1. Cristianos pescando sanguijuelas
Cuando la expedición descendió de la cumbre sobre la cual estaba el castillo y alcanzaron las ondulantes llanuras en las que sólo crecían palmeras e higos chumbos, el sol se encontraba ya muy alto en el horizonte.
Incluso aquella zona del territorio, a distancia de Famagusta, presentaba huellas del paso de los turcos, que no dejaban en torno sino ruinas y cadáveres.
Las granjas, tiempo atrás florecientes, se encontraban derruidas; restaba de ellas, como máximo, algún trozo ahumado de pared o un tejado que se sostenía por un milagro de equilibrio, y de vez en cuando se observaban parcelas de terreno cultivado y viñedos devastados.
El capitán turco parecía no advertirlo. Pero sí se daban cuenta de ello los cristianos y en especial el tío Stake. El buen hombre no dejaba de mascullar, sin inquietarse porque pudieran oírle.
—¡Bandidos! ¡Lo han destruido todo, personas y casas! ¿Cuándo llegará para esos criminales la hora del castigo? ¡La República veneciana no dejará impunes estos crímenes! ¡Si así fuese, me convertiría ahora mismo en turco!
Al cabo de media hora de avanzar a todo galope, la expedición desembocó en una especie de plazoleta donde se veían estanques cubiertos de hojas y tallos putrefactos, que descubrían la presencia de la fiebre, escondida entre las descompuestas raíces y el fango del fondo.
A la orilla de uno de ellos, unos cuantos hombres medio desnudos, provistos de largas pértigas, se dedicaban a remover el agua pantanosa.
—Éstos son los primeros pescadores, señor —anunció el turco, haciendo detener su montura.
—¿Son los cautivos de Nicosia? —inquirió la duquesa, intentando ocultar la angustia que la dominaba.
—No. Son esclavos de Épiro —respondió el capitán. —Ven a comprobar de qué manera trabajan esos esclavos, y así te harás una idea de lo que hacen los cristianos de Nicosia y del trato que reciben por parte de la sobrina del bajá. No es una profesión agradable, te lo garantizo, y personalmente preferiría verme empalado o con un lazo de seda negra en torno a la garganta.
El capitán se dirigió a una tienda, en la que cuatro guerreros estaban preparando café, y les ordenó hacer trabajar inmediatamente a los esclavos, para mostrar al hijo del gobernador de Medina cómo realizaban la pesca de las sanguijuelas.
Los jenízaros, luego de haber presentado armas al notable personaje que se dignaba hacer una visita a los estanques, con un silbido hicieron salir de una tienda próxima una docena y media de hombres, los cuales al aparecer los visitantes habían abandonado la orilla.
Una exclamación de espanto surgió del pecho de todos los cristianos, en tanto que el capitán estallaba en una gran risotada, mientras decía con cínica crueldad:
—¡No están muy gordos! ¡Los perros no tendrán gran cosa para comer cuando esos canallas hayan acabado de pescar sanguijuelas! ¡Ya se ve que no son mantenidos con pechuga de pollo los pescadores de los estanques!
El espectáculo que ofrecían aquellos desgraciados era tan horroroso, que incluso el tío Stake quedó espantado, a pesar de que en su larga vida de marino había presenciado muchas cosas terribles.
Se hallaban delgados en extremo, hasta el punto de que se les podían contar todos los huesos. Sus piernas, sin otra cosa que la piel y el hueso, se veían llenas de sangrientas llagas ocasionadas por las mordeduras de los gusanos.
Sus ojos se hallaban velados como los de un moribundo, y los párpados, purulentos, parecían moverse con gran dificultad.
Un continuo temblor les sacudía todo el cuerpo, como si una fiebre muy elevada los dominara.
—¡Esos hombres están a punto de morir! —exclamó la duquesa.
El turco hizo un gesto de indiferencia con los hombros.
—Son esclavos cristianos —alegó. —Muertos no valen nada; vivos, pueden ser útiles para esto. Considero que Haradja ha tenido una excelente idea. ¿Qué iba a hacer con ellos? ¿Mantenerlos a costa suya? ¡Por lo menos de esta manera producen algo!
—¡Unos mezquinos cequíes! —repuso Nikola, que hacía extraordinarios esfuerzos para no precipitarse contra el turco y atravesarle con el yatagán.
—Cuatro o cinco al día —contestó el capitán. —¿Lo consideras poco?
—La sobrina del bajá no debe de necesitar esa cantidad y haría bien en mostrarse humanitaria con esos desdichados —dijo la duquesa, con reprimida rabia.
—Haradja aprecia mucho el dinero, señor Hamid. ¡Venga, jenízaros: hacedlos trabajar! ¡No hay que perder tiempo!
Los soldados cogieron nudosos vergajos y amenazaron con ellos a los esclavos, que contemplaban estúpidamente a los recién llegados.
—¡Al agua, picaros! ¡Ya habéis descansado lo suficiente, y si no trabajáis bien, esta noche no se os proporcionará aguardiente!
Aquellos desgraciados inclinaron la cabeza con resignación, se adentraron en el estanque, no sin haber titubeado un instante, y removieron el agua con largos bastones.
La pesca de sanguijuelas se lleva a cabo de la manera rudimentaria usada por los antiguos griegos y persas, los cuales son todavía los mejores pescadores y tienen en sus países miles de estanques habilitados para esos crueles aunque utilísimos anélidos.
Son siempre los hombres los que sirven como cebo, presentando sus piernas a las dolorosas mordeduras de los moradores de los pútridos estanques cenagosos, mordeduras que provocan las terribles fiebres palúdicas.
Actualmente, el método sigue siendo el mismo en Grecia, Persia y Chipre, lugares donde esa industria es más floreciente.
Como puede suponerse, ya no son los esclavos quienes realizan tan arriesgado oficio, que paulatinamente los va convirtiendo en esqueletos, a quienes ni el aguardiente ni las incesantes orgías bastan para recuperarlos.
No son tampoco griegos ni persas. Los pescadores modernos pertenecen a ese tipo de parias procedentes de todos los países de Europa que poco a poco han invadido las zonas levantinas, desempeñando todos los trabajos imaginables y viviendo como pueden.
Son unos seres realmente despreciables, viciosos cuya máxima aspiración es emborracharse y ganar todo lo posible, aunque sea en perjuicio de la propia salud.
Al empezar la temporada de la pesca se congregan en los estanques, erigiendo míseras chozas de paja, y se entregan ardorosamente a su trabajo. Los que tienen recursos adquieren algún caballo viejo, que sirve mejor como cebo que sus piernas, exentas ya por completo de grasa y carne.
¡Los pobres animales no resisten arriba de tres o cuatro semanas, ya que nadie se preocupa de hacer que recuperen, las energías que pierden de continuo!
A golpes se los obliga a entrar en el agua. Las sanguijuelas se adhieren en gran número a sus cuerpos y no los hacen salir de las aguas hasta que las patas, el vientre y los flancos están llenos de ellas.
Cuando su piel se transforma en una capa viscosa, negra, repulsiva, los hacen salir y les quitan los pequeños animales, que ponen cuidadosamente en barriles agujereados, llenos hasta la mitad de limo, dejándolos luego un rato en libertad para que recuperen nuevas energías; y el tormento vuelve a reanudarse, hasta que los infortunados animales totalmente agotados, se ahogan en el estanque o se desploman en tierra para no volver a levantarse.
En ocasiones, tal como hemos dicho, son los hombres los que hacen las veces de cebo. Continúan en el agua hasta tener las piernas llenas de sanguijuelas, aguantando heroicamente sus mordeduras, y cuando se encuentran en la orilla se libran de ellas para impedir que se desangren en exceso.
A la noche se hallan en tal estado de debilidad, que les resulta imposible mantenerse derechos ni hacerse la comida. El aguardiente o cualquier otra bebida alcohólica tomada en increíbles cantidades les proporciona una energía momentánea, bastante para volver a iniciar a la mañana siguiente su peligroso trabajo.
El dinero que ganan les permite entregarse a orgías alcohólicas, ya que un buen pescador consigue cada día veinte o veinticinco libras de ganancia.
Cuando acaba la estación, que se prolonga por lo general tres meses, los desdichados pescadores se encuentran en una lastimosa situación. No son hombres: son sombras, con la nariz afilada, los ojos hundidos en las órbitas, las piernas descarnadas, llenas de llagas, encorvados y como si se hubiesen vuelto transparentes. Su voz tiene muy poco de humana: es un silbido ronco, ininteligible. Y nadie sabe el tiempo que la fiebre atormentará su cuerpo.
No obstante, a pesar de tantos padecimientos, de tantas calamidades, al iniciarse la nueva estación vuelven a las riberas cenagosas de los estanques y reanudan el siniestro oficio que terminará con su vida antes de haber alcanzado los cuarenta años.
Al escuchar el grito amenazador de los jenízaros, e intimidados por los nudosos bastones, los esclavos se precipitaron al estanque, sin atreverse a protestar contra semejante crueldad, tanto mayor cuanto que casi no conservaban sangre en las venas.
Eran quince y, no obstante, no hubieran podido ofrecer la menor resistencia a aquellos cuatro jenízaros, a pesar de hallarse armados de fuertes bastones, que con facilidad hubieran podido inutilizar las cimitarras y pistolas de dudoso tiro de sus vigilantes.
Por los alaridos y gemidos que lanzaban aquellos infortunados, la duquesa y sus compañeros adivinaron en seguida que las sanguijuelas comenzaban a morderles las piernas, chupando con avidez la escasa sangre que todavía conservaban.
Un pescador que ya debía de tener un considerable número aferrado a su cuerpo intentó abandonar el estanque, no pudiendo soportar las crueles mordeduras, cuando un jenízaro le asestó un empellón y, mientras le apaleaba, dijo:
—¡Aún no, perro! ¡Aguarda a estar bien cubierto! ¡Tú no eres de la carne de Mahoma!
El tío Stake, que había desmontado del caballo para contemplar mejor el espectáculo, sin pensar en que lo que iba a llevar a cabo podía traicionarle, se lanzó contra el cruel turco, exclamando:
—¡Miserable! ¿No ves que no puede aguantar más? ¿Quieres que te lance al estanque? ¡Eres un bandido que no te compadecerías ni de un perro!
El mahometano, poco habituado a tal lenguaje, se volvió sorprendido hacia aquel hombre, que tenía el puño crispado como si pretendiese castigarle.
—¡Para eso es un cristiano! —le contestó.
—¡Pues yo, que soy más turco que tú, te aseguro que, si no le dejas salir del agua, te arrojo entre las sanguijuelas y no te permitiré salir hasta que te hayas desangrado por completo! —gritó el tío Stake, aferrándole por el cuello. —¿Has entendido, bandido? ¡Vas a ser la deshonra de Mahoma y de todos sus seguidores!
—¿Qué haces? —exclamó el capitán, dirigiéndose hacia el contramaestre.
—¡Le estrangulo! —contestó el tío Stake, oprimiéndole el cuello.
—¡Aquí quien manda soy yo, en ausencia de Haradja, la sobrina del bajá!
La duquesa se había levantado sobre los estribos y contemplaba con ojos de ira al capitán.
—¡Ordena que estos desdichados se retiren! —gritó con voz imperiosa. —¡Soy el hijo del bajá de Medina y valgo más que tú y que tu señora! ¿Me has entendido? ¡Derroté al León de Damasco y vencerte a ti resultaría para mí un juego de niños! ¡Cumple mis órdenes!
Oyendo el tono decidido y enérgico del joven, que acababa de desenvainar su cimitarra, dándole a entender que se hallaba dispuesto a hacer uso de ella, amedrentado por la resuelta apariencia de la numerosa escolta, el capitán ordenó inmediatamente a los jenízaros:
—¡Permitid que los pescadores regresen a sus chozas! ¡Hoy es día de asueto para celebrar la llegada de Hamid, hijo del bajá de Medina!
Los cuatro soldados, habituados a obedecer a los notables del Imperio, arrojaron sus vergajos y dejaron pasar a los pescadores.
La duquesa extrajo de las bolsas de la silla un puñado de cequíes y, lanzándolos al suelo, dijo:
—¡Qué hoy se entregue a esos hombres doble ración de aguardiente y comida abundante, además de un cequí a cada uno! ¡Si no cumplís mis órdenes, a mi regreso os haré cortar las orejas! ¿Me habéis entendido? ¡Lo restante, para vosotros!
Y luego de haber hecho un ademán de despedida a los pescadores, que la contemplaban como atontados, espoleó al corcel, diciendo al asombrado capitán:
—¡Conducidme a presencia de la sobrina del bajá! ¡Deseo verla en seguida!
—¡Mil demonios desencadenados! —murmuró el tío Stake. —¡Esta señora es realmente un prodigio! ¡Jamás hubiera conseguido yo hacerme obedecer de esta manera, ni incluso siendo gran almirante de la flota turca! ¡No llegaré a admirar lo suficiente la serenidad de esta mujer!
Los jinetes habían proseguido su carrera por entre grandes estanques llenos de tallos y hojas podridas, que todavía no debían de haber sido expurgados, a juzgar por los remolinos que agitaban las aguas cenagosas.
Numerosas legiones de sanguijuelas debían de habitarlos, aguardando a que algún caballo escuálido o las flaquísimas piernas de los pescadores sirvieran de pasto a su voracidad.
No habían pasado diez minutos, cuando el capitán, que otra vez se había puesto al frente de la expedición, señaló a la duquesa una soberbia y amplia tienda de seda rosa situada a la orilla de un amplio lago y en cuya cumbre flotaban tres colas de caballo, con una media luna que semejaba de plata.
—¿Qué es? —indagó la joven.
—La tienda de la sobrina de Alí-Bajá —respondió el capitán.
—¿Le agrada pasar el día aquí?
—En algunas ocasiones, con el fin de vigilar el trabajo de los cristianos y deleitarse con sus contorsiones.
—¡Y esa mujer pretende hacerse amar por el León de Damasco, que es el hombre más caballeroso y de mayor generosidad del ejército turco! —dijo la duquesa, con acento despectivo.
—Al menos en eso confía.
—¡Un león no será jamás el esposo de una tigresa!
—No había pensado en eso —repuso el turco, a quien parecía haber hecho mella aquella observación. —Pero si lo afirmas tú, que eres amigo de Muley-el-Kadel, me temo que Haradja pierda el tiempo de una forma lastimosa. Ya hemos llegado: disponte a saludar a la sobrina de Alí-Bajá.
Se detuvieron frente a la magnífica tienda, alrededor de la cual se alzaban míseras chozas vigiladas por unos treinta árabes y guerreros del Asia Menor, armados formidablemente.
—Acompáñame, señor —dijo el capitán. —Haradja estará bebiendo el café y fumando un cibuc, ya que está habituada a mofarse de esos edictos de Selim y no siente temor de que le corten las narices.
—Preséntame —repuso la duquesa, desmontando del caballo.
El capitán hizo un ademán a los cuatro árabes que se hallaban de centinela ante la tienda con las cimitarras desenvainadas, y avanzó hacia la entrada, diciendo:
—¡Señora, aquí hay un mensajero de Muley-el-Kadel!
—¡Adelante! —respondió una voz que tenía cierto timbre metálico y de dureza. —¡Sea proporcionada generosa hospitalidad a los amigos del noble e invencible León de Damasco!
El momento era de extremada emoción y dramatismo. La presencia en la tienda de Haradja, la sobrina de Alí-Bajá, podía ser motivo de quién sabe qué irremediables consecuencias.
Era el primer encuentro directo entre las dos mujeres. La musulmana rodeada de todas sus gentes, defensores del castillo de Hussif; y la cristiana camuflados su belleza y sexo bajo el seudónimo y las guerreras vestiduras del capitán Tormenta.
2. La sobrina de Ali-Bajá
Si bien muy emocionada, la duquesa entró con decisión en la suntuosa tienda, en tanto que el capitán, que de improviso se había vuelto muy solícito, alzaba la cortina mientras le hacía una profunda reverencia.
Una mujer joven y bellísima se hallaba de pie y con una mano colocada en el respaldo de un diván recamado de oro.
Era de alta figura, esbelta, con negros ojos que resaltaban con viveza bajo unas cejas perfectamente delineadas, boca pequeña con los labios del rojo de las cerezas maduras, abundantes cabellos que despedían un reflejo metálico semejante al ala de cuervo y la piel suavemente bronceada.
Sus rasgos faciales tenían en conjunto, a pesar de su pureza casi helénica, algo duro y enérgico que denotaba a la mujer cruel e inflexible, más habituada a mandar que a acatar órdenes.
Lucía un soberbio vestido turco bordado en oro, de blanca seda las calzas y de color verde el justillo, con bordes de plata, y cuyos botones lo constituían grandes perlas de un valor extraordinario. En el costado llevaba una faja de color rojo, cuyos flecos colgaban hasta tocar los escarpines de piel roja y adornados en oro. En su atavío no mostraba alhajas de ninguna clase; únicamente, ceñida por la faja de seda roja, una pequeña cimitarra de empuñadura de oro con incrustaciones de zafiros y esmeraldas. La vaina era de plata y los pasadores de nácar.
Al ver entrar a la duquesa luciendo el típico traje de albano, y cuyo semblante muy pálido hacía resaltar todavía más sus bellísimos ojos y la magnificencia de su cabellera, la sobrina del gran almirante, admirada, lanzó una exclamación.
—¿Qué deseas, efendi? —inquirió.
—Ahora te lo comunicaré, candindyic —respondió la duquesa, haciendo una reverencia.
—¡Candindyic! —exclamó Haradja, sonriendo con ironía. — ¡Este nombre es apropiado para las mujeres que habitan en los harenes dorados y perfumados, mas no para la sobrina de Alí-Bajá!
—Soy árabe y no turco —contestó la duquesa.
—¡Ah! ¿Así que eres árabe? —preguntó la turca. — ¿Son tan guapos como tú todos los jóvenes de tu tierra, efendi? Yo suponía que los árabes eran menos atractivos. Los que pude contemplar en las galeras de mi tío, el gran almirante, no tenían la menor semejanza contigo. ¿Quién eres?
—Soy el hijo del bajá de Medina —repuso impasiblemente la duquesa.
—¡Ah! —exclamó con una sonrisa la sobrina del bajá. — ¿Continúa en Arabia tu padre?
—¿Tal vez le conoces?
—No, a pesar de que varios años de mi niñez los pasé a las orillas del mar Rojo. Ya no navego más que por el Mediterráneo. ¿Quién te envía, efendi?
—Muley-el-Kadel.
Un temblor casi imperceptible contrajo el semblante de Haradja.
—¿Qué desea de mí? —inquirió.
—Me manda para suplicarte que le entregues uno de tus cautivos cristianos de Nicosia.
—¡Un cristiano! —exclamó la turca, sorprendida. — ¿A quién?
—Al vizconde Gastón Le Hussière —replicó la duquesa.
—¿Ese francés que luchó por la República de Venecia?
—Sí, señora.
—¿Por qué razón el León de Damasco tiene interés en ese maldito giaurro?
—Lo desconozco.
—¿Acaso se habrá quebrantado su fe como buen seguidor de Mahoma?
—Me parece que no.
—¡Considero demasiado generoso al León de Damasco!
—¡Querrás decir caballeroso!
—En un turco ese nombre no va muy bien —contestó la sobrina del bajá. — ¿Qué pretenderá hacer con ese hombre?
—No te lo sabría decir. No obstante, creo que desea mandarle como embajador a Venecia.
—¿Quién ha ordenado eso?
—Mustafá, según tengo entendido.
—¿Desconoce el gran visir que ese cristiano pertenece a mi tío?
—Mustafá, señora, es el almirante supremo de la flota turca y todas sus órdenes tienen el beneplácito del sultán.
—¡A mí qué me importa el gran visir! —exclamó, encogiéndose de hombros, la turca. — ¡Aquí mando yo y no él!
—¿De manera que te niegas, señora?
En lugar de responder, Haradja dio una palmada. Un par de esclavos negros entraron y se arrodillaron ante ella.
—¿No tenéis nada que presentar a este efendi? —los interrogó, sin mirarlos siquiera.
—Yogur, señora —contestó uno de los esclavos.
—¡Traedlo, despreciables esclavos!
Y volviéndose hacia la duquesa, dijo sonriendo con afabilidad:
—Aquí escasea todo. Pero en el castillo te ofreceré mejor hospitalidad, bello capitán. Confío en que no nos dejarás en seguida.
Y, sentándose en el diván, indagó, adoptando una atrayente postura:
—¿Qué hace Muley-el-Kadel en el campamento de Famagusta?
—Descansa y termina de reponerse de una herida que recibió —informó la duquesa.
Haradja se incorporó, igual que una leona herida, y fijó en la joven una mirada furiosa.
—¡Herido! —exclamó. — ¿Quién le hirió?
—Un capitán cristiano.
—¿Cuándo?
—Hace ya días.
—¿En un ataque?
—No; en un desafío.
—¿A él? ¡Al invencible León de Damasco! ¡La primera y más peligrosa espada del ejército! ¡Oh, no es posible!
—Lo que te digo es verdad, señora.
—¿Por un cristiano?
—Por un joven capitán.
—¿Era tal vez un dios de la guerra?
—Puede ser, señora.
—¡Ah! ¡Me hubiera agradado verlo!
—Se trataba de un perro cristiano, señora.
—¡Ya sea cristiano o turco, ha de ser un héroe, casi un dios!
La duquesa sonrió con ironía. Las dos mujeres guardaron un breve silencio.
Haradja, detenida en medio de la tienda, manoseaba con nerviosismo la empuñadura de su cimitarra.
—¡Vencido! —se dijo. —¡Él, el invencible León de Damasco! ¿Así que hay en Chipre un hombre más fuerte y valeroso que él? ¡El León! ¡Únicamente un tigre podrá haberle derrotado! ¿Quién será? ¡Me agradaría conocerle!
—Ya te dije que quien hirió a Muley-el-Kadel era un cristiano —insistió la duquesa.
Haradja hizo un movimiento de indiferencia con los hombros en un gesto de despecho.
—La fe; la cruz o el islamismo, ¿qué le interesan a una mujer? ¡Eso no representa nada para el corazón!
—¡Tal vez estés en lo cierto! —convino la duquesa.
Haradja alzó la vista, clavando los ojos en ella, y luego de haberla examinado unos instantes inquirió de improviso:
—Y tú ¿también eres un héroe?
La duquesa, cogida desprevenida por aquella pregunta, permaneció silenciosa un momento y, al cabo, repuso:
—Si en tu castillo, señora, cuentas con espadachines de categoría, puedes decirles que se enfrenten contra mí dos contra uno y los venceré cuando te plazca.
—¿Incluso a Metiub?
—¿Quién es?
—El mejor espadachín de la flota.
—¡Que se presente!
—¿Deseas tú, effendi, competir con Muley-el-Kadel? —inquirió Haradja, sorprendida.
—¡Con todos!
—¡Pero Muley es amigo tuyo!
—Es verdad, señora.
—¿No te has enfrentado nunca a él?
—No.
—Esta tarde te admiraré en la demostración, effendi. Solamente amo a los bravos que saben vencer y matar.
—Cuando lo mandes, señora, te demostraré cómo combate el hijo del bajá de Medina.
Haradja le examinó de nuevo diciéndose para sí:
—«¡Guapo y audaz! ¿Más audaz o más guapo? ¡Ya lo comprobaremos!»
En aquel instante, ambos esclavos penetraron en la tienda portando en una bandeja de oro dos recipientes de plata con yogur.
—Por ahora, acepta esto, effendi —dijo la sobrina del bajá, — en tanto que yo ordeno preparar mi caballo. Eres mi invitado, y en el hisar te trataré mejor. Me resulta agradable tu compañía y te quedarás algunos días conmigo.
—¿Y Muley-el-Kadel?
—¡Aguardará! —contestó Haradja despectivamente.
—Ya te he indicado que me ha ordenado Mustafá llevar a Famagusta al vizconde.
—¡Aguardará también! ¡No estoy habituada a recibir mandatos de nadie y menos aún del sultán! ¡Chipre no pertenece a Constantinopla y el Mediterráneo no es el Bósforo! ¡Despreciables esclavos, preparad un corcel!
—¡Una pregunta más, señora! —interrumpió la duquesa.
—¡Habla, efendi!
—¿No me será posible ver al vizconde?
—No se encuentra aquí —respondió Haradja. —Le he enviado a un estanque un poco alejado, donde me han asegurado que las sanguijuelas son muy abundantes.
—¿Le has encargado a él pescarlas? —inquirió la duquesa con un gesto de espanto.
—No. Solamente es el encargado de dirigir la labor. Mustafá y Muley-el-Kadel no le hallarán en muy malas condiciones físicas. Ese caballero me ha parecido más interesante que los demás, aunque sea un perro cristiano. Por otra parte, está en situación de pagar un buen rescate, y para la gente acomodada la sobrina del bajá guarda ciertas consideraciones. Acompáñame, bello capitán. Se está más cómodo en el castillo que en estos estanques pestilentes.
La duquesa contempló con cierta burla a Haradja y respondió:
—Cuando gustes, señora: estoy preparado. No hay que hacer esperar a las damas, como dicen los gentilhombres cristianos.
La sobrina del bajá pareció interesarse por aquella frase, preguntando:
—¿Has viajado por las naciones cristianas?
—Sí, señora. Mi padre deseó que conociera España y la bella Italia.
—¿Con qué fin?
—Quería que me perfeccionase en el uso de las armas.
— ¿De manera que si se presentase la ocasión serías capaz de batirte con armas rectas?
—A mi entender son más prácticas que las cimitarras turcas.
—¡Bah! —comentó Haradja. —Metiub es un magnífico maestro de armas, y ni la espada italiana, ni la francesa, ni la cimitarra turca le atemorizan.
—¡Quién sabe, señora!
—¿Confías mucho en tu pulso, effendi? ¡Pareces demasiado joven!
—¿Y qué importancia tiene eso? —inquirió la duquesa. —La maestría y el brazo es lo que importa y no la juventud.
—Esta tarde te contemplaré frente a Metiub, effendi.
—¡No me arredra!
—¿A la primera y mejor espada de la escuadra no le temes?
—Ya me lo dijiste —respondió con una risita la duquesa. —Mediremos nuestras armas, señora, si eso te gusta. Tengo deseos de conocer al más experto espadachín mahometano.
—¡Señora! —interrumpió en aquel instante uno de los esclavos, penetrando en la tienda.
—¿Está ya mi caballo?
—Ya está preparado.
—Capitán, la comida nos aguarda en el castillo de Hussif.
—Me tienes a tus órdenes —contestó la duquesa, inclinándose. —¿Y el vizconde Le Hussière?
—Mañana se reunirá con nosotros —respondió Haradja. — Estoy interesada en las sanguijuelas de mis estanques. Es una gran riqueza que se puede explotar y de la que los cristianos no se habían dado cuenta. ¡Cosa rara! Cualquiera diría que esos pequeños animales sienten preferencia por la sangre cristiana. ¿Será mejor que la mahometana?
—Es posible —convino la duquesa.
—¡Pongámonos en marcha, bello capitán!
Abandonaron la tienda. Un esclavo negro sostenía por las bridas un corcel árabe blanco magníficamente empenachado.
—Mi caballo es de batalla —explicó Haradja. —Me lo mandaron de Gebel Schamar y me parece más raudo que ningún otro de los que hay en Chipre. Lo quiero más que pudiera quererlo un árabe, y tú, puesto que lo eres, conoces mejor que yo que tus compatriotas ponen en primer término en su corazón al caballo y, en segundo, a la mujer. ¿No es así, capitán?
—Sí, señora —concordó la duquesa.
—¡Muy raros hombres son los árabes! Se asegura que las mujeres bellas no escasean en tu tierra. El Profeta debía de tener buen gusto. ¡Ah! ¿Cuál es tu nombre?
—Hamid.
—¿Qué más?
—Leonor.
—¡Leonor! —exclamó la sobrina del gran almirante. — ¿Qué significado tiene ese nombre?
—No sabría indicártelo.
—Creo que no es árabe ni turco.
—Igual que yo —contestó la duquesa, con sutil ironía.
—¿No será cristiano?
—¡No lo sé!
—¡Leonor! ¿Qué raro capricho o qué fantástica imaginación induciría a tu padre a ponértelo? ¡Es lo mismo! ¡Es hermoso y suena bien! Sube a caballo, Hamid Leonor. Al mediodía nos encontraremos en el castillo de Hussif.
La sobrina del bajá montó sobre la silla de su caballo de un salto con la agilidad de una amazona y, soltando las bridas, exclamó:
—¡Acompáñame! ¡Junto a mí, bello capitán, haremos correr a tu escolta!
3. Los caprichos de Haradja
La comitiva inició una desenfrenada carrera. Haradja azuzaba a su corcel con la mano y lanzaba salvajes gritos.
Aquella sorprendente mujer parecía emborracharse con la velocidad, que tal vez le recordara las bordadas de su tio en las galeras y el furioso silbar del viento en el Mediterráneo.
Ni los movimientos sobresaltados del caballo ni las sacudidas producían en ella la más mínima impresión. Se erguida e impertérrita, como si su cuerpo formase parte corcel.
Con el semblante excitado, los ojos chispeantes y los cabellos sueltos al viento, espoleaba continuamente su montura, exclamando:
—¡Azuza tu caballo, capitán! ¡Un árabe no debe rezagarse jamás!
La duquesa, magnífica amazona, forzaba a su cabalgadura a realizar extraordinarios esfuerzos para seguir a la altura de Haradja.
La expedición se iba rezagando a cada instante, a pesar de los gritos y golpes de espuelas de los jinetes para excitar a los cansados caballos.
Solamente el capitán turco y Perpignano conseguían dar alcance en algunas ocasiones a las mujeres.
Aquel endemoniado galope se prolongó durante veinte minutos, y no se interrumpió hasta que alcanzaron la plataforma del castillo.
La duquesa detuvo, con un firme tirón, a su corcel, y desmontando se aproximó hasta Haradja para ayudarla. Pero ésta la repelió con un enérgico ademán.
—¡La sobrina de Alí-Bajá —exclamó —baja y sube del caballo de un salto sin precisar escuderos ni soldados!
Y, contemplando con incitante sonrisa a la duquesa, agregó, luego de haber bajado al suelo sin apoyarse en los estribos:
—Eres invitado de mi castillo, gentil capitán, y tus deseos van a ser para mí órdenes.
—Procuraré, señora, no abusar de tu hospitalidad.
—Pues te ordeno que abuses —respondió Haradja.
—En tal caso, ya no seré yo quien mande —contestó con una sonrisa la duquesa.
La sobrina del bajá permaneció silenciosa durante unos segundos, como reflexionando en la respuesta y añadió, riendo:
—Estás en lo cierto, capitán; ya comenzaba yo a dar órdenes. Es un mal hábito. Pero ¡qué se le va a hacer! Estoy habituada a mandar siempre, no a ser mandada. Acompáñame: la comida está preparada, ya que oigo al muezzin cantar la plegaria del mediodía.
Y, haciendo un ademán con la mano derecha y encogiéndose imperceptiblemente de hombros, añadió a media voz:
—¡El Profeta se conformará con la plegaria de su sacerdote! ¡Dios es grande y por hoy disculpará que no le oremos!
«¿Qué género de mujer es ésta? —se dijo la duquesa. —Fiera con los cristianos porque no son mahometanos, se ríe de Alá y de su profeta. ¿Será un enigma? ¡Estáte alerta, capitán Tormenta!».
Haradja dejó al cuidado de los esclavos los corceles, les encargó que atendieran a la comitiva y, tomando con familiaridad de la mano a la duquesa, penetró con ella en un amplio salón, a cuya puerta se hallaban de guardia dos esclavos.
—¿Está preparada la comida? —inquirió Haradja.
—Sí, señora —respondieron, haciendo una profunda reverencia.
El salón se encontraba amueblado con elegancia, pero también con sencillez, sin grandes muebles pesados, de los que en aquel tiempo se empleaban.
Unos cuantos divanes de seda, numerosos tapices y tapetes recamados en oro y plata, mesitas pequeñas en los rincones y artísticas panoplias de armas de todos los países: desde los arcabuces largos y pesados árabes hasta la liviana y reluciente espada francesa.
En medio de la estancia había una mesa puesta con elegancia, con mantel de seda floreada, platos de plata extraordinariamente cincelados y vasos y jarras de cristal de Murano.
—Siéntate, gentil capitán —indicó Haradja, colocándose cómodamente sobre una poltrona de brocado. —Efectuaremos a solas la colación y así podremos conversar sin que nos molesten. No te inquietes, effendi, por los de tu comitiva. Serán magníficamente atendidos y no se podrán quejar de la hospitalidad del castillo de Hussif. Dispongo de muy buenos cocineros y me mandan lo mejor de Constantinopla y de las islas. ¡Ah! ¡Por cierto: has llegado en una buena ocasión! Haré que dispongan peces milagrosos de Balouskla.
—¿De Balouskla? —inquirió la duquesa. —¿De qué peces se trata?
—¿Cómo? ¿Acaso no sabes nada respecto a la leyenda?
—No conozco ni una palabra, señora.
—Te la explicaré mientras los paladeemos, effendi.
«¡Qué extraña criatura!», dijo para sí la duquesa.
Haradja tomó un platillo de plata y dio un golpe en una campana de oro. Cuatro esclavos negros acudieron llevando platos de plata con pastelillos, dulces perfumados con esencias, de los que tanto gustaban en aquella época a las mujeres mahometanas.
—Servirán para abrirte el apetito —indicó Haradja a la duquesa. —Los célebres pescados vendrán después.
La joven duquesa cogió algunos y los elogió en extremo. Después penetraron un par de esclavos llevando en un plato de oro una docena de peces de doradas escamas, que, ¡cosa extraña!, tenían una larga mancha negra en el costado derecho.
—He aquí un plato extraño que me agrada ofrecerte, effendi. El mismo Selim no debe de comerlo muy a menudo, debido a su elevado precio. Estos peces resultan difíciles de pescar en medio del fango de los lagos de la abadía de Balouskla.
—Una abadía que desconozco, ya que no he combatido jamás fuera de Arabia y del Asia Menor.
—Cátalos primero —dijo Haradja.
La duquesa tomó uno.
—¡Deliciosos, señora! —comentó. —¡En el mar Rojo jamás vi pescado tan exquisito!
—¡Lo creo! Los monjes no los venden a todo el mundo. Les gusta más comérselos ellos mismos —contestó Haradja, sonriendo. —Ahora adivino por qué razón los venden a tan alto precio. No obstante no me importa el dinero gastado, puesto que se trata de presentarte un plato digno del sultán de Constantinopla. ¿Puedes creerme si te aseguro que estos peces saltaron solos un día dentro de la sartén?
—¡Estos peces! —exclamó la duquesa.
—Sus abuelos —informó Haradja.
—¿Es posible lo que me explicas, señora?
—Se trata de una historia real, effendi. Se afirma que Mohamed II, nuestro gran sultán, había resuelto tomar Constantinopla en un día decidido de antemano.
—El veintinueve de mayo de mil cuatrocientos cincuenta y tres —corroboró la duquesa.
—Conoces muy bien la fecha. ¿Tienes mucha instrucción?
—Muy poca, señora; te suplico que prosigas.
—Bien. Ya que conoces lo que sucedió en épocas pasadas, no desconocerás que los griegos de Constantino XVI, que había de ser el último de los Paleólogos, organizó una vigorosa defensa luego de haber efectuado pública penitencia en la iglesia de Santa Sofía.
—Sí. Se lo oí explicar a los viejos que tenían la misión de instruirme —dijo la duquesa.
—El ejército de Mohamed, que había jurado tomar por encima de todo la antigua Bizancio y convertir la iglesia de Santa Sofía en la más magnífica mezquita de Oriente, al asomar el alba se precipitó ferozmente al ataque, conquistando con valentía más que sobrehumana los fuertes, pese a la desesperada resistencia opuesta por los guerreros del Paleólogo; por último, los griegos, aniquilados por las armas de nuestros invencibles soldados, que avanzaban de continuo, despreciando el huracán de flechas que sobre ellos se abatía, mandaron a un guerrero para prevenir a los conventos la caída de la ciudad. En uno de aquéllos, denominado el convento de Balouskla, estaban guisando unos pescados de una clase especial, muy apreciados por la exquisitez de su carne y que los monjes criaban en determinada pecera. El cocinero, que se preparaba a sacar unos cuantos de la sartén, llena de aceite hirviendo, al escuchar la nueva llevada por el guerrero se encogió de hombros, no pareciéndole posible que los mahometanos hubieran conseguido conquistar la ciudad, exclamando: «¡Si lo que decís es verdad, desearía ver estos peces, ya fritos, saltar al suelo y moverse! ¡De otra manera, no creeré en las palabras de este hombre!». Nada más había dicho aquellas palabras, cuando, entre la estupefacción de todos los presentes, se vio cómo aquellos peces revivían y comenzaban a menearse en el suelo. La noticia de aquel milagro no tardó en ser notificada a Mohamed, quien, imaginando ver en ello un indicio del poder del Profeta, mandó que se recogieran aquellos pescados y encontrándolos todavía con vida hizo que los guardaran en una vitrina de su palacio.
—¿Y éstos descenderán de aquéllos? —inquirió la duquesa.
—Sí, effendi. Examínalos bien y comprobarás cómo tienen una mancha negra en el costado izquierdo.
—Vendrá a ser como su marca de fábrica.
—¿Piensas que el milagro haya acontecido?
—Tengo ciertas dudas, señora.
—Yo tampoco lo creo —convino Haradja, riendo alegremente. —El Profeta debía de tener aquel día otras cosas que llevar a cabo para ocuparse de los peces del convento de Balouskla. De todas formas, no puedes negar que son magníficos.
—¡Deliciosos! —respondió la duquesa, que contemplaba cada vez con mayor interés a aquella mujer, que, cosa rara en una turca, se permitía dudar de algo relacionado con el Profeta.
A aquellos pescados siguieron otros manjares, todos servidos en fuentes de oro o plata, y frutas exquisitas de Egipto y Trípoli. Luego un esclavo les llevó auténtico moka, que la duquesa apreció en gran manera, ya que el café en aquel tiempo sólo podían tomarlo los nobles y poderosos señores turcos, pagándolo casi a precio de oro. Haradja, que no había dejado de conversar animadamente, luego que la mesa hubo sido levantada, mandó traer un magnífico y pequeño cofre de plata, y sacando de él un par de rollitos blancos, invitó con uno de ellos a la duquesa.
—¿Qué son? —inquirió ésta, examinándolos con interés.
—Se fuman, ya que bajo esta envoltura blanca hay tabaco. ¿No los has visto jamás en tu país, effendi?
—No, señora.
—¿No fuman en Arabia?
—Sí. Hay quienes fuman en narguilé, pero a escondidas, para no arriesgarse a que les corten los labios o la nariz. Ya estás enterada de que Selim ha prohibido el uso del tabaco y decretado muy severas órdenes contra los que fuman.
Haradja lanzó una carcajada.
—¿Imaginas que me atemoriza Selim? Él se encuentra en Constantinopla y yo aquí. ¡Qué envíe a sus jueces a condenarme y verá de qué forma los trato! Tengo palos colocados en lo alto de las torres, y esa gente podría servirme magníficamente como veletas. ¡Fuma tranquilamente, gentil capitán! ¡Hallarás gran satisfacción en embriagarte con este humo exquisito y perfumado!
Una vez encendido el cigarro, de los primeros que en aquel tiempo se elaboraban, aspiró una bocanada de humo, y prosiguió:
—¡Selim! ¡Un sultán indolente que para eludir el cansancio se hace llevar en litera por entre los jardines de su serrallo y que no tiene más fortaleza que la precisa para ordenar de continuo crueldades, con las que satisface a las hermosas del harén! ¡Oh! Posiblemente no se parece a Mohamed II ni a Solimán. Si no contase con dos grandes comandantes como Mustafá y mi tío Alí, Chipre continuaría todavía en poder de los venecianos, y las galeras de la República amenazarían tal vez de nuevo Constantinopla.
—No obstante, he oído explicar, señora, que a ti tampoco te desagrada mostrarte cruel.
—Yo soy una mujer, effendi.
—No te entiendo —respondió la duquesa.
—¿Qué es lo que hacen en Arabia vuestras mujeres?
—Se preocupan de preparar la comida para el marido y en cuidar de la tienda y de los camellos.
—¡Sí que tienen entretenimientos! —comentó Haradja, que continuaba fumando con parsimonia.
—No obstante, así es, señora.
—Y las mujeres turcas, ¿qué entretenimientos tienen?
Encerradas en sus harenes, apartadas del rumor de la ciudad, como si estuviesen enterradas vivas, no tardan en hastiarse de los perfumes, de los bailes, de las esclavas y de los cuentos de las viejas. Una intensa tristeza las invade, al mismo tiempo que se apodera de ellas un vivísimo anhelo de profundas emociones a pesar de que sean crueles. Experimentan entonces la necesidad de ver padecer a seres humanos, sueñan con sangre y destrozos y se vuelven pensativas. Mi juventud transcurrió en el harén de mi tío. ¿Podría ser diferente a las otras mujeres turcas? Al fin y al cabo todas las mujeres son parecidas, ya sean turcas o cristianas.
—¡Oh! —exclamó la duquesa, haciendo un ademán de protesta.
—Óyeme, effendi. Cierta tarde una joven y hermosa cristiana que apenas había cumplido dieciséis años jugaba en una playa del Mediterráneo, en unión de una de sus ayas. Poco rato después surgieron de la escollera próxima, con la rapidez de gacelas, unos piratas turcos, quienes, afrontando las flechas de los centinelas del cercano castillo, mataron al aya y raptaron a la muchacha. Ésta no era turca, sino cristiana y de noble familia italiana. Sin atender a sus lágrimas y súplicas, la condujeron a Constantinopla, ofreciéndola en calidad de esclava a los proveedores del sultán. Solimán la encontró muy bella y la convirtió en su esposa favorita. La joven abandonó su religión, olvidó a su patria y a su padre, que tal vez la lloraba aún, y pronto se apoderó de ella ese aburrimiento profundo, que no es una dolencia única en las mujeres turcas. Aquella cristiana se transformó en un monstruo de perversión. Las favoritas de su marido, amo y señor al mismo tiempo, resultaron estranguladas por mandato suyo y arrojadas de noche al Bósforo; los propios hijos de Solimán hubieron de sufrir su cólera, ya que ordenó que fueran lanzados al mar Negro en el interior de un saco de piel y en unión de un gato y un gallo, con el fin de que su agonía fuera más trágica. ¿Qué más? Sonriendo mandó descuartizar a la hija mayor del sultán y riendo pretendió asesinar al joven heredero del trono presentándole un plato de fruta envenenada. ¿Qué era aquella mujer? ¿Turca o cristiana? Contéstame, effendi.
—¿Cuál era su nombre?
—Kourremsultana.
—Que quiere decir Roxelana.
—Sí. También la denominaban de esta manera —concordó Haradja.
—Tal vez el aire que se respira en el Bósforo la había tornado loca —repuso la duquesa.
—Es posible. Pero… ¡ah…!
—¿Qué sucede, señora?
—He recordado una cosa bastante interesante.
—¿Cuál?
—Tú eres amigo del León de Damasco.
—Ya te lo dije.
—Y agregaste que ese soberbio guerrero no te hubiera espantado. ¿No es verdad, effendi?
—Eso considero —contestó la duquesa, que estaba alerta, no acabando de entender adonde pensaba ir a parar aquella sorprendente criatura.
—Escucha, effendi. En algunas ocasiones, luego de haber comido, me invade ese fastidio sanguinario que sufría Kourremsultana. Yo soy turca y, por consiguiente, es más lógico en mí que en aquella sultana.
—No te entiendo, señora —dijo la duquesa.
—Deseo verte, effendi, combatir con el capitán Metiub, que se precia de ser la mejor espada de la escuadra de mi tío.
—Si así lo deseas, señora… —respondió la duquesa, arrugando el entrecejo. Y para su fuero interno se dijo: «¡Algo cara me hace pagar la comida esta mujer! ¿Acaso necesitará un muerto para abrirle el apetito para la hora de la cena?»
Haradja se había incorporado y, aproximándose a una panoplia llena de armas, dijo:
—Fíjate, effendi: aquí se encuentran todas las armas que un guerrero puede anhelar: cimitarras, yataganes, kangiars persas, hojas rectas de Francia y de Italia y puñales. Mi capitán las sabe utilizar todas. De manera que puedes escoger la que más te convenga.
—Para probar la habilidad de un espadachín, la mejor espada es la que tiene la hoja recta —adujo la duquesa.
—Metiub usa igual la cimitarra que la espada —dijo Haradja.
Pero como si se sintiese arrepentida del combate que iba a suscitar, se dirigió hacia la duquesa y, examinándola con fijeza, añadió:
—Gentil capitán, respóndeme lealmente: ¿confías en ti? ¡Me disgustaría mucho verte caer a mis pies moribundo, siendo tan guapo y tan joven!
—¡Hamid Leonor no se asusta de nadie! —repuso la duquesa, con arrogancia. —¡Haz venir a tu capitán de armas!
Haradja dio un golpe en el gong de bronce con su martillo de plata y, volviéndose hacia el esclavo que apareció, le dijo con frío acento:
—Anuncia al capitán Metiub que le aguardo aquí para verle jugarse la vida.
4. Cristiana frente a Turco
Al poco rato el capitán turco, que era el mismo que guió a la duquesa y a sus acompañantes hasta los estanques, penetraba en el salón con cierto aspecto de despreocupación, preguntando:
—¿Me llamabas, señora?
—Sí, te necesito —repuso Haradja, encendiendo un segundo cigarrillo y recostándose con indolencia en un diván, —¡Estoy aburrida!
—¿Incluso en la compañía de este joven guerrero? —inquirió el turco, con gesto irónico. —¿Qué puedo hacer para entretenerte, señora? ¿Deseas que equipe una chalupa para realizar una excursión por el mar?
—¡No!
—¿Deseas que haga bailar a fustazos a tus esclavos?
—¡Ya no me agrada eso!
—¿Deseas que los luchadores indios se desgarren la piel a golpes de nuki-kokusti?
—Tal vez luego.
—En tal caso, explícate, señora.
—Quiero cerciorarme de que continúas siendo el mejor espadachín de la flota.
—Sería preciso que me hicieras enfrentar al León de Damasco, que aseguran es la más formidable espada del ejército. ¿Deseas que le haga llamar, señora?
—¡Se halla a mucha distancia y no acudiría por mí!
—¡Por el Profeta! ¿Quieres que combata contra las murallas? ¡Si eso puede divertirte, de acuerdo! Partiré una veintena de aceros elegidos entre los mejores.
—Aquí hay alguno que te dará trabajo, Metiub —indicó Haradja.
—¿Quién? —inquirió el turco mirando en torno suyo, sorprendido.
Con un ademán señaló Haradja a la duquesa, que seguía sentada, como si el asunto no se refiriese a ella.
El turco hizo un gesto colérico.
—¿Es a ese muchacho a quien quieres enfrentarme? —inquirió, iracundo.
—¿Yo «un muchacho»? —exclamó la duquesa, con acento irónico. —¡Al parecer, capitán, no recuerdas que soy hijo del bajá de Medina!
—¡Es verdad, effendi! —dijo el turco. —Pero considero que Haradja debiera haber escogido otro rival más fuerte para enfrentarse a mí.
—Todavía no lo has comprobado, capitán.
El turco se volvió hacia Haradja, la cual seguía fumando.
—¿Deseas su muerte? —inquirió. —Has de pensar que, puesto que se trata del hijo de un personaje notable, pudieras tener algún disgusto con Mustafá.
—No te he solicitado consejo de ningún género —repuso la sobrina del almirante. —Haz lo que te mando y nada más.
—Mataré al effendi al primer asalto.
—No te exijo tanto —contestó Haradja. —A ti te corresponde, capitán, elegir el arma que más te convenga.
En tanto que la duquesa se dirigía a una de las panoplias que adornaban el salón, Haradja llamó con acento enérgico al turco.
—¿Qué deseas, señora? —inquirió Metiub, que parecía muy enojado.
—¡Ten cuidado! ¡Solamente una gota de sangre! ¡Si le matas, no verás de nuevo la luz mañana!
Metiub inclinó la cabeza y, reprimiendo la ira, apartó la mesa para tener más espacio.
Entretanto la duquesa había escogido tres espadas italianas, largas y rectas, con sólida guarda, y se dedicaba a probarlas, doblándolas. No parecía inquieta y pensaba con una sonrisa:
«¡Esto tal vez hará fracasar la libertad de Le Hussière! ¡Un buen golpe y todo quedará solucionado! ¡No puede ser que este turco conozca aquella estocada secreta de la escuela napolitana que me enseñó mi padre! ¡A pesar de que se cubra le alcanzaré de abajo para arriba!»
Al volver al centro de la habitación, el turco tenía también espadas italianas, si bien hubiera preferido coger la cimitarra.
—Me extraña, effendi —le dijo, —que tú, siendo árabe, sepas utilizar estas armas que solamente saben usar los cristianos.
—Te comunicaré, capitán, que mi maestro de esgrima era un renegado cristiano —repuso la duquesa. —Con estas armas, mejor que con las cimitarras, se demuestra la maestría de los espadachines. Por otra parte, un capitán valeroso debe saber utilizar cualquier tipo de armas, incluso las de los giaurri.
—¡Te expresas mejor que el Profeta, effendi! —comentó Haradja. —¡De ser yo Selim, te nombraría maestro de armas del serrallo!
La duquesa, a quien la turca le parecía un tanto exigente y antojadiza, esbozó una ligera sonrisa.
—¿Estás preparado, Metiub? —inquirió la sobrina del bajá.
—Sí —repuso éste, probando su espada. —¡Aquí hay un acero que tiene sed de sangre! ¡Cuando te plazca, effendi!
La duquesa se puso en mitad del salón, exclamando con tono burlón:
—¡También la espada del hijo del bajá de Medina se lamenta de haber estado demasiado tiempo inactiva!
—¿Querrías algunas gotas de mi sangre? —inquirió, con acento burlón, Metiub.
—¡Es posible!
—Confío en que de momento no lograrás tu deseo y que tu espada se enmohecerá en la panoplia. ¿Estás ya preparado, effendi?
En lugar de responder, la duquesa se puso en guardia, poniendo al descubierto el cuerpo con una parada en segunda.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó el turco. —¡Se aseguraría, effendi, que estás muy seguro de tu maestría! ¡He aquí una guardia que yo, maestro, no emplearía jamás con un adversario cuya fuerza no conozco! ¡Te descubres en exceso!
—¡No te inquietes por mí! —respondió la duquesa. —¡No tengo por norma conversar con el que me hace frente!
—¡En tal caso, para ésta, effendi! —dijo encolerizado el turco, lanzándose a fondo.
Sin recular ni un paso, la duquesa detuvo con no menor celeridad, sin llegar a la piel.
Metiub lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Por el Profeta! —exclamó, —¡Este muchacho será algo excepcional!
Haradja, con no menos asombro, se incorporó y arrojó el cigarrillo.
—¡Metiub! —dijo. —¡Creo que has hallado quien puede competir contigo! ¡Hace poco tiempo afirmabas que tu rival era un niño!
El turco lanzó un bramido.
—¡Le mataré de aquí a poco! —contestó con voz encolerizada. —¡Si me…!
Un gesto amenazador de Haradja le interrumpió.
—¡Acuérdate de lo dicho! —le advirtió. —¡Adelante, gentil capitán! ¡Vales tanto como el León de Damasco!
La duquesa se puso en guardia, atacando al turco con un asalto en tercia. Se quedó inmóvil por un instante y atacó al contrario con tal energía que le hizo retroceder.
—¡Muy bien, effendi! —exclamó Haradja, examinando con ojos excitados a la duquesa. —¡Muy bien, gentil capitán!
Metiub, sin embargo, no era hombre que se dejara derrotar con sencillez y reanudó el ataque con fiera violencia.
Por espacio de dos o tres minutos combatieron los dos demostrando su maestría, hasta que finalmente la duquesa hubo de retroceder.
—¡Ah! ¡Ya estás vencido, effendi! —exclamó el turco, disponiéndose a atacarla.
Haradja se había vuelto pálida y ya alzaba la mano para contener al turco, cuando observó cómo la duquesa se doblaba con rapidez hacia el suelo en tanto que afirmaba el pie izquierdo.
Metiub se tiraba en aquel instante a fondo, lanzando una furiosa exclamación.
La espada de la duquesa brilló debajo del pecho de su rival, en tanto que todo el cuerpo de la experta tiradora tomaba una posición casi horizontal, apoyando la mano izquierda en el suelo.
—¡Cuidado, Metiub! ¡Detén ese golpe! —gritó la muchacha.
Metiub lanzó una exclamación de dolor. La punta del arma le había penetrado en el pecho, si bien no profundamente, ya que la duquesa había medido adecuadamente la espada.
—¡Alcanzado, Metiub! —exclamó Haradja, dando palmadas. —¡Cómo lucha este gentil capitán!
El turco alargó su espada para tomar inmediata represalia, pero la duquesa ya se había incorporado. Por medio de una parada en cuarta bajó la espada de Metiub, haciéndole que la soltara.
—¡Pide perdón! —dijo la joven, colocándole la punta del arma en el cuello.
—¡No! ¡Mátame!
—¡Mátale, effendi! —indicó Haradja. —La vida de ese hombre es tuya.
En lugar de avanzar, la duquesa se echó unos pasos hacia atrás y, arrojando la espada, dijo:
—¡No! ¡Hamid Leonor no tiene costumbre de matar a los vencidos!
—No estoy herido de gravedad, effendi —dijo el turco. —Si me lo consientes, podré tomar represalia.
—¡No lo consiento! —exclamó Haradja. —¡Ya está bien!
Y, luego de haber examinado a la duquesa, musitó:
—¡Guapo, fuerte y generoso! ¡Ese joven vale más que el León de Damasco!
Y, aproximándose a Metiub, le dijo, indicando la puerta:
—¡Ve a que te curen!
—¡Haz que me maten, señora!
—Continúas siendo un valiente —repuso Haradja. —Continuarás siendo el mejor espadachín de la flota y hombres como tú nos son muy necesarios.
El turco bajó la cabeza y abandonó la estancia, intentando restañar la sangre con la mano, que ya manchaba sus ropas.
—¿Quién te ha enseñado a emplear la espada con tanta habilidad? —indagó Haradja a la duquesa, cuando se encontraron a solas.
—Ya te dije: un renegado cristiano que servía a mi padre.
—¿Qué has debido pensar de mi estrafalaria idea de hacerte combatir con Metiub? —interrogó Haradja.
—¡Bah, nada! ¡Un sencillo capricho de mujer turca! —repuso concisamente la duquesa.
—Un capricho de mujer aburrida, pero que acaso te hubiera costado la vida. ¿Me podrás disculpar, effendi?
—¡Cuatro estocadas! ¡No merecen la pena, señora!
Tras un instante de silencio comentó Haradja:
—Mi fastidio se ha desvanecido; ahora me corresponde a mí entretenerte. Descendamos al patio de armas. Mis luchadores indios se encuentran ya dispuestos, y aguardan.
—¿Tienes esclavos indios?
—Me los entregó mi tío para que no me aburriera en exceso en Hussif. ¿Me acompañas, bravo capitán?
Descendieron por la escalera y alcanzaron el patio de armas, en cuyos pórticos se habían improvisado unos estrados. En ellos habían ocupado ya su correspondiente lugar los acompañantes de la duquesa y algunos oficiales de la guarnición, en tanto que las terrazas superiores se llenaban de esclavos, deseosos de ser testigos de aquel espectáculo.
En mitad del patio, cuyas piedras se hallaban cubiertas de arena, un par de hombres de bronceada piel, con la cabeza afeitada por completo, constitución hercúlea y cubiertos con un sencillo sayal de seda blanca, estaban detenidos uno delante del otro y en arrogante posición.
En la mano derecha tenían firmemente apretados raros objetos que cubrían sus dedos y que se hallaban provistos de puntas de hierro.
Haradja llevó a la duquesa hacia dos cómodos divanes situados sobre un soberbio tapete persa, y extrayendo de una bolsita una sarta de perlas de mucho valor, la lanzó a unos pasos delante de sí, comentando:
—Éste es el obsequio que aguarda al que triunfe.
Ambos luchadores habían estirado el cuello, clavando una mirada en aquella joya, que para ellos representaba una fortuna.
—¿Cómo pelearán esos hombres? —inquirió la duquesa, que no acertaba a comprenderlo.
—¿No distingues, effendi, lo que tienen en la mano?
—Puntas de hierro.
—El nuki-kokusti de los luchadores indios —repuso Haradja. —Son armas espantosas, que desgarran las carnes y en ocasiones producen la muerte.
—Y tú, señora, ¿los piensas dejar morir?
—¿Acaso no les pago para que me entretengan? —respondió Haradja. —¡Mi tío no me los ha entregado para que los tenga sin hacer nada! —¡Lo considero una crueldad!
La sobrina del gran almirante hizo un gesto de indiferencia con los hombros, alegando:
—¡Son infieles!
Y sin aguardar más observaciones, dio una palmada, en tanto que los espectadores dejaban instantáneamente de hablar.
Los dos indios, que se habían situado frente a frente, prorrumpieron en un grito agudísimo, salvaje. Posiblemente era su grito de guerra.
Haradja se inclinó para no perder ni un detalle de aquella sangrienta escena. Su semblante se hallaba encendido y sus ojos despedían intenso brillo.
Luego de haber lanzado aquel grito, los dos indios se apartaron unos cuantos pasos y se arrojaron uno sobre otro protegiéndose el pecho con el brazo izquierdo, para defender al menos el corazón contra los golpes de su contrincante.
Aquello, no obstante, no era sino una finta para probar su fuerza y agilidad.
Se apartaron de nuevo, ejecutaron un par o tres de saltos para proporcionar elasticidad a sus músculos y, por último, iniciaron un terrible combate.
Eran, empero, dignos adversarios, a juzgar por la celeridad con que evitaban los golpes.
Haradja los estimulaba con sus exclamaciones:
—¡Así! ¡Muy bien! ¡Más! ¡De firme, valientes!
Los dos indios eludían el ser alcanzados por las puntas de hierro. Brincaban a derecha e izquierda, o bien hacia atrás, rehuyendo los golpes y se doblaban de improviso y se levantaban después igual que si fuesen de goma.
Los espectadores contemplaban con atención los movimientos de ambos combatientes.
Incluso la duquesa, a su pesar, se hallaba interesada en aquel extraño duelo, no conocido por ella.
Por un cuarto de hora los dos indios estuvieron a la recíproca hasta que empezaron a golpearse furiosamente.
No habían transcurrido cinco segundos, cuando uno de ellos se vino pesadamente a tierra. El puño de hierro de su contrincante le había alcanzado en mitad del cráneo y las puntas penetraron profundamente en la cabeza, matándole al instante.
El triunfador se colocó en pie sobre el caído y prorrumpió por tercera vez en un grito de guerra. No obstante no había salido indemne de aquel fiero combate.
La piel de la frente le colgaba hecha jirones, su brazo izquierdo se hallaba cubierto de sangre y tenía una gran herida en el pecho.
—¡Coge las perlas! —indicó Haradja. —¡Las has ganado, y te proclamo valiente!
El indio, sonriendo, tomó la joya y, tras contemplar durante un buen rato al muerto, contra quien no había sentido ningún odio, se alejó con lento paso, dejando tras de sí un reguero de sangre.
—¿Lo has pasado bien, effendi? —interrogó Haradja, dirigiéndose a la duquesa.
Leonor guardó silencio durante un instante.
—Me agrada más la guerra —contestó, meneando la cabeza. —Por lo menos allí se enfrentan personas de otra raza, diferente religión y que no se han conocido jamás.
—Soy una mujer, y por ahora no puedo hacerlo —respondió Haradja. —También a mí me agrada más ser testigo de un abordaje. Pero aquí, encerrada en este castillo, ¿qué quieres que haga, effendi?
—¡Estás en lo cierto! —convino la duquesa, que no sabía nunca qué responder.
—Ven, effendi, no quiero presentarte otros espectáculos, puesto que no te gustan. Pasearemos por la terraza del castillo y así te harás una idea de cómo es la fortaleza y la roca, cuya conquista resultó larga y difícil.
—Estoy a tus órdenes, señora.
La turca hizo un ademán de impaciencia.
—¡Señora, continuamente señora! —exclamó casi con ira. —No eres, effendi, un sencillo soldado, sino el hijo de un bajá. ¡Llámame simplemente Haradja!
—Como desees —respondió la duquesa, con una sonrisa enigmática.
—¡Acompáñame!
Abandonaron el patio de armas y subieron de nuevo la escalinata hasta la terraza que se extendía tras del castillo. La turca penetró en una de las torres, invitando a la duquesa a que la acompañara.
—Desde este punto —anunció —disfrutaremos de un magnífico panorama y podremos conversar sin que nos oigan.
Iniciaron la subida por una angosta escalera, por la que debían ir una detrás de otra, y luego de una fatigosa ascensión alcanzaron la terraza superior, cercada por sólidas aspilleras, en las cuales estaban emplazadas dos culebrinas que tenían grabado el León de San Marcos.
—Fíjate, effendi —dijo Haradja. —Se domina tanto el campo como el mar. Desde las torres del harén del sultán no se distingue tanta tierra.
5. Historia sangrienta
Un soberbio panorama se presentó a los ojos de la duquesa desde aquella torre, que era la más elevada del castillo.
En dirección a poniente se veía el Mediterráneo, azul y límpido como un espejo; hacia levante y septentrión, la escabrosa y pintoresca costa de la isla, con pequeñísimos promontorios y largas hileras de escollos que recordaban los célebres fiordos de Noruega; por oriente se extendía la verde llanura limitada al horizonte, por una cadena montañosa de alta elevación. En una de las bahías, la duquesa vio la goleta y la carabela ancladas a breve distancia una de otra.
—¿Es aquél tu navío, effendi? —inquirió Haradja al distinguirlas.
—Sí, señora.
—¡Ya te dije que Haradja!
—Sí, Haradja.
—¡Qué bien suena este nombre! —exclamó la turca, pasándose la mano por la frente, como si pretendiese ahuyentar una idea impertinente.
Contempló a la duquesa con fijeza y agregó:
—¿Te urge mucho marchar?
—Deseo llevar en seguida a Le Hussière ante el León de Damasco. Mustafá podría enojarse con mi retraso.
—¡Ah! ¡Es verdad! ¡Viniste por el cristiano! —repuso la turca. —Ya casi ni le recordaba. ¿Y si le enviásemos vigilado por Metiub? Pienso que vendría a ser lo mismo.
—Ya conoces, Haradja, que Mustafá desea ser obedecido. Y si no condujese yo al vizconde, podría provocar su cólera y caer en desgracia.
—¡Tú no eres un simple capitán! ¡Eres el hijo de un bajá!
—Mi padre me ha dado orden de obedecer al gran visir, el cual me ha otorgado su protección.
Haradja se acodó en el parapeto y contempló con fijeza la gran extensión del mar.
También la duquesa permanecía en silencio, intentando adivinar el pensamiento de aquella extraña mujer.
Transcurrido un rato, la turca se volvió de improviso hacia la duquesa. Sus ojos estaban brillantes a causa de la cólera y su ceño fruncido.
—¿Te amedrentaría, Hamid, enfrentarte al León de Damasco? —inquirió en tono salvaje, que denotaba un ataque intenso de ira.
—¿Qué pretendes dar a entender, Haradja? —dijo la duquesa con estupor.
—¡Contesta a mi pregunta! ¿Serías capaz de enfrentarte en un duelo al León de Damasco?
—¡Me parece que sí!
—¿Es muy amigo tuyo?
—Sí, Haradja.
—¡Qué importancia tiene eso! ¡Las más firmes amistades se rompen y no sería la primera ocasión en que dos compañeros, bien por una cosa insignificante o por asuntos amorosos, se convirtiesen en mortales enemigos!
—No te entiendo, Haradja —respondió la duquesa, impresionada por el acento iracundo de la turca.
—Me comprenderás mejor esta noche, cuando hayamos cenado, gentil capitán. La libertad del cristiano se encuentra en mis manos. Y si Mustafá desea privarme de los cautivos de mi tío, habrá de combatir conmigo. ¡Qué venga a atacarme si tiene valor! ¡El bajá tal vez valga más que el gran visir y la flota más que el ejército! ¡Qué lo intente!
Haradja se hallaba erguida con los brazos cruzados sobre el pecho, con los ojos llameantes y estremeciéndose a causa de la ira.
—¡Qué lo intente! —insistió con voz silbante.
Y variando de improviso de tono añadió, sonriendo de nuevo con alegría:
—¡Ven, gentil capitán! ¡Hablaremos otra vez después de la cena! ¡Mis tormentas son semejantes a las del Mediterráneo! ¡Cortas pero tremendas, y se apaciguan al momento! Demos una vuelta por la terraza. Te mostraré en qué lugar las galeras de mi tío abordaron la costa.
Todo indicio de cólera se había desvanecido del semblante de la turca. Echó una última ojeada al mar, que empezaba a adquirir una tonalidad rojiza bajo el efecto de los rayos del sol de poniente y bajó la escalerilla de la torre, llegando a las terrazas que rodeaban el castillo, protegidas por sólidas almenas, la mayor parte de ellos deterioradas.
Numerosas culebrinas, casi todas venecianas, se encontraban todavía con la boca enfocada en dirección al mar y otras hacia la llanura, y a todo lo largo del parapeto se veían altos montículos de proyectiles de hierro y de piedra.
Haradja hizo recorrer a la duquesa la mayor parte de la terraza y se quedó inmóvil delante de una torre cuadrada, que semejaba haber sido hendida en toda su altura por la colosal maza de algún titán.
—Por este lado los marineros del gran almirante penetraron en el castillo —comentó. —Yo me encontraba en la galera y pude contemplar la lucha.
—¡Ah! —exclamó la duquesa. —¿También tú estabas allí, Haradja?
—La sobrina del gran almirante no podía estar inmóvil entre los muros de un harén. Yo era quien estaba al frente de aquella galera.
—¿Tú?
—¿Te sorprendes, effendi?
—¿Sabes conducir un navío?
—Igual que cualquier otro piloto del bajá —repuso la turca. —¿Piensas que no he realizado correrías por el Mediterráneo? He apresado no pocas naves cristianas y me he precipitado al abordaje con mis guerreros. No hay duda de que desconoces, effendi, que mi padre era un corsario del mar Rojo. Posiblemente le habrás oído mencionar.
—¿Cuál era su nombre?
—Ramaib.
—Me parece haber oído ese nombre.
—Murió de forma trágica.
—¿Eso no me lo puedes explicar, Haradja?
—Ya te lo explicaré esta noche. ¿No lo hacen de esta manera los árabes?
—Pasan toda la noche escuchando a los ancianos del país —replicó la duquesa.
Prosiguieron su paseo por la terraza, y cuando el sol se ponía en el horizonte volvieron al salón donde antes comieron, que se hallaba alumbrado por cuatro magníficas lámparas de cristal de las fábricas de Murano, con numerosos candelabros.
La mesa ya estaba puesta y adornada con enormes ramilletes de flores que despedían un perfume profundo y penetrante.
Al igual que por la mañana, no había ni un convidado. A la altiva sobrina del gran bajá no le agradaba, sin duda, dar la menor confianza a sus capitanes. La cena fue exquisita y regada con grandes botellas de vino de Chipre, a pesar de la severa prohibición del Profeta, que no permitía el uso del fermentado líquido.
—Si el sultán, que es el jefe de los creyentes, lo bebe, también podré hacerlo yo —había respondido la turca a un gesto de la duquesa, que aparentaba ser una gran creyente mahometana por temor a delatarse. —¡El Profeta debía tener el gusto pésimo para contentarse con leche de camella desleída en agua!
Y continuó bebiendo el dulcísimo vino, mofándose de Mahoma y de su prohibición.
No obstante parecía que con aquel vino procuraba hallar la excitación, ya que una vez terminado el vaso lo llenaba de nuevo, alentando al "gentil capitán" a que la imitara.
—¡El Profeta no tiene tiempo para preocuparse de nosotros! —comentaba riendo. —¡Bebe, Hamid! ¡Este vino reconforta y proporciona a la sangre un intenso fuego que el agua no puede extinguir! ¡Es mejor que el hachís!
Cuando, una vez acabada la cena, encendieron, a continuación del café, los cigarrillos, Haradja adquirió de nuevo una expresión de seriedad. Parecía que una gran preocupación invadía su ánimo.
Se había puesto en pie y paseaba por el salón con nerviosismo, parándose de vez en cuando ante las panoplias.
La duquesa temió por un momento que se le ocurriera otra vez algún desafío con otro capitán para entretenerse. Pero se serenó al ver cómo se tumbaba en un diván, haciéndole ademán de que se aproximara y se sentara a sus pies, sobre un cojín de seda colocado encima de una alfombra persa.
—Mi padre —dijo —era un notable corsario, y fue el personaje ideal de la gente de su género, ya que no había ninguno que pudiera competir con él ni en crueldad ni en generosidad. Yo en aquel tiempo era una niña, pero todavía me parece estar viéndole saltando de su nave con el rostro hosco, la larga barba flotante al viento y la cintura repleta de armas. Experimentaba por mi hermano y por mí un gran cariño. Pero ¡pobres de nosotros si le hubiésemos desobedecido! Habría sido capaz de matarnos, igual que mataba a los marineros que se atrevían a hacerle frente. Podía afirmarse que el mar Rojo era dominio suyo, ya que ni las galeras del sultán se hubieran atrevido a disputarle la soberanía de aquel amplio mar encerrado entre África y Arabia. Era un hombre feroz, que incluso a mí me causaba espanto cuando cada vez que embarcaba para sus correrías o regresaba de ellas me abrazaba y me besaba. Sus marineros no se amedrentaban por el Profeta, ni por Alá ni por el diablo, y en compañía de ellos devastaba las costas que se extienden desde Suez al estrecho de Bab-el-Mandeb. Su ferocidad era legendaria. Ningún marino que hubiera sido apresado podía esperar compasión de él. Todos eran arrojados al mar, con las piernas y los brazos amarrados, para que no pudieran salvarse.
»Jamás hablaba con sus hombres ni les consentía la más mínima familiaridad. Era, no obstante, generoso y repartía equitativamente entre todos su parte en el botín. El secreto de la atracción que ejercía sobre su gente se debía a su sorprendente valor, que le hacía parecer casi un dios del mar, y a una bárbara elocuencia que le sugería en los más espantosos momentos del abordaje palabras sonoras e imperiosas que exaltaban a su tripulación en mayor forma que el acre olor de la pólvora.
»Mi hermano, que era de más edad que yo, le acompañaba en algunas de sus correrías. ¡Desgraciado de él si en los momentos de máximo peligro mostraba el menor titubeo! Mi padre no hubiera sido capaz de perdonar ni a quien llevara su propia sangre en las venas. Cierto día mi hermano, todavía casi un adolescente, tras una cruenta batalla con una galera portuguesa, se vio forzado a retirarse a un puerto de Arabia para no arriesgar en vano a su gente. Cuando se presentó ante mi padre con las ropas destrozadas y la cimitarra llena de sangre, pero sin heridas, en lugar de palabras de aliento le dijo lo siguiente:
»—¡Perro! ¡Villano! ¿Osas presentarte ante mí sin una simple mancha de sangre sobre el pecho? ¡Tirad al mar a este miserable!
»Mi padre era despiadado con todos y, a pesar de mis lágrimas, le mandó embarcar y dio orden de que le arrojaran al mar, muy lejos de la costa. Por fortuna, los que tenían el encargo de ejecutar aquella orden no se decidieron a amarrarle los brazos y las piernas. De manera que aquel valeroso joven, que era un magnífico nadador, pudo llegar a la costa y salvarse. Transcurrieron varios años sin que tuviéramos la menor noticia de mi hermano. Cuando mi padre se enteró de que estaba con vida, le hizo regresar al castillo y se reconcilió con él. Unas semanas más tarde, Osmán, que tal era el nombre del joven, moría como un bravo sobre el puente de su nave, rechazando victoriosamente al adversario.
—¿Y qué pasó con tu padre? —inquirió la duquesa.
—Unos pocos meses después le seguiría a la tumba de una forma trágica. Había atacado una aldea donde habitaba un griego muy opulento, que poseía numerosas manadas de camellos. Mi padre asaltó su morada y penetró en la estancia en que el griego, su mujer, una joven hermosísima y los criados luchaban con desesperación. El griego fue muerto, y mi padre, con la cimitarra levantada, se precipitó sobre la joven. Pero al verla tan bella y llorosa titubeó por un instante. Ese momento resultó fatal para él, ya que la mujer le descargó una pistola que tenía en la mano. Mi padre se desplomó, y cuando le levantaron estaba muerto. La bala le había atravesado el corazón.
—Y la mujer, ¿fue perdonada? —inquirió la duquesa.
—Lo ignoro.
Encendió un cigarrillo, se bebió otra copa de vino de Chipre y continuó:
—Me recogió y me adoptó mi tío el bajá, que por aquel tiempo efectuaba heroicas incursiones marítimas por el Mediterráneo luchando contra venecianos y genoveses. Al principio me confinaron en un harén; pero, observando mi tío que me hallaba dominada por la tristeza, me embarcó con él en su nave. Se dio cuenta de que yo era una mujer de acción y me enseñó a gobernar el navío. Habían surgido en mí los mismos instintos de mi padre. En mis venas corría la sangre pirata y, a pesar de que era mujer, experimentaba fieros sentimientos. En poco tiempo fui el brazo derecho de mi tío, al que acompañé por el Mediterráneo, compitiendo con él en crueldad y audacia. Yo fui la que un día, habiendo apresado una galera de Malta, ordené amarrar a los infieles a las áncoras y arrojarlos al mar; también hice exterminar a todos los habitantes de Scio, que se habían sublevado. ¡Scio! ¡Mejor hubiera sido que jamás pisara aquella tierra!
Haradja se incorporó con violencia. Su rostro estaba demudado y tenía los ojos llameantes y la respiración agitada.
Aspiró profundamente el aceite perfumado del salón, se apretó las sienes con las manos y, echando hacia atrás con un movimiento violento sus largos cabellos, continuó con voz sorda:
—Batallaba entre las fuerzas de tierra que apoyaban a los hombres de la flota. ¡Jamás había visto un hombre tan atractivo, tan fuerte y tan valeroso! ¡Era semejante a un dios de la guerra! En los puntos donde el riesgo era mayor se veían brillar su cimitarra y su cimera, y no había arcabuz ni culebrina que pudieran detener su avance. Se reía de la muerte y la afrontaba sereno e impasible, igual que si el Profeta le hubiese entregado algún talismán mágico que le volviera invulnerable. ¡Le amé! ¡Le amé con pasión y él no me comprendió o, mejor dicho, no quiso comprenderme! ¡El amor representaba para él una palabra inútil; no tenía sino sed de gloria! No obstante, ¡qué de insomnios, qué desesperaciones hube de soportar a causa de él! No le vi de nuevo hasta mucho tiempo más tarde, bajo las murallas de Famagusta. Ni las tormentas del Mediterráneo ni la larga ausencia habían extinguido el fuego que devoraba mi corazón. Le hablé y se quedó impasible; le contemplé profundamente, fijando en sus ojos los míos, y ni un simple temblor recorrió su cuerpo. Sabe que le quiero, o mejor sería decir que le quería, y no se ocupó ni se ocupa lo más mínimo de mí. ¡Parece que para él soy una mujer que ni merece la pena mirar! ¡Yo, Haradja, la sobrina del gran almirante! ¡Le aborrezco, le aborrezco! ¡Ahora deseo su vida!
De sus ojos habían salido un par de ardientes lágrimas. La orgullosa Haradja, la mujer feroz y cruel, lloraba.
Sorprendida la duquesa por aquel inopinado ataque de desesperación, la observaba sin llegar a comprender quién podía haber sido el hombre que le había herido el corazón.
—Haradja —indagó, algo emocionada por la profunda desesperación que se manifestaba en el semblante de la turca, —¿a quién te refieres? ¿Quién es ese guerrero que no ha sabido comprender tu amor?
—¿Quién? —exclamó Haradja. —¿Le matarás?
—Pero ¿a quién?
—¡A él!
—¿A él? ¡No sé de quién se trata!
Haradja se aproximó a la duquesa y, poniendo una mano en el hombro de la joven, contestó con salvaje entonación:
—¡Quien ha derrotado a Metiub, que es el mejor espadachín del bajá, podrá también vencer a la más soberbia cimitarra del ejército turco!
—Todavía no te he entendido, Haradja.
—Effendi, ¿deseas al cristiano?
—Sí; ya que me han mandado para que le lleve ante Mustafá.
—Yo te lo entrego a ti, bajo dos condiciones.
—¿Qué condiciones? —inquirió la duquesa, en cuyos ojos se leía la sospecha.
—¡Qué desafíes al León de Damasco y le mates!
Una exclamación de estupor brotó de los labios de la duquesa.
—¡Matar a Muley-el-Kadel ! —dijo.
—¡Sí, eso deseo!
—Ya sabes, Haradja, que es amigo mío.
La turca se encogió de hombros, preguntando despectivamente:
—¿Te asustarías, effendi?
—¡Hamid Leonor no se asusta ante ninguna espada ni cimitarra mahometana!
—¡En tal caso le matarás! —urgió la turca.
—¿Qué pretexto podré buscar para romper nuestra antigua amistad?
—¿Qué? ¡A un hombre no le faltan jamás razones y menos aún a un guerrero! —respondió Haradja con una risa chillona.
—Tengo mucho que agradecer a Muley-el-Kadel.
—¿De qué? ¡Estoy dispuesta a pagarte!
—Ninguna riqueza sería suficiente.
—¡Agradecimiento! —exclamó Haradja con acento de burla. —¡Palabra huera que mi padre no admitía! ¡O la libertad del cristiano a cambio de la muerte de Muley-el-Kadel , o nada! ¡Escoge, effendi! ¡Haradja es inexorable!
—Me indicaste que imponías dos condiciones. ¿De qué se trata la otra? —preguntó la duquesa.
—Que regreses luego de haber entregado al cristiano.
—¿Estás muy interesada en ello, Haradja?
—¡Sí, te doy un minuto para que me respondas!
La duquesa guardó silencio. La turca, tras haber tomado otro vaso de Chipre, volvió a recostarse en el diván y continuaba con la mirada clavada en la joven.
—¿Dudas? —inquirió.
—No —respondió con decisión la duquesa.
—¿Le matarás?
—Haré lo que pueda; a no ser que el León de Damasco me mate a mí.
Una intensa ansiedad parecía invadir a la turca.
—¡No deseo que mueras! —exclamó. —¿Pretendes que con tu vida se extingan los latidos de mi corazón? ¡Todos los hombres sois feroces leones!
De no haber sido por miedo a delatarse, en especial frente a una mujer capaz de las más crueles represalias, la duquesa no hubiera reprimido la risa que estaba a punto de soltar.
Pero resultaba muy expuesto bromear con la sobrina del bajá, y la duquesa se guardó mucho de expresar su pensamiento y dar rienda suelta a su hilaridad.
—Estoy de acuerdo con tus condiciones, Haradja —repuso, luego de meditar durante un momento.
—¿Regresarás? —preguntó la turca, con impetuosidad.
—Sí.
—¿Tras haber acabado con el León de Damasco?
—Le mataré, ya que así lo deseas —respondió la duquesa.
—¡Sí, lo deseo! ¡No existe nada tan bello y tan digno de aprecio para las mujeres turcas como la venganza!
Una ligerísima sonrisa fue la respuesta de la duquesa.
Haradja se había incorporado otra vez.
—Mañana —anunció —el vizconde cristiano estará en este lugar.
La duquesa experimentó un estremecimiento y sus mejillas se encendieron.
—Hace un rato mandé un mensajero a los estanques con objeto de que traigan hasta aquí al cautivo en compañía de una fuerte escolta.
—¡Gracias, Haradja! —contestó Leonor, reprimiendo un suspiro.
—Marcha a descansar, effendi. Ya es tarde y he abusado demasiado de ti. Debes encontrarte agotado con tantas emociones. ¡Ve, gentil capitán! ¡Haradja soñará contigo esta noche!
Tomando el martillo de plata, hizo sonar con él el gong.
Dos esclavos penetraron en la estancia.
—Llevad al effendi hasta la habitación que he destinado para él —ordenó la turca. —¡Hasta mañana, Hamid!
La duquesa besó galantemente la mano que la turca le presentaba y abandonó el salón precedida por dos esclavos que sostenían en la mano antorchas encendidas.
6. El vizconde Le Hussiere
Descendieron la escalera y, deteniéndose frente a una de las habitaciones de la planta baja, invitaron a entrar a la duquesa.
En el instante en que la joven iba a cruzar el umbral de la puerta percibió tras de ella una voz que exclamaba:
—¡Effendi!
La duquesa se dio la vuelta, en tanto que los dos esclavos empuñaban sus yataganes, ya que habían recibido instrucciones de su señora para cuidar de la seguridad del convidado.
—¡Ah! ¿Eres tú, El-Kadur? —inquirió Leonor al divisar al árabe.
Y dirigiéndose a los dos esclavos les dijo:
—Marchaos. Este hombre es mi fiel esclavo y tiene por norma dormir ante mi puerta. Retiraos; no tengo nada que temer.
—Haradja nos ha mandado que velemos por ti —contestó con timidez uno de los esclavos.
—No os necesito —repuso la duquesa. —Yo responderé por vosotros. ¡Dejadme a solas!
Ambos esclavos hicieron una reverencia y se alejaron.
—¿Qué deseas, El-Kadur? —inquirió Leonor, cuando ya no se oían los pasos de los esclavos.
—Vengo para recibir tus instrucciones, señora —dijo el árabe. —Nikola Stradiato se encuentra impaciente y quiere saber qué hay que hacer.
—Nada de momento —replicó la duquesa. —No obstante sería aconsejable mandar a alguien hasta la galeota para advertir a los marineros que estén dispuestos a zarpar mañana.
—¿Hacia qué lugar? —inquirió con ansiedad el árabe.
—Hacia Italia.
—¿Abandonaremos Chipre?
—Mañana el vizconde Le Hussière estará en libertad y mi misión se habrá acabado.
—¿El amo en libertad?
—Sí, El-Kadur.
El árabe se demudó como si una saeta le hubiese herido e inclinó la cabeza sobre el pecho.
—¡El amo en libertad! —susurró. —¡Libre!
Un extraordinario espasmo alteró por completo su rostro.
«¡Todo se acabó! —se dijo. —¡El-Kadur no estará presente en la dicha de su señora!»
Había desenvainado con celeridad su yatagán, colocándose la punta en el pecho.
Leonor, que le contemplaba atentamente, le preguntó en tono enérgico:
—¿Qué vas a hacer, El-Kadur?
—¡Examinaba, señora, si el arma se hallaba bien templada para matar a un turco! —repuso el árabe.
—¿A qué turco?
—¡Él! ¡Antes de abandonar Chipre deseo llevarme el pellejo de un infiel! —respondió el árabe, con risa sardónica. —¡Servirá para cubrir mi escudo de combate!
—No me has contestado la verdad, El-Kadur —dijo la duquesa. —Lo noto en tus ojos.
—Deseo matar a un hombre, señora. Luego Mustafá me hará matar. Pero ¿qué más da? ¡Terminará con un simple esclavo!
Había tal acento de amargura en las palabras de El-Kadur, que la duquesa experimentó un estremecimiento.
—¿Es una locura lo que piensas? —inquirió.
—Es posible.
—Dime el nombre de la persona a quien quieres matar.
—¡No me es posible, señora!
—¡Te lo ordeno!
—¡Muley-el-Kadel!
—¡El generoso turco que me ha salvado la vida! ¿De esta manera los árabes recompensáis a los que os salvan de una muerte cierta? ¡Sois igual que hienas o chacales, y no como leones!
El-Kadur inclinó la cabeza sin responder. Un sordo sollozo brotó de su pecho.
—¡Explícate! —dijo la duquesa.
El árabe echó hacia atrás su blanco manto y contestó con acento de intensa amargura:
—Cierto día tu padre me prometió la libertad. Murió, y yo continué a semejanza de un perro fiel en tu casa. Debía cuidar de su hija, y ni riesgo alguno, ni la muerte más espantosa, me detuvieron para acompañarla a esta maldita isla. Mi misión se ha cumplido; mañana tú y el señor vizconde, libres y dichosos, desplegaréis las velas para marchar a vuestra tierra y ya no precisaréis de mí. Señora, ¡permite que el desdichado esclavo siga su destino! ¡El Profeta no me creó para que fuera feliz! Solamente tengo un deseo: encontrar la muerte por cruel que sea, puesto que el despreciable musulmán no es generoso. Permite que mate a ese hombre que se ha fijado en ti, que eres cristiana, y que te ama en secreto. La vida del desgraciado esclavo habrá servido al menos para algo: para eliminar a un rival de su señor.
La duquesa se aproximó rápidamente al árabe:
—¿Entonces tú imaginas…? —le preguntó.
—El-Kadur ve, observa y no se equivoca. De Haradja no me preocupo. Esa mujer está loca, al igual que todas las mujeres turcas. ¡Es el León de Damasco el que me preocupa!
—¿Por qué razón, El-Kadur?
—Porque el esclavo ha leído en el corazón de su ama.
—¡Qué! ¡Una cristiana que está enamorada de un cristiano no podrá amar jamás a un turco, a un enemigo de nuestra raza!
El árabe hizo un gesto y continuó:
—El destino de los humanos se encuentra en las manos de Alá; has de creerlo, señora.
—Dios no es Mahoma. Su poder es infinitamente superior al del Profeta. ¡Estás en un error, El-Kadur!
—No, señora. Los ojos del mahometano te han atravesado el corazón.
—Más no lo han herido. ¿Cómo puedes creer que yo, una mujer, pueda renunciar a Italia y a los placeres de la vida para lucir ropas masculinas y enfrentarme a un enemigo cruel e inexorable que no perdona a los cristianos, si mi corazón no perteneciera por completo al vizconde? ¿Qué otra mujer hubiera hecho cosa semejante? ¡Dímelo, El-Kadur! He amado mucho a Le Hussière, y no van a ser los ojos del León de Damasco los que me obliguen a olvidarle.
—No obstante —contestó el árabe, —cerrando los ojos veo interponerse en tu camino a un hombre que no es el vizconde.
—¡Fantasías!
—¡No, señora! Lleva un turbante en torno a la cimera y su espada es curva.
—¡Locuras! —exclamó la duquesa, que aparentaba estar muy inquieta.
—¡El árabe no se equivocará, señora! ¡Ya lo comprobarás! ¡El turco derrotará al cristiano!
—¡Estás loco, El-Kadur! ¡Leonor no traicionará al hombre que la amó primero!
—¡Distingo un vacío a tu alrededor!
—¡Ya está bien, El-Kadur!
—¡Como prefieras, señora!
La duquesa se paseaba por la habitación, dominada por una gran emoción. El árabe, inmóvil al igual que una estatua de bronce, parecía estudiar detenidamente el demudado semblante de la duquesa.
—¿Dónde se encuentran el señor Perpignano y Nikola Stradiato? —inquirió, por último, Leonor, dejando de pasear.
—Se hallan alojados en una sala del patio de armas, con los marineros y el esclavo de Muley-el-Kadel.
—Es preciso que los prevengas respecto a que mañana embarcaremos. ¿Conoces lo que ha decidido Haradja?
—No, señora.
—Será conveniente mandar a alguien a la galeota para que los dos griegos redoblen la vigilancia. Como algún turco pudiera fugarse no habría uno solo de nosotros que saliese con vida de las manos de Haradja. Conozco muy bien la crueldad de esa mujer. ¡Ah!…
—¿Qué te sucede, señora?
—¿Y la carabela?
—En eso mismo pensaba yo en este instante. Si la sobrina del bajá nos acompañara hasta la playa, ¿cómo podríamos justificar la misteriosa desaparición de la tripulación turca?
—¡Todos nos perderíamos! —convino Leonor, que se había tornado muy pálida. —Tengo la certeza de que Haradja nos acompañará, y es posible que con una buena escolta. ¿Hay guardia en los patios?
—No, señora.
—Ve a avisar a Nikola. Es preciso que esta noche alguien abandone el castillo y se encamine sin ser visto a la ensenada. La carabela deberá desaparecer, en el supuesto de que deseemos ponernos a salvo.
El-Kadur salió y examinó los alrededores.
—Al parecer todos se han retirado —anunció. —No veo ni un centinela. Al fin y al cabo, nada tienen que temer ya, ahora que el león de San Marcos no ruge.
—Ven con Nikola.
El árabe desapareció con sigilo entre las arcadas.
Un momento después el renegado penetraba en la habitación.
—¿Conocéis ya de qué se trata? —inquirió la duquesa.
—Sí; vuestro esclavo nos lo ha explicado.
—¿Cuál es vuestra opinión?
—Que la carabela ha de desaparecer —respondió el griego. —La remolcaremos hasta alta mar y la hundiremos. De esta manera se podrá hacer creer a la sobrina del bajá que ha levado anclas para alguna exploración.
—¿Quién prevendrá a nuestros hombres?
—Tengo un marinero ágil como un corzo —repuso Nikola. —Él irá a la ensenada.
—¿Y cómo podrá abandonar el castillo? Con toda seguridad habrá jenízaros de centinela en el puente levadizo.
—No saldrá por ese lugar, señora. Por la parte de los fosos hay aspilleras, por las que Olao podrá deslizarse con facilidad. Yo respondo de ese hombre.
—¿Ordenaréis hundir la carabela?
—No es posible hacer otra cosa. Por otra parte, ese velero no nos es de ninguna utilidad. Reposad tranquila, señora, y no os inquietéis. De aquí a cinco minutos mi marinero se encontrará fuera del castillo. ¡Buenas noches!
En cuanto hubo salido el griego, la duquesa cerró la puerta y se tumbó en la cama sin desnudarse, murmurando:
—¡Mañana, al fin, le veré, si Dios nos ayuda!
Nada perturbó el sueño de la guarnición del castillo. Olao debía de haberlo abandonado ya sin llamar la atención de los centinelas, puesto que no se escuchó el más mínimo grito de alarma.
Cuando al despuntar la mañana la duquesa abandonó la estancia, dos esclavos la aguardaban, en tanto que en el patio su escolta bebía café, conversando con animación bajo una de las tiendas.
—La señora te aguarda, effendi —anunció uno de los esclavos.
—¿Ya ha llegado el cristiano? —interrogó con voz temblorosa la joven.
—No lo sé, effendi. Alguien, no obstante, debe de haber penetrado esta noche en el castillo, puesto que he podido oír el rechinar de las cadenas del puente levadizo.
—Esperadme un instante. Quiero dar algunas instrucciones a mis hombres.
Cruzó el patio y fue al encuentro de los renegados. Nikola y Perpignano, al verla aproximarse, se habían incorporado y salieron a su encuentro.
—¿Partió vuestro marinero? —inquirió en voz baja, dirigiéndose al griego.
—En este momento la carabela se hallará en las profundidades del mar —respondió Nikola.
—¿Y el vizconde? —inquirió Perpignano.
—Al parecer ya debe de estar aquí —replicó la duquesa.
—¿De manera que de aquí a poco podréis verle?
—Cierto.
—¿Y no habéis calculado, señora, el riesgo a que vais a exponeros?
—¿Qué riesgo, Perpignano?
—Que os reconozca y que algún grito involuntario os delate.
La duquesa palideció, adquiriendo el color de la cera. La observación del veneciano la había llenado de espanto.
Acaso el francés, viéndola de improviso tras tantos meses de separación, no pudiera reprimir una exclamación, un gesto involuntario. ¿Qué sucedería entonces?
—¡Estoy asustada! —exclamó la duquesa. —¡Si se le pudiera advertir!…
—Déjame pensar, señora —contestó el griego. —Soy de vuestra escolta y, por consiguiente, puedo ver al preso. Nos tratan con mucha consideración y respeto. Me es posible aprovecharme de las buenas disposiciones de esos perros turcos. Marchaos, por tanto, con la sobrina del bajá y permitidme que actúe. Conozco a los musulmanes.
—¿Le prevendréis, Nikola?
—Le pondré sobre aviso, señora.
—¡Cuento con vuestra ayuda! Ese peligro es peor que la presencia de la carabela.
—Ya lo sé, señora. Hay aquí demasiada gente para poder combatir. Me he podido enterar de que en total son unos cuatrocientos hombres, entre marineros y jenízaros.
—Disponeos a partir.
—En cuanto lo mandéis, duquesa —contestó Perpignano, —estaremos preparados para lo que sea. ¿No es verdad, Nikola?
—¡Sí, siempre que nuestras espadas beban sangre mahometana! —confirmó el griego.
Leonor les hizo un ademán de despedida y se acercó a los esclavos que la aguardaban.
—¡Os acompaño! —dijo.
Precedida por ellos penetró, no sin gran recelo, en la sala donde estuvo cenando la noche anterior.
Haradja, más hermosa que nunca, vestida de seda roja, la esperaba delante de la mesa, sobre la que humeaba el café.
Llevaba entrelazadas en sus cabellos magníficas perlas y en las orejas lucía pendientes de diamantes y zafiros, del tamaño de cerezas.
—El cristiano ha llegado esta noche —anunció, en cuanto vio a la duquesa, —y os está esperando en la parte exterior del castillo.
Leonor sintió un estremecimiento, pero disimuló su emoción y preguntó, simulando indiferencia:
—¿Viene de los estanques?
—Sí.
—¿Se halla muy enfermo?
—El pestilente ambiente de las aguas estancadas no beneficia a nadie —repuso Haradja. —¡Bebe, capitán, y no te preocupes de ese infiel! El suave clima de Venecia, si es verdad que Mustafá le envía en calidad de embajador, le hará recuperar la salud. ¿Deseas marcharte en seguida?
—Sí, Haradja; si no decides lo contrario.
—No es del cristiano por el que me inquieto —dijo la turca, examinándola. —Es tu compañía la que no tendré esta noche. ¡Bella tarde la de ayer, que jamás olvidaré! ¡Creía no encontrarme ya en el lóbrego castillo de Hussif! Pero regresarás muy pronto, ¿no es verdad, effendi? —inquirió con vehemencia. —¡Me lo prometiste!
—Sí, en el supuesto de que el León de Damasco no me mate.
—¡Matarte! ¡Es imposible! —dijo, excitándose, Haradja.
Y tras un instante de silencio añadió, como si hablase consigo misma:
—¿Tal vez la venganza me podría resultar fatal?
Movió la cabeza con un gesto brusco y agregó:
—¡No; el León de Damasco no podrá jamás derrotarte, effendi! ¡El brazo que yo vi en la demostración y que venció a la mejor espada de la escuadra vencerá igualmente a Muley-el-Kadel! Tú, que eres el más joven de todos, serás el más terrible espadachín del ejército mahometano. Yo me ocuparé de que el sultán se entere.
Y casi con un leve acento de tristeza preguntó, suspirando:
—No te olvidarás de mí, ¿no es cierto, effendi? ¿Regresarás pronto?
—Confío en que así sea —respondió Leonor.
—¡Me lo prometiste!
—Pero ya sabes, Haradja, que la vida de los humanos se encuentra en manos de Alá.
—¡Alá y Mahoma no serán tan crueles como para segar tan lozana vida! Las huríes del paraíso te esperarán un poco más. ¿Deseas que partamos? Observo que estás impaciente por abandonarme.
—No; por cumplir con mi obligación, Haradja. Soy un soldado de Mustafá, que es mi máximo jefe.
—Es verdad, Hamid. Antes que nada debes obedecer. Pongámonos en marcha. Los caballos y mi comitiva deben de estar ya preparados.
Se cubrió con un amplio manto de lana muy fina y descendió la escalinata seguida por la duquesa y precedida por los dos esclavos que habían permanecido hasta entonces de guardianes ante la puerta del salón.
7. La traición del Polaco
En la plazoleta del castillo, pasado el puente levadizo, dos grupos de jinetes aguardaban la llegada de la sobrina del almirante y del hijo del bajá de Medina.
Uno de los grupos estaba formado por los renegados griegos, Perpignano, El-Kadur, el tío Stake y un marinero. El otro lo constituían veinticuatro jenízaros armados de una forma extraordinaria.
Entre ambos grupos, y encima de un caballo negro, se veía a un hombre de unos treinta años, de alta estatura, rostro delgado y pálido, largos bigotes negros y ojos muy grandes hundidos en las órbitas.
En lugar de los rutilantes uniformes que tenían por norma usar los turcos de aquel tiempo, lucía una raída casaca oscura y un pantalón de idéntico color, y sobre la cabeza un fez, sucio y de desvaído color.
Su mirada se había clavado en la duquesa, en tanto que un temblor convulsivo sacudía sus miembros. No obstante no lanzó una simple exclamación y se mordió los labios por miedo a dejar escapar alguna palabra inoportuna.
Leonor, que se había fijado en él al instante, al principio se tornó muy pálida y después la sangre acudió a su semblante.
—Éste es el cristiano —dijo Haradja, señalándole. —¿Le habías visto en alguna otra ocasión?
—No —repuso la duquesa, reprimiendo su emoción.
—Se halla algo excitado a causa de la fiebre, según me han notificado —agregó con aspecto de indiferencia Haradja. —Pero con el aire del mar se recuperará y llegará en buenas condiciones a Famagusta. Intenta, effendi, tratarle bien para que no digan que me comporto demasiado cruelmente con mis cautivos.
—Te aseguro que así será —contestó con voz sorda Leonor.
Dos caballos magníficamente enjaezados fueron llevados por los esclavos hasta el lugar donde se encontraban ambas mujeres, las cuales se prepararon a partir.
—¡Vigilad al cristiano! —exclamó Haradja a los jenízaros. —¡Responde vuestra cabeza de él!
Ocho turcos se situaron alrededor del vizconde y toda la expedición inició el galope en dirección a la ensenada.
La comitiva de la duquesa cerraba la marcha, dejando un espacio de una cincuentena de metros entre ella y la vanguardia jenízara.
Perpignano y Nikola marchaban a la cabeza del segundo grupo.
—¿Terminará todo bien? —dijo el veneciano, dirigiéndose al griego. —¡No me parece posible que vayamos a tener tanta suerte!
—Si Belcebú no introduce uno de sus cuernos, confío en que la jugada salga perfecta —repuso el griego. —La carabela ya se encuentra en las profundidades del mar.
—¿No suscitará sospechas en Haradja la desaparición de la nave?
—Pienso que no. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que hagan los turcos. De aquí a un par de horas nos encontraremos en alta mar, y en tal caso ¡qué nos coja la sobrina del bajá! Por estos lugares no parece que haya veleros y la flota turca debe de estar en Nicosia. ¿Qué os parece el señor Le Hussière?
—Me ha maravillado su sangre fría. Temía que al contemplar a la duquesa no pudiese reprimir una exclamación de alegría, que, al fin y al cabo, hubiera sido muy natural.
—El-Kadur le había prevenido.
—¡Bien se ha aprovechado Haradja del vizconde! Le ha debido de hacer servir de cebo a las sanguijuelas, como a todos los otros.
—Haradja siempre fue implacable. Lo sé por propia experiencia —dijo Nikola. —Y de no haber venido en compañía de los jenízaros, os garantizo que no la hubiera dejado regresar al castillo sin una bala en el cuerpo, para vengar a esos desdichados cristianos, a los que trata con tanta crueldad.
—¡No cometáis errores, Nikola! —advirtió Perpignano. —Los jenízaros son más numerosos que nosotros y podríamos echarlo todo a perder.
—Ya lo sé, y por ello evito cualquier violencia, aunque siento unas ganas feroces de abalanzarme sobre esos perros y acuchillarlos con el yatagán.
—¡Se halla la duquesa de por medio!
—¡Una espada que es mejor que todas las nuestras reunidas! Me he enterado de que ha derrotado y desarmado a Metiub.
—Y al León de Damasco, Nikola. No obstante debemos permanecer tranquilos.
—Sí, por si acaso. No es aconsejable todavía darles a conocer quiénes somos.
Ambas escoltas seguían marchando al galope, no ya por el angosto sendero que bordeaba el mar, sino por un amplio camino practicado entre rocas y escolleras.
Tanto Haradja como Leonor permanecían silenciosas. Las dos parecían inquietas y pensativas. Únicamente la última, de vez en cuando, y cerciorada de no ser observada por los turcos, volvía hacia atrás la cabeza, para examinar con una rápida ojeada al vizconde, como para tranquilizarle y pedirle que fuera prudente.
El francés, que no dejaba de contemplarla, contestaba con una sonrisa.
Sobre las siete de la mañana ambas comitivas alcanzaron la playa.
—Ésa es mi nave —dijo la duquesa, indicando la galeota.
—¡Ah! —exclamó Haradja. —¿Cómo es que no distingo mi carabela?… Seguramente la viste al desembarcar.
—Sí, aquí se encontraba —repuso la duquesa. —¿No se trataba de un pequeño velero tripulado por una docena de turcos?
—Estaba anclado en la ensenada.
—Sí, y sus hombres pretendieron impedirme que desembarcara.
—¡Necios! ¡No son capaces de distinguir a los amigos de los enemigos!
—Es muy aconsejable en toda ocasión ser desconfiado, Haradja.
—¿Cuántos hombres dejaste cuidando tu nave?
—Tres.
—La ausencia de la carabela me preocupa —comentó Haradja. —¿Habrá sucedido algo grave?
—¿Qué temes, Haradja?
—Los venecianos poseen todavía galeras…
—¿Qué iban a intentar en este momento en que la bandera del Profeta domina en toda la costa?
—Tus hombres podrán informarme de algo.
—Confío que así sea, Haradja.
La turca desmontó y lo mismo hizo la duquesa.
Todos hicieron otro tanto, mientras que de la goleta partía una chalupa tripulada por Olao y el par de marineros que custodiaban la nave.
—En este lugar había una carabela —dijo Haradja cuando llegaron a tierra.
—Sí, señora —repuso Olao. —Desplegó velas esta mañana, alegando que iba a reconocer la costa.
—¿Habéis distinguido alguna galera enemiga en el horizonte?
—Ayer por la tarde, antes que anocheciera, una nave surgió en dirección sur con rumbo a la isla. Es posible que la carabela haya puesto proa hacia alta mar para comprobar si era turca o cristiana.
—En tal caso, regresará en seguida —dijo Haradja. —Embarcad en primer lugar al cristiano y atadle en el entrepuente o encerradle en uno de los camarotes con guardianes.
—Yo respondo de él, señora —contestó rápido Nikola.
El vizconde saltó a la chalupa acompañado del tío Stake, Simón y cuatro griegos.
—Hamid —comenzó la turca aproximándose a Leonor, que miraba en dirección a la chalupa, —ha llegado el instante de separarnos. Recuerda, effendi, que te aguardo con impaciencia y que cuento con tu brazo para matar al León de Damasco. Si lo deseas, te haré designar gobernador del castillo de Hussif, y con la ayuda de mi tío conseguiré para ti del sultán cuantos honores quieras. Algún día te convertirás en el bajá más poderoso del imperio otomano. ¿Me has entendido, gentil capitán? ¡Haradja aguarda tu regreso pensando siempre en ti!
—¡Eres muy generosa, señora! —respondió la duquesa.
—¡Nada de señora! ¡Haradja! —dijo la turca.
—Es verdad. Lo había olvidado.
—¡Adiós, Hamid! —continuó la turca, estrechándole la mano. —¡Mis ojos te acompañarán por el mar!
—¡Y mi corazón latirá por ti, Haradja! —contestó la duquesa, con ironía, —¡Una vez que haya matado al León de Damasco, regresaré!
La chalupa, que ya había trasladado al vizconde hasta la nave, volvió seguida de un bote.
La primera en saltar fue Leonor, con Perpignano, El-Kadur, Ben-Tael y unos cuantos griegos, y se adentró en el mar, en tanto que los restantes hombres ocupaban la segunda lancha.
Apoyada en su corcel, Haradja la seguía con la vista. Un velo de tristeza ensombrecía el semblante de aquella mujer despiadada.
Los renegados que había a bordo de la goleta desplegaban ya las velas y subían el ancla.
En cuanto se encontró sobre cubierta, el tío Stake tomó el mando, gritando:
—¡Preparados, muchachos! ¡La brisa procede del noroeste y avanzaremos igual que peces! ¡Ya nos pueden seguir con sus pencos árabes, si así lo desean! ¡Soberbia chanza! ¡Durante toda mi vida me reiré cuando la recuerde!
La galeota, cuyas velas latinas se hinchaban merced al viento, empezó a girar con lentitud sobre sí misma y avanzó hacia la salida de la rada.
La duquesa hizo un último ademán de despedida, agitando el pañuelo, en tanto que la ronca voz del tío Stake exclamaba:
—¡Cerrad las escotas, muchachos! ¡Cómo se la hemos jugado al turco!
Haradja aguardó a que la galeota diera la vuelta al promontorio y, subiendo sobre su caballo, emprendió el regreso al castillo, acompañada de sus jenízaros.
De vez en cuando miraba hacia el mar, y cuando la nave desapareció ante su vista espoleó rabiosamente a su corcel, avanzando a todo galope.
Media hora más tarde alcanzaba la plataforma del castillo. Se disponía a cruzar el puente levadizo cuando, por el camino que llevaba hasta los estanques, apareció un capitán de jenízaros, de elevada estatura, corpulento, de grandes bigotes y que montaba un soberbio caballo tordo cubierto de espuma.
Haradja se había detenido, en tanto que los jenízaros, al escuchar el galope de aquel caballo, preparaban sus arcabuces.
—¡Alto, señora! —gritó el capitán, deteniendo de súbito su montura. —¿Sois la sobrina del gran almirante Alí-Bajá?
—¿Quién eres? —indagó Haradja, poco deseosa de trabar conversación con nadie.
—Como podéis ver, un capitán de jenízaros —replicó el hombre. —Y llego desde Famagusta. ¡Tras haber desembarcado en ésta, he hecho efectuar a mi bravo Kaeser tan furiosa carrera, que ha de estar agotado!
—Yo soy la sobrina de Alí-Bajá —contestó Haradja.
—Esto me complace. Tenía el temor de que no te hallaras en el castillo. ¿Se encuentran aquí todavía los cristianos?
—¡Eh, capitán, parece que me estás interrogando! —exclamó con cierto enojo Haradja, —¡Yo no soy ninguno de los oficiales de Mustafá!
—Disculpadme, señora, pero tengo prisa —repuso el jinete. —¡Nosotros somos de esta manera!
—¡Nosotros! ¿Quién eres tú?
—En otra época fui capitán cristiano; en este momento soy turco, seguidor del Profeta.
—¡Ah! ¿Un renegado? —exclamó Haradja en tono algo despectivo.
—Es posible ser renegado y hacer favores, señora. Vengo a haceros uno extraordinario —respondió el capitán, con rudo acento.
—¿De qué género?
—Os he preguntado si los cristianos se encontraban todavía aquí.
—¿Quiénes?
—Los que han venido para salvar al vizconde.
—¿Cristianos? —exclamó Haradja, palideciendo.
—¡Ya me imaginaba que se habrían hecho pasar por turcos!
—Pero ¿quién eres tú?
—Mientras fui cristiano me llamaba Laczinski. Ahora tengo un nombre turco, que os resultará desconocido entre los de todos los capitanes mahometanos. ¿Están todavía aquí? ¡Responded, señora!
—¿Se habrán reído de mí? —gritó Haradja, exaltada y furiosa. —Hamid…
—¡Ah, sí! ¡Hamid! ¿Éste es el nombre que os ha dado el capitán Tormenta?
—¿El capitán Tormenta?
—Señora —dijo el polaco indicando a los jenízaros de la escolta, —creo que este lugar no es adecuado para…
—¡Estás en lo cierto! —convino Haradja, que a cada instante que pasaba estaba más pálida. —Acompáñame.
Cruzaron el patio y penetraron en una estancia de la planta baja.
—¡Explícate! —dijo Haradja, muy nerviosa, mientras cerraba la puerta con brusquedad. —¿Decías que Hamid es un cristiano?
—Es el famoso capitán Tormenta, que frente a los muros de Famagusta sostuvo un extraordinario duelo con el León de Damasco y le venció.
—¡Hamid ha vencido al León de Damasco! —exclamó Haradja.
—Y le hirió, señora —contestó el polaco. —Le pudo haber matado, pero prefirió perdonarle la vida.
—¿De manera que no es verdad que ese joven es amigo de Muley? ¿Ha mentido?
—Por el contrario, señora. El turco y el cristiano ya no son enemigos. Muley salvó al cristiano al conquistar Mustafá Famagusta.
—¡Hamid es un cristiano! —murmuró la turca, con gesto pensativo.
Y encogiéndose de hombros, agregó:
—¡Es lo mismo! ¡Turco o sectario de la cruz, es bello, altivo y generoso, y el Profeta no debe penetrar en el corazón de los unos y de los otros!
El polaco esbozó una sonrisa sardónica.
—¿Bello o acaso bella, señora? —inquirió.
La sobrina del gran almirante contempló al polaco casi con espanto.
—¿Qué pretendes dar a entender, capitán? —le interrogó en tono encolerizado.
—Os pregunto que si bello o bella, altivo o altiva, generoso o generosa, señora. ¡Tal vez os hayáis equivocado respecto al verdadero sexo del capitán Tormenta! —adujo sarcásticamente el polaco.
—¿Qué dices? —barbotó Haradja, roja de ira, agarrando a Laczinski por un brazo. —¿Qué dices?
—Que el atractivo Hamid, o el bello capitán Tormenta, se llama Leonor o duquesa de Éboli.
—¡Es una mujer!
—Sí, una mujer.
Haradja soltó un rugido semejante al de una fiera encadenada. Quedóse inmóvil un momento y luego gritó iracunda:
—¡Se han burlado de mí! ¡Me han engañado!
Y, abriendo la puerta, gritó:
—¡Metiub!
El turco, que se hallaba en el patio fumando, se dirigió corriendo hacia la habitación. Al ver a Haradja, cuyos ojos despedían chispas de cólera y el semblante rojo, imaginó que el polaco la había ofendido y desenvainó el yatagán.
—¡No, no es este hombre! —interrumpió Haradja. —¿Dónde se encuentra tu galera?
—Anclada en la ensenada de Doz.
—¡Ponte en marcha en el mejor caballo, despliega las velas y alcanza a la galeota de ese Hamid! ¡Son cristianos y nos han engañado! ¡Corre, marcha y tráeme a Hamid con vida! ¿Me comprendes, Metiub? ¡Le quiero con vida!
—¡Muy bien, señora! —respondió el turco. —¡Antes que el sol se ponga, mi Namaz habrá apresado a la galeota y yo habré tenido ocasión de vengar la herida que me ocasionó ese inoportuno cristiano!
8. "¡VIVA LA CAPITANA!"
En tanto que el capitán turco y el renegado polaco marchaban a galope tendido en dirección a la playa con objeto de apresar a los fugitivos, la galeota, impulsada por una fresca brisa, navegaba velozmente hacia el sur para recalar en la bahía de Luda.
La duquesa había resuelto ver por última vez al León de Damasco, al cual debía la vida y la libertad del vizconde, entregarle su velero y fletar otro, aunque los griegos le habían anunciado su deseo de marchar con ella a Italia, donde tendrían oportunidad de alistarse en cualquier navío.
En cuanto la galeota hubo doblado el promontorio, poniéndose a resguardo de la vista de los jenízaros y de la turca, la duquesa bajó con premura al camarote, donde el vizconde la aguardaba con la ansiedad que es de suponer.
Dos exclamaciones brotaron al unísono de sus labios.
—¡Leonor!
—¡Gastón!
El vizconde tomó entre sus manos las blancas y suaves de la duquesa y la contempló con ojos ardientes y que brillaban por efecto de la fiebre.
—Me enteré de que estabais en Chipre —dijo el vizconde, —y la idea de veros algún día me ha permitido soportar las horribles torturas que me hacían padecer los mahometanos.
—¿Ya lo sabéis, Gastón? —inquirió la duquesa.
—Sí. Las hazañas del capitán Tormenta llegaron hasta Hussif o, para ser más exactos, hasta los estanques.
—Pero ¿de qué forma?
—Me habló del capitán Tormenta un cristiano capturado por los turcos y que era compañero mío en la pesca de sanguijuelas. Por los detalles que me dio sobre vuestro rostro y, en especial, por la presencia de El-Kadur, imaginé al momento que aquel capitán a quien los cristianos de Famagusta admiraban erais vos. ¡Ese día poco me faltó para enloquecer de alegría! ¡Vos en Famagusta! Se trataba de la mejor noticia que me podían haber dado para reconfortar mi ánimo, decaído por tan numerosas humillaciones y padecimientos.
—¡Veros finalmente en libertad, frente a mí, luego de tan terribles cosas! ¿No os parece estar soñando, vizconde?
—¡Sí, y me siento orgulloso de ser a vos a quien debo la libertad, a vuestra osadía y al valor de vuestro brazo!
—Hice lo que cualquiera otra mujer hubiera podido y debido procurar hacer, querido Gastón.
—¡No! —exclamó con vehemencia el vizconde. —¡Únicamente una duquesa de Éboli podía tener semejante valor! ¡Otra no se hubiera atrevido a llegar hasta aquí, a esta guarida de tigres y leones, que producen espanto entre los más valerosos guerreros cristianos! ¿Suponéis que no me he enterado de que vencisteis a la mejor espada del ejército mahometano?
—¿Cómo os habéis informado, Gastón?
—El guerrero que me notificó vuestra presencia y la de El-Kadur me explicó también vuestro desafío.
—¡Una cosa sin importancia! —repuso la duquesa, con una sonrisa.
—¡Qué amedrentaba a los capitanes cristianos! —objetó el vizconde.
—Los cuales no tuvieron la fortuna de tener como maestro de armas al mejor tirador de Nápoles —adujo la duquesa. —Ese éxito se lo debo a mi padre.
—¡Y a vuestra valentía, Leonor!
—¡Bah: dejemos esto, Gastón! De aquí a poco conoceréis a mi contrincante.
—¿Al León de Damasco? —inquirió Le Hussière, asombrado.
—Vamos en busca suya, ya que la nave es de él. Le debo la vida, pues gracias a él pude salir viva de Famagusta.
—¿No nos traicionará? —preguntó el vizconde, que parecía inquieto.
—No. Es muy generoso y, por otra parte, si yo le debo mi salvación, también él me debe la vida.
—Ya lo sé. Le habéis perdonado, cuando le podíais haber matado. No obstante no confío en ese turco.
—No os inquietéis, Gastón. Es un musulmán diferente a los demás.
—¿Y emprenderemos pronto el rumbo hacia Italia?
—Sí, Gastón. Nada nos queda por hacer en Chipre. Nos dirigiremos a Nápoles y allí viviremos felices, olvidando todos los horrores pasados. El suave clima del golfo os repondrá en seguida de las innobles torturas que os ha hecho sufrir la implacable Haradja. Vamos al puente, Gastón. No me hallaré tranquila por completo hasta que avistemos las costas de Italia.
—¿Qué nuevo peligro nos puede amenazar, Leonor? —preguntó el vizconde.
—¡Estoy intranquila, Gastón! ¡Temo alguna represalia de Haradja! Esa mujer es enérgica y despiadada y tiene además a su disposición las galeras de su tío.
—Me han asegurado que la flota mahometana continúa anclada en Nicosia —dijo el vizconde. —Antes que se hiciera a la mar, ya estaríamos a mucha distancia.
—No nos detendremos sino el tiempo justo para fletar un navío y tomaremos rumbo hacia occidente.
—Vamos fuera, Leonor. El aire del mar me sentará mejor que el de los estanques.
La cogió de la mano y la llevó hasta la toldilla.
La galeota se hallaba muy distante de la ensenada y avanzaba rápidamente por el Mediterráneo, en dirección sur.
Las costas de Chipre se perfilaban a siete u ocho millas de distancia.
—¿Qué tal vamos, tío Stake? —preguntó la duquesa al viejo marinero, que se acercaba con la gorra en la mano.
—Magníficamente, señora. La galeota avanza con mayor rapidez que una galera. ¿Está contento el señor vizconde de vuestra hazaña?
—Estrechad esa mano, marinero —repuso el vizconde.
—¡Es un gran honor para mí, señor Le Hussière! —exclamó el tío Stake, turbado.
—¡Apretad sin miedo! ¡Son un par de manos cristianas que se encuentran!
—¡Y leales, señor! —repuso estrechando la mano que el vizconde le alargaba. —¡Siempre prestas a caer encima de esos puercos mahometanos!
—¡No comprendo por qué Dios habrá puesto en el mundo a esas bestias feroces!
—¡Desearía ahogarlos a todos —continuó el marinero, rascándose con energía la punta de la nariz —y que se los tragaran los peces espada!
Una voz interrumpió sus palabras:
—¡Buenos días, señor!
—¡Vaya, el pedazo de pan moreno! —susurró el tío Stake, al distinguir a El-Kadur. —¡Hum! ¡Qué aspecto de funeral trae este bárbaro!
El árabe se había aproximado sigilosamente al vizconde.
Su semblante se hallaba realmente triste y sus ojos húmedos.
—¿Eres tú, mi bravo El-Kadur? —exclamó el vizconde. —¡Qué alegría siento al verte de nuevo!
—Y yo, señor vizconde —respondió el árabe. —Me encuentro más seguro desde que hemos conseguido huir de la cautividad. ¡Ahora ya eres dichoso, señor!
—¡Sí, enormemente dichoso! ¡Espero que los mahometanos no me aparten jamás de la mujer a quien amo!
Una gran contracción demudó el semblante del árabe, si bien fue de la rapidez del relámpago. No obstante fue advertida por la duquesa.
—Señor —dijo El-Kadur, —ya no necesitáis de mí. Mi misión ha terminado y deseo pediros un favor que la duquesa me ha negado.
—¿Qué favor? —inquirió el vizconde, con extrañeza.
—Que no me llevéis a Italia.
—¡El-Kadur! —exclamó la duquesa entono enérgico.
—El desdichado esclavo desea regresar a su tierra —prosiguió El-Kadur, simulando no haber oído a la joven. —Mi vida está a punto de acabar y deseo volver allí. Cada noche sueño con los desiertos de Arabia, con las palmeras verdes y con la choza abrasada por los rayos del sol, y también con las hermosas llanuras bañadas por el mar Rojo. Nosotros, los naturales de las tierras calurosas, vivimos muy poco, y cuando sentimos que la muerte se nos aproxima no experimentamos más que dos deseos: un lecho de arena y la sombra de alguna de nuestras plantas. Suplica a la mujer que amas que devuelva la libertad al desdichado esclavo.
—¿De manera que deseas abandonarme? —inquirió la duquesa.
—Si me lo permites, sí.
—¿Por qué razón tú, que te has criado junto a Leonor y has sido su protector y su guía, deseas ahora abandonarla, El-Kadur? —preguntó el vizconde. —Nápoles es mejor que Arabia. El palacio del duque de Éboli vale más que la choza. Explícate.
El árabe tenía los ojos cerrados. La duquesa, que había comprendido la llama secreta que devoraba el corazón del árabe, le examinaba con fijeza.
—¿Asilo deseas, El-Kadur? —le interrogó.
—¡Sí, señora! —repuso el árabe, con voz sorda.
—¿Y no sentirás la ausencia de tu señora, que ha sido tu compañera desde la niñez?
—¡Dios es grande!
—Cuando abandonemos Chipre quedarás en libertad, mi fiel El-Kadur.
—¡Gracias, señora!
Sin pronunciar una palabra más, el árabe se cubrió por completo con su manto y fue a sentarse en la parte de proa. Por su parte, el vizconde y la duquesa respondían a los marineros que los saludaban al pasar.
El tío Stake y Nikola se acercaban otra vez a los jóvenes.
—Señora —adujo el primero, —¿tenéis olvidados ya a los tripulantes de la carabela?
—¿A los marineros turcos? —dijo Leonor.
—Sí. Esos perros rabiosos continúan confinados en la sentina de la galeota. Y como para nosotros podrían representar un gran peligro, venimos a averiguar qué hemos de hacer con ellos.
—¿Cuál es vuestro consejo? —inquirió la duquesa.
—¡Yo los ahogaría luego de haberles amarrado bien las piernas y los brazos! —repuso el tío Stake.
—¡Y yo los ahorcaría! —agregó el griego.
—Ésos no han luchado contra nosotros. No nos han hecho el menor daño.
—¡Pero son turcos, señora!
—Es verdad, tío Stake, mas nosotros somos cristianos y debemos ser generosos. ¿No es cierto, Gastón?
El vizconde hizo un gesto de asentimiento.
—En tal caso, ¿debemos desembarcar a esos bribones? —indagó el veterano marino, algo contrariado por aquella generosidad que consideraba poco adecuada. —¡De haber ido a parar a sus manos, apuesto la gorra mía contra la cabeza de uno de ellos a que en este momento ya seríamos pasto de los peces!
—Acaso estés en lo cierto —convino la duquesa. —Pero yo, como mujer, no puedo admitir que se asesine a sangre fría a esos desdichados.
—Ya no me acordaba de deciros otra cosa —dijo el tío Stake. —Los marineros que hundieron la carabela hallaron en su estiba enormes cajas, que seguramente estaban destinadas a Haradja.
—¿Las habéis abierto?
—Sí. Hemos encontrado magníficas ropas de mujer turca. ¿Debo mandarlas llevar al camarote? Creo que ya no es preciso que vistáis de hombre, ahora que el señor vizconde está aquí para defenderos. A nosotros nos toca protegeros.
—Me agrada la idea de transformarme en una mujer mahometana —dijo la duquesa. —El capitán Tormenta y Hamid no tienen por qué seguir existiendo.
—Estaréis más hermosa, Leonor —opinó el vizconde, —y no haréis volver más la cabeza a las damas. Ya estoy enterado de que Haradja se enamoró perdidamente de vos, imaginando de verdad que erais un príncipe árabe.
—Idilio que me hubiera hecho reír de no haberos encontrado en su poder —respondió la duquesa. —¡De haberse enterado Haradja del engaño, me habría hecho pagar cara la mentira!
—No habríais salido con vida de las zarpas de esa hiena.
—Espero que no vuelva a verme, no siendo que se traslade a Nápoles o Venecia.
—Y eso resultaría difícil, señora —dijo el tío Stake, que regresaba de dar algunas instrucciones. —Aunque de todas formas todavía no estamos bastante lejos como para poder evitar sus ataques.
—Nadie le puede haber dicho que soy una mujer.
—¡Cómo! ¡Cualquiera sabe, señora! ¡Los traidores no faltan jamás!
—¿Os volvéis pesimista, tío Stake?
—¡Oh, no, señora! No obstante desearía hallarme frente a las costas de Italia o Sicilia, ya que los caprichos del viento me preocupan. Mucho me temo que venga una calma chicha.
—Ya nos encontramos a mucha distancia de Hussif —dijo el vizconde.
—A unas veinte millas; no es gran cosa, señor.
—No nos amenaza ningún riesgo.
—De momento, no.
—En tal caso, ordenad que preparen la comida, tío Stake.
—Mientras tanto yo me encargaré de entrar a saco en las cajas que estaban destinadas a mi «prometida» —exclamó, riendo, la duquesa.
Gastón aguardó a que la duquesa se alejara por la escotilla y, asiendo al tío Stake por un brazo, inquirió:
—Decidme: ¿teméis que acontezca algo?
—No, señor vizconde. No es probable, al menos de momento, que nos persigan los turcos. Pero la desaparición de la carabela podría suscitar recelos en el ánimo de Haradja.
—Acaso imagine que se ha ido a pique.
—¡Hum! ¡Con lo tranquilo que está el mar, lo dudo!
—¿Tenéis la certeza de no haber divisado ninguna nave por las proximidades de Hussif?
—No he visto más que por muy breve tiempo la costa, señor, y no me sería posible asegurar que en cualquier ensenada no se encontrara algún navío.
—¿Contamos con buen armamento?
—En el entrepuente hay cuatro culebrinas. Y en el armero abundan los arcabuces, las espadas y las lanzas. Las municiones tampoco faltan. Por otra parte, la galeota es sólida y puede luchar contra cualquier carabela. ¡Mucho le costaría abordarnos! —opinó el tío Stake. —Esta galeota solamente podría ser vencida por una galera.
—No me parece que las haya por esta zona —dijo el vizconde.
—Si no llega de alta mar, y en tal caso no nos quedaría otra solución que varar en la costa.
—¡Ah! ¡Aquí tenemos a la señora! ¡Por todos los leones de la República! ¡Ésta es una turca que enloquecería a todos los bajas, e incluso al sultán!
La duquesa había aparecido sobre cubierta, más hermosa que nunca. Ninguno hasta entonces la vio vestida de mujer con excepción de Le Hussière y Perpignano.
De las ropas destinadas para Haradja había escogido un vestido, más georgiano que musulmán, que realzaba su belleza y hacía resaltar sus ojos negros.
Lucía una elegantísima culidjé abierta por la parte delantera y que permitía ver la piraheu. Llevaba también calzones de blanca seda, recamados en oro, y, en la cintura, una faja de seda azul. Sus pies calzaban babuchas de roja piel recamadas en plata y con la punta muy torcida hacia arriba, casi alcanzando a los flecos de la faja. Su cabellera, partida en trenzas, caía a ambos lados del rostro, tapado por un velo blanco.
Le Hussière se detuvo frente a ella, mirándola admirado; el tío Stake, que, de improviso, parecía haber enloquecido, lanzó a lo alto la gorra, exclamando con todas sus fuerzas:
—¡Viva la capitana!
Y un grito, surgido de todos los pechos, repitió:
—¡Viva! ¡Viva!
Casi no se habían extinguido los ¡vivas!, cuando sonó una violenta imprecación.
Todos se volvieron hacia popa.
Nikola Stradiato se hallaba casi tumbado encima de la borda, con el semblante desfigurado, mirando hacia el norte y con el puño extendido.
—¡Eh, Nikola! —exclamó el tío Stake. —¿Te has vuelto imbécil de improviso? ¿Qué mosca te ha picado para venir a interrumpir nuestra alegría?
—¡Por la cruz! —gritó el griego con sorda voz. —¡Tres velas doblan hacia alta mar el promontorio de Hussif! ¡Como no sea una galera de la Serenísima, tendrá que ser turca la maldita! ¡Tened cuidado con esas aves de presa!
9. El abordaje de una galera
El grito del renegado extinguió de improviso la alegría suscitada por la aparición de la hermosísima capitana.
—¡Ni cien cubos de agua helada! —masculló entre dientes el tío Stake. —¡Menuda novedad!
El vizconde, que había palidecido, contemplaba con angustia a la duquesa.
—¡Tres velas! —exclamó dirigiéndose a Nikola. —¿No estaréis en un error?
—No, señor vizconde. Tengo buena vista y puedo distinguir una galera de una carabela o de una galeota. Ha dado en este momento la vuelta a la altura de Hussif y aseguraría que intenta darnos caza.
—¡Cuerpo de… ancla rota! —barbotó el tío Stake. —¡Ya se ha enterado esa endemoniada bruja de que no tenemos la menor relación con el bandido de Mahoma! ¡Vamos: todavía tengo buena vista!
Cruzó con cuanta rapidez le fue posible la toldilla y descendió al puente en compañía de Le Hussière, Perpignano, la duquesa y El-Kadur.
—¡Veamos si no has soñado, Nikola! —comentó, dirigiéndose hacia la borda. —¡No puedo creer que esos bandidos estén ya advertidos! ¿Cómo es posible que hayan podido husmear a los cristianos a tanta distancia?
Maldiciendo de continuo, según su norma, se acercó al griego.
—¿Hacia dónde están esas velas? —inquirió.
—¡Fíjate! —le contestó el griego, indicando hacia el horizonte.
—¡Válgame san… no sé quién! —barbotó el viejo marinero. —¡No parece posible! ¡Tres velas! ¡Por fuerza tiene que ser una galera!
—¿Es veneciana o turca? —inquirió el vizconde.
—No poseo lentes, señor vizconde —repuso el anciano. —Pero, a pesar de que los poseyese, a tanta distancia no me sería posible comprobar la bandera que ondea sobre el palo.
—¿No crees que acaso sea veneciana?
—¡Hum! ¿Qué va a buscar por aquí una galera de la República, ahora que Chipre se encuentra ya en poder de los turcos?
—¿Así que será turca?
—Es lo más probable, señor.
—¿Y vamos a dejar que se lancen al abordaje y nos hundan? —preguntó el vizconde.
—No habrá otro medio de evitarlo que alcanzar la costa —opinó Nikola. —Desgraciadamente, la brisa ya no sopla.
—Y la costa se halla muy distante —adujo el tío Stake. —Para recorrer las quince millas que nos separan de ella, requeriríamos como mínimo ocho horas, si continúa la calma.
—Decid, Stake —indagó Le Hussière: —¿por qué causa ese navío tiene a su favor el viento?
—Debido a que está navegando por alta mar, señor y, teniendo en cuenta el color oscuro del agua, por esa zona debe de soplar aún la brisa.
—En tal caso avancemos en dirección a poniente.
—Así nos alejaremos de la playa.
—Contamos con culebrinas y arcabuces. Somos bastante numerosos y gente resuelta, según creo.
—¡Decididos a morir antes de tornar a la esclavitud! —dijo Nikola. —¡Contad para lo que sea con mis hombres, señor! —¿Cuál es vuestra cuestión de honor? —preguntó el vizconde. —El capitán Tormenta puede aconsejarnos magníficamente.
—¡Pongamos rumbo hacia alta mar, tío Stake! —repuso la duquesa. —Todavía no tenemos la certeza de si esa nave es amiga o enemiga. Y si comprobamos que es mahometana, podemos dirigirnos de nuevo hacia la costa. ¿No opináis así, tío Stake?
—¡Voto a Dios! —exclamó el contramaestre. —¡Siempre dije que merecéis que os nombren gran almirante! ¡Un marino veterano no hubiera hablado mejor que vos, señora! ¡La brisa por esa zona es magnífica y esta galeota no es una tortuga! ¡Todavía no nos ha dado caza y podemos obsequiarlos con algunos proyectiles! ¡A la maniobra! ¡Todas las armas blancas y de fuego preparadas sobre la cubierta!
En tanto que Perpignano, en unión de algunos griegos, se afanaba en esto último, luego de haber cargado las culebrinas, los restantes hombres intentaban maniobrar de manera que la galeota alcanzara la zona azotada por el viento. No era tarea sencilla el lograrlo, ya que la nave se hallaba ya muy próxima a la costa, en lugar resguardado por los promontorios cercanos. No obstante, por medio de velas y remos se consiguió hacerla avanzar hasta el lugar deseado y que de esta forma aprovechase el viento, que soplaba con ciertas intermitencias.
Ya no cabía duda respecto a la intención del navío sospechoso, cuya proa avanzaba directamente hacia la galeota.
—¿Nos darán caza? —preguntó la duquesa al vizconde.
—¡Me temo que sí!
—¿Podemos aguantar un abordaje?
—Una galeota no puede enfrentarse a una galera, Leonor.
—En tal caso, ¿nos apresarán? —inquirió la joven, con ansiedad.
—Todavía no nos han alcanzado. Creo que el tío Stake es un magnífico marino y no dejará que nos apresen con facilidad.
En aquel instante oyeron una voz a sus espaldas que preguntaba:
—Señora, ¿ya no os acordáis de que tengo orden de cuidar de vos?
La duquesa se volvió al momento. Ben-Tael, el esclavo de Muley-el-Kadel, se encontraba delante de ella.
—¿Qué deseas? —inquirió.
—Mi señor me ha indicado que en el supuesto de que os encontraseis en peligro fuera a advertirle, y creo que en este momento el peligro es inminente.
—¿Consideras que ese navío es musulmán?
—He bajado ahora mismo de las crucetas del mayor y estoy seguro de que sobre esas velas flota la bandera verde del Profeta. Las cofas son muy altas y totalmente diferentes a las que llevan las galeras venecianas.
—¿Y qué pretendes hacer?
—Pedir vuestro consentimiento para alcanzar la costa y advertir a mi señor antes que me apresen con vosotros.
—Nos encontramos a siete u ocho millas.
El esclavo sonrió.
—Ben-Tael es un nadador que no tiene contrincantes y a quien no amedrentan los tiburones.
—No obstante, todavía no estamos en tan crítica situación como para caer en poder de la galera —objetó la duquesa. —Fíjate: la galeota corre en este instante.
—Es verdad, señora. Pero es aconsejable tomar precauciones.
La duquesa pidió con la mirada la opinión del vizconde.
—¿Podemos confiar en la ayuda del León de Damasco? —inquirió Gastón.
—Estoy absolutamente segura —respondió la joven. —Está agradecido hacia mí porque le perdoné la vida.
—En tal caso, si lo deseas, márchate —dijo Le Hussière al esclavo. —En el supuesto de que no podamos escapar a la persecución de la galera, nos dirigiremos a la costa y en cualquier parte nos hallaréis.
—En dirección a Luda —dijo la duquesa. —Ya sabes que ésa es precisamente la ensenada donde buscamos refugio.
—Sí, señora. Allí os aguardaré —contestó el esclavo.
Se ajustó la faja que le ceñía la cintura y, afirmando en ella el yatagán, se despojó del manto y se arrojó al agua.
—¡Por cien mil tiburones! ¡Hombre al agua! —exclamó el tío Stake. —¡Vira!
—Dejadle, Stake —intervino la duquesa. —Se trata del esclavo de Muley-el-Kadel que se marcha.
—¿Le atemorizan sus compatriotas a ese bribón? ¡En el momento en que vuelva a verle le abraso de un tiro!
—Se va con mi consentimiento. No os preocupéis por él. ¿Y la galera?
—¡El infierno cargue con ella y Mahoma reviente! —gritó el contramaestre, que parecía hallarse encolerizado. —¡Cualquiera diría que tiene reserva de viento!
—¿Va ganando terreno? —insistió el vizconde.
—Sí, señor. Por lo que parece la brisa sopla con mayor fuerza hacia esa parte.
—¡Son turcos! ¡Son turcos! —exclamó en aquel instante una voz desde las cofas.
—¡San Marcos y su león nos amparen! —dijo el tío Stake, quitándose la gorra de un manotazo.
—¿Qué pensáis hacer? —le preguntó el vizconde.
—Doblar hacia la costa e intentar desembarcar en Luda —repuso el marino.
—Es lo único que se puede intentar —comentó Nikola, que se había aproximado hacia ellos. —De todas formas, tengo mis dudas respecto a que la galera nos deje tiempo de llegar. Se abalanza sobre nosotros demasiado aprisa, y de aquí a diez minutos nos encontraremos al alcance de sus cañones.
—¡Suelta las escotas y prestos para virar! —gritó el tío Stake. —¡Cambia los foques!
La galeota, que avanzaba en dirección a poniente, viró hacia levante. Desgraciadamente, el viento era muy flojo y no favorable.
Por el contrario, la galera seguía acercándose velozmente.
No tardó ni diez minutos en alcanzar a la galeota y disparó su primer cañonazo con pólvora solamente, conminándolos a que se detuvieran.
—¡Estamos listos! —exclamó el tío Stake, arrancándose un mechón de pelos. —¡Como mínimo hasta dentro de tres cuartos de hora no alcanzaremos la playa! ¡Señor vizconde y vos, señora, preparaos para la defensa!
—Leonor, colocaos en la batería con Perpignano —indicó Gastón. —Allí os encontraréis más a cubierto.
—¿Y vos? —inquirió la duquesa, contemplándole con angustia.
—Mi puesto está sobre cubierta, junto a Nikola, El-Kadur y el tío Stake. De momento los turcos no se lanzarán al abordaje y vuestra extraordinaria espada no es precisa. ¡Rápido, Leonor! ¡Se disponen a disparar de nuevo! Tengamos confianza en Dios y en nuestro valor.
Al ver que la joven titubeaba, la cogió por la mano y la llevó con suave energía a la batería, en la que Perpignano y siete de los renegados se preparaban a disparar las culebrinas.
—¡No os expongáis, Gastón! —suplicó la duquesa. —¡Pensad que os amo!
—Tendré buen cuidado de las balas turcas —respondió el vizconde con una sonrisa. —Ya somos antiguos conocidos, y cuando en Nicosia me respetaron, con mayor motivo lo harán aquí. ¡No os inquietéis, Leonor!
—¡Tengo tristes presagios!
—¡Todas las personas, incluso las más valerosas, los tienen antes de empezar la batalla! Vos lo conocéis mejor que yo, ya que habéis estado presente en el sitio de Famagusta.
Un segundo disparo de culebrina, acompañado de una exclamación de Nikola, le hizo interrumpir sus palabras.
—¡Mi puesto está sobre cubierta! —exclamó el vizconde, mientras se alejaba. —¡Se requiere allí mi presencia!
—¡Entonces ve, querido Gastón!
Le Hussière desenvainó la espada y subió con rapidez a cubierta, en tanto que Perpignano ordenaba a los renegados:
—¡Dispuestos para una andanada!
Cuando Le Hussière llegó arriba, la galera se encontraba a ochocientos metros e intentaba cerrar el paso a la galeota, avanzando paralelamente a la costa.
El primer proyectil disparado por los turcos había provocado gran destrozo a bordo.
Apuntada hacia la arboladura, destrozó la entena del trinquete, la cual al desplomarse sobre cubierta estuvo a punto de aplastar a Nikola.
Tras aquella advertencia, la galera se había cruzado al viento, mostrando sus diez aspilleras de babor, en las que relucían las bocas de otras tantas culebrinas.
La galera era una nave de enorme tamaño, de tonelaje seis veces superior al de la galeota, y cuya mixta arboladura portaba velas latinas hasta las cofas y cuadradas a partir de éstas hasta las puntas. Numerosos guerreros magníficamente armados aguardaban el instante de precipitarse al abordaje.
—Contramaestre —preguntó el vizconde, acercándose al tío Stake, que gobernaba el timón, —¿nos será posible alcanzar la costa antes que la artillería turca nos hunda?
—Eso deberíamos preguntárselo a Mahoma, señor vizconde. Pero es posible que ese perro sarnoso se haya vuelto sordomudo en este instante. ¡El demonio le meta en un tonel lleno de pez hirviendo!
Otro cañonazo tronó en aquel momento y la parte de arriba del palo mayor, partida por una de las crucetas, se desplomó con gran fragor. En ese instante se oyó a Perpignano que exclamaba:
—¡Fuego!
Las cuatro culebrinas dispararon a la vez, perforando las velas de la galera, destruyendo parte de la borda e hiriendo a buen número de arcabuceros.
—¡Diablos! —exclamó el tío Stake. —¡Esa andanada vale no una botella de vino de Chipre, sino un tonel! ¡Bebed la sangre de vuestros compañeros, perros!
Los mahometanos respondieron con sus diez piezas de artillería. Los estragos causados en la galeota resultaron espantosos. La borda de estribor fue desgajada, destrozado el castillo de proa y algunos proyectiles traspasaron la estiba de la infortunada galeota, a merced de los disparos debido a la escasez de viento.
—¡Esto se llama una tormenta de fuego! —comentó el tío Stake, que había escapado por verdadero milagro de aquella bordada. —¡Otra como ésta y nos podemos despedir!
El vizconde se había dirigido a toda prisa hacia la batería preguntando:
—¿Algún herido?
—¡No! —contestó Perpignano. —¡Disparad, muchachos!
La galera, que se había aproximado, recibió los cuatro cañonazos y se ladeó hacia estribor, en tanto que uno de los cuatro proyectiles perforaba el casco, dejando tras de sí un reguero de sangre.
Un fiero clamor surgió de entre los mahometanos, acompañado de violentas descargas de arcabucería.
Le Hussière, El-Kadur y los griegos que se hallaban en la toldilla se habían armado de arcabuces, y luego de haberse protegido tras de un parapeto practicado apresuradamente con el árbol del trinquete y el mayor, cajas, barriles y cordajes, dispararon a su vez contra el castillo de proa y el casco de la galera.
Fue inútil que el tío Stake y Nikola pretendieran conducir la galeota hasta la costa, ya que el viento era a cada momento más flojo y la galera les cerraba el paso, intentando abordarlos.
Esta última nave, cuyos tripulantes eran siete u ocho veces más numerosos que los de la galeota, no habría de tardar en imponerse.
Mientras tanto, los cañonazos se sucedían sin cesar. Los artilleros de la galeota, bajo el mando de Perpignano, realizaban auténticos prodigios de puntería. Pero esto no bastaba contra las veinte piezas con que contaban los turcos.
Un cuarto de hora más tarde el árbol del trinquete de la galeota, segado por la cofa, se venía abajo con estrépito sobre cubierta, y obstaculizando el paso con las velas y cordajes, cubrió entre ellas el parapeto.
Casi no había conseguido el vizconde librarse del cordaje y las velas que le rodeaban, cuando un disparo de arcabuz le alcanzó en el pecho.
—¡Leonor! —exclamó, mientras se desplomaba.
El-Kadur y Nikola, que le vieron caer, acudieron al instante a socorrerle, en tanto que el tío Stake gritaba enfurecido:
—¡Han herido al vizconde!
El grito fue oído en la batería. Perpignano y la duquesa se precipitaron angustiados por la escalerilla, en tanto que los renegados, advirtiendo que era inútil oponer resistencia, dejaban de disparar.
La duquesa se había inclinado sobre el vizconde.
—¡Gastón mío! —exclamó, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.
El señor Le Hussière, sostenido por El-Kadur y Nikola, dijo con una sonrisa:
—¡No es nada más que una simple herida! ¡No os inquietéis, Leonor! ¡Una bala… en el pecho!… ¡No será nada!
No le fue posible continuar. Un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros. Palideció de una forma horrible y se desplomó en los brazos de los que le sujetaban.
Leonor lanzó un grito espantoso y, volviéndose hacia la galera con el puño extendido, exclamó:
—¡Canallas! ¡Le habéis matado!
Cogió del suelo la espada del vizconde y, precipitándose a cubierta, gritó:
—¡A mí, mis valientes! ¡Acabemos con esos miserables! ¡Sucumbamos todos!
El-Kadur, que confió a Nikola el cuidado del vizconde, se dirigió a ella.
—Señora —dijo, —¿qué haces? ¿A qué ir en busca de la muerte? Es posible que el señor vizconde se cure.
—¡Márchate y déjame morir!
—¡No, tengo la misión de cuidar de ti, señora! ¡Tu padre te confió a mí! ¡Ten cuidado! ¡Los turcos han dejado de disparar y Metiub nos conmina a la rendición!
—¡Metiub! —exclamó la duquesa, encolerizada. —¡Es el capitán de Haradja! ¡No tenemos salvación!
Dominada por un súbito decaimiento dejó caer la espada y, sentándose sobre un rollo de cuerdas, ocultó la cara entre las manos. Sordos sollozos surgían de su pecho.
Mientras tanto la galera abordó a la galeota por la parte de popa. Los marineros mahometanos lanzaron los rezones de abordaje, aferrándolos rápidamente al palo mayor.
Luciendo una reluciente armadura, Metiub fue el primero en presentarse de un salto sobre la cubierta de la galeota, seguido de una docena de turcos cubiertos totalmente de hierro y provistos de enormes pistolas y cimitarras.
—¡Me alegra verte de nuevo, señora! —manifestó con acento burlón el turco, avanzando hacia la duquesa. —¡Eres una mujer maravillosa y me agradas más de esta manera que como te presentaste en el castillo! Eres la hija del bajá de Medina, no el hijo. ¡Lo lamento por Haradja!
Al escuchar estas sarcásticas palabras, la duquesa se incorporó y cogió la espada que dejó caer.
—¡Calla! —gritó. —¡Te herí una vez ante la sobrina del bajá y ahora voy a matarte! ¡Enfréntate a esta mujer cristiana, tú que te jactas de ser el mejor espadachín del ejército mahometano! ¡Lucha conmigo si eres capaz!
El turco dio un paso atrás y cogió de las manos de uno de sus marineros una pistola.
—¿Tienes miedo y pretendes asesinarme a balazos? —gritó la duquesa, con extraordinaria vehemencia. —¡Yo me enfrento a ti con mi espada! ¡Da pruebas de tu caballerosidad, turco! ¡Yo soy una mujer y tú un hombre!
Un sordo cuchicheo surgió entre los marineros que se hallaban alrededor del capitán, y el murmullo no era, en verdad, aprobando el comportamiento del lugarteniente de Haradja.
La hermosura y el valor de la duquesa habían producido admiración entre los fieros seguidores del Profeta.
Un oficial asió por la muñeca a Metiub, impidiéndole disparar y dijo:
—¡Esta cristiana es de Haradja y no te está permitido matarla!
El capitán no ofreció resistencia y se dejó desarmar.
—¡En Hussif liquidaremos nuestras cuentas, señora! —exclamó. —¡Ésta no es ocasión propicia para iniciar un duelo de esgrima!
—Y, en especial, contra quien ha derrotado al León de Damasco y a ti —adujo la duquesa.
—¡Una mujer! —exclamaron sorprendidos algunos turcos.
—¡Sí, yo, una mujer, he vencido a ambos! —dijo Leonor.
Y, arrojando la espada con gesto despectivo, agregó:
—¡Haced conmigo lo que os plazca!
El turco se quedó titubeando entre la admiración que le producía la mujer y el ridículo en que se hallaba ante sus hombres, hasta que, por último, anunció:
—Sois mi prisionera y mi obligación es llevaros al castillo de Hussif.
—¡Entonces átame! —contestó con acento irónico la duquesa.
—No se me ha dado tal orden. Mi galera dispone de camarotes.
—Con mis amigos ¿qué pensáis hacer?
—Haradja lo decidirá.
—¡Y yo! —exclamó en aquel instante un hombre que lucía las ropas de capitán de jenízaros, haciéndose paso por entre los marineros.
10. El trato del polaco
Al escuchar aquella voz, Perpignano, que luchaba contra siete u ocho turcos, enérgicamente vapuleados por el tío Stake, que suministraba puñetazos con sorprendente celeridad y abundancia, muy poco satisfactorias para los enemigos de la cruz, se abrió paso entre ellos, precipitándose contra el recién llegado.
—¡Renegado! —barbotó. —¡Toma esto!
Su mano abierta se abatió sobre el semblante del capitán, produciendo un chasquido semejante al de un latigazo.
Una especie de rugido surgió de los labios del polaco.
—¡Ah! ¿Me has reconocido? ¡Me alegro! ¡Pero esta bofetada la vas a pagar, amigo! ¡Y ahora no serán cequíes, al igual que en Famagusta, los que liquidarán la cuenta!
—¡Laczinski! —exclamó la duquesa, con un gesto de desprecio.
—Sí, el «Oso de los bosques polacos» —repuso el capitán. —¡El cristiano que se ha hecho ferviente musulmán!
—¡Despreciable renegado! —gritó Leonor. —¡Eres la deshonra de toda la cristiandad!
—Pero, en cambio, me he captado las simpatías de las hermosísimas huríes del paraíso de Mahoma —respondió en tono burlón el polaco.
—¡Acabemos! —intervino Metiub, que ya comenzaba a experimentar impaciencia. —¡Trasladad a esta mujer a un camarote, al herido a la enfermería y a los otros a la sentina! No es ésta la ocasión de perder el tiempo con palabras vanas. ¡Cumplidlas órdenes, marineros!
—¿Ésta es la forma de recompensar que los turcos tienen a quienes perdonan la vida de sus prisioneros de guerra? —inquirió el tío Stake, que al fin había podido ser dominado. —¡Bien decía yo que mejor hubiera sido obsequiar con ellos a los tiburones!
—¿Qué hablas, viejo? —preguntó Metiub. —¿A qué prisioneros te refieres?
—A los que se encuentran en la cala de la galeota y a los que hice mal en perdonar.
—¿Tal vez son los tripulantes de la carabela?
—Sí.
—En tal caso, para demostrarte que también sabemos ser generosos, no os meterán en los cepos —dijo el turco.
Y, dirigiéndose a sus hombres, añadió:
—¡Vamos, rápido: empieza a levantarse brisa favorable!
—¡Permitid que al herido lo trasladen mis hombres! —dijo con voz enérgica la duquesa.
—¡De acuerdo! —convino el turco. —¡Dejad paso vosotros!
Al señor Le Hussière se le había puesto sobre una tabla cubierta con una lona y cuatro griegos le levantaron una vez que Nikola hubo restañado lo mejor posible la sangre que brotaba de la herida.
El infortunado vizconde, ya casi desangrado a causa de las sanguijuelas de los estanques, y en extremo debilitado como consecuencia de los malos tratos recibidos de Haradja, no había recobrado aún el conocimiento.
Lívido igual que un cadáver y con los ojos cerrados, no daba el menor indicio de vida.
La duquesa se había aproximado. No se hallaba menos pálida que su prometido, aunque de sus ojos ya no brotaban, lágrimas.
Ante los mahometanos, que la contemplaban atentamente, quería ser digna del nombre que llevara en Famagusta pues el capitán Tormenta, hombre o mujer, no podía mostrar debilidad.
Cogió con las dos manos la frente del herido y, besándola largamente, musitó:
—¡No te preocupes, Gastón mío! ¡Leonor sabrá vengarte!
E hizo un ademán a los que transportaban aquella especie de camilla.
La fila de turcos se abrió con respeto.
Los cuatro griegos, acompañados de Leonor, El-Kadur y cuantos constituían la tripulación de la galeota, penetraron en el castillo de proa de la galera.
Metiub y el polaco se reunieron en el acto con ellos, en tanto que algunos de sus hombres ponían en libertad a los tripulantes de la carabela.
—¡Trasladadle a la enfermería! —ordenó el lugarteniente de Haradja. —¡Y tú, señora, acompáñame!
—¿Por qué no me permites estar a su lado? —inquirió Leonor. —¡Se trata de mi prometido!
—No he recibido ninguna orden a este respecto —repuso Metiub. —Haradja decidirá.
—¡Permite al menos que le haga una visita antes que el sol se ponga y que tu nave alcance la bahía!
—Si eso te puede complacer, señora, te lo permito. Aunque me hayas insultado en gran manera ante mis hombres y derrotado ante la sobrina del bajá, desvaneciendo la suposición de que solamente el León de Damasco me podría vencer, te admiro.
La duquesa le contempló con estupor, no pudiendo imaginar que en un musulmán de su clase pudiera haber el menor asomo de generosidad.
—¡Sí, señora, te admiro! —dijo de nuevo el turco. —En primer lugar, porque soy un guerrero y, ya sea mi enemigo hombre o mujer, turco o cristiano, aprecio su bravura tal vez más que Haradja, y me siento orgulloso de haber luchado contra quien ha vencido al León de Damasco.
—¿Entonces me dejarás ver al vizconde?
—Sí. Esta tarde.
—¿Y harás que le curen?
—Igual que si de mi hermano se tratase, pero con una condición.
—¿Qué condición?
—Que me enseñes esta extraordinaria estocada que yo no conocía, con la que me heriste. ¡Voto al Profeta! ¡De haberlo deseado, en este momento no me encontraría aquí! Yo, en lugar tuyo, no me habría mostrado tan generoso y menos ante Haradja.
—¿Qué supones que pensará hacer conmigo la sobrina del bajá?
—No lo sé, señora —respondió el turco. —Es imposible conocerla a fondo y menos imaginar su pensamiento. Es tan voluble como el viento del Mediterráneo. ¡Ven! Tengo que dar orden de que remolquen la galeota.
La duquesa acompañó al turco hasta la cámara de proa.
Atravesaron el comedor y Metiub se detuvo frente a un camarote, cuya puerta era muy sólida.
—Entra, señora, y permanece tranquila —dijo el turco. —En tanto que estés en mi nave, no tienes que temer nada.
—Estoy preocupada por el vizconde.
—El médico de a bordo se encuentra junto a él y le curará igual que si fuese yo el herido.
Abrió la puerta y la hizo pasar a un cómodo camarote, con muebles de estilo oriental. Luego salió, cerrando tras de sí la puerta y dejando en ella dos hombres de guardia provistos de pistolas y cimitarras.
—¡Qué nadie entre aquí! —advirtió. —Solamente una persona se halla exenta de esta prohibición: el capitán de jenízaros.
Al subir al puente la galeota ya había sido tomada a remolque y la galera avanzaba con lentitud en dirección al norte.
Se hallaba dando instrucciones, cuando se le acercó el polaco, que se dirigía a la enfermería.
—El herido se encuentra en un estado de extrema gravedad —anunció. —No es posible extraerle la bala y el plomo ha dañado órganos vitales.
—¿Tal vez el pulmón? —inquirió Metiub.
—Sí. Ha perforado el izquierdo.
—¿Morirá?
—¡Cualquiera sabe! —repuso el polaco. —Hubiera sido mejor una herida de espada.
—¡Eso me preocupa! —dijo el turco. —Había asegurado a Haradja que los llevaría a todos con vida.
—¡Bah! ¡Un estorbo menos! —respondió el polaco.
—¿Por qué hablas así?
—¡Yo tengo mi plan! Responde a una cosa: ¿qué imaginas que hará Haradja con la muchacha?
—Idéntica pregunta me ha hecho ella. ¡Cualquiera sabe!… ¡Con la manera de ser de esa mujer! Me resultaría difícil responderte.
—¿La matará?
—Muy enfurecida está contra ella.
—¡No lo consentiré jamás!
El turco sonrió levemente con aspecto casi conmiserativo.
—¡Tú! —exclamó. —¿Acaso no sabes que Haradja, confiando en la protección de su tío, se burla de Mustafá y hasta del sultán?
—¡Voto a Dios! —exclamó el polaco.
—¡Recuerda que eres musulmán! —dijo el turco, riendo.
—¡En tal caso por las barbas de Mahoma!
—¿Qué es lo que pretendes?
—Considero que, siendo yo el que ha delatado a esa mujer como cristiana, me pertenece a mí.
—No estoy seguro de que Haradja opine así.
—¡Ay de ella si la matase! —exclamó en tono amenazador el polaco.
—¿Eh? —dijo maliciosamente el turco. —¿En tan gran manera te interesa la vida de esa cristiana?
—No considero oportuno darte explicaciones, Metiub.
—No son precisas, capitán.
—¿Dónde se encuentra esa mujer?
—En el tercer camarote de estribor.
—Me es necesario verla.
—No se me ha ordenado impedírtelo —respondió Metiub. —Únicamente te prevengo respecto a que no puedes tocarla.
—¡El diablo cargue contigo! —dijo entre dientes el polaco mientras se alejaba. —¡Todos estáis malditos, incluyendo al mismo Mahoma!
Descendió con un humor bastante pésimo la escalerilla, ordenó a los dos guardianes que se marcharan y, abriendo la puerta del camarote, penetró en éste diciendo:
—¡Con permiso, señora!
La duquesa se hallaba sentada en un pequeño diván ante el tragaluz con la vista fija en el mar y, a juzgar por la expresión de su rostro, dominada por muy tristes pensamientos.
—Señora… —insistió el polaco, suponiendo que no había sido oído como consecuencia del fragor del timón.
La duquesa no hizo el menor gesto.
—¡Voto a Mahoma! —barbotó el capitán, con ira. —¡Os he hablado repetidas veces y yo no soy un vil esclavo!
La duquesa se levantó, irguiéndose ante Laczinski con los ojos despidiendo llamas.
—¡No, no sois un esclavo! —dijo con voz que la cólera hacía vibrante. —¡Sois un renegado! ¡Un esclavo no hubiese prescindido de su religión como vos lo habéis hecho!
—¡Mahoma es semejante a Cristo, el Islam parecido al cristianismo! ¡Por lo menos para un capitán aventurero! —respondió el polaco. —Por otra parte, vos desconocéis lo que pienso y qué fe alienta mi corazón. ¡Mejor es la piel que una creencia!
—¿Y habéis llegado a Chipre para deshonrar vuestra espada? ¿A quién pretendíais defender? ¿Al león rugiente de San Marcos o a la Media Luna?
—Para mí era suficiente utilizar la espada como los capitanes aventureros. ¡La fe! ¡La patria! ¡Palabras hueras para nosotros! Luchar contra el turco, el chino, el cristiano o el budista, ¿qué más da? Más no he venido a discutir, señora. Lo haremos en otro instante más propicio.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí, señor Laczinski?
En lugar de responder, el polaco salió al pasillo, se cercioró de que no había nadie y, volviendo junto a la duquesa, dijo, cerrando la puerta cautelosamente:
—¿Sabéis a qué lugar os lleva Metiub?
—Al castillo de Hussif —contestó Leonor.
—O, para ser más exactos, de Haradja.
—¿Y qué?
—¿Qué acogida os hará esa mujer cruel, que tiene fama de ser despiadada?
—Posiblemente, muy poco cortés.
—Puedo aseguraros que está enfurecida contra vos y que no os perdona el que os hayáis mofado de ella.
La duquesa fijó en el capitán una mirada aguda como una lanza.
—¡Ah! ¿De manera que la habéis visto? —inquirió con voz sorda.
—No lo niego.
—¿Para comunicarle que yo no era un hombre, sino una mujer?
—Yo no he dicho tal cosa —respondió el polaco, cuyo turbado aspecto le delataba.
—¡Mentís como un auténtico renegado! —exclamó, encolerizada, la duquesa. —Solamente vos y algunos amigos míos, que no son capaces de traicionarme, lo sabían.
—No tenéis la menor prueba para acusarme.
—¡Las observo en vuestros ojos!
—Los ojos acaso mientan, y… ¡Ya está bien, voto a Dios! ¡Permitid que hable! He llegado, no como enemigo, sino en calidad de amigo y estoy decidido a salvaros.
—¿Vos?
—Sí, señora. Si bien soy renegado, estoy mejor considerado entre los mahometanos que entre los cristianos. Tenéis la demostración en mi graduación.
—¿Y habéis venido para ayudarme?
—A vos y a los otros.
—¿Incluso al vizconde?
El polaco titubeó durante un instante y repuso:
—Sí, si lo deseáis y consigue curarse.
—¡Dios mío! —exclamó la duquesa mientras palidecía. —¿Está herido de muerte?
—De muerte, no. Pero está muy grave, ya que la bala no se puede extraer. ¡Esos endemoniados turcos emplean un plomo que en cuanto tropieza con hueso se aplasta!
La duquesa se había desplomado en el diván, sollozando.
—Vamos —dijo el polaco: —me entristece ver llorar a tan hermosos ojos. ¡Y, además, el capitán Tormenta no debe desalentarse jamás! He visto curarse a otros heridos en condiciones peores cuando luchaba contra los tártaros rusos. El médico de a bordo confía todavía en poder salvarle.
—¡Estáis en lo cierto! —repuso la duquesa incorporándose. —Hablad: ¿qué deseáis?
—Poneros a salvo a todos, ya os lo dije.
—¿Acaso sentís haber renegado de la cruz?
—Puede ser que sí y puede ser que no —respondió el polaco, haciendo un movimiento con la cabeza.
—¿Y de qué manera podréis salvarnos?
—En primer lugar es necesario impedir que la galera llegue a Hussif. Si cayeseis otra vez en poder de Haradja, todo habría terminado, y no deseo que esa mujer os mate.
—¿Y qué os puede interesar eso a vos?
—¡Más de lo que imagináis, señora! —repuso el polaco, clavando su vista en ella.
—Hablad con mayor claridad.
—¿No me habéis entendido?
—No.
—Al salvaros me arriesgo a muy grandes peligros, puesto que si me descubren, teniendo en cuenta que soy un renegado, no podría evitar ser empalado.
—Es verdad —convino la duquesa, que prestaba suma atención.
—Y considero que tengo derecho a una recompensa por el peligro a que me expongo.
—¿Dinero? ¡Tengo las suficientes riquezas como para entregaros lo que solicitéis!
El polaco hizo un gesto negativo.
—Al capitán polaco le sobran su paga y su soldada para vivir —contestó, —y eso le complace. Si precisa algunos cequíes, se los agencia en los saqueos.
—¿Qué deseáis en tal caso? —inquirió con acento angustiado la duquesa.
—¿Qué deseo? —dijo, titubeando, el polaco. —¡Vuestra… vuestra mano!
—Mi… —¡Mano!
El asombro de la duquesa fue tan extraordinario, que por un momento no pudo pronunciar una palabra.
—¡Estáis de broma!, capitán: —dijo, por último, reprimiendo su ira. —¿Y el vizconde de Le Hussière?
—¡Dejadlo!
—¿Me amáis?
—¡Diablos! ¡Os he amado y aborrecido a la vez! ¡Amado a causa de vuestra hermosura, vuestra osadía, y aborrecido porque vuestra espada me venció! Si aceptáis, esta noche la galera estará ardiendo y no regresará a Hussif.
La duquesa guardó silencio, pero sus ojos brillaban enigmáticamente.
—¿Aceptáis el trato? —inquirió el polaco.
—¡Sí! —respondió la duquesa. —El vizconde puede considerarse que ya está muerto. Pero tenéis que salvarnos a todos. ¡Jurad que lo haréis así!
—¡Por la cruz y por la Media Luna! —dijo el polaco. —¡Dadme la mano!
La duquesa dejó que las callosas manos del aventurero estrecharan su diestra.
—¡Esta noche toda la galera será devorada por las llamas! —afirmó el polaco. —¡Adiós, dulce prometida! ¡No tendréis queja de mí!
Abrió la puerta y salió sin producir el menor ruido.
La duquesa quedóse en pie, inmóvil, con los ojos brillándole con un siniestro destejió.
—¡Renegado maldito! —exclamó al cabo. —¡Igual que me burlé de Haradja, me burlaré de ti! ¡Yo no he hecho juramento alguno por la cruz!
11. El incendio de la galera
En tanto que en el camarote acontecía la escena ya descrita, el tío Stake, confinado en la sentina de la galera, se dedicaba a enviar al diablo a Mahoma y a todos sus sectarios.
El iracundo lobo de mar lanzaba insultos de continuo.
—¡Apresado! —clamaba, golpeándose en la cabeza y mesándose las barbas. —¿Nos habrá abandonado la cruz de Jesucristo? ¡Es excesivo! ¡Ya va siendo hora de que la suerte cambie para los turcos! ¡Esto es imposible que siga así, o acabaré volviéndome turco! ¿Qué opináis, señor Perpignano?
El teniente, que se hallaba sentado al lado de El-Kadur, no consideró adecuado responderle.
—¡Por mil ballenas, reventadas, comidas y asadas! ¿Estáis todos muertos? ¿Permitiréis que os conduzcan a Hussif y que os empalen en aquellas puntas de hierro que hay en las torres? ¡Yo, desde luego que no, por cien mil bombas! ¡No me apetece lo más mínimo terminar mis días empalado!
—¿Y qué pensáis hacer, tío Stake? —indagó el teniente, abandonando el decaimiento que le dominaba.
—¡Yo! —barbotó con fiera entonación el tío Stake. —¡Hacer volar la galera con todos los bribones que la tripulan y ponernos a salvo nosotros!
—¡Pues hacedlo! —repuso El-Kadur con acento irónico.
—¿Acaso, pedazo de alquitrán, consideras que no soy capaz de prender fuego al polvorín? ¡Tú no eres veneciano, ni dálmata, y te tengo lástima!
—Soy un hombre que vale tanto como otro, y en Famagusta he dado pruebas de ello.
—¿Y yo no? —inquirió el tío Stake. —¡Yo hice volar una torre que estaba a punto de ser tomada por los turcos y los mandé a todos al otro mundo! ¡Unos fueron directos al paraíso, otros al infierno y los demás a ver a sus hermosas huríes! ¿Imaginas, trozo de pan moreno, que un marinero vale menos que un soldado de tierra como, por ejemplo, tú?
El-Kadur estaba a punto de responder de bastante mala manera, cuando Perpignano cortó la discusión preguntando al irascible contramaestre:
—Hablad, tío Stake: ¿qué queréis intentar?
—Enviar al diablo esta galera antes que llegue a Hussif —repuso el viejo marino.
—Eso también quisiera hacerlo yo, pero no veo la forma.
—¡Hay que buscarla!
—¿Tenéis algún proyecto?
—Sí; pero no tengo las herramientas.
—¿Cuáles?
—Algún escalpelo, unas pinzas… Cualquier cosa, en suma, que sirva para practicar un agujero en la cala por donde penetre el agua.
—No disponemos siquiera de cuchillos.
—¡Desgraciadamente, señor Perpignano!
—Yo tengo una idea tal vez más buena —intervino en aquel momento Nikola, que los había estado escuchando sin pronunciar una palabra.
—¡Suéltala ya, griego! —exclamó el tío Stake. —¡Tus compatriotas tienen fama de ser los más ingeniosos de los levantinos e incluso de aventajar a los de Esmirna!
—Los turcos me quitaron las armas, pero no la yesca y el eslabón.
—¡Magnífica cosa para encender la pipa, si tuviese tabaco! —comentó el viejo.
—¡Y para hacer arder una nave! —repuso el griego, con gran serenidad.
El tío Stake dio un respingo.
—¡Bien aseguraba yo que los griegos son los más ingeniosos de todos! —exclamó el tío Stake, asestándose un puñetazo en la frente. —¡Mi cerebro es semejante al de un conejo!
—¿Deseáis prender fuego a la galera? —inquirió Perpignano.
—Sí, señor —respondió Nikola. —Sería la única manera de inutilizarla.
Sin figurárselo, el griego había tenido el mismo pensamiento que el polaco. Y era el único que podía tener ciertas posibilidades de éxito, puesto que un combate entre los presos, sin armas, y los tripulantes de la galera hubiera resultado un desastre para los primeros.
—¿Qué os parece? —interrogó Nikola, al observar que todos permanecían tan silenciosos como muertos.
—Que nos abrasaremos todos —adujo Perpignano.
—No es en la cala donde tengo meditado iniciar el fuego —dijo el griego. —Penetraremos en el entrepuente y haremos arder el depósito de cables y velas de repuesto.
—¿Y si hubiese algún guardián? —aventuró el teniente.
—Se le retuerce el cuello —arguyó el tío Stake.
—¿Cuándo opináis que llegaremos a Hussif? —inquirió Perpignano.
—Por lo menos hacia medianoche —repuso Nikola. —La brisa no se tornará más fuerte hasta la caída del sol.
—¿Y la duquesa? ¿Y el vizconde? ¿Nos será posible ponerlos a salvo?
—La costa no se halla a mucha distancia. En la nave hay chalupas y no será difícil alcanzarla. Allí encontraremos al León de Damasco. Su esclavo le habrá prevenido ya.
—¡Qué hombre tan sorprendente! —exclamó el tío Stake. —Efectuemos un reconocimiento, para averiguar si nos es posible forzar la puerta del almacén de repuestos.
El tío Stake se aproximó a la puerta del depósito, la cual se abrió sin necesidad de ser forzada.
—¡No se encuentra cerrada! —dijo sorprendido.
—No, porque he quitado yo la barra de hierro —anunció una voz.
Tres exclamaciones fueron lanzadas al unísono:
—¡Es el renegado!
—¡Sí, el renegado —contestó el polaco, con ironía, —que viene a poneros a salvo de parte de la duquesa!
Avanzó hacia los tres hombres, los cuales más bien parecían tener la intención de precipitarse sobre él y estrangularle, que de considerar ciertas sus palabras.
—¿Venís a salvarnos? —inquirió el tío Stake. —¿Vos? ¡Vamos: estáis de broma, señor mío! La chanza pudiera costaros cara. Os advierto que lo digo a título de advertencia.
El polaco se encogió de hombros y, dirigiéndose al teniente, dijo:
—Ordenad a uno de vuestros hombres que vigile junto a la entrada. Lo que voy a deciros deben desconocerlo los turcos. Con ello me juego la piel.
—¡Estupenda para un tambor! —masculló el tío Stake. —¡Sería más resistente que la de burro!
El teniente hizo una indicación a El-Kadur para que se apostase en la escotilla, diciéndole:
—Si se aproxima alguien, avisa al instante.
El árabe desapareció sigilosamente.
—Decid lo que sea, capitán —instó Perpignano.
—Hace un momento tramabais un complot, ¿verdad?
—¿Nosotros? —inquirió el tío Stake, empezando a subirse las mangas.
—Os he oído conversar.
—Es verdad. Disputábamos respecto a la luna o, para ser más exactos, nos preguntábamos si será cierto que posee ojos, nariz y boca.
—No te guasees, marinero —respondió el polaco. —No es ésta la ocasión apropiada. Vuestra idea era prender fuego a la galera.
—¿Sois adivino? —inquirió Perpignano.
—No. Os he oído hablar por el tabique. Pero no debéis tener miedo: vuestro proyecto concuerda precisamente con el mío.
—¡Qué! ¿Vos…?
—Yo tenía pensado incendiar la nave, y ya estaba en combinación con la duquesa para ello.
—¡Eh! —exclamó el tío Stake. —¡Este hecho parece increíble y extraordinario! ¿Cómo pueden estar de acuerdo el cerebro de un renegado y el de un griego cristiano?
El polaco simuló no haber escuchado aquellas palabras y prosiguió:
—Estoy enterado de que disponéis de yesca y eslabón, ¿no es así?
—Sí —contestó Nikola.
—Intentabais ir al almacén de velas y cables.
—Es verdad —convino Perpignano.
—Estoy de acuerdo con vuestro plan. Esta noche bajaré a fin de levantar la barra de hierro de la puerta…
—¡Poco a poco, señor! —interrumpió el contramaestre, que aún sentía desconfianza. —¿Quién nos asegura que sois realmente leal? ¿No se tratará todo esto de una argucia para que los turcos nos fusilen?
—No habría venido —repuso el polaco, —y, por otra parte, hubiera sido para mí muy sencillo envenenar la comida que os sirven y enviaros en derechura al otro mundo. ¡Tenéis mi palabra de honor!
—¡Hum! —masculló el anciano, arrugando la nariz. —¡Ese honor me huele mal!
Por segunda vez el polaco simuló no haber oído la terrible ofensa.
—De manera que… —dijo, mirando a Perpignano.
—Puesto que dais vuestra palabra de honor de no traicionarnos, estamos resueltos, con el fin de salvar a la duquesa y al señor Le Hussière.
—Entonces, ¿conformes?
—Sí.
—¡Un instante, señor! —exclamó Nikola Stradiato, interviniendo. —¿La brisa que sopla es fuerte?
—No. Sigue la calma y avanzamos con gran lentitud.
—De forma que llegaremos a Hussif…
—Mañana por la mañana, en el supuesto de que el viento no aumente.
—¿A qué distancia nos encontramos?
—A cuarenta millas, aproximadamente —respondió el polaco.
—Me sobra con esos datos.
—A ti, sí. No a mí —intervino el viejo Stake. —Deseo saber si hay vigilantes en el sobrepuente.
—No hay ni uno —dijo Laczinski.
—¿Y dónde se encuentra el depósito de velas y objetos de repuesto?
—Debajo de las cámaras.
—¿No abrasaremos a la duquesa, que está en una de ellas? —preguntó, sobresaltado, el contramaestre.
—Sobre esa hora el capitán Tormenta estará al lado del señor Le Hussière. Todo lo he previsto y calculado. Podéis prender fuego con entera libertad. Procurad pasar el tiempo lo mejor posible y tened la certeza de que en el instante oportuno la puerta se hallará abierta. ¡Hasta luego, en las chalupas de la nave!
El renegado volvió la espalda al grupo y ascendió con lentitud la escalerilla, corriendo luego por la puerta el asta de hierro.
—Señor teniente —preguntó Stake, —¿confiáis en ese hombre?
—Creo que en esta ocasión es leal —repuso Perpignano. —¡Cualquiera sabe si el arrepentimiento no habrá hecho mella en su corazón!
—¡Negro, muy negro! —dijo el marinero, haciende un gesto con la cabeza. —¡Ya se verá! Al fin y al cabo, morir a causa de las cimitarras turcas o en el vientre de los tiburones, me da lo mismo. ¡Crac!, y todo se acabó, y buenas noches a la compañía, como solemos decir nosotros.
Media hora más tarde un par de criados acompañados de cuatro marineros armados con cimitarras y arcabuces llevaron a los cautivos dos cestos con aceitunas, pan moreno y carne salada.
Ni los griegos ni los compañeros de la duquesa conversaron con aquellos hombres, que los contemplaban con hostilidad.
Cuando, acabada la comida, se hubieron marchado, el teniente propuso a sus amigos dormir un poco, ya que aquella noche no tendrían oportunidad de dormir ni un instante, a causa del plan que meditaban.
Asi lo hicieron.
El tío Stake fue quien primero despertó. Una intensa oscuridad imperaba en la cala.
—¡Diablos! —exclamó. —¡Hemos dormido igual que marmotas! ¡Claro que es cierto que hemos pasado una noche sin pegar un ojo a raíz de nuestra huida! ¡Eh! ¡Venga, dormilones!
Perpignano, El-Kadur y el griego se incorporaron, dando bostezos.
—¿Ya es de noche? —inquirió el teniente.
—El sol ha debido de ponerse hace un par de horas —respondió el tío Stake. —Así que no perdamos tiempo e intentemos asar tres o cuatro docenas de turcos.
—¿Estáis preparados? —preguntó Perpignano.
—¡Sí! —contestaron todos a la vez.
—¡En marcha!
A tientas y cogidos unos a otros pudieron dar con la escalerilla y subieron por ella. El tío Stake iba en primer lugar, ya que había afirmado que veía «divinamente», a pesar de no tener linterna.
Cuando alcanzaron la puerta, la empujaron y cedió sin necesidad de hacer la menor violencia.
—¡Eh! —murmuró el viejo. —¿Verdaderamente estará arrepentido el polaco? ¡El diablo se ha quedado sin un alma!
Penetró el primero y se puso a escuchar atentamente en la profunda oscuridad. En el entrepuente parecía no haber nadie.
—¿No hay nadie? —inquirió Perpignano a media voz.
—¡Permitidme escuchar, señor!
Sobre la toldilla se percibían los pesados pasos de los centinelas, en los entrepuentes; los puntales crujían y por las bandas oíase cómo resbalaba el agua.
—Creo que nadie se preocupa de nosotros —opinó. —¡Silencio y misterio, tal como dicen en las tragedias! Agarraos de la mano y preparaos a estrangular al primer turco que intente cerrarnos el paso. ¡Pero de un fuerte apretón, para que no pueda gritar!
—¡En marcha! —dijo Perpignano. —¡Tal vez no se encuentre muy distante la ensenada de Hussif!
—¡No hagáis que se nos ponga la carne de gallina, señor! —contestó el viejo. —No creo que sea el momento oportuno para recordar eso.
Avanzó en dirección a babor y todos caminaron con extrema precaución. Perpignano iba detrás del contramaestre, cogido a su casaca, y tras él marchaban Nikola y los otros, agarrados de la mano.
El tío Stake parecía tener la vista como los gatos, a juzgar por la manera que eludía el chocar contra las culebrinas ni desgarrarse nada.
Junto al extremo de popa del entrepuente siguió el pasillo que se hallaba bajo las cámaras, intentando encontrar la puerta del depósito de cordajes y de velas de recambio.
Encontró una falleba de hierro y la hizo girar. Una puerta se abrió fácilmente.
—¡El renegado ha cumplido lo prometido! —anunció, respirando satisfecho.
Y, dirigiéndose a sus amigos, añadió:
—¡Quedaos aquí vosotros y entregadme la yesca y el eslabón!
—¡Aquí están! —repuso Nikola.
—¿Está completamente seca la yesca?
—Arderá al instante.
—¡Magnífico! En medio minuto se llevará a cabo todo. ¡Qué no se mueva ninguno y, en especial, que a ninguno se le ocurra hablar!
Cogió ambos objetos y penetró en el depósito, que se hallaba abarrotado de velas, cables, cajas y cadenas. Una vez en el interior, encendió la yesca.
—¡Se encuentra todo lleno de alquitrán! ¡De qué forma va a quemarse! ¡Incluso se abrasará la Media Luna! —exclamó el tío Stake.
Se hallaban junto a una barrica llena de pez. Cogió un montón de esparto, le prendió fuego y lo diseminó por en medio de las velas y la pez.
Al ver alzarse primero una columna de humo y después brillar las llamas, se precipitó fuera del depósito, chocando contra Nikola y los otros, que le aguardaban fuera.
—¡Rápido! —dijo. —¡Vamos a la cala! ¡De aquí a media hora toda la galera estará incendiada!
12. "¡Fuego! ¡Fuego!"
Tras ocultarse el sol en el horizonte, Metiub, haciendo honor a lo que prometió, bajó al camarote de la duquesa con el objeto de llevarla hasta la enfermería, donde el vizconde gemía como consecuencia de las dolorosas curas del médico, que procuraba sacarle la bala.
Dominada por una intensa congoja, ya que en todo el día nadie la había informado sobre el herido, la joven esperaba a Metiub. Parecía que, finalmente, su indomable energía se había quebrantado con tantas emociones.
Al ver entrar al turco, se puso en pie y le preguntó con anheloso acento:
—¿Qué ocurre?
—Todavía no estamos a la vista de Hussif —repuso Metiub, que parecía hallarse de pésimo humor. —Sigue la misma calma, y no alcanzaremos la ensenada hasta mañana por la mañana o tal vez más tarde.
—¡No me refiero a Hussif! —contestó la duquesa. —¡La salud del vizconde es lo único que me inquieta!
—El médico no puede aún asegurar nada, señora. La bala continúa incrustada en la carne y no es posible extraerla.
—¡En tal caso, morirá! —exclamó la duquesa, en tono de espanto.
—¿Qué dices, señora? Yo también en Nicosia fui alcanzado por una bala, que se me incrustó en el costado derecho. Nadie me la ha sacado y estoy todavía con vida. Cuando se canse de recorrer mi cuerpo, aparecerá a flor de piel y le daré paso al exterior con un sencillo corte.
—¡Me reconfortáis con estas palabras!
—No afirmo, de todas formas, que el estado del vizconde sea bueno. La herida es grave, señora, y no cicatrizará con facilidad.
—¿Le puedo ver?
—Te lo prometí. Sin embargo, antes que lleguemos a Hussif me tienes que enseñar esa famosa estocada. Estoy interesado en saber pararla.
—Sí; pero en este momento, no. Mañana, antes que lleguemos a Hussif, o bien en presencia de Haradja.
—¡Ah, no! ¡Delante de la sobrina del bajá, no! —respondió con viveza el mahometano. —¡Podría no haber ocasión!
—¿Eso significa que Haradja acaso me matará antes que te pueda enseñar la estocada? —inquirió la duquesa, con amarga ironía.
—Yo no soy capaz de adivinar las ideas de esa extraña mujer —repuso Metiub. —¡Acompáñame, señora! ¡Ya es de noche!
Abandonaron el camarote y llegaron a cubierta. Había muy pocos hombres de guardia, esparcidos por babor y estribor. Imperaba en aquel instante en el Mediterráneo una calma semejante a las que inmovilizan durante varias semanas a los navíos que recorren las zonas intertropicales.
A pesar de la oscuridad que remaba, la duquesa pudo ver a un hombre cubierto por una capa de lana oscura, apoyado en la borda de popa, que le hizo con la mano un ademán de adiós. Se trataba del polaco.
Conducida por Metiub, cruzó toda la toldilla de la galera, bajo la batería, alumbrada por un par de linternas y pasó a la cámara destinada a los heridos.
En ella se encontraban dos docenas de hamacas sujetas a las paredes, con el objeto de que los heridos no notaran demasiado las sacudidas de la galera en el transcurso de las tempestades.
Sobre una de ellas se encontraba inclinado un anciano turco de larga barba y arrugado semblante, de color parecido al de los árabes.
—Aquí es —indicó Metiub, volviéndose hacia la duquesa. —Te aguardo en cubierta, señora.
La duquesa se dirigió hacia la hamaca, encima de la cual ardía un farol suspendido del techo.
El vizconde semejaba estar aletargado y estaba muy pálido. Un viscoso sudor surcaba su frente y dos semicírculos morados se veían bajo sus ojos.
Su respiración era jadeante y de su pecho surgía un sordo rumor.
—¿Está muriéndose? —inquirió la duquesa, contemplando al médico, que la examinaba con gran interés.
La pregunta, que había sido hecha en árabe, fue entendida por el hombre, que replicó:
—No, señora. Estad tranquila; de momento no hay que temer nada.
—¿Se curará?
—Se encuentra en las manos de Alá.
—Si en realidad eres un tobib, debes saberlo.
—¡Mahoma es grande! —repuso escuetamente el árabe.
—¡Gastón! —murmuró la duquesa, con dulce voz. —¡Querido Gastón!
El herido abrió los ojos y un destello de alegría iluminó sus pupilas.
—¡Sois vos, Leonor! —murmuró con débil voz. —¡Esta… bala…, esta… bala!
—¡No habléis! —ordenó el médico en tono enérgico. —¡La herida es de gravedad!
—Le salvarás, ¿no es cierto? —preguntó la duquesa. —Seguramente eres un buen tobib.
—¡Oh, sí! —contestó el turco, atusándose nerviosamente la blanca barba. —¡Este señor no morirá!
Una débil sonrisa asomó a los labios del vizconde, que se mordió los labios para reprimir un gemido.
—¡Callad! —dijo el tobib al ver que estaba a punto de hablar. —¡Os estáis matando!
—¡No, Gastón; no habléis! —suplicó Leonor. —¡De ello depende vuestra curación!
—¡No!… —dijo el vizconde. —¡No quiero!
—¿Qué deseáis, Gastón? —inquirió la duquesa.
—¡Amadme! —suspiró el vizconde. —¡Qué la muerte me llegue contemplándoos… así…, igual que aquella noche… en Venecia!…
—¡No habléis! —insistió por tercera vez el médico. —¡Debo responder con mi cabeza de vuestra curación!
En aquel instante lanzaron una tremenda exclamación los centinelas que paseaban sobre cubierta.
—¡Fuego! ¡Fuego!
El tobib alcanzó de un salto la puerta, en tanto que la duquesa se dirigía hacia la batería, gritando:
—¡Socorro! ¡La galera se incendia!
El polaco surgió en aquel preciso momento.
—¡No os espantéis, señora! —dijo concisamente. —¡En el momento en que el peligro sea mayor, os pondré a salvo a vos y al señor vizconde! ¡Quedaos aquí y confiad en mí por completo! ¡Voy a libertar a vuestros marineros!
—¡El vizconde antes que ninguno: acordaos! —repuso la duquesa.
—¡Lo he jurado —dijo el polaco —y me juego demasiado en ello para no cumplir lo prometido! ¡Quedad tranquila! ¡Todo terminará bien!
—¿No podrán extinguir el fuego?
El polaco esbozó una sonrisa sardónica.
—¿Con qué bombas? —inquirió. —¡Todo lo he calculado!
Y se dirigió presurosamente hacia cubierta, donde imperaba una horrible confusión.
Toda la guardia franca salía corriendo de la cámara general de proa para colaborar en los trabajos de extinción del fuego, que debía de ser fortísimo, a juzgar por el espeso y maloliente humo que surgía de la escotilla de popa.
El polaco se acercó a Metiub, que maldecía mientras daba órdenes a derecha e izquierda.
—¿En qué lugar ha empezado el fuego? —inquirió.
—En el depósito de objetos de repuesto, al parecer —le respondió el turco, que se hallaba enfurecido.
—¿Quién puede haber prendido fuego a ese lugar?
—¡Seguro que han sido esos perros cristianos!
—¡Estás perdiendo la cabeza, capitán! Están confinados en la cala, que se halla a proa, en tanto que el incendio ha comenzado a popa. Permite que vaya a dejarlos en libertad para que trabajen en las bombas; en casos semejantes nunca sobran brazos.
—Tienes razón, capitán —convino Metiub. —Ve a libertarlos y los pondremos a trabajar.
Esto era lo que pretendía el polaco, que estaba temeroso de que los turcos pudieran advertir la falta de la barra de hierro.
En tanto que los tripulantes se disponían a luchar enérgicamente contra el incendio, el polaco descendió al entrepuente y pasó a la cala.
Los griegos, Perpignano, El-Kadur y el tío Stake se hallaban congregados en mitad de la escalerilla prestando atención al fragor que procedía de la toldilla.
—¡Salid! —exclamó el polaco.
—¿El fuego…? —inquirió Perpignano, que se hallaba el primero.
—¡Progresa espantosamente! —respondió el polaco.
—¿Y mi señora? —preguntó El-Kadur, con acento anheloso.
—¡No corre el menor peligro! No te inquietes por ella…
—¡Deseo verla! —dijo el árabe en tono enérgico.
—Si quieres, ve en su busca y vela por ella. Se encuentra en la enfermería. Vosotros subid y procurad no traicionaros.
Subieron a cubierta, la cual estaba ya totalmente invadida por un humo espesísimo impregnado de alquitrán.
—¡A trabajar en las bombas, cristianos! —ordenó Metiub, nada más verlos.
—¡Excepto yo! —exclamó Nikola, aproximándose al polaco.
—¿Por qué motivo tú no?
—¿No os acordáis de la galeota, señor?
—¿Qué pretendes hacer? —inquirió Perpignano, que había oído sus palabras.
—Confío en que las chispas alcancen hasta ella y la incendien, con el fin de evitar que los turcos se salven y nos conduzcan a Hussif.
—¡Eres un bravo! —repuso el polaco.
—No os inquietéis por mí. En la costa nos veremos. No me espanta nadar cinco millas. En el momento adecuado desapareceré.
—¡A trabajar en las bombas, cristianos! —ordenó por segunda vez Metiub. —¿Deseáis que os dé de latigazos?
Los griegos, con Perpignano, el tío Stake y Simón, se dieron prisa en acatar aquella orden.
Entretanto Nikola, aprovechando la algarabía que imperaba en la galera, regresó al entrepuente, con la idea, seguramente, de arrojarse al agua y llegar a nado hasta la galeota.
El fuego, que encontró un magnífico alimento en las cuerdas embreadas y en las velas de repuesto, en breves minutos adquirió inmensas proporciones.
Los turcos, que parecían enloquecidos, corrían de un lugar a otro, llamando a Alá y al Profeta, en vez de luchar contra el incendio. Los griegos, conducidos por el tío Stake, se precipitaron hacia las bombas. Pero cuando intentaron hacerlas funcionar observaron con horror que no soltaban ni una gota de agua.
—Capitán —dijo el tío Stake, deteniendo a Metiub, que pasaba junto a él, —vuestras bombas son inútiles.
—¿Qué es lo que hablas, perro cristiano? —barbotó el turco.
—Que si bien no soy un perro, vuestras bombas no sueltan agua, y os lo asegura un contramaestre de la flota veneciana.
—¡Pero si las hice probar el otro día!
—No sé qué contestaros. Pero lo cierto es que con esto no extinguiréis el incendio.
Metiub lanzó una palabrota que no debió de ser muy del agrado de Mahoma.
—¡Mirad las manivelas! —exclamó, volviéndose hacia sus oficiales.
Dos o tres hombres llevaron a cabo lo que se les ordenaba y a continuación lanzaron gritos de espanto:
—¡Las manivelas están destrozadas! ¡No tenemos salvación!
El tío Stake contempló al polaco, que era el único que en medio de aquella confusión conservaba su serenidad, y advirtió en él una sonrisa sardónica.
«Comprendo —pensó el viejo. —¡Ha sido él quien ha efectuado el golpe! Imaginaba que quienes poseían mayor astucia eran los griegos, pero por lo que veo ahora sus maestros son los polacos. La galera se va, y lo mejor es hundirla.»
Cuando se propagó la noticia de que las bombas estaban inservibles, los tripulantes, que todavía no habían perdido las esperanzas, formaron una cadena para que los cubos pasaran más de prisa, y el agua empezó a correr en abundancia en el punto donde el incendio progresaba de una manera terrible, debido a los barriles de pez amontonados en el almacén.
Con objeto de engañar mejor a los turcos y disipar en ellos cualquier sospecha, los griegos y el tío Stake trabajaban con energía, lanzando agua sobre aquella hoguera y arrostrando con bravura aquel torrente de chispas y humo que casi los ahogaba.
Pero todos los esfuerzos eran en vano, ya que las llamas continuaban ampliando su radio de acción y amenazaban consumir toda la popa del velero.
Ya salían por entre las tablas a medio carbonizar del casco, pasando por los camarotes y derritiendo el alquitrán del revestimiento.
El entrepuente y la batería se hallaban también invadidos por el humo. Los puntales se desplomaban uno a uno y el palo de mesana estaba ardiendo.
Metiub no desesperaba aún de poder salvar su galera. Muy prudentemente había hecho que inundaran la santabárbara, para impedir que ardiese la pólvora y, como medida de precaución, mandó lanzar al agua las chalupas, con el objeto de que, en caso extremo, pudieran buscar cobijo en la galeota.
Toda la popa estaba dominada por el fuego y las chispas arrastradas por la brisa iban a caer en gran número sobre la galeota, amenazando con incendiar la arboladura.
Esto era lo que Nikola estaba aguardando. Ninguno podía sospechar de él, puesto que, entre la confusión que imperaba a bordo de la galera, no se había observado su ausencia.
Todo lo tenía preparado para comenzar el incendio al instante, extendiendo sobre cubierta alquitrán, pez y pólvora.
Metiub, que se había dado cuenta de que ya era inútil luchar contra el fuego, se disponía a ordenar que se abandonara la galera para buscar refugio en la galeota, cuando gritos de espanto llegaron a sus oídos.
—¡Se ha incendiado! ¡Se ha incendiado!
—¿Qué? —exclamó Metiub, precipitándose fuera de la zona invadida por el humo.
—¡La galeota! ¡La galeota se está quemando!
—¡Éste es el final! —dijo Metiub, encolerizado. —¡Así lo quería Alá! ¡Estaba escrito!
Sin embargo no quiso darse por vencido.
—¡Agua, marineros, más agua! ¡No debe dejarse hundir la galera que me ha confiado la sobrina del bajá! —gritó con gran energía. —¡Todavía hay esperanzas!
No obstante era necesario algo más que cubos de agua para extinguir el imponente incendio que amenazaba con consumir la nave.
Las llamas habían penetrado a través del suelo de la cubierta, e incrementadas por la fuerte brisa que en aquel momento soplaba se ampliaban en cortina horizontal por encima de la toldilla.
Un torrente de chispas y cenizas envolvía la galera y las explosiones que se sucedían, provocadas por los barriles de pez y alquitrán, arrojaban una auténtica granizada de ardientes tizones contra turcos y cristianos.
—¡Se terminó! —exclamó el tío Stake, lanzando fuera de sí el cubo. —¡Si no escapamos en seguida, nos transformaremos en chuletas a la brasa!
—¿Estás seguro? —le preguntó el polaco.
—¡Ha llegado el momento, capitán! ¡Si nos retrasamos un instante más se hundirá la toldilla bajo nosotros, y en tal caso…, buenas noches a todos!
—¿Dónde se encuentra El-Kadur?
—Junto al vizconde.
—Voy a velar por la duquesa y el herido.
—¡Apresuraos, señor! ¡El alquitrán lo invadirá todo en seguida!
En aquel instante llegaba Metiub, seguido por varios tripulantes.
—¿Así que nos hundimos? —inquirió el polaco, deteniéndose.
—¡La galera no tiene salvación! —respondió el turco, con un gesto desesperado.
—¡Todos nos damos cuenta!
—Alcanzaremos la costa con las chalupas.
—¿Cabremos todos?
—Me parece que sí. Id a salvar a la señora.
—¡Ahora voy! —respondió el polaco.
Cruzó a la carrera la toldilla y se dirigió hacia la enfermería en tanto que los turcos se abalanzaban sobre las chalupas. El-Kadur se preparaba a tomar en sus brazos al vizconde herido, cuando surgió el polaco.
—¡Ten cuidado de tu señora! —dijo Laczinski. —Yo pondré a salvo al vizconde. Ayúdame, tobib.
—¿Abandonamos la galera? —inquirió la duquesa, que parecía abatida por el dolor.
—Sí, señora. La toldilla está a punto de desplomarse y los palos no resistirán mucho tiempo.
—¿Qué hay de Perpignano, el tío Stake…?
—No sé dónde se encuentran. En cubierta hay una inmensa confusión. ¡Démonos prisa, señora, si deseamos tener un puesto en las chalupas!
Cubrió con una manta al vizconde, que de nuevo se había desmayado, le cogió entre sus fuertes brazos y fue detrás de la duquesa, a quien El-Kadur conducía en dirección al entrepuente. El anciano médico los seguía con el fin de preparar para el herido un sitio en una de las chalupas.
13. El asesino del vizconde Le Hussiére
Una horrorosa confusión reinaba en la toldilla de la galera. En cuanto Metiub dio orden de ponerse a salvo, los marineros se habían precipitado hacia las bordas para bajar las chalupas, librándose entre ellos un terrible forcejeo para ocupar un sitio.
Inútilmente Metiub y sus oficiales pretendieron normalizar la ocupación de las chalupas. Ya nadie les escuchaba: la disciplina no imperaba en la galera.
El tío Stake, que ya había supuesto lo que iba a suceder y deseaba guardar una chalupa para la duquesa y el vizconde, estaba asido a un rebenque y, firmemente ayudado por Perpignano, Leonor y los griegos, ofrecía enérgica resistencia.
—¡Dejad esta embarcación para la señora, bribones! —gritaba. —¡Nadie se apoderará de ella! ¡Ayudadme, señor Perpignano! ¡Partid el morro a esos puercos!
Un numeroso grupo de musulmanes se había precipitado sobre ellos para hacerse con la chalupa, clamando:
—¡Fuera los giaurri! ¡Lancémoslos al agua!
Un turco se arrojó sobre el tío Stake, intentando quitarle el rebenque, pero el contramaestre le asestó tan tremendo golpe en el vientre, que el hombre se desplomó medio muerto.
Los griegos también descargaban feroces golpes contra los turcos, anhelosos de poder resarcirse de las humillaciones padecidas, hasta que Metiub, que estaba interesado en proteger a la duquesa, se precipitó sobre ellos, haciendo silbar la cimitarra por encima de la cabeza de sus marineros.
—¡Fuera de aquí, canallas! —exclamó. —¡He de llevar a la muchacha y a los cristianos a presencia de Haradja y quiero cumplir mi promesa! ¡Apartaos o mi cimitarra tendrá que verter sangre musulmana!
En aquel instante llegaba la duquesa con El-Kadur y con ellos el polaco y el médico, que transportaban al vizconde.
—¡Dejad paso! —gritó el árabe. —¡La señora primero!
En tanto que los griegos y Perpignano, con ayuda de Metiub, hacían retroceder a los turcos para dejar paso a la duquesa, varios marineros que pretendían eludir las chispas que se abatían sobre ellos se arrojaron sobre los cristianos, separándolos.
El polaco, que aún no había alcanzado la borda, fue rodeado por ellos y empujado hacia estribor.
—¡Esta es la ocasión! —murmuró. —¡Qué Mahoma o el diablo me protejan!
Al no distinguir a la duquesa ni a los venecianos, se volvió hacia el médico y le dijo:
—¡Ponte a salvo y no te preocupes de mí! ¡Yo cuidaré del herido! ¡Ve de prisa o no hallarás puesto en las chalupas!
Y convencido de que no podía ser observado a causa del denso humo que lo envolvía todo, saltó por la borda de estribor con el vizconde entre sus brazos y fue a caer al mar.
Se hundió, ocasionando un remolino, y cuando volvió a surgir a flote estaba solo.
—¡Qué te pesquen ahora! —susurró el miserable. —¡A fin de cuentas era un hombre perdido a quien ese necio de tobib no hubiera podido curar!
Pese a su armadura y a su espada, empezó a nadar enérgicamente, pasando bajo la proa de la galera.
Intentaba llegar hasta las chalupas, que en aquel instante se disponían a partir.
Una embarcación tripulada por una media docena de musulmanes se hallaba cerca de él.
—¡Ayudadme, marineros! —exclamó. —¡No permitáis que muera un capitán de jenízaros!
—Ya vamos demasiados —respondió una voz.
—¡Deteneos, miserables, o arrancaré vuestras orejas! ¡Todavía tengo mi espada!
—¡Aún queda sitio! —dijo otra voz. —¡Acércate, capitán!
El polaco se dirigió hacia la embarcación y con la ayuda de los marineros subió a ella.
—¡Directos a la costa! —les indicó. —¡Tendréis cincuenta cequíes de recompensa!
Se puso a popa, cogió la barra del timón y la ligera embarcación avanzó velozmente en dirección a la isla, que se encontraba a unas cinco o seis millas de distancia.
Trasladándose luego a proa, el polaco vio cómo la duquesa descendía a la chalupa ayudada por El-Kadur.
—¡Los otros pueden abrasarse! —comentó. —¡Yo tengo suficiente con que ella se salve! ¡Rema! No nos dejemos alcanzar o nos hundirán.
La galera y la galeota se quemaban igual que teas. El fuego llegaba ya hasta las arboladuras y las velas y los mástiles ardían, llenando la toldilla de candentes restos.
El forcejeo proseguía entre los musulmanes, que luchaban encarnizadamente por ocupar las chalupas. De vez en cuando un hombre caía al agua y surgían horribles alaridos en medio del humo y las llamas.
Cuando el viento disipaba por un momento la llameante cortina, se veían correr a todo lo largo de las bordas filas de marineros con las ropas ardiendo.
Un contramaestre de edad, de pie sobre la cruceta del palo mayor y con el rostro tan pálido como el de un cadáver y los ojos dilatados por la demencia, hacía gestos y repetía las famosas palabras de Selim I:
—¡Éste es el ardiente soplo de mis víctimas! ¡Presiento que destruirá al Islam, a mi serrallo y a mí!
La galera y la galeota ardían ya por completo. Arboladura, cubierta e incluso casco se habían convertido en enormes y tétricas antorchas.
Con sordo fragor se derrumbaban los mástiles, matando o hiriendo a numerosos guerreros.
Los cañones y las culebrinas eran tragados por el mar, alzando torbellinos de espuma, y lo horroroso de aquel espectáculo se tornaba mayor al escuchar los lamentos de los heridos a causa de los abrasadores tizones.
Todas las chalupas, llenas hasta las bordas, se habían adentrado en el mar, sin ocuparse de los marineros que seguían a bordo de la galera y que caían en gran número, asfixiados como consecuencia del fuego o heridos por los golpes. El polaco, que observaba detenidamente, distinguió que la embarcación tripulada por la duquesa y los cristianos no era la misma que la que ocupaba Metiub.
—¡Me habría agradado más que ese maldito turco no hubiera podido abandonar las llamas! —masculló para sí. —¡Este hombre puede hacer fracasar todos mis proyectos! ¡Es lo mismo! ¡Una puñalada a traición en medio de la espalda puede desembarazarme de ese impertinente! Y, por otra parte, ¡cualquiera sabe! —agregó. —Puedo encontrar en él un aliado y…
Le interrumpió una horrorosa explosión que repercutió por largo tiempo en el mar.
El polvorín de la galeota se acababa de incendiar y había estallado, hundiendo la nave, que se fue a pique con la popa hacia arriba, mostrando todavía el bauprés y los foques.
—No tardará en ocurrir lo mismo con la otra —murmuró el polaco. —¡Valor, marineros! ¡De aquí a media hora nos encontraremos en la costa!
Los turcos no precisaban que los alentaran.
Por temor a ser alcanzados por sus camaradas, muchos de los cuales continuaban a nado, remaban con desesperación, avanzando con extraordinaria rapidez y pasando a todas las chalupas, incluso a la de la duquesa.
Sobre las tres de la mañana el polaco y sus marineros alcanzaban la costa, en un lugar donde se veían a escasa distancia altas rocas que semejaban infranqueables a causa de hallarse casi cortadas a pico.
—¡Dispongámonos a mantener una tremenda lucha! —comentó el aventurero. —¿Cómo recibirá la duquesa la nueva respecto a la muerte del vizconde? ¿Creerá mis palabras?
A pesar de su fiera osadía, Laczinski se había tornado lívido.
Las restantes chalupas iban alcanzando la playa una tras otra. La de la duquesa era la primera. Detrás llegaba la de Metiub, en la que iban, además, dieciocho marineros, y otras cuatro, llenas por completo, venían después.
—¡Si todas se hubiesen hundido, menos la de la duquesa, me habría complacido grandemente! —dijo Laczinski. —¡No sé de qué forma ni cuándo podré librarme de esos perros turcos!
La embarcación de los cristianos quedó varada a veinte pasos. El aventurero se aproximó con desconsolado aspecto y escurriéndose las ropas, que chorreaban agua por todas partes.
Leonor, que fue quien primero tocó tierra, intuyó algún desastre.
—¿Dónde está el vizconde? —inquirió.
—¡Cómo! —exclamó el polaco, simulando hallarse sorprendido. —¿No lo han trasladado a vuestra chalupa?
—¿Quién?
—Los turcos y el médico, a quienes lo entregué a su cuidado cuando se abalanzaron sobre mí cuatro o cinco marineros para arrojarle al mar.
—¡Dios mío! —exclamó titubeando la duquesa. —¿No se encontraba con vos?
—Sí, señora. Pero hube de luchar con el fin de impedir que aquellos canallas le mataran, y, como podréis ver por el deplorable estado de mis ropas, pudieron conmigo y me lanzaron al mar.
—¡Entonces ha muerto! —gritó la infortunada mujer, desplomándose en los brazos de Perpignano, que se había aproximado en unión del tío Stake.
—Aguardemos a las restantes chalupas, señora —aconsejó el polaco. —Tal vez llegue con Metiub.
La duquesa no prestaba atención a sus palabras; la espantosa noticia parecía haberle ocasionado la muerte.
—¡La señora se va a morir! —exclamó, asustado, Perpignano.
—¡No será más que un desmayo! —dijo el tío Stake.
—¡Conducidla a la chalupa! ¡Rápido, teniente! ¡Ayudadla vos, El-Kadur!
El árabe cogió a la duquesa y se dirigió corriendo hacia la chalupa, seguido por el veneciano.
El tío Stake quedó ante el polaco, contemplándole con una mirada que no auguraba nada agradable.
—Ya lo he explicado —respondió el aventurero. —Le entregué al cuidado del médico y de los marineros que me eran leales.
—Y ese médico, ¿dónde se encuentra?
—Me imagino que en alguna de las cuatro embarcaciones que van detrás de la de Metiub.
—¿Por qué razón le has abandonado? El-Kadur me ha asegurado que iba en tus brazos.
—Unos cuantos fanáticos se precipitaron sobre mí para arrojarle al mar. Tú, que ya tienes edad, debes conocer bien que los mahometanos aborrecen a los cristianos.
—¿Y qué es lo que hiciste?
El aventurero arrugó el entrecejo y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada con ademán amenazador.
—¡Creo que me estás interrogando como si de improviso te hubiesen nombrado juez de la Inquisición! —exclamó.
El tío Stake apretó sus imponentes puños y, examinando al aventurero, dijo, con voz sorda:
—Sea contramaestre o juez, deseo averiguar por ti de qué manera ha desaparecido el vizconde y, voto a Dios, que me vas a informar sobre ello.
El polaco estaba a punto de enviarle al diablo. Pero supo reprimirse, calculando que no le convenía ganarse su enemistad ni dar motivo para que desconfiara de él.
—¡Ya te lo he explicado! —repuso. —Además, todavía no sabemos si se encuentra en la galera y le han asesinado. Me acuerdo de que, mientras me lanzaban al mar, oí gritar al tobib: «¡Ay de quien se atreva a tocar a este herido: pertenece a la sobrina del bajá!»
—¿He de creerte?
—¿No ves mis ropas chorreando agua?
—¡De acuerdo! ¡Aguardaremos a las chalupas!
—¿Y si hubiesen matado al vizconde aprovechando la confusión que había en la galera?
—Buscaré al criminal o a los criminales y deberán vérselas conmigo. ¡El pobre tío Stake es viejo, pero posee unos músculos que pueden partir las costillas a un oso de Polonia!
El aventurero simuló no haber oído aquellas palabras y regresó a la playa, en la que estaban desembarcando los náufragos. Metiub llegaba a tiempo para sustraerse al fastidioso diálogo.
—¿Os encontráis todos a salvo, cristianos? —inquirió el lugarteniente de Haradja dirigiéndose al tío Stake.
—¡Sí; todos menos el que más interesaba! —contestó enfurecido el tío Stake.
—¿Quién es el que falta? —interrogó con acento de ansiedad el turco. —¿Tal vez la señora?
—El señor Le Hussière —respondió el polaco.
—¡Cómo! ¿No iba en vuestros brazos? —le preguntó el turco.
—Es verdad; pero vuestros marineros me lo han arrebatado. Me han arrojado a mí al mar y, posiblemente, al herido también.
—¿Conocéis quiénes son esos marineros? ¡Señaladlos y los mandaré ajusticiar en este preciso instante! —exclamó Metiub, lanzando una maldición.
—No me sería posible reconocerlos, y no deseo exponerme a que se haga matar inocentes. Entre la confusión que imperaba en la galera, no me fue posible fijarme en ellos.
—Prometí a Haradja que llevaría a todos con vida, e incluso a la cristiana le aseguré que iba a salvar al señor Le Hussière. ¡Válgame La Meca! ¡He aquí cómo ahora estoy en un buen apuro! ¡Me expongo a no aprender jamás esa célebre estocada!
—¿Qué vais a hacer ahora, capitán? —inquirió el polaco.
—Pienso acampar aquí y mandar hombres a Hussif, solicitando lanchas.
El anciano contramaestre, que había escuchado la conversación, se alejó murmurando:
—Sí. Aguarda, turco imbécil, a llevarnos de nuevo a Hussif. ¡No vamos a ser tan estúpidos que no icemos las velas, o mejor será decir los talones, para ir a toda prisa en busca del León de Damasco! ¡Ese valeroso joven nos librará de todos estos infieles!
14. Muley-el-Kadel, al desquite
Ben-Tael, el leal esclavo de Muley-el-Kadel, no desperdició el tiempo.
Como era un expertísimo nadador, hallándose la galeota cuando el abordaje a unas cuatro millas de la costa, no resultó para él un excesivo trabajo ponerse a salvo antes que la galera acometiese a los cristianos.
En lo alto de una roca había presenciado la lucha entre ambos veleros y la captura del pequeño navío.
Convencido ya de que los turcos llevarían a los cristianos a Hussif, en cuanto vio a la galera dirigirse en dirección al norte remolcando a la galeota, el esclavo salvó las rocas que separaban la playa de las llanuras interiores de la isla e inició una rápida carrera hacia Famagusta, donde tenía la certeza de encontrar a su señor, única persona que podía salvar a los cristianos.
El árabe de las dunas no se parece al del interior. Al igual que el abisinio, es un excelente andador y raras veces emplea el mehari, el cual recorre sesenta y setenta kilómetros en doce horas, bastándole un poco de harina, agua y humo de tabaco, que es el café de esos rumiantes. A semejanza de todos los negros de Arabia, Ben-Tael sabía orientarse por intuición, sin precisar brújulas. Se lanzó, por tanto, a la carrera con la rapidez del antílope para notificar a su señor el desgraciado resultado de su misión.
El camino era largo. Sin embargo, el esclavo tenía confianza en la fuerza de sus piernas para llegar a tiempo a Famagusta.
Durante toda la noche prosiguió su marcha a la carrera. A la madrugada descansó durante tres o cuatro horas en una granja que por verdadero milagro no había sido arrasada y prosiguió su viaje, realizando esfuerzos desesperados para devorar una milla tras otra.
A pesar de todo, no llegó ante Famagusta hasta el anochecer del segundo día.
Se hallaba tan agotado que casi le era imposible mantenerse en pie. Su increíble resistencia había hecho que abusara en exceso de su organismo.
A las ocho de la mañana, Ben-Tael, lleno de polvo y fango, penetraba en la desventurada ciudad. Las calles continuaban repletas de escombros que obstaculizaban el paso.
Ahora ya sólo se distinguían por todas partes musulmanes. Mustafá, luego de haber aniquilado a todos los defensores de la infortunada isla, descansaba indolentemente en compañía de sus bajas.
Ben-Tael, que conocía dónde se hospedaba su señor, cruzó a la carrera la ciudad y se presentó delante de la casa, vigilada por los jenízaros.
—¿Y mi señor? —interrogó a los que pretendían detenerle. —¡Dejad paso a su fiel servidor, que desea verle con mucha urgencia!
Al escuchar aquellas palabras no se atrevieron a detenerle. Muley-el-Kadel se encontraba con un bajá amigo suyo, y al oír la voz de Ben-Tael salió al momento a las gradas de la casa.
—¡Tú! —exclamó al ver al esclavo, —¿Vienes con tristes nuevas?
—¡Sí, señor! ¡Los cristianos han sido apresados por una galera que manda uno de los capitanes de Haradja!
—¡Haradja! —dijo el León de Damasco, encolerizado. —De continuo ha de interponerse en mi camino esa tigresa. ¡Habla, explícate!
En breves palabras, el esclavo le describió lo acontecido, sin omitir el menor detalle.
—¡Haradja sigue igual! —dijo, luego de haber escuchado la explicación, el León de Damasco. —¡Siempre extraña y siempre implacable! ¿A qué lugar imaginas que habrán conducido a los cristianos?
—Probablemente al castillo de Hussif, señor.
—¿Los habrá llevado Metiub?
—Sí, señor.
—¡Haradja me devolverá a la duquesa! —exclamó con fiero acento Muley-el-Kadel . —¡Qué tenga cuidado! ¡El León de Damasco posee la fuerza suficiente para derrotarla!
—Esa mujer es incontenible, señor —adujo el esclavo.
Una despectiva sonrisa asomó a los labios del joven.
—¡Ya comprobaremos —dijo —si es más terrible Haradja que quien llaman el León de Damasco! Indica a mi ayudante de campo que disponga treinta caballos y otros tantos hombres, escogidos entre los más valerosos de mi compañía. ¡Si Haradja pretende oponerse a mis deseos, lo lamentará! Mustafá es poderoso; el bajá aún más. Pero Muley-el-Kadel es la mejor espada del ejército mahometano y goza de mucho prestigio entre los guerreros del Islam. ¡Los desafío a ambos!
—¿De manera, señor, que nos dirigimos a Hussif?
—¡Y sin pérdida de tiempo! —respondió Muley-el-Kadel. —¡Esa mujer es muy sanguinaria y podría vengarse al instante! ¡Hemos de alcanzar el castillo antes que lleguen los prisioneros! En ocho horas de marchar a todo galope, habremos llegado.
—¿Y Mustafá, señor?
—De momento no se enterará de nada.
—¿Y después, señor? Ya estás enterado de lo que regala el sultán a los que auxilian a los cristianos.
—¡Sí! ¡Un cordón de seda para que se ahorquen! —contestó con una sonrisa Muley. —¡No temas por mí, mi fiel Ben-Tael! ¡Al León de Damasco sólo podrán matarlo con la espada, y ningún musulmán osará enfrentárseme, ni siquiera el capitán Metiub! Vete y que de aquí a media hora esté preparada la expedición, compuesta por mis guerreros de Damasco, fieles a mí y a mi padre hasta la muerte.
El esclavo, cuya resistencia debía de ser sorprendente, salió a la carrera, en tanto que otros servidores ensillaban el corcel de batalla de su señor, que era considerado como uno de los más veloces del ejército.
No había pasado todavía media hora cuando Ben-Tael se detenía ante la casa sobre un magnífico caballo blanco. Con él iban treinta jinetes damascenos, con armaduras, mosquetes, cimitarras y mazas de acero.
—¡Ya está todo dispuesto, señor! —dijo, al ver a Muley-el-Kadel salir por la puerta.
—Estamos decididos a emprender la marcha y a seguiros hasta el mismo infierno, si lo queréis —dijo uno de los hombres.
El León de Damasco echó una rápida ojeada a los jinetes y, complacido con su examen, subió al caballo.
—¡En marcha, valientes! —gritó.
La hueste partió a galope detrás del joven y de Ben-Tael, que cabalgaba junto a él y conocía mejor que los otros el camino de Hussif.
—Si los caballos aguantan, hacia el alba llegaremos a Hussif, señor —opinó Ben-Tael. —Veremos de qué forma nos recibe Haradja.
—No demasiado bien —dijo Muley.
Y, tras un instante de silencio, añadió:
—¡Ah! ¡Cualquiera sabe! Tal vez le complazca verme de nuevo. Ya sabes que me amaba y confiaba en ser la mujer del León de Damasco.
—Sí; se lo dijo a la duquesa.
—¿Haradja?
—Me informó El-Kadur.
—¿Y de qué manera habló de mí?
—No demasiado bien, según creo. Al parecer, ahora más que amor siente aborrecimiento por vos.
—¡Ya veremos! —contestó con acento irónico el joven. —Esa mujer es cruel, pero muy sensible. ¡Espolea el caballo, Ben-Tael! ¡Temo llegar tarde!
Sobre las dos de la madrugada los soldados hicieron un alto de media hora frente a las colinas que separaban el llano de los estanques de sanguijuelas, con el objeto de no rendir por completo a los caballos, que hasta aquel momento no se habían detenido ni un instante.
Al empezar a clarear, Ben-Tael enseñó a su señor las altas torres del castillo de Hussif.
—Dentro de una media hora llegaremos, señor —le dijo. —Reduzcamos algo la marcha, ya que la senda es muy fatigosa.
Dejaron atrás los estanques, desiertos en aquel momento, e iniciaron la marcha hacia el castillo.
Casi no habían alcanzado la pequeña meseta sobre la cual se alzaba aquél, cuando el centinela de las torres dio la señal de alarma.
Un instante más tarde el puente levadizo caía con gran fragor y una tropa compuesta por jenízaros y marineros armados salió del castillo, presta a recibir a los visitantes.
Muley-el-Kadel hizo que la escolta se detuviera y avanzó solo.
—¡Soy el León de Damasco! —anunció con fuerte voz. —Marchad a advertir de mi llegada a la sobrina del bajá.
Un gran clamor, un grito de entusiasmo, surgió de cien bocas:
—¡Larga vida y salud al León de Damasco!
Las filas de jenízaros se apartaron a un lado, dejando paso a Muley, y todos saludaron con profundas inclinaciones al famoso guerrero.
—¿Está durmiendo Haradja? —inquirió el joven una vez que cesó el entusiástico griterío.
—Se está levantando, señor, y ya ha sido advertida de tu llegada.
—Entonces, dejad paso.
Hizo una indicación a su escolta para que le siguiera y penetró en el patio de honor, donde le aguardaban algunos capitanes en unión de varios esclavos que sostenían bandejas con vasos de café y pastas para obsequiarle.
Muley-el-Kadel bajó del caballo, y apenas hubo bebido un vaso de magnífico moka, cuando el mayordomo del castillo acudió a su encuentro, anunciándole:
—Mi señora te aguarda. ¿Haces el favor de seguirme?
—¿Solo?
—Sí. Desea entrevistarse contigo a solas —repuso el mayordomo.
Muley-el-Kadel se volvió hacia Ben-Tael y le advirtió en voz baja:
—¡Qué mis hombres no dejen sus armas! ¡Estad preparados para cualquier sorpresa!
El esclavo hizo con la cabeza un signo de aquiescencia.
—¡Vamos: acompañadme! —dijo Muley al mayordomo.
Salieron a otro patio e invitaron a Muley a pasar al mismo salón en que Haradja y la duquesa estuvieron comiendo.
La sobrina del bajá se hallaba apoyada sobre la mesa.
—¡Tú, Muley-el-Kadel ! —dijo con voz lenta y algo sofocada. —No imaginé verte entrar jamás en el castillo. ¿Qué es lo que vienes a hacer aquí?
—Deseo que me informes sobre una mujer cristiana a quien tuviste como convidada un día y después ordenaste perseguir por tus capitanes.
Un colérico resplandor iluminó los ojos de Haradja.
—¡Ah! ¿Te refieres a esa mujer que se presentó aquí luciendo ropas de capitán turco?
—Sí, ésa —respondió con firme acento Muley.
—¡Ah! —dijo de nuevo Haradja.
—¿Dónde se encuentra? —inquirió casi con amenazadora voz Muley-el-Kadel.
—¡Quién sabe!
—¿No se encuentra aquí?
—De hallarse aquí, no te aseguro, Muley, que a estas horas estuviese con vida.
—¿Siempre habrás de ser cruel, Haradja?
—¡Siempre!
—Debes saber dónde está. Me han asegurado que la galera de Metiub le ha dado alcance.
Haradja experimentó un violento temblor. Su rostro adquirió una expresión de intensa ira.
—¡La han apresado! —exclamó. —¿Quién me la quitará ahora de las manos?
—Yo he venido para que me la entregues, en unión de todos sus compañeros.
—¡Tú! ¡Un musulmán! —gritó Haradja.
—Sí; los protejo —repuso Muley en frío tono.
—¿Y qué supones que Mustafá o Selim harían, si se enterasen?
—Que manden al ejército que me detenga. Soy su ídolo, y no habría quien osara hacerlo.
—Sería suficiente un cordón de seda enviado desde Constantinopla —dijo Haradja.
—¡Constantinopla está a mucha distancia! —contestó con burla Muley.
—Hay galeras muy veloces y en cinco o seis días podría llegar hasta aquí el cordón.
—¿Serías capaz de traicionarme?
Haradja se aproximó a él, le puso una mano sobre el hombro y, después de haberle mirado profundamente, le dijo con acento insinuante:
—¿Qué has hecho de mi corazón, altivo León de Damasco?
¡Me lo has destrozado, luego de inflamarlo con tu mirada! ¡Te amaba, Muley; te amaba intensamente, como sólo las mujeres de mi raza saben amar, y desdeñaste mi cariño! No obstante, no era una mujer de tantas. Era la sobrina del gran almirante que tenía bajo mi mando una escuadra y a la que muchos bajas se disputaban. No te voy a explicar lo que he padecido. ¡Solamente yo sé lo largas que son las noches sin dormir, pensando en ti, en el joven guerrero, a quien mi pensamiento veía preparado para la lucha, bello y orgulloso como un dios de la guerra, con la invencible cimitarra en la mano! ¿Y pretendes que esta Haradja, que por ti ha llorado, deje en tu poder a esa cristiana que se ha reído de mí y a la que tú amas?
El León de Damasco hizo un ademán de protesta.
—¡Sí, la quieres! —gritó Haradja. —¡Lo adivino en tus ojos y, además, sería suficiente el interés que por ella te tomas y los riesgos que afrontas para presumirlo! ¡Esta maldita cristiana ha hecho mella en tu corazón! ¡Niégalo si eres capaz!
—Te equivocas, Haradja —dijo Muley en tono no muy convincente. —Esa valerosa mujer, que se hallaba entre los cristianos con el nombre de capitán Tormenta, me perdonó la vida, y hubiera sido una deshonra para el León de Damasco, que tiene fama de generoso, no haberla defendido.
—¡Pero la amas! —exclamó colérica Haradja.
El León de Damasco cruzó los brazos como en actitud de reto y, examinándola, repuso calmosamente:
—¿Y si fuese cierto, Haradja?
—¡La cristiana me pertenece! ¡Se encuentra en poder de Metiub y no podrá huir! ¡Mandaré clavar su cabeza, que tantas pasiones ha provocado, en la torre más alta del castillo! ¡Haradja jura por el Corán, y ya sabes bien que soy mujer que cumple lo que ha jurado!
El León de Damasco llevó su diestra a la empuñadura de la cimitarra; pero, reprimiéndose, añadió:
—¡Metiub no ha llegado todavía! ¡Confío en poder detenerle antes que desembarque!
—¡A él! ¿Y no piensas en mis hombres? ¿Y su galera? ¿Posees por ventura una escuadra?
—¡Ya comprobarás lo que puede hacer el León de Damasco! ¡Adiós para siempre, Haradja!
El joven se dirigió a la salida, altivo y decidido.
—¡Ten cuidado con el cordón de seda del sultán! —le gritó Haradja.
—¡Si lo deseas, ordena que me lo mande! —repuso sin volverse Muley.
Se disponía a cruzar el umbral, cuando Haradja le detuvo con un grito.
—¡Ah! ¡Olvidaba decirte una cosa! —dijo la sobrina del bajá, dirigiéndose con rapidez a una panoplia llena de artísticas armas.
—¿Qué más deseas de mí? —inquirió el León de Damasco, que se mantenía en guardia.
—Regalarte algo que te gustará.
—¿Qué es?
—Deseo entregarte la espada con la cual el guapo Hamid derrotó al mejor espadachín de la flota. La puedes unir a la que te hirió a ti, y así conservarás dos recuerdos de la mujer a la que amas.
Y mientras pronunciaba aquellas palabras pasó la mano por la pared y oprimió un botón de dorado metal, situado en la parte alta de la panoplia. El suelo se hundió bajo los pies del León de Damasco.
Una de las losas del pavimento se había abierto y Muley-el-Kadel cayó a una especie de pozo, lanzando una terrible maldición, que fue acompañada de una carcajada de Haradja.
—¡Ya te encuentras en mis manos, hábil guerrero! —dijo. —¡Ah! ¡Qué ingenio tienen los venecianos! ¡Me he quedado sin Hamid, pero he conseguido al León de Damasco, y lo uno me compensa de lo otro!
Se inclinó hacia el suelo y escuchó con atención. A través de la losa se distinguían maldiciones y amenazas: el León de Damasco no parecía hallarse satisfecho en aquel pozo, que seguramente comunicaba con los subterráneos del castillo.
—¡Ahora por los otros! —dijo Haradja, levantándose.
Salió con objeto de encaminarse a la galería, que rodeaba el patio de honor. La escolta del León de Damasco estaba en el centro, con los arcabuces preparados, y con las mechas encendidas, y las cimitarras al cinto.
—¡Treinta! —comentó luego de contarlos, e hizo un gesto colérico. —¡Mis jenízaros son más numerosos, pero no confío en ellos! ¡Procuremos ganar tiempo! ¡Metiub no ha de estar a mucha distancia!
15. La traición de Haradja
Llamó al mayordomo, que aguardaba sus instrucciones. Era un turco anciano, obeso y alto, que ya debía de haber supuesto la jugarreta que Haradja hizo al León de Damasco, ya que se permitió esbozar una maliciosa sonrisa.
—¿El subterráneo es seguro? —inquirió Haradja.
—Sí, señora. Solamente tiene una salida, cerrada por una puerta de hierro que puede resistir el disparo de una culebrina.
—Llama al jefe de los jenízaros. Mientras tanto, haz que sirvan a la comitiva de Muley-el-Kadel café, helados y pasteles, y suplícales que dejen las armas y descansen hasta que su capitán haya acabado de comer conmigo.
—¿Estarán dispuestos a obedecer?
—¿Lo pones en duda?
—He observado que el León de Damasco conversaba en voz baja con aquel negro, que parece ser ahora el jefe de la escolta.
—Ve y no te inquietes por nada. De lo demás ya me ocupo yo. Espero al capitán de jenízaros.
El eunuco se aproximó a varios esclavos para indicarles que llevaran refrescos y fue luego adonde se encontraba Ben-Tael, que comenzaba a impacientarse.
—Suplica a tus hombres que apaguen las mechas de los arcabuces y que bajen de los caballos —le dijo. —El León de Damasco está comiendo con mi señora y no vendrá hasta dentro de una hora.
Ben-Tael hizo un gesto de sorpresa.
—¿Mi señor comiendo con Haradja? ¡No es posible!
—¿Por qué razón? ¿Qué tiene eso de asombroso? —adujo el turco. —¿Acaso el León de Damasco no era amigo de mi señora?
—Era —repuso Ben-Tael, acentuando significativamente la palabra, —pero me imagino que ya no debe de serlo. Notifica a mi señor que a caballo aguardamos su regreso.
—Haradja os envía refrescos —dijo el turco, al ver que llegaban los esclavos con las bandejas.
Ben-Tael le contempló atentamente y respondió con firmeza:
—¡No necesitamos nada! Agradece a tu señora su delicadeza para con nosotros.
—¿Los rechazáis?
—¡Sí! —contestaron al unísono todos los de la escolta.
—Mi señora puede sentirse ofendida.
—El León de Damasco la calmará —dijo Ben-Tael. —Hasta que venga él a indicarnos que aceptemos, no tomaremos la menor cosa.
Dándose cuenta de que iba a ser en vano insistir más, el turco se marchó de pésimo humor, temeroso de algún estallido de ira por parte de su colérica señora.
La encontró en el comedor paseando arriba y abajo, igual que un tigre enjaulado. El capitán de jenízaros se hallaba de pie en un rincón de la estancia.
—¿Has logrado algo? —preguntó, volviéndose con aspecto furioso.
—Esos hombres no solamente rechazan tus refrescos, sino que tampoco quieren desarmarse y desmontar de los caballos.
—¿Recelan algo? —inquirió Haradja, con vehemencia.
—Me temo que sí. Todos parecen sorprendidos de que su señor haya aceptado comer contigo.
—Tú, capitán, ¿me respondes de la lealtad de tus jenízaros? —preguntó Haradja.
—Por tratarse del León de Damasco, señora, tengo mis dudas sobre que se hallen dispuestos a aniquilar a su escolta. Ese joven es muy famoso en el ejército, y tengo la certeza de que los guerreros se sublevarían, incluso aunque la orden les fuera dada por el propio Mustafá.
—¡Pues entonces los aniquilaré uno a uno! —dijo Haradja con ímpetu.
Y, volviéndose al eunuco, agregó:
—Haz venir a todos los esclavos y árabes de mi escolta y ordena que se coloquen en las terrazas superiores. Y tú, capitán, puesto que no se puede contar con tus hombres, desármalos.
Cogió de la pared una cimitarra y llamó a los centinelas árabes, dándoles orden de que encendieran las mechas de sus arcabuces y se dirigieran con ella al patio.
La escolta de Muley-el-Kadel continuaba inmóvil en el mismo lugar, y en el extremo del patio estaban reunidos los jenízaros del cuerpo de guardia. Conservaban todavía las armas y discutían excitadamente con su capitán.
En las terrazas, varios negros y árabes habían ocupado diversas posiciones provistos de arcabuces.
Ben-Tael, confiando en la bravura de sus damascenos, contempló impertérrito a Haradja, que se dirigía hacia él con la mano derecha colocada en la empuñadura de la cimitarra.
—¿Eres tú el jefe de la escolta? —inquirió con acritud.
—Sí, señora.
—Pero… yo te he visto en alguna otra ocasión. Te encontrabas entre los hombres de Hamid, ¿no es verdad?
—No lo niego.
—¡Y tienes el valor de presentarte ante mí! —exclamó enfurecida Haradja.
—Debo cumplir las órdenes de mi señor.
—¿Eres un esclavo de Muley?
—Sí.
—Desmonta del caballo y deja las armas.
—No puedo cumplir lo que me ordenas, señora. El León de Damasco es el único que manda en mí.
—¡Canalla! ¡Soy la sobrina del bajá! ¡Dejáis las armas todos o ninguno abandonará vivo el castillo!
Ni uno de los treinta hombres se movió ni apagó la mecha del arcabuz.
—¿Me habéis entendido? —gritó Haradja, que por primera vez en su vida veía desacatadas sus órdenes.
—No abandonaremos las armas, señora —repuso Ben-Tael, —hasta que aparezca nuestro señor. ¿Qué habéis hecho con el hijo del poderoso bajá de Damasco? ¡Deseamos saberlo!
—¿Lo deseas?
—Sí, señora —respondió el esclavo, levantando la voz para que le pudieran oír los jenízaros. —¡Habéis detenido al León de Damasco y es posible que le hayáis matado!
Un murmullo amenazador surgió de entre los de la escolta.
—¡Haced venir aquí al León, señora! —gritó el esclavo.
—¡Ah! ¿De manera que me das órdenes? —exclamó Haradja, cuyo rostro se hallaba encendido por la cólera. —¡A mí, jenízaros! ¡Quitad las armas a estos hombres y conducidlos a los subterráneos del castillo para que hagan compañía a Muley-el-Kadel !
Con gran sorpresa vio que sus hombres permanecían inmóviles, a pesar de que su capitán gritaba:
—¡Adelante! ¡Obedeced!
—¡Miserables! —exclamó Haradja. —¡Haré que os empalen a todos!
Y, levantando una mano en dirección a donde se encontraban los esclavos y los árabes de las terrazas, ordenó:
—¡Disparad! ¡Aniquilad a estos traidores!
Los treinta hombres de la escolta apuntaron sus armas hacia las terrazas y la orden de Haradja fue llevada a efecto por ellos con una descarga cerrada, en tanto que Ben-Tael disparaba sus dos pistolas sobre los esclavos que acompañaban a la turca.
Mientras los siervos y los árabes, dominados por un indecible pánico, se daban a la fuga por la terraza, Ben-Tael desmontó del caballo, y, precipitándose sobre Haradja, la asió por la mano y la amenazó con el yatagán.
—¡Señora —dijo, —no pienso haceros daño, a condición de que ordenéis que traigan a Muley-el-Kadel ! ¡Si no estáis de acuerdo, juro por el Corán que os mataré, afrontando todas las consecuencias!
Haradja permaneció silenciosa. Parecía como si aquella osada acción hubiese inmovilizado su indomable energía.
—¡El León de Damasco o la muerte, señora! —insistió con acento amenazador Ben-Tael.
Haradja hizo un intento desesperado por librarse de la mano del árabe, sin lograrlo, ya que éste, bajo su débil apariencia, tenía una musculatura de acero.
—¡No podréis huir, señora! —afirmó. —¡Es inútil que pretendáis resistir, y os prevengo que estamos resueltos a llegar hasta el fin!
—¡A mí, jenízaros! —exclamó Haradja, con voz sofocada por la ira.
Tampoco en esta ocasión se movieron los soldados del sultán. Únicamente el capitán se precipitó en su socorro, pero los hombres de la escolta le hicieron detenerse.
Haradja advirtió que no podía enfrentarse a ellos, y con los dientes apretados y mirando a Ben-Tael, dijo:
—¡Cedo ante la violencia! ¡No obstante acuérdate de que la sobrina del bajá tomará terrible venganza y no morirá satisfecha si antes no ha conseguido que te arranquen el pellejo!
—Ese día haréis conmigo lo que os plazca, señora —contestó el esclavo, —pero en este momento os apremia más salvar la vuestra, y os suplico que mandéis traer sin dilación a mi señor. Os doy cinco minutos.
Haradja se volvió al eunuco, que contemplaba la escena aterrorizado.
—Haz venir al León de Damasco —dijo.
—Que le acompañen cuatro hombres y que le maten si pretende engañarnos —ordenó Ben-Tael, dirigiéndose a los de la escolta.
Cuatro guerreros desmontaron y rodearon al desdichado eunuco.
—¡En marcha y sin retroceder! —le advirtió uno de ellos. —Y piensa ante todo en tu cabeza, que no me parece muy firme sobre tus hombros.
Tembloroso igual que una hoja, el desgraciado hombre condujo a los cuatro soldados en dirección a uno de los torreones, y desapareció por una puertecilla.
Ben-Tael soltó a la sobrina del gran almirante, diciéndole:
—Aguardad el regreso del León de Damasco. Tal vez tenga algo que notificaros antes de abandonar el castillo.
Haradja se mordió los labios y no respondió.
Transcurrieron varios minutos. Los damascenos vigilaban la terraza, prestos a disparar contra los árabes si se aventuraban por aquella parte.
Los jenízaros miraban unas veces a la escolta y otras a Haradja, sin pronunciar palabra y sin resolverse a intentar nada contra el León de Damasco, su ídolo y su héroe más popular. Preferían afrontar la cólera de su señora.
Poco después regresaron los cuatro damascenos.
—¡Salud al León de Damasco! —gritaron.
Tras ellos apareció Muley-el-Kadel, sereno y sonriente.
Se detuvo un instante contemplando a sus hombres, que agitaban sus yelmos en ademán de bienvenida. Lanzó a Haradja una mirada despectiva y, cruzando con lentitud el patio, subió al caballo que Ben-Tael sostenía por las bridas.
—¡Pongámonos en marcha! —dijo concisamente.
La escolta avanzó tras él, desfilando por entre los jenízaros, que se habían apartado, exclamando:
—¡Larga vida al León de Damasco!
Muley-el-Kadel les hizo un gesto de despedida y franqueó el puente levadizo.
Al llegar a la extremidad de la meseta se dio la vuelta y comprobó que en medio del puente se encontraba Haradja, la cual extendía el puño en gesto amenazador.
—¡Aprésame ahora si puedes, tigresa! —murmuró.
Y espoleó con energía a su corcel.
Cuando se encontró en el llano, Muley se detuvo para aguardar a Ben-Tael y la escolta.
—Es preciso evitar que la galera de Metiub llegue a Hussif o la duquesa no tendrá salvación —dijo al fiel esclavo.
—¿Y de qué manera lo conseguiremos? No disponemos de ninguna nave.
—En Luda hay algunas galeotas apresadas a los griegos y numerosos renegados del archipiélago. Unas y otros se hallan bajo el mando del capitán Chilet, hombre que me está muy reconocido. Todas sus naves las pondrá a mi disposición y ya se verá si la galera de Metiub es capaz de aguantar el ataque de media docena de esos navíos con tripulantes tan resueltos como nosotros. ¿Existe algún camino por el que se pueda acortar la distancia hasta el mar?
—Sí, señor. Y es el más corto para llegar a Luda.
—¿Lo conoces?
—Igual que éste.
—Entonces vamos en busca del Mediterráneo. Lo más importante es actuar de prisa.
—En cuatro horas podemos llegar a Luda, si los caballos lo soportan.
—Espero que aún podrán realizar este esfuerzo final.
Con facilidad hallaron un paso entre aquellas prominencias y se lanzaron al galope por el terreno arenoso, en el que los moradores de la isla habían practicado una senda medio oculta por la arena.
Llevaban ya unas dos horas de veloz galope, cuando tras de una duna surgió un hombre medio desnudo, gritando:
—¡Párate, Ben-Tael! ¡Salud al León de Damasco!
La escolta se detuvo y todos desenvainaron las cimitarras. Ben-Tael lanzó una exclamación.
—¿Quién es? —inquirió el León de Damasco.
—Es un griego. El que conducía la galeota que nos llevó a Hussif.
—¿Cómo es que te encuentras aquí? —le preguntó Muley, haciéndole una seña para que se aproximara.
—Primero una pregunta, señor. ¿A qué lugar vais? ¿A buscar a la duquesa?
—Sí, y ahora vengo del castillo de Hussif, imaginando que la habían trasladado allí.
—Se encuentra en otro lugar, señor, y si no marcháis a toda prisa en su auxilio, no sé si podrá escapar de las manos del polaco.
—¿Qué es lo que dices?
—La galera resultó incendiada y se hundió. Por el momento no hay peligro de que los cristianos sean llevados a Hussif.
—¿Dónde se encuentra la duquesa? —inquirió Muley con ansiedad.
—A no mucha distancia de aquí.
—¿El vizconde está con ella?
—No. El aventurero polaco le ahogó. Vi a ese canalla lanzarse al fondo del mar y salir a flote sin el vizconde.
—Ven conmigo e indícanos el camino. Pero antes explícame por qué estabas aquí.
—Me encaminaba hacia el castillo, confiando en hallaros allí, puesto que había supuesto que Ben-Tael, que no presenció el incendio de la galera…
Una descarga de arcabucería que retumbó a lo lejos interrumpió sus palabras.
—¡Sube a caballo! —exclamó Muley, desenvainando su cimitarra.
Y, volviéndose a sus hombres, ordenó con atronadora voz:
—¡A la carga, y no deis cuartel a los guerreros de Haradja! ¡El León de Damasco os conduce!
16. La muerte del Polaco
Cuando, tras la alegría de haber salvado al vizconde, la duquesa tuvo conocimiento de su muerte, tuvo un prolongado desmayo, seguido de una desesperada crisis de llanto.
Al principio, el tío Stake, El-Kadur y Perpignano, que la cuidaban con extremo celo bajo una tienda improvisada con un trozo de vela, temieron que acabara enloqueciendo.
Afortunadamente, la crisis pasó y la calma que siguió a ésta permitió a la duquesa descansar y conciliar el sueño.
Metiub, que no pensaba más que en la célebre estocada, y que temía no llegar a aprenderla, luego de haber improvisado su campamento, pidió noticias en varias ocasiones sobre el estado en que se encontraba la duquesa, llegando su generosidad hasta el extremo de ofrecer a los cristianos algunas de las provisiones que, como hombres previsores, habían embarcado en las chalupas.
El polaco también había hecho acto de presencia en la tienda. Pero las breves y amenazadoras palabras del tío Stake y el desdeñoso silencio de Perpignano le obligaron a marcharse. La suposición de que acaso fuera él el asesino del vizconde se advertía perfectamente en el rostro de aquellos dos hombres, y el aventurero, al menos de momento, no quería complicaciones.
« ¡Caerá en poder del «oso», a pesar de que vosotros la vigiléis! —se dijo el miserable, abandonando la tienda. —¡Dentro de poco ajustaremos cuentas!»
El-Kadur, Perpignano y el tío Stake, para no despertar a la duquesa, conversaban en voz baja.
—Éste es el momento de resolver lo que debemos hacer —argüía el anciano marinero. —Ya hemos desaprovechado una noche y terminaremos por servir de veletas en las torres de Hussif. Me he enterado de que hoy ha llegado al campamento uno de los mensajeros enviados por Metiub a las aldeas de la costa, con el informe de que mañana una galera llegará para recogernos.
—¿Cómo te has enterado? —inquirió Perpignano, con acento temeroso.
—Me lo ha dicho un contramaestre turco.
—Entonces hay que resolverse a toda prisa —adujo El-Kadur.
—La cuestión es alzar el vuelo en cuanto los turcos estén durmiendo —respondió el tío Stake. —Me imagino que luego de cuatro o cinco horas de dormir bien, la duquesa estará en situación de seguirnos.
—Tiene un carácter sorprendente, de mayor energía que el de un capitán aventurero. ¡Por san Marcos! ¿Y el polaco? ¿No nos estará espiando ese bandido?
—¿Acaso no estoy yo aquí?
—¿Qué pretendes dar a entender, El-Kadur?
—¡Qué en la faja tengo un puñal preparado para atravesar el corazón de ese canalla!
—¡Poco a poco, mi querido árabe! ¡Echa algo de agua en tu sangre caliente! Aquí no nos encontramos en el desierto y debemos actuar con mucha cautela.
—Pues entonces haz lo que consideres más oportuno. Pero si está durmiendo como una marmota, déjale tranquilo.
Algún día volveremos a encontrarle, y en ese momento yo mismo te ayudaré.
—¡Decidamos! —dijo Perpignano. —¿A qué hora emprenderemos la huida?
—Lo más tarde posible, teniente. Así la duquesa podrá descansar. Por otra parte, a las tres o las cuatro de la mañana el sueño es más profundo que a las once.
—Deberemos buscarnos algunas armas, ya que antes del alba nos seguirán —opinó el teniente.
—Los musulmanes trajeron consigo bastantes mosquetes y cimitarras —dijo El-Kadur. —Se encuentran en las chalupas, y me será fácil hacerme con esas armas cuando estén durmiendo.
—¡Eres un hombre estupendo, trozo de pan moreno! —comentó el tío Stake. —Si en un momento dado te embarcas conmigo, te nombraré al instante sobrecargo.
—El-Kadur no saldrá con vida de Chipre —repuso sonriendo con tristeza el árabe.
—¡Qué pensamientos más siniestros! —dijo el tío Stake. —Yo jamás los he tenido. ¡Bueno: tumbémonos junto a la tienda y durmamos con un ojo abierto! ¡No hay que confiar en el polaco!
—Yo haré la guardia —contestó El-Kadur. —Reposad vosotros.
Perpignano y el tío Stake abandonaron la tienda, en tanto que el árabe se colocaba junto a la duquesa, que dormía plácidamente, y se tumbaron a breves pasos de distancia.
A pesar de todos sus buenos deseos, todos se quedaron dormidos, sin exceptuar al tío Stake, y no con un ojo abierto. Los turcos, tras comer su ración y en la certeza de que no corrían el menor peligro, se habían echado sobre la arena, entregados al sueño.
Haría un par de horas que dormía, cuando fue despertado por una mano que le sacudió.
Abrió los ojos, se sentó en tierra y alargó los brazos, decidido a golpear a quien le despertaba.
Al ver a El-Kadur se contuvo.
—¿Es ya la hora?
—¡Todos están durmiendo! —contestó el árabe.
—¿Y la señora?
—¡Decidida a seguirnos!
—¿Y las armas?
—Me he apoderado de dos espadas, cuatro cimitarras, seis mosquetes con algunas municiones y varias pistolas. Todos dispondremos de armas para defendernos.
—¡Eres un valiente, trozo de pan moreno!
—Apresuraos. Todos los nuestros se han levantado ya.
—¡Ya estoy preparado! ¿Qué hay del polaco? ¿Duerme?
—No le he visto.
—En marcha.
Todo parecía hallarse en calma. Los turcos dormían y en todo el campamento no se oía el menor ruido.
—¡Todo va bien! —murmuró.
La duquesa se había levantado ya y sostenía en la mano una de las dos espadas cogidas por El-Kadur. Semejaba haber recobrado toda la energía del capitán Tormenta.
—Señora —preguntó el tío Stake, —¿estáis en condiciones de acompañarnos?
—¡Sí! —repuso la duquesa. —¡Soy de nuevo la misma mujer que estuvo combatiendo en Famagusta!
—Debo poneros a salvo. Venid, amigos, y acordaos de que todos somos cristianos y de que nos hallamos frente a los enemigos de la República de Venecia y del León de San Marcos.
—¡Pongámonos en marcha!
Todos se habían provisto de armas y se hallaban decididos a todo antes de regresar a Hussif y morir allí entre horribles tormentos.
Caminando de puntillas para impedir que la arena crujiera abandonaron la tienda y avanzaron en dirección a la cadena de colinas que separaban la playa de la llanura. El-Kadur, que había hecho un reconocimiento por la mañana, pudo encontrar un desfiladero entre aquellas alturas.
La duquesa, que en aquel instante parecía haberse olvidado del vizconde Le Hussière, precedía a sus amigos seguida por El-Kadur, que sostenía un arcabuz cuya mecha estaba humeante. De esta forma alcanzaron la base de las rocas y, no habiendo observado el menor indicio de alarma, se preparaban a embocar un angosto camino para atravesarla, cuando de improviso resonó un grito en el campamento turco:
—¡A las armas! ¡Los cristianos se fugan!
El tío Stake soltó un auténtico rugido.
—¡Ha sido el polaco! ¡Bandido de oso! ¡Estaba al acecho igual que sus congéneres! ¡Hay que darse prisa, mucha prisa! ¡Los turcos se nos echarán encima!
Todos iniciaron una rápida carrera, en tanto que en dirección al llano se escuchaban furiosos gritos y premiosas órdenes.
—¡Rápido, rápido! —exclamaron Perpignano y el tío Stake.
—Señora —dijo El Kadur a la duquesa, —¿deseas que te coja? ¡Ya sabes que mis brazos son fuertes!
—¡No! —respondió Leonor. —¡El capitán Tormenta ha recuperado su fuerza! ¡En marcha, valientes!
El sendero fue salvado en un instante y los fugitivos se adentraron por la llanura del interior, corriendo raudamente.
—¡Allí distingo una casa! —exclamó El-Kadur, precisamente cuando el cielo empezaba a teñirse con los primeros resplandores. —¡Intentemos llegar a ella!
Efectivamente: a media milla se veía una casa que debía de haber sido respetada por los turcos, cuya techumbre era de paja y estopa.
—Cobijémonos en ella —dijo el tío Stake. —Podremos resistir largo tiempo, e inclu…
Un griterío ensordecedor cortó sus palabras. Los turcos habían descubierto el desfiladero y descendían desde la altura dando gritos. Metiub y el polaco, enfurecidos por haber sido burlados, iban al frente de ellos.
—¡Un esfuerzo final! —gritó el tío Stake. —¡Si caemos en poder de esos perros, nos destrozarán y nuestras cabezas adornarán las torres de Hussif! Señora, ¿estáis cansada?
—¡Continuemos adelante! —repuso la duquesa.
La media milla fue salvada y los fugitivos penetraron en la morada.
Se trataba de una casa de sólidas paredes, que semejaba estar abandonada desde hacía mucho por sus propietarios. O acaso hubieran sido asesinados por los guerreros de Mustafá.
—¡Organicemos al instante la defensa! —dijo Perpignano, luego de haber echado una rápida ojeada a las cuatro habitaciones que constituían la morada. —Vos, señora, ocupad las dos estancias superiores con el tío Stake, Simón y El-Kadur, y coged cuatro mosquetes. Yo permaneceré aquí en unión de los griegos. No disparéis sino sobre blancos seguros y ahorrad las municiones.
—¡En especial procuremos meter una onza de plomo en la cabeza del polaco! —dijo el tío Stake. —Yo no disparo mal y como distinga una parte de algún cuerpo, ¡ya está abrasado para siempre!
—¡Preparados! —advirtió el teniente. —¡Los musulmanes se aproximan!
La duquesa ocupó con sus tres camaradas las estancias superiores, situándose ante las ventanas con las mechas de los mosquetes encendidas.
Los turcos avanzaban a la carrera, gritando:
—¡Mueran los giaurri! ¡Abrasémoslos vivos en su guarida!
Eran unos sesenta, si bien sólo tres o cuatro iban armados con mosquetes y eran muy escasos los que tenían cimitarras.
No obstante eran demasiado numerosos para que los cristianos pudieran confiar en acabar con ellos.
Al ver surgir por las ventanas los cañones de los mosquetes, los turcos se habían detenido a unos trescientos pasos y echaron cuerpo a tierra, escondiéndose entre los matorrales que circundaban la casa.
Los griegos habían disparado ya y abatido a dos de los cuatro tiradores de Metiub, que se habían retrasado en ocultarse.
También el tío Stake, al distinguir un turco tras un arbusto, le mandó en busca de las huríes del paraíso musulmán.
Encolerizados por aquellas primeras bajas, los atacantes no tardaron en responder al fuego, y durante un par de horas se cambiaron disparos por ambas partes, sin la menor desventaja para los sitiados, que se hallaban protegidos por las sólidas paredes de la vivienda.
No obstante, aquella situación no podía durar mucho tiempo. Los turcos, que no deseaban dejarse acribillar a tiros a distancia, sobre las diez de la mañana resolvieron asaltar la casa en todos sentidos y trabar combate cuerpo a cuerpo.
Primero se agruparon y luego se separaron, gritando:
—¡Mueran los cristianos!
—¡Compañeros! —exclamó la duquesa. —¡Éste es el instante supremo! ¡Cuando los tengamos aquí, emplead las espadas y las cimitarras!
—¡Y usaremos los arcabuces como mazas! —contestó el tío Stake, que no perdía su serenidad y buen humor en lo más mínimo. —¡Deseo hacer papilla de carne turca y enviarla al harén del sultán!
Los turcos cruzaron la distancia que los separaba de la casa y, pese a los tiros de los cristianos, que les ocasionaban graves bajas, se precipitaron en su interior, ya que estaba desprovista de puertas.
Tras una corta lucha, Perpignano y los griegos, abrumados por la superioridad numérica de sus enemigos, retrocedieron hasta la escalera, desde donde disparaban a boca de jarro los mosquetones y blandían sin descanso las cimitarras.
La duquesa y sus compañeros estaban a punto de precipitarse en socorro del veneciano, cuando una parte de la techumbre se desplomó y tres hombres penetraron en la estancia contigua.
La duquesa se había dado la vuelta, lanzando una exclamación.
—¡Vos, Laczinski! —gritó con furia.
—¡Yo, que vengo en busca vuestra! —repuso el polaco en tono burlón.
—¡No me tendréis sino después de muerta!
En aquel instante penetraron los otros dos. Uno era Metiub y el otro uno de sus oficiales, que blandían pesadas cimitarras de abordaje.
—¡Ocúpate tú de la mujer, capitán! —gritó el lugarteniente de Haradja. —¡Nosotros nos encargaremos de estos dos! ¡Con cuatro estocadas estarán en tierra!
El turco estaba en un error: tenían enfrente a un excelente espadachín. El-Kadur y los dos marineros empuñaron los mosquetes por el cañón, como si fuesen mazas.
La duquesa se arrojó sobre el polaco, atacándole con la espada y forzándole así a aceptar la lucha.
Los otros dos combatían con Metiub y su teniente, en tanto que Perpignano y un par de griegos defendían la escalera.
La suerte no sonreía a los turcos y al polaco. Los dos primeros, embestidos ferozmente por El-Kadur y ambos marineros, se habían refugiado en un rincón de la estancia. El polaco, si bien era muy experto espadachín, no estaba en condiciones de enfrentarse a la duquesa e iba retrocediendo hacia la puerta.
Laczinski ofrecía vigorosa resistencia, intentando herir a traición a la duquesa, comprendiendo ya que era imposible hacerla suya. Pero todos sus esfuerzos eran vanos, hasta que, por último, se halló arrinconado contra la pared y recibió tan tremenda estocada, que la espada de la duquesa, luego de atravesar el pecho del miserable, se partió en dos.
—¡Muere, renegado! —exclamó Leonor.
El polaco abrió los brazos, fijó en la duquesa una terrible mirada y se desplomó en el suelo diciendo con voz entrecortada:
—¡Me ha matado!…
En aquel preciso momento, Metiub caía con la cabeza destrozada por un golpe de arcabuz asestado por el tío Stake, y poco después el oficial seguía su misma suerte, herido de muerte por El-Kadur.
La duquesa se precipitaba ya en su socorro.
—¡El trabajo ha terminado, señora! —anunció el tío Stake.
Y, abandonando el arcabuz y cogiendo una cimitarra, añadió:
—¡Ya se encuentran en el paraíso charlando con las huríes!
—¡Vamos al instante en ayuda de Perpignano! —dijo la duquesa.
Se disponían a marchar hacia la escalera, cuando El-Kadur, con un salto de tigre, se puso ante la duquesa, exclamando:
—¡Cuidado, señora!
Al mismo tiempo sonó un disparo y el esclavo se desplomó lanzando un profundo gemido.
El tiro había sido efectuado por el polaco. El miserable no había muerto aún y, observando junto a él un arcabuz con la mecha encendida, abrió fuego, apuntando a la duquesa en un desesperado esfuerzo.
En tanto que el tío Stake y Simón se arrojaban contra el traidor y le remataban a golpes de cimitarra, la duquesa se había arrodillado junto al árabe, cuyo moreno semblante se volvía grisáceo.
—¡Mi pobre El-Kadur! —gritó entre sollozos, mientras le sujetaba la cabeza con las manos.
—¡Me muero…, señora! ¡El corazón…, el corazón…! —respondió el esclavo con voz débil. —¡Adiós…, señora…, sé feliz!
—¡No, no puedes morir! —exclamó Leonor.
El árabe sonrió con tristeza y contempló a la duquesa con los ojos vidriados por la ya cercana muerte.
—¡Adiós…, señora!… —repitió. —¡Soy feliz… por haberte salvado!… ¡Mi… suplicio… ha terminado…, señora! ¡Haz que muera… dichoso!… ¡Un beso…, un beso… para el fiel… esclavo!
Mientras el tío Stake y Simón lloraban arrodillados, la duquesa, inclinándose sobre el moribundo, le besó en la frente.
El-Kadur experimentó un convulsivo temblor y, cerrando lentamente los ojos, dejó caer la cabeza a un lado.
Había muerto.
17. Conclusión
Al poco tiempo de la muerte del desdichado y fiel esclavo llegaba a todo galope ante la casa Muley-el-Kadel y Nikola Stradiato con sus treinta guerreros.
Oyendo el fragor provocado por tantos corceles, los turcos, por miedo a una sorpresa, se habían lanzado a la desbandada hacia el exterior de la estancia, abandonando en la escalera, de la que no pudieron apoderarse, numerosos muertos y heridos.
Sin siquiera lanzar un grito de advertencia, Muley-el-Kadel cargó contra ellos repartiendo golpes a derecha e izquierda, en tanto que sus hombres hacían una descarga cerrada con los arcabuces.
En la puerta se encontraba Perpignano, dispuesto, en unión de los griegos, a organizar una firme defensa.
—¡El León de Damasco! —exclamó el veneciano, sorprendido. —¡Y Nikola!
—¿Dónde se encuentra la duquesa? —inquirió el turco, descabalgando.
—En el piso de arriba.
Sin esperar más explicaciones subió velozmente la escalera seguido de Nikola y entró en la primera estancia. La duquesa lloraba todavía al lado del cadáver de El-Kadur.
—¡Vive! ¡Vive! —exclamó Muley-el-Kadel , en tanto que un vivo carmín le teñía el semblante.
—¡Vos, Muley! —dijo la duquesa, incorporándose.
—¡Llego en el momento oportuno para salvaros y vengaros, señora! ¿Dónde se encuentra Laczinski, el asesino del señor Le Hussière?
—Le he matado en este instante. Pero… él…, el asesino de… ¿Qué habéis dicho, Muley? —balbució la joven.
—Sí, señora —confirmó Nikola. —Yo vi cómo le arrojaba al mar desde la nave.
La duquesa se irguió, volvió lentamente la vista en dirección al cadáver del polaco y, lanzando una exclamación, se desmayó entre los brazos de Muley-el-Kadel.
Un cuarto de hora más tarde los jinetes, en compañía de los griegos y los venecianos, abandonaron aquella casa, en cuyo antiguo jardín habían enterrado a toda prisa el cadáver del infortunado árabe.
Muley-el-Kadel llevaba entre sus brazos a la duquesa, que todavía no había recobrado el conocimiento.
Los marineros de la galera se habían desbandado en todas direcciones.
Ya avanzada la noche, la comitiva llegaba a Luda, y la duquesa, presa de una fiebre muy elevada, fue alojada en una bonita casa situada a las orillas del mar y que pertenecía a un renegado armador griego.
Durante un par de semanas la indomable mujer luchó con la muerte, hasta que su fuerte naturaleza salió triunfante. En todo aquel tiempo el León de Damasco no se apartó ni un momento de su lado.
Nadie los había molestado, ya que los treinta guerreros, los cristianos y los griegos vigilaban de noche y de día en los caminos que llevaban hasta el mar.
No obstante, cierto día, cuando la duquesa estaba totalmente restablecida, un jinete que portaba en la punta la lanza un banderín de seda blanca, apareció, solicitando hablar con Muley-el-Kadel.
Fue llevado a la casa.
Sin decir una palabra sacó de la parte trasera de su silla un cofrecillo y, depositándolo en manos del León de Damasco, que se había tornado lívido, dijo:
—De parte de Selim, nuestro gran sultán.
Y emprendió la marcha al galope.
—¿Qué os sucede, Muley? —inquirió la duquesa, que había estado presente en aquella escena.
—¡Fijaos! —contestó el árabe con voz turbada.
Destapó el cofrecillo, que era de plata cincelada, y le mostró un elegante cordón de seda negra que se hallaba en su interior.
Leonor lanzó una exclamación de espanto. Aquél era el lazo que el sultán regalaba a los que caían en desgracia; se trataba de una muda orden para que se ahorcara.
—¿Tú, Muley…? —inquirió la duquesa, con gran ansiedad.
—¡La vida es demasiado hermosa a tu lado para que acate esta orden! —repuso el joven León de Damasco. —¡Reniego de la religión de mis padres y de Mahoma y me convierto a la tuya! ¡Condúceme a Italia, Leonor! ¡Desde este instante soy cristiano y sabes cuánto te quiero!
Ya de noche, al amparo de las tinieblas, una galeota abandonaba silenciosamente la ensenada de Luda con rumbo a Italia.
A bordo de ella iban la duquesa, Muley-el-Kadel, Perpignano, los dos marineros y los renegados griegos.