondió Kammamuri—. He caminado cinco o seis horas sin un instante de reposo. ¿Has matado al otro tigre?
—Todavía no; pero no deja de dar vueltas alrededor del carricoche.
—Yo he matado a uno de ellos.
—Y, a lo que parece, también otra cosa —respondió el rajaputra—. Traes atado a la espalda un buen cuarto de oso.
—Ganado a mucha costa —dijo el maharata—. ¡Qué noche más terrible!
—¿Por qué has estado tantas horas ausente?
—Me extravié en el junglar y no acertaba a encontrar el camino de regreso. Déjame reposar cinco minutos, y entretanto enristra en la baqueta de acero de tu carabina el cuarto de oso. Hace cuarenta y ocho horas que no comemos.
—Bien lo sabe mi hueco estómago, Sahib; tanto, que a gritos me está pidiendo algo con qué llenarse.
—Prepara, pues, el asado.
—¿Y no volverá a atacarnos con más ferocidad el otro tigre al sentir el olor de tan hermoso pedazo de carne?
—Todavía no he muerto y mi carabina está cargada. Si la fiera vuelve, tírame de las piernas.
—Bien, Sahib. Tú necesitas descansar mucho. Déjame hacer a mí. Yo no tengo sueño, y además he estado sentado todo el tiempo que tú caminabas. Ven aquí, acuéstate, y confía en mí.
—No cerraré los ojos hasta que la fiera lance su terrible rugido.
—¿Todavía conservas la linterna? Aquí hay para cebarla una botella de aceite que he encontrado en el coche. ¿Qué otra cosa quieres? Duerme mientras el asado se hace.
El maharata, completamente desfallecido de hambre, de cansancio y también de emociones, se dejó caer sobre los cojines del carruaje.
Entretanto el fiel rajaputra, no menos hambriento, sirviéndose de la baqueta de acero del fusil y de dos ramas en forma de horquilla, había comenzado a asar el magnífico cuarto del oso, bien cubierto de grasa y con un peso de cuarenta kilos.
Había recogido mucha leña seca, viejos bambúes ya muertos, y continuaba alimentando el fuego. Los rayos de luz, ya rojos, ya amarillentos, se proyectaban sobre el junglar, haciendo aullar rabiosamente a los chacales que habían acudido en gran número atraídos por el olor del asado.
El rajaputra, tranquilizado ya por la presencia del maharata que como cazador valía por diez hombres, continuaba haciendo girar la pierna del plantígrado, lanzando de cuando en cuando miradas recelosas hacia el borde del gigantesco cañaveral, temiendo siempre ver lucir de improviso los ojos fosforescentes del segundo tigre, que sin duda no debía de estar lejos, pues aún no había podido cenar.
Pero sobre todo observaba a los caballos, para ver si daban señal alguna de inquietud. Los tres corceles, tendidos uno junto a otro con las piernas bien atadas, se mantenían tranquilos, a pesar de que los aullidos de los chacales resonaban más estridentes que nunca, atormentando los oídos más resistentes. Era buena señal. Si el bâgh hubiese estado cerca no habrían dejado los caballos de señalar su presencia con sordos relinchos.
Kammamuri durmió tranquilamente un par de horas, al cabo de las cuales le despertó la voz sonora del rajaputra.
—Sahib, la cena está preparada.
—¿Cena o desayuno? —preguntó Kammamuri, después de un par de bostezos.
—Todavía no ha despuntado el alba y creo que falta una hora o más para que el sol se decida a enseñar la cara.
—¿Y el tigre?
—No tengo de él noticia ninguna —respondió el rajaputra—. Pero estoy seguro de que anda vagando alrededor de nuestro pequeño campamento, con la esperanza de atacamos por sorpresa. Bien sabes las mañas de esas bestias, que parecen tener el alma de la sanguinaria diosa Kali.
—Redoblemos la vigilancia —respondió Kammamuri—. Podríamos alejarla soltando en el junglar uno de nuestros caballos. Ya no necesitamos más que dos, por haber muerto el correo.
—También yo quería proponerte esa idea, Sahib —respondió el rajaputra—. Sería la única manera de librarnos de ese peligroso vecino.
—Cenemos primero, y después veremos si conviene sacrificar uno de estos nobles corceles.
—¿Quieres ir a las montañas en el carricoche?
—No me parece fácil; pero siempre es bueno tener un caballo de recambio.
—¿Entonces dejamos aquí el coche?
—Es muy visible, y para nosotros nos ofrecería mayor peligro.
—Y los bandidos de Sindhia, ¿se habrán retirado o vigilarán todavía en los bordes del junglar?
—Más tarde lo sabremos.
Kammamuri abrió el cofrecillo del ligero vehículo y encontró dentro unos veinte panes de bizcocho, cuatro botellas de cerveza y una buena provisión de tabaco. También había una vasija de hojalata, que debía de contener aceite para el farol.
—Somos ricos —dijo—. Si el señor tigre no viene a molestamos, tendremos espléndida cena. Apostaría cualquier cosa a que todavía siguen en posesión de la colina el maharajá, mi patrón y el señor Sandokán.
—Acaso a estas horas estén devorando la trompa o el pie de un elefante, dos bocados reservados a los rajás.
—Cierto que tampoco a ellos les falta la carne —respondió Kammamuri—. La tienen en abundancia.
Miró alrededor, y habiendo descubierto a la luz de la hoguera un banano, fue a arrancar una hoja de un par de metros de larga y medio de ancha, que podía servir perfectamente de plato.
Pero el rajaputra, antes de ponerse a comer, cortó las ligaduras a uno de los caballos, después de haberle colgado al cuello una campanilla.
El caballo saltó en pie, aspiró ruidosamente el aire y enseguida partió a todo galope, haciendo resonar endiabladamente el cascabel.
Al cabo de pocos instantes había desaparecido.
—Ahora podremos cenar tranquilos —dijo el rajaputra—. Por el momento, el bâgh no pensará en nosotros.
—¿Y si te engañases? —dijo Kammamuri—. Bien sabes que los devoradores de hombres prefieren los filetes humanos a los de los ciervos, mucho más tiernos y suculentos.
—Confiemos en que esa bestia maldita no hará lo mismo ahora. Vamos, Sahib; el asado se enfría.
Los dos valientes se sentaron junto a la hoguera, que llameaba vivamente, crepitando y lanzando al aire nubes de chispas, y cortaron la soberbia pierna, cuyo asado estaba en su punto.
A lo lejos seguía resonando el cascabel del caballo.
Unas veces parecía aproximarse y otras alejarse. La lucha entre el noble animal y la bestia fiera debía ya de haber empezado, pero era una lucha a base de huidas y regresos imprevistos, con los cuales se irían fatigando poco a poco los dos adversarios.
Si el primero hubiese encontrado muchas brechas en el junglar, habría tenido grandes probabilidades de huir de los ataques del tigre, pues este, a pesar de su enorme musculatura y salto impetuoso, no resiste mucho en velocidad.
Es un animal que prefiere siempre las emboscadas y sorpresas repentinas a las persecuciones.
Kammamuri y el rajaputra, seguros de que por el momento no serían molestados, habían dado un formidable ataque al asado, rociándolo con las botellas de cerveza encontradas en el coche y acompañándolo con excelentes trozos de bizcocho.
No estaban, sin embargo, absolutamente tranquilos y conservaban las carabinas encima de sus rodillas. El bâgh podía volver de repente, aunque el caballo seguía galopando, haciendo sonar sin tregua el cascabel.
—Creo que ya tengo bastante —dijo el rajaputra, que había comido por seis.
—¿Te sientes con fuerzas? —preguntó Kammamuri, encendiendo su pipa.
—Ahora sí, Sahib.
—¿No te parece que aprovechemos para huir la persecución del tigre tras el caballo?
—En eso mismo estaba pensando. Y ¿escaparemos en el carricoche?
—Por ahora sí —respondió Kammamuri—. El cochecillo es ligero y correremos como el viento.
—¿Ganaremos la carretera que conduce a las montañas, o intentaremos atravesar el junglar?
—No habrá caminos a propósito. Desandaremos la brecha del junglar.
—¿Y si los hombres del rajá nos esperan en la salida?
—Lucharemos —respondió Kammamuri levantando los hombros—. ¿Cuántos tiros te quedan?
—Estoy bien provisto.
—Entonces apresurémonos.
A través del tenebroso junglar continuaba oyéndose resonar la campanilla del caballo, sin descanso, unas veces viva y otras perezosamente.
El pobre animal, no habiendo hallado salida alguna, daba vueltas furiosamente y parecía querer aproximarse a la hoguera para ponerse otra vez bajo el amparo de los hombres.
—No esperemos a que vuelva —dijo Kammamuri—. Ese animal está ya perdido, y más pronto o más tarde caerá bajo las garras de alguna fiera.
Envolvieron lo mucho que restaba del cuarto asado en la hoja del banano, metiéndolo en el cajoncito del coche, con dos botellas de cerveza y una docena de bizcochos, y enseguida cortaron las ligaduras que aprisionaban las patas de los dos caballos.
—¡Cuidado! —gritó Kammamuri—. Procura que no se escapen.
—Los tengo sujetos por los ollares, y ya sabes que soy fuerte.
—Resiste por un momento.
Cogió el farol y lo llenó rápidamente de aceite, encendiéndolo enseguida.
—Si es necesario, lo apagaremos después —murmuró.
Púsolo en su sitio, saltó al asiento, y después de recoger las bridas y empuñar la fusta, gritó al rajaputra:
—¡Pronto, monta detrás de mí!
Los dos caballos comenzaban a encabritarse y parecían impacientes por emprender de nuevo la carrera y no dejarla hasta que se agotasen sus fuerzas.
En aquel momento se oyó resonar casi al lado el cascabel del animal dejado escapar para ofrecer al bâgh una presa.
¿Habría advertido que el cochecillo iba a partir y acudiría a cumplir su deber, aunque debía estar ya desfallecido?
—¿Le esperamos? —preguntó el rajaputra.
—Ese pobre animal no sirve ya para nada. Andaría dos o tres millas y caería para no levantarse más. Yo también siento abandonarlo y no poder…
Interrumpióse bruscamente e hizo restallar la fusta, mientras el rajaputra armaba con precipitación su carabina.
En la linde del junglar había resonado un sonoro relincho, al cual siguió el conocido rugido del tigre.
El cascabel tintineó por un momento, después calló.
El pobre corcel, después de haber intentado veinte veces la huida, había, por fin, caído bajo las garras de la fiera, que le esperaba al paso, emboscada entre los bambúes.
—¡Huyamos! —gritó el rajaputra, disparando al azar un tiro de metralla—. ¡Huyamos, Sahib!
El maharata fustigó vigorosamente al tronco, lanzando el grito de los correos. Los dos caballos, que habían tenido cuatro o cinco horas de descanso, partieron a galope desenfrenado, siguiendo la enorme brecha.
—¡Sahib! —gritó el rajaputra—. Acordaos de la trampa del rinoceronte. La encontraremos en nuestro camino.
—Ya lo sé —respondió el maharata sin dejar de esgrimir la fusta.
El ligero carricoche, de altísimas ruedas, corría como si le empujase un huracán, pero se bamboleaba horriblemente al saltar los obstáculos que encontraba.
Parecía que de un momento a otro se iba a romper en mil pedazos.
Después de recorrer varias millas, Kammamuri detuvo a los caballos. Ya no había peligro de que el tigre los atacase. Había quedado muy atrás, y, además, en aquel momento debía de estar muy ocupado en devorar al caballo.
—¿Falta mucho para llegar a la trampa de marras? —preguntó el rajaputra, que tenía un miedo terrible de darse otro batacazo, cuyo resultado no sería, por cierto, tan afortunado como el primero.
—Me parece que no —respondió Kammamuri, sosteniendo bien recogidas las bridas—. No debemos de estar lejos, porque los caballos han corrido como un tren a toda máquina.
—Seamos prudentes.
—Necesitaría los ojos del cazador de topos. Por desgracia hay postes aguzados.
—Bien lo sé y…
En aquel instante los caballos se encabritaron violentamente y comenzaron a retroceder, con peligro de volcar el coche. El rajaputra saltó enseguida al suelo y se lanzó hacia delante con la linterna.
—Sahib —dijo—, estamos vivos por milagro. La trampa se halla a pocos metros de nosotros.
—Coge a los caballos por la brida y haz que bordeen prudentemente la boca de la excavación. Si dan un solo respingo, iremos a caer sobre los cadáveres del rinoceronte y de nuestros mongoles.
—Sujetaré bien los bocados.
—¿Hay sitio para pasar?
—Sí; no hay mucho espacio, pero será suficiente. Fustiga a estos malditos chacales que me quieren morder las piernas.
Alrededor de la trampa corrían furiosamente lobos y chacales, atraídos por el olor de los cadáveres que se corrompían rápidamente, y a los cuales no sabían cómo hincarles el diente.
Algunos, más golosos que los demás, habían caído ya en la trampa, y aullaban desesperados sin pensar en las presas que tenían delante. Entre tanta abundancia, estaban destinados a morir de hambre.
—¿Te impiden el paso?
—Comienzan a apretarse contra nosotros, Sahib, y los caballos están algo asustados. Tengo que hacer esfuerzos atroces para contenerlos.
—Voy a hacer que eche humo la piel de esos malditos —dijo Kammamuri, saltando al suelo con su larga fusta.
Los chacales parecían aquella noche empeñados en tenérselas con los hombres, y avanzaban amenazadores aullando espantosamente.
Kammamuri, que sabía bien cuán poco peligrosos eran, aun reunidos en gran número, se colocó delante de los caballos y empezó a manejar el látigo sin misericordia.
La larguísima correa hacía prodigios. Arrancaba pelos y pedazos de piel y hacia gotear la sangre.
Entretanto, el rajaputra contenía por los bocados con mano firme a los caballos y los guiaba por el borde de la fosa.
El espacio era suficiente para el ligero vehículo del correo, pero hallábase cubierto de bambúes derribados por el tremendo empuje de rinocerontes o elefantes. Las ruedas saltaban rechinando como si todos sus radios fuesen de un momento a otro a romperse.
Por fin retrocedieron los chacales ante la lluvia de latigazos, cada vez más terribles, que descargaba sobre ellos el maharata, y el carricoche pudo pasar y llegar a la embocadura de la brecha.
—Sube mientras yo los contengo con las bridas —dijo Kammamuri, saltando sobre el asiento.
—Bien, Sahib —respondió el rajaputra soltando los bocados.
—¿Ves algo ante nosotros?
—Yo tampoco tengo los ojos del cazador de topos.
—¡Sube, sube; y ten cuidado de la linterna!
El gigante dio corriendo la vuelta al carricoche, y subió, a su vez, sobre el asiento.
En aquel instante parecióle al maharata descubrir una gran sombra que flanqueaba el lado opuesto de la trampa.
—¡Muerte a Shiva! —gritó—. ¿Será un rinoceronte? Evitemos que nos ataque o daremos otro salto en la trampa y nos empalaremos todos.
—¡Qué va a ser un rinoceronte! —exclamó el rajaputra—. Es el caballo que soltamos, y que todavía nos sigue.
—¿Sin campanillas?
—Se las debió de arrancar el tigre en la lucha.
—¡Hum! No querría estar en este momento en la piel de ese desgraciado.
El carricoche se puso de nuevo en marcha y corrió, corrió, sin dejar de bambolearse horriblemente. Había momentos en que hasta el farol parecía irse a apagar a causa de las sacudidas.
En pocos minutos recorrieron la brecha; después, los dos fugitivos halláronse de improviso en la vasta llanura batida por los mercenarios de Sindhia.
—¡Alto! —gritó el rajaputra.
El maharata había detenido ya con violento tirón a los caballos y apagado inmediatamente la linterna.
Segunda parte. La venganza de Yáñez
I. El gurú
—¿Cómo van los caballos? —preguntó el rajaputra.
—Están rendidos —respondió Kammamuri—, y me parece que no durarán media hora. Sus pulmones soplan como fuelles, y laten febrilmente sus ijares. No pueden más.
—Yo creo que con estos animales no podremos llegar a las montañas de Sadhja.
—¡No has hecho un gran descubrimiento! —respondió Kammamuri—. ¡Cómo que para subir allá necesitamos un elefante!
—¿Dónde encontrarlo?
—En los bosques de este vasto imperio hay muchos salvajes. Ve a coger uno, edúcalo hasta que te obedezca dócilmente y…
—¿Y tardaré en eso muchos meses, Sahib?
—Quizá tres, amigo —respondió el maharata—. Por tanto, no tenemos más remedio que seguir tirando con estos pobres animales, ya casi deshechos.
—No sé qué decir. Parece que todos los dioses de la India protegen a ese tuno de Sindhia.
—¡Oh!, mira allí…
—¿El qué?
—Una pequeña pagoda.
—¿Una pequeña pagoda en estos sitios?
—La acabo de ver.
—¿Estará habitada?
—Vamos a verlo. Me parece haber distinguido un débil rayo de luz reflejándose quizá en algún vidrio.
—¿Y nos vamos a detener?
—¿No ves que los caballos no pueden ya tenerse en pie? A poco más que corran los veremos morir.
—Haz lo que quieras, Sahib —respondió el rajaputra, siempre dócil.
Junto al borde del junglar había aparecido de pronto un edificio altísimo, de varios pisos y forma rectangular. Sólo podía ser un templo, pues por aquellos parajes no podía existir ninguna aldea.
En la India es bastante común hallar pagodas aun en medio de los espesos junglares. Y cuando no son pagodas son mezquitas, aunque estas se hallan más hacia Occidente, en los alrededores de Benarés la Santa.
Kammamuri disminuyó la velocidad de su carrera y se dirigió a la pagoda, en una de cuyas ventanas del segundo piso brillaba una luz.
Los pobres caballos avanzaron a trote corto, soplando y relinchando lastimosamente; después cayeron los dos casi al mismo tiempo, rompiendo la lanza del correo.
—¿Muertos? —preguntó el rajaputra, saltando ágilmente a tierra.
—Sólo podrán servir de pasto a los chacales —respondió el maharata con voz conmovida—. Todo ha concluido. Estamos sin caballos.
—Bastante han resistido.
—¡Podían resistir más! Enciende el fanal y vamos a pedir hospitalidad a los sacerdotes de esa pagoda.
—Me parece que todo va de mal en peor. El maharajá debió quedarse en las cloacas. Los bandidos de Sindhia nunca habrían osado ir a sacarlo de allí.
—Y entretanto, ¿qué les dabas tú de comer a los elefantes y a los caballos? ¿Acaso tu inmenso turbante, que tampoco es de paja?
—Yo seré siempre una bestia más grande que un rinoceronte, Sahib —respondió el rajaputra, que ya había encendido el fanal.
Cogieron el poco bizcocho que aún quedaba, dos botellas de cerveza, que eran las últimas, y las carabinas; después de haber comprobado que los caballos ya no daban señales de vida, subieron por la escalinata de la pagoda, muy ancha y adornada en sus flancos con unos leones de piedra, que bien podían tomarse por animales imaginarios, y se detuvieron ante una enorme puerta, toda de bronce cincelado.
Kammamuri vio un pesado aldabón también de bronce; lo levantó y lo dejó caer con todas sus fuerzas, produciendo un ruido ensordecedor.
—Vas a hundir la puerta —dijo el rajaputra sonriendo.
—Es demasiado fuerte para hundirse —respondió el maharata—. Mira a ver si ha desaparecido la luz.
—Ha descendido al piso bajo. Sigue brillando tras los cristales medio rotos.
—¿Quién será el que habite esta pagoda, un bandido o un sacerdote?
—Poco me asustaría que fuese un bandido —respondió Kammamuri algo impaciente.
Y volvió a llamar con rabiosa violencia, haciendo retumbar el templo, tras de lo cual amartilló su carabina.
Una voz hueca, casi cascada, preguntó poco después tras la pesada puerta de bronce:
—¿Quiénes sois?
—Viajeros extraviados que piden hospitalidad —respondió Kammamuri—. Han muerto nuestros caballos, y no sabemos ya dónde refugiamos.
—Los templos dedicados a Shiva están siempre abiertos a los desgraciados. Decidme solamente si sois parias.
—No; pertenecemos a nobles castas guerreras y somos adoradores de Shiva, el buen Dios, que puso paz entre Brahma y Visnú, salvando al mundo.
—Ya veo que tú eres hombre instruido. Espera un momento. La puerta es pesada y yo soy muy viejo y casi no tengo fuerzas.
—¡Abra, charlatán! —murmuró el rajaputra—. Nos está haciendo perder inútilmente el tiempo.
Oyéronse correr gruesos cerrojos con agudo rechinamiento; y por fin abrióse la puerta cautamente, y un rayo de luz se proyectó hacia fuera, aunque sin eclipsar la linterna del correo que Kammamuri llevaba encendida.
—Adelante —dijo la voz cascada.
Los dos fugitivos empujaron la pesada puerta con todas sus fuerzas, y se hallaron ante un viejo de altísima estatura, delgado como un palo de escoba, con el rostro casi acartonado, en el cual resaltaban dos ojillos vivísimos, y como si manasen luz.
Vestía un largo dug-bah de cotón amarillento; cubríase la cabeza con un pequeño turbante, y su frente estaba toda embadurnada de ceniza, salvo en el centro, donde se veían tres estrellas azules.
—¡Un gurú! —exclamó Kammamuri.
—Pasad —dijo el viejo—. Nada tenéis que temer. No llevo armas.
Los dos fugitivos entraron, y se hallaron en un inmenso salón casi vacío, pero en cuyas paredes veíanse extraños jeroglíficos toscamente pintados, que recordaban algunos versículos de los giangunias.
Sólo en el fondo del salón alzábase sobre un tronco una estatua extraordinariamente informe, con dos cabezas y cuatro brazos, que quizá quería representar a Shiva.
Los gurús son sacerdotes bastante extraños. Lo mismo que los brahmanes, se abstienen de todo alimento animal y de cuanto tenga un principio de vida, sin exceptuar los huevos.
En vez de quemar a los difuntos, como hacen los sacerdotes de Brahma y de Visnú, los entierran; pero lo más importante es que jamás han admitido la metempsicosis.
Unos viven retirados en pequeñas pagodas, casi siempre viejas y ruinosas. Otros, en cambio, prefieren la vida errante, y se van mendigando por aldeas y campiñas, donde no siempre los reciben con gusto, pues lo primero que hacen es echar de casa al dueño y sus hijos, para quedarse con las mujeres e hijas.
Esto no obstante, nadie se atreve a rechazarlos, porque sería un pecado imperdonable. Y que el castigo no sería una bicoca. Ir derechos al infierno para ser sumergidos en calderas de aceite hirviendo y llenas de serpientes venenosas, las cuales, sin saberse por qué, no se cuecen sin pedir antes permiso a estos buenos sacerdotes. Es una pena que no agrada a ningún indostano, los cuales prefieren ser quemados tranquilamente sobre un gran montón de leña, bien rociada de líquidos resinosos.
—¿Sois vosotros los hombres que hace un poco he visto correr por la llanura en un cochecillo tirado por dos fogosos caballos?
—Sí, gurú —respondió Kammamuri, después de haber hecho una profunda reverencia—. Pero los caballos han muerto después de larguísima y desenfrenada carrera.
—¿Os perseguían los hombres o los tigres?
—No, sino unos bribones que hace dos días nos persiguen para matarnos.
—¿Quiénes son esos hombres?
—Bandidos pagados por Sindhia.
—¿El rajá loco? —exclamó el gurú, mientras sus ojos se iluminaban con luz siniestra—. ¿Ha vuelto aquí ese funesto príncipe?
—Ha conquistado ya medio reino de Assam, cuya capital no existe porque ha sido quemada.
—¿Y por qué quieren mataros esos bandidos?
—Porque somos correos del maharajá y de la rhaní, y estamos encargados de una empresa dificilísima.
El gurú se pasó una mano por la frente, como si tratase de renovar lejanos recuerdos; después dijo con voz aguda, que resonó extrañamente en el sonoro templo:
—¡Sindhia! ¡Oh! ¡Jamás he olvidado que ese hombre para divertirse me hizo apalear como a un perro! El rajá loco era digno de su hermano. ¿No sois más que dos?
—Nada más.
—Y ¿son muchos los hombres que os persiguen?
—Lo menos veinte, si no son más.
La frente del gurú se arrugó.
—Son demasiados —dijo luego—. Yo no sé manejar ninguna arma, y no podré ayudaros a rechazar al enemigo, pues soy ya un sacerdote y no un guerrero.
—¿Podrían entrar aquí a pesar de la gran puerta de bronce? —preguntó Kammamuri.
—Las ventanas son fáciles de escalar, y sus rejas no resistirán el golpe de una pequeña viga.
—¿No hay aquí subterráneos?
—Sí, donde reposan famosos guerreros hace quizá miles de años. Hay más de cincuenta tumbas.
Kammamuri miró al rajaputra, que había permanecido silencioso y enteramente tranquilo.
—¿Tendrás miedo de ir a acostarte por hoy sobre los huesos de algún famoso guerrero?
—Yo nunca he tenido miedo a los muertos —respondió el gigante, haciendo oír por vez primera su potente voz al gurú—. Pero ¿por qué me pregunta eso, Sahib?
—Porque si vienen los bandidos, nos iremos a esconder dentro de dos tumbas.
—Triste escondite es ese.
—Entonces quédate aquí tú solo para rechazar a los bandidos de Sindhia, que quizá lleguen dentro de pocas horas. Por lo pronto, los bisontes les impedirán avanzar; pero acabarán finalmente por pasar.
—¿Por qué te llama Sahib? —preguntó el gurú a Kammamuri, mirándole atentamente.
—Porque soy un príncipe maharajá —respondió el antiguo cazador.
—¡Grandes guerreros son los maharatas…! Y ¿por qué te hayas aquí?
—Me he alistado bajo la bandera del maharajá.
—¿Tenéis hambre?
—Por ahora no. Pero tenemos gran necesidad de dormir un par de horas, si nos dejan en paz los bandidos de Sindhia. Vamos a ver el subterráneo y las tumbas.
El gurú se inclinó entonces hacia delante y aplicó el oído.
—Son los chacales que están devorando a vuestros caballos. Shiva puede lanzar sobre ellos una terrible maldición. Todavía deben de estar lejos los hombres que os persiguen. Venid.
Levantó la lamparilla, mientras Kammamuri hacía brillar el fanal del correo, y después de haber recorrido toda la pagoda, se detuvo ante una puertecilla, también de bronce, que se abrió al oprimir un resorte.
Enseguida apareció una serie de escalones cubiertos de húmedo moho, donde bien podía esconderse algún reptil; y después de bajar por ellos los tres hombres, se hallaron en un subterráneo bastante vasto, ocupado todo él por unos cincuenta sarcófagos de piedra que debían de ser muy pesados y contener los restos de ilustres personajes.
—Aquí tenéis muy buenos sitios donde esconderos, si no os dan temor los huesos humanos ya pulverizados.
—A mí nunca me han dado miedo los muertos, gurú —dijo Kammamuri—. ¿Podremos contar con tu adhesión?
—Antes de descubriros me dejaré hacer pedazos —respondió el sacerdote, haciendo relampaguear sus negros ojillos—. No os cogerá fácilmente ese perro de Sindhia. Todavía conservo sobre mi cuerpo las huellas de su brutalidad.
Kammamuri apagó el fanal, pues por una reja, abierta casi a flor de tierra, comenzaba ya a entrar la luz de la mañana. Luego, volviéndose hacia el rajaputra, añadió:
—Tú que tienes más fuerzas que un oso, mira a ver si puedes levantar una de esas piedras. ¿No te dan miedo los muertos?
—No, Sahib —respondió el gigante—. ¿Pero hemos de escondernos precisamente ahí dentro?
—No hay más remedio, si quieres salvar la piel. Advierte que dentro de pocas horas estarán aquí los bandidos de Sindhia.
—¿Y el coche que hemos dejado fuera? Los caballos no me preocupan, pues ya los habrán devorado.
—¿Quieres salir fuera otra vez?
—Dejadme hacer a mí, Sahib —dijo el gurú—. Romperé mi lámpara y lo quemaré.
—Lo cual no impedirá que encuentren lo mismo nuestras huellas.
—Yo diré que nada he visto ni oído. A un gurú se le puede dar crédito. No perdáis tiempo, Sahib. De un momento a otro pueden llegar los hombres de Sindhia. Verdad es que se necesita mucho tiempo para desquiciar la puerta de bronce.
—Sepultémonos en tumbas contiguas —dijo Kammamuri al gigante—; así podremos ayudarnos mejor.
—Bien, Sahib —respondió el dócil rajaputra—; ahora déjame a mí.
Acercóse a un gran sarcófago rodeado de varios emblemas, asió la pesada losa que lo cubría, y con su fuerza irresistible la hizo resbalar hasta dejar espacio suficiente para el paso de un hombre.
Kammamuri y el gurú, que aún sostenía su lámpara, miraron dentro de la tumba.
En ella no había más que algunos huesos, un cráneo humano y dos tarwar llenos de herrumbre.
—Esa cara no es ciertamente muy hermosa y no será grato tenerla al lado —dijo en son de chanza el maharata.
—Yo la sacaré, Sahib, y la arrojaré en el osario de la pagoda.
—Eres una bella persona.
—Pero ¿tendrás fuerza bastante para cerrar el sepulcro de mi compañero? Estas lápidas pesan atrozmente.
—Lo intentaré.
—No os preocupéis de eso —dijo el rajaputra—; me cerraré yo mismo valiéndome de las manos y de los pies.
—¿Te metes dentro, Sahib? Me parece oír voces lejanas.
—Estoy dispuesto —respondió Kammamuri—. Procura dejar un resquicio para el aire.
—Apresurémonos —dijo el gurú—. No quisiera perderos.
Cogió la calavera y los huesos y por el momento los puso sobre una piedra; enseguida se dirigió a la tumba escogida por el maharata, seguido del hercúleo rajaputra.
—¡Lástima que no podamos fumar! —dijo Kammamuri—. El olor del tabaco nos vendería.
Saltó en el sepulcro y se tendió todo a lo largo, colocando sus armas al lado, y apoyando la cabeza sobre la casaca doblada.
—Cierra ya, rajaputra —dijo—, y enciérrate en la tumba inmediata para que podamos charlar y prestarnos socorro.
—Déjame a mí, Sahib —respondió el gigante.
La losa fue colocada al punto en su sitio y enseguida descubrieron la segunda tumba, que sólo distaba un metro de la del maharata.
Lo mismo que esta, no contenía más que huesos reducidos ya a polvo, y en vez del tarwar, dos viejas pistolas de piedra, que debían contar varios siglos.
El rajaputra, después de levantar la losa, dirigió hacia el interior una mirada, casi desdeñosa, y enseguida saltó ágilmente y se tendió a lo largo, volviendo a colocar con manos y pies la lápida en su sitio.
—Ya pues irte, gurú —dijo—. Yo estoy aquí perfectamente. Procura mandar a los jinetes de Sindhia lo más lejos posible.
—No entrarán fácilmente —respondió el sacerdote—. Soy un gurú, y esta es una antigua pagoda muy venerada.
—Poco les importa eso a esos tunos; no temen siquiera a la diosa Kali.
—Si sentís hambre, llamadme.
—Tengo conmigo una botella de cerveza y algunos bizcochos, que me bastarán por ahora —respondió el sepultado vivo—. Ve a terminar tus quehaceres y déjame dormir, si es posible, unas horas.
—Así lo espero. Los jinetes no han llegado aún a la pagoda. Si vienen, no dejaré de avisarte. Adiós, Sahib; descansa tranquilo.
El gurú recogió los huesos y los hizo desaparecer por una bóveda; después, volvió a subir, rezando, la escalera.
—¡Sahib! —dijo casi en seguida el rajaputra—. ¿Me oyes?
—Perfectamente —respondió Kammamuri—. Estas piedras son muy sonoras.
—¿Duermes?
—Estoy a punto de cerrar los ojos.
—¿Y no piensas en los bandidos, que quizá estén al llegar?
—Ni siquiera pienso en ellos. Mucho les costará descubrirnos. ¿Quién podrá imaginarse que estamos aquí? Además, tenemos fuera al gurú.
—¿Será hombre leal?
—Creo que sí —respondió Kammamuri—. Es enemigo de Sindhia, con el cual debe tener pendiente alguna cuenta vieja. Te aseguro que nos protegerá a todo trance.
—¿Quieres que durmamos, Sahib?
—Verdaderamente lo necesito. Pero este diablo de colchón es atrozmente duro.
—¿Tienes contigo tus armas?
—Sí.
—Entonces podemos cerrar los ojos y descansar un momento. Así estaremos más frescos y ágiles si hay necesidad de…
En vano esperó Kammamuri el final de la frase. Pronto llegaron a sus oídos sordos fragores, que no eran más que poderosos ronquidos.
—Imitémosle —dijo, volviéndose del otro lado—. Necesito algo de descanso.
Y se tendió sobre las pocas cenizas que habían quedado en la tumba, poniéndose enseguida a tocar también el contrabajo.
El gurú, viejo y dormilón, no tardó, por su parte, en imitarlos.
II. ¡Cogidos!
¿Cuánto durmieron? Jamás supiéronlo decir.
De pronto resonaron varios disparos hacia la escalera que conducía al panteón.
Kammamuri fue el primero en saltar fuera, imitándole al punto el rajaputra.
Delante de la puertecita, ya desquiciada, estaban en grupo e iluminados por varias antorchas los jinetes de Sindhia con las armas apuntadas.
Aunque su número no era el mismo, sin embargo, eran demasiados para entablar con ellos un combate desesperado.
—¡Bien! ¡Estamos cogidos! —dijo Kammamuri, sin inquietarse mucho—. Tarde o temprano, había de suceder.
El jefe del destacamento bajó los escalones empuñando un par de pistolas y gritó:
—¡Basta! Os hemos encontrado y no os volveréis a escapar.
—Todavía no estamos en tu poder, mono viejo —respondió Kammamuri—. También nosotros estamos armados.
—Somos veinte.
—Y nosotros dos nada más, pero capaces de daros aún mucho que hacer. ¿Qué quiere Sindhia de nosotros?
—No lo sé —respondió el jefe.
—¿Atarnos a la boca de un cañón y hacernos pedazos?
—No soy el amo. Yo sólo he recibido el encargo de conduciros ante él, aunque sea muertos.
—¡Muy de prisa vas!
—¡Acabemos! —gritó el jefe—. Rendíos o mando hacer fuego.
—Tened un poco de paciencia, señor mío. ¡Por Buda, no somos liebres! Quiero proponerte una cosa.
—Explícate.
—Que vuelvas a Sindhia y le preguntes qué intenciones tiene respecto de nosotros.
—Están rendidos nuestros caballos y no pueden andar. El rajá está mucho más lejos de lo que piensas…
«¿Qué hacer? —se preguntó Kammamuri—. ¿Intentar resistir? ¡Imposible! Tienen muchas armas de fuego y nos dejarían enseguida fuera de combate».
Volvióse a su compañero y dijo:
—Amigo, estamos cogidos. Yo no puedo hacerme responsable de un combate. Rindámonos.
El rajaputra lanzó un verdadero rugido.
—¡Rompamos con ellos! —gritó.
La voz del jefe del destacamento le interrumpió, diciendo:
—¡Cuidado! ¡No cometáis una locura!
—Deja la carabina, pobre amigo —dijo el maharata.
—¿Tendremos que despedimos de ella?
—Por ahora, sí.
—Aunque me falte la carabina, aplastaré a muchos a puñetazos cuando se presente ocasión.
—¿Os habéis decidido? —gritó el jefe, impaciente.
—Sí, a rendirnos —respondió Kammamuri.
—¡Ya era hora! Nos habéis hecho correr mucho y estamos todos rendidos.
—No lo estamos nosotros menos —respondió Kammamuri.
Exhaló un largo suspiro y depositó en el suelo todas sus armas. Su compañero le imitó.
El capitán del destacamento, que continuaba empuñando sus pistolas, descendió por la escalera, seguido de sus hombres, y se acercó a los prisioneros.
—¡Arriba las manos! —gritó.
—No somos traidores —respondió el maharata—. Puedes acercarte sin temor a sorpresa alguna. ¿Nos vas a llevar enseguida?
—Es imposible. Los caballos necesitan descansar.
—¿Es de día?
—No, de noche…
—¡Bien hemos dormido! —murmuró el antiguo cazador de la Jungla Negra—. La verdad es que nuestros cuerpos tenían derecho a ello.
Los veinte o veintidós bandidos habían penetrado en el panteón sin dejar de apuntar sus armas.
Su aspecto no era realmente militar.
Había entre ellos más parias que hombres hechos a las armas. Eran todos ñacos, y parecían sostenerse en pie por un verdadero milagro de suprema energía.
Si mucho habían padecido los fugitivos, tampoco ellos habían podido comer ni descansar mientras hubieron de perseguirlos.
—Tomad nuestras armas —dijo Kammamuri al jefe.
—¡Repito que arriba las manos!
—¡Ya están! —respondieron los prisioneros.
—Ahora os dejaréis atar, pues no partiremos hasta mañana.
—¡Haz lo que quieras! —respondió Kammamuri—. Pero no apretéis demasiado las cuerdas, o saltaremos como tigres a vuestras gargantas.
—¡No está mal! —respondió el jefe, sonriendo con algo de ironía.
A una señal suya acudieron sus hombres, que se habían ya provisto de cordeles cogidos de sus monturas. En un momento los prisioneros fueron perfectamente atados, aunque no muy estrechamente.
Después los cogieron y arrojaron dentro de una tumba vastísima, donde debieron estar enterrados cinco o seis guerreros por lo menos.
—¿Quieres acaso asfixiarnos? —preguntó el maharata exasperado.
—Ahí dentro estaréis los dos perfectamente —respondió el capitán—. Podéis reanudar tranquilamente vuestro sueño.
—Pero ¿vas a cubrimos otra vez con la losa?
—No, porque quiero vigilaros yo mismo hasta el momento de partir.
—Entonces, que paséis también buena noche.
—¡Oh, descansaremos! Bien lo necesitamos.
Clavadas las antorchas en varios sitios, reuniéronse alrededor del sepulcro seis hombres, escogidos entre los más robustos y mejor armados.
Los demás se tendieron sobre las mantas de sus monturas, y empezaron de allí a poco a roncar.
—Sahib —dijo el rajaputra, que se encontraba al lado de Kammamuri—. ¿Nos dejaremos conducir de este modo, atados como bestias feroces? No puedo resignarme a ello.
—Ya no podemos hacer nada, mi pobre amigo —respondió el maharata. Iremos a ver lo que quiere ese tuno de Sindhia.
—Nos arrancará la piel, Sahib.
—Todavía no la tiene en sus manos. Además, le quitan el tiempo el maharajá y sus Tigres de Malasia.
—¿Resistirán aún el príncipe y sus compañeros?
—¿El príncipe blanco, o sea, el señor Yáñez? Estoy segurísimo de que todavía no se han rendido esos valientes. Tienen las ametralladoras emplazadas en la cima de una colina, y esas armas bien manejadas derriban en un par de horas una columna de hombres y aun dos.
—Una cosa quería decirte, Sahib, y es que con mi fuerza puedo romper mis ligaduras y las tuyas.
—Estamos muy vigilados. Podrías ganarte sin previo aviso un tiro de pistola. Mira cómo nos observan esos tunos.
El rajaputra levantó la cabeza y vio a los seis hombres escogidos para hacer centinela, agrupados todos alrededor del sepulcro. ¿Cómo podían tenerse aún en pie, después de tantas fatigas? Debemos, sin embargo, advertir que los indostanos poseen aun más resistencia que las razas mogoles.
—¿Has visto? —preguntó Kammamuri.
—Sí, Sahib. No podemos hacer nada —respondió el gigante, agitándose vivamente.
—Conserva, pues, tu extraordinaria fuerza para después.
—¿No conocerá el gurú ninguna puerta secreta?
—Se lo he preguntado hace poco, y me ha respondido que debe de haber varias, pero que él es muy viejo y no recuerda dónde se hallan.
—Entonces no tendremos más remedio que ir a reunirnos con los bienaventurados guerreros del Nirvana.
—¡Bah! Todavía no hemos muerto.
—¿En qué confías, Sahib?
—Yo no desespero jamás. Confío en nadie y en todos. Dejémonos llevar, ya que, por el momento, estamos sin armas.
—¿Quieres que salte fuera y aplaste a esos perros a puñetazos?
—¡Pero si estás atado lo mismo que yo!
—No importa. En un momento me desato.
—Te repito que nos vigilan.
—Eso es lo malo —dijo el gigante exhalando un fuerte suspiro.
—No hagas, pues, necedades —dijo el maharata—. Ya tenía yo previsto hace tiempo que los bandidos de Sindhia acabarían por cogernos.
—Lo dices con mucha calma, Sahib.
—No es esta ocasión de gritar.
—¿Conque nada podemos hacer? —insistió el obstinado rajaputra.
—Por ahora, nada. Puedes reanudar el sueño interrumpido.
El gigante, exasperado, se tendió al lado del joven rastreador y antiguo conocido nuestro, Timul.
No hemos dicho de qué manera se encontraba también este junto a los prisioneros. No lo hemos hecho por no repetir una historia muy semejante a la contada. El lector la recordará y no se extrañará de que se encuentre Timul entre los prisioneros, y, además, el extraño sacerdote.
Kammamuri no tardó en imitar al gigante, tendiéndose junto al gurú.
Este dormía tranquilamente, no obstante la presencia de los bandidos de Sindhia.
—¿Me oyes? —le preguntó sacudiéndole con vigor.
—Sí, Sahib —respondió el extraño sacerdote.
—¿No hay medio alguno de huir? Piensa que Sindhia nos arrancará a todos la piel.
—Ya te dije poco ha que aquí debe de haber otras puertas y conductos secretos, pero que yo no me acuerdo ya de nada. Soy muy viejo —respondió el gurú.
—Tampoco yo soy joven, y, sin embargo, si tuviese ahora mis armas, me lanzaría contra esos bandidos. Por desgracia, son demasiados, y no tenemos más que los brazos, y aun esos están bien atados.
—Estoy resignado con mi suerte —respondió filosóficamente el gurú—. Me arrancarán la piel, pero bien poco vale, Sahib, y para nada les servirá, pues está llena de agujeros, recibidos cuando yo era guerrero.
—Por lo menos servirá para hacer un tambor.
—Poco me importa. La lucha es ya imposible y renuncio a ella.
—¿Y si pudiéramos librarnos de esos bribones?
—¿De qué manera, si estamos privados de todo movimiento?
—Es verdad. Acaso anduve yo demasiado ligero en entregar las armas; pero era preciso para que no nos matasen a todos.
—¡Es ya inútil lamentarse, Sahib! —dijo el gurú—. Así lo ha querido Shiva. Procura descansar, ya que nada podemos hacer. Estamos como sepultados en vida. ¡Mira! Han puesto encima la piedra del sepulcro.
—Ya lo he advertido.
—Sahib —dijo el rajaputra, que en vano procuraba dominarse—. ¿Quieres que rompa mis ligaduras, y de dos puntapiés eche a rodar la losa?
—Te he dicho que por ahora no hagas nada —dijo Kammamuri—. ¿Qué haríamos después, sin tener ni un miserable tarwar?
—¿Y mis puños?
—Bastaría un tiro de carabina para dejarte fuera de combate. Verdad es que tienes un cuerpo como de oso.
—Te obedezco, Sahib —respondió el rajaputra—. He comprendido también que ahora sería absolutamente inútil la lucha. Pero procuraré romper mis ligaduras.
—Cuida que no te vean.
—Está muy oscuro el interior de esta tumba. Además, obraré con extrema prudencia y sin mido alguno. Después te desataré a ti también.
—Más tarde seguiremos hablando —dijo el maharata, que había visto de nuevo aparecer los guardianes puestos por el jefe del destacamento—. Trabaja con prudencia, no nos maten a todos antes de tiempo.
—No haré el más leve ruido. Mis dedos son fuertes como tenazas. Todo lo rompen.
—Haz lo que quieras, pobre amigo; pero te repito que esta vez caeremos en las uñas de Sindhia.
—Precisamente por eso trato, Sahib, de tener los brazos libres. Un día en la montaña, de un solo puñetazo maté a un oso que me atacó a la salida del…
—Lo demás me lo contarás mañana —dijo el maharata—. Déjame dormir. No es este sitio a propósito para contar tus dramáticas aventuras.
El rajaputra se tendió junto a uno de sus compañeros y se puso animoso a la faena. Quería estar desatado antes que lo sacasen fuera.
Distendía los miembros sin hacer caso del dolor, y con los dientes iba deshilachando rápidamente los cordeles…
Además de ser robusto como un oso, sus dientes no se diferenciaban de los de estos plantígrados.
Kammamuri, privado completamente de movimiento, se dejó caer al lado del gurú, esperando de un momento a otro alguna descarga de pistola o carabina, pues los guardianes no habían disminuido su vigilancia.
El sacerdote roncaba tranquilamente, y Timul dormía también a todo trapo, sin pensar en el peligro.
«Estos son como los Tigres de Malasia», pensó el antiguo cazador de la Jungla Negra.
El gigante entretanto proseguía su durísima faena, procurando no hacer ruido. Había comprendido por fin que podía ganarse de repente un balazo, y obraba con extremada prudencia.
Aflojaba los nudos y mordía rabiosamente las cuerdas, deshaciéndolas con rapidez.
Apenas había transcurrido una media hora, cuando Kammamuri le oyó murmurar:
—¡Por fin estoy libre y no me han matado!
—Y bien. ¿Qué vas a hacer ahora, pobre amigo? Tú confías demasiado en tu fuerza —dijo el maharata.
—Prefiero estar suelto a estar atado. Por lo menos tendré la posibilidad de romper algún cráneo.
—Te aconsejo que por ahora permanezcas tranquilo. Podrías hacer que nos matasen a todos.
—Soy un bestia. No he pensado que estamos todos desarmados y que vosotros estáis atados.
—Como no has advertido que el jefe de nuestros enemigos nos observa. Míralo, quizá ha notado ya que te has desatado.
El bandido, sucesor del que había matado en el junglar Kammamuri, estaba asomado al sepulcro y miraba a los prisioneros con ojos airados.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con acento amenazador—. ¿Acaso queréis que os mate antes de que llegue el rajá?
—¡Hola! ¿Conque Sindhia se digna hacernos una visita? —preguntó a su vez el maharata con acento irónico.
—Le he enviado aviso.
—¿Pues no decías que estaban rendidos todos tus caballos?
—He encontrado uno en muy buen estado y lo he hecho ir montado por un hombre de confianza.
—¿No lo devorarán los tigres por el camino?
—Es hombre valiente y sabrá defenderse. Dentro de cinco o seis horas estará aquí el rajá.
—Podías habernos conducido a su campamento.
—Allí se ceba el cólera, y no tengo ninguna gana de coger esa enfermedad que rara vez perdona.
—¿Estás bien seguro de eso?
—En el campamento del rajá están muriendo muchos hombres. Ayer encontré a un amigo que venía de la capital y me lo ha contado todo.
—Ya que eres tan amable, ¿podrías decirnos de verdad qué hace tu amo?
—Eso no lo puedo decir.
—Entonces nos harás traer algo que comer.
—También nosotros sufrimos hambre —respondió el bandido—. No tenemos nada que daros. Apretaos el estómago. Mientras no venga el rajá no os daré ni un sorbo de agua.
Después, volviéndose al rajaputra que se había arrodillado y parecía dispuesto a saltar, le dijo:
—Ahora te dejarás atar de nuevo. Bien he visto que has roto tus ligaduras.
—Me has atado una vez, pero no me atarás dos —respondió el gigante con voz potente.
—Entonces, vas a morir —respondió el bandido, apuntándole con la pistola.
El rajaputra saltó como un rayo fuera del sepulcro y se arrojó sobre el miserable lanzando verdaderos rugidos.
Lo aferró por las muñecas hasta rompérselas, y se apoderó de las dos pistolas antes que saliese el tiro.
—¡Ah, perro! —aulló el capitán del destacamento, próximo a desmayarse por el formidable apretón—. ¡A las armas, soldados!
Los seis centinelas, aunque medio dormidos, se precipitaron en su auxilio.
Pero al ver al gigante que empuñaba una pistola en cada mano, retrocedieron no obstante estar armados hasta los dientes.
—¡Fuera o morís todos! —bramó el gigante.
Entretanto había levantado al capitán, temblando por el poderoso apretón. Miró al rajaputra que parecía enloquecido y le dijo:
—¡Entrégame las pistolas o te hago fusilar al punto!
—¡No temo a tus hombres! —respondió el gigante.
Había cogido las armas por el cañón e iba a servirse de ellas como de mazas. Armas terribles en las manos de aquel hombre formidable.
La resistencia, como había previsto Kammamuri, era inútil. Atraídos por los gritos de alarma acudían todos los demás bandidos, lanzando maldiciones y apuntando sus carabinas.
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó el jefe—. Bien ves que estás cogido y que no puedes sostener la lucha. Sé que eres fuerte, pero también los elefantes son fuertes y se les mata.
—¡Pues bien, hazme matar! —dijo el rajaputra, empuñando las pistolas.
—Eso es cosa del rajá.
—¿Cuándo vendrá?
—Quizá más pronto de lo que piensas.
—Puedes adelantar tu estúpida venganza.
—¡Oh!, no, señor mío. Yo no soy más que un pobre jefe de un grupo de jinetes, y he recibido órdenes a las cuales debo obedecer absolutamente si no quiero que mi cuerpo acabe aplastado por el elefante verdugo del rajá. Aunque hombre de guerra y acostumbrado a arrostrar cien veces la muerte, tengo también mi apego a la vida.
—Entonces atácame. Hombres tienes prontos a ayudarte. En aquel momento tenía el gigante tan terrible aspecto, que el capitán creyó oportuno renunciar a la lucha.
Sus jinetes habían ya escapado.
—¡A mí, cobardes! —rugió con voz potente.
La respuesta fueron varias carcajadas. Sus arrogantes guerreros habían ya huido al interior de la pagoda. No querían en manera alguna arrostrar la furia de aquel gigante, que más parecía una fiera que un hombre.
—¡Baja! —bramó el jefe, viendo aparecer a un oficial—. No mereces los galones y haré que te los arranque el rajá.
—Prefiero la muerte a tal deshonra.
—Pues ayúdame.
—¡Pero si escapan todos!
—¡Sois unos cobardes!
—No, capitán; espera que nos recobremos.
—Este hombre va a escapársenos.
—No irá muy lejos.
El rajaputra, erguido junto al sepulcro donde se hallaban sus compañeros amontonados uno sobre otro, producía verdadero espanto. Hasta los ojos tenía como una fiera, inyectados en sangre.
—¡Adelante, adelante! —rugía—. ¡Vais a morir todos!
Entretanto habían vuelto al panteón siete u ocho bandidos, resueltos a acabar el lance y apuntaban decididos las carabinas.
Iban ya a disparar, cuando en el exterior de la pagoda oyéronse resonar varias trompas.
—¡El rajá! ¡El rajá! —gritaron todos, levantando las armas.
El rajaputra permaneció un momento a la expectativa; después se sentó maldiciendo, sobre el sepulcro, sin dejar de empuñar sus pistolas.
La voz de Kammamuri se dejó oír, diciendo:
—¿Qué quieres intentar, loco? La lucha es imposible.
—Quizá tengas razón, Sahib, pero no suelto mis armas.
—Lo mejor que puedes hacer es rendirte.
—¡No! —respondió el testarudo.
Tenía ante sí diez bandidos, que habían vuelto a apuntarle; pero el hércules ni siquiera se inquietó.
—Quiero ver primero la cara al rajá —dijo—. Para rendirse siempre hay tiempo.
En aquel instante el capitán del destacamento volvió a aparecer acompañado de otros jinetes que escoltaban al rajá.
Iban vestidos casi lo mismo que los cipayos de Bengala y ofrecían lucido aspecto. Sus fajas estaban llenas de pistolas y cortas cimitarras.
—¡Abajo las armas! —gritó una voz robusta.
Era Sindhia, el exrajá, que había aparecido de repente entre sus guerreros.
—Me ha costado bastante conquistar estas dos pistolas —dijo el rajaputra.
—¿Quién eres tú, que te atreves, el único, a resistirte?
—Un hombre que sabrá vender bien cara su vida —respondió el gigante.
—¡Abajo esas pistolas! Te he dicho que soy el rajá.
—Te conozco, Alteza. No es esta la primera vez que te veo.
—Si antes de dar tres palmadas no te desarmas, ordeno hacer fuego.
—¡Pero ríndete, testarudo! —gritó Kammamuri, que se hallaba apretado entre sus compañeros de desgracia, y atado por añadidura—. ¡Te lo mando!
—¿Lo quieres tú, Sahib?
—Sí, lo quiero.
El rajaputra levantó hacia el techo las pistolas, y antes que el rajá diese la tercera palmada, las descargó.
III. La furia del rajá
Apenas se había apagado el ruido de las detonaciones, cuando Sindhia, escoltado por unos cuarenta hombres perfectamente armados, se atrevió a aproximarse al sepulcro.
Vestía el alcohólico rajá una especie de capote, todo de seda verde, con vistosos alamares y gruesos botones de oro.
Calzaba zapatos rojos de punta levantada, y cubríase la cabeza con enorme turbante adornado con tres plumas monumentalmente rociadas de diamantes.
Su rostro parecía acartonado y más oscuro que nunca. Sólo sus ojos, siempre negrísimos, resplandecían como los de una serpiente.
Dirigióse resueltamente al gigante que había arrojado ya las armas descargadas y parecía desafiarle con sus poderosos brazos cruzados sobre el pecho, y después de haberle contemplado atentamente dijo con verdadera admiración:
—Si yo hubiese tenido quinientos hombres fuertes y valerosos como tú, tiempo hace que sería mío el reino de Assam. Eres un verdadero hombre de guerra, que no teme a las carabinas.
—Así es, Alteza —respondió el rajaputra con voz ronca.
—Me gustas mucho. ¿Quieres alistarte bajo mis banderas?
—He jurado fidelidad a la Rhaní y al maharajá.
El rostro siniestro del borracho se contrajo violentamente, mientras de sus ojos saltaba un relámpago terrible.
—¡El maharajá! ¡La Rhaní! —exclamó después riendo groseramente—. ¿Pero dónde están esos señores? En Assam reino ahora yo solo.
—No lo creo —respondió el rajaputra, mirándole intrépidamente.
—¡Si han muerto todos!
—Quizá hayan muerto para ti, Alteza, pero no para mí. Yo sé que el maharajá continúa defendiéndose con sus Tigres de Malasia, y que la Rhaní se halla en perfecta salud en sus montañas nativas.
—Se ha refugiado entre los montañeses de Sadhja, ¿verdad?
—Tal creo.
—Debes saberlo de cierto.
—Cuando el maharajá la hizo partir no estaba yo junto a él, por lo cual no sé de cierto dónde se halla.
—Pues me lo has de decir, y además otras cosas. ¿Dónde ha escondido mi rival sus tesoros?
—Yo no he sido nunca su tesorero, Alteza. Es inútil preguntármelo a mí, que he sido siempre un hombre de guerra.
—Aquí habrá otro que me responderá mejor —dijo el rajá.
—¿Quién?
—Aquí debe de estar aquel famoso maharata, confidente del maharajá. Ese hombre sabrá muchas cosas.
—¿Quién? ¿Él? Te engañas, Alteza. Siempre ha sido también un soldado.
—Ahora lo veremos —respondió Sindhia, con sonrisa feroz.
Y volviéndose al capitán del destacamento, le preguntó:
—¿Dónde están?
—Dentro de esa tumba están todos.
—Has hecho muy bien.
Enseguida sacó el rajá un silbato de oro de la anchísima faja de seda que ceñía su cintura, y llevándoselo a la boca lanzó un silbido estridente.
Casi al momento, un hombre, cuyo aspecto más parecía de un faquir que de un paria, penetró en el panteón, llevando pendientes de una larga vara dos grandes cestos de mimbre.
—¿Cuántas serpientes tienes?
—Unas treinta, señor.
—¿Todas venenosas?
—Hay cobracapelos, y serpientes del minuto y también biscobras.
—Tenemos bastantes —respondió el rajá—. Verás qué pronto y sin gastar un cartucho acabamos con los prisioneros encerrados en esa tumba.
—¡Pero van a morir todos! —dijo temblando el rajaputra.
—No sé qué hacer de ellos —dijo el rajá—. Me estorban demasiado.
—Pero os pueden ser muy provechosos algún día.
—Ya lo sé, pero tengo tropas dispuestas a reconquistar mi imperio, y estoy resuelto a lanzarme a fondo.
—¿Qué quieres decir, Alteza?
—Que primero destruiré a todos los amigos de mi rival. Pero antes de todo, ¿cuántos sois?
—Cuatro; pero todos feroces como tigres que han probado la carne humana. Pregúntaselo al jefe de tus jinetes.
—¡Oh, sí! ¡Terribles, gran señor! —respondió el capitán—. No quisiera luchar otra vez con ellos.
—¡Bah! Vosotros no tenéis sangre en las venas —dijo el rajá—. Os doy un sueldo de príncipes, y evitáis los combates. ¡Valientes soldados he reclutado!
Levantó los hombros, inclinó el monumental turbante hasta esconder casi todo el rostro, y volviéndose de nuevo al rajaputra, le dijo:
—Haz que salgan de esa tumba tus compañeros.
—Están todos atados.
—Los desataremos. ¿Tienes armas?
—Ninguna —respondió el capitán de los jinetes—. Ni siquiera un simple cuchillo.
—Siento curiosidad por ver a ese hombre famoso que llaman el maharata. Verás cómo él sabe mucho más que tú.
—Podrías engañarte, Alteza —respondió el rajaputra, que hacía esfuerzos enormes para mantenerse relativamente tranquilo—. Sabrá menos que yo.
—Quiero verlo. Hazlo salir o mando arrojar en la tumba serpientes venenosas.
—Vuestra Alteza me verá sin tener que recurrir a la violencia —gritó en aquel momento Kammamuri. Haced que corten mis ligaduras, y compareceré a vuestra presencia.
—¿Tienes armas?
—Ninguna.
—Tengo muchas ganas de verte. Eres hombre famoso en la historia de los thugs, y aun de la India.
—Sólo verás a un hombre que vale bastante menos que el rajaputra.
—No importa, quiero verte.
—Soy un príncipe y no criado tuyo. ¿Tienes un valiente que me libre de estos cordeles?
—Tengo cien.
—Yo solo basto —dijo el gigante—. Dejadme a mí, Alteza. Todo irá bien, sin que sea preciso gastar pólvora ni veneno de serpientes.
Y diciendo esto saltó ágilmente en la tumba armado de un corto tarwar que le dio el capitán del destacamento, y cortó con rapidez las cuerdas que aprisionaban a Kammamuri.
Apenas este se sintió libre, se enderezó como si hubiese tenido en los pies cien muelles de acero. De un salto salió del sepulcro, y se presentó ante el rajá, diciendo con acento algo irónico:
—Aquí me tienes, Alteza. ¿Qué quieres de mí?
Sindhia le miró atentamente y dijo:
—He aquí otro gentilhombre que ha llevado a cabo millares de hazañas. ¿Fuiste tú realmente quién mató al jefe de los thugs durante la rebelión de Delhi?
—No, Alteza —respondió Kammamuri—. Fueron el Tigre de Malasia y el príncipe blanco llamado Yáñez.
—¿Yáñez? Ese es el nombre que dan al actual maharajá.
—Es el suyo.
—Quisiera saber, lo primero de todo, de dónde vienen esos terribles hombres, porque no puedo menos de confesarte que son casi invencibles.
—De Malasia, Alteza. Pero ya lo sabías, pues te lo dijo Teotokris el griego.
—¿Y por qué han venido aquí?
—Si no hubiesen encontrado a Surama, se habrían quedado allá combatiendo con los ingleses o con los guerreros del sultán de Varauni.
—¡Surama! —exclamó el rajá con voz ronca—. Ella ha sido mi perdición; pero esta vez no se me escapará la pequeña Rhaní, y la prenderé con el maharajá y el Tigre de Malasia.
Una sonrisa de incredulidad asomó a los labios del maharata.
—¡Los exterminaré a todos! —añadió el rajá, poniéndose a pasear furiosamente por el panteón—. ¡Ya es tiempo de acabar esta aventura! ¿Cuántos hombres tienen?
—Lo ignoro, Alteza. Hace algunas semanas que no estoy a su lado, y nada puedo saber.
—Y, sin embargo, tú viniste con los elefantes…
—No lo niego, pero abandoné enseguida al maharajá y a sus amigos para dirigirme a las montañas de Sadhja.
—¿A velar por la Rhaní?
—Tal vez —respondió tranquilamente Kammamuri.
Iba el rajá a hablar de nuevo, cuando de pronto dio un salto atrás. A pocos pasos de él habíase desplomado pesadamente al suelo uno de los jinetes que había traído consigo del lejano campamento.
Todos retrocedieron manifestando vivo terror. Por fin, dos o tres más animosos se acercaron al guerrero, que ya no daba ninguna señal de vida, y lo sacaron fuera corriendo desesperadamente.
—Parece que se goza de poca salud —dijo el maharata—. Este desgraciado ha muerto de cólera fulminante.
—¿Cómo lo sabes tú? ¿Eres acaso médico?
—No, Alteza; pero conozco el cólera por haber vivido largo tiempo entre los molanghos de los Sunderbunds del Ganges.
—¿Sabrás curar esa terrible enfermedad que está diezmando rápidamente mis tropas? Yo te daría una fortuna —dijo el rajá.
—¿Y de qué me serviría? Sé perfectamente que mis días están contados y que quizá está ya cargado el cañón de artillería que ha de destrozar mi cuerpo.
—Acaso te engañes —dijo el príncipe—. Yo no acostumbro matar a los valientes que pueden ser útiles a mi causa.
—¿Qué quieres decir, Alteza?
—Que aunque no seas médico te alisto en mi ejército con tus compañeros.
—He jurado fidelidad al maharajá.
—Dentro de unos días estará preso o muerto mi rival.
—No estoy tan seguro.
—¿Tan fuerte piensas que es?
—Más de lo que creéis, Alteza.
—Sin embargo, no debe de tener consigo más que un puñado de hombres.
—Pero es que esos hombres se llaman los Tigres de Malasia.
—Sé lo mucho que valen esos salvajes de aquella lejana isla —respondió el rajá, haciendo un gesto de rabia—. No es la primera vez que lucho con ellos. Sin ellos no me habría arrebatado el trono el príncipe blanco.
Giró como un loco dos o tres veces sobre sí mismo, y enseguida, plantándose ante el maharata, dijo:
—No hay tiempo que perder. O conmigo o contra mí.
—Un guerrero no puede faltar a su palabra, Alteza —respondió Kammamuri con fiereza.
—¡Ah! Se me olvidaba una cosa que me interesa mucho. ¿Dónde ha escondido el maharajá sus riquezas?
—También yo lo ignoro.
—¡Oh!, ninguno quiere hablar —rugió el príncipe arrojando llamas por los ojos—. Pero ahora veremos.
—Manda a tus hombres que nos fusilen aquí dentro, Alteza —dijo Kammamuri—. Preparada está la sepultura para recibir nuestros cadáveres.
—¡No, sería una muerte demasiado dulce! —gritó el cruel príncipe, autoritario.
—Haz vaciar entonces los cestos llenos de serpientes.
—Tampoco. Quiero absolutamente saber dónde ha escondido el maharajá sus tesoros. Los necesito para proseguir la guerra, porque las arcas de mis ministros están vacías.
—Te obstinas en vano —respondió el maharata—. Cuando se quemó la capital ninguno de nosotros acompañaba al príncipe blanco.
—¡Fuiste tú quién la incendiaste, canalla!
—No; fueron los soldados del maharajá.
—¿Tantos hombres tenía todavía?
—Yo no los conté, Alteza.
—Lo que no quieres tú es revelar secretos.
—No puedo decir lo que no sé.
—¿Te estás burlando de mí, tunante…? ¡Vengan aquí los demás presos!
El capitán del destacamento y algunos soldados entraron en la tumba y cortaron las ligaduras de los demás prisioneros.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Sindhia clavando sus ojos en el gurú.
—El guardián de la pagoda —respondió el capitán.
—¿Y todavía está con vida?
—No quería atraer sobre mí su maldición, Alteza. Es un pecado enorme quitar la vida a un gurú, lo mismo que a un brahmán.
—¡Me río yo de sus maldiciones! —dijo el feroz príncipe—. Jamás me han asustado las de los brahmanes, que son las más terribles.
—¿Quieres, pues, que lo haga fusilar, Alteza?
—Vas muy de prisa, amigo. Para matar siempre hay tiempo.
—¿Qué debo hacer entonces? Espero tus órdenes.
Sindhia se puso de nuevo a pasear, haciendo gestos de amenaza y gritando:
—¡Voy a acabar por hacer trizas a estos cuatro miserables!
—¡Alteza! —exclamó firmemente Kammamuri—. No soy un paria para que me taches de miserable.
—¡Bah!, ya sabemos que eres un maharata —respondió Sindhia, rechinando los dientes—. ¿Tienes más que decir?
—Yo, nada.
El rajá se detuvo ante Kammamuri, y después de haberle mirado intensamente con sus ojillos como brasas, le dijo:
—¿Quieres salvar tu vida y la de tus compañeros?
—¿Qué debo hacer?
—Conducirme al sitio donde el príncipe blanco ha escondido sus tesoros. Las arcas de mis ministros están vacías, y esta guerra amenaza ser muy costosa.
—Te repito que no sé absolutamente nada. Yo no soy confidente del maharata ni de la Rhaní, y además la noche que se incendió la capital estaba yo muy lejos.
—¿Con algún encargo urgente? —preguntó Sindhia con su acento irónico de costumbre.
—Un maharata no vende los secretos de su señor.
—Me estás acabando de irritar.
—Lo siento, Alteza.
—¿Te burlas de mí?
—Líbreme Shiva.
—¿Qué muerte prefieres?
—La de los guerreros.
—¿El fusilamiento?
—Te lo agradecería, Alteza.
—No, no; todavía no has confesado dónde se encuentran los tesoros.
—¡Si no lo sé! —gritó el maharata—. ¿Por qué hacerme repetir tantas veces lo mismo?
Sindhia se acercó a sus guerreros y se puso a hablar animadamente con ellos a media voz.
Pocos momentos después, precipitábanse diez hombres sobre los prisioneros, y volvían a atarlos.
—Llevadlos fuera y abandonadlos vivos en medio del junglar para que sean pasto de los tigres y leopardos. Estoy harto de estos hombres —dijo el rajá—. Tengo otras muchas cosas que hacer, y, sobre todo, me urge recobrar mi trono. ¡Pronto! ¿Habéis entendido? Dentro de pocas horas no quedarán de ellos más que algunos huesos mondados.
—¿Les haremos centinela?
—No. Deja que los devoren las fieras. Tendremos otros tantos enemigos menos.
—¿No les dejamos arma alguna para defenderse?
—¿Te has vuelto loco? Los atarás muy bien al tronco de un mango o tamarindo, les darás las buenas noches y te volverás enseguida.
—¡Con tal que las fieras no nos devoren también a nosotros…!
—Coge veinte hombres.
—Obedezco, Alteza —respondió el capitán—. Con tantos hombres haremos huir hasta a los tigres.
—¡Vete! No quieras irritarme más. Pero ¿dónde está el brahmán? ¿Dónde está?
—¿Kiltar?
—Debe de haber llegado ya.
—Y estoy a tus órdenes, Alteza —respondió una voz sonora que venía de la pagoda.
Kammamuri se estremeció, y su corazón se abrió de repente a la esperanza.
Aquel brahmán, que quizá no era realmente un sacerdote, había sido salvado por Yáñez cuando se hallaba atado a la boca de un cañón y el verdugo había encendido la mecha.
Había prestado inmensos servicios a los compañeros del príncipe blanco cuando se hallaban en las cloacas de la capital.
Era un hombre de alta estatura y flaco, como todos los indostanos, y vestía una túnica de seda de un amarillo desvaído.
—¿Qué noticias traes de mis campamentos? —le preguntó Sindhia, saliendo vivamente a su encuentro.
—Malas, señor —respondió el brahmán—. El cólera se extiende, y tus médicos no saben qué hacer para evitarlo.
—Voy a degollar a media docena de esos pillos que estoy pagando a peso de oro inútilmente. ¿No saben, pues, lo que es el cólera?
—Quizá no tengan remedios para combatirlo, señor.
—¿Y el príncipe blanco?
—Continúa fortificado en la colina y resistiendo ferozmente. Con las fuerzas que tenemos no será posible echarlo de allí.
—¿Me habrán maldecido todos los dioses de la India? —bramó Sindhia—. ¡Esto es demasiado! ¡Voy a destruir todas las pagodas y mezquitas!
—¡Mala política es esa! —dijo el brahmán.
—No eres tú quien debe juzgarla.
—Es verdad. Tú eres el señor y te debemos obediencia absoluta.
—Eso es lo que quiero.
El capitán de los jinetes se adelantó, seguido de unos diez hombres armados hasta los dientes.
—Alteza —dijo—. Esperamos tus órdenes.
—Llévate a los prisioneros antes que los mande fusilar.
—Quizá sería mejor… —dijo Kiltar.
—Eres un asno. No te metas mucho en mis asuntos.
—Cuando esos hombres hayan sido devorados por las fieras, no podrán ya revelarte nada, Alteza.
El rajá levantó los hombros.
—Necesito dar una lección terrible. Aquí se quiere jugar conmigo hace ya mucho tiempo… ¡Fuera, fuera esa canalla!
El brahmán hizo una postrera tentativa para salvar a los desgraciados.
—Alteza —dijo—. Esos hombres valen muchísimo. Déjalos que vivan.
—¡No! —rugió el rajá—. ¡Bajo mi bandera no se alistarán jamás!
—Tú eres el amo —dijo el brahmán, que temblaba ante el desequilibrado príncipe, sabiendo que no se andaba con bromas.
—Ahora guía al capitán hasta el junglar, y no se hable más de esta canalla.
—De eso me ocuparé yo, Alteza —dijo el soldado—. Conozco ya los alrededores.
—¡Idos…! Tengo sueño, hambre y, sobre todo, mucha sed. Kiltar, ¿me has traído un poco de mi licor favorito?
—Sí, Alteza —respondió el brahmán.
—Entonces, dejadme tranquilo. Tengo que pensar en los asuntos del Estado.
El capitán de los jinetes había ya rodeado con sus diez hombres a los prisioneros, que, como hemos dicho, habían sido atados de nuevo.
—Vamos a buscar a los tigres —dijo—. Espero, sin embargo, regresar entero. Todavía está echado sobre el río el puente portátil. Llegaremos allá en un instante.
—¡Vete, cargante! —gritó Sindhia—. ¿No he dicho que tengo sueño y hambre?
El capitán se puso intensamente pálido y enseguida dijo a sus hombres:
—¡El rajá ha hablado! Obedeced si apreciáis la vida.
Veinte hombres rodearon a los presos y comenzaron a empujarlos brutalmente hacia el conducto secreto que terminaba en un puente ligero echado sobre las orillas de un río cenagoso. Guiábalos el capitán de los jinetes y los seguía Kiltar, que procuró no le descubriese el rajá.
Por lo demás, este no se ocupaba ya de nadie. Había hecho extender varias mantas sobre una tumba, y dormídose al instante, después de apurar una botella de su licor favorito, que era probablemente whisky.
El destacamento salió del panteón, recorrió el pasadizo secreto, y después de atravesar el puente, hallóse por fin en la orilla del junglar.
—¿Dónde los ataremos? —preguntó el jefe al brahmán, que los había seguido hasta el fin.
—Aquí hay árboles —respondió Kiltar—. Yo no soy el rajá.
—Obraré por mi cuenta.
El rajaputra, el maharata, el rastreador y el gurú fueron arrastrados hacia una tara de dimensiones gigantescas, y cuyo tronco no hubiesen podido abarcar veinte hombres.
—Aquí —dijo el capitán—. El sitio es magnífico. Los tigres y leopardos acudirán a bandadas. Mañana no encontraremos de estos hombres ni los huesos.
—¿Y tú te alegrarás? —preguntó el brahmán con acento algo duro.
—Yo no hago más que obedecer las órdenes de mi señor.
—Entonces, date prisa.
Los bandidos levantaron casi en peso a los cuatro prisioneros y los ataron fuertemente alrededor del enorme árbol a poca distancia uno del otro.
—¡Canallas! —rugió Kammamuri—. Bien podíais fusilarnos.
—No lo ha querido el rajá —respondió el jefe—. Debo obedecerle para conservar mi cabeza.
—¡Sois unos bandidos! —bramó él rajaputra, que se revolvía desesperadamente.
—No, somos guerreros del príncipe de Assam —respondió el jefe.
En un momento fueron abandonados los prisioneros, mientras la luna surgía en el horizonte y aullaban a lo lejos los chacales.
—Ha llegado nuestro fin —dijo Kammamuri—. Bien podía el rajá haber inventado otro género de suplicio y…
De pronto se interrumpió. Entre la espesa vegetación había aparecido repentinamente el brahmán, armado de un corto tarwar.
—Vengo a pagar la deuda de agradecimiento que tengo con vuestro señor —dijo—, jamás he olvidado que me salvó la vida.
—¡Kiltar! —exclamó Kammamuri—. Danos algunas armas.
—Sólo tengo estas tres pistolas que pongo a vuestra disposición —respondió el brahmán—. El rajá es demasiado cruel.
Con pocos golpes de tarwar cortó las ataduras de los cuatro prisioneros, depositó junto a la base del enorme tara las tres armas de fuego y huyó rápidamente, como si tuviese algún tigre a la espalda.
—Hemos tenido una suerte extraordinaria —dijo.
—¿Porque tenemos tres pistolas? —preguntó Kammamuri con ligera ironía—. Mira a ver si con estas armas resistes el ataque de un tigre.
—Espera un poco, Sahib —respondió el gurú.
Dio la vuelta alrededor del enorme tronco, y por fin se detuvo ante un objeto que resplandecía a los rayos de la luna.
—Hemos tenido una suerte extraordinaria —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Kammamuri.
—Porque este árbol está todo ahuecado y he encontrado el resorte que nos permitirá abrir la puerta.
—Me parece que no es esta ocasión de chancearse.
—Te digo que no nos devorarán los tigres. Dentro de este árbol colosal me he refugiado varias veces yo mismo para huir de fieras y bandidos.
—Bien; pues habla menos y obra más —le dijo el maharata.
—Ya está —respondió el gurú—. Seguidme, ya que la luna nos alumbra.
Los prisioneros, desatados ya, se inclinaron al suelo y se apoderaron, ante todo, de las pistolas, armas harto inofensivas contra los tigres, pero que, no obstante, por ser de gran calibre, podían salvar en un momento crítico la vida de un hombre.
—¿Qué hay, pues, gurú? —preguntó Kammamuri, que empezaba a impacientarse.
—Mira, Sahib —respondió el guardián de la pagoda—. Si el capitán hubiese sabido esto, no nos habría traído aquí.
—Un agujero —respondió Kammamuri.
—Lo bastante ancho para dar paso hasta al rajaputra. Aquí había una puerta, y allí está el resorte que he descubierto por casualidad. Dentro de este enorme tronco no nos devorarán los tigres.
—Eres un valiente que tiene también mucha suerte. Y, sin embargo, no te acordabas de los secretos de la pagoda.
—Eran muchos, Sahib —respondió el gurú.
Habíanse todos reunido delante de la abertura. Un trozo de corteza de algunos metros de largo colgaba hacia el suelo, dejando ver todavía el misterioso resorte.
—¿No habrá serpientes ahí dentro? —preguntó Kammamuri.
—Yo no las he encontrado nunca.
—¿Quién ha ahuecado este tronco?
—¿Qué sé yo? Soy muy viejo y no puedo acordarme de todo —respondió el gurú.
—¿Habrán sido los que construyeron la pagoda?
—Tal vez, pero todavía hallaréis otras sorpresas.
—¿Qué quieres decir?
—Que en el fondo de este árbol hay un subterráneo excavado bajo el junglar.
—Muy lejos. Si la memoria no me es infiel, desembocaremos junto a la carretera que va hacia las montañas.
—¿Te has vuelto loco?
—No, Sahib. Una vez asaltaron la pagoda cincuenta bandidos, o acaso más, con la esperanza de hallar tesoros ocultos en el panteón; pero mi compañero y yo nos refugiamos aquí, donde permanecimos varios días.
—Pero necesitaremos alguna luz —dijo el rajaputra, que aunque no temía a los hombres, se estremecía de espanto ante una serpiente cobra o pitón.
—¿Luz? —dijo en aquel momento Timul—. En mi bolsillo tengo una cuerda embreada, que arderá como una antorcha.
—¿Llevas lo necesario para encenderla? —preguntó Kammamuri, que hubiera preferido una gran linterna marina.
—Sí, Sahib —respondió el joven rastreador.
—Pues enciende.
Al cabo de unos instantes brilló una viva llama ante la abertura. La cuerda alquitranada era bastante gruesa y ardía maravillosamente.
—¿Cómo es que tienes esta cuerda?
—Me servía para buscar de noche las pistas.
—¿Cuánto durará?
—Muy poco, Sahib.
—Entremos, pues, dentro de este árbol maravilloso. ¡Atiende al resorte, gurú!
—Sé también hacerlo funcionar desde dentro —respondió el guardián de la pagoda.
—Te vas volviendo un hombre muy útil. ¿No es verdad, rajaputra?
—Así parece —respondió con sequedad el gigante.
Los cuatro hombres, armados con las pistolas del brahmán, se introdujeron por la abertura, la cual era tan ancha que permitía el paso a un hombre mucho más corpulento aun que el rajaputra.
No había mentido el gurú. Todo el interior del gigantesco árbol había sido pacientemente ahuecado, quién sabe en qué tiempo, y hasta se veían escalones.
—Cierra la fortaleza —dijo el maharata al sacerdote.
La puerta, formada por un enorme trozo de corteza, se volvió a levantar y a colocarse en su sitio.
—Como ves, Sahib, el resorte funciona perfectamente aun desde dentro.
—¿Y si después no funcionase?
—Aun así, te repito que hay un conducto subterráneo.
—¡He aquí lo que es la misteriosa India! —exclamó Kammamuri, sonriendo con un dejo de amargura.
IV. Entre agua y tinieblas
Pacientes y habilísimos operarios habían excavado el interior del enorme tronco, que si no por su altura, al menos por su grosor, podía rivalizar con las oregonias de California, que son los árboles más colosales conocidos hasta ahora en el mundo.
La excavación se había hecho de manera que no perjudicase al tara, o sea, sin tocar a la corteza exterior.
Dos escalones conducían a una vasta rotonda, que debió de estar en otro tiempo habitada, pues por el suelo veíanse esparcidas esteras viejas ya podridas y haces de paja, también inservibles.
—Como ves, Sahib —dijo el gurú a Kammamuri—, tampoco esta vez me he engañado.
—Pero ¿quién ha excavado este tronco? —preguntó el rajaputra.
—No lo sé —respondió el sacerdote—. Entonces no era yo todavía guardián de la pagoda.
—Tú no sabes nunca nada —dijo el maharata algo impaciente.
El gurú alzó los hombros y bajó los dos escalones, hasta pisar el suelo de la rotonda.
Timul continuaba alumbrando con su cuerda embreada, la cual, por desgracia, se consumía con rapidez verdaderamente espantosa.
El gurú dio la vuelta por aquella especie de caverna leñosa, buscando por un sitio y por otro; después prorrumpió en un grito:
—¡Ya no hay nada! —exclamó haciendo un gesto desesperado—. Aquí debía de haber otro resorte que abría una segunda puerta, y no lo encuentro.
—Quizá lo has soñado —dijo Kammamuri.
—No; lo había.
—¿Y quién quieres que lo haya roto o quitado?
—Yo no he habitado siempre en el interior de este árbol —respondió el gurú—. Quizá han entrado por el subterráneo algunos desconocidos y lo han destruido todo.
—Después buscarás mejor.
—Sahib —dijo Timul—, sólo tenemos luz para diez o doce minutos.
—¿No tienes más cuerdas?
—Ninguna, señor.
—Entonces aprovecharemos esta para buscar el subterráneo.
—Es inútil, Sahib —dijo el gurú—. Lo han destruido todo.
—¿Habremos, pues, de quedar aquí prisioneros? —preguntó Kammamuri.
—Tenemos la otra puerta, por la cual saldremos cuando estemos bien seguros de que ningún peligro nos amenaza.
—Verás cómo vuelven los jinetes del rajá para asegurarse de que nos han devorado las fieras.
—No lo dudo. Pero no vendrán esta noche. Tienen mucho miedo al junglar. ¿Has encontrado algo?
—¡Nada! ¡Nada! —respondió el gurú con voz casi llorosa.
—¿Habrá aquí víveres?
—¡Ca! Yo comí aquí dentro hace tres o cuatro años y no traje conmigo más que algunos bananos y un poco de arroz.
—Nuestra situación, pues, es casi desesperada —dijo Kammamuri—. Pero la venganza del señor Yáñez será terrible. ¡No parece sino que todo se conjura contra nosotros! ¡Con la falta que le estamos haciendo! ¿Qué dices tú, rajaputra?
—Que por ahora nos quedemos aquí. Si los bandidos de Sindhia vuelven, no nos descubrirán tan fácilmente. Sólo quisiera saber del gurú si hay aquí alguna ventana.
—Me parece que sí —respondió el sacerdote—. Recuerdo que durante el día entraba la luz.
—¿Por ventanas o por rendijas?
—Eso es lo que no puedo deciros —respondió el sacerdote—. Mi falta de memoria me hace siempre traición.
—Lo sabemos —dijo Kammamuri—. Tú eres siempre igual.
—Soy muy viejo, señor.
—Sahib —dijo el rajaputra—. Quisiera proponerte una gran idea.
—Ya la estás diciendo, amigo mío.
—Que aprovechemos la noche para ir a sorprender a los jinetes del rajá y quitarles los caballos.
—¿Tres hombres solos, con sólo tres armas de fuego?
—Bien sabes que las pistolas que se fabrican en la India han sido siempre apreciadas, aun por los ingleses.
—No digo lo contrario. Pero somos pocos, amigo.
—¡Y yo que quería, Sahib, proponerte que fuésemos a prender al rajá!
—¿Y qué íbamos a hacer después? Sería un buen estorbo más que tendríamos encima. Ya que nos queda algo de luz, acomodémonos sobre estas esteras y esperemos a que se haga de día. Entonces decidiremos.
—Será lo mejor —dijo el gurú.
Iban ya los cuatro hombres a prepararse un lecho más o menos pasable cuando hacia un lado de la rotonda se oyeron de improviso rumores sospechosos.
—¡Huele a fiera! Mala señal, Sahib —exclamó el rastreador.
—Eres un hombre realmente maravilloso, Timul —dijo el maharata—. Posees también un olfato extraordinario.
—Preparémonos a recibir los personajes que tratan de hacernos una visita, nada grata para nosotros.
Apenas había pronunciado Timul sus últimas palabras, cuando un gran trozo de pared vino a caer en el interior del enorme tara.
Parecía como si hubiese sido desquiciada una puerta, quizá la que debía franquear el paso al subterráneo.
Inmediatamente después oyeron los cuatro hombres sordos gruñidos, y enseguida vieron a los últimos fulgores lanzados por la cuerda embreada, ya casi totalmente consumida, una cabeza enorme perforada por dos ojos fosforescentes.
—¿Será un leopardo? —se preguntó Kammamuri apuntando resueltamente con una de las pistolas donadas por Kiltar—. Un tigre no es, de seguro. También las fieras se cruzan.
Entretanto, el animal, que con un segundo empujón había acabado de romper la pared, trataba de avanzar, mostrando una boca formidable, armada de dientes agudísimos.
—¡Cuidado con el leopardo! —gritó Kammamuri—. No le dejéis entrar, o pasaremos muy mal rato.
En esto se lanzó el rajaputra hacia el agujero, empuñando la pistola por el cañón y gritando:
—¡Ahorrad los tiros!
Ya había entrado la fiera y se preparaba quizá a atacar a los hombres, cuando se le echó encima al rajaputra.
Oyéronse golpes sordos, como de tremendos martillazos, y enseguida un aullido larguísimo.
—¡Muere! —gritaba el gigante—. Me parece que ya tienes lo tuyo sin haberme hecho gastar un grano de pólvora.
—¡Luz, Timul! —gritó Kammamuri.
—Se va a acabar la cuerda.
—¡Ven aquí al punto!
El joven corrió hacia delante, agitando su ruin antorcha.
Junto al agujero yacía un magnífico leopardo reducido a un estado espantoso. Tenía destrozado el cráneo, rota la nariz y los ojos machacados y ya apenas visibles.
—¡Qué porrazos, rajaputra! —exclamó el maharata—. Tú serías capaz de aplastar también a un búfalo salvaje.
—¿Ha muerto la fiera? —preguntó tranquilamente el gigante.
—No hace ya movimiento alguno.
—Se ha llevado lo suyo.
—¿Tienes alguna herida?
—No, Sahib; ninguna. Me he mantenido lejos de sus uñas.
En aquel momento la antorcha de Timul se apagó del todo y una oscuridad densísima invadió la excavación leñosa.
—¡Buena ocasión para los leopardos, si queda todavía alguno! —dijo Kammamuri.
—No os apuréis —dijo el rajaputra—. Volveré yo a aporrear. Con un golpe bien dado quedará la fiera hecha papilla.
—Sin embargo, no nos fiemos, amigo —respondió Kammamuri—. Antes, al contrario, abriremos bien los ojos y los oídos. ¡Oh, si tuviésemos todavía algo de luz! ¿Tendrán los leopardos la paciencia de esperar al alba para echársenos encima? ¿No tienes nada para alumbrar, Timul?
El joven rastreador buscó y rebuscó en todos sus numerosos bolsillos; y al fin lanzó un grito de triunfo.
—¡Aquí hay otra cuerda embreada que no recordaba llevar encima! —dijo—. Tendremos una hora de luz.
—Enciende pronto —dijo Kammamuri—. Veremos cómo siguen las cosas. Las fieras nos amenazan por dentro, y por fuera pueden venir de un momento a otro los bandidos de Sindhia, y, descubriendo quizá el resorte, volvernos inmediatamente a apresar.
El rastreador, todo regocijado por haber hallado otra tea, se apresuró a encenderla, pues iba provisto de eslabón y de todo lo necesario.
Un vivísimo rayo de luz inundó de nuevo la caverna, disipando las tinieblas.
—Examinemos esto un instante —dijo Kammamuri—. Aquí está el pasadizo y aquí el leopardo, todo sangrando y sin dar ninguna señal de vida.
Aproximóse a la abertura y vio un enorme trozo de pared caído al suelo.
—Bien deben de haber esgrimido esos animales los dientes —dijo—. Y bien se conoce que sus mandíbulas están casi tan bien armadas como las de los tigres.
Miró a la fiera, que ocupaba con su cuerpo buena parte del pasadizo; levantó y ajustó, ayudado de Timul y el rajaputra, la pared derribada, y tapó con las esteras el espacio que quedaba descubierto.
—Guardad silencio un momento —dijo después.
Y tendiéndose en el suelo, se puso a escuchar.
A través de las hendiduras continuaba pasando una fuerte corriente de aire, que resonaba extrañamente en la cueva.
—No parece sino que corre un torrente por ese misterioso conducto —murmuró.
Y volviéndose al gurú, que se había sentado tranquilamente sobre un haz de paja podrida y parecía dormitar, le preguntó con aspereza:
—¿Saliste tú por aquí?
—Sí, Sahib.
—¿Encontraste alguna corriente de agua?
—Entonces, no.
—Pues aquí se oye resonar un torrente.
—No sé nada.
—Debía tener a menos preguntarte. Siempre respondes lo mismo. Tú nunca sabes nada, gurú. Ya sabemos que eres viejo.
—¿Podemos irnos? —preguntó el rajaputra.
—¿Adónde?
—Afuera. Ya estoy harto de esta especie de prisión, y quisiera estar muy lejos.
—¿Y si vuelve a faltarnos la luz? Lo mejor será que esperemos al alba. El gurú ha asegurado que aquí se ve de día sin necesidad de lámparas ni antorchas.
—Y ¿tú crees a este hombre, que nunca sabe nada? —murmuró el rajaputra, rechinando los dientes.
Y a punto estaba de tenderse junto a la abertura, temiendo siempre que otro leopardo Intentase penetrar en la cueva, cuando Timul empezó a gritar:
—¡Atención! ¡Qué voy a apagar!
—¿El qué?
—La cuerda embreada.
—¡Pues si acabas de encenderla!
—Es que están a punto de llegar unos jinetes. Mi oído no puede engañarse.
—¿Volverán los bandidos de Sindhia para ver si hemos sido devorados?
—Es probable, Sahib.
—Entonces apaga la luz. Podría tener el tronco rendijas.
El joven rastreador apagó rápidamente la cuerda poniendo un pie sobre ella; y cuando las tinieblas volvieron a invadir el refugio, pusiéronse todos a escuchar, poseídos de vivísima ansiedad.
—¿Oyes, Sahib? —preguntó Timul, al cabo de algunos instantes.
—Sí, oigo el galope de varios caballos que se acercan rápidamente —respondió Kammamuri.
—También se oyen voces.
—Sí, también voces; son los bandidos del rajá, que vienen a visitar nuestros cuerpos con la esperanza de hallarlos bien mondos de carne.
—¿Nos cogerán otra vez, Sahib?
—Todavía no hemos caído en sus manos —respondió el maharata—. Bien pudo Sindhia mandarnos matar en el panteón sin hacer correr tanto a sus jinetes.
Habían aplicado todos la oreja al suelo. La tierra transmitía distintamente una especie de trueno, que sólo podía ser producido por muchos caballos lanzados en carrera desenfrenada.
—Sí, vienen —dijo Kammamuri—. Pero no les esperemos aquí, puesto que aún tenemos un trozo de cuerda embreada.
—¿Quieres huir por el subterráneo, Sahib? —preguntó el gurú.
—Quiero intentarlo.
—¿Y si está inundado de agua?
—La atravesaremos.
—No nos vendrá mal un baño —dijo el joven rastreador—. Además, todos somos buenos nadadores, incluso tú, ¿verdad, gurú?
—Nado como un indostano que desde sus primeros años ha desafiado las corrientes sagradas de innumerables ríos.
El fragor producido por los caballos cesó bruscamente junto a la base del gigantesco árbol.
Kammamuri y el rajaputra se levantaron silenciosamente y se acercaron a la puerta del resorte, poniéndose a escuchar.
Por la parte de fuera resonaba fuertemente la voz del jefe de los bandidos:
—¿Dónde han ido a parar esos perros? —decía con voz ronca—. Y, sin embargo, los atamos muy bien a este árbol.
—Se los habrán llevado los tigres —respondió uno de los jinetes.
—Pues por aquí no se ven huesos ni pedazos de ropa.
—Lo habrán hecho desaparecer esas fieras por sus fauces sangrientas.
—Sin embargo, quisiera estar bien seguro de ello antes de volver a la pagoda —respondió el comandante—. Sería capaz el rajá de hacemos degollar a todos antes de salir el sol.
—Que venga aquí él a buscar los huesos de los fugitivos.
—Está cenando y se ha hecho preparar un lecho con alfombras halladas en las galerías de la pagoda. No se molestará por tan poca cosa.
—Entonces podemos volvernos.
—Bueno, pero con tal que seas tú quien le avise de que no hemos hallado rastro alguno de los prisioneros.
—Arrostraré su irritación. Tengo ya bastante por esta noche. El rajá va a acabar por hacemos morir de cansancio y hasta de hambre. Más valiera que devolviese la corona al maharajá y a la Rhaní y nos dejase tranquilos. La causa está ya perdida. El cólera destruye, sin poderlo evitar, un gran número de hombres, y, además, están ahí esos demonios venidos de lejanos países con armas tan terribles que diezman las columnas en menos de un minuto.
—¿Quieres, pues, marcharte?
—También yo tengo hambre y sueño, capitán —respondió el jinete que había hablado hasta entonces.
—Pues yo todavía no me iré.
—¿Quieres entrar en el junglar y abrir el vientre a los tigres para ver si se han tragado a los fugitivos?
—No seré tan estúpido —respondió el capitán—. Hace una noche oscurísima, y sólo tenemos una linterna.
Siguióse un corto silencio, y enseguida los caballos, que debían de ser varios, tornaron a patear y relinchar.
El rajaputra habíase acercado a tientas al maharata, que seguía escuchando.
—¿Se van? —le preguntó.
—Todavía no —contestó Kammamuri.
—¿Siguen hablando junto a este árbol? ¿A qué esperan? ¿Quizá a que saltemos fuera con las pistolas?
—No cometeremos tamaño disparate. Nos conviene permanecer aquí y esperar.
—¿Y si entran y nos asesinan a todos?
—Si hubiesen descubierto la puerta, estarían aquí ya. Por el contrario, parece que no saben qué resolución tomar.
—Escucha bien —dijo el gigante, que se había apoyado contra la puerta, haciéndola temblar—. Hablan de prender fuego al árbol y abrasarnos.
—No nos dejaremos nosotros asar —respondió Kammamuri.
—Estos árboles son bastante resinosos y arden como teas colosales.
El capitán y sus hombres habían reanudado la plática.
—Yo he oído hablar de excavaciones hechas en grandes árboles. ¿Estarán ahí dentro los hombres que buscamos, en vez de estar en los vientres de los tigres?
—También yo he oído hablar de eso —añadió otra voz.
—¿Me das la razón, Kimal?
—Sí, capitán —respondió el individuo que debía de llevar aquel nombre—. La desaparición de esos hombres es muy misteriosa.
—Los habíamos atado muy bien y no podían por sí solos recobrar fácilmente la libertad.
—¿Les habrá ayudado alguien?
—Ese brahmán me parece realmente persona sospechosa. Acaso me equivoque.
—Es el secretario del rajá.
—Y ¿eso qué importa? En todas partes hay traidores. Prueba a golpear con la culata de tu carabina el tronco de este árbol enorme.
Enseguida resonó un fuerte golpe, seguido de varios gritos de triunfo.
—¡Ah! —exclamó el capitán con su voz estridente—. Este magnífico tara ha sonado como un bote casi vacío. Id a recoger leña y procuremos destruirlo todo.
Kammamuri, al cual no se le había escapado una sola palabra por hallarse detrás del trozo de corteza abierto y cerrado el resorte, se levantó precipitadamente.
—Van a abrasarnos —dijo al rajaputra, que le seguía como una sombra.
—Ya lo he oído, Sahib —respondió el gigante—. ¿Qué decides?
—Que huyamos al punto.
—¿Por ese conducto que sirvió al leopardo para llegar hasta aquí?
—No tenemos otra retirada.
—Pues tú dijiste que has oído por ahí rumor de agua.
—Es verdad —respondió el maharata.
—¿Habrá algún río subterráneo?
—No importaría. Mejor es el agua que el fuego.
Por la parte de fuera continuaban los bandidos golpeando el tronco con las culatas de sus carabinas para convencerse bien de si estaba hueco o macizo. Por desgracia, el sonido era siempre igual, y cualquiera habría comprendido que debajo de la corteza no había una masa compacta.
—Es preciso que huyamos —dijo Kammamuri al rajaputra—. Van a acabar por hallar también la puerta y romperla.
—Si es que no prefieren asamos —respondió el gigante.
—Razón de más para escapar al momento. Este asilo se ha vuelto muy peligroso.
Retrocedieron hacia la rotonda procurando no hacer el menor ruido, y tropezaron con Timul y el gurú, que, ya alarmados, iban a levantarse.
—¿Qué hay? —preguntó el sacerdote.
—Que estamos cogidos —respondió Kammamuri—. Hemos sido descubiertos, y es preciso que huyamos, y enseguida, porque esos canallas quieren incendiar el tara. ¿Quién resistirá aquí dentro?
—Nadie —afirmó Timul.
—¿Cuánto puede durar todavía tu cuerda embreada?
—Muy poco, Sahib. La habíamos casi acabado.
—Enciende y veamos dónde va a parar este pasadizo.
—¿No verán la luz desde fuera?
—Todavía no han abierto la puerta.
—Pero puede haber rendijas.
—Saben ya que estamos aquí, gurú, deja a un lado tu ponderada vejez y guíanos.
—Haré cuanto pueda, Sahib —respondió el sacerdote.
La cuerda fue encendida, y los cuatro hombres se lanzaron hacia donde se hallaba aún el cadáver del leopardo.
Apartaron el trozo de pared, casi tan pesado como un tigre, y se introdujeron por el pasadizo, lleno de rumores de agua corriente.
Timul agitaba su mezquina antorcha para alumbrar a sus compañeros.
Habíase puesto a su cabeza, comprendiendo que el gurú no servía para guía, pues nunca se acordaba de nada, ni como hombre de acción, pues era realmente muy viejo.
—Avivemos el paso —dijo Kammamuri, que conservaba siempre una sangre fría y una calma admirables—. Me parece percibir ya olor de humo.
—También yo —confirmó el rajaputra sosteniendo al infeliz sacerdote, que parecía completamente desfallecido.
En la base del gigantesco árbol abríase en la masa leñosa una especie de embudo, de anchura suficiente para dar paso a varias personas.
—¿Quién habrá abierto este conducto? —se preguntó Kammamuri—. Sin duda alguna, los que excavaron la rotonda. Tú no sabrás nada, ¿verdad, gurú?
—Yo estaba entonces en la pagoda de Tsama, que se halla muy lejos de aquí —respondió el sacerdote con su voz siempre monótona y humilde.
—¿No te parece sentir olor de humo?
—Algo debe de arder no lejos de aquí.
—Por lo menos, el olfato lo tienes todavía bueno —dijo Kammamuri con ironía.
Habíanse lanzado todos hacia delante, temiendo que de un momento a otro se convirtiese el tara en una hoguera espantosa.
Continuaba extendiéndose un acre olor de humo algo resinoso, que provocaba violentísimos golpes de tos en los fugitivos.
Habían desaparecido ya las raíces del enorme árbol, y la marcha se hacía rapidísima.
Por lo demás, el fondo de aquel río subterráneo sólo tenía una ligera pendiente, y estaba formado por todos los detritos del vecino junglar.
Transcurrieron cinco angustiosos minutos, al cabo de los cuales la antorcha de Timul se apagó de pronto.
—Se ha terminado —dijo el joven—. ¡No tenemos luz!
—La situación me parece realmente poco agradable —dijo el maharata—. Pero todavía no hemos muerto ¡Oh! ¡Si hubiésemos podido traer con nosotros la gran linterna del correo! Pero también nos la han robado esos condenados bandidos.
—Llevad en alto las pistolas —dijo en aquel momento el rajaputra—. El agua tiende a aumentar.
—¿Todavía? —preguntó Kammamuri.
—Sí, Sahib.
—¿Cómo está el fondo?
—Siempre bien, aunque muy cenagoso.
Habíanse cogido de las manos, temiendo quedarse atrás.
Si alguno se hubiese desviado entre aquella profunda oscuridad, ello hubiese sido su sentencia de muerte.
El agua, entretanto, seguía creciendo. Llegaba ya casi al pecho de los fugitivos y era tan frigidísima que hacía tiritar.
Cogidos siempre de la mano, continuaron su marcha en las tinieblas, y al cabo de algún tiempo oyóse exclamar a Timul, que iba a la cabeza del grupo:
—¡Veo una abertura!
—¿Delante de nosotros?
—Sí, Sahib, y muy ancha.
—¿Van las aguas hacia ella?
—Me parece que no, porque el fondo sube rápidamente. Yo sólo estoy sumergido hasta las rodillas, mientras que hace poco corría peligro de perder pie.
—¿Se te ha mojado la pistola?
—No; la estimo en mucho, y nos ha de ser muy útil en el junglar.
—Pero ¿tú crees que vamos a desembocar en medio de los dominios de los tigres?
—Yo sé que podemos salir, y puedo asegurarte que ya no se percibe olor de humo. Debemos estar ya muy lejos de la base del tara.
—Algún dios nos ha protegido.
—Sin duda alguna —respondió el gurú, que se asía fuertemente al rajaputra para no rezagarse.
—¡Alto! —exclamó en aquel instante Timul—. Ha terminado la terrible travesía. Tampoco esta vez nos ha arrebatado la diosa de la muerte.
V. El caballo del bandido
Los cuatro fugitivos habíanse hallado de improviso ante una vasta abertura, que quizá debía marcar el fin del subterráneo y de aquel río misterioso.
A través de la inmensa brecha veíanse resplandecer las estrellas y un trozo de cielo que parecía enrojecerse.
—¿Será el alba? —preguntó el rajaputra, cogiendo en sus brazos al gurú, que no podía ya tenerse en pie.
—No —respondió Kammamuri—. Ese color no es el de la aurora.
—¿Cómo explicas este misterio, Sahib?
—De un modo sencillísimo. El tara está ardiendo y proyecta el resplandor de sus llamas hacia el cielo.
—Entonces hemos escapado por milagro.
—Así parece, y creo que no podrás quejarte.
—Cierto que no, porque me juzgaba realmente perdido.
—¿Sigue subiendo el fondo?
—Sí, Sahib —dijo Timul, que iba siempre delante de todos.
—Y el agua, ¿disminuye?
—Ya no hay casi nada.
—Hagamos, pues, el último esfuerzo, amigos míos, y enseguida descansaremos en cualquier sitio, aunque sea en pleno reino de los tigres. Ahora no temo ya a los bandidos de Sindhia.
Impulsábanse unos a otros hacia delante, y atravesaron bajo la arcada, que aparecía desmantelada por varias partes.
El cielo, que seguía enrojecido, permitía ver bastante bien. No parecía sino que una pequeña aurora boreal se había extendido sobre el junglar, fenómeno desconocido en absoluto por los indostanos.
Timul, con un esfuerzo supremo, se dirigió hacia un enorme grupo de tamarindos, que crecían a pocas docenas de metros de la arcada, y penetrando entre los árboles, se dejó caer al suelo, completamente extenuado.
Hacíanle sufrir atrozmente las mordeduras de las sanguijuelas, de cuyas minúsculas heridas había vuelto a brotar la sangre.
Kammamuri y sus compañeros le siguieron enseguida.
A lo lejos ardía una hoguera gigantesca, lanzando al aire columnas de humo y surtidores de chispas, que el viento arrastraba a través del junglar, con evidente peligro de provocar nuevos incendios. Era el inmenso tara, que poco a poco se iba derrumbando, convertido en verdadera lluvia de fuego.
—Hemos escapado a tiempo de un gravísimo peligro —dijo el maharata mientras chupaba ávidamente un fruto bien maduro de tamarindo que había alcanzado de los altísimos árboles—. Si nos llegamos a detener una hora, nos asan los bandidos.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó el rajaputra.
—Como ves, ante nosotros se extiende el junglar.
—Mal sitio para buscar reposo, Sahib, sobre todo no teniendo armas grandes de fuego.
—¡Bah! ¿También tú vas a ponerte pesado como el gurú?
—Entre el sacerdote y yo hay mucha diferencia. Yo soy un oso de las montañas capaz de luchar, aun sin armas, con un tigre y hundirle las costillas.
—Parece demasiado —dijo Timul.
—Pues así maté al leopardo —respondió el gigante.
Entretanto, Kammamuri había dado la vuelta al grupo de tamarindos, entre los cuales se oía aullar furiosamente a algunos chacales, en busca de una presa.
—Sahib —dijo el rajaputra—, ¿vamos a acampar aquí hasta el alba?
—No es fácil encontrar cerca un sitio mejor —respondió el maharata.
—¿Y si vienen los bandidos de Sindhia?
—¡Lástima que no tengamos su cena!
—Conténtate por ahora con estos frutos ácidos, pero muy refrescantes. Timul, ¿sabrías guiarnos todavía a la pagoda?
—Pues ¿para qué soy yo rastreador? —respondió el joven—. Pero necesitaría una luz, y no la tenemos. Además, ¿por qué volver allí a buscar el peligro y no aprovecharnos de la ocasión para ganar la carretera que va a las montañas?
—¿Con qué caballos recorreremos ese enorme trayecto?
—¿Quieres acaso sorprender a los bandidos? ¡Mal negocio! Es mejor dejarles que se tuesten alrededor del tara.
—¡Ya cayó el tronco! —gritó el rajaputra, que no se había sentado ni un instante.
En efecto, ya no veían surgir llamas ni chispas hacia el Poniente. El árbol colosal había caído derrumbado por el fuego, después de una existencia, sin duda alguna, larguísima.
—¿Qué dices, Sahib? —preguntó el rajaputra—. ¿Que nos quedemos aquí?
—Sí; por lo menos hasta el alba —respondió Kammamuri—. Estamos demasiado cansados y no podemos reanudar la marcha.
—Es verdad —asintió el gurú.
—¡Con tal que nos dejen descansar tranquilos! —observó Timul.
—¿Están secas vuestras pistolas? —preguntó el maharata, algo inquieto.
—La mía, sí —respondió el rajaputra—. Si tenemos que servirnos de ella, disparará al punto sus dos tiros.
—¿Y tú, Timul?
—También la mía —respondió el joven—. No me fallará tampoco el tiro.
Al gurú era inútil preguntárselo, porque no llevaba ninguna arma de fuego.
—Tenemos, pues, seis tiros —prosiguió Kammamuri—. Pueden servirnos de mucho en cualquier momento crítico. Jamás dejaré de elogiar a aquel noble brahmán, que ha continuado siempre siendo amigo del maharajá, aun después de haber vuelto con Sindhia.
—A él le debemos la vida y estas armas; a no ser por ese hombre, el rajá nos habría hecho despellejar antes que saliésemos del panteón —dijo el rajaputra.
Habíanse tendido todos entre las secas y blandas hojas del suelo y aguzaban cuanto podían la vista para descubrir si venía algún nuevo enemigo, lo cual maldito si lo deseaban en aquel momento.
Alrededor del bosquecillo oyóse una especie de ligero galope, que no cesaba de aproximarse.
—¡Por la muerte de Kali! —exclamó el maharata—. ¡Bien sé lo que es eso! No se trata de ningún rinoceronte, búfalo ni elefante. Haría mucho más ruido.
—Pues ¿quién corre dando vueltas y más vueltas alrededor del bosquecillo? —dijo el rajaputra.
—Es un caballo montado, sin duda alguna, por algún hombre de Sindhia.
—¿Lo has visto, Sahib?
—El ligero galope lo demuestra —respondió Kammamuri—. ¡Oh! ¡Si pudiésemos, al menos, apoderamos de ese animal!
—Somos cuatro, Sahib —observó Timul.
—Por ahora nos contentaremos con un caballo. Le servirá al gurú, que no puede tenerse en pie. Nosotros somos fuertes andadores y alcanzaríamos a pie las montañas de Sadhja. ¿Quién es capaz de coger ese caballo?
—Yo, Sahib —dijo el rajaputra—. Le derribaré a él y al jinete.
—No hagas fuego; de lo contrario, acudirían otros bandidos.
—Para el jinete me serviré solamente de la culata de mi pistola. Ya sabes que atizo bien fuerte.
—Atrozmente fuerte, amigo.
—Déjame a mí, Sahib. Dentro de ocho o diez minutos tendremos ese caballo en nuestro poder, si es que se trata realmente de un caballo.
—Te aseguro que no es ninguna bestia salvaje.
—Sí, es un jinete —confirmó Timul, que había salido fuera del bosquecillo—. Trata de encontrar nuestra pista.
—Me lo figuré enseguida —dijo el rajaputra, levantándose de un salto.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Timul.
—Tú no eres bastante fuerte para detener un caballo a galope. Con la sangría de las sanguijuelas estás tan extenuado como el gurú.
—Eso es verdad.
—Entonces quédate aquí tranquilo junto al Sahib. Para este lance me basto yo solo. Me voy, Sahib.
—Te recomiendo que no descargues la pistola —dijo Kammamuri—. Nada de disparos por ahora.
—Te repito que no emplearé más que la empuñadura del arma contra el jinete, no contra el caballo, que quiero traer vivo.
—Nosotros estaremos preparados para correr en tu ayuda.
Y después de escuchar un momento, se lanzó rápidamente fuera del bosquecillo, arrojándose enseguida entre los matorrales de mindos, que podían encubrirle por completo.
—¡Qué hombre! —exclamó Kammamuri—. Si el señor Yáñez hubiera tenido doscientos como él, a saber dónde estaría ya Sindhia.
Habíase puesto de rodillas empuñando por precaución la pistola, y escuchaba atento la carrera del jinete. También Timul se había levantado, mientras el pobre gurú yacía entre las hojas, como una masa casi inerte.
—¿Oyes? —preguntó el maharata al rastreador, después de unos minutos de observación.
—Sí —respondió el joven—; el caballo se acerca por tercera vez. El hombre que lo monta busca nuestras huellas.
—¿Estará solo?
—No he visto más que una sombra.
—Ahora veremos lo que sabe hacer ese diablo de rajaputra. Estoy seguro que cumplirá su promesa.
Habíanse adelantado hasta la orilla del bosquecillo y quedándose escondidos entre las gigantescas hojas de los bananos, de más de doce metros de largas.
Desde allí descubrieron al gigante, que no parecía poner gran cuidado en ocultarse.
Habíase lanzado sobre el trayecto que debía recorrer el caballo y saltaba como un oso enfurecido. Unas veces se encorvaba hasta el suelo, otras saltaba de pronto plantándose sobre sus musculosas piernas y tendiendo los poderosos brazos.
—Ese hombre detendrá el caballo en plena carrera —dijo Timul al maharata.
—No lo dudo, amigo. Es fuerte como un pequeño elefante.
Entretanto íbase aproximando el galope sin producir gran ruido.
El jinete debía de tener sus buenas razones para andar tan cauteloso.
Al cabo de un rato, desembocó por el matorral un hermosísimo caballo blanco, que iba a la carrera.
El rajaputra se había lanzado resuelto a apoderarse de la cabalgadura, pero no del jinete, que más serviría de estorbo que de provecho.
Por ser la noche bastante clara, había visto el corcel y tomado sus medidas para derribarlo sin romperle piernas ni costillas.
De improviso apareció junto al matorral que le había servido de acecho, y gritó al jinete:
—¡Detente o disparo!
—¿Quién eres tú?
—Te lo diré cuando te hayas desmontado —respondió el rajaputra.
—Será alguno de esos perros que el maharajá…
No pudo acabar la frase. El gigante habíase opuesto resueltamente al corcel, sujetándolo por los ollares. ¿Cómo había resistido el choque? Muy fuerte debía de ser aquel hombre, más fuerte que un oso de las montañas indostanas.
El caballo lanzó un solo relincho y enseguida cayó sobre sus cuartos traseros arrojando de la silla al jinete.
—¡A mí! —gritó entonces el rajaputra.
—¡Aquí estamos!
Veloces como el relámpago corrieron Kammamuri y Timul sobre el caballo y lo inmovilizaron al punto. El jinete no había lanzado ni un grito.
Debía de haber dado un gran salto, desnucándose al caer de cabeza.
—Eres un valiente —dijo Kammamuri al rajaputra—. No te creía tan fuerte.
—Gracias, Sahib.
—¿Te has herido?
—Ni un rasguño. He sujetado al animal antes que me pasase por encima, y como ves, lo he derribado.
El jinete, sin duda algún bandido de Sindhia, yacía cinco metros más allá con los brazos abiertos.
No hablaba ni tenía ya fuerzas para levantarse.
—Es hombre muerto —dijo el rajaputra.
—¡Mejor! No necesitamos prisioneros.
Entretanto Timul, ayudado del maharata, había levantado el caballo.
La pobre bestia pateaba y trataba de huir, pero ya no podía dar un paso, pues también el rajaputra había acudido.
—¡Buena presa! —dijo Kammamuri—. Dos alforjas bien provistas seguramente de víveres y una carabina. Valía la pena intentar el golpe.
—¿Habrá muerto realmente el bandido? —preguntó el joven rastreador.
—No te ocupes de él —respondió el rajaputra—. Debe de haberse roto el cráneo contra el suelo o contra un árbol. Si estuviese todavía vivo aullaría como una bestia feroz.
—Volvamos al bosquecillo —dijo Kammamuri, que había quitado ya al pobre bandido un tarwar que llevaba dentro de una ancha faja de tela gris—. Quizá no esté solo, y nos espíen mientras nos hallamos aquí.
—Yo no he oído el galope de ningún otro caballo —dijo Timul.
El rajaputra sujetó al animal por las bridas, y aunque este no cesaba de encabritarse, lo arrastró con puño de hierro hasta el grupo de tamarindos que habían escogido para refugio.
Antes escucharon varias veces, temiendo siempre que llegasen nuevos jinetes; pero asegurados después por el gran silencio que reinaba en el junglar y que sólo interrumpía el aullido de algún chacal, penetraron rápidamente entre los árboles hasta donde los esperaba el gurú, más muerto que vivo.
—Vacía la despensa —dijo el maharata al rajaputra—. Debe de estar bien provista.
—Poca cosa, Sahib —respondió el gigante—. Una botella de cerveza que estará acida hasta el punto de no poderse beber, cinco galletas y pólvora y balas para la carabina. El rajá no gasta mucho en mantener a sus hombres.
—La carabina nos era necesaria —dijo Kammamuri—. Las pistolas serán armas muy buenas, pero nunca han servido contra los tigres ni animales grandes. Dame el fusil.
—Mira que está cargado, Sahib —dijo el rajaputra, que entretanto había atado rápidamente el caballo, obstinado aún en resistirse.
No se trataba, en verdad, de una de aquellas enormes carabinas que usaban los Tigres de Malasia, pero la que habían cogido debía de tener buen alcance.
Kammamuri, alegre sobremanera de aquel hallazgo inesperado, dio orden de repartir las pocas galletas y destapar también la botella.
—No moriremos de indigestión —dijo el rajaputra—. Dentro de cinco minutos tendremos más hambre que ahora.
—Coge también mi parte —dijo Kammamuri—. Yo puedo prescindir de ella, al menos por ahora. No soy tan corpulento y robusto como tú.
—De ningún modo, Sahib —respondió el rajaputra—. Que cada uno tome su parte y se la coma. Pero renunciad a la cerveza porque está completamente inservible. Le ha dado el sol demasiado.
Los cuatro hombres, un tanto contrariados por lo mezquino de la presa, se agruparon junto al tronco de un gran árbol y se pusieron a roer lentamente las durísimas galletas.
El rajaputra, que las había conquistado, recibió una más.
—¿Y ahora, Sahib? —preguntó Timul al maharata, que continuaba examinando la carabina—. ¿Permaneceremos aquí en espera de nuevos jinetes? Tengo el presentimiento, harto triste, de que nos hemos de ver cercados en el junglar. No debía de estar solo el bandido que el rajaputra ha despojado.
—Opino como tú, amigo. Era un explorador enviado delante para espiarnos —respondió Kammamuri—. Sindhia muestra una obstinación verdaderamente feroz por cogernos más pronto o más tarde.
—Pues no somos más que unos infelices fugitivos. ¡Si fuésemos ministros del maharajá!
—Esa canalla cuenta conmigo para descubrir el sitio donde el señor Yáñez ha escondido sus tesoros y los de la Rhaní. Deben de andar mal de dinero. Pero tú, Sahib, sabes dónde se hallan esas riquezas.
—También lo sabe el rajaputra —dijo Kammamuri—. Pero Sindhia no tocará ese tesoro, que debe ser fabuloso. Millones de rupias en oro y joyas.
—Sí, también lo sé yo —dijo el gigante, royendo lentamente su segunda galleta—. El maharajá no tenía secretos para sus leales. Podrá el rajá hacerme cortar en veinte pedazos, o atarme a la boca de un cañón, pero lo que es por mí no sabrá nunca nada; acaso…
Iba a continuar, pero Timul le interrumpió:
—Eso no es realmente el aullido de un chacal —dijo el joven rastreador—. Está, sin embargo, muy bien imitado.
—¿Serán señales? —preguntó Kammamuri, saltando en pie.
—Sin duda alguna, Sahib. Tú conoces mejor que yo el aullido de esas bestias. Escucha un momento.
Todos permanecieron en silencio. Sólo el caballo continuaba con sus patéos y relinchos.
—Sahib —dijo al cabo de un rato el joven rastreador—. Hemos hecho mal en no rematar de un pistoletazo al bandido que intentaba espiamos.
—¡Si le he visto yo dar un gran salto entre los árboles! —dijo el rajaputra—. Debe de haberse roto la cabeza.
—Pero nosotros no estamos seguros —dijo Timul— de que hubiese realmente muerto. Oíd de nuevo el aullido, o mejor dicho la señal.
Todos habíanse levantado y aplicado el oído. De pronto rompió el silencio un aullido estridente, realmente extraño, y que no debía de salir de la garganta de un chacal.
El caballo, al oír aquel reclamo, se encabritó intentando romper las bridas.
—¿Has oído, Sahib? —preguntó el rastreador.
—Sí —respondió Kammamuri, poniéndose de pronto meditabundo—. Este animal oye la señal de su amo y quiere huir para irse con él.
—Pero estamos aquí nosotros —dijo el rajaputra—. Nos hace mucha falta y no le dejaremos escapar.
—No sé cómo se las va arreglar el gurú cuando le hayamos colocado sobre la silla.
—También yo monté en otro tiempo —dijo el sacerdote—. He hecho muchas campañas antes de sepultarme en una cabaña a esperar la muerte.
—Te arrojará enseguida al suelo —dijo Timul—. ¿No ves cómo se encabrita?
—Yo sabré domarlo.
Por tercera vez sonó en el silencio de la noche, y más vivo y estridente que nunca, el aullido del chacal. Al oír aquella nueva llamada, el caballo se encabritó por completo y procuró romper las bridas.
Pero el rajaputra le vigilaba atentamente. En un instante se le echó encima, le asió fuertemente por los ollares y le volvió a derribar, procurando que no se rompiese las piernas o costillas.
—Con este caballo no podremos hacer nada mientras no estemos seguros de que ha muerto su dueño —dijo—. No sé cómo resisto a emprenderla con él a puñetazos.
—Le matarías —dijo Kammamuri—. Métete las manos en los bolsillos y déjalas tranquilas.
—Entonces dame la carabina, Sahib, y déjame partir.
—Está todavía muy oscura la noche.
—No importa; sabré orientarme lo mismo —respondió el gigante asiendo vivamente el fusil.
—Tú estás loco —dijo Kammamuri.
—No, Sahib, déjame ir —dijo obstinadamente el rajaputra—. Llevando esta arma me siento enteramente seguro.
—¿Adónde quieres ir?
—A ver si el jinete está todavía vivo.
—¿Pues no se rompió la cabeza?
—Yo le vi dar un gran salto dentro de la espesura que me cubría, pero realmente no puedo asegurar que se haya matado. Hemos hecho la tontería de no rematarlo de un tiro.
—¿Entonces tú crees que es él quien llama al caballo?
—Sí, Sahib.
—Y yo también lo creo —dijo Timul—. El caballo oye el llamamiento de su amo. Y se nos escaparía a la primera ocasión.
—Por eso vamos a acabar con el amo —dijo el rajaputra, con feroz sonrisa—. A propósito. Ahí tenéis otra vez ese maldito aullido del chacal. ¿Lo oyes tú, Sahib?
—Sí; y oigo que el caballo responde con prolongados relinchos —dijo el maharata—. Señal evidente de que el bandido está vivo.
—¿Habrán venido ya los hombres de Sindhia e intentarán rodearnos? Lo mejor será que huyamos antes de que llegue el día.
—Soy de tu parecer, Sahib —dijo Timul.
—No será fácil atravesar el junglar; pero mejor es habérnoslas con un tigre que con los jinetes del rajá, armados sin duda alguna de carabinas.
—Probemos fortuna —dijo el maharata—. ¿Está muy lejos la carretera que va a las montañas, gurú?
—No lo recuerdo —respondió el sacerdote, haciendo girar sus dedos con aire distraído.
—En estando fuera de tu pagoda, eres un hombre muerto.
—Aquella era mi casa.
—¿Volverías allí de buena gana?
—Sí, Sahib.
—¿Y si estuviesen aún los bandidos del rajá?
—No se atreverían a asaltar un templo.
—Lo han asaltado ya y nos han cogido dentro del panteón.
—Pero todavía estamos libres —dijo el gurú, con su voz tranquila y fatigada de costumbre.
—Sahib —dijo el rajaputra—. Vámonos de aquí sin tardanza. Ahora soy yo mismo quien te lo pide.
Kammamuri se acercó al caballo, que no cesaba de resoplar y tascar el freno, procurando siempre huir, y después de haberlo acariciado un poco, saltó sobre los robustos lomos desnudos de la silla, que quizá había perdido durante su furiosa carrera a través del junglar, y empuñó con férrea mano las bridas.
—Veamos por un momento si los maharatas saben todavía domar caballos —dijo.
—Te faltan silla y estribos —dijo el rajaputra.
—Ya lo he notado.
—¿Y dónde quieres ir, Sahib?
—Voy a dejar que el caballo galope en busca de su dueño. Vosotros quedaos aquí, y no os mováis mientras yo no vuelva.
—Sahib, el caballo es fuerte y puede muy bien llevar dos personas. Déjame a mí montar también a la grupa.
—Pesas demasiado. Prefiero a Timul, que además es rastreador.
—Le daré mi tarwar.
—No, consérvalo. Yo tengo la carabina y varias balas de repuesto. Tú puedes necesitarlo durante nuestra ausencia.
—Ten cuidado, Sahib. No te fíes de esa bestia embrujada.
—Harto le darán que hacer mis rodillas. Sube, Timul.
De un salto se colocó el joven rastreador detrás del maharata.
El caballo dio un bote terrible y trató de lanzarse en vertiginosa carrera; pero fue contenido al instante. El rajaputra estaba alerta, y le asió por los ollares, apretándoselos fuertemente.
—Déjale andar ya —dijo Kammamuri, recogiendo las bridas—. Veamos si sabe llevarnos al lado de su dueño.
El corcel dio un segundo bote, intentando desembarazarse de los dos hombres, y enseguida partió como una flecha. Saltaba sobre los troncos de los árboles y atravesaba en pleno galope los matorrales, lanzando sonoros relinchos.
—Este animal tiene fuego vivo en las venas —dijo Timul, que se mantenía fuertemente asido al maharata—. En pocos minutos nos llevará muy lejos.
—¿Oyes?
—Sí; la llamada se repite.
—Esta vez encontraremos a ese bandido y le remataremos.
El caballo seguía galopando furiosamente con los ollares abiertos, la boca llena de sangrienta espuma, y lanzando de vez en vez sofocados relinchos.
Kammamuri le dejaba correr, pero no soltaba las bridas. Sus rodillas se apretaban fuertemente, comprimiendo los ímpetus del endiablado corcel.
—Este animal va a acabar por despeñarnos —dijo Timul.
—No, se siente bien guiado y comienza ya a ceder.
En efecto, el corcel ya no se encabritaba ni procuraba dar bruscos botes ni peligrosos saltos de carnero.
Por espacio de diez o doce minutos galoparon los dos hombres a través del junglar, que continuaba oscurísimo; después el caballo se detuvo de pronto ante un espeso grupo de bambúes, y comenzó a relinchar.
—No debe de estar lejos el bandido —dijo Kammamuri—. Bien se ha emboscado; pero no deja de sorprenderme que le haya respetado el tigre que pasó también por aquí.
—Aquel tigre se había encaprichado con nosotros, Sahib —dijo Timul—. ¿Debo bajar?
—Todavía no; veamos lo que hace este animal, ahora que parece haber hallado a su dueño.
El caballo no se movía; lanzaba relinchos débiles, casi dulces, y enderezaba las orejas para recoger los más leves rumores, pero el junglar permanecía en silencio.
Sólo se oían los chillidos de los grandes murciélagos llamados también zorras voladoras.
—Sahib —dijo el joven rastreador—. ¿Quieres darme tu carabina?
—Tú quieres ir a buscar al bandido, pero ten en cuenta que, según creo, lleva armas de fuego, pues hemos oído dos tiros de pistola.
—No se me han pasado inadvertidos, Sahib. ¿Puedes detener un momento el caballo?
—El bocado es de acero y las bridas fortísimas —respondió Kammamuri—. No se moverá.
—Sólo necesito cinco minutos.
—¿Y si el bandido no está solo? Pueden habérsele juntado más hombres del rajá.
—No me dejaré sorprender —dijo el valeroso joven, cogiendo la carabina que Kammamuri le alargaba.
—Apresúrate. A cada instante temo que vuelvan a aparecer los jinetes de Sindhia. Podrían tener también hábiles rastreadores.
—Sujeta bien el caballo, Sahib; yo vuelvo al momento.
Saltó al suelo, preparó la carabina, escuchó un instante, y enseguida desapareció entre los gigantescos bambúes bajo los cuales debía de haberse refugiado el bandido, respetado ya dos veces por la muerte.
Kammamuri había recogido bien las bridas y apretaba las rodillas cuanto podía contra los palpitantes flancos del caballo.
Transcurrieron más de cinco minutos, al cabo de los cuales oyéronse resonar bajo los bambúes dos tiros de pistola.
Transcurrió otro minuto, y enseguida fue la carabina quien dejó oír su estampido, mucho más poderoso que el de las pistolas.
—¿Habrán matado a ese bravo muchacho? —se preguntó con angustia el antiguo cazador de la Jungla Negra.
El caballo había intentado huir hacia la espesura, pero hubo otra vez de someterse. Tenía que habérselas con un jinete, como lo son todos los maharatas, que proporcionan a los rajás la mejor caballería.
Hízole retroceder con un violento tirón, y después con un poderoso apretón de piernas, le obligó casi a arrodillarse.
En aquel momento apareció Timul, agitando la carabina todavía humeante. De un salto se unió a Kammamuri, diciéndole:
—¡Huyamos, Sahib!
—¿Has descubierto al bandido?
—Sí, y creo haberle herido.
—Debiste matarle.
—No podía distinguirle bien. He hecho cuanto he podido.
—¿Ha disparado sobre ti ese canalla?
—Sí, dos tiros de pistola sin tocarme, según creo.
—¿Ha escapado después ese bribón?
—Desaparecido entre los bambúes. Mira, Sahib, te advierto que he oído acercarse rápidamente el galope dé muchos caballos.
—Los bandidos de Sindhia quieren volvernos a coger antes que lleguemos a las montañas del Sadhja. ¡Lo veremos! Monta enseguida y carga la carabina. Toma las municiones. No nos dejaremos coger por esos bandidos. Debemos y queremos vivir para el maharajá y para la Rhaní. ¡En marcha!
VI. El asalto de los cocodrilos
Aunque todavía no había salido el sol, la oscuridad empezaba a ser menos densa en el junglar.
Por el cielo se extendían en varias direcciones, alargándose con rapidez, rojas bandas de fuego que marcaban la aparición del astro rey.
Las aves comenzaron a despertar, y se posaban a bandadas sobre el pequeño claro del bosque, gorjeando y cantando armoniosamente. En su mayoría eran feos marabúes negros, ayudantes y faisanes de resplandecientes colores y dorados reflejos, con larguísimas colas.
Posábanse también muchas bandadas de grandes papagayos, que apenas tocaban el suelo empezaban a armar una algarabía desesperada.
En cambio, los chacales callaban y huían de aquella ola de luz, próxima a caer sobre la tierra, refugiándose apresuradamente en sus cubiles.
Nuestro pequeño destacamento habíase puesto en marcha animosamente.
Precedía el joven rastreador, al cual seguía el rajaputra sujetando el caballo montado por el sacerdote, y por último venía Kammamuri. Era entre ellos el único hombre que podía disparar un tiro, pues aunque el brahmán les había regalado las pistolas, habíase olvidado de darles también municiones apropiadas a ellas.
—Ahora nos confiamos a ti, gurú —dijo Kammamuri—. Tú nos has dicho que conocías estos parajes.
—En efecto, he venido por aquí con mi compañero —respondió el sacerdote.
En aquel momento el caballo dio un bote espantoso, que por poco no derriba al gurú, e intentó huir de las férreas manos del gigante.
Kammamuri había apuntado resueltamente su carabina, murmurando:
—Hombre o fiera, alguien caerá. Siento unas ganas furiosas de disparar.
—Sahib —dijo el rastreador desviándole el cañón—. Advierte que están ahí los bandidos, los cuales no tardarían en llegar al oír el disparo.
—Tienes razón, Timul —dijo el rajaputra, conteniendo a duras penas el caballo, que hacía esfuerzos desesperados para huir—. La detonación les guiaría.
—Bien que lo sé —dijo Kammamuri, rechinando los dientes—. ¡Gurú!
—¿Qué queréis, Sahib? —preguntó el sacerdote, que a cada instante corría peligro de caer al suelo.
—¿Está lejos esa torre?
—Creo que no.
—¿Sabrás guiarnos?
—Así lo espero.
—¿O nos meterás más bien en algún espeso junglar infestado de tigres?
—Es lo más probable —dijo el rajaputra con ironía—. No hay que fiarse mucho de este hombre.
El gurú abrió y cerró varias veces los ojos, y después dijo con voz monótona:
—Estoy viendo la torre.
—¿En el cielo? —preguntó Kammamuri.
—Espera un poco a que me oriente. ¡Ah, estoy aquí!
—¡Acabáramos! —exclamaron a un tiempo el maharata, el rajaputra y el rastreador.
—Sí; veo que nos dirigimos a aquel refugio —dijo el gurú.
—¿Has recobrado el conocimiento? —preguntó Kammamuri, siempre burlón.
—Parece que se me ha refrescado. Es que he dormido, y, para mí, el sueño es lo principal.
—¿Pero cuántos años tienes?
—No lo sé.
—La verdad es que no eres joven.
—Eso me parece a mí —respondió el sacerdote—. Enseguida me canso y siento deseo invencible de dormir.
—Es el sueño de la muerte —dijo despiadadamente Kammamuri.
El gurú levantó los hombros, entornó de nuevo los ojos y respondió:
—La muerte no nos asusta a los sacerdotes, porque estamos seguros de ir a gozar de las dulzuras del Nirvana.
—También nosotros esperamos ir a ese paraíso magnífico, donde descansan las almas de los guerreros con las de los sacerdotes —respondió Kammamuri.
—¡Pero habréis cometido muchos pecados!
—Tú que eres sacerdote y representas en la tierra a un dios, nos absolverás de todos.
—Veremos —respondió el gurú secamente.
En aquel momento el caballo dio un bote violentísimo, y por poco no escapa de las robustas manos del rajaputra.
El pobre gurú fue arrojado de la silla y lanzado por los aires, yendo a caer, por fortuna, casi en los mismos brazos de Timul, que esperaba aquella caída, y acudió al punto a levantarlo.
—¿Te has roto algo, gurú? —preguntó el joven—. ¿Ni siquiera una costilla?
—Shiva protege a sus sacerdotes.
—Menos mal —dijo Kammamuri, acudiendo en ayuda del rajaputra, que luchaba ferozmente con el terrible corcel, obstinado en encabritarse y tirar coces.
—¿Cómo estás ahora, gurú? —preguntó el joven rastreador con acento algo burlón.
—Perfectamente. Me parece haber caído, no sobre la tierra, sino en las celestiales alfombras de un paraíso.
—¡Afortunado mortal! No me sucederá a mí eso nunca. Me rompería la cabeza, y quién sabe cuántas costillas.
El caballo continuaba luchando con el rajaputra y el maharata, a los cuales acabó por querer morder.
—¡Maldita bestia! —bramó el gigante furioso—. Se doma hasta a los elefantes y a los tigres, ¿y tú, que sólo tienes las patas para defenderte, te obstinas sin cesar en rebelarte?
Y al decir esto había levantado el formidable puño, y se disponía a dejarlo caer con todas sus fuerzas, resuelto a deshacerse de aquel maldito caballo.
Pero Kammamuri intervino al punto gritando:
—¡Deténte, amigo! Por muy feroz que sea, vale todavía mucho. Nos será siempre útil.
—Yo le habría matado ya —dijo el rajaputra, dando al corcel un tremendo tirón que le hizo enseguida echar sangre por la boca—. No conseguiremos nada mientras no haya muerto su amo, de lo cual no tenemos prueba ninguna.
—¡Quién sabe si lo ha devorado una fiera! Timul asegura que le hirió.
—Sí, Sahib —asintió el joven rastreador—. Cuando disparé sobre el bandido la carabina, este escapó; pero me pareció que iba cojeando. ¡Y bien que chillaba el muy condenado!
—¡Le acabaré de matar yo! —dijo el rajaputra, apretando los dientes—. Ese hombre está sin duda cansado de vivir.
—¡Bien, anda a buscarlo! —dijo Kammamuri.
—No sé quién me lo va a impedir.
—Yo, que mando aquí como si fuera el maharajá.
—Obedezco, Sahib —respondió el gigante—; pero no estaré tranquilo mientras no estén muertos el caballo y su amo.
En aquel momento dijo el gurú, que había vuelto a montar ayudado por Timul:
—¡Tufo de fiera! ¡Y delante de nosotros!
—Aquí estamos nosotros para defenderte —dijo el maharata—. Yo también he notado un olor que tengo harto conocido. El que echa de sí un animal que se alimenta de carne humana.
—Por aquí hay un tigre. Si se descubre, caerá como el otro.
—¿Podemos seguir? —preguntó el rajaputra—. Quisiera encontrarme ya dentro de esa famosa torre que nos ha prometido el sacerdote.
—Sujeta bien el caballo —dijo Kammamuri—. Si le dejas huir se reunirá con los bandidos de Sindhia.
—¿Tú crees que continúan persiguiéndonos esos parias?
—Sí, amigo. Quieren cogemos, no muertos, sino vivos,
—¡Eso lo veremos! —exclamó el gigante con reconcentrada rabia—. Los destrozaré a todos a puñetazos.
—No olvides que tienen armas de fuego.
—¡Bah! ¡Quizá unas simples pistolas!
—Pero que a veces pueden matar a un gigante. Deja, pues, en paz por ahora a los bandidos de Sindhia. Más tarde, si se presenta ocasión, hará milagros mi carabina. ¡Ea, sigamos andando!
El rajaputra y Kammamuri asieron por las bridas al caballo y le obligaron a avanzar.
De cuando en cuando encabritábase el receloso animal, pero el puño del gigante le calmaba enseguida.
El gurú sonreía estúpidamente y se dejaba conducir, aunque corriendo siempre el peligro de caer y desnucarse.
Comenzaba a hacer fuerte calor. Sobre el junglar caía ya una verdadera lluvia de fuego, levantando nubecillas de nieblas que el viento se apresuraba a desvanecer.
Cantaban las gigantescas cigarras, lanzando de cuando en cuando roncos silbidos, semejantes a las sirenas de cien vapores.
Hermosísimas mariposas de brillantes colores azules y amarillos descendían de lo alto, libaban una flor y huían después entre nubecillas de niebla.
De cuando en cuando oíase vibrar en alguna charca el desapacible ronquido del cocodrilo de los junglares, bestia terrible que corta las piernas a los caminantes con sus gigantescas mandíbulas armadas de dientes agudísimos y triangulares, como los que tienen los tiburones.
Kammamuri había ocupado la vanguardia por ser el único que podía detener o derribar una fiera. Pero Timul habíase apresurado a acompañarle.
Entretanto, el rajaputra atendía al caballo, que de cuando en cuando, más obstinado que nunca, insistía en rebelarse, con gran espanto del gurú.
Durante un par de horas avanzó el pequeño grupo entre inmensos bambúes y detritos húmedos y fangosos de un sucio color verdoso; después dijo Kammamuri:
—Por aquí hay mucha agua. ¿Dónde estamos, gurú?
—En el junglar —respondió el sacerdote.
—¿Has visto lagunas por este lado?
—Sí, Sahib, y son muy peligrosas, porque tienen fondo traidor. Un día salvé a mi compañero por verdadero milagro.
Kammamuri se detuvo. Había atravesado un inmenso grupo de cañas entrelazadas con calamus y otras plantas parásitas, y llegado a una lengua de tierra extremadamente boscosa que se extendía entre aguas estancadas.
Se volvió hacia el gurú, y le preguntó:
—¿Podremos llegar a tu famosa torre, o por lo menos al camino de la montaña?
—Sí, Sahib.
—¿Y no se nos echarán encima los cocodrilos?
—No son muy temibles —respondió el sacerdote—. Yo he atravesado varias veces con mi compañero estas lagunas, y ya ves que no me falta ninguna pierna.
—¿Y dónde iremos a parar?
—Yo sé bien dónde estamos, Sahib —respondió el gurú, que se hallaba bastante bien sobre los anchos lomos del caballo, al cual seguía sujetando fuertemente el rajaputra.
—¿Podemos, pues, aventuramos por esta lengua de tierra?
—Sí, Sahib.
—¿No te engañará la memoria?
—No; mi compañero y yo hemos atravesado, hace muchos años, estas lagunas.
—¡Hace muchos años! ¡Entonces, a fe que podemos estar seguros de ir derechos a esa torre que no veo asomar por parte alguna! ¿Y tú, rajaputra, la descubres?
—Yo no veo más que bambúes gigantescos —respondió el hércules—. Hagamos la prueba, Sahib. Es mejor que huyamos a través de estas lagunas. En caso de que sigan persiguiéndonos los bandidos de Sindhia, tendrán mal juego contra nosotros. Sus caballos no les servirán de nada si intentan atacarnos.
Era mediodía. Una lluvia de fuego caía sobre aquellos charcos fangosos, haciéndoles exhalar pestilentes olores.
La niebla, cargada de fiebres y acaso también del cólera, levantábase en lentas oleadas, hendidas por inmensas filas de aves acuáticas de alas gigantescas.
—Por una vez nos fiaremos del gurú —dijo Kammamuri, adoptando de pronto una resolución—. Verdad es que no veo esa torre; pero esperemos que más tarde aparecerá en el horizonte.
El pequeño destacamento abandonó la espesura que había atravesado, y después de atascarse en sucios pantanos, ganó por fin la lengua de tierra.
Era esta una península bastante larga, cubierta de bambúes y plantas acuáticas y bastante elevada sobre el nivel de aquellas pútridas lagunas.
Cortaba un vastísimo lago lleno de aguas plomizas con reflejos azulados y de repugnante aspecto.
De cuando en cuando sobrenadaban en ellas grandes bultos negruzcos, que después de calentarse un instante al sol, desfilaban hacia la orilla, agigantándose a ojos vistas y mostrando colas monstruosas y mandíbulas terriblemente armadas.
Kammamuri habíase detenido, arrugando la frente.
—¿Dónde iremos a parar y cómo nos arreglaremos con esos repugnantes reptiles que vienen a docenas dispuestos a echarse sobre nosotros? ¡Eh, rajaputra! ¡Sujeta bien al caballo!
—No se me escapará, Sahib —respondió el gigante.
—¿Crees que podremos pasar?
—Pregúntaselo al gurú.
—Mi compañero y yo hemos atravesado muchas veces estas lagunas sin perder las piernas —volvió a decir el gurú.
—¡Suerte que tuvisteis! —dijo el maharata—. Además, a vosotros os protegía Visnú, y quizá otros dioses.
—Sin duda alguna.
—Pues invoca también su protección para nosotros.
—No dejaré de hacerlo, Sahib.
Los cuatro hombres continuaron avanzando, siempre a través de terrenos empapados de agua, y al cabo de un par de horas llegaron a la ribera de un canal de unos diez metros de ancho, en cuyo fondo cenagoso se revolcaban varias docenas de cocodrilos de cuerpo gigantesco y cabeza casi cuadrada, provista de dientes formidables.
—¡Eh, gurú! —dijo Kammamuri—. ¿Atravesaste también este canal sin perder las piernas?
—Pasamos felizmente a la otra orilla y sin disparar un tiro de carabina —respondió el sacerdote.
—¿Pertenecían quizá aquellos reptiles a otra raza menos feroz?
—¡Ah! No sé, Sahib.
—La respuesta de siempre —dijo Timul.
—¿Nos arriesgamos a pasar, rajaputra? El fondo no parece muy malo; pero mide antes la altura del agua algo más allá de nosotros.
—Enseguida, Sahib —respondió el gigante, derribando con pocos golpes de tarwar un altísimo bambú.
Armado de él penetró en el agua y empezó a sondearla sin atemorizarse por la presencia de los cocodrilos, que en aquel momento no amenazaban con ataque alguno, aunque no cesaban de mostrar sus largos dientes amarillentos y de agitar las colas; de esta manera avanzó por el canal una media docena de metros, hundiendo la larguísima pértiga en las aguas.
—El fondo es bueno aun para el caballo —dijo—. El agua nos llegará a la cintura, al menos hasta donde yo he sondeado.
Kammamuri habíase tomado muy inquieto y miraba hacia los terrenos inundados, sobre los cuales habíanse reunido otros reptiles, dispuestos a cortar la retirada a los fugitivos.
—No tenemos más remedio, que avanzar —dijo el rajaputra, que le interrogaba con la mirada—. Si retrocedemos, quién sabe el ataque que habremos de arrostrar. Detrás de nosotros tenemos más cocodrilos que delante.
—Además, Sahib, no olvides que nos persiguen los bandidos del rajá y que quizá han descubierto nuestras huellas. Busquemos esa torre que el gurú afirma no hallarse lejos.
El maharata movió la cabeza y dijo:
—Con tal de que la memoria no le haya engañado… Sin embargo, avancemos a todo trance para alcanzar el camino de la montaña.
Hizo subir sobre el caballo al gurú, preparó la carabina y penetró el primero en el agua, mirando en derredor con cautela.
No había dado diez pasos, cuando los saurios, que hasta entonces habían permanecido tranquilos, se pusieron a nadar velozmente mugiendo como toros.
—¡Pronto, pronto! —gritó—. Nuestras piernas están en peligro.
Sus tres compañeros habíanse precipitado en el canal, persuadidos de que un solo minuto de retraso podía serles fatal.
El rajaputra sujetaba fuertemente al caballo, que al oír los mugidos de los reptiles intentó huir por su cuenta y desembarazarse del gurú. Continuaba, pues, encabritándose y disparando coces formidables, con peligro de derribar a Timul, que marchaba el último de todos.
Durante algunos minutos se contentaron los terribles saurios con mirar a los cuatro hombres y al caballo, entrechocando con gran fragor sus mandíbulas. Después se precipitaron al ataque.
Eran veinte o veinticinco, todos de gran corpulencia y bien acorazados con gruesas escamas óseas, casi impenetrables a las balas de las mejores carabinas.
Por fortuna tardaron algo en moverse, y los fugitivos tuvieron tiempo de atravesar el canal y de subir apresuradamente a la orilla opuesta, cubierta de bambúes y plantas acuáticas.
El corcel dio un gran salto y puso a salvo al sacerdote, pero enseguida intentó huir de nuevo. El rajaputra no había soltado las bridas y daba tremendos tirones al feroz animal, haciéndole sangrar la boca.
Kammamuri habíase colocado al borde de la orilla con la carabina apuntada hacia los saurios, que no cesaban de avanzar agitando furiosamente sus enormes colas y levantando trombas de agua fangosa.
—Sahib —dijo el rajaputra—, prueba a asustarlos con un tiro de carabina. Van a alcanzarnos.
—Mi carabina será impotente para espantar a esos monstruos —respondió Kammamuri—. Sin embargo, haré un disparo.
Apuntó a un viejo cocodrilo de mandíbulas ya fláccidas y le plantó una bala en plena garganta.
El saurio quedó como sorprendido y se detuvo de pronto, lanzando un mugido formidable; después agitó la cola y se lanzó hacia delante, hasta subir audazmente por la orilla.
Seguíanle sus compañeros, dispuestos a ayudarle en la lucha, y mugiendo como él.
El rajaputra confió el caballo a Timul, desnudó el tarwar y con loca temeridad se precipitó sobre los monstruos repartiendo a diestro y siniestro sablazos espantosos.
—¡Ten cuidado! —le gritó Kammamuri.
—Déjame a mí, Sahib —respondió el gigante—. Entretanto, vuelve tú a cargar la carabina, pues van a llegar los otros.
Y atacó furiosamente casi a cuerpo descubierto, confiando en el templado acero de las cimitarras indostanas.
El monstruo, que se había izado ya sobre la orilla apoyándose en su cola, recibía espantosos golpes en las mandíbulas, ya borboteantes de sangre por la herida que abrió el proyectil.
Intentaba Avanzar y arrojarse a su vez con no menor resolución sobre su enemigo, que, rápido como el rayo, habíale privado ya de la vista hiriéndole en los ojos.
Iba a caer sobre el rajaputra, cuando intervino el maharata, que había vuelto a cargar precipitadamente su carabina.
—¡Cédeme el puesto! —gritó el antiguo cazador de la Jungla Negra.
E introduciendo el cañón del arma entre las mandíbulas sangrientas del reptil, disparó y dio al punto un salto hacia atrás.
—Me parece que ya tiene bastante esta alimaña —dijo el rajaputra—. Ha tragado humo, fuego y plomo, y este por dos veces.
—Pero ya están ahí los demás, que vienen a rodearnos —gritó Timul, que hacía esfuerzos desesperados para sujetar al endemoniado caballo.
Kammamuri lanzó a su alrededor una rápida mirada y enseguida prorrumpió en un grito de alegría. Tras la primera línea de bambúes había descubierto grandes grupos de palmeras llamadas taras.
—¡Salvémonos sobre esos árboles! —gritó—. ¡Pronto, pronto! Y tú, Timul, baja al gurú y deja marchar a ese maldito caballo.
Sobre la orilla del canal expiraba el viejo cocodrilo, pero sus compañeros acudían a vengarlo, y habían ya subido a tierra y penetrado violentamente entre la espesa vegetación.
El caballo, al sentirse libre, dio un salto, relinchó ruidosamente y partió como una flecha, desapareciendo enseguida.
—¡Que se lo lleven los demonios! —gritó Kammamuri—. ¡Estaba ya harto de ese maldito!
Atravesaron a grandes saltos las primeras líneas de bambúes y llegaron a las palmeras, sobre las cuales se encaramaron ágilmente ayudándose unos a otros.
Ya era tiempo.
Un instante después quince reptiles salvaban la línea de bambúes y se detenían junto a la base de las palmeras, desfogando su mal humor con fuertes coletazos y mugidos cada vez más intensos.
—Venid a cogernos ahora —dijo Kammamuri, acomodado sobre una gruesa rama en compañía del rajaputra No sois leopardos que podáis trepar.
—Ni tampoco elefantes que pueden derribar el árbol, Sahib —dijo Timul.
—Sin embargo, nuestra situación no es nada halagüeña —dijo el rajaputra—. ¿Cuándo se decidirán estos asquerosos monstruos a levantar el sitio? No tenemos víveres y ni siquiera una gota de agua. El maharajá nos creerá ya en las montañas, cuando todavía nos queda mucho que andar,
—Tres o cuatro días por lo menos —dijo el maharata.
—¿Seguirán resistiendo aquellos hombres terribles?
—Tú no conoces a los Tigres de Malasia, y si cien…
Interrumpióse de pronto, irguiendo la cabeza y aplicando el oído.
Un sonoro relincho había resonado a corta distancia, y enseguida los reptiles se pusieron en movimiento, abriéndose paso a duras penas por entre la espesa vegetación.
—¡El caballo vuelve! —exclamó Kammamuri—. ¿Se habrá aficionado a nosotros?
—No lo creo —respondió el rajaputra—. Es que anda en busca de su amo.
—No es aquí donde lo encontrará.
—Sin duda alguna. ¿Lo ves, Sahib? Levántate un poco y cógete a la rama de arriba, ocupada por Timul y el gurú. ¡Qué caballo más extraño!
—¡Miradlo, miradlo! —gritó en aquel momento el joven rastreador—. ¡Ese animal tiene veinticuatro demonios en el cuerpo!
El endiablado caballo volvía hacia la palmera a galope corto. Debía de estar ya rendido después de aquellas dos carreras furiosas.
Seguía la orilla izquierda del canal, cubierta de cocodrilos, que, sin embargo, preferían esperar la presa humana.
Kammamuri esperó que llegase a unos trescientos pasos y disparó sobre él apuntándole a la cabeza.
El caballote se detuvo un momento, como si hubiese descubierto un grave peligro; después cayó en tierra, hundiendo las patas posteriores en las aguas del canal.
Se estremeció tres o cuatro veces, lanzó un relincho desesperado e intentó volver a levantarse para emprender la fuga; pero las fuerzas le faltaron y tornó a caer, agitando desesperadamente la hermosa cabeza, que debía de estar atravesada por aquel certero balazo.
—He aquí una buena merienda para los cocodrilos —dijo el rajaputra—. Dentro de un cuarto de hora se hallarán todos alrededor del caballo para devorarlo, y nosotros podremos bajar al suelo.
—¡Calla! —dijo el maharata—. He oído otra vez la señal del bandido. Ese bribón se halla, por consiguiente, más cercano a nosotros de lo que pensábamos.
—¿Dónde se esconde?
—No será fácil descubrirle, amigo —respondió el maharata—. Hay demasiada vegetación en las orillas del canal, pero estoy seguro que el bandido casi nos ha alcanzado.
—Lo mismo que has matado al caballo, mata también a su amo. Él es quien guía a los jinetes del rajá.
—Es muy astuto y no se dejará coger. Hace muchos días que nos sigue sin haberse jamás dejado ver ni de día ni de noche.
—Sí, debe de ser un gran zorro —respondió el rajaputra—. ¡Ah! ¡Mira! Los cocodrilos se marchan. Por fin se han dado cuenta de que tienen ya cena abundante.
En efecto, los saurios, después de haberse agrupado y de haber tenido en su lenguaje, a base de mugidos, una especie de consejo, dirigieron por última vez su mirada a los cuatro hombres que continuaban muy a salvo, y comenzaron a dirigirse hacia el sitio donde había caído el caballo.
—Hemos comprado la libertad con sólo una bala —dijo Kammamuri—. No esperaremos en manera alguna a que vuelvan.
—No tendrán poco que hacer con devorar al caballo —dijo el rajaputra—. Verdad es que tienen espantosas mandíbulas y que siempre están hambrientos, y hasta…
Un agudo silbido le cortó la última palabra.
—¡Un proyectil! —dijo tendiéndose sobre la gruesa rama.
En aquel momento se oyó la detonación del arma de fuego que habían disparado.
—Un tiro de carabina, ¿verdad, Sahib? —preguntó el gigante.
—Sí —respondió Kammamuri.
—Entonces el que ha disparado no puede ser el amo del caballo.
—¿Por qué?
—Porque aquel bandido no tenía más que pistolas.
—Puede haberse unido a los jinetes del rajá y armado de nuevo.
—Razón de más para que huyamos a escape, Sahib.
—Escapemos ahora que están ocupados en cenar los señores cocodrilos —dijo Timul, que por hallarse más arriba dominaba las dos orillas del canal—. Se dirigen hacia el caballo.
—¡Bajemos! —gritó Kammamuri—. Si no aprovechamos esta ocasión, no nos podremos ya salvar. Ayuda al gurú, Timul.
El rajaputra fue el primero en abandonar el tara. Empuñaba el tarwar y parecía furioso.
En medio de los bambúes habíase escondido un cocodrilo, renunciando a la cena de caballo por la de hombre.
El gigante, sin esperar al maharata, se precipitó sobre el reptil y comenzó a descargarle sablazos en las mandíbulas.
El monstruo mugía y daba horribles coletazos en todas direcciones, con la esperanza de derribar a su adversario.
De cuando en cuando saltaba con furia, pero Kammamuri se hallaba ya en tierra.
—¡Déjame ahora a mí, rajaputra! —gritó el veterano cazador de la Jungla Negra.
Había vuelto a cargar precipitadamente la carabina y avanzaba intrépido contra el monstruo, que arrojaba chorros de sangre de las mandíbulas, despedazadas por terribles sablazos.
A cinco pasos de distancia apuntó un instante en dirección de un ojo y disparó.
El saurio pareció no advertir en un principio que había recibido un balazo en el cerebro, y continuó revolviéndose furiosamente, intentando lanzarse especialmente sobre el rajaputra. Pero al cabo de un momento arrojó por las narices un chorro de sangre espumosa y casi enseguida se distendió a todo lo largo, sacudido por violentos temblores.
—También este está despachado —dijo Kammamuri—. Le he plantado, casi a bocajarro, una bala en los sesos. Y ahora, ¡a correr!
—Sí, Sahib, huyamos a escape —dijo Timul, que había sido el último en abandonar el tara—. He visto jinetes que intentaban vadear una gran laguna.
—¿Bandidos del rajá?
—Sí, Sahib. Nos han alcanzado otra vez.
—Por fortuna, estas lagunas están cubiertas de espesa vegetación y los caballos no podrán vadearlas tan fácilmente —dijo Kammamuri.
Volvió a cargar la carabina y partió a todo escape, procurando orientarse. Quería ganar a toda costa la gran carretera que conducía a las montañas de Sadhja.
Detrás de él arrancaron los demás, abriéndose impetuosamente paso entre el caos de plantas entrelazadas por calamus inmensos de más de cien metros de largo.
No tardó el rajaputra en pasar a la cabeza del grupo. Era necesario emplear su tarwar para abrirse camino, y el gigante comenzó a segar las plantas con endiablado vigor, haciendo caer hasta enormes bambúes que impedían el paso.
A las lagunas sucedíase el junglar, el terrible junglar poblado de tigres, rinocerontes, leopardos, serpientes cobracapelos y otras monstruosas que trituran a un hombre en menos de un minuto.
—¿Podremos orientarnos por ahí? —preguntó el rajaputra enjugándose con el dorso de la mano el sudor que goteaba de su frente y derribando rabiosamente otro bambú,
—¿No tenemos acaso a Timul? —respondió el maharata.
—Nunca me acuerdo de él.
—Porque charlo poco —dijo el joven rastreador sonriendo.
—Y tú, gurú, ¿sabrás guiarnos? —preguntó el gigante al sacerdote, vivamente interesado.
—No sé; veremos; hace muchos años que atravesé este junglar.
—No contemos con este hombre —dijo Kammamuri—. Procuraremos obrar por nuestra cuenta.
—Pero yo quisiera saber si esa famosa torre levanta aún su cúpula hacia el cielo —dijo el gigante.
—De fijo que no la habrán devorado los tigres —respondió el gurú con su flema acostumbrada—. No comen más que carne, y, si es posible, humana.
—Lo sabemos mejor que tú.
Habíanse detenido y puesto en escucha.
A lo lejos se oían los mugidos de los cocodrilos, agrupados ya alrededor del caballo para darse un buen atracón.
Pero de allí a poco resonó entre aquellos mugidos si aullido del chacal, el mismo lanzado por el jinete de Sindhia para llamar a su caballo.
Kammamuri hizo un gesto de ira, y dijo:
—¡Oh! Es demasiado. Ese hombre está buscando la muerte, y la encontrará.
VII. El amo del caballo
El bandido debía de haber seguido obstinadamente a los fugitivos arrastrándose como una serpiente a través de la inmensa vegetación de las grandes lagunas, y todavía se esforzaba en recobrar su caballo, medio devorado ya por los repugnantes cocodrilos.
¿Cómo permanecía vivo aquel hombre, después del salto de cabeza y del tiro de carabina de Timul, que debían de haberle inmovilizado para siempre?
—Cree que aún vive su caballo —dijo el rajaputra—. ¿Le esperamos?
—Dudo que venga solo —respondió Kammamuri—. Huyamos, huyamos; de lo contrario, el maharajá y la Rhaní perderán para siempre el trono.
—Es que no podemos ir muy lejos, Sahib —dijo el rastreador.
—¿Por qué?
—Porque hace dos días que no comemos y no tardarán en faltarnos las fuerzas.
—Nos desquitaremos después, cuando el peligro haya cesado —respondió el maharata—. No faltan aquí grandes aves, y encontraremos más al avanzar hacia el Norte.
—¿Seguimos? —preguntó el rajaputra.
—Y a todo escape, amigo. Ábrenos paso para la torre y la carretera desde la que encontraremos la montaña.
—Algo costará, pero el tarwar es bonísimo; tiene un temple extraordinario y rompe y corta casi él solo.
—Entonces, vamos. Yo velo por todos vosotros con la carabina.
Reunieron fuerzas y volvieron a lanzarse a través del húmedo junglar.
Los árboles se sucedían unos a otros, cada vez más espesos y más gigantescos.
Taras, latanias, pipals, nims, levantaban a lo alto sus frondosas copas, aventajando en altura a los bambúes, y enlazados todos entre sí por tupidas redes de plantas parásitas.
De cuando en cuando mezclábase entre aquella vegetación exuberante un gigantesco tamarindo, que se alzaba como una torre inmensa y silenciosa.
Delante de los cuatro hombres huían las aves, alzándose pesadamente por no hallar espacio suficiente para tender el vuelo. Eran inmensas nubes de cigüeñas y de grandes cuervos, que salían a lo alto huyendo del pestífero ambiente del junglar.
Otros volátiles huían también de las serpientes, contra las cuales estaba muy alerta el rajaputra, pronto a decapitarlas antes que mordiesen.
Especialmente abundaban los gulabos, llamados también serpientes de la rosa, por tener la piel salpicada de vivísimas manchas coralinas.
Tampoco faltaban las verdaderas boas indostanas, muy abundantes en los junglares, y resplandecientes con sus matices verdes, azules y amarillos. Esta serpiente es llamada también pitón atigrado; mide casi siempre más de cuatro metros de largo, y posee tanta fuerza, que es capaz de ahogar entre sus anillos a un hombre.
El rajaputra no era hombre a quien atemorizase esta fauna, y continuaba marchando y derribando árboles para abrir paso a sus compañeros.
Un par de horas duró aquella carrera a través del junglar; después dijo el gigante:
—Estoy rendido, Sahib. Hace demasiado tiempo que no como. Descansemos un poco.
—Y mientras nos alcanzará el bandido, quizá acompañado de otros —respondió Kammamuri—. No faltarán frutas.
—Yo necesito carne, Sahib.
—Pues ve a cortar un trozo de muslo al caballo, ásalo al fuego y cómetelo.
—¡Eso no, Sahib! No tengo gana alguna de volver a ver los cocodrilos.
—Entonces no te lamentes.
—Es que pienso, Sahib, también un poco en el estómago. Desde que salimos de las cloacas no hemos dejado nunca de tener hambre.
—En las montañas de Sadhja hallaremos millares de carneros, y nos tomaremos un soberbio desquite.
—Lo malo es, Sahib, que las montañas de Sadhja, donde se crían esos cameros, no se descubren todavía. ¿Cuándo podremos llegar allí?
—No sé decirte. Me encuentro extraviado, y mientras no lleguemos a la carretera que conduce hacia Oriente me será imposible calcular.
—Es que tampoco sabemos dónde se halla a punto fijo esa carretera.
—Subiendo siempre hacia el Norte la cortaremos necesariamente por algún sitio.
—Acaso junto a la famosa torre —dijo Timul con ironía—. El gurú nos guiará sin extraviarse.
—¡Bah! Lo que es yo, no tengo mucha confianza en el sacerdote —dijo Kammamuri.
—Podrías engañarte, Sahib —dijo en aquel momento el viejo guardián de la pagoda—. Mi compañero y yo atravesamos este junglar, donde la tierra es de color negro, mientras que en los otros es de color muy distinto.
—¿Crees, pues, caminar en buena dirección? —preguntó el rajaputra.
—Me parece que sí.
—Y ¿estás seguro de que nos guiarás a esa torre?
—Tiene más de sesenta metros de altura y se ve desde lejos.
—¿Y si se hubiese derrumbado?
El gurú levantó los hombros.
Mientras hablaban, no cesaban de avanzar, temerosos de ver repentinamente a sus espaldas a los bandidos del rajá, guiados por el dueño del caballo.
El junglar continuaba siendo espesísimo, pero en ciertos lugares hallábase hendido por el paso de algún animal grande, quizá un rinoceronte, lo cual permitía a los fugitivos marchar a ratos con mayor rapidez.
Habían recorrido ya otras dos millas, casi sin ver el sol a causa de lo cerrado de la espesura, cuando llegaron de improviso junto a la orilla de un anchuroso canal de aguas amarillentas y muy tranquilas.
En las márgenes desperezábanse bandadas de marabúes y ayudantes, armando infernal estruendo.
—Esta corriente se dirige hacia el Norte —dijo Kammamuri—. Cortará de fijo la carretera.
—Sahib —dijo el rajaputra—. Voy a proponerte una idea.
—¿Cuál?
—Que construyamos una pequeña balsa o almadía y atravesemos en ella este inmenso junglar.
—Lo mismo estaba yo pensando. ¡Con tal que los hombres de Sindhia no se nos echen encima antes de haberla construido!
—Sahib —dijo Timul—. Dame tu carabina y yo iré a explorar el terreno. Si advierto algún peligro, lanzaré también el aullido del chacal, pero repitiéndolo tres veces.
—Eres un valiente muchacho —le dijo el maharata, entregándole el arma.
El rajaputra habíase puesto ya a la faena, ayudado por el gurú. Cortaba bambúes y bejucos para poder atar los troncos y construir la balsa. Aun estando hambriento, aquel diablo de hombre conservaba incólume su fuerza extraordinaria.
No tardó en ayudarles el maharata, con lo cual antes que se pusiese el sol hallábase lista y botada al agua una almadía de unos diez metros de largo y cuatro de ancho.
Apenas había tocado aquella agua cenagosa, que exhalaba miasmas peligrosos, cuando apareció Timul junto a la orilla, y de un salto cayó sobre la tosca embarcación, diciendo:
—Huyamos a escape, Sahib.
—¿Están ya ahí esos condenados bandidos? —preguntó Kammamuri, apretando los dientes.
—Vienen deslizándose sin ruido a través del junglar; pero yo los he visto.
—¿Cuántos son?
—He contado diez.
—¿Y los otros? Eran veinte o quizá más.
—Habrán ido a parar al vientre de los cocodrilos —dijo el rajaputra, cortando el calamus que servía de amarra—. ¡Mejor para nosotros que sólo quede la mitad!
—¿Están lejos, Timul? —preguntó el maharata, empuñando de nuevo la carabina.
—Quizá a quinientos pasos.
—¿Siguen la margen del canal?
—Sí, Sahib.
—¿Y dónde han dejado los caballos? ¿Habrán muerto todos? ¡Es imposible!
—Yo no he visto ningún caballo. Iban todos los hombres a pie y desfilaban, lenta pero tenazmente, a través del junglar, manteniéndose a cierta distancia uno de otro. Han descubierto nuestro rastro, Sahib.
—Ahora veremos si saben descubrirlo en el agua —dijo Kammamuri.
En aquel instante desapareció el sol y cayeron rapidísimas las tinieblas, pues no hay crepúsculo en la India. Apenas se pone el astro rey, la oscuridad se extiende como una ola, envolviéndolo todo.
—¡Pronto! —dijo Kammamuri.
—¡Ya estamos en marcha! —respondió el rajaputra, que guiaba la embarcación con una vara larguísima—. Esta balsa caminará muy aprisa, y no…
—¡Todos al suelo! —dijo Timul, interrumpiéndole—. Tendeos a lo largo.
—¿Vienen?
—Sí, Sahib. Están ya a poca distancia.
—Al menos, aquí no hay cocodrilos, ¿verdad, rajaputra?
—No, Sahib. Sólo he visto bewaks, esos repugnantes cerdos de agua, que, aunque dé asco verlos, no es poco gustoso comerlos.
—Entonces sumerjámonos en el agua y guiemos la balsa con nuestras piernas —dijo el maharata—. Esos canallas del rajá tienen carabinas y pistolas, y con las armas de fuego lo mejor es no probarlas. ¡Pronto! Dos a la derecha y dos a la izquierda. Asíos fuertemente al borde de la balsa, y si descubrís algún cocodrilo, subid a escape.
—Con esta oscuridad no podemos ver nada —murmuró el rajaputra.
El bravo gigante tenía razón. Sobre las altas cimas de las taras, mangos y pipals ondeaba una densa niebla cargada de miasmas y azotada por la brisa nocturna, que había comenzado a soplar con mucha violencia.
Apenas los cuatro fugitivos se habían sumergido, cuando oyeron una voz que gritaba:
—¡Ahí están! ¡Destruidlos como a chacales! ¡Me han matado mi caballo!
—¡A todos, no! —gritó enseguida otra voz—. El rajá necesita a uno de esos hombres y nos lo pagará a peso de oro.
—El rajá está lejos y no se ocupa ya de nosotros —respondió el primero—. ¡Pronto! Haced fuego.
Kammamuri y sus compañeros habíanse sumergido del todo, haciéndose completamente invisibles, a fin de evitar una granizada de balas.
Pero la balsa, que había recorrido unos doscientos metros, resaltaba muy bien sobre las aguas amarillentas del río, y era fácil descubrirla.
Transcurrieron varios segundos; después, rompieron el silencio de la noche tres disparos de carabina.
No tiraban mal aquellos bandidos. Las tres balas se incrustaron con siniestros chasquidos en los bambúes de la balsa, atravesando más de uno.
—¿Habrán muerto? —preguntó una voz ronca.
—Yo no veo ningún hombre sobre esa almadía. Hemos sido bravamente burlados, y mientras perseguimos a ese montón de bambúes, los hombres se nos escaparon otra vez.
—Saltemos al agua y alcancemos la balsa —dijo el dueño del caballo.
—¿Y los cocodrilos?
—No siempre se encuentran.
—Además, la balsa corre cada vez más, y no podremos alcanzarla. Esos perros se nos han escapado otra vez.
Era verdad. El río, después de describir una larga curva, comenzaba a correr con cierta rapidez, haciendo chocar sus aguas cenagosas contra ambas orillas.
La balsa huía, pero perseguida con furor por los bandidos de Sindhia, los cuales dudaban todavía de que los cuatro fugitivos hubiesen saltado a tierra para internarse en el junglar.
Corrían como nilgós, siguiendo la orilla izquierda y disparando de cuando en cuando un tiro de carabina, que no obtenía resultado alguno.
—La corriente lleva trazas de aumentar aun su rapidez —dijo Kammamuri, surgiendo al lado del rajaputra—. Si no tienen caballos, no nos alcanzarán.
—Además, los cuadrúpedos andarán con dificultad entre la espesa vegetación —respondió el gigante.
Otros dos tiros retumbaron a distancia de apenas doscientos pasos, y por poco no fue herido el maharata por una bala que pasó de rebote bajo su brazo derecho, afortunadamente sin tocarlo.
—Dispara tú también, Sahib —dijo el rajaputra.
—Nos verían, y nos dejarían pronto fuera de combate. Advierte que son once y nosotros no tenemos más que una carabina.
—¿Nos cogerán?
—No lo creo. Corren, pero también el río corre y nos lleva con rapidez hacia el Norte, hacia la carretera que conduce a las montañas de Sadhja. Déjales que disparen. No lograrán romper las ataduras de los calamus, y mucho menos los bambúes.
—Sahib —dijo en aquel punto el joven rastreador, que se había encargado de ayudar al gurú—, me parece que por aquí hay cocodrilos.
—Yo no he oído ningún mugido —respondió Kammamuri—. Y bien sabes que siempre que los hay se oyen.
—Pues me ha tropezado un cuerpo grueso, sobre el cual montaba un marabú.
—Y bajo el marabú se hallaba, sin duda, el cadáver de algún infeliz indostano que no pudo pagar un brahmán o bien un gurú. Encontraremos muchos. Bien sabes que cuando no pueden hacerse bendecir en su muerte, se mandan echar en los ríos, persuadidos de que todos desembocan en el Ganges, el cual está encargado de llevar a los infelices al «Kailasson».
—Otro cadáver, si no es un cocodrilo o un bewak —dijo Timul.
—Déjalo correr, que no te romperá las piernas. Bien ves que acaba de levantarse delante mismo de la balsa un arghilak, que sin duda estaba cebándose en el muerto.
—En efecto, por aquí hay muchos cadáveres —dijo, surgiendo del agua, el rajaputra—. Veo aquí cinco o seis calaveras que nadan como calabazas, y no tendrán ya ni un grano de masa encefálica.
—¿No te inspiran terror?
—No, Sahib —respondió el gigante—. He atravesado muchos junglares cortados por ríos llenos de cadáveres.
—Mirad —dijo el gurú—. Los bandidos continúan siguiéndonos.
—Pero la balsa va a escape y se quedarán atrás, detenidos entre el boscaje, que acaso no podrán atravesar —dijo Kammamuri.
El río había descrito otra curva, y su caudal era mucho más crecido que al principio.
Los cuatro hombres, manteniéndose casi del todo sumergidos, continuaban guiando la almadía y dirigiéndola hacia la orilla opuesta. Ya no temían a los bandidos, que habían quedado muy lejos, junto al borde del junglar.
Sin embargo, las carabinas siguieron disparando con gran estruendo durante ocho o diez minutos; luego, callaron.
—Estamos fuera de tiro —dijo Kammamuri, subiendo rápidamente a la balsa—. Ya podéis subir todos.
—Ya era hora, Sahib —dijo rajaputra, que le había imitado al punto—. No hay sólo cadáveres y bewaks en el río; también hay cocodrilos, y por poco no he dejado mis piernas en los dientes de esos repugnantes monstruos.
El rastreador y el gurú habíanse tendido también sobre la balsa, después de haber notado asimismo la presencia de los terribles reptiles.
Kammamuri se había puesto en pie, y observaba la ribera que seguían poco antes los bandidos, temeroso de alguna sorpresa.
La oscuridad no era muy densa, y permitía distinguir un hombre a cincuenta pasos. Miró y escuchó con atención; y enseguida dio un salto.
—¡Maldito bandido! —exclamó—. Todavía nos sigue con su aullido de chacal desafinado.
—Es el dueño del caballo, ¿verdad, Sahib? —dijo el gigante.
—Sí; y no debe de estar muy lejos de nosotros. Si pudiese descubrirlo, le haría acabar lo mismo que su caballo.
—Es muy astuto. Siempre nos ha seguido de lejos, para no caer en ninguna emboscada.
—Quizá le encontremos algún día.
—Me parece que no, Sahib. La balsa corre como si tuviese un par de velas; dentro de un cuarto de hora estaremos muy lejos.
—¿Sabes dónde desemboca este río, gurú?
—Entre los junglares del Norte —respondió el sacerdote.
—He ahí una respuesta que yo también podía dar, aunque jamás he atravesado por estos sitios.
—Soy viejo.
—Hace mucho que lo sabemos —dijo Kammamuri soltando una carcajada—. A cada paso estás pregonando tu vejez. Pero si los bandidos de Sindhia te persiguen, seguro estoy de que correrías como un galgo, olvidando todos tus achaques.
—No sé nada —respondió el sacerdote, que parecía haberse vuelto medio imbécil.
—Contemos sólo con nuestras fuerzas —dijo Kammamuri—. Cuando hayamos desembocado en las grandes llanuras septentrionales, tal vez aparezca la famosa torre. Tenemos necesidad urgente de descanso.
—Y de víveres, Sahib —dijo el rajaputra.
—¿Quieres mi carabina? Mira cuántos marabúes y arghilaks se pasean por las orillas.
—¡Oh!, nunca, Sahib. Esos pajarracos sólo comen cadáveres y huelen que apestan.
—Entonces cázate un cocodrilo.
—Esperemos el día. Entretanto me apretaré la faja. Es la tercera vez que lo hago para calmar el hambre que me devora.
—No parece sino que eres un tigre negro.
—Es que soy alto y grueso, Sahib.
—Tienes razón, pobrecillo. Mañana no nos faltará comida. Las riberas del río deben de ser muy frecuentadas por los cuervos. Ten paciencia hasta que salga el sol.
—Me resigno —respondió el pobre gigante con un hondo suspiro, mientras se apretaba rabiosamente la ancha faja de seda roja.
Entretanto la balsa continuaba avanzando, pero tenía calmas repentinas. De cuando en cuando parecía que la corriente perdía su fuerza, como si hallase grandes obstáculos o estuviese demasiado saturada de arena, de restos humanos, de cocodrilos o de residuos vegetales que se corrompían en las riberas, y que eran arrastrados hasta el río por innumerables arroyuelos.
De aquellas aguas cargadas de venenosos miasmas de cólera alzábase un olor pestilente, que oprimía la garganta y amenazaba a veces asfixiar a los fugitivos. ¡Pobres de ellos si, constreñidos por la sed, hubiesen osado beber un sorbo!
Todos los ríos que atraviesan los junglares están infectos, a causa de la enorme cantidad de cadáveres arrojados a sus corrientes, toda vez que solamente los ricos se permiten el lujo de hacerse quemar con gran pompa, mientras que a los pobres se les arroja al agua, y, a veces, sin haber aún expirado.
Pero ricos y pobres están seguros de penetrar en el «Kailasson» apenas las cenizas de unos y los cadáveres de los otros hayan llegado al sagrado Ganges, el río purificador de todo pecado, según la religión indostana.
El caudal de agua donde navegaba la almadía estaba lleno de cadáveres putrefactos, que subían del fondo para ofrecerse a los picos gigantescos de los arghilaks y marabúes.
Sobrenadaban muchas cabezas, chocando unas y otras con escalofriantes chasquidos.
Quizá al norte de Assam se había desarrollado alguna gran epidemia, siendo arrojados centenares de cadáveres a las aguas para que los llevasen hasta el río sagrado.
Una niebla densísima flotaba sobre aquellas aguas corrompidas, levantándose y volviendo a caer como si algún peso fatídico la arrojase hacia el río.
Sobre la balsa caían a veces gruesos goterones, salpicando a los fugitivos, nada satisfechos de aquella lluvia, saturada de fiebres y de infinitos microbios harto terribles.
—Me parece hallarme en el río Magal —dijo Kammamuri, que se había tendido junto al rajaputra—. También aquel estaba lleno de cadáveres y marabúes, pero en sus riberas habitaban los thugs de Suyodhana, mucho más terribles que los bandidos de Sindhia.
—¿Y no quisieron nunca estrangularte, Sahib? —preguntó el gigante.
—¡Ya lo creo! ¡Cuántas veces me echaron el lazo o el cordoncillo de seda negra! Pero ya ves que todavía estoy vivo y no tan viejo como el gurú.
—Tú eres un joven guerrero que no teme ni a diez bandidos.
—Eso de joven fue en otro tiempo. Ahora estamos envejecidos todos: el maharajá, el Tigre de Malasia, mi amigo Tremal-Naik y yo. Y, sin embargo, cuando nos unimos, todavía somos capaces de conquistar reinos e imperios.
—No lo dudo, pues ya he visto las pruebas. Sois, en verdad, unos leones que no teméis nunca la muerte.
—¡Calla!
—¿Qué pasa?
—¿Lo creerás? He oído de nuevo el aullido del chacal.
—Yo no he oído nada, Sahib. ¿Querrá ese perro de bandido que le devolvamos la piel de su caballo?
—Pues estoy seguro de no haberme engañado.
—¿O será acaso el alma del caballo?
El maharata encogió los hombros.
—Cuando un animal muere, sólo queda su cuerpo, que sirve para abonar el junglar.
—¿Y lo has oído, Sahib?
—Y yo también lo he oído —dijo el joven rastreador incorporándose—. Era el falso aullido de chacal que ya conocemos.
El rajaputra apretó los puños.
—¿Y no podremos matar a ese perro sarnoso? Nos sigue muy de cerca.
—¿Irá solo? —preguntó Timul.
—No lo sé, pero no creo que puedan haberle seguido todos sus compañeros. Un hombre puede deslizarse corriendo entre la espesura del junglar, pero diez no, pues no tardarían en extraviarse entre los árboles.
—Yo conozco estos parajes —dijo en aquel punto el gurú,
—¿Se ha despertado tu memoria? —preguntó Kammamuri.
—Yo he recorrido este río.
—¿En qué embarcación?
—En una gonga.
—Un árbol ahuecado, ¿verdad?
—Sí, Sahib.
—Entonces a algún sitio iremos a parar. Veamos si tu memoria se despierta.
—Este río va a estrellarse contra la torre mogol.
—¿Estás seguro?
—Ahora sí, Sahib.
—¿Lo crees tú, rajaputra?
—¡Hum! —murmuró el gigante.
En aquel momento la balsa sufrió una sacudida violentísima, que hizo caer a los cuatro fugitivos.
—¿Habremos naufragado? —preguntó el maharata, poniéndose en pie rápidamente y precipitándose sobre el largo remo que servía de timón.
—No, Sahib —dijo Timul—. Hemos chocado solamente contra un montón de esqueletos humanos, pero la balsa da la vuelta y pasará.
—En la orilla se ve una sombra que corre como un ciervo —dijo el rajaputra, asiendo la carabina del maharata—. Debe de ser el bandido que montaba el caballo loco. Ahora procuraré yo mandarlo al otro mundo.
Y apuntó rápidamente el arma, mientras la balsa, presa de un violentísimo remolino, comenzaba a girar sobre sí misma como una peonza.
—¡Dispara! —gritó Kammamuri, al ver que el rajaputra parecía vacilar.
—No puedo sostener la puntería un solo instante, Sahib —respondió el gigante—. Este demonio de balsa salta como una cabra del Tíbet.
—¿Lo ves?
—Sé dónde se ha escondido. Se ha metido en aquella espesura de mangos que se extiende hasta el río. Espera un momento, Sahib. Ya sabes que no soy mal tirador.
De allí a poco, y mientras la balsa, pasado el remolino, proseguía su carrera, brillaron dos relámpagos en la orilla opuesta, seguidos de dos detonaciones.
—Tiros de pistola —dijo Kammamuri, sin tomarse la molestia de tenderse en la almadía—. Esas balas no llegan aquí.
—Pero la de tu carabina sí llegará allí, Sahib.
Había disparado sobre la espesura de mangos.
Un grito de un hombre que agoniza rompió el silencio que reinaba en aquel instante en el río.
—¡Tocado! —exclamó el rajaputra con acento de triunfo—. Ya era tiempo de acabar también con él.
—¡Que vaya a hacer compañía a su caballo!
—Poco a poco, amigo —dijo el maharata—. Puedes haberlo sólo herido.
—Entonces lo devorará algún tigre o cocodrilo.
—Si es que sus compañeros no llegan a tiempo de recogerlo y salvarlo.
—Sahib, ¿quieres que atraquemos la balsa a la orilla? Me urge saber si ha muerto realmente el bandido.
Iba a responder el maharata, cuando la balsa, que unos minutos antes avanzaba rapidísima, comenzó a correr espantosamente.
—¡Eh, Timul! —gritó el rajaputra.
Fue el gurú quien respondió:
—¡La catarata!
—¿Por qué no nos has avisado antes, sacerdote? —preguntó Kammamuri, apretando los puños—. ¡Nos vamos a hundir todos sin remedio!
—No, Sahib. También el gonga pasó sin naufragar —respondió el gurú—. Ni mi compañero ni yo fuimos a engordar a los cocodrilos.
—¿Podremos, pues, bajarla?
—Mucho más fácilmente de lo que crees. Es una cascada en escalones, con anchas aberturas, que permitirán a la balsa proseguir su curso sin volcar. Atended solamente a gobernarla. Aquí están las rocas.
Y después de un corto instante de silencio, dijo:
—¡Por fin! Dentro de poco daremos vista a la torre.
—¡A los remos, pronto! —gritó Kammamuri.
—¡Granujas! —gritó una voz que salía de la espesura de mangos—. El rajá me vengará.
—¿Te hemos herido? ¿Quieres que te mandemos un médico? —contestó el rajaputra, que había vuelto a cargar la carabina—. No tienes más que dejarte ver.
—¡Que Shiva os maldiga, perros! Me habéis matado el caballo del Gran Mogol y ahora me habéis herido a mí también. ¡El rajá os arrancará la piel!
—¡Sindhia está lejos! —gritó Kammamuri—. Ya no le tememos. Dentro de unas horas nos hallaremos en seguro.
—¡Ojalá os hagáis pedazos en la cascada y vayáis a parar a los dientes de los cocodrilos!
—¡Muchas gracias! Pero ya nos guardaremos de esos bribones. Buenas noches, señor amo del caballo; ten cuidado con los tigres, que son mucho más peligrosos que los saurios.
—¡Ah! Tú eres el hombre que se llama Kammamuri y que el rajá pagaría a peso de oro.
—¿Cómo lo sabes?
—Os he seguido continuamente y he oído vuestras conversaciones.
—¡Pues ya no volverás a oírlas! —bramó el rajaputra.
Y apuntando de nuevo la carabina, disparó sobre la espesura de mangos.
Ningún grito siguió a la detonación. ¿Habría sido muerto el dueño del caballo, o más bien creyó oportuno fingirse muerto?
Entretanto la balsa aceleraba su carrera. El río, que pocas horas antes tenía frecuentes calmas, corría ya impetuosamente, como si no arrastrase arenas, ni cadáveres, ni restos vegetales.
Alrededor de la balsa se formaban con estruendo verdaderas olas, que saltaban a veces sobre ella.
Kammamuri y sus compañeros habían empuñado largos bambúes y los hundían fuertemente en el fondo.
De la parte del Norte venía ruido infernal. Era la cascada, que mugía y se precipitaba con gran ímpetu entre las rocas, lanzando por el aire chorros de espuma fosforescente.
—¿No zozobraremos, gurú? —preguntó Kammamuri.
—No, Sahib. Pasaremos sin novedad.
—¿Y divisaremos después la torre?
—Sí, sí, la torre mogol.
—Entonces probemos fortuna. Las orillas son muy selváticas, y además no sería prudente desembarcar en el borde del junglar, que quizá esté poblado de tigres.
Sobre la balsa caía una verdadera lluvia. La catarata levantaba altísimas polvaredas de agua, produciendo un ruido espantoso.
—¡Teneos firmes! —gritó Kammamuri—. No soltéis las pértigas; nos servirían de mucho si naufragásemos.
—Parece que aquí hay un gran salto de agua —dijo el rajaputra, que, por su parte, habría preferido hallarse entonces en medio del junglar, aun estando quizá lleno de tigres.
En aquel punto la balsa se encabritó, osciló espantosamente y enseguida se precipitó sobre una fila de rocas, contra las cuales se estrellaba el agua con furia.
Los cuatro hombres se agruparon en el centro de la tosca embarcación para evitar que les arrebatasen las enormes olas, que les asaltaban de continuo con las crestas erizadas de espuma fosforescente.
Habíanse asido unos a otros, temiendo no poder resistir. Sólo el rajaputra manejaba a popa la larga pértiga que servía de timón.
Un cuarto de hora duró aquella vertiginosa carrera. Luego, la balsa, que por milagro había salvado las rompientes, descendió a un vasto charco, especie de lago pequeño, alimentado por las aguas infectas del río.
—¡Estamos a salvo! —gritó el gurú—. La torre se alzaba sobre la orilla izquierda en medio del boscaje. ¡Ahora lo recuerdo todo!
—¡Por fin! —exclamó Kammamuri—. No está fosilizada del todo tu memoria.
—Lo estoy viendo —dijo entonces el rajaputra.
—¿El qué?
—En primer lugar, cocodrilos, que parecen impacientes por atacarnos, y después, la famosa torre.
—¿La has visto?
—Sí, Sahib.
—Entonces atraquemos la balsa a la orilla y huyamos antes que los cocodrilos nos destrocen las piernas.
Todos empuñaron las largas pértigas y empezaron a dirigir la balsa cortando en sentido oblicuo la corriente. Pero de cuando en cuando veíanse obligados a descargar golpes a diestro y siniestro, pues la laguna estaba llena de cocodrilos.
Hicieron el postrer esfuerzo: después de introducir la proa de la balsa entre las plantas acuáticas que cubrían la orilla, huyeron a escape.
Ya era tiempo: los cocodrilos se habían lanzado al ataque, y se enseñoreaban de la balsa, rugiendo rabiosamente.
—¡Vivo! ¡Vivo! —gritó Kammamuri—. Dejémosles dueños de la almadía. Veremos lo que hacen esos monstruos estúpidos.
Y los cuatro se lanzaron por el inmenso junglar, corriendo con todas sus fuerzas, impacientes por llegar a la torre mogol.
VIII. El asalto a la torre
Como hemos dicho, el rajaputra había divisado la torre, pero érale de todo punto imposible guiar a sus compañeros a causa de la oscuridad, y sobre todo, por los obstáculos que se presentaban a cada paso, obligándole a desviarse.
Enormes bambúes, de más de diez y doce metros de altura, crecían, espesísimos, entrelazados por tupidas redes de calamus, que no cedían a ningún empuje, viéndose el pobre gigante obligado a cortarlas con su tarwar para abrir camino a sus compañeros.
Había también tamarindos, los cuales crecían junto a los palas, árboles gigantescos que en el estado de Assam cubren grandes espacios de terreno, plantas magníficas, de tronco nudoso, coronado por un espeso pabellón de hojas vellosas, de un verdor azulado, entre las cuales se sostienen a duras penas inmensos racimos de frutos, que los indígenas ponen a secar y guardan para sus grandes fiestas.
Por espacio de veinte minutos, el rajaputra batalló rabiosamente con las plantas parásitas, que llegaban casi hasta el suelo; después lanzó una exclamación.
—¡Ahí está la torre!
—Y, si no me engaño, los cocodrilos a nuestra espalda —dijo Timul—. Nos han seguido el rastro y tratan de alcanzarnos.
—Son demasiado tardos de movimientos —dijo Kammamuri—. Fuera del agua no valen nada.
—No digas eso, Sahib. Ya viste antes cómo nos atacaron también en tierra.
—Pero allí el terreno era a propósito y aquí no lo es para esos monstruos. No podrán ir muy lejos.
Entretanto, el rajaputra había derribado con tremendos sablazos una verdadera muralla vegetal y abierto un camino.
Había divisado confusamente la torre detrás de aquellos árboles, y se afanaba por llegar hasta ella.
Siempre talando, llegó por fin a penetrar en medio de un grupo de mhowahs, los árboles que valen tanto como pueden valer los cocos.
Son plantas hermosísimas, de tronco recto y considerable grosor, cuyas ramas se hallan simétricamente dispuestas y levantadas como brazos de candelabro.
Crecen sin cultivo alguno, así en los junglares secos como en los húmedos, y constituyen una verdadera fortuna para quien los halla.
No producen realmente fruto, pero sí una cantidad inmensa de flores, agrupadas en espesísimos racimos y de forma redonda, con la corola amarilla pálida; gruesas flores que los indostanos llaman el maná de los junglares, muy ricas de azúcar, y, por lo mismo, muy nutritivas.
Frescas, poseen gratísimo sabor, aunque huelen bastante a almizcle, cosa que no a todos agrada.
Los indostanos hacen grandes cosechas de estas flores; las ponen a secar sobre zarzos de mimbres hasta que pierden el olor a caimán, y, moliéndolas luego, hacen panes, mucho mejores que los que se obtienen de los sagús en las regiones análogas.
También se las puede hacer fermentar, y entonces proporcionan al pobre paria excelente aguardiente, capaz de competir ventajosamente con los mejores whiskies exportados por Inglaterra.
—¡Ya tenemos comida! —exclamó el rajaputra—. ¡Cuántas flores carnosas y perfumadas! Estos árboles están cargados de ellas, y nos podrán sustentar durante varias semanas.
—Bien, pero dentro de la torre —dijo en aquel instante Kammamuri—. ¿No ves que estamos ya ante ese famoso edificio que nos prometía el gurú?
El rajaputra levantó los ojos, y vio una especie de campanario, coronado por una gran cúpula de metal dorado.
—Shiva nos guía —dijo—. ¿Verdad, gurú?
—Sin duda alguna —respondió el sacerdote, que recogía flores a manos llenas y se las iba comiendo, sin reparar en su sabor algo acre de almizcle.
—¿Estará abierta la puerta?
—Yo no la cerré.
—Despacio, amigos —dijo Kammamuri—. Ya sabéis que los tigres y leopardos, cuando encuentran refugio en un edificio, se aposentan dentro y paren allí sus crías.
—Es verdad —dijo Timul.
—Recoged flores de estas mientras el rajaputra y yo vamos a ver si se podrá por fin descansar.
Y atravesando la espesura llegaron al pie de la torre, que más bien parecía un minarete.
Quizá en otros tiempos los mogoles edificaron aldeas por aquellos parajes, pero después los debió de ahuyentar o destruir el cólera.
—La torre es fuerte —dijo Kammamuri—. Aunque los de Sindhia vengan a atacamos, podremos resistir largo tiempo. Los mogoles edificaban mejor que nosotros, los indostanos. ¡Ah, ya veo la puerta! ¿Está abierta?
—Nadie se ha ocupado de cerrarla, y a saber desde cuándo.
—¿Habrá dentro bestias feroces?
—No me extrañaría.
—¡Y ni siquiera tenemos un cabo de vela!
—Nos arreglaremos sin él.
El maharata empuñó la carabina, subió tres escalones algo maltratados por el tiempo, y avanzó resueltamente gritando por tres veces:
—¡Ah de la torre!
Cuatro o cinco lobos indostanos que dormían tranquilamente en el piso bajo despertáronse sobresaltados y saltaron fuera aullando y rechinando los dientes.
Como no son nada peligrosos cuando van en pequeños grupos, el maharata se abstuvo de disparar.
—¡Ahora podemos subir! —dijo—. ¡Gurú!
Este, que se acercaba con Timul, cargados ambos de flores comestibles, se apresuró a responder:
—Aquí estoy, Sahib.
—¿Estará en buen estado la escalera?
—Hace veinte años lo estaba.
—A ver si nos matamos; ¡por Shiva!
—No, Sahib. Los mogoles edifican con mucha solidez. Aquí está la gran puerta de bronce con tres cerrojos de hierro. Cerrémosla antes que lleguen los bandidos del rajá.
—Encárgate tú de eso, ya que la has abierto y cerrado otras veces. ¡Eh rajaputra! Mira bien dónde pones los pies, no se vaya a hundir algún escalón.
—Peso demasiado, Sahib, y no podré hacer yo el experimento —respondió el gigante—. ¡Si tuviésemos siquiera una lámpara!
—Tienes razón. Irá primero Timul, que es el más flaco de todos.
—Déjame a mí, Sahib —dijo el gurú—. Conozco ya esta escalera, y, además, veo también de noche.
—¿Eres acaso pariente del cazador de topos de las cloacas de Gauhati? Tampoco él necesita luz por la noche.
El gurú murmuró una frase confusa, atravesó el piso de la torre, el cual hedía terriblemente a causa de los huesos dejados allí por los lobos, y empezó a subir la escalera, construida en forma de caracol.
Veinte o treinta enormes murciélagos salieron chillando y desaparecieron por la puerta que iba a cerrar Timul, ayudado del rajaputra.
—Los escalones están en perfecto estado de conservación —dijo el gurú—. Llegaremos sin novedad hasta debajo de la cúpula.
—Desde allí dominaremos mucho terreno, ¿verdad?
—Todo el junglar. Si están nuestros enemigos en él, los descubriremos en seguida.
Y reanudó lentamente la subida, tentando primero los escalones con la mano para ver si se movían.
Dentro de la torre había intensísima humedad, hasta el punto de oírse el agua correr a lo largo de las paredes. La niebla pestífera del lago penetraba por las estrechas y numerosas saeteras.
Al cabo de un cuarto de hora el gurú y Kammamuri llegaron felizmente hasta la cúpula, que formaba una cómoda estancia.
También allí se notaba olor a moho y humedad.
El maharata se acodó a la barandilla de hierro que rodeaba la estancia, pero no pudo distinguir nada.
Sobre el junglar flotaba una niebla pestilencial que se: elevaba a gran altura y se resolvía en lluvia poco a poco.
—No veo nada —dijo—. Solamente oigo el rumor de la catarata.
En aquel punto fue cerrada con gran estruendo la puerta de bronce, y poco después penetraban Timul y el rajaputra en la cúpula cargados de mhowahs.
—Yo me siento morir, Sahib —dijo el gigante—. Soy demasiado grande y tengo, por desgracia, un estómago de extraordinaria cabida.
—Come de estas flores; son buenas.
—Sin embargo, Sahib, hubiese preferido una docena de costillas de nilgó.
—Las comeremos más tarde. Por ahora, conténtate con esto.
Todos se lanzaron sobre aquellas flores excelentes, y empezaron con gran ahínco a comerlas.
Hacía ya casi tres días que los infelices no habían hecho más que correr de junglar en junglar sin probar bocado.
El gigante devoraba como un tiburón haciendo desaparecer dentro de su enorme vientre inverosímiles puñados de aquellas deliciosas flores.
—Sahib —dijo por fin a Kammamuri—, creo que ya he comido bastante. Voy a dormir veinticuatro horas seguidas.
—¿Y no piensas en los bandidos de Sindhia? ¿Crees que nos han abandonado? No por cierto. Quieren saber dónde ha escondido el maharajá sus tesoros, y harán todo lo posible por cogernos.
—Pero tú, Sahib, eres un tirador maravilloso, y los matarás a casi todos. ¿Está lejos de aquí el camino de las montañas? Responde tú, gurú, que nos dijiste has visitado otras veces estos parajes.
—Mañana, cuando salga el sol, veremos ese camino —respondió el sacerdote—. Se le alcanza a ver desde la cúpula.
—¿Y cuántos días tardaremos en llegar a Sadhja? —preguntó el rajaputra.
—Tres o cuatro —respondió Kammamuri—. Pero me extraña que los montañeses no hayan bajado ya con la Rhaní.
—¿Seguirá resistiendo el maharajá?
—Creo que sí —respondió el maharata—. Cuando encontremos a los montañeses, que ya deben de haber bajado a la llanura, nos lanzaremos sobre los campamentos de Sindhia, y volveremos a mandar a este con una buena pensión a una casa de locos de Calcuta.
—Entonces, podemos dormir —dijo el rajaputra—. El sol tardará seis o siete horas en salir, y los bandidos no osarán con esta niebla acercarse a la torre.
Tendiéronse en el suelo y no tardaron en empezar a roncar.
El rajaputra producía tal estruendo que casi hacía temblar las paredes de la torre. Parecía que dentro de su cuerpo rodaban veinte carretas a un tiempo.
La noche transcurrió tranquila, sin alarma ninguna.
Kammamuri, siempre madrugador, fue el primero en despertarse y asomarse a la barandilla de la cúpula.
El sol pugnaba trabajosamente contra las densas nieblas que cubrían el junglar, y que un viento helado, venido sin duda de las montañas de Sadhja, hacía más espesas, especialmente sobre los canales. Una humedad inmensa reinaba en todos aquellos parajes.
—Habrá de pasar bastante tiempo antes que el sol disipe estas nieblas pestíferas —se dijo Kammamuri—. ¡Bah! Entretanto estamos seguros. Las saeteras son estrechísimas y no permitirán pasar a un hombre por flaco que sea, y además, la puerta de bronce debe de ser muy sólida.
—Solidísima —dijo una voz detrás de él.
Era el rajaputra, que se había despertado y se asomaba también a la barandilla, tragando flores comestibles como si fuese un elefante.
—¿Tiene cerrojos?
—Sí, Sahib; tres y muy gruesos. Los bandidos no lograrán entrar si no tienen bombas, lo cual es inverosímil.
—Pero nos sitiarán.
—Pues para evitar que pasemos más hambre, iremos a hacer acopio de mhowahs.
Llamó al gurú y al rastreador, y bajaron todos a escape, temiendo llegar demasiado tarde a los preciados árboles, pues hallábanse bien persuadidos de que todavía no los habían abandonado los hombres del rajá.
Entretanto, Kammamuri observaba desde arriba los alrededores de la torre, todos cubiertos de corpulentos árboles, y aun de bambúes tulda, los más grandes de la especie.
El sol comenzaba a abrirse camino, lanzando a través de la niebla miríadas de ardientes rayos y desgarrándola por varias partes.
Por fin, una racha de fuerte viento arrastró consigo hacia el poniente aquella masa de vapores pestilenciales, y apareció el junglar iluminado por el astro del día.
—¡Cuánta obstinación! —murmuró el maharata—. El rajá necesita con urgencia los tesoros del señor Yáñez y de la Rhaní; pero dudo mucho que descubra el sitio donde se hallan sepultados. Cierto que esos canallas podrían someternos a alguna tortura para obligarnos a revelarlo; pero por ahora todavía no hemos caído en su poder.
Y fijando sus miradas en la cascada, divisó de pronto unos veinte jinetes. Debían de haber atravesado el río durante la noche, y avanzaban lentamente por la orilla izquierda, dirigiéndose hacia la torre.
Iban cubiertos de fango, enflaquecidos, andrajosos y debían de haber sufrido también larga carrera a través de regiones pobladas solamente por bestias feroces, peligrosísimas de arrostrar.
«Deben de estar rendidos —se dijo Kammamuri, que continuaba siguiéndoles con la vista—. Ya no son los mismos guerreros que nos perseguían hace cinco días».
En aquel instante cerróse por segunda vez con gran estruendo la puerta de bronce, y el rajaputra y sus compañeros aparecieron cargados de ramas cuajadas de flores comestibles,
—Amigos —dijo Kammamuri—. Tengo que daros una mala noticia. Los bandidos han descubierto nuestro refugio y se dirigen hacia aquí.
—¡Malditos sean esos chacales! —exclamó el rajaputra—. ¡Y no tenemos más que una carabina! ¿Lograrán cogernos, Sahib?
—Son veinte, mientras que nosotros no somos más que cuatro con un arma de fuego —dijo Kammamuri, moviendo la cabeza—. No sé cómo acabará esta aventura, que ya va durando demasiados días.
—¿Nos habrán realmente descubierto?
—Sí —dijo Timul, que había soltado ya su carga de flores—. Deben de haber descubierto nuestras huellas, aunque hayamos salvado la catarata. Además, advertirán enseguida que nos hallamos aquí.
—¿Por qué? —preguntó Kammamuri.
—Porque hallarán los árboles de flores dulces, y verán ramas cortadas.
—Hemos cometido una imprudencia, pero teníamos hambre; ¿no es verdad, rajaputra?
—Muchísima hambre —dijo el gigante—. Yo creo que he perdido lo menos catorce o quince kilos de peso.
—En cuanto se acabe la guerra, comerás todas las costillas de nilgó o de ascis que quieras.
—¿Y cuándo se acabará?
—Todo depende de los montañeses de Sadhja. Creo que ya se habrán puesto en camino con la Rhaní, y quizá con Soarez, el niño del maharajá.
—Esos hombres no temen a los bandidos de Sindhia.
—Pues me parece que tardan bastante —dijo el rajaputra—. Ya debían estar aquí.
—Los caminos son ásperos y fragosas las montañas, además se necesita tiempo para recoger los guerreros dispersos por los valles. Yo no dudo que vendrán, y quizá más pronto de lo que crees. Son fieles a la Rhaní y al maharajá, y aborrecen a Sindhia.
Y dicho esto se agachó de pronto y se retiró al punto hacia dentro. El rajaputra y Timul hicieron lo mismo.
—No nos dejemos ver —dijo el maharata—. Llevan muchas carabinas. Adentro todos y que ninguno vuelva a asomarse a la barandilla.
—De todos modos sabrán ya que estamos aquí —dijo Timul.
—También lo sé yo, y…
Habíase interrumpido y contaba:
—… Diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte. Antes no eran veinte —dijo—. ¡Ah, perro! ¡Todavía no está muerto! ¡Ese hombre debe de tener el demonio en el cuerpo!
—¿De quién hablas, Sahib? —preguntó el rajaputra.
—Del dueño del caballo, que se ha unido a los bandidos y los va siguiendo, aunque me parece que está herido.
—¿Monta otro caballo?
—Sí, un rocín que no será capaz de recorrer dos leguas y que trota muy despacio —respondió el maharata—. Todas esas bestias están rendidas, lo mismo que sus amos. Ven a ver a esos canallas.
Y tendiéndose en el suelo pusiéronse a mirar a través de la barandilla, que era muy ancha y de hierro forjado.
—¿Los ves? —preguntó el maharata, que apretaba el gatillo de su carabina, y mirando con fijeza al dueño del famoso caballo.
—Parece que avanzan seguros de cogernos, Sahib —respondió el gigante—. Quizá hemos hecho mal en refugiarnos aquí; pero no podíamos sostenemos ya en pie. Los bandidos tienen caballos, siquiera sean esqueletos vivientes, mientras que a nosotros ya no nos quedaban fuerzas para huir a esta feroz persecución.
—Espera un poco —dijo Kammamuri.
Y abriendo la pequeña alforja que contenía las balas, se puso a contarlas atentamente.
—Nos quedan setenta y dos tiros —dijo—. Yo acabaré con toda esta caballería antes que llegue junto a la torre. Desde arriba se dispara muy bien. Y la primera bala va a ser para el amo del caballo de marras. ¡Ah, perro! ¡He matado a tu maldito caballo y voy a matarte a ti también! Ya has vivido bastante y no sé cómo te han respetado los tigres del junglar. Ha llegado tu hora.
—Esperemos, Sahib —dijo el rajaputra.
—¿No ves que vienen en derechura hacia nuestra torre?
—Como que nos han descubierto —dijo Timul—. Siguiendo las huellas, dentro de poco llegarán aquí. ¡Ah!
—¿Qué tienes? —preguntó Kammamuri.
—Que no estamos del todo seguros aquí dentro, Sahib.
—¿Por qué?
—Porque toda la torre está cubierta de gruesos calamus que se han encaramado hasta la cúpula. ¿No ves aquí dos ramas que se agitan sobre nuestras cabezas?
—No había pensado en este peligro, pero por ahora dejemos en paz a las plantas parásitas. Si los bandidos intentan subir por ellas, aquí está el rajaputra que se encargará de precipitarlos en el vacío.
—Además, mi tarwar sigue siempre afiladísimo —dijo el gigante—. Con unos cuantos sablazos cortaré toda esta vegetación, que bien podía haberse quedado abajo, sin encaramarse por la torre. No le habrían faltado árboles en el bosque.
—Esperemos —dijo Timul.
—No tanto esperar, amigo —dijo el maharata, cuya frente se había ensombrecido—. Quiero matar al dueño del caballo antes que llegue aquí.
Y escondiéndose detrás de una columnita de la baranda, se puso a observar atentamente a los bandidos, dispuesto a romper el fuego.
Los jinetes avanzaban con infinitas precauciones, a lo cual contribuía quizá el estado de sus caballos, rendidos por tan furiosas carreras a través de terrenos fangosos.
Unas veces aparecían en un claro, otras desaparecían bajo las plantas; pero ninguno de los sitiados dudaba ya de que tendrían que habérselas nuevamente con aquellos tunos.
Kammamuri continuaba avizorando, mientras sus amigos se tendían en el suelo para no recibir una descarga repentina.
Pasaron algunos minutos. Oíase soplar y relinchar a los caballos, y hablar en voz alta a los bandidos; pero el boscaje protegía a unos y a otros, pues los mhowahs se agrupaban junto a la base de la torre.
De allí a poco gritó una voz ronca y jadeante:
—Es inútil que os escondáis. Sabemos dónde estáis y dentro de poco os cogeremos.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó el maharata, que se mantenía prudentemente detrás de la columna.
—Lo sé yo.
—¿Eres tú el amo del caballo?
—Y vengo a vengar a aquel animal incomparable.
—La torre es fuerte como una roca, y no lograréis jamás desquiciar la puerta de bronce.
—Os rendiremos por hambre —respondió el bandido,
—Nos dejaremos morir de hambre, pues sabemos que Sindhia no nos perdonaría. De ese modo nada sabrá sobra los tesoros del maharajá y de la Rhaní.
—El rajá no es tan malo como crees, y no te quitaría la vida.
—No me fío de ese malvado.
—Basta. ¿Os rendís?
—¿A quién se lo preguntas?
—A vosotros.
—Nosotros, grandísimo pícaro, somos hombres que venderán muy cara su vida. ¡Rendirnos nosotros! ¡Vaya, tú estás loco!
—¡Entonces, toma este regalo!
Los jinetes habían llegado a cien pasos de la torre y saltaron a tierra pesadamente para que descansasen un poco sus rendidos caballos.
Sonó un tiro de carabina y una bala atravesó la cúpula de cobre dorado.
—Ahora toma tú el mío —gritó Kammamuri.
El amo del caballo había roto el fuego, creyendo que asustaría a los sitiados.
Oyóse otro disparo. El maharata había hecho a su vez fuego manteniéndose siempre protegido por la columnilla.
Hallábase el bandido que guiaba a los jinetes cargando otra vez su carabina, cuando le alcanzó la bala del maharata.
No habiendo aún desmontado asióse al cuello de su caballo, y enseguida lanzó aquel grito de chacal acatarrado que servía de llamada a su corcel.
Apresuráronse sus compañeros a socorrerle, pero ya era tarde. El maharata había matado al amo, lo mismo que al caballo.
El bandido cayó pesadamente al suelo bajo la infalible puntería del veterano cazador de la Jungla Negra.
—¡Soberbio tiro! —exclamó el rajaputra, que acechaba a los jinetes desde detrás de la baranda—. Tú, Sahib, acabarás con todos esos hombres.
—Será un poco difícil, amigo —respondió Kammamuri—. Mira cómo ya han desaparecido bajo la espesura de los mhowahs, cuyo ramaje es tan tupido que no se les puede atisbar.
—¿Estarán realmente seguros de cogernos?
—Lo dudo.
—¿Y si mandan a alguno en busca de refuerzos?
—No podrá menos de atravesar el río, y entonces no se me escapará.
—Quizá lo hagan de noche.
—Sus caballos están muy agotados, y no podrá volver ninguno hasta los campamentos de Sindhia.
—¿Entonces nos sitiarán?
—Sin duda alguna. Tratarán de rendirnos por hambre.
El rostro del rajaputra se ensombreció.
—¿Tendremos que apretamos todavía las fajas? Nuestros víveres no durarán más que un par de días, y aun eso con mucha economía.
—Procuraremos que duren tres.
El bravo rajaputra, siempre víctima del hambre, exhaló un hondo suspiro y se golpeó el vientre, que debía de estar ya vacío.
—Si Shiva ha escrito en su gran libro que yo debo morir completamente hueco, me conformaré. Soy un guerrero, y la muerte no me espanta. Pero preferiría salir de esta torre y morir luchando con esos bandidos.
—No pienso yo lo mismo —respondió el maharata—. Me hallo perfectamente aquí, y no iré de seguro a atacar a veinte hombres, veinte desesperados decididos a todo con tal de cogernos. Prefiero quedarme aquí.
—¿En espera de qué?
—De los montañeses de la Rhaní, que ya no deben de estar lejos. Desde aquí arriba se alcanza a ver el camino de las montañas y si pasan los veremos.
—¿Y si tardan?
—Nos apretaremos las fajas.
En aquel momento resonaron dos tiros de carabina bajo la espesura de los mhowahs, y dos balas fueron a estrellarse silbando contra las columnas de la baranda.
Fue sin duda la señal. La espesura pareció incendiarse. Los bandidos, parapetados detrás de los árboles y protegidos también por sus caballos, disparaban furiosamente, acribillando a balazos la cúpula, la baranda y las troneras.
Las balas eran tan espesas que Kammamuri tuvo que tenderse en tierra.
—Vaya un derroche de municiones —dijo—. Total para nada, porque aquí se necesitaría un cañón. La puerta de bronce no se derriba a simples balazos, aunque sean de cobre los proyectiles. ¡Desfogaos, amigos! También yo espero hacer alguna descarga, y con más suerte que vosotros.
—¿Los ves, Sahib? —preguntó el rajaputra, que se le había juntado andando a gatas.
—Veo el humo de las carabinas —respondió el maharata—; pero no me basta. Esos canallas no se atreven a dejarse ver.
—Estarán escarmentados por la muerte del amo del caballo.
—Comienzo a creerlo; sin embargo, todavía nos quedan muchas municiones. No nos dejaremos, ciertamente, matar.
—¡Pero moriremos de hambre!
—¡Ya apareció aquello! ¿Cuándo acabarás con ese tema, oso hambrón? La verdad es que tenemos aquí dos buenos tipos; uno el gurú, que siempre se acuerda y nunca dice nada, y otro tú, que siempre estás lampando de hambre. ¿Quieres mi ración de mhowahs? Te la cedo con mucho gusto. En la Jungla Negra, mi amo y yo no comíamos ciertamente ascis ni nilgós, y muchos días nos contentábamos con chupar una caña de azúcar silvestre, hallada por casualidad entre los inmensos bambuales que cubren los Sunderbunds.
—No admito tu ofrecimiento, Sahib —respondió el gigante—. Tú, como jefe nuestro, tendrás ración más crecida.
—Los maharatas podemos soportar el hambre durante varios días sin perecer y sin…
Se inclinó bruscamente hacia la baranda y mantuvo un momento inmóvil la carabina.
Una detonación seca resonó bajo la cúpula. Y un aullido de dolor sucedió al disparo.
—Otro menos —dijo Kammamuri—. Ya no son más que diecinueve.
—¿Has visto a algún bandido?
—No; he disparado al azar guiándome por una nubecilla de humo, y parece que he tenido fortuna. Esos bribones tratarán quizá de atacarnos esta noche sirviéndose de las plantas parásitas que rodean la torre.
—¿Quieres que las corte todas?
—Ya te he dicho que no. Esperemos a que suban para arrojarlos en el vacío.
Y los dos hombres se retiraron hacía dentro mientras la lluvia de balas continuaba.
Ninguno de los otros dos se inquietaba; el gurú chupaba de cuando en cuando una flor comestible. Timul parecía estudiar las piedras dejadas allí hacía trescientos o cuatrocientos años por los mogoles.
Quien llevaba la peor parte era la cúpula. En menos de un cuarto de hora había sido agujereada como una criba. Las balas la perforaban fácilmente por ser el metal ya muy viejo.
—Esperemos otra buena ocasión —dijo Kammamuri—. También yo tengo balas y no las economizaré si se me ofrece buena coyuntura.
Y echándose sobre las ramas de mhowahs, se puso a chupar, como el gurú, algunas flores. El rajaputra, a pesar de sus promesas, había emprendido a comer también.
Ya no medía las raciones.
IX. La llegada de los montañeses
Furiosos los bandidos por no haber podido atrapar a aquellos cuatro hombres que se les habían escapado en un solo caballo, muerto después, y a los cuales perseguían durante tantos días a través de los junglares, desfogaban su ira con frecuentes descargas, aunque sin obtener ventaja alguna. Solamente la cúpula se iba destruyendo poco a poco, pues los balazos que la atravesaban llevábanse pedazos enteros de cobre.
Los sólidos muros construidos por los mogoles permanecían impasibles, por lo cual los sitiados, protegidos por ellos y por la pesada puerta de bronce atrancada con tres gruesas barras de hierro, podían esperar tranquilos, y casi no se ocupaban ya de los sitiadores.
Enorme estruendo reinaba entretanto alrededor de la torre. Los bandidos, resueltos esta vez a apoderarse de aquellos feroces enemigos, vivos o muertos, continuaban disparando, especialmente contra la cúpula y la baranda.
Pero también por las angostas troneras entraban balas que se incrustaban en las gruesas paredes.
Era ya mediodía y habían disparado más de cuatrocientos tiros de carabina, unas veces aislados y otras en descarga cerrada, y sin embargo no parecían convencerse los testarudos bandidos de la imposibilidad de su empresa.
Continuaba el asedio con espanto del pobre rajaputra, que contemplaba melancólicamente los mhowahs, reducidos ya a la cantidad exactamente precisa para sostenerse uno o dos días.
Hacia la una de la tarde se suspendió el fuego, y el jefe del destacamento avanzó adosándose a los troncos de los árboles para no recibir un balazo, y llegó a veinte pasos de la puerta de bronce.
Era un bandido de traza imponente, tan barbudo como el rajaputra, y armado con carabina, tarwar y pistolas de dos cañones.
Dejóse ver un momento, pero enseguida se ocultó en la espesura de los mhowahs parapetándose detrás de su desfallecido caballo.
Inmediatamente resonó su voz.
—Toda defensa es inútil —gritó—. Estáis ya cogidos y debéis rendiros de buen grado.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Kammamuri, que se había arrastrado hasta el antepecho.
—No saldréis vivos de ahí.
—Podrías engañarte, bandido. Piensas rendirnos por hambre y también te engañas, tenemos víveres para dos meses y arroz bastante para hacer curry excelente.
—Es imposible —gritó el capitán de los jinetes—. Vosotros tratáis de ganar tiempo, esperando quizá socorro del maharajá.
—Nada de eso, amigo. No es el príncipe blanco al que nosotros esperamos, es a Khampur, el viejo león de la montaña, el protector de la Rhaní, que de un momento a otro puede llegar aquí a la cabeza de quince mil montañeses.
El bandido lanzó tres o cuatro maldiciones y repitió enseguida:
—¿Os rendís o no?
—No; esperamos a Khampur y a la hermosa Rhaní. Su gente os hará correr a vosotros perseguidos muy de cerca hasta el campamento de Sindhia.
—Mientes; ningún montañés ha bajado de allá desde que la Rhaní se refugió entre ellos.
—Y ¿qué hace el maharajá?
—Ha sido preso hace tres días, con el príncipe malayo que trajo aquellas armas terribles.
—¿Para quién es esa bola, amigo?
—Te doy mi palabra de que es cierto.
—¡Palabra de bandido! ¡Ah! Yo te aseguro más. Sindhia no ha visto todavía al príncipe blanco y menos al malayo. Esos hombres, aunque pocos, son capaces de hacer, no correr, sino volar a todos vuestros parias, faquires, brahmanes y bandidos. Pero debéis de tener hambre. ¿Queréis un saco de arroz? Tenemos siete.
—¿Serás tan generoso? —preguntó el bandolero, saliendo con la carabina armada de la espesura.
—¿No me ofreces tú un muslo de uno de tus caballos, que están ya reventados, ya que nosotros no tenemos carne fresca?
—¡Yo, no! —respondió el bandido.
—Pues yo, más generoso, voy a hacerte un regalo. Ya te he dicho que tenemos mucha abundancia de víveres.
—Échame el saco de arroz. Mis hombres están hambrientos, y no les gusta la carne de caballo.
Y avanzó nuevamente, deteniéndose a veinte pasos de la puerta de bronce; Kammamuri sabía ya, desde mucho tiempo antes, con qué laya de bandidos trataba, dispuestos siempre al crimen y capaces de cualquier traición. Vigilábalo, pues, atentamente, tendido sobre el antepecho, pero con la carabina preparada.
—Échalo ya —gritó el jefe—. También nosotros tenemos ganas de arroz.
—¡Allá va! —gritó el maharata, saltando en pie rápidamente—. El arroz estará algo duro, pero no es nuestra la culpa.
El bandolero, temiendo a su vez algún engaño, había intentado refugiarse en la espesura de mhowahs, donde le esperaban sus compañeros; pero la bala del bravo cazador le alcanzó a tiempo y le tendió muerto en tierra al pie de un gran árbol.
Inmediatamente sonaron catorce o quince tiros de carabina que acribillaron de nuevo a la cúpula. Pero el maharata, que esperaba aquella descarga, se dejó caer rápidamente tras el pasamano de la baranda, suficientemente grueso para detener las balas.
—Van dos —dijo el rajaputra, mientras los bandidos continuaban disparando y gritando cada vez con más furia.
—Quedan, pues, dieciocho, si no me engaño —dijo Kammamuri—. Todavía son muchos, pero tengo balas para todos.
—Guárdalas para esta noche, Sahib.
—¿Qué es lo que temes?
—Estoy seguro que esos hombres aprovecharán la niebla y la oscuridad para escalar la torre. Hay aquí muchas plantas muy gruesas y muy resistentes. ¿Quieres que las corte?
—Todavía no.
—¿Piensas matar más bandidos aún?
—Espero que sí —respondió Kammamuri—. Si emprenden el asalto, los precipitaremos desde arriba. Tu tarwar sigue siempre afiladísimo, ¿verdad?
—Corta como una cimitarra de Damasco. Apenas me lo mandes caerán las plantas cortadas y con ellas los asaltantes.
—¡Y yo que no puedo ayudaros! —exclamó Timul—. ¿Qué voy a hacer con estas dos pistolas descargadas?
—Romperlas en la cabeza de alguno —respondió Kammamuri—. Habrá trabajo para todos.
—Menos para el gurú —dijo el rajaputra—. Ha estado hasta hace poco chupando flores y ahora se ha dormido como un santo.
—Déjalo roncar; no nos servirá para nada. Es demasiado viejo.
Mientras ellos conversaban, los bandidos no cesaban de gritar y disparar. Parecían estar furiosos por la muerte de su capitán, que acaso valía más que el amo del caballo.
Sobre los árboles alzábanse nubes de humo, y unos tiros sucedían a otros, siempre con igual resultado.
Kammamuri y el rajaputra dispararon al azar algunas balas; pero como el bosque era muy espeso no podían comprobar sus blancos.
Sin embargo, los bandidos no osaban aproximarse. Seguían disparando siempre desde detrás de la espesura, sin dar un paso hacia delante.
—Tienen miedo a tu carabina —decía el rajaputra al maharata, el cual no dejaba de contestar de vez en cuando al formidable fuego de los sitiadores.
—Bien saben que si enseñan no más que la punta de una oreja, pueden darse por muertos, y por eso se mantienen ocultos. Sólo quisiera ver sus turbantes. En pocos minutos despacharía buena parte de esos obstinados bandidos, rompiendo sus cabezas como nueces de coco.
—Lo creo, Sahib. Pero con todo eso siempre estamos en el mismo sitio, los montañeses no llegan, las provisiones están ya casi agotadas, pues el gurú no cesa de masticar, y la noche sobrevendrá dentro de poco. ¿Corto las plantas parásitas?
—Ya te he dicho que no. Dejémosles subir —respondió Kammamuri—. Cuento ya con ese ataque.
—Advierte, Sahib, que yo no tengo más que un tarwar, y que nadie podrá ayudarme.
—Estará aquí mi carabina, amigo.
—¡Que tengamos dos pistolas y no podamos cargarlas! Aquel brahmán nos salvó la vida, pero fue un gran borrico. ¿Qué valen cuatro balas en el junglar? Debió dejarnos al menos algo de plomo.
—No tendría tiempo. Los bandidos estaban cerca y podían sorprenderle y denunciarle al rajá.
—¿Qué hará ese perro de Sindhia? Sin duda seguirá emborrachándose y tratando de apoderarse del maharajá y del Tigre de Malasia.
—Yo creo, amigo, que el cólera está ya haciendo en su campo un gran número de víctimas. El médico holandés supo bien lo que hacía.
—Entonces los dos príncipes seguirán atrincherados en la colina.
—Con los sikkaris y con los tigres de Mompracem. Las ametralladoras y el cólera son malos bichos para ese loco de exrajá.
—Y mientras tanto comerán elefante.
—De seguro que ya deben de haber matado alguno.
—¡Dichosos ellos! En cambio, nosotros no tenemos más que estas flores, al cabo casi de tres días de ayuno.
—Ya te desquitarás a su tiempo.
—¡A su tiempo! ¡Ah, Sahib! Tú no sabes el hambre que he sufrido y estoy aún sufriendo. Ya quisiera haberme tomado ese desquite.
—Ten un poco de paciencia. Eres un esforzado guerrero, y en los asedios deben saber resistir los sitiados, aunque sean muy valientes.
—Y también deben saber morir —dijo Timul sonriendo.
—Muchas veces, sí. ¡Qué rabia muestran aún los bandidos! No parece sino que tienen prisa por acribillarnos a balazos, total para no conseguir…
E interrumpiéndose se puso a escuchar.
—Me parece percibir un lejano fragor —murmuró mirando al camino de las montañas que resaltaba blanquísimo sobre los inmensos junglares de Assam central.
Miró al sol que descendía rápidamente y parecía precipitarse, y meneó la cabeza.
«¿Será que les vienen refuerzos a los bandidos?», se preguntó.
—¿Qué es lo que murmuras, Sahib? —preguntó el rajaputra.
—Digo que por la carretera galopan jinetes y sin duda en gran número.
—Yo no veo nada.
—¿No oyes un rumor sordo?
—Será acaso la catarata.
—No —dijo Timul, que también se había puesto a escuchar—. Son caballos que avanzan.
—Pero ¿de dónde vienen? ¿De Oriente o de Occidente? Esto es lo que quisiera saber.
—Todavía no puedo decírtelo, Sahib.
—Porque si esos jinetes vienen de Levante, podrían ser los montañeses de la Rhaní. Pero si vienen de otra parte, no pueden ser más que bandidos —dijo Kammamuri.
—Yo no puedo aún asegurar nada; pero me parece que el estruendo se va acercando rápidamente y dentro de poco sabremos si tendremos que habérnoslas con amigos o con nuevos enemigos.
—Pues bien: esperemos.
En aquel instante el gurú, que se había acercado a la parte opuesta de la baranda, lanzó un grito agudísimo.
—¡Fuego, fuego!
—¿Dónde está el fuego? —preguntó Kammamuri, saltando en pie.
—Mira allá abajo, Sahib —respondió el gurú.
—¡Ah malditos! Han prendido fuego a las plantas parásitas que rodean la torre, para quemamos vivos o hacernos salir fuera inmediatamente.
—¿Esgrimo el tarwar, Sahib? —preguntó el rajaputra, empuñando su media cimitarra—. Si las llamas llegan hasta aquí arriba, arderá el antetecho, que es de madera.
—Pues bien: corta las plantas; pero cuidado con las balas.
Los bandidos, aprovechándose de la oscuridad y de la niebla que comenzaba a levantarse, se habían arrastrado hasta la torre y prendido fuego a las plantas parásitas que se encaramaban hasta la cúpula.
Pero algunos de ellos habíanse quedado escondidos en la espesura de los mhowahs y no cesaban de disparar.
Las parietarias, viejas ya y bastante secas, habían empezado a arder entre chasquidos y detonaciones. La torre hallábase rodeada de un cinturón de llamas, mientras llegaban las nubes de humo hasta la cúpula.
El rajaputra, exponiéndose a los tiros de los bandidos, que permanecían emboscados, comenzó a cortar furiosamente los viejos calamus que se agarraban a la baranda.
Entretanto, Kammamuri reanudó el fuego, disparando siempre sobre la espesura donde veía relampaguear las descargas.
Timul y el gurú descendieron al piso bajo y levantaron dos de los tres cerrojos que atrancaban la puerta.
En la base de la torre se sentía ya intenso calor, y vivas lenguas de fuego penetraban silbando por las troneras.
Los cuatro desgraciados corrían el peligro de morir abrasados lentamente, pues los calamus continuaban ardiendo con increíble rapidez y lanzando nubes de humo hacia la cúpula.
—Sahib —dijo el rajaputra, que había oído silbar varias balas en sus orejas—; he cumplido lo que me ordenaste, pero el incendio no lleva trazas de acabar. Estos calamus están demasiado secos y quedarán reducidos a cenizas.
Kammamuri, que acababa de disparar otro tiro de carabina, reparándose siempre con la baranda, miró al gigante.
—Parece que van mal las cosas —dijo.
—Esos canallas nos esperan en campo abierto para cogernos a todos.
—¡Harto lo sé, por Shiva! —exclamó el maharata con voz ronca—. Y sin embargo, no podremos resistir aquí mucho tiempo. Esta torre se convertirá en un horno crematorio y no quedarán de nosotros ni los huesos. Cuatro contra…, supongamos que no sean más de quince, pues yo no he dejado de disparar y siempre con mejor suerte que ellos; pero quince son todavía muchos.
—Advierte, Sahib, que el fuego continúa subiendo. La torre está toda envuelta en llamas.
—Y ese rumor que oímos en el momento de ponerse el sol, ¿se oye todavía? —preguntó el joven rastreador apareciendo acompañado del gurú.
—Parece que todos esos caballos se han detenido en la orilla del junglar —respondió Kammamuri—. Pero la torre arde mejor que un faro, y si son los montañeses de la Rhaní no dejarán de acudir.
—¿Y si fuesen, por el contrario, otros parias o faquires mandados llamar por los sitiadores?
El maharata cruzó los brazos sobre su carabina, que aún humeaba, y dijo con acento resignado:
—Si Visnú ha dispuesto llevarnos a su paraíso, cúmplase su voluntad.
—¿Sin combatir, Sahib? —preguntó el rajaputra, que se había puesto furioso.
—¡Oh, no! Saltaremos afuera como tigres y desapareceremos en el junglar. Pero espera que se divisen los caballos que vimos al anochecer.
—¿Crees que serán los montañeses de Sadhja?
—Estoy seguro —respondió el maharata.
—¿Y si te engañases?
—Entonces acabaremos con una lucha suprema esta persecución, que ya dura demasiado tiempo. ¡Qué calor! Es imposible resistir.
—¿Bajamos, Sahib?
—Abajo hace más calor que aquí —dijo el joven rastreador.
—¿No se ha fundido la puerta?
—No, Sahib.
En aquel punto oyéronse hacia la carretera de la montaña varias descargas cerradas y secas. Sobre la torre incendiada cayó una granizada de gruesos proyectiles, maltratando especialmente la cúpula, que empezaba a encenderse.
Kammamuri lanzó un grito de alegría.
—¡Son los grandes fusiles de los montañeses! ¡Estamos salvados!
—¿No son carabinas, Sahib? —preguntó el rajaputra.
—No; son los viejos fusiles de los cipayos que el gobernador de Bengala, tan buen negociante como siempre, les ha vendido a los montañeses. Armas que eran buenas hace cinco años.
Y lanzándose hacia la barandilla comenzó a gritar a grandes voces:
—¡Acudid a socorrer a los guerreros del maharajá y suspended el fuego! ¡Yo soy Kammamuri!
Las descargas de fusilería, que retumbaban fuertemente sobre la carretera de las montañas, cesaron al punto. Luego, y mientras los bandidos de Sindhia continuaban disparando, se oyó una voz potente que gritaba:
—Yo soy Khampur, jefe de los montañeses de Sadhja, y traigo conmigo a la Rhaní. Venimos en tu socorro.
Trescientos o cuatrocientos jinetes se lanzaron en el junglar, diezmando cruelmente con pocas descargas a los bandidos del rajá, y llegaron junto a la torre, que amenazaba ya derrumbarse, víctima de las llamas.
—¡Abajo, abajo! —había gritado Kammamuri—. Tenemos ya segura la salvación.
Y los cuatro se precipitaron por la escalera, conteniendo la respiración, pues el aire habíase tornado de fuego en la castigada torre.
El rajaputra hizo caer de un sablazo el tercer cerrojo, que comenzaba ya a encandescerse; empujó la puerta con un violento puntapié, y salió el primero, pasando a través de una verdadera cortina de llamas.
Los montañeses, después de poner en fuga a los bandidos que sobrevivían, volvieron inmediatamente a la torre.
Guiábalos un viejo guerrero de tez oscura y barba blanquísima, y de presencia tan imponente como la del rajaputra.
Vestía como un rajá, y sobre el ancho turbante llevaba un penacho de crines blancas adornado de diamantes.
—¿Dónde está Kammamuri, el amigo del maharajá? —preguntó, avanzando y haciendo caracolear su hermosísimo caballo negro.
—¡Aquí me tienes, Khampur! —gritó el maharata, que había salido también de la torre incendiada, acompañado del gurú y del rastreador—. Te debemos la vida.
—¿Quiénes son los que os cercaban y querían abrasaros? —preguntó el jefe.
—Los bandidos de Sindhia.
—¿Esos que nosotros hemos hecho huir?
—Sí, Khampur, y a punto estaban ya de cogernos. ¿Dónde está la Rhaní?
—En la carretera de la montaña, al lado de su hijo y escoltada por quince mil jinetes resueltos a reconquistar otra vez el reino. Ya es hora de acabar con Sindhia. Y el maharajá, ¿continúa resistiendo? Nosotros hemos sabido que se ha atrincherado sobre una colina en compañía de los hombres venidos del mar con el Tigre de Malasia.
—Yo creo que todavía no se habrán rendido esos valientes.
—También hemos sabido que el cólera se ha propagado en el campo de Sindhia y hace grandes estragos.
—Esa epidemia la ha causado un famoso médico que el Tigre de Malasia trajo consigo.
—¿Cuántos hombres tendrá Sindhia?
—Hace un mes tenía veinte mil; pero ahora creo que ya no son tantos.
—Serán bandoleros, parias, faquires y brahmanes, ¿verdad? ¡Vaya unos soldados! —exclamó el viejo montañés.
—Pero tendremos que habérnoslas también con unos mil rajaputras.
—Son muchos: la Rhaní y el maharajá recobrarán nuevamente su imperio.
Y dichas estas palabras mandó descabalgar a cuatro de sus hombres y conducir los caballos ante Kammamuri.
—Montad y seguidme. Tenemos prisa por unirnos al maharajá y dar una batalla decisiva a ese terco de Sindhia.
—Estamos a tus órdenes, Khampur.
En aquel momento la baranda y la cúpula de la torre se derrumbaron con fragor inmenso, levantando una roja nube de chispas y de humo.
—¡Por Shiva! —dijo el rajaputra, ayudando a montar al gurú—. Si tardan una hora en llegar estos bravos montañeses, nos asamos como chuletas.
En medio de la espesura oyéronse entonces varios disparos.
—¿Todavía estamos así? —exclamó Khampur, que se hallaba impaciente por unirse con la Rhaní y correr en auxilio del príncipe blanco—. ¿Tendrán esos bandidos la osadía de hacernos cara? Que acampen aquí cien hombres y esperen mis órdenes. ¡Pronto! ¡Partamos!
De la espesura de mhowahs salieron cincuenta jinetes con las carabinas todavía humeantes en la mano.
—¿Han huido o los habéis matado? —les preguntó el viejo caudillo montañés.
—Ahí quedan muertos diez o doce, general —respondió el jefe del destacamento—. Los demás han logrado escapársenos atravesando un canal que podía ser peligroso.
—Coge otros cincuenta hombres y quédate aquí —dijo Khampur—. Si vuelven esos pillos, mátalos como a perros salvajes. ¡Al galope!
Cuatrocientos jinetes se pusieron rápidamente en marcha, en filas cerradas, y atravesaron el último límite del junglar.
Los otros cien acamparon cerca de la torre, que continuaba ardiendo y amenazando por momentos derrumbarse del todo.
Khampur y su gente llegaron al cabo de diez minutos al camino de la montaña, que se hallaba cubierto en cuanto alcanzaba la vista por jinetes de terrible presencia y largas barbas y armados con grandes fusiles, pesadas cimitarras y pistolas de dos cañones.
Allí estaban los quince mil montañeses que Khampur iba a lanzar por segunda vez contra el rajá loco.
Abríanse fácilmente las filas por ser muy ancha la carretera, y el jefe, Kammamuri y sus amigos llegaron presto al sitio donde se hallaba la Rhaní, la princesa reina de Assam y esposa de Yáñez, rodeada por cincuenta guerreros de colosal estatura.
—¡Ah, Kammamuri! —exclamó la hermosa princesa, que montaba una blanca hacanea y vestía un largo vestido de seda azul muy tupido—. ¿Me traes, por fin, noticias de mi marido?
—Yo creo, señora, que continúa resistiendo en los alrededores de la capital, acompañado por el Tigre de Malasia y sus cachorros de Mompracem.
—¿No se habrán rendido por hambre?
—De ninguna manera; tenían caballos y elefantes, y para defenderse poseían terribles ametralladoras.
—¿Es cierto que en el campo de Sindhia se ha declarado el cólera?
—Un médico, amigo del príncipe malayo, trajo consigo botellas que contenían gérmenes terribles y se encargó de vaciar algunas en el campamento del rajá.
—Pero ¿no caerán también mis hombres heridos por esa espantosa enfermedad?
—El señor Sandokán tiene a sus órdenes a ese famoso tobib, o médico blanco, que sabe producir y también curar ese terrible mal.
La Rhaní miró a Khampur y al hijo de este, un mocetón fuerte como la punta de una roca y formidablemente armado, y enseguida hizo una seña.
La niebla habíase disipado en aquel momento, y la luna comenzaba a surgir como una hostia de plata sobre el junglar. Hacia el Sur veíase la torre, que seguía ardiendo, derrumbándose poco a poco, lanzando sin cesar al aire nubes de chispas y de humo.
—¿Cuándo podremos llegar a Gauhati? —preguntó la Rhaní al maharata, que había cogido las bridas de su blanca montura.
—Mañana al amanecer podremos caer sobre las hordas del rajá.
—¿Estás seguro de que no son buenos guerreros?
—Todos bandidos más o menos acostumbrados a manejar el cuchillo o la lanza. ¿Y el pequeño Soarez?
—Lo he dejado en las montañas —respondió la princesa—. Está bien guardado, y ningún enemigo llegará hasta él.
—Entonces podemos partir —dijo Khampur, que refrenaba trabajosamente a su corcel, negro como la noche—. Haremos una sola jornada y desbarataremos los reales de Sindhia antes que los rajaputras, únicos guerreros temibles, puedan prepararse a una defensa vigorosa.
—¡Vamos! —gritó la Rhaní—. Corramos a salvar al maharajá y al Tigre de Malasia.
Y los quince mil jinetes se lanzaron con rumor de tromba hacia la capital de Assam, en cuyos contornos debían de seguir resistiendo el maharajá, Sandokán y sus hombres, unidos a los sikkaris, los famosos cazadores de tigres.
X. El último esfuerzo de Sindhia
—¿Otro parlamentario…? Disparad sobre él antes que introduzca el cólera entre nosotros —gritó Sandokán, que vigilaba día y noche sobre las trincheras improvisadas con grandes troncos de árboles.
—Espera un momento —dijo Yáñez, levantándose—. Podría ser Kiltar, y no quisiera matar a ese brahmán, que nos ha prestado tan buenos servicios.
—En efecto. Me parece que es él —dijo Tremal-Naik, que fumaba tranquilamente su pipa tendido sobre un espeso montón de hojas verdes.
—Es inútil que venga aquí ahora —dijo el malayo—. Que se quede entre los microbios.
—Tendrá Sindhia que comunicarnos alguna noticia importante —dijo el maharajá.
—La de siempre, amigo: que nos rindamos, o que, si no, pereceremos todos.
—Y que le entreguemos cuanto antes los tesoros de la corona —añadió Tremal-Naik—. Ese tuno quiere despojar a la Rhaní de sus joyas.
—Debe de andar mal de dinero —dijo Yáñez—. Cuesta mucho sostener veinte mil hombres; aunque los parias y los faquires se contentan con un poco de arroz, un trozo de pescado seco y alguna fruta. Vamos, dejémosle entrar.
—Es la cuarta vez que viene, Yáñez —dijo Sandokán, que parecía estar de mal humor—. Ya es hora de que abandone al rajá.
—¡Si es su primer ministro!
—Un ministro cuya cabeza no está muy segura sobre sus hombros. No quisiera estar yo en su pellejo. Verás cómo el día menos pensado ese loco de Sindhia hace que lo aplaste alguno de sus elefantes.
—Este es uno de los míos —insistió Yáñez—. Vamos a ver qué quiere. Entretanto, que tome nuestro famoso médico las precauciones necesarias para que el cólera no se introduzca entre nosotros.
Al ver los dayakos, malayos sikkaris y maouts a sus tres capitanes avanzar hasta el último límite de la colina, habíanse agrupado inmediatamente y emplazado las ametralladoras, temiendo siempre alguna sorpresa de parte de aquellos veinte mil desesperados, suponiendo que fuese todavía ese su número.
El brahmán Kiltar, a quien Yáñez un día concedió la vida cuando ya estaba atado a la boca de un cañón, subía lentamente la cuesta de la colina llevando en la mano una lanza, de la cual pendía un lienzo de dudosa blancura.
Iba solo; pero unos cuatrocientos rajaputras habíanse quedado en la llanura, a unos mil pasos de distancia, dispuestos a protegerlo.
—¿Qué noticias nos traes, señor ministro del rajá de Assam? —gritó Yáñez con ironía, haciendo seña al parlamentario para que se detuviese—. Podemos hablar también a cincuenta metros de distancia; los microbios no darán saltos tan grandes y nosotros no cogeremos el cólera.
—¿Me traes cigarrillos? Ya sabes que estoy furioso porque no me queda ninguno.
—Sólo tenemos pésimo tabaco de Mysore, Alteza —respondió el brahmán—. Todo el bueno que teníamos lo ha gastado el rajá.
—¿El rajá…? Alto allá, amigo. ¿Rajá de dónde? ¿De Bengala quizá, de Guzarata o de Coromandel?
—De Assam, dice él.
—¡Ah! ¿Él lo dice? Pues todavía no estamos vencidos, y no tardará la Rhaní en llegar con sus montañeses y lanzar sobre el campo de Sindhia millares de aguerridos jinetes.
—Precisamente venía, Alteza, a decirte que esos refuerzos están a punto de llegar. Hemos sido informados de que la Rhaní, tu esposa, avanza con gran ímpetu sobre la capital.
—¡Valiente capital! —gritó Yáñez, rompiendo en una estruendosa carcajada—. Será preciso reconstruir hasta los cimientos.
—Cuando hayas reconquistado el reino, Alteza, harás fabricar palacios mucho más suntuosos que los de antes. Seguramente que ni a ti ni a la Rhaní os falta dinero.
—Bueno; ¿qué es lo que quieres? El Tigre de Malasia había ya dado orden de matarte.
—Vengo como parlamentario, y, además, como amigo.
—Está bien; pero permanece lejos. El cólera nos ha respetado hasta ahora, y no queremos cogerlo precisamente en el momento de la lucha suprema. ¿Mueren muchos guerreros de Sindhia?
—Han fallecido lo menos cinco mil en pocos días.
—¿Y Sindhia?
—Sindhia goza de perfecta salud y no desespera de apoderarse de Assam, y aun de la Rhaní por añadidura.
—¿Apoderarse de mi esposa? —gritó el portugués con voz ronca.
—Y también intentará robarte a tu hijo.
—¡Ah, maldito! ¿Tan fuerte se cree todavía? Ese hombre está loco, y acabará su vida en un manicomio. ¿Sigue emborrachándose?
—Continuamente; y según dice él, para preservarse del cólera.
—Bien; y ¿qué quieres?
—Mi amo haría las paces contigo, a condición de que le dejes dueño de todo el Assam occidental…
—Que es el más rico y el más poblado.
—Y de que se quede la Rhaní con las montañas de Sadhja.
—¡Ah! —exclamó Yáñez—. Ese hombre es un ente extraordinario. Se cree un Timur o un Tippo Saib.
—No sé qué decir, Alteza —dijo el brahmán, que permanecía siempre en el mismo sitio, vigilado por una docena de rajaputras—. Esta es la última proposición que te hace.
—¿Y me dejará la Rhaní? ¡Pero me arrebatará a mi hijo!
—Al menos esa intención ha tenido; pero creo que la ha abandonado, al ver lo imposible de la empresa. Tu hijo está entre los montañeses, ¿verdad?
—Y muy en seguro —respondió Yáñez—. No serán los parias ni los faquires de Sindhia los que vayan a meterse por aquellos desfiladeros para intentar semejante empresa.
—Yo creo lo mismo —dijo Kiltar—. Además, con esto del cólera, que cada vez hace más víctimas… ¿No podrías, Alteza, enviarnos al tobib blanco?
—Mi médico está enfermo y desesperado porque ya no tiene cigarrillos.
—Que fume en pipa.
—No le gusta. Ahora, amigo, puedes ya volver a tu amo y decirle que dentro de poco le arrojaremos de aquí a él y a sus hordas.
—Tiene un millar de rajaputras y unos veinte elefantes.
—Los montañeses de Sadhja jamás han temido a esos bandidos guerreros.
—¿Quedamos, pues, Alteza…?
—En lo dicho.
—¿No aceptas?
—No seré tan imbécil.
—Mira que el rajá hará un esfuerzo supremo para cogerte.
—Aquí estamos nosotros esperándole —dijo Sandokán, que había permanecido en silencio hasta entonces.
—Contad con los montañeses. Sabemos que se acercan a marchas forzadas y que son muchísimos. Si llegan a tiempo, dejadme al menos con vida.
—Tú eres amigo nuestro —dijo Yáñez—, y yo sabré recompensarte cuando acabe esta guerra.
—¡Adiós, maharajá! Que velen sobre ti Brahma, Shiva y Visnú.
Cogió la lanza, agitó la bandera y enseguida empezó a bajar lentamente el repecho de la colina que miraba hacia la destruida capital y al campamento del rajá.
—¿Qué opinas de esto, Sandokán? —preguntó Yáñez al Tigre de Malasia.
—Que tú recuperarás Assam —respondió el famoso pirata—. Si los montañeses se han puesto ya en movimiento y se acercan velocísimos, verás cómo despachamos de nuevo a ese cabezota, empeñado en quitarle el cetro a tu esposa.
—¿Podremos resistir?
—Hace siete días que resistimos, y todavía no ha logrado ninguno de esos tunos poner un pie sobre esta colina. Tienen mucho miedo a las ametralladoras.
—Pero son aún muchos y tienen elefantes y hasta cañones.
—Cañones que ninguno de ellos sabe disparar —dijo Tremal-Naik, que terminaba de fumar su pipa sentado sobre un gran tronco de la trinchera.
—Sin embargo, yo quisiera que estuviese aquí ya Khampur —dijo Yáñez—. Me sentiría más tranquilo. Verás cómo esta noche hace el rajá un esfuerzo desesperado para cogernos.
—Falta que lo consiga —dijo Sandokán—. De esos guerreros no debemos sentir temor.
—Pues ya has visto cómo se han lanzado tres veces al asalto con gran coraje.
—Sí; para escapar después como chacales a las primeras descargas de las ametralladoras.
—Solamente somos cien, y no hemos perdido hasta ahora más que seis hombres, mientras que el rajá tiene cinco mil cadáveres en su campo.
—Sin embargo, tomemos nuestras precauciones. No nos dejemos sorprender.
* * *
Desde que Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, con los valientes dayakos y malayos, abandonaron las grandes cloacas para refugiarse en aquella colina aislada, que surgía enfrente mismo de la capital incendiada, los combates habíanse sucedido sin cesar: unas veces, de día y otras, de noche; pero nada habían logrado las poco aguerridas bandas del rajá.
Al contrario, sobre las laderas de la colina habían ido dejando centenares de hombres, muertos por las ametralladoras o por el fuego cerrado de las carabinas. Y ahora estaban devorando los cadáveres inmensas bandadas de marabúes y de ayudantes.
El rajá había intentado situar en batería una media docena de cañones viejos; pero los rajaputras, únicos que hubiesen podido manejarlos, fueron los primeros en caer víctimas del cólera, por lo cual, después de algunos disparos sin éxito alguno, las grandes bocas de fuego se quedaron mudas, pues ni los parias, ni los faquires, ni los brahmanes entendían de aquellas armas tan grandes.
Bastante hacían con saber emplear las carabinas y dispararlas de cualquier modo.
A pesar de todo eso, Sindhia no se había desanimado, antes lanzó columnas y más columnas de hombres contra la colina, fortificada ya completamente con grandes troncos de árboles y fuertes empalizadas, que los piratas se apresuraron a construir en previsión de cualquier grave peligro.
Todos los esfuerzos del perturbado rajá habían sido, pues, completamente nulos, y harto lo habían pagado cada noche los desgraciados parias y faquires, víctimas del fuego ordenado de los tigres malayos y sus ametralladoras.
Durante aquellos siete días de asedio, el valeroso destacamento no había sufrido hambre ni sed, pues tenían caballos en abundancia y, además, los elefantes. El primero en lamentarse de la guerra había sido el maharajá, que se había quedado sin cigarrillos y no sabía acostumbrarse a la pipa.
* * *
Sandokán y sus amigos siguieron con la mirada al brahmán, que siempre les había dado interesantes noticias; apenas le vieron desaparecer bajo la gran tienda de seda encarnada del rajá, se replegaron a sus trincheras, mandando al punto preparar las ametralladoras.
Estaban segurísimos de que no pasarían la noche tranquilos, y se preparaban animosamente a la última prueba, esperando a los montañeses de Khampur.
—Tu corona depende quizá de esta noche —dijo Sandokán a Yáñez, que estaba espulgando sus bolsillos con la esperanza siempre de encontrar un cigarrillo.
—Lo mismo creo yo; y, sin embargo, no siento temor alguno. Esos piojosos bandidos no pueden resistir cinco minutos las descargas cerradas. Por lo demás, estoy segurísimo de que Sindhia va a hacer un gran esfuerzo.
—¡Y quizá no esté lejos Khampur!
—Espero que con él vendrá también Kammamuri —dijo el cazador de la Jungla Negra.
—Ese hombre es muy astuto y no se habrá dejado coger —dijo Yáñez—. Vale por cinco.
—¿Y si le hubiesen matado? Ya sabes que el rajá mandó un destacamento de caballería en persecución de nuestros amigos, que se dirigían a las montañas.
—Iba también el gigantesco rajaputra; otro hombre que, en lo que toca a fuerza, vale por diez, y, además, Timul.
—Sin embargo, no estoy tranquilo, Yáñez —dijo Tremal-Naik, cuya frente se había ensombrecido.
En aquel momento, el cazador de topos, que hacía las veces de primer cocinero, se acercó a los tres hombres y les anunció que la cena estaba servida.
Había hecho matar un elefante, que iba a morir de hambre por no haber ya hojas ni hierbas en la colina, y mandado asar las patas y la trompa. En el descuartizamiento del gigantesco animal tomó parte el médico holandés, que era también expertísimo cirujano.
—Seguidme, sahibs —dijo el cazador de topos—. El sol va a ocultarse, y los mejores trozos del paquidermo están asados en su punto y todavía humeando. ¡Oh, qué perfume!
En medio de las improvisadas trincheras se había construido para los jefes una vasta cabaña bien cubierta con hojas secas, que ya no eran del gusto de los elefantes y caballos.
Delante de la puerta, cuatro dayakos, dirigidos por el médico holandés, habían sacado ya de unos hornos improvisados los trozos más sabrosos del paquidermo y los habían colocado sobre las últimas hojas de banano que habían logrado descubrir aún en los alrededores de la colina.
Un aroma exquisito se difundía en torno a la cabaña, custodiada por varios malayos con la carabina en bandolera, temiendo siempre alguna desagradable sorpresa por parte de los parias, que habían querido llegar muchas veces hasta allí para ver de destruir las trincheras.
A pesar de sus preocupaciones, Yáñez y sus compañeros comieron lentamente de un trozo de trompa, dejando a los demás los monstruosos pies, bocados también excelentes, y rociando la cena con las últimas botellas de whisky que el médico holandés tenía guardado para las grandes ocasiones.
Sandokán y Tremal-Naik encendieron sus pipas, mientras Yáñez escudriñaba por centésima vez sus bolsillos con la esperanza de encontrar todavía un cigarrillo; pero en aquel instante se presentó Sambigliong, el viejo capitán de los malayos, diciendo:
—En las llanuras de Oriente se divisa un fuego que arde sin propagarse. No parece sino que es un faro que se quema.
—Nunca me han llevado hacia esa parte las ocupaciones del gobierno —dijo Yáñez—. Pero sé que en medio de los más salvajes junglares se hallan muchas veces torres y pagodas.
—¿Será una señal? —dijo Sandokán—. Vamos a verlo, Yáñez. Yo no estoy ya tranquilo.
—¿Y quién iba a hacer la señal? Por Oriente no debe de haber guerreros de Sindhia.
—¿Serán los montañeses de Khampur?
—Veremos —respondió Yáñez con un suspiro—. Lo cierto es que pasaremos sin duda una malísima noche y que tendremos que defendernos peor que de los tigres.
—Tú no has pensado en los otros tres elefantes, próximos también a morir.
—¿Qué quieres decir, Sandokán?
—Que nosotros los lanzaremos sobre las hordas de Sindhia cuando estas intenten escalar la colina.
—En efecto; yo no había pensado en esas pobres bestias, que continúan reclamando su pienso desde la mañana hasta la noche con barritos que empiezan a ser demasiado espantosos.
—Entonces los sacrificaremos —dijo Sandokán—. Sindhia tiene otros, los que te robó a ti merced a la infame traición de esos canallas de rajaputras, y con los suyos tenemos bastantes para alimentarnos.
—Me robó veinte.
—Y después le crees loco. Yo creo, por el contrario, que es un guerrero capaz de todo. Pero esperemos que no volverá a hacer otra de las suyas, si los montañeses de tu esposa llegan a tiempo para librarnos de este enojoso asedio.
—El faro, torre o pagoda, o lo que quiera que sea, sigue ardiendo —dijo en aquel punto Sambigliong, volviendo a entrar en la cabaña—. Venid a verlo.
Todos se levantaron y cogieron sus armas y municiones, pues pensaban llegar a las avanzadas para vigilar los movimientos de las tropas de Sindhia.
El sol habíase ocultado hacía una hora, y una espesa niebla se extendía por el cielo, cubriendo las estrellas.
Allá en la llanura, hacia los baluartes arruinados de la capital, brillaban numerosas hogueras. Aquella noche se velaba asiduamente en el campamento de Sindhia.
—¿Dónde está esa pagoda que arde? —preguntó Yáñez a Sambigliong—. Yo no veo más que las hogueras del campamento enemigo.
—No es por ese lado, Alteza —dijo el viejo malayo—. La llama misteriosa brilla allá abajo, hacia los junglares pantanosos.
—No creo que sea una pagoda —dijo Sandokán, que había clavado al punto sus ojos de águila en aquella especie de columna ígnea, que lanzaba al cielo de cuando en cuando miríadas de chispas—. Creo más bien que es una torre.
—Entonces es que nos hacen señales —dijo Yáñez.
—¿Cuánto distará ese fuego?
—Por lo menos, quince o veinte millas.
—¿Conoces aquellos junglares?
—He cazado allí muchas veces y matado bastantes tigres en compañía de mis sikkaris.
—¿Viste alguna torre?
—La vegetación es allí tan espesa, que es capaz de ocultar hasta una pagoda.
—¿Será Khampur que nos anuncia su llegada? —preguntó Tremal-Naik.
—Bien pudiera ser —respondió Yáñez.
Jamás se habrían imaginado que dentro de la torre se hallaban sitiados por los jinetes de Sindhia el valiente maharata y sus compañeros.
Aguardaron una hora larga, y cuando la lejana hoguera se extinguió, volvieron apresuradamente a las trincheras.
El cazador de topos, junto con los jefes malayos y dayakos, había adoptado todas las precauciones posibles para hacer el campamento inexpugnable, al menos por varias horas.
Los tres elefantes, que barritaban con furor creciente, y estaban condenados a morir por falta de alimento, habían sido conducidos con gran trabajo por sus cornacs hacia el saliente de la colina, donde enseguida se acumuló detrás de ellos gran cantidad de leña bien seca.
Sabido es que todos los proboscidios temen espantosamente el fuego, y cuando lo ven surgir a sus espaldas, no vacilan en precipitarse a ciegas contra el peligro.
Entretanto, los dayakos y malayos habían reforzado las trincheras con los houdahs, que son los castilletes donde van los viajeros sobre el dorso de los elefantes, y colocado las ametralladoras en los lugares más a propósito para rechazar al enemigo si se decidía a emprender el ataque.
Los guerreros de Sindhia habían bajado hasta los pequeños y angostos desfiladeros que rodeaban la cima de la colina; pero no podían salvar las rocas, casi cortadas a pico, desde las cuales los vigilaban atentamente los dayakos y malayos, manteniéndose bien escondidos entre las peñas y los árboles, ya privados de hojas.
Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, después de haberse asegurado bien de que sus hombres se hallaban en sus puestos, prontos a descargar ametralladoras y carabinas, habían avanzado de nuevo hasta el extremo del saliente, escoltados por una docena de malayos y media de sikkaris.
Estaban segurísimos de que muy pronto sufrirían un ataque, mucho más desesperado que los anteriores. Kiltar, el bravo brahmán, siempre agradecido, había dicho lo suficiente para hacerlo presumir.
Por otra parte, el rajá no podía aguardar a que llegasen los jinetes de la montaña, los cuales podrían presentarse de un momento a otro y atacarle ferozmente. Su salvación, pues, estaba sólo en capturar al maharajá, con lo cual podría entrar en tratos con la Rhaní.
—Vamos a pasar mala noche —dijo Sandokán, que observaba atentamente el campamento del rajá, donde ya no ardía ninguna hoguera.
—Tú, que tienes la mejor vista de todos nosotros, ¿los ves moverse? —preguntó Yáñez, que apretaba impaciente el gatillo de su carabina.
—No les veo, pero les oigo —respondió el famoso pirata—. Ya deben de estar en marcha.
—¿Cuántos serán?
—El cólera habrá matado a muchos e inutilizado a muchos otros, pero Sindhia continúa siendo el más fuerte, y si, en vez de emborracharse, hubiera desde un principio lanzado todas sus huestes contra nosotros, no sé yo si estaríamos aún libres.
—Es muy mal general —dijo Yáñez—; además, los parias y los faquires no pueden resistir nuestro fuego. Ya lo has visto.
—Y, sobre todo, les aterran las ametralladoras. Buena idea tuve en traer de Mompracem estas armas tan manejables, y que pueden acaso rivalizar con la artillería de estos países.
—Volvámonos ya —dijo Tremal-Naik, que había llegado al último extremo del saliente—; los bandidos han levantado el campo y se nos acercan en compactas masas, introduciéndose por los pequeños desfiladeros.
En aquel instante un relámpago desgarró la niebla, que caía de continuo sobre la ciudad incendiada, y enseguida resonó un fragoroso estampido.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que había recobrado su primer buen humor—. Sindhia nos saluda con cañonazos. Por lo visto, no todos mis traidores rajaputras han muerto del cólera.
—Han disparado desde un baluarte de la ciudad —dijo Tremal-Naik.
—¿Has oído tú el silbido de la bala?
—Yo no, Yáñez.
—Entonces los hombres que sirven esa pieza deben de padecer vómitos o temblores. A lo mejor se han olvidado de meter dentro el proyectil.
—Pero no sé si habrán olvidado lo mismo los parias, faquires y brahmanes, por más que sean pésimos tiradores.
—Capaces de matarse entre sí —dijo Yáñez riendo—. No se improvisa de cualquier modo un ejército aguerrido.
—¡En retirada! —gritó Tremal-Naik.
Toda la llanura estaba cercada de relámpagos, y los disparos se sucedían unos a otros. Sindhia lanzaba enérgicamente sus tropas, resuelto a capturar a su rival el maharajá antes que este recibiese a tiempo refuerzos.
Las balas llovían sobre la cima de la colina y en sus profundas gargantas, pero allí no había peligro de que hiciesen daño.
Los malayos y dayakos, apoyados por los sikkaris, se habían replegado al punto apenas vieron volver a sus capitanes.
—¿Debemos contestar? —preguntó el viejo Sambigliong, acercándose a Yáñez, que estaba haciendo encender la leña acumulada detrás de los elefantes.
—Y enseguida —respondió el maharajá.
—¿Quieres esperar a que hayan subido? ¿Cuántas balas pueden disparar todavía las ametralladoras?
—Por lo menos, cinco mil, Alteza.
—Creo que bastarán para esos pésimos soldados.
Luego, alzando la voz, gritó:
—¡No os detengáis más! Disparad cuanto podáis, y, sobre todo, con acierto. En este momento estoy jugándome mi corona.
Una estruendosa aclamación respondió:
—¡Viva el maharajá! ¡Muera Sindhia!
Después comenzaron a retumbar ametralladoras y carabinas con espantoso crescendo, asestando sus tiros contra las gargantas, ocupadas ya por los sitiadores.
—¿Qué te dice el corazón? —preguntó Sandokán a Yáñez, que parecía haber vuelto a perder su buen humor—. ¿Que debías venirte conmigo a Borneo, donde puedo daros a tu mujer, a ti y a vuestro hijo un reino, o que continuará la corona de Assam sobre tus sienes?
—Será algo pesada esta corona; pero mi corazón está tranquilo. Huir delante de estos indostanos como un pícaro venido de Europa en busca de rupias, ¡eso nunca! Bastantes riquezas hemos adquirido en Malasia. ¿Verdad, Sandokán?
—¡Saccaroa! Todavía tengo a tu disposición cinco millones de florines, que te están esperando, y a los cuales he hecho producir fabulosas rentas en el sultanato de Borneo. ¿Ya sabes que este buen sultán siempre está falto de dinero…? Tienes razón. Los hombres como nosotros no se dejan matar, sino que vencen siempre, haciendo ondear triunfante la roja bandera que nos ha protegido durante tantos años.
—Mientras tú hablas de florines, el plomo cae aquí en abundancia. Sindhia quiere dar la última batalla antes que lleguen los montañeses.
En efecto, el plomo caía en apretada lluvia sobre el campamento de nuestros héroes, hiriendo de cuando en cuando a los pobres elefantes, que se hallaban completamente al descubierto.
Pero los malayos y dayakos no cesaban de disparar ametralladoras y carabinas, derribando grandes masas de enemigos dentro de las gargantas.
Pero nuevos parias, nuevos faquires y brahmanes, poseídos todos por el demonio de la guerra, acudían al punto a llenar los claros y avanzaban resueltamente bajo una lluvia de metralla.
Disparaban al azar, pues eran pésimos tiradores; mas, con todo eso, producían espanto. Mal sino para nuestros héroes si aquellas turbas lograban salvar las tres pequeñas gargantas y subir a la meseta de la colina. Los cien hombres de Yáñez serían barridos como pajas o precipitados en el barranco que se abría a sus espaldas.
Era ya medianoche, y la batalla se recrudecía cada vez más. Los sitiadores deteníanse un momento bajo las descargas de las ametralladoras, pero enseguida reanudaban la marcha, lanzando gritos salvajes y derrochando pólvora.
Poco a poco llegaron a punto de atravesar por fin las gargantas.
Sandokán, que hasta entonces había manejado una de las cuatro ametralladoras, acribillando de lleno las masas de los asaltantes, dejó en su lugar a Sambigliong y se acercó a Yáñez, que a la cabeza de cincuenta hombres se preparaba a dar un contraataque desesperado.
—¿Qué vas a hacer, hermano? —le preguntó—. ¿Quieres dejarte matar? No te arriesgues por las gargantas. Nuestro puesto está aquí arriba.
—Pero no dejan de subir, aunque sin duda experimentan pérdidas crueles. No creía yo que estos bandidos fuesen capaces de semejante esfuerzo.
—Esta es la ocasión de jugar nuestra última carta, Yáñez —dijo el Tigre de Malasia—. Los elefantes están acribillados de proyectiles y quieren huir del fuego encendido detrás de ellos. Lancémoslos, y si no bastan, arrojaremos también sobre ellos nuestros caballos.
—¿Podrán los cornacs hacerse aún obedecer?
—Esperémoslo así… Pronto. No perdamos tiempo. Hemos perdido ya doce hombres.
—¡Grave pérdida para tropa tan pequeña como la nuestra! —respondió Yáñez—. Con un par de horas que dure este fuego infernal, habremos muerto todos, aunque los disparos sean al azar.
—¡Y Khampur no llega!
—Llegará cuando menos lo esperes, amigo. ¡Ea, precipitemos los elefantes en la garganta! Van a hacer buen estrago.
La orden se dio rápidamente. Los cornacs no podían ya contener a los tres animales, aterrorizados por el fuego encendido a sus espaldas y chorreando sangre por numerosas heridas, pues las balas llovían ya sobre la cima de la colina.
—¿Podréis lanzarlos? —preguntó a los conductores el maharajá.
—Están aterrorizados por el fuego, y preferirán arrostrar las carabinas de los parias, Alteza —respondió un cornac—. Aunque se hallen casi moribundos, no dejarán de dar que hacer cuando se encuentren metidos entre las hordas de Sindhia.
Los tres elefantes, que seguían barritando con furor creciente y apenas obedecían ya a sus conductores, fueron empujados hacia las tres gargantas, perseguidos por una lluvia de tizones ardientes.
—¡Ea, lanzadlos! —gritó Sandokán, volviendo a ocupar su puesto detrás de la ametralladora.
Los tres colosos intentaron al principio retroceder, pero al ver los tizones que les perseguían ardiendo, y espantados también por los feroces gritos de los dayakos y malayos, enloquecieron de repente y se precipitaron cada uno por su garganta, agitando furiosamente sus poderosas trompas.
—Veamos —dijo Sandokán—. Si esto no logra destruir a esos canallas no tendremos más remedio que rendirnos. A nuestra espalda está el barranco, y los caballos me parece que no podrán saltarlo nunca.
En aquel momento gritos espantosos, dominados por barritas no menos tremendos, alzábanse en las tres gargantas, llenas ya de cadáveres.
Los tres colosos habían chocado con las tropas de Sindhia.
—¡Cómo gritan los faquires! —dijo Sandokán, apresurándose a disparar su ametralladora—. ¡Buenos trompazos se deben estar llevando!
Después, alzando la voz, gritó:
—¡Ánimo, tigres de Malasia! ¡Otro esfuerzo y habréis vencido por segunda vez a ese príncipe loco! Redoblad el fuego y manteneos detrás de las trincheras.
Y comenzó de nuevo a descargar torrentes de proyectiles, imitado por Yáñez, Sambigliong y el médico holandés, únicos que sabían manejar hábilmente aquellas terribles y destructoras máquinas de guerra.
XI. La muerte del rajá
El encuentro entre los tres elefantes, bajando a la carrera por las tres hondonadas, y los hombres de Sindhia había sido espantoso.
Los pobres animales, atiborrados ya de plomo, seguros de morir y todos chorreando sangre, se habían lanzado con terrible furia, esgrimiendo sus trompas.
Tremendo fue el empujón que recibieron los asaltantes, encanutados en las gargantas y oprimidos por los que a millares venían detrás, pues el rajá había lanzado todas sus reservas, compuestas casi sólo de faquires, pésimos soldados, pero despreciadores en absoluto de su vida.
Aterrorizados por la furia de los tres proboscidios, a los que no habían podido detener con las carabinas, habíanse incrustado, por decirlo así, en las paredes rocosas de las hondonadas y se dejaban matar sin defenderse.
Por otra parte, continuaban tronando las ametralladoras, con lo cual añadíanse nuevos cadáveres a los otros.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán—. No esperaba tanto de esos animales desfallecidos completamente de hambre. ¡Cómo riñen! ¡Rompen cabezas y destripan cuerpos! ¡No parece sino que rajan calabazas! ¿Lo ves, Yáñez? El ataque ha sido contenido.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el portugués, que se hallaba a corta distancia, detrás de una trinchera y sentado junto a su ametralladora.
—Esos bravos animales resistirán cuanto puedan, pero no tengo la pretensión de que rechacen ellos solos a los quince mil hombres de Sindhia.
—Dentro de algunos minutos esas pobres bestias habrán caído a tierra. ¿Oyes cómo barritan roncamente? Estoy seguro de que arrojan sangre por sus trompas.
—Ahora lanzaremos también todos nuestros caballos atados de seis en seis. Tampoco los necesitamos, y, además, están muertos de hambre.
—¡Magnífica idea! —exclamó el maharajá—. Un ataque dé cien caballos es siempre terrible, y nosotros los pondremos furiosos echándoles ceniza ardiendo en las orejas. Verás cómo se lanzan; ¡cualquiera los detiene!
—Mientras yo atiendo a las ametralladoras, haz tú preparar a los caballos. Pronto, Yáñez, ya han caído los elefantes.
En efecto: los gigantescos paquidermos, después de arrollar centenares de asaltantes y matar a muchos de ellos a trompazos, ya no resistían.
Un fuego infernal les hería de frente, aumentando sus ya numerosas heridas. Aunque la primera línea de parias y faquires había cedido al tremendo empuje y caído rodando por el suelo, procurando salvarse sobre las rocas, las líneas sucesivas continuaban su avance en compacta masa, disparando furiosamente y llenando de nubes de humo las hondonadas.
—¡Han terminado! —exclamó de allí a poco Sandokán, que empezaba a inquietarse por aquel formidable asalto, imposible de contener sin ayuda de los montañeses de Khampur—. ¡Pobres animales!
Los tres elefantes, uno después de otro, habían caído, cubriendo con sus enormes dorsos el paso de las gargantas. Debían de estar bien repletos de plomo.
Los asaltantes de las primeras filas, puestos en salvo sobre las rocas, al ver caer a sus peligrosos adversarios para no levantarse más bajaron y reemprendieron la marcha, seguros ya de lograr conquistar el saliente, que era la llave de la colina.
Pero Yáñez había reunido todos los hombres disponibles y hecho atar los caballos con las cuerdas de los elefantes, formando grupos de seis en seis.
Los pobres corceles, como si presintiesen su muerte, habían intentado resistirse, hasta el punto de que los malayos que combatían en las trincheras al lado de las ametralladoras hubieron de soltar un momento las carabinas para ayudar a sus compañeros.
—¡Pronto! ¡Pronto! —gritaba Sandokán, sin poder contener ya a los asaltantes, que avanzaban furiosos, escalando los cuerpos inanimados y sangrientos de los elefantes—. ¡Dentro de unos minutos estarán en el saliente, y entonces sí que no sé lo que sucederá!
Los cien caballos, divididos, como hemos dicho, en grupos de seis y atados entre sí, fueron lanzados con grandes gritos y golpes hacia la embocadura de las hondonadas. Allí les esperaban otros hombres para llenarles los oídos de ceniza caliente, operación algo difícil, pero que fue llevada felizmente a cabo con rapidez.
Enloquecidos los pobres animales y sintiéndose perseguidos por sus antiguos dueños, se lanzaban en desenfrenada carrera por las hondonadas abajo, arrostrando resueltamente el fuego de los parias y los faquires.
—También estos darán que hacer —dijo Sandokán a Yáñez—. Por lo menos, retrasarán un poco el ataque.
—¡Y Khampur que no aparece! —exclamó el portugués, cuya frente se hallaba muy ensombrecida—. ¿Habré de perder realmente esta vez la corona? ¿Y aun a la Rhaní?
—Esos montañeses debían estar ya aquí. ¿Nos habrá engañado Kiltar?
—No lo creo. Ese buen hombre ha dado muchas pruebas de ser nuestro amigo.
—¡Ay, pobres caballos! ¡Pronto, a las carabinas todos! Mis tigres de Mompracem, dentro de poco estará esto hirviendo y caeremos muchos.
Las ametralladoras comenzaron de nuevo a funcionar, apoyadas por descargas cerradas de fusilería, que batían las tres vertientes.
Entretanto, los cien caballos habían caído furiosamente sobre los atacantes, derribándolos y pisoteándolos; pero no tenían la resistencia de los elefantes. Caían en grupos, fusilados casi a bocajarro y horrendamente heridos por las largas lanzas de los faquires.
Apenas habían transcurrido diez minutos, no quedaba ya ni uno en pie. Pero las tropas de Sindhia hallábanse muy embarazadas en abrirse paso por entre aquellos montones de carne palpitante que obstruían las gargantas.
Allí yacían los elefantes, y con ellos, centenares de cadáveres humanos, destrozados por el fuego terrible de las ametralladoras, y montones de caballos, atados todavía con las cuerdas.
Sin embargo, enfurecidos los del rajá por las grandes pérdidas sufridas y aguijoneados por los gritos terribles de los brahmanes, no cesaban de avanzar, ansiando caer sobre aquel puñado de leones, que resistían tan tenazmente detrás de sus trincheras.
Ya habían llegado al extremo superior de las vertientes y comenzaban a tocar la cima.
Sandokán se levantó, abandonando un momento la ametralladora. Cruzó los brazos sobre el pecho, y mirando apesadumbrado a Yáñez, le dijo:
—Si dentro de media hora no están aquí los montañeses, moriremos todos. Nunca creí que los parias y faquires tuvieran tanto valor y resistencia, y menos llevando los bacilos del cólera bajo su piel roñosa. ¿Quieres que intentemos de nuevo una carga desesperada?
—¿Un contraataque?
—Sí; lancemos a los dayakos con los kampilangs y a los malayos detrás con las carabinas.
—Mal juego —dijo el maharajá—; apenas estén sobre el saliente, caerán todos muertos. Al menos, aquí tenemos aún una relativa defensa.
—Que durará muy poco —respondió el Tigre de Malasia, volviendo a ocupar su puesto—. Si esos salvajes logran llegar hasta nosotros, lo destruirán todo, y entonces…
—¡Calla…! He oído sonar una descarga de fusilería hacia el junglar y en el camino de las montañas.
—¿Serán los montañeses de Khampur?
—Creo que sí —respondió el portugués, cuyo rostro había vuelto a serenarse—. ¡Vienen! ¡Son ellos! Yo los oigo ya galopar.
—Y yo también —dijo el malayo—. Llegaron en buena ocasión para salvar tu corona y a todos estos tigres que he traído de la lejana Malasia.
—Ea, derrochemos las municiones, y veamos de contener a esos reptiles mientras llegan nuestros salvadores.
Y de nuevo comenzaron su música infernal ametralladoras y carabinas. Las balas destruían el saliente, derribando gran número de enemigos.
Ya sabemos que todos los hombres traídos por Sandokán eran tiradores de primera clase, que difícilmente erraban un tiro. No valían menos los sikkaris, los viejos cazadores de Yáñez.
Ya las primeras filas, desafiando impertérritas el fuego infernal que las diezmaba, iban a precipitarse sobre la cima, cuando se las hizo detenerse, y enseguida retroceder corriendo por las hondonadas abajo para refugiarse en los campamentos y salvar la vida de su señor.
Sobre el último trozo de la carretera que conducía desde las montañas a la capital resonaban descargas formidables, acompañadas de ensordecedores gritos.
—¡Paso a la Rhaní…! ¡Viva el maharajá…!
Los quince mil jinetes de Khampur habíanse dirigido sobre los tres campamentos de Sindhia, poniendo seguidamente en fuga a sus defensores o derribándolos bajo los certeros golpes de sus cimitarras.
Los parias y faquires que se hallaban en la colina se lanzaron furiosos al encuentro de los jinetes, perseguidos aquellos por los tigres de Mompracem, que derrochaban sin tino sus numerosas municiones.
Yáñez, Tremal-Naik y Sandokán abandonaron las ametralladoras, muy peligrosas entonces para los montañeses que combatían y podían hallarse en su línea de tiro, y se precipitaron también por una vertiente para apoyar a sus amigos.
En los campamentos de Sindhia se combatía ferozmente; pero era inútil para los hombres del rajé, desmoralizados ya por el combate anterior, que les había causado innumerables bajas.
Esforzábanse en reunirse aquí y allá, guiados por los brahmanes, que demostraban extraordinario valor; pero pronto caían a los asaltos, cada vez más furiosos, de los montañeses.
La lucha se concentró en torno a la gran tienda del rajá, la cual trataban de defender tres o cuatro mil faquires, decididos a dejarse matar para defender a su señor.
Por el contrario, los parias habían sido los primeros en huir, sin preocuparse siquiera de los enfermos del cólera, que yacían en grandísimo número bajo las tiendas.
El ejército de Sindhia se deshacía rápidamente, no obstante los desesperados esfuerzos de los brahmanes, que animaban con penetrantes gritos a los combatientes. Después de tres o cuatro cargas, que dispersaron también a los faquires, Khampur, Kammamuri y Timul, el gurú y la Rhaní penetraron en la gran tienda del rajá, seguidos de fuerte escolta.
Los demás perseguían a los fugitivos para impedirles volver a reunirse, y los buscaban hasta debajo del boscaje.
El rajá, sorprendido por la rapidez del ataque, no había tenido tiempo de huir.
Quizá había confiado en exceso en sus hordas allegadizas, que no podían tener mucha consistencia.
Habíase quedado solo con Kiltar y empuñaba dos largas pistolas, irguiéndose bajo la gran lámpara de plata.
—¡Atrás! —gritó al ver a Khampur y sus compañeros penetrar en la vasta tienda—. Yo soy el rajá de Assam y vosotros sois ahora mis súbditos… ¡Atrás, miserables! ¡No tenéis derecho a poner vuestras manos en mi persona, que es de sangre real!
—Hemos venido aquí para prenderte, Alteza —dijo Khampur—. Nos han dado esa orden.
—¿Quién?
—La Rhaní.
—¡Tú deliras! Esa mujer no habrá tenido tal osadía, ahora que el maharajá ha sido muerto por mis valientes en la cima de la colina.
—¡Ah, canalla! —gritó una voz—. ¡No mientas para asustar a mi esposa! Mírame; estoy más vivo que antes.
Quien así hablaba era Yáñez, que había llegado a punto. Tremal-Naik y Sandokán le seguían, abriéndose imperiosamente paso entre los montañeses que llenaban la tienda y que, temerosos de alguna traición, se estrechaban en tomo a la Rhaní.
El rajá, al ver a Yáñez, rechinó los dientes como un chacal rabioso, retrocedió cinco o seis pasos, empuñando siempre las pistolas.
—¡Ríndete…! —gritó el portugués—. Todo tu ejército se ha dispersado, y a ti no te queda ya dinero para levantar otro.
—¡Rendirme! —exclamó el rajá con voz ronca—. ¿Y qué vas a hacer de mí?
—¡Te mandaremos otra vez a Calcuta! —gritó una voz femenina, pero con acento imperioso.
—¡Surama…! —gritó Yáñez.
—Sí, soy yo, querido esposo.
—¿Y nuestro hijo?
—Está seguro en la montaña. A este hombre le mandaremos otra vez a Calcuta o le embarcaremos para Malasia en compañía de Sandokán y de los tigres de Mompracem. De ese modo no volverá a molestamos.
Sindhia lanzó una gran carcajada.
—¡Ah! —dijo después—. ¿Conque queréis recluirme en un manicomio o llevarme fuera de la India, a aquel país de salvajes? Pues sabed que Sindhia, rajá de Assam, morirá a la sombra de las pagodas y se hará sepultar en tierra sagrada.
—Te obligaremos nosotros a embarcarte —dijo Yáñez—. Estamos resueltos.
—Y yo te repito, príncipe blanco, que no abandonare este país.
—Te enviaremos en uno de los elefantes que me robaste con mis rajaputras.
—Cosas de la guerra —respondió Sindhia.
Y retrocediendo otros cinco pasos, dijo a Kiltar, que era el único que le quedaba de todos sus guerreros:
—Dame un vaso de gin o de brandy. Tengo sed.
—Ya no queda ninguna copa, Alteza —respondió el brahmán—. Se han quebrado todas en la lucha.
—Pero allí en aquel rincón hay una botella que apenas debe de estar empezada. Dame de beber, me estoy abrasando.
Kiltar interrogó a Yáñez, y en vez de obedecer corrió a ocultarse tras las filas de los montañeses y malayos.
—¡Ah! ¡Tú también me traicionas! —gritó el loco—. ¿Ya no soy, pues, nada aquí? ¿No tendré siquiera un criado que me dé de beber?
Y enseguida, con un salto salvaje, se precipitó hacia la botella, que debía de contener todavía un par de cuartillos de gin, y la vació de un sorbo antes que pudiese impedirlo Khampur, que era el más próximo a él.
Inmediatamente después apuntó las dos pistolas, gritando con voz terrible:
—¡Aquí morirán el maharajá y el rajá!
Resonaron dos disparos.
El loco había hecho fuego sobre Yáñez y errado el tiro. Sus manos temblorosas no le dejaban ya servirse de aquellas armas soberbias.
Cuando la nubecilla de humo se disipó y los montañeses avanzaron furiosos, empuñando sus cimitarras, volvieron a sonar otras dos detonaciones.
El rajá, lo mismo que el cruel Teodoro, emperador de Abisinia, se había disparado en la boca, destrozándose el cráneo.
—¡Desgraciado! —gritó la Rhaní.
Sandokán y Yáñez se precipitaron sobre el cuerpo del rajá, que había caído sobre una rica alfombra de Persia.
Su rostro estaba todo destrozado: los ojos habían saltado de las órbitas y por los oídos salían pedazos de la masa encefálica.
—Este hombre está muerto —dijo el Tigre de Malasia—. Digno fin de tal vida.
—Y, sin embargo, hubiera podido ser aún feliz —dijo Yáñez con tristeza.
Kiltar acudió trayendo un velo de Cachemira y cubrió con él el cuerpo de su amo.
—Salgamos —dijo Yáñez, cogiendo del brazo a la Rhaní—. Aquí no tenemos ya nada que hacer.
—¡Por poco te asesina! —dijo Surama, que era presa de violenta emoción.
—Vámonos —dijo Sandokán—. No olvidéis que aquí reina el cólera. Volvamos a nuestra salubre colina. Verdad es que tenemos el médico holandés; pero no sé si podría él solo curar a millares de enfermos.
—Tampoco nuestra colina es suficiente para albergarnos a todos —dijo Yáñez.
—Dejaremos en ella mil hombres; pero nosotros, ya que ningún peligro nos amenaza, nos dirigiremos enseguida a Jaintapru, que cuenta con cien mil habitantes, y los cuales no cedieron a los halagos ni a las amenazas de Sindhia. Aquí todo está infectado por los enfermos y muertos del cólera y por los cadáveres en putrefacción: caballos, elefantes y muchísimos centenares de hombres.
—¿Será esa ciudad tu nueva capital?
—¡Quién sabe!
En aquel momento oyéronse ensordecedores barritas.
Kammamuri y los cornacs habían descubierto los veinte elefantes, mandados esconder por el rajá dentro de una espesa floresta.
Los gigantescos animales, después de haber pastado a sus anchas, no deseaban hacer más que una larga caminata.
—Partamos —dijo Yáñez, ayudando a la Rhaní a subir sobre el elefante más gigantesco, que estaba perfectamente equipado—. Del fuego y de las balas me río yo; pero del cólera, no.
Un cuarto de hora después alejábase de la ciudad destruida, y por entonces inhabitable, una imponente caravana, compuesta de veinte elefantes y catorce mil jinetes, que se dirigía a Jaintapru.
Mil de estos últimos habían quedado en los campamentos de Sindhia para sepultar los cadáveres y curar a los coléricos, que gemían en gran número bajo las tiendas. El médico holandés tomó el mando de estos valientes, que habrían podido huir enseguida para ir a respirar aire más puro.
Por fortuna, estaba allí la colina, donde podía acampar un pequeño ejército.
Dos días después entraban en Jaintapru la Rhaní y Yáñez, aclamados efusivamente por el pueblo, que había temido como a la muerte que el cruel y odiado Sindhia reinase de nuevo sobre Assam.
Enseguida se les reunió Kiltar, encargado de sepultar al suicida en un mausoleo de la vieja capital escapado al incendio.
—¿Qué noticias traes? —le preguntó al punto Yáñez, que por fin podía fumar cuantos cigarrillos se le antojasen.
—El ejército del rajá se ha alejado; debe de haber traspuesto ya la frontera de Bengala. No volverá atrás, pues no tiene jefe que le acaudille.
—¿Y el cólera?
—Ese tobib blanco es extraordinario, Alteza. Los enfermos comienzan a mejorar.
—Supongo que no traerás tú los gérmenes de esa terrible epidemia.
—No, Alteza…; antes de venir aquí me he desinfectado cuidadosamente.
—Entonces puedes formar parte de nuestra pequeña corte. La Rhaní te ha nombrado ministro de la Guerra; merecías esta recompensa.
Durante dos meses detuviéronse en la ciudad, Yáñez, su esposa, Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri; pero cuando cesó la epidemia volvieron a Gauhati para reedificar la capital.
Millares y millares de habitantes habían ya regresado y emprendido animosamente el trabajo, ayudados por los mil montañeses, que ya no tenían más coléricos que curar.
—¿Será esta la última vez que me hagas venir de Mompracem? —preguntó una mañana Sandokán a Yáñez, mientras se equipaban cuatro elefantes, armándolos con las ametralladoras.
—Al griego lo matamos en el lago de Kim-Ballú y Sindhia se ha suicidado. Ahora espero reinar por fin tranquilo y dedicarme por completo a mi hijo.
—No olvides, hermano mío, que yo estaré siempre a tus órdenes. Estas aventuras me gustan mucho. Ahora en Mompracem ya no hay combates, y mis tigres están engordando terriblemente por su inactividad.
Abrazáronse como si fuesen dos verdaderos hermanos, y después de haberse despedido de la Rhaní Sandokán, que tenía en sus brazos al niño, montó en el primer elefante con el médico holandés.
Detrás iban otros tres proboscidios con los houdahs llenos de gente resuelta de nuestros antiguos conocidos, los guerreros malayos y dayakos, que no temían a los parias ni a los faquires.
Tres semanas después recibía Yáñez un cablegrama, participándole que el viaje había sido feliz y que Sandokán había encontrado a su amiga holandesa más bella que nunca.
Un año después, Gauhati había resucitado más espléndida que antes.
¡Por fin Yáñez podía respirar tranquilo y dedicarse por completo a su pueblo!