Los Pescadores de Ballenas

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. EL CACHALOTE

Durante la noche del 24 de agosto de 1864, un buque navegaba en alta mar con todas las velas desplegadas, cruzando ciento treinta millas al sur de las islas Aleutianas, prolongado archipiélago que se extiende frontero al mar de Behring, entre las costas de América y de Asia.

Era el barco magnífico velero de unas cuatrocientas veinte toneladas, aparejado de fragata, con la proa cortada casi en ángulo recto, y provisto de un sólido espolón de acero, bien ancho, de banda a banda, y éstas perfectamente defendidas con planchas de cobre de un considerable espesor. La arboladura alta, con grandísimo desarrollo de velas, casi despejada la cubierta, como un salón, limpia, lustrosa, sin que sobresalieran de ella castillos ni puentes. En la popa llevaba el barco escritos con doradas letras estos dos nombres: Danebrog-Aalborg.

En la gavia más alta podía distinguirse a dos hombres aferrados al palo, sosteniéndose con una mano metida entre las cuerdas de los rizos y ligeramente inclinados hacia delante sus atléticos cuerpos.

Estaban en observación, con la mirada fija en la oscuridad del mar, cuyas olas venían a estrellarse con ronco rumor contra los costados del buque.

Uno de aquellos hombres podría tener hasta cuarenta años; era de baja estatura, pero de fuerte complexión, ancho de espaldas y robustísimo de miembros, de cutis un tanto trigueño, pelo y barba rubios, ojos azules muy oscuros, y nariz algo encamada, sin duda por el abuso continuado de las bebidas alcohólicas.

En el momento que comienza nuestra narración, hallábase aquel hombre explorando atentamente la inmensa extensión del mar con un anteojo de larga vista.

Su compañero, un joven de veinticinco a veintiséis años, era de estatura elevada, rubio también, de ojos azules asimismo, pero de tez blanca todavía. Todo el contorno de su figura expresaba, con la energía de las líneas, la contextura de un hombre fuerte y de indómito valor.

—Vaya, teniente Hostrup —dijo de pronto el joven—, ¿se ve algo?

—Yo tengo buena vista, amigo, pero no veo absolutamente nada —repuso su compañero.

—Y sin embargo he oído perfectamente un resoplido, y he visto después, con estos ojos, una recia mole que desfilaba rápidamente a cuatrocientos pasos de nuestro barco.

—¿Crees que era una ballena, arponero?

—Sí, mi teniente.

—¡Si fuera verdad! —prorrumpió el teniente, mordiéndose el labio inferior—. En este momento todos los balleneros tienen aceite en la bodega, en tanto que nosotros no tenemos ni siquiera una gota. ¡Y estamos en pleno mes de agosto!… ¿Comprendes, Koninson? ¡En pleno mes de agosto!…

—Sí, señor, que lo entiendo; pero no es nuestra la culpa. Si aquel maldito bergantín no nos hubiera inutilizado para más de tres meses con su espolonazo, que nos obligó a permanecer tanto tiempo en los astilleros de Nueva Arcángel, a estas fechas tendríamos ya estibado más de la mitad de nuestro cargamento.

—¡Mala peste para el tal bergantín y la patulea que lo tripula! Y a Dios gracias que somos gente de agallas y que nuestro Danebrog es un buque que no teme meterse entre los hielos. Si preciso fuera, llegaríamos con él hasta el Polo.

—¿Piensa en eso el capitán?

—¡Diantre! Pues si no encontramos ballenas en el mar de Behring, al Polo tendrá que remontarse. Quiere ganar la apuesta a cualquier precio.

—¡Ah! ¿Es una apuesta? —interrumpió el arponero.

—Sí, y muy grande.

—¿Con quién, mi teniente?

—Con el capitán del Biscoë.

—¡Cómo! ¿Aquel endiablado noruego se permite apostar contra los dinamarqueses? En tal caso, es fuerza arrostrarlo todo para vencer.

—Y todo lo arrostraremos, Koninson.

—Por mi parte, estoy dispuesto a seguir al capitán hasta el Polo mismo, si es que allí hemos de encontrar ballenas, y le juro, señor Hostrup, que llegado el momento el arpón lanzado por mí no errará un solo golpe.

—Bien sé que tienes un arpón maravilloso, que lleva muertas varias docenas de cetáceos.

—Centenares, señor Hostrup —replicó Koninson con orgullo—. Hace más de doscientos años que mi familia viene distinguiéndose en el manejo del arpón.

—¡Caramba! ¿De modo que la tuya es una familia de arponeros?

—Sí, mi teniente, y el arpón de que me valgo se transmite de padres a hijos.

—¿Y quién fue el primero que lo empleó?

—Mi abuelo Enrique Koninson, a quien le fue regalado por el rey Christian V.

—¡Ah! ¿Es un arma real, nada menos?…

—¡Sí, es…!

El arponero fue interrumpido bruscamente por una voz que parecía descender de las nubes y que gritaba:

—¡Eh!… ¡El bruto sopla!

El teniente y Koninson volvieron la cabeza y vieron en la cofa del trinquete un marinero que estaba allí de vigía.

—¿Le has oído tú? —interrogó el teniente Hostrup.

—Sí —repuso el marinero.

—¿Hacia dónde?

—El resoplido se oyó a sotavento.

El teniente enfiló en aquella dirección el anteojo y miró con fijeza.

—¿Qué hay? —interpeló Koninson, que no era capaz de dominar su impaciencia.

—Que no se ha engañado el marinero. Acabo de ver una masa negruzca que apareció en el agua y volvió a sumergirse pronto.

—¿Será una ballena?

—No lo sé, porque, como ves, la oscuridad es profunda y el cetáceo se ha presentado a una milla larga.

—Ballena o cachalote, lo apresaremos.

—Así lo espero, Koninson. Vamos a avisar al capitán Weimar.

—Y preparemos las lanchas de arponero. La sangre me hierve en las venas pensando que dentro de poco mediré mis fuerzas con el monstruo, cuyo resoplido me hace palpitar el corazón.

El teniente y el arponero se asieron a las escalas y bajaron rápidamente a cubierta, donde diez o doce marineros estaban preparando ya las lanchas balleneras para dar comienzo a la caza del monstruo.

Advertido al punto el capitán de la aparición del cetáceo, no tardó en presentarse sobre cubierta.

Valdemar Weimar, comandante y propietario del buque, no tenía más allá de treinta y cinco años. Era alto, vigoroso y rubio, como el teniente Hostrup; de frente despejada, ojos vivos y negros; cerraban su boca labios rojos y delgados, reveladores de una energía poco común.

Nacido en Dinamarca, como los demás hombres de la dotación, había corrido los peligros del mar desde que tenía diez años, y en la actualidad gozaba de gran fama como marino y como pescador de ballenas. Nada le causaba espanto: ni las más terribles tempestades, ni las más atrevidas navegaciones en los puntos menos conocidos del Océano Ártico, ni los hielos de la región polar.

Por seis veces, con audacia sin par, mientras todos sus colegas huían hacia el Sur por la rápida marcha de los hielos, él, intrépido, había conducido su valiente navío para el Norte, hasta más allá de las tierras habitadas, desafiando los témpanos polares para perseguir las ballenas que se refugian tras ellos, y en dos ocasiones, sorprendido por la congelación de las aguas en la inmensa llanura glacial, había invernado en las desiertas costas de la Georgia occidental sin tener que lamentar la pérdida de un hombre ni de un bote.

Cuando el teniente Hostrup le informó de la presencia de un cetáceo, los ojos del bizarro capitán relampaguearon de alegría.

—¡Ah! —exclamó—. Bien; mañana por la mañana lo cazaremos. ¿Dónde está?

—Allá abajo, una milla a sotavento —dijo el teniente.

—Es preciso no perderlo de vista. Dos gavieros a las cofas; y tú, maese Widdeak —añadió, volviéndose hacia un marinero viejo que estaba al timón—, gobierna de modo que procures mantenerte siempre a poca distancia del animal. Y ahora vamos a ver lo que pasa.

Dicho lo cual trepó sobre la borda de estribor y, agarrándose al cordaje del trinquete, se puso a mirar con un anteojo marino en la dirección señalada.

—¿Lo ve usted, capitán? —preguntó Hostrup, que se hallaba a su lado.

—Sí, teniente.

—¿Ballena o cachalote?

—No es fácil decirlo; pero por la brusquedad de sus movimientos, más bien parece un cachalote que una ballena.

—Igualmente lo pescaremos.

—Así lo espero; Koninson no teme a estos monstruos, sean los que fueren, y menos si están solos, que es cuando en rigor es peligrosísima su pesca. Recuerdo que cierta vez uno, solitario como este que vemos, tuvo la audacia de arremeter contra un bergantín.

—¿Y lo tumbó?

—Lo destrozó en la embestida. ¡Eh! Koninson, prepara dos lanchas.

—Al momento, capitán —contestó el arponero.

Con un silbido reunió a los dieciocho marineros que tripulaban el barco, y comenzó alegremente los preparativos. Diez minutos después todo se hallaba dispuesto para la pesca. Sólo era preciso lanzar las balleneras al mar y dirigirse al monstruo, que no parecía estar dispuesto a abandonar aquellas aguas.

El capitán Weimar y su teniente, en pie junto a la borda, seguían atentamente con la vista al enorme animal, que de cuando en cuando se revolvía o daba tremendos coletazos levantando montañas de agua, que caía deshecha en cascadas de espuma.

Weimar hallábase poseído de impaciencia y renegando de la oscuridad; Hostrup, hombre flemático si lo hay, aunque no menos atrevido marino que su capitán, mostrábase tranquilo y fumaba en silencio una pipa vieja que rara vez dejaba de estar prisionera entre sus dientes.

Koninson y los hombres del equipo eran presa de viva agitación y lanzaban improperios contra el cetáceo, cuyos movimientos no permitían que se le aproximase la nave, siquiera ésta filase con notable velocidad, acercándose a las islas Aleutianas, que no debían de encontrarse ya muy lejanas.

Al fin comenzó a alborear. Apareció por Oriente una luz blanquecina que hizo palidecer la de las estrellas y arrojó sobre las negras ondas del mar tonos de un blanco madreperla de bellísimo efecto.

El capitán esperó un breve espacio, luego enderezó nuevamente el anteojo hacia el cetáceo, que se encontraría en aquel instante a dos millas del Danebrog; mas en aquel momento el monstruo marino, como si adivinase que era espiado por alguien, se sumergió por completo.

—¡Ah, pillo! —exclamó Weimar—. No te valdrá el ardid. ¡Hola, maese Widdeak, gobierna proa recta a aquel tuno!

El timonel no se hizo repetir la orden, y lanzó el Danebrog en dirección del lugar donde el cetáceo acababa de sumergirse; pero transcurrieron diez, veinte y hasta treinta minutos sin que el animal reapareciera a flote.

—Es cachalote, capitán —dijo el teniente—, pues sólo esos cetáceos son capaces de permanecer cuarenta minutos y hasta una hora sin respirar el aire libre.

—Nada mejor. Lo prefiero a la ballena si es cachalote, porque da mayor provecho. Pero ¿cómo puede encontrarse por aquí?

—¡Eh, alerta, alerta! —gritó en aquel instante Koninson.

A quinientos metros del Danebrog se veía en la superficie del mar un remolino, señal evidente de que el cetáceo estaba a punto de salir a flote; a poco se vio aparecer en el agua un punto negruzco; luego, una masa enorme, que lanzó a los aires chorros de un vapor grisáceo. Koninson, poseído del ardimiento más vivo, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Cachalote, cachalote! ¡Muchachos, a las lanchas!

CAPÍTULO II. LA CAZA

No se había engañado el arponero. Era un verdadero cachalote, formidable animal, que tenía una tremenda cabeza, cuyas dimensiones representaban la tercera parte del cuerpo; hinchado el enorme belfo, que se entreabría dejando ver la boca inmensa del mamífero, armada de cincuenta y cuatro dientes de forma cónica, inclinados en dirección a la parte interna de la mandíbula; el torso del gigante marino, pardo negruzco, se hallaba repujado de gibosidades de diversos tamaños y formas.

Tendría de diecisiete a dieciocho metros de longitud, y el diámetro del cuerpo no bajaría de quince, volumen considerable que prometía, cuando menos, de sesenta a setenta toneladas de excelente aceite, sin contar el precioso líquido conocido por esperma de ballena encerrado en las cavidades de la cabeza.

Parecía como si el monstruo no se hubiera dado cuenta de la presencia del Danebrog, y después de exhalar un resoplido, se puso a nadar lentamente, casi sumergido por entero, sacando de cuando en cuando las extremidades del hocico y lanzando al aire con sordo mugido nubecillas de vapor de agua, que eran cada vez más débiles.

—Por las trazas —dijo el capitán—, tendremos que habérnoslas con un macho viejo.

—¡Lástima que esté solo! —contestó Koninson, que miraba codiciosamente al cetáceo.

—No por eso tendrás que trabajar menos, arponero; bien sabes que estos animales están siempre malhumorados y son valientes hasta la locura. Procuraremos no dejar que se aleje. ¡Ea, muchachos, todo el mundo a su sitio!

En breve fueron recogidas velas, y las dos balleneras lanzadas al agua. Eran éstas dos esbeltas lanchas de proa saliente y bandas tortísimas, a prueba de coletazos. Remos, arpones y cuerdas estaban ya preparados. El teniente Hostrup, Koninson y cuatro robustos remeros montaron en una de las balleneras; el contramaestre, maese Widdeak, y el segundo arponero, Harvey, bravo mozo, pariente de Koninson, que había arponeado ya algunas ballenas, tomaron puesto en la otra lancha, tripulada también por otros cuatro marineros.

—¿Estáis listos? —preguntó el capitán.

—¡Listos! —contestaron a la vez el teniente y el contramaestre.

—¡Pues bogad, y que Dios nos ayude a todos!

Ambas balleneras se alejaron a la par, hendiendo las olas con suma rapidez. El teniente y el contramaestre iban a la popa gobernando el barco con un largo remo, y, junto a ellos, con una pierna en un puente y otra en la obra muerta de la popa, estaban los dos arponeros, con la vista fija en el cetáceo y en la mano el arpón, lanza terrible, provista de una punta en forma de vuelta, de un metro cumplido de longitud, de bordes cortantísimos, cuya parte interior es enteramente plana, para impedir que, una vez clavado el arpón en el cuerpo del animal, pueda salir de la herida, cuyos labios traban la presa.

A cada una de aquellas lanzas estaba unido un sedal, recio como para el caso, de cuatrocientos metros de largo, que remataba en una tabla de roble, en la cual iban marcados con hierro candente el nombre del barco y el puerto a cuya matrícula correspondía.

El animal, al parecer, no había descubierto aún la maniobra de las balleneras, que se le acercaban rápidas y silenciosas, tratando de cogerlo entre ambas. Seguía nadando tranquilamente, sumergiendo a veces la cabeza y sacudiendo otras la cola, una sola de cuyas sacudidas bastaba para lanzar por los aires o destrozar el cuerpo de aquellos pescadores que estaban a punto de arremeterle valerosamente.

Ya las balleneras no estaban más que a seis brazas cuando el monstruo se volvió bruscamente hacia sus enemigos, mirándolos con sus ojuelos y abriendo la bocaza, capaz de engullirse de una vez aquella docena de valientes. El bruto sacudió un coletazo de arriba abajo, que levantó una montaña de agua.

—¡Atención! —dijo el teniente—, que ese animal está inquieto.

—¡Qué mirada! —exclamó Koninson, con la voz un tanto alterada—. Diríase que fascina.

—No le mires, Koninson.

—No es a él a quien miro; busco el lugar donde he de arrojar el arma.

Las dos lanchas habían acabado por marchar con lentitud, y avanzaban con exquisita prudencia, tratando de dar viradas en torno del cetáceo.

A poco de esto el cachalote arrojó un chorro de vapor, agitó la cola, y se hundió de cabeza en el agua, formando un pequeño remolino en la superficie.

—¡Quietos! —gritaron el teniente y el contramaestre.

Los marineros levaron los remos, y las balleneras quedaron balanceándose a merced de las olas.

Ninguno hablaba ni se movía, y todos, a excepción del teniente, estaban palidísimos. Aun el mismo Koninson, que había pescado centenares de veces monstruos de aquella especie, estaba blanco, y su cuerpo se agitaba a intervalos con estremecimientos nerviosos.

Era la sensación de ese temor extraño que con frecuencia se apodera de los balleneros, por audaces que sean o envejecidos que estén en el oficio. Miedo que, a las veces, toma proporciones capaces de hacer perder por completo la cabeza a timoneles y remeros, y de quitar por entero la fuerza a los arponeros, hasta el punto que no son capaces ni aun de levantar el brazo para descargar el golpe en el instante oportuno.

Si el mar hubiera estado tranquilo y las balleneras al moverse no hubieran hecho ruido, habríase oído latir precipitadamente el corazón de Koninson y el de sus compañeros.

—¡Animo, arponero! —dijo el teniente.

—Sí, señor lo tengo —balbució el aludido, esforzándose por aparecer tranquilo—. Sólo espero a que el animal reaparezca para hundirle en las costillas el arpón, y así Dios me ayude, si no pienso causarle una herida mortal.

—¡Ojo, muchachos! —gritó en aquel instante maese Widdeak.

Cien pasos más allá, en la superficie del mar, se formó un ancho remolino, y después aparecieron, primero, la extremidad del hocico, luego la cabeza, y últimamente todo el cuerpo del cetáceo.

A una seña del teniente los marineros sumergieron los remos en el mar, y la ballenera fue impulsada con rapidez en dirección al sitio ocupado por el gigante. Estaban a treinta brazas tan sólo, y Koninson había aferrado ya el arpón en la mano, cuando el cetáceo con un coletazo tremendo levantó una montaña de agua y de espuma, tan alta, que la ballenera se acostó casi sobre uno de sus costados.

—¡Mil bombas! —gruñó Koninson.

Después de aquel coletazo secundó el monstruo con otro, y finalmente una tercera sacudida embarcó agua hasta la mitad de la lancha, cuyo lastre, aumentado de tal suerte, dejó al barco incapaz de gobierno.

Koninson y los marineros, abandonando arpón y remos, viéronse en la precisión de achicar la ballenera del agua que amenazaba echarla a pique; mientras tanto, el animal, como si se hubiera apoderado de él un acceso de cólera, corría de una parte a otra lanzando sordos bramidos que producían un ruido semejante al de un trueno oído a distancia y dando furiosos coletazos que levantaban cascadas de agua; parecía como si anduviera buscando al enemigo para despedazarle con un golpe de aquella cola vigorosa; pero mal orientado por sus ojuelos, que son de una debilidad visual extremada, no acertaba a descubrirlo.

Maese Widdeak, que hasta entonces había permanecido indeciso, enfiló la ballenera recta al cetáceo, y en tres minutos se puso a veinte brazas de él.

—¡Valor, Harvey! —le gritó Koninson.

El pobre arponero, aunque palidísimo y agitado por un temblor nervioso que paralizaba en parte sus fuerzas, levantó el arpón, buscando con mirada codiciosa el lugar donde podría arrojarlo.

—¡Tira! —aulló el contramaestre.

El arpón ondeó en el aire, tomó vuelo y salió rápido, vibrando como un rayo, atravesó dos olas, cruzó sobre una tercera, y fue a clavarse en el costado derecho del animal, haciendo presa en una parte carnosa poblada de tejido fibroso. A escape viró entonces la ballenera, retrocediendo con rapidez, a la par que el recio sedal se desenrollaba.

Herido gravemente el monstruo, dio un salto, elevándose casi en el aire, aulló con voz tan aguda que debió de oírse a algunos kilómetros de distancia, y al punto se sumergió en el agua.

La zambullida duró sólo breves instantes, y el cetáceo reapareció en seguida cien brazas más allá, lanzando un bramido aún más terrible que el anterior, agitando furiosamente la cola y revolcándose sobre el lado de la herida, como si tratara de arrancarse el arma que le atormentaba.

Maese Widdeak dirigió nuevamente la proa al bruto, en tanto que Harvey preparaba una lanza que tenía en uno de sus extremos una especie de bala que en el vértice del cono era una afilada cuchilla, aguardando, apercibido al combate, a que el animal levantase la cola para arrojarle el arma en dirección a las últimas vértebras. El teniente impulsó también en análoga dirección su barco; mas el animal, que sin duda no debía de haber recibido herida muy grave después de describir un semicírculo, emprendió una marcha aceleradísima en dirección Nordeste.

Muy pronto la cuerda que servía de sedal quedó totalmente desenrollada, sin que el cetáceo disminuyera la velocidad de su marcha. Harvey unió a aquélla otra cuerda, pero el nuevo sedal quedó tendido en pocos minutos.

—Procuremos contarlo —dijo maese Widdeak.

—¡Ata el sedal! —gritó a éste Koninson, que estaba lejos, a pesar del frenético arranque con que remaban los marineros.

Harvey amarró a la proa el calabrote, y la ballenera fue remolcada por el cetáceo, que seguía nadando furiosamente hacia el Nordeste, sin zambullirse en ningún momento.

No bastó aquello para acortar la carrera del monstruo, que, redoblando la velocidad, hacía temer que las olas anegaran la ballenera.

Maese Widdeak hizo atar al extremo del sedal un ancla, se aseguró de que la cuerda estaba bien amarrada, y dejó nadar al animal, convencidísimo de encontrarlo bien pronto sin vida.

—Volvamos a bordo —dijo—; ese bergante quedará, a su pesar, fondeado bien pronto, y entonces lo hallaremos fatigado y preso.

Viró la lancha en redondo, dirigiéndose al Danebrog, el cual avanzaba, con toda la lona al viento, hacia la ballenera del teniente, a bordo de la cual estaba Koninson, jurando y maldiciendo de su estampa en todos los tonos y en todas las lenguas.

A los pocos minutos los doce cazadores se hallaban en la cubierta del Danebrog.

—¡Mil truenos! —exclamó Koninson—. No esperaba yo esto. Ese cobarde ha podido escaparse sin que yo le tuviera al alcance del brazo. Pero juro que si le hallamos va a pasar un mal rato.

—No lo tomes tan a pecho, arponero —dijo el teniente—, que pronto volveremos a encontrarnos con él. ¿No es cierto, capitán?

—Así lo creo —contestó Weimar.

—Y aun yo mismo lo espero —repuso Koninson—; pero si mi arpón le hubiera herido al menos… Ese tunante de Harvey tiene siempre más suerte que yo.

—¿Tienes envidia? —interrogó, riendo, el capitán.

—¡Jamás! Pero si yo le hubiera arponeado no habría podido alejarse tanto.

—Te repito que lo hallaremos.

—Pero… ¿dónde podrá haberse refugiado?

—Apostaría una botella de whisky contra un vaso de gin, a que se ha encaminado al estrecho de Isanotzkoi.

—Entonces nos dirigiremos al Estrecho.

—Al punto. Izad las lanchas.

En poco espacio fueron izadas las balleneras a los pescantes, y seguidamente el Danebrog reanudó su marcha en dirección a la península de Alaska, que con la isla de Unimak forma el citado estrecho de Isanotzkoi.

La tripulación, a quien corría prisa encontrar el cetáceo para no perder la famosa apuesta con el capitán noruego, se había trasladado, quién a las escalas, quién a las cofas, y andaban todos con la vista en las lejanías del mar, pues el capitán había prometido una botella de whisky al que antes divisara la caza, y la recompensa era codiciada por igual.

Bien pronto debieron renunciar a la centinela, tanto porque no se descubría rastro alguno de sangre, como porque no se veían las manchas de grasa que suelen dejar en pos de sí los animales de esa especie.

Cuatro horas largas transcurrieron sin que el bravo velero, empujado por una fresca brisa del Sudoeste, que le hacía caminar siete nudos, se desviara de su derrota; después viró un cuarto al Nordeste, con la esperanza de encontrar las huellas, siguiendo un nuevo camino.

—¡Nada! —dijo al cabo el capitán, que contemplaba el mar con ayuda de un largo anteojo—. Muy fuerte ha de ser —añadió— para nadar tanto tiempo.

—Temo que la herida no sea cosa mayor —replicó el teniente, que fumaba tranquilamente en su pipa, sentado sobre la borda de babor.

—Lo habrá arponeado mal Harvey.

—Bien, de fijo que no, porque no era posible. El animal había embarcado tanta agua a fuerza de coletazos, que en la ballenera no podía uno tenerse en pie.

—¡Diablo! ¿Y si lo perdemos?

—No lo creo; andará mucho, tal vez hasta el estrecho de Behring; pero al cabo habrá de detenerse, y entonces morirá.

—Pero así y todo, ¿lo encontraremos?

—Y ¿por qué no? Lleva el ancla sujeta al sedal.

—Ya estoy en ello; pero no ignoro que hay balleneros que no sienten escrúpulos de apoderarse de la caza arponeada por otros. Y los piratas de esa nueva especie no son pocos.

—Algo hay peor, ahora que lo estoy pensando.

—¿Qué, señor Hostrup?

—Que si nuestro cetáceo va a morir a cualquier isla o cualquier costa, los habitantes se apoderarán de él, sin tomar en cuenta el ancla.

—Sólo eso nos faltaba. Somos bien poco afortunados, teniente. Y precisamente este año que hemos aceptado la apuesta con aquel endiablado noruego. Por dicha, tengo una tripulación fuerte y valerosa, y un barco que no tiene que temer los hielos polares.

—¿Está usted resuelto a navegar muy al Norte?

—Sí, señor Hostrup —respondió con gravedad el capitán—. Iremos hasta el otro lado del estrecho de Behring y visitaremos las costas de la Georgia y, si por allá no encuentro ballenas suficientes para completar el cargamento, aún proseguiremos al Norte en demanda de la tierra de Wrangel.

—Prudencia, capitán.

—¿Qué, teme usted a los hielos?

—¡Yo!… Cuando tengo una bolsa de tabaco y un tarro de gin o de brandy, iría derecho hasta el mismo Polo.

—Ya sé, teniente, que no tiene usted miedo a nada. Está bien, y navegaremos hasta encontrar los grandes bancos de hielo. Es preciso que los dinamarqueses venzan a los noruegos.

Dos horas después el Danebrog se hallaba a la vista de las islas Aleutianas.

CAPÍTULO III. EL MAR DE BEHRING

Las islas Aleutianas forman una larga cadena que separa el Grande Océano del mar de Behring. Parten de la península de Alaska, el punto más avanzado de la costa americana al Occidente, y describiendo un inmenso semicírculo, van a enlazarse con la costa asiática, formando con ella numerosísimos estrechos, grandes y pequeños, abundantes obstáculos con escollos y bancos que hacen la navegación sobrado difícil. Su número exacto es imposible precisarlo aún hoy, pues muchos de ellos son desconocidos, y otros no se conocen suficientemente. De todas suertes, son muchas las islas, y algunas de ellas de notable extensión, como las de Behring, Atton, Unalaska, Unimak, etc. La población del archipiélago se cree que no excederá de seis mil habitantes.

Las islas son en su mayoría montañosas, algunas con volcanes que vomitan humo constantemente. Las playas altas hacen el desembarco muy dificultoso, porque la costa está rodeada de bajíos y de cayos, en los que van a estrellarse con estrépito las olas enormes del Grande Océano o del mar de Behring.

Sobre aquellas peñas no crecen más que raquíticos abetos, pequeños robles, sauces enanos, y en los valles amparados del helado viento, gramíneas y altas hierbas. Pero si la flora es tan pobre, la fauna es, por el contrario, rica, siendo los zorros, los renos y las focas las especies que más abundan. No pocas nutrias, encarnizadamente perseguidas y cazadas por los agentes de la Compañía ruso-americana, viven junto a las costas y aun las ballenas, de cuando en cuando hacen compañía a los demás.

Hasta 1741 estas islas eran desconocidas universalmente. El célebre navegante dinamarqués Vito Behring fue el primero que descubrió algunas; su compañero Tchirikoff descubrió otras en 1742, y Billings y Saritcheff, en los años de 1743 y 1795, visitaron las restantes. Es probable, no obstante, que algunas de ellas no hayan sido exploradas aún por ningún europeo ni americano.

La isla avistada por el Danebrog era la de Unimak, la más occidental del archipiélago, situada a 54° 30' de latitud Norte, y 167° de longitud Oeste. Se distinguían perfectamente sus tres montañas: la primera, con una cúspide muy irregular; la segunda, cónica, bastante elevada, arrojando penachos de un humo negrísimo, y la tercera, llamada por los indígenas Kaighinak, partida en dos. Aun cuando era pleno verano, sobre las cumbres centelleaba la blancura de las nieves no fundidas por el sol, y producían con su blanco fulgor un mágico efecto.

—¿Entramos en el Estrecho o viramos de bordo? —interrogó al capitán el contramaestre Widdeak.

—Estamos muy familiarizados con el paso de Isanotzkoi para que no intentemos seguirlo. Así podremos ver si el cetáceo ha ido a embarrancar en las costas de la península de Alaska.

Maese Widdeak volvió al timón y enfiló el Estrecho mencionado, que separa la isla Unimak de Alaska. Bien pronto se halló a pocos cables de la orilla; una vez allí viró un cuarto y navegó paralelamente a tierra.

La isla parecía estar desierta, aunque se halla habitada por ciento o ciento cincuenta aleutinos. No se veían tejados en tierra, ni tampoco barcos entre los pequeños fiordos. El terreno era aridísimo; sólo algunos abetos de exiguas dimensiones elevaban su verde follaje, y escasas hierbas brotaban en el fondo de los valles. Las costas eran elevadas, abruptas, escarpadas, con masas de basalto esparcidas por todas partes, pareciendo puestas allí por el volcán en ignición, durante la terrible erupción de 1820.

A las dos de la tarde el Danebrog entraba lentamente en el estrecho de Isanotzkoi, cuyas olas iban a romperse con estrépito en los acantilados de la costa. Por el aire revoloteaban numerosas bandadas de gaviotas de plumaje blanquísimo que se teñía de rosa en el pecho, de patas negras y pico amarillo; aves voracísimas que se encuentran casi siempre en las cercanías de las islas árticas, y cuya cobardía es tan extremada, que la presencia de un pajarillo cualquiera basta a infundirles pavor y ponerlas en fuga.

Aun cuando la carne de dichos animales sea poco apreciada, el teniente Hostrup, apasionado y excelente cazador, disparó varios tiros, que tumbaron sobre cubierta algún descuidado volátil.

A las tres fue vista una barca indígena, que parecía venir de la vecina península de Alaska. Era una baidaire, chalupa grandísima socavada en el tronco de un árbol corpulento llevado hasta allí sin duda por las corrientes marítimas.

Al pasar la embarcación junto al Danebrog, fue saludada alegremente por la marinería de éste, y el capitán aprovechó y la coyuntura para interrogar a su único tripulante acerca del cachalote; pero el hombre no pudo dar noticias, porque sólo hacía un par de horas que había salido de la península de Alaska.

Más tarde fue vista otra embarcación, una bodarkie, canoa ligerísima, construida con pieles de carnero marino y muy semejante a las usadas por los groegroenlandeses. También la tripulaba un solo hombre, manejando un remo de dos paletas. Venía del Norte, al parecer, y navegaba con tanta rapidez, que muy pronto desapareció por el Este.

—Tal vez aquel hombre pudiera decirnos algo —dijo Koninson al teniente, que miraba distraídamente las costas de la isla.

—Si éste hubiera vista el cetáceo, ya te digo que no te lo habría dicho, arponero.

—¿Y por qué?

—Para aprovecharse de él con sus compañeros. Una presa así representa una verdadera fortuna para estos pobres hombres, que, con frecuencia, padecen hambre. Pero ya lo encontraremos, arponero; no temas. Hace poco he mirado al agua y he descubierto en ella manchas aceitosas que amarillean, y eso indica que nuestro enemigo ha pasado por aquí.

—¡Mil truenos! Es forzoso seguir esa pista.

—La seguiremos, Koninson.

—Y yo iré a alojarme en la red, junto al botalón, para no perderla un momento.

—Nada mejor.

A las nueve de la noche el Danebrog, que marchaba con velocidad media, salía del canal de Isanotzkoi, y entraba en el mar de Behring, ancha porción de mar comprendida entre los 52 y 66° de latitud Norte, y los 160 y 200° de longitud Este, colocada al sur de la larga cadena que forman las islas Aleutianas al Este, y al nordeste de las costas de América, y al norte y nordeste del Kamtchaka.

La mayor longitud de este mar, que generalmente está cubierto de nieblas y de hielos, es del Este al Oeste, de unas quinientas sesenta leguas. Tanto en la costa americana como en la asiática forma amplias bahías, donde no es raro que vayan a, parir las ballenas durante la estación adecuada. Son notables: al Noroeste, la gran bahía, que puede denominarse sin violencia golfo de Anadyr, donde desemboca el río del mismo nombre; al Oeste, la de Alintorskoi y de Kamtchaka, y al Este, las de Bristol y Norton. En su seno se elevan islas notables, como las de Sidov, San Mateo, San Pablo y San Jorge.

En el momento en que el Danebrog penetraba en aquel vasto y peligroso mar, no se divisaba vela alguna en el horizonte, ni tampoco ningún cetáceo. Solamente algunas procelarias, funesto pájaro que, como su nombre indica, vive en las atmósferas tempestuosas, desafiando las olas, entre las cuales se zambullían de cuando en cuando para pescar pececillos; tres o cuatro de ellas llegaron a la nave y revolotearon a su alrededor.

El Danebrog, empujado por un recio viento Sudsudoeste, se encaminó a la bahía de Bristol, hacia donde estaban las manchas aceitosas que flotaban sobre el agua tiñendo las olas de un color más verdoso; pero transcurrió toda la noche sin que el pícaro animal arponeado se dejara ver.

El siguiente día, 26 de agosto, nada se vislumbró tampoco. El capitán Weimar comenzó a sentirse inquieto y de un humor de todos los diablos. Le parecía imposible que el monstruo, con un arpón en el costado, hubiera podido recorrer tanto camino, por más que continuasen viendo las olas teñidas de aceite.

También el segundo de a bordo, de ordinario tan flemático, se había puesto un tanto nervioso. Paseaba sobre cubierta fumando la eterna pipa con más entusiasmo que nunca, pero hablando solo y de mal temple.

Koninson, que llevaba veinticuatro horas instalado en la proa para no perder de vista las manchas de grasa, y haciéndose servir allí la comida, estaba completamente furioso. Veíasele en continua agitación, en peligro de caer al agua, y se le oía detestar a media voz de todos los cachalotes del mundo, y a ratos de la habilidad de Harvey para tirar el arpón.

Tampoco ocurrió novedad el 27; el 28 por la mañana, a treinta millas al sur del cabo Rumjánzow, un marinero que estaba en las gavias dio el aviso que una nave corría al Sur, bordeando. El capitán Weimar dio orden inmediata al timonel para dirigir el Danebrog al encuentro del barco para interrogar a su tripulación.

A la media hora se hallaban a una milla del barco, que era un bergantín de doscientas cincuenta a trescientas toneladas, de forma elegante, casi abarrotado de carga. Hacia la popa se veía una columna de espeso humo, signo evidente de que la tripulación estaba fundiendo sustancias grasas.

—Debe de ser un ballenero —dijo el teniente.

Weimar mandó izar la bandera de Dinamarca, y por el telégrafo de señales mandó al bergantín que se pusiera al pairo, cosa que al punto fue hecha. El Danebrog fue a reunirse con él, poniéndose también a la capa y a tres cables de distancia del otro buque.

—¿En qué puedo servirles? —preguntó el capitán del brik, valiéndose de la bocina, en tanto que su gente izaba en el palo mayor la estrellada bandera de los Estados Unidos.

—¿Vienen del Estrecho?

—De allí venimos.

—¿Han hallado en el camino un cachalote con un arpón clavado?

—Sí, capitán; ayer por la tarde le vimos delante de la bahía de Norton.

—¿Vivo?

—Vivo, sí; pero creo que para poco tiempo.

—¿Y qué tal la pesca?

—Traigo el cargamento completo. Si quieren recibir un consejo, salgan del estrecho y costeen la Georgia y hallarán muchas ballenas.

—Muchas gracias, capitán.

—Buena fortuna, compañeros.

El bergantín desplegó nuevamente el velamen y comenzó su marcha al Sur, en tanto que el Danebrog se encaminaba al cabo Rumjánzow, adonde llegó muy pronto.

La esperanza de encontrar en breve al cachalote había renacido en todos los corazones. Koninson había abandonado su puesto de observación y trepado a las gavias seguido de varios marineros, de los cuales no faltaba quien se hubiera colgado de lo más alto. Aun el calmoso teniente, saliendo de su habitual cachaza, se había encaramado a la cofa del trinquete para explorar las aguas con ayuda del anteojo.

A las diez de la mañana, el Danebrog doblaba el cabo Rumjánzow y entraba en la bahía de Chactoole, demasiado abierta y mal abrigada, al nordeste de la cual, entre los 64 y 65° de latitud Norte, y 163 y 164° de longitud Oeste, se encuentra la bahía de Norton, descubierta por el célebre capitán Cook en el año 1778.

Sus costas eran sinuosas, escarpadas, altísimas, rotas, perforadas por la acción constante del mar, y rodeadas de pequeñísimos fiordos, en los que se precipitaban las olas con fragoroso estrépito. Acá y acullá se veían algunos abetos, enanos abedules, césped de claro verdor y cascadas que formaban la olas al resbalar rápidamente de unas en otras resquebrajaduras de las rocas. El Danebrog navegó algún tiempo costeando, mas luego puso la proa a la bahía de Norton, que ganó a las cuatro de la tarde aproximadamente, después de haber doblado un cabo muy saliente que tenia su acantilado casi a plomo sobre las aguas.

De pronto se oyó la voz de Koninson, que gritaba desde el último mastelero:

—¡Cachalote a proa!…

Todo el mundo volvió el rostro en la dirección señalada. A cinco cables del Danebrog, casi en la misma orilla, divisábase el cetáceo, amarilleando su enorme vientre, vuelto a flor de agua; en torno de la inmensa mole millares de pájaros de familias distintas, lanzaban chillidos estridentes, discordantes y en extremo molestos.

CAPÍTULO IV. EL HURACÁN

Era el mismo cetáceo que Harvey había arponeado ante el archipiélago de las Aleutianas, y que, después de varios días de continuada fuga, había ido a morir en aquel sitio.

El monstruo llevaba aún en el costado el arma que le había dado muerte, y sujeto a ella estaba el cable con el áncora, que tenía escrito el nombre del Danebrog.

En el vientre y en la enorme cabeza, que estaba algo sumergida, las gaviotas, las procelarias y una infinita variedad de pájaros picaban, para cebarse en la grasienta carne del animal, tomando parte en el fúnebre banquete.

El Danebrog, hábilmente gobernado por maese Widdeak, fue a tomar fondo al lado del monstruo, en torno del cual nadaba ya, pero sin arriesgarse aún a morderlo, tanto es el temor que toda clase de peces tiene a estos colosos del mar, un enjambre de peces y pececillos, de entre los cuales sobresalían, por su audacia, los lobos marinos.

—¡Y la bestia era hermosa! —dijo Koninson—. Apostaría algo a que no tiene menos de diecinueve metros de largo.

—Tal vez más —replicó el teniente—; no dará menos de noventa toneladas de aceite.

—Si le dieran a uno una fiera de éstas todas las semanas se haría rico en un verano.

—¡A la tarea, muchachos! —mandó el capitán—. Habremos de darnos prisa si no queremos hallar cerrado por los hielos el estrecho de Behring.

El contramaestre mandó descolgar de los pescantes una de las lanchas balleneras, y saltó en ella con seis marineros armados de hachas; abordaron la cabeza del monstruo, y, tras de algunos golpes vigorosos, le abrieron todo el labio inferior, y entrando así en la enorme boca le cortaron la lengua, grandísima porción de carne aceitosa, de algunas toneladas de peso, que, según es fama, bien guisada constituye un manjar no despreciable.

En tanto que maese Widdeak operaba por aquel lado. Koninson, acompañado por otros tripulantes, cortaban un trozo de grasa en la proximidad de la cabeza, pasándolo a bordo sin romperlo.

Cuando la lengua del animal pudo, no sin esfuerzo, ser puesta sobre cubierta, los marineros se dedicaron a dar vuelta al cuerpo del cachalote, que pronto puso a la vista el enorme torso, todo lleno de protuberancias extrañas.

El teniente Hostrup y cuatro hombres provistos de hachas, con mil precauciones para no caer al agua, subieron a la cabeza para abrirla, y recogieron del cráneo el precioso aceite denominado esperma o blanco de ballena, que tiene su principal empleo en la fabricación de bujías y jabones de tocador.

Este aceite o, mejor dicho, esta esperma, es blanca, brillante y transparente y se encuentra en un prolongado canal que forma la unión del cráneo con los huesos de la cara. En tanto que el animal está vivo permanece fluido; pero una vez muerto, se solidifica, y los coágulos contenidos en el canal no pasan de cuatro toneladas; pero de ordinario no exceden de tres, cantidad que, poco más o menos, contenía el cetáceo pescado por el Danebrog.

Recogida la esperma, que se vende a precio un tanto elevado, los marineros prosiguieron dando vueltas al cachalote para cortarle la recia piel, que, apenas trasladada al buque, era dividida en pedazos y conducida a la popa, donde ya se habían preparado hornos con calderas de una capacidad de cuatrocientos cincuenta litros, para la fusión de las grasas.

No tardó en ofrecer la cubierta de la nave un espectáculo extraño y salvaje. Aquellas nubes de humo negro, acre, que se elevaban de los hornillos alimentados con filamentos del tejido celular del animal; aquellas calderas en que hervía, esparciendo un olor nauseabundo; aquellas masas de sebo que por todos lados se veían, haciendo correr ríos de aceite; la sangre, que, saliendo al par de la piel, regaba la amura y la toldilla; los marineros, descalzos, empapados de sudor y armados con cuchillas de todas dimensiones; aquel enorme esqueleto, en el que se veían pedazos de carne sanguinolenta y costillas gigantescas; los millares de aves extrañas que entrecruzaban sus vuelos en todos sentidos, mezclando sus agudos chillidos a las roncas voces de mando de los hombres, todo aquello formaba un conjunto y un cuadro singularísimos.

Las tinieblas pusieron término en breve al destrozo del cadáver; el capitán Weimar, que había trabajado como el último de sus hombres, mandó distribuir después de la cena una ración cumplida de gin, y como el barco estaba asegurado por dos sólidas anclas, que le impedían chocar contra la costa contigua, ordenó que todo el mundo se retirara a descansar.

Al día siguiente, bien temprano, comenzó de nuevo el trabajo con mayor celeridad. La piel fue toda trasladada a bordo; fueron arrancados los dientes, que aun siendo de un marfil de escasa belleza, no dejan de tener valor; parte de los músculos, que dan una cola de pescado excelente; los tendones, los huesos, de cuya calcinación se obtiene el negro animal, y, por último, el depósito acanalado en que se contiene espeso el ámbar gris, materia preciosísima de que se extrae un perfume delicado en extremo y que es muy apetecido por las damas europeas y americanas, quienes ignoran probablemente que aquel cuerpo de tan escasa densidad que se mantiene a flote en el agua, es tan sólo una materia excrementicia alterada, una parte del alimento, en fin, no digerida por completo. Koninson halló seis trozos en el depósito o saco del cachalote; eran de forma irregular, y pesaría cada uno de medio kilo a seiscientos gramos.

A las seis de la tarde no quedaba cosa alguna que extraer de la osamenta; el capitán, que tenía suma prisa por ganar el estrecho de Behring para llegar a las costas de la Georgia antes que se cerraran los hielos, hizo desplegar velas a las siete, y, después de balancearse gallardamente, salió el Danebrog de la bahía de Norton, con rumbo al Nornordeste, llevándose a bordo noventa toneladas de grasas, parte de las cuales habían sido ya fundidas, obteniendo un aceite amarillento, de sabor a pescado podrido, de 0,927 de densidad, y que no debía de helarse a una temperatura superior a cero grados.

Fuera de la bahía el mar estaba un tanto agitado a causa del fuerte viento del Nornoroeste, bastante frío y con tendencia a arreciar. Además cruzaban el cielo nubes de color blancuzco cargadas de electricidad, que no presagiaban nada bueno.

—Temo que se desencadene un huracán —exclamó el capitán dirigiéndose al flemático teniente, que paseaba sobre cubierta con la pipa en la boca y las maños en los bolsillos.

—Bailaremos —se contentó con decir Hostrup.

—Pero muy de prisa, señor teniente. He visto que el barómetro desciende con rapidez y que el storm glass se descompone con exceso. Quisiera que nos viéramos lejos de los peligrosos parajes del estrecho.

—¡Bah! El Danebrog es un excelente velero que no teme los vientos, capitán.

—No digo que no, y espero que saldrá bien librado esta vez.

Hacia las diez de la noche el nublado se hizo más denso y el mar comenzó a agitarse. Bandadas numerosas de procelarias corrían más que volaban sobre la cresta de las olas, lanzando roncos graznidos. Hubiérase dicho que los funestos pájaros llamaban a la tempestad que estaba a punto de estallar.

El capitán, temiendo que la tormenta comenzase de un momento a otro, permaneció sobre cubierta hasta hora muy avanzada; pero viendo que el vendaval, aunque soplaba con intensidades diferentes, no cambiaba de dirección, se retiró a su camarote después de haber hecho cerrar las escotillas y recoger las velas bajas.

La noche, sin embargo, pasó con relativa tranquilidad; ni las ráfagas fueron muy violentas, ni las olas demasiado altas.

El 31 las nubes se espesaron y se hicieron más oscuras, y tan bajas que parecían despeñarse en el mar; el viento aumentó su violencia cambiando del Sur al Sudeste, soplando con furia en todas las direcciones sobre el cordaje, y levantando olas que se agitaban, coronadas de espuma blanquísima.

Oyóse en lontananza la voz amenazadora del trueno, y algunos relámpagos alumbraron la desordenada carrera de las nubes.

El capitán ordenó coger rizos en la mayor parte de las velas y subir a cubierta a toda la tripulación. El experimentado marino preveía un huracán violentísimo, y disponíase a la lucha.

Próximamente a las once de la mañana el mar se puso encrespadísimo y el viento se hizo más impetuoso. No eran olas, sino verdaderas montañas de agua las que corrían, chocando violentamente unas con otras. Sólo se oían el mugido del viento, el zumbar de las cuerdas y las sacudidas del cordaje, que con el gemido de la arboladura al ser agitada por el huracán, el graznar de las procelarias y las voces de la marinería, formaban un horrísono conjunto.

El Danebrog, guiado por la experta mano del contramaestre Widdeak, se portaba bravamente cortando las olas con su aguda proa; pero al cabo de pocas horas se halló en situación tan difícil, que hizo torcer el gesto a más de un marinero, y obligó al cachazudo teniente a fruncir el entrecejo.

Había cobrado el viento extraordinaria velocidad por segundo; una velocidad que sólo alcanza en las grandes tempestades y a la que pocos barcos resisten. El Danebrog, pues, era trasladado con vertiginosa marcha, cruzando las olas, que entrechocaban con furia, amontonándose, llenando el aire de sonidos roncos y sumergiéndose a veces en el agua la banda de estribor.

Gran parte del velamen fue desgarrado en menos que se dice y arrancado de las vergas, comprometiendo tal desastre, de un modo harto serio, la estabilidad del barco.

El buque, que casi no obedecía al timón, luchaba desordenadamente, bien elevándose sobre la cresta de las olas, bien precipitándose en su seno, donde parecía que iba a quedar sepultado para siempre; crujía el maderamen, y unas veces perdía al choque de las olas un pedazo de obra muerta, en tanto que otras una sacudida le arrancaba un tablón de la cubierta.

En algunos momentos es tal la cantidad de agua que entraba por las bandas, que no podría decirse si en aquel instante se sostendría a flote o se iría a pique.

El capitán Weimar, aferrado al timón y teniendo a su lado al contramaestre Widdeak, conservaba una admirable sangre fría, no obstante la gravedad de la situación, y ordenaba con voz poderosa las maniobras necesarias.

El teniente, asido a una cadena de la proa, hacía ejecutar las órdenes con voz tranquila, como si estuviera en una sólida casa en vez de hallarse en un barco que de un momento a otro podía deshacerse.

Los marineros, descalzos, casi desnudos, sin gorras, calados de agua, con el rostro lívido por el terror, se mantenían aferradísimos, quién a la amura, quién a las escalas, o quién a las vergas de las velas inferiores, con la mirada fija en el comandante, prontos a cumplir sus mandatos.

De cuando en cuando alguno de ellos, empujado por un golpe de mar, era arrojado por la cubierta o lanzado debajo de las bordas, recibiendo contusiones un tanto graves; uno de ellos fue despedido del barco, y solamente pudo salvarse por haberse agarrado con la celeridad de un gato a una de las grúas.

A las nueve de la mañana, después de trece horas de obstinadísima lucha, el Danebrog, que había navegado siempre con una celeridad superior a doce y aun más nudos, se hallaba a corta distancia del estrecho de Behring. La costa americana se divisaba ya, a la luz de los relámpagos, a siete u ocho millas a barlovento.

El capitán Weimar mandó a dos hombres trepar a la gavia mayor para que dieran inmediato aviso de la presencia de las islas Diómedes, que surgen en el centro del estrecho, contra las cuales podía ir a estrellarse el Danebrog; a las diez, una ráfaga furiosa se precipitó con violencia sobre la nave y, cogiéndola de costado, la volcó violentamente sobre la opuesta banda. Un inmenso grito de espanto estalló sobre la cubierta, uniéndose al bramido del mar y confundiéndose con la voz de la tempestad. Toda la marinería se juzgó perdida para siempre. Por fortuna, Koninson, que se hallaba junto a la vela del palo mayor, con pocos y seguros golpes de hacha cortó las cuerdas, y con ello quedó la vela extendida. Esto bastó para que el barco recobrara el equilibrio antes que las olas se precipitasen sobre la toldilla.

Casi al punto sobrevino una breve calma. Las nubes, violentamente destrozadas por aquel furioso ventarrón, dejaron entrever por algunos instantes el sol, que en aquellas elevadas latitudes puede decirse que durante el verano no se pone jamás; el efecto que produjo aquella dorada luz sobre el agitado mar fue estupendo, pero duró pocos instantes. Las nubes se cerraron de nuevo, y la semioscuridad tornó a extenderse sobre las aguas, volviendo el huracán a rugir con mayor fuerza, haciendo retroceder la nave en la dirección del viento; no quedábanle al barco más que la vela del trinquete y los foques del palo de mesana.

A poco se oyó que los vigías gritaban:

—¡Tierra a proa!

El capitán entregó el timón a maese Widdeak y se encaminó, no obstante las violentas sacudidas del barco, a la proa de éste, donde ya le había precedido el teniente.

A una distancia de cuatro millas el mar se encrespaba aún más en torno al grupo de las islas Diómedes, el cual está formado por la de Ratmanoff, que es la más grande; la de Grusenstern, que es la mediana, y la de Ferway, que es sólo un árido escollo.

—Habrá que capear el temporal, capitán —dijo el teniente.

—Yo me pondré al timón —respondió Weimar—. Haga usted que preparen algunas velas de repuesto.

—Qué, ¿teme usted que el viento se las lleve?

—Si vuelve otra ráfaga cómo la de antes, temo que no podamos resistirla.

El Danebrog se hallaba ya en el estrecho, que es bastante profundo y mide ochenta y tres kilómetros desde el cabo oriental de Asia al cabo de Galles, de América.

El mar estaba horriblemente movido. Las olas, impelidas por el viento, se pulverizaban, por decirlo así, entre ambas costas, tanto que, aun estando bastante distantes una de otra, se devolvían las olas, que se estrellaban furiosamente contra los riscos de las islas que las separaban, desbaratándose en espumosas crestas que casi tocaban al negro crespón de las asfixiantes nubes bajas.

A medianoche llegó el Danebrog frente a la isla Ratmanoff, sobre la cual revoloteaban en desorden millares de aves marinas.

De pronto, cuando los navegantes se juzgaban ya casi fuera de peligro, una furiosa ráfaga embistió al barco, que hundió más de media proa en el revuelto torbellino de las olas. La arboladura se dobló como si los palos del buque fueran débiles cañas; luego se oyeron dos golpes violentos seguidos de un vocerío de terror. Las dos velas, arrancadas de los penóles, volaron por los aires como pájaros enormes. El capitán Weimar, a pesar de su extraordinario valor, palideció.

—¡Una vela! —gritó—. ¡Una vela o estamos perdidos!

El teniente, Koninson, maese Widdeak y nueve o diez marineros, no obstante el desorden aterrador, intentaron dar al viento una escota; pero las olas, que se precipitaban sobre cubierta, y el aire desencadenado, hacían la operación casi imposible; tres veces fue desplegada la vela, y las tres veces el viento la derribó al par que a los hombres de una manera violenta.

Entonces, un gran espanto se apoderó de la tripulación, y algunos marineros, perdidas por entero la serenidad y la razón, comenzaron a correr por la cubierta, sordos a las órdenes y a las amenazas de su comandante; otros, no menos aterrados, se precipitaron a las lanchas.

El Danebrog, casi acostado sobre un flanco, barrido por las olas a cada instante, andaba de bolina, no obstante los desesperados esfuerzos del capitán, que parecía clavado al timón.

Pocos segundos después se oyó un choque tremendo en la banda de estribor, seguido de un crujido siniestro. Capitán, teniente y marineros fueron rodando por la cubierta.

Cuando pudieron levantarse el Danebrog no se movía ya. Se hallaba a un solo cable de la isla, entre un grupo de escollos cuyas negras puntas sobresalían de las olas.

CAPÍTULO V. LA ISLA DE RATMANOFF

El capitán Weimar, viendo detenido su buque y comprendiendo que alguna avería grave debía de haberse ocasionado, lanzó un verdadero rugido. Intentó con un vigoroso movimiento hacer maniobrar el timón para procurar que saliera el barco de aquellos escollos, que podrían despedazarlo de un momento a otro; pero no obteniendo éxito, dirigióse con rapidez a proa, donde se hallaba la marinería enloquecida y dando gritos de terror. Allí se encontraba Hostrup, que hasta en aquel apurado trance, que bien podía ser fatal para todos, no había perdido la serenidad.

—¿Perdidos? —le interrogó el capitán, rechinando los dientes.

—Tal vez no —repuso con tranquilidad el teniente.

El capitán separó a algunos marineros y subió al bauprés. El Danebrog descansaba su proa en un banco de arena rodeado a derecha e izquierda por una doble fila de pequeños escollos. La popa, sin embargo, flotaba, y esto, si por un concepto era un bien, en otro sentido era un mal, pues las olas, levantando violentamente el navío, amenazaban desguazarlo.

—¿Será un boquete?

—Lo temo —replicó Weimar—. Me parece ver una abertura un poco más abajo de la línea de flotación. ¡Por Dios, que sólo nos faltaba esta desgracia! No bastaba el choque con el buque americano… ¡Pobre Danebrog mío!

—Tal vez la avería no sea grave, capitán.

—Pero ¿quién calafatea la brecha? Si estamos como en medio de un desierto.

—Tenemos un buen carpintero a bordo.

—Bajemos a la bodega, señor Hostrup.

Los dos comandantes hicieron abrir la escotilla del entrepuente y descendieron a la sentina precedidos de Koninson y Widdeak, que habían encendido dos linternas.

Removidos los barriles que ocupaban la bodega, se dirigieron a proa, donde se detuvieron escuchando con profunda atención.

Oyeron con perfecta claridad un sordo borboteo, debido, sin duda, al agua que entraba por el boquete abierto en el casco.

—¿Será grande la brecha? —interpeló con ansiedad el capitán.

—No lo creo —dijo maese Widdeak—; el borboteo del agua no es muy fuerte.

—¿No habrá peligro de irse a pique?

—Espero que no —exclamó el capitán—. El Danebrog está muy encallado y la popa muy alta. Subamos a cubierta.

Dejaron la bodega y volvieron a la toldilla, donde los marineros, aún pálidos, los esperaban con gran ansiedad. El capitán hubo de tranquilizarlos con pocas frases.

Nada podía hacerse por el momento, pues el huracán continuaba soplando con tal furia que era imposible botar al agua las balleneras.

Mandó el capitán arrojar un ancla a popa para mayor seguridad del buque, y otras dos por los costados de babor y estribor; hecho esto esperó, presa de cierta agitación que no podía dominar, a que el mar se calmara.

Su paciencia, así como la de la tripulación, fueron puestas a dura prueba, porque el vendaval sopló todo el día sacudiendo con fuerza el navío, que crujía siniestramente sobre su lecho de arena.

Próximamente a las once de la noche, las ráfagas de aire perdieron poco a poco su violencia, y por entre jirones de nubes tornó a mostrarse el sol, que en aquel momento irradiaba su luz en el horizonte occidental.

A medianoche, una calma absoluta reinaba en las altas regiones, y el aire, poco antes tan agitado y frío, habíase tornado tibio, hasta el punto de hacer creer que se estaba en el golfo de Méjico y no en el estrecho de Behring. El mar, no obstante, continuaba agitadísimo, y su oleaje seguía chocando con fuerza sobre las islas, atravesando los fiordos con prolongados mugidos.

Al otro día, 2 de septiembre, a la hora de la bajamar, el capitán, el teniente Hostrup y el carpintero, descolgaron una ballenera y se aproximaron al banco en que había chocado el barco.

La avería causada por el choque era gravísima, pero no irreparable. A pocos pies del botalón, casi debajo de la línea de flotación, la aguda punta de un escollo había abierto un boquete lo bastante grande para que pudiera pasar cómodamente un tonel. La quilla, por fortuna, no había sufrido ningún desperfecto, a consecuencia de haber encontrado un banco de arena, en el que se había sepultado casi por completo.

—¿Qué es ello, carpintero? —preguntó el capitán con ansiedad.

—El golpe ha sido tremendo —respondió el preguntado— y la vía de agua no es chica…; pero…

—Pero ¿qué? —demandó el capitán, en cuyos ojos brilló un relámpago de alegría.

—Que la cerraremos, capitán.

—¿En cuánto tiempo? Hace falta que sea pronto, a fin de poder aprovecharnos de la gran marea del doce de septiembre.

—Para entonces estará listo el Danebrog, y podrá hacerse a la mar, desde luego.

—Y cuando arranquemos del lugar en que estamos embarrancados, ¿adónde iremos? —dijo el teniente, que contemplaba con beatitud su pipa.

—¿Le gustaría acompañarme hacia el Norte? —repuso el capitán, mirando a su segundo fijamente.

—Sí, señor; me causaría verdadero deleite.

El capitán le tendió la mano y estrechó la de Hostrup con fuerza.

—Es usted un valiente, Hostrup.

—Tengo sobre el corazón la apuesta, señor Weimar —contestó—; y en cuanto a mí, estoy dispuesto a arriesgar la vida sin vacilación, con tal de mantener siempre alta la reputación de los balleneros de Dinamarca.

—Gracias, señor teniente. Y usted, carpintero, a la tarea.

Debiendo utilizar tan sólo el tiempo de duración de la marea baja, el carpintero comenzó activamente su trabajo, ayudado por media docena de marineros que en la otra ballenera le habían llevado los útiles y materiales necesarios, entre los que figuraban muchas tablas y algunas planchas de cobre; en tanto, el resto de la marinería se ocupaba en despejar la proa de barriles y en hacer funcionar la bomba para achicar el agua que había penetrado por la rotura.

El teniente Hostrup, que entendía poco de tales labores, volvió a bordo para coger su escopeta.

—Pasearemos por la isla —dijo a Koninson—. Veo pájaros grandes, y tal vez en los fiordos se hallen albergadas focas o morsas. Coge una escopeta y sígueme.

—Manejo mejor el arpón que las armas de fuego, teniente —contestó el arponero—; de suerte que puede usted dedicarse a los volátiles, y yo me las habré con las focas.

—Como te plazca, amigo mío.

Embarcáronse en un bote y costearon a flor de los escollos, contra los cuales iban a quebrarse las últimas olas agitadas por la tormenta.

Remando con brío, en pocos instantes tocaron en la isla; mas aquella parte de costa era muy alta y casi cortada a pico; sólo se veían pájaros que revoloteaban alrededor de sus nidos, colocados en las crestas de las rompientes.

Siguiendo su camino, los cazadores descubrieron un pequeño fiordo que terminaba en una orilla cubierta de arena finísima y, en parte, de pedruscos negros redondeados por el continuo roce de las olas.

Amarraron el bote a una peña y saltaron a tierra, provistos de sus armas. Ofrecióseles a la vista el más desagradable espectáculo. Por varios lados se elevaban alturas aridísimas; más lejos aparecían grandes rocas negras, en cuyos huecos brotaban líquenes raquíticos, cardos silvestres o vegetaciones análogas.

—¡Qué desolación! —exclamó Koninson—. ¿No hallaremos focas, al menos?

—Espero que sí, arponero —le contestó el teniente—. En otro tiempo era tan numerosas, que algunos balleneros hacían, a expensas de ellas, su cargamento de aceite; ahora, a consecuencia de la guerra encarnizada que se les hace, se encuentran pocas.

—Pero debían matarlas en una cantidad enorme para obtener el cargamento completo de un buque ballenero.

—Era forzoso matarlas a millares si eso quería conseguirse.

—Entonces, no tardarán en desaparecer del todo.

—Así creo que sucederá en época no muy lejana. Ya en las costas de la América Septentrional ha comenzado la despoblación.

—¡Qué lástima! ¡Y pensar que de esa destructora campaña son víctimas animales tan inofensivos! Si, al menos, los que tal hacen la emprendieran con los osos blancos.

Después de una ojeada a los contornos de la isla, los cazadores se internaron en un lugar donde los pájaros eran de tal suerte numerosos que casi nublaban la luz del sol.

Cruzaban el aire bandadas de urias, pájaros de cola negra y blanca, pico agudo y recto cuyas patas son tan largas, que el animal se sienta más bien que se acurruca; veíanse en estruendosa marcha grupos de astrólogos, bellísimos pájaros, con el pecho y la espalda negros, las alas moteadas y los remos inferiores de una nívea blancura; no lejos se divisaban largas filas de ocas gibosas, del tamaño del pato común, que armaban una endiablada algarabía.

—¡Caramba! —dijo el teniente—. Si hubiéramos de completar el cargamento con aves, no sería difícil empresa.

—Al menos, lo que podremos hacer es llenarle de víveres la despensa al cocinero —repuso Koninson—. A la tarea, pues.

El teniente se encaramó a una roca, se acomodó en la cima, y desde allí comenzó a disparar sobre las bandadas de volátiles, que pasaban a izquierda y derecha, sin manifestar, sorpresa. Pronto, gaviotas, ocas, urias y astrólogos, cayeron a tierra en gran número, derribados por la certera puntería del cazador. Koninson remataba, golpeándolos con el arpón, a los que sólo estaban heridos.

Un fuego tan continuado acabó por espantar los pájaros, que se alejaron de aquel paraje, volando hacia la costa de la isla.

—Es usted un gran tirador —dijo Koninson al teniente, que recogía sus víctimas—. Hay carne para alimentar durante una semana a la tripulación del Danebrog.

—Y aún no he acabado, arponero. He visto allá abajo unos pájaros gordos, y voy a derribarlos.

Amontonaron lo cazado en el hueco de una roca y emprendieron la marcha, aproximándose al mar y en dirección a un pequeño fiordo, sobre el que revoloteaban dos grandes aves de plumaje negro y blanco.

—¿Qué son? ¿Águilas? —interrogó Koninson.

—¿Águilas? A mí me parecen dos albatros.

—Pero los albatros son aves del Mar Austral…

—No te digo que no; pero bastantes de esos voracísimos volátiles van a poner en las islas del mar de la China y del Japón, y en junio se remontan hasta aquí.

—La carne es buena, ¿verdad?

—A decir la verdad, es correosa; pero poniéndola largo tiempo en sal y aderezada con una salsa algo picante, no es desagradable.

Ambos cazadores llegaron muy presto al fiordo, mas los albatros, flacos, sí, pero gigantescos, cuyas alas desplegadas no medían menos de cinco metros, se alejaron con tal rapidez, que en pocos minutos se perdieron completamente de vista.

—¡Oh! —exclamó de pronto Koninson.

—¿Qué?

—Mire a la izquierda, junto al mar —añadió Koninson, bajando la voz.

El teniente miró en la dirección indicada, y sobre una peña de regular altura, que caía a plomo en el mar, divisó una masa rojiza de dimensiones respetables.

—Es una foca —murmuró Koninson.

—No; debe de ser un morso —replicó el teniente.

—Hay que matarlo.

—Y lo mataremos; pero, ante todo, procuraremos que no nos vea. En todo caso, se arrojaría al mar.

Echáronse al suelo y, ocultándose entre las rocas, avanzaron arrastrándose hasta hallarse a doscientos pasos de su presa, que se calentaba tranquilamente al sol, recostada cómodamente de lado.

No se había engañado el teniente. Era un morso, largo como de cuatro metros, con un diámetro de tres, cubierto de pelo corto, escaso y de un rubio rojizo. Se divisaban con claridad sus largos dientes de marfil, que descendían verticalmente de la mandíbula superior.

Estos animales, que en otro tiempo eran abundantísimos en todas las costas septentrionales de Asia y América, son inofensivos en tierra, donde se mueven con suma dificultad; pero, agredidos, en el mar, donde nadan con gallarda desenvoltura, se defienden desesperadamente, y más de una vez sus fortísimos colmillos han destrozado las chalupas de sus cazadores.

El teniente envió a Koninson detrás de una peña que estaba a corta distancia del morso; después apuntó tranquilamente el arma, miró con suma atención e hizo fuego.

El morso, herido en la cabeza, dio un salto brusco, lanzando una especie de rugido, y comenzó a moverse, tratando aún de llegar al borde de la roca para precipitarse en el mar; Koninson, que estaba próximo, llegó a él de un salto y le lanzó un arponazo tal, que casi quedó muerto en el acto.

—Buen tiro —gritó, volviéndose hacia el teniente, que venía a su encuentro con su calma habitual—; éste sí que es un bicho que vale la pena de consumir una bala.

—Ya lo creo, Koninson; como que este animal nos dará, cuando menos, dos barricas de aceite.

—Y de una grasa muy superior a la de la ballena, señor Hostrup. ¿No habrá más?

—Lo dudo, Koninson. Los balleneros lo han extinguido todo, hasta los morsos.

—¿Y había muchos en esta isla?

—Por millares, querido arponero. Un capitán holandés me refería que, hará quince años, un ballenero noruego mató en cuatro horas más de quinientos.

—¡Qué estrago!

—Y estoy seguro, aunque no recuerdo ahora a punto fijo dónde, que la dotación de un navío inglés mató, en 1705, ochocientos morsos en el espacio de seis horas, y tres años después otro barco destruyó novecientos en el término de seis horas.

—Entonces, en un solo día se cargaba un buque de grasa.

—Y eran cargamentos que valían mucho más que los nuestros, porque la piel de los morsos tiene valor, y también los dientes, que dan un marfil más compacto y más blanco que el del elefante, que se pagaba muy caro.

—Y ahora, ¿cómo nos arreglaremos para llevarnos a bordo a este enorme animal?

—Lo dejamos y enviaremos marineros a recogerlo. Ahora sigamos la excursión.

Los dos cazadores se pusieron a recorrer la isla, cosechando gran cantidad de huevos de aves marinas, depositados casi todos en la arena o en las crestas de las rocas.

A las seis, después de haber hecho algunos disparos a las gaviotas, cargados como mulas, se reembarcaron en el bote y regresaron a bordo, donde el capitán, el carpintero, maese Widdeak, y la marinería, trabajaban febrilmente junto al boquete abierto por el choque en la proa del Danebrog.

CAPÍTULO VI. EL LANZAMIENTO

En la mañana del 12 de septiembre, día de la gran marea, el Danebrog estaba listo para hacerse a la mar. La brecha se había cerrado cuidadosamente, hasta el punto de no permitir que penetrase la más pequeña gota de agua, quedando la nave en condiciones de soportar el choque de los hielos. Sólo restaba el lanzamiento del barco, operación difícil, pero de cuyo resultado no dudaba ningún hombre de la dotación.

Faltando sólo cuatro horas para aquella en que el flujo debía alcanzar su altura máxima, se hicieron alegremente los preparativos. A mediodía todo debía hallarse dispuesto y ningún hombre faltar de su puesto, para no correr el peligro de hacer que fueran vanos los esfuerzos y verse obligados a permanecer a la espera durante otros cuantos días.

Ante todo, dispuso el capitán que la carga de la bodega fuera trasladada a popa para hacer más fácil el lanzamiento al aligerar el peso de la proa. Después ordenó que embarcasen dos de las mayores anclas, que fueron echadas a sesenta brazas de la popa en un fondo resistente, y asegurar los cables a los dos molinetes de a bordo. En tanto, el teniente hacía apercibir las velas para, desencallada que fuese la nave, alejarse rápidamente de aquel peligroso fondeadero que los escollos cerraban casi por completo.

A las diez todo se hallaba pronto, y cada cual ocupaba el lugar correspondiente. Crecía la marea con cierta rapidez, cubriendo las oscuras puntas de los escollos, donde se producía un hervor de agua que se deshacía en espumas. Muy en breve desaparecieron casi todas las rocas, y a proa del barco se sintió un ligero estremecimiento, seguido de varios crujidos.

—¡Prontos! —gritó el capitán.

Los marineros doblaron el cuerpo ante las aspas del torno, y el molinete, vivamente impulsado, comenzó a girar con rapidez.

En aquel instante crítico más de un rostro palideció de emoción.

Las trepidaciones y los crujidos seguían dejándose sentir, creciendo en intensidad a medida que subía la marea.

A las doce y veinticinco minutos, el capitán, que tenía en la mano un cronómetro, gritó con voz atronadora:

—¡Fuerte, muchachos, fuerte!

Los marineros hicieron un violento esfuerzo, y las aspas del torno se doblaron; los dos cables de popa quedaron tirantes, como si fueran a estallar, sin que las anclas se movieran; pero el buque aun cuando crujía, no se movió.

El capitán palideció, y sintió bañada la frente por un sudor frío que helaba su ánimo.

—¡Fuerte, más fuerte aún! —repitió.

El teniente se precipitó en ayuda de los marineros, que hacían desesperados esfuerzos.

Pasaron algunos segundos, que parecieron largos minutos; después, el Danebrog resbaló bruscamente sobre la arena, retrocediendo con aumentada velocidad. El capitán, que se había dirigido a escape a proa, dejó resbalar la cadena de un áncora pequeña, en tanto que el teniente tomaba presuroso el timón.

El Danebrog recorrió cincuenta brazas; luego se detuvo a menos de un cable de los escollos.

Un «¡Hurra!» estruendoso brotó de todos los pechos. El buque ballenero estaba a salvo.

El teniente salió al encuentro de su capitán, que estaba radiante de alegría, y le estrechó vigorosamente la mano.

—Dios nos protege —le dijo.

—Así hay que creerlo, señor Hostrup —respondióle Weimar—. He temido bastante por mi Danebrog, que amo como si formara parte de mis huesos. Si lo hubiera perdido, jamás me hubiese consolado.

—Y ahora, ¿adónde vamos?

—A las costas de la Georgia, teniente. Haremos una breve campaña, y luego volveremos al Sur.

—Es de esperar que con cargamento completo.

—Sí, teniente. El corazón me dice que venceremos en la apuesta.

—Dios lo quiera, capitán.

No siendo prudente navegar lona al viento entre aquellos escollos, el capitán hizo botar al agua las balleneras para que remolcasen al Danebrog.

A las dos de la tarde, después de haber reconocido la reparación efectuada, se la halló en condiciones de completa seguridad, y los marineros desplegaron las velas, que, hinchándose fácilmente, pusieron el buque con rumbo hacia el cabo de Galles, que forma la extremidad más avanzada de la costa americana.

El mar estaba casi tranquilo, teñido de un verde precioso, y enteramente desierto. Solamente procelarias y gaviotas revoloteaban sobre la extensión de las olas, lanzando a intervalos roncos graznidos.

Un viento fresco, pero que soplaba irregularmente, ora del Sur, ora del Sudsudeste, hinchaba las velas del buque, que se deslizaba con una velocidad moderada, dejando a popa una estela de espuma.

—Señor Hostrup —dijo Koninson, acercándose al flemático teniente, que miraba atentamente las olas, apoyado en la borda de estribor—, ¿emplearemos mucho tiempo en tocar la costa americana?

—Antes de medianoche doblaremos el cabo de Galles, arponero.

—Diga usted, teniente: ¿es verdad que el Estrecho tiene una profundidad espantosa?

—Sí; es tanta, que si una fragata se fuese a fondo, su arboladura se vería fuera del agua. Para que lo sepas, te diré que su espantosa profundidad no excede de diecinueve metros.

—¿Solamente?

—Solamente, Koninson; ni uno más, ni uno menos.

—¿Hace muchos años que fue descubierto el Estrecho?

—No muchos. Antes de mil setecientos cuarenta y uno era desconocido, de suerte que muchos creían que Asia y América estaban unidas.

—¿Y quién lo descubrió?

—Vito Behring.

—¿Un ruso?

—Para los rusos, sí; para los otros, no; porque Behring nació en Dinamarca, como tú y como yo.

—¡Ah! ¡Un compatriota nuestro!… Debe de haber sido un gran marino.

—Si no lo hubiera sido no habría llegado hasta aquí en aquel tiempo, en que se ignoraba dónde estaban las costas, las islas, los escollos, los bancos, y cuál era la dirección de las corrientes.

—¿Había hecho la expedición por su cuenta?

—No; por encargo de la emperatriz Catalina de Rusia. Y esto ocurría en mil setecientos veintiocho; pero Behring quiso explorar antes las costas siberianas y asegurarse de si el Japón estaba unido a la península de Kamtchaka o separado de ella. Primero navegó hacia el Sudeste; pero no hallando tierra alguna puso la proa al Nordeste, y después de cuarenta y cuatro días, a cincuenta y ocho grados y cincuenta minutos de latitud, descubrió las montañas de la costa americana.

—¿Y desembarcó?

—No, porque entonces estalló una tempestad tan horrible, que le obligó a retroceder. ¡Y qué retroceso! El tres de noviembre la expedición naufragaba, apartada dieciséis kilómetros de la península de Kamtchaka, y allí padeció tales sufrimientos, que muchos tripulantes perecieron, y entre ellos Behring. Y aquí llegamos a un punto oscuro. Se ha dicho por alguien que cuando el infortunado navegante fue arrojado a la fosa que había de contener sus restos respiraba aún, tanto, que separaba con las manos la tierra que iban echando para cubrirlo.

—De modo que se cometió un delito.

—¡Quién sabe!

—¡Pobre Behring! ¿Y qué les ocurrió a sus compañeros?

—Permanecieron allí todo el invierno; luego fabricaron un barquichuelo con los restos del buque náufrago, y se hicieron a la mar, logrando, después de no pocos trabajos, alcanzar las costas de la península de Kamtchaka.

En aquel instante un marinero, puesto de vigía, avisó que se veía la tierra americana, que un nublado había tenido hasta entonces escondida entre sus celajes.

Era el cabo de Galles, punta aridísima, detrás de la cual, a una cierta distancia, se elevan montañas que la mayor parte del año se ven cubiertas de nieve.

El Danebrog, que navegaba bastante, se acercó a la costa; luego viró en redondo, dirigiéndose hacia el Golfo de Kotzebue, que está situado entre el Cabo de Brusenstern, al Norte, y el Spenberg, al Sur, y que forma al Este la Bahía Scholtz, ante la cual está situada la isla de Kamisse, al sur de la de Spasariet y al Oeste de la Buena Esperanza.

A dos kilómetros del Cabo de Galles, la costa americana, que hasta entonces se había presentado elevadísima, comenzó a disminuir de altura, y aparecieron a la vista grandes marismas, sobre las cuales revoloteaban ocas, gaviotas, urracas marinas, astrólogos y urias, cuyos chillidos llevaba el viento a los oídos de la tripulación del Danebrog. Como algunas aves de aquellas llegaron hasta el buque, el teniente se entretuvo en disparar, haciendo blancos muy certeros.

La noche del 12 al 13 (noche que no lo era, pues el sol no se ocultaba) arreció el viento, acelerando la marcha del Danebrog, y la temperatura, suavísima hasta entonces, bajó de pronto a cero.

Al otro día el buque dobló el Cabo Spenberg, desfilando ante el Golfo de Kotzebüe, que penetra, formando una concha de unas 20 leguas por 23 de anchura. Las costas eran altas, bordeadas por montañas, y parecían enteramente desiertas. Ninguna embarcación surcaba las tranquilas aguas del lado adonde en ciertas épocas van a pescar los indios kitgones que habitan las playas septentrionales, y los indios kinmisos, que habitan las meridionales.

De ballenas no se hallaba vestigio alguno. Fueron señalados a la vista varios delfines de la especie gladiador, enemigos jurados de aquéllas, y que reúnen, a una fuerza prodigiosa, una voracidad extraordinaria, que parece insuficiente para alimentar un cuerpo de ocho metros de longitud.

Estando el día 14 cerca del Cabo Krusenstern, Koninson, que siempre permanecía, ojo alerta esperando ver aquellas huellas oleaginosas que dejan en el agua en pos de sí las ballenas, señaló un banco de ellos que había hecho cambiar el color del agua, que parecía negruzca en vez de verdosa. Los bancos de esta clase, que las ballenas buscan ávidamente, están formados por diminutos crustáceos de forma de cangrejos, pero cuyo diámetro no excede de dos milímetros, que se reproducen en primavera y verano. A veces, la colonia o banco tiene una longitud de quince, y en ocasiones veinte leguas, por una o dos de anchura y una profundidad de cuatro a cinco metros.

—En otros tiempos, cuando se hallaban estos bancos, se encontraban siempre una ballena, y aun dos —dijo melancólicamente Koninson, volviéndose hacia el teniente, que estaba a su lado.

—Querido arponero: ahora las ballenas son muy recelosas —respondió Hostrup—. Hace pocos siglos se las veía en el mar Cantábrico, y ahora, el que desea hallarlas tiene que venir a estos mares y arrostrar sus peligros.

—¿Acaso ha disminuido su número a causa de alguna enfermedad que las destruye?

—No, a causa de la caza frenética de los balleneros. Todos los años perecen en grandísimo número, tanto, que puede afirmarse que ninguna ballena puede llegar a su completo desarrollo, porque antes de esa edad cae bajo el arpón de sus terribles y constantes perseguidores.

—De modo que somos los únicos a concluir con ellas.

—Los únicos, no. Las ballenas tienen otros enemigos, y acaso más encarnizados que nosotros.

—¿Y cuáles son? Apenas se concibe que pueda haber quien se atreva a desafiar a un animal que tiene una fuerza tan poderosa en la cola.

—El más feroz es un crustáceo denominado piojo de la ballena, el cual se adhiere de tal modo a la piel del cetáceo, que para arrancarlo de allí hay que extraerlo a pedazos.

—Pero ¿cómo puede un crustáceo matar a una ballena?

—Del modo más fácil, Koninson. El piojo se le aferra a los lugares más delicados, en los labios, en los órganos más esenciales, y una vez allí, comienza a roer, albergándose dentro de la carne, causando dolores tan atroces, que al cabo de cierto tiempo la ballena concluye por morir.

—¡Qué asombroso!

—Pues aún tiene otros enemigos y no menos feroces. Los cachalotes, como sabes bien, acometen a las ballenas cuantas veces las encuentran, y las muerden horriblemente, hasta matarlas.

—Una vez presencié una lucha por ese estilo.

—Pues aún hay otros. El pez espada y el narval se entretienen cazando, con el arma agudísima que les dio la Naturaleza, a la infortunada ballena, y los delfines de la especie gladiador, a su vez se introducen en la boca del cetáceo y le devoran la lengua.

—¡Cuánta canalla! Y de todos los enemigos, ¿cuál es el más temible?

—El hombre, que todos los años las mata a centenares.

—¿De suerte que llegará el día en que no se vea una ballena?

—Sí; si no aciertan a refugiarse al otro lado de los hielos perpetuos, bajo el Polo.

—Y en el Océano austral, ¿se caza con el mismo ensañamiento por los balleneros?

—Tanto como en estos otros mares.

—¿Y son iguales a estas aquellas ballenas?

—No, Koninson; por allá se conocen tres especies diferentes de las que nosotros cazamos. Allí se encuentra el rightwhale, un cetáceo muy grande, sin aleta natatoria; el humpback, con las aletas blancuzcas y del tamaño de un ballenóptero, y, por último, el finback, de piel bronceada, de una movilidad extraordinaria, y que lanza sonidos muy penetrantes.

—¿Y dan todos aceite?

—Todos, Koninson.

—¡Ah! Quisiera probar si puede mi arpón con esos gigantes y conseguir algunos.

—Pues lo probarás, valiente. Si salimos con bien de esta expedición el año venidero iremos a pescar en los mares del Sur. El capitán me lo ha prometido así.

—El día que pongamos proa al Sur será el más hermoso de mi vida, señor Hostrup.

—Lo creo, arponero.

CAPÍTULO VII. LA BALLENA

En la mañana del 17 de septiembre, a la altura del Cabo Barrow, que es el más avanzado al norte de la Georgia Occidental, la tripulación del Danebrog descubría las señales del paso de las ballenas.

Eran largas manchas de sustancia oleaginosa, que se destacaban vivamente sobre la verde superficie del mar, y en tal número, que hacía creer que por allí hubiera pasado un nutrido banco de cetáceos.

El capitán Weimar, que ya había comenzado a desesperar, puso vigías en los palos e hizo preparar las balleneras, para el momento oportuno. Koninson volvió a tomar alojamiento en la red del bauprés para no perder de vista aquellas manchas aceitosas, que se encaminaban hacia el Este, siguiendo las costas de la Georgia.

Pronto se vio un inmenso banco de clíos, el cebo predilecto de las ballenas, que estaba interrumpido en varios parajes. Sin duda, los cetáceos habían pescado allí, como decía Koninson, haciendo mucho estrago con sus enormes bocas. Aunque las materias grasas flotaban en gran número, se advertían mejor aún entre el tinte oscuro del agua donde se encontraba el banco.

A las siete de la tarde, a catorce millas de distancia del Cabo Tangente, se oyó gritar a un gaviero:

—¡Una ballena a babor!

El capitán Weimar y todos los marineros se precipitaron a la borda de babor, dirigiendo al mar la ansiosa mirada.

A dos millas del Danebrog se divisaba una especie de cilindro de dimensiones gigantescas, y resplandeciente como si fuese de acero. Estaba inmóvil por completo; pero a un extremo se veían aparecer de cuando en cuando dos pequeñas columnas de vapor, que se elevaban en forma de V.

—Sí, sí, es una ballena —gritó el capitán.

—Y de dimensiones no comunes —añadió el teniente, que la había enfilado atentamente con sus anteojos—. La bribona está almorzando con toda tranquilidad en medio de un banco de clíos.

—¡Que se trague también el arpón! —gritó Koninson, que había abandonado a toda prisa la red—. ¡Con mil de a caballo! Ya era tiempo que hallásemos una… ¡Hola! ¡Muchachos, sangre fría y audacia, que yo respondo de la victoria!

El capitán dio orden al timonel de enfilar el Danebrog hacia el monstruo, en tanto que Koninson y los marineros dejaban caer al agua las dos balleneras más sólidas y esbeltas, poniendo en ellas todos los útiles necesarios: remos, arpones, redes, cuerdas, sedales.

A un kilómetro de distancia, el Danebrog se puso al pairo. Avecinarse mucho a una ballena que se caza no es prudente, porque cuando es herida la excitación de la bestia llega a tal punto, que se arroja furiosa en cualquier dirección o sobre el primer objeto que encuentra. El capitán recordaba el terrible caso ocurrido al barco inglés Essex, en 1820, que se fue a pique en un minuto a consecuencia de la embestida de una ballena, que, loca por el dolor de una herida, se lanzó contra la nave. Con la prontitud conveniente, Hostrup, Koninson y cuatro hombres más, embarcaron en la ballenera mayor, y el contramaestre Widdeak, y otros cuatro marineros, en la otra lancha.

—Cuidad que no se fugue —les advirtió el capitán, que permanecía a bordo.

—Os juro, mi capitán, que no se repetirá el caso del cachalote —dijo Koninson—; me siento animado de un valor incapaz de temer a veinte ballenas juntas.

—Boga, pues.

Las dos balleneras se alejaron rápidas y silenciosas en dirección al cetáceo, navegando la del teniente un cable más adelante que la gobernada por Widdeak.

Pronto estuvieron los cazadores a 300 metros de su presa, la que aún no había dado la más pequeña señal de inquietud.

Era una magnífica ballena, larga como de veinte metros, con un peso de 80 a 90 toneladas; cabeza muy voluminosa, convexa en la parte superior, y con una enorme boca de tres metros de longitud por cuatro de altura. La piel de aquel gigante del mar era negra, lisa, untuosa, y los rayos del sol brillaban con tal intensidad, que su vista ofendía al que la miraba.

—¿Qué hace? —preguntó el teniente en voz baja a Koninson, que contemplaba al monstruo con los ojos chispeantes.

—Está almorzando mariscos en el banco contestó burlonamente el arponero.

—Si pudiéramos sorprenderla.

—Lo dudo, teniente. Ahora mismo comienza a dar señales de inquietud.

En efecto, la ballena, que hasta entonces había conservado una inmovilidad casi absoluta, tenía levantada en alto su potente cola, que terminaba en una aleta natatoria horizontal, triangular, y de seis o siete metros de larga. Con un vigoroso golpe despidió a diestro y siniestro dos altísimas olas; después agitó las aletas natatorias pectorales, que tenían tres metros cumplidos, produciendo un nuevo movimiento en las aguas, y se puso en marcha por entre el banco de crustáceos, despidiendo por las narices dos columnas de vapor que, al caer en forma de llovizna sobre las aguas, dejaban en ellas manchas aceitosas.

—¡Alerta, Koninson! —dijo el teniente, a la vez que hacía seña a los remeros para que acelerasen la marcha.

—Avanzad sin cuidado, señores —repuso el arponero, que tenía aferrada su terrible arma—. Estoy ya preparado.

A los pocos momentos la ballena chapuzó, dejando tras sí, al hundirse, un ligero vértice. El teniente miró atentamente de qué lado había doblado la cola, para adivinar la dirección que tomaba; luego ordenó a los remeros que avanzasen sin hacer ruido.

Transcurrieron algunos minutos, que parecieron larguísimos; después se oyó un rumor semejante al ruido del trueno lejano, y sobre la tranquila superficie del mar se produjo un largo remolino.

—¡Atención! —mandó el teniente—. La ballena está a punto de salir. ¿Estás preparado, Koninson?

—¡Siempre! —contestó el arponero.

El rumor se oía cada vez más distintamente; luego, a cuatrocientos pasos de la ballenera, apareció a proa un punto negro: la extremidad del hocico del cetáceo; luego aparecieron las narices, la espalda, y por último, la formidable cola, que golpeó violentamente sobre el agua.

—El gigante está inquieto —dijo el teniente—. Nos ha oído. ¡Remad a toda prisa, muchachos!

Vuelta a flote, la ballena había enviado a algunos metros de altura, de un fuerte resoplido, dos columnas de vapor, y después se había sumergido en parte. Osciló durante treinta o cuarenta segundos, mostrando tan sólo los lomos, y a intervalos la cola; luego levantó la cabeza, despidiendo otras dos columnas de vapor; esta operación se repitió varias veces, agitando la cola de atrás adelante y lanzando un vapor acuoso cada vez más denso.

—La bribona buza —murmuró Hostrup.

Las dos balleneras avanzaban lentamente y con toda prudencia. Los dos arponeros iban en pie, con la pierna afirmada contra la canal de la popa, el arpón levantado en el aire, un poco pálidos y fija la vista en el monstruo, sobre el cual lanzaban miradas de fuego.

El cetáceo no huía, pero proseguía dando muestras de inquietud. Su respiración, que se oye a una distancia no pequeña, era más frecuente; la cola se movía de arriba abajo con mucha violencia, y a menudo sacaba la cabeza fuera del agua, como si tratase de ver a los enemigos que la seguían.

—¡A todo remo! —gritó, al cabo de un rato, el teniente.

La ballenera partió rápida como una flecha, y en breves instantes se halló a sólo veinte brazas del cetáceo.

—¡Koninson! —voceó el teniente al poco rato.

—¡Estoy! —contestó el arponero.

—¡Tira!…

Koninson alzó el arpón, lo hizo oscilar de atrás adelante, y lo lanzó con fuerza, clavándose el arma profundamente en el costado derecho de la ballena, en una región abundante en tendones y en carne. En el primer momento pareció que el cetáceo no se daba cuenta de haber sido alanceado; pero transcurridos algunos segundos agitó con furia la cola, dando un alarido capaz de ser oído a varios kilómetros de distancia.

—¡Atención, muchachos! —les dijo el teniente, mientras Koninson aferraba una lanza provista de una especie de cuchilla, de corte afiladísimo.

La ballenera comenzó a nadar con gran velocidad; pero el cetáceo se volvió bruscamente sobre el lado herido, como, si tratara de arrancarse el arma, que debía de hacerle sufrir de un modo horrible; luego dio un rugido formidable y se zambulló en el agua con gran estrépito.

—¡Maldita de cocer! —chilló Koninson—. Si espera unos segundos, le corto los tendones y la arteria de la cola.

El cable unido al arpón se desenvolvía rápidamente, tanto, que había que mojar la borda de la lancha para evitar que se encendiera con el continuo rozamiento. Bien pronto concluyó la cuerda; Koninson añadió otra.

—¡Voto a mil picaportes! —exclamó el arponero—. Pronto reaparecerá… yo te lo aseguro.

Medio minuto después la cuerda dejó de correr.

—¡Eh, maese Widdeak! Está con cuidado —voceó el teniente—. El cetáceo va a salir al lado de tu ballenera.

—Lo recibiremos como es debido —replicó el contramaestre.

—¡Ahí está, ahí está! —chillaron a poco algunos marineros.

En la tranquila superficie del mar, a un cable de la ballenera de Widdeak, se había producido el remolino. Harvey, que estaba deseando lanzar el arpón, se puso en pie súbitamente.

Poco después apareció el gigantesco animal. Llevaba aún el arpón clavado en el lado, y daba pruebas del dolor que sentía con roncos gritos y lanzando resoplidos por los dos tubos respiratorios, que arrojaban verdaderas columnas de vapor.

Maese Widdeak dirigió la ballenera al cetáceo. Harvey levantó el arpón y lo lanzó con grandísima furia.

El monstruo, herido nuevamente dio un bramido agudo, que duró diez segundos. El quejido del animal se asemejaba al ruido que puede causar una violenta corriente de aire que pasara por un largo tubo de bronce.

De pronto, el monstruo comenzó a nadar de aquí para allá, acercándose unas veces a la ballenera, y alejándose otras de ella, como si hubiera perdido la cabeza; la formidable cola y las aletas natatorias pectorales se agitaban sin cesar con una aterradora furia, que levantaba olas. De sus órganos respiratorios salían roncos aullidos, silbidos penetrantes y un incesante chorro de blanquísimo vapor, que caía sobre las turbias aguas, cubriéndolas de lamparones de grasa amarillenta.

—¡Adelante, adelante! —gritó Koninson.

El teniente, tan atento a los golpes de mar como a los atroces coletazos que daba el cetáceo, hizo avanzar la ballenera, en tanto que maese Widdeak navegaba mar adentro para no enredar los cables que sujetaban los dos arpones clavados en el cuerpo del monstruo.

Con pocos golpes de remo se hallaron los cazadores a breve distancia de su presa. Koninson, que estaba excitadísimo por el entusiasmo profesional, apenas vio levantar la cola al cetáceo le arrojó el arpón de punta redondeada, que fue a clavarse en la última vértebra caudal, brotando de la ancha herida un espeso caño de sangre que cayó durante largo rato sobre la azulada superficie del mar.

—¡Hurra, hurra! —voceó el arponero—. ¡Hurra, la ballena es nuestra!

En efecto, el monstruo estaba vencido. Tenía clavados los dos arpones en ambos lados del vientre, y sujeto por la cortante cuchilla del arpón redondeado, que, al clavarse en la cola, le había rasgado los tejidos y las arterias, de suerte que, paralizados los movimientos, no podía huir. Era asunto de horas, tal vez de minutos, porqué los balleneros volvían a la carga para herir de nuevo al animal.

En menos de quince segundos fue herido tres veces más con heridas mortales causadas por los dos arponeros. Entonces comenzó la agonía, terrible para las lanchas cazadoras y aun para el mismo Danebrog.

En efecto, el gigantesco animal, loco y ciego de dolor, se arrojaba bruscamente en todas direcciones con ímpetu irresistible; sacaba fuera del agua más de la mitad de su formidable cuerpo, se sumergía, tornaba a flote, volvíase de costado, y ora nadaba con la velocidad de una flecha, ora se detenía, lanzando sordos gemidos, vibrantes gritos, aullidos atronadores, o se lanzaba con rapidez, trazando curvas extensas o ángulos agudos y pronunciados.

El Danebrog se había puesto de nuevo a la vela para no sufrir una embestida, y se mantenía a una gran distancia; a su vez, las balleneras tenían que estar observando atentamente los movimientos del monstruo moribundo, para no ser anegadas por las olas que levantaba con sus sacudidas, o no naufragar, alcanzadas por un coletazo.

A poco, la ballena se detuvo. De los tubos de la nariz salieron con siniestro barboteo dos chorros de sangre, que tiñeron una limitada superficie del agua; luego una sacudida brusca conmovió la enorme masa flotante. Lanzó un ronquido postrero, más agudo que los anteriores; levantó la cabeza, mostrando la inmensa boca abierta, osciló, y, volviéndose sobre la espalda, quedó inmóvil, con el vientre a flor de agua. Estaba muerta.

CAPÍTULO VIII. LOS PRIMEROS HIELOS

Pocos minutos más tarde el Danebrog, que, como queda dicho, se había puesto a la vela, abordó la ballena, en torno a la cual se encontraban ya las dos balleneras.

El gigante flotaba, rodeado de un círculo sanguinolento formado por la sangre que fluía de las numerosas heridas causadas en su cuerpo. Sobre éste habían tomado ya posiciones las aves marinas, siempre dispuestas a acudir donde saben que hay ocasión para procurarse un festín. Habíalas a millares, venidas de todas partes, especialmente de la costa americana, que no distaba de allí más de siete millas.

Muy pronto comenzaron a descuartizar la presa. El capitán, seguido por un numeroso pelotón de marineros armados de cuchillas y hachas afiladísimas, penetraron en la boca, luego de abrir en canal el labio inferior para extraer la lengua, no menor de ocho metros, y para recoger las barbas o ballenas, en número de setecientas, de cinco metros de longitud, un tanto curvas, estrechamente unidas entre sí y de un color casi siempre negro. Penden estas barbas, que en el comercio tienen tanta aplicación, de la mandíbula superior, y se hallan reunidas por una substancia glútea muy pegajosa, que al secarse forma una especie de barniz liso y reluciente.

Terminadas estas dos importantes operaciones, los marineros pusieron mano a la disección de aquella enorme masa, que pesaría no menos de 90 000 kilogramos, y que estaba rodeada de una espesísima capa de grasa.

Los hornos volvieron a funcionar muy pronto, llenando el aire de un humo negrísimo y pestífero, y la cubierta de la nave tornó a ofrecer el repugnante aspecto que dejamos descrito al hablar del destrozo del cachalote. Esta vez, sin embargo, arponeros y marinería trabajaron con mayor alegría, hallándose todos impacientísimos por hacerse a la vela. Aquellos hombres que llevaban varios años navegando por esas frías latitudes, sentían, aunque la temperatura era aún templada, la proximidad del invierno, y de un invierno rigurosísimo.

Ya el sol no lanzaba, a la hora de la medianoche, sus espléndidos rayos sobre aquel mar y sobre aquella tierra. Desde algunos días antes, entre las diez y las once de la noche, trasponíase, y durante algunas horas permanecía oculto en el horizonte. Ya los pájaros marinos disminuían; a cada instante grandes bandadas huían hacia el Sur en busca de un clima más benigno. Los hielos no habían aparecido aún; mas los marineros si no los veían, podían presentirlos.

El capitán había notado esto antes que sus subordinados, y por lo mismo estimulaba a los trabajadores, no habiendo, renunciado a avanzar más para completar el cargamento.

Antes de ponerse el sol una tercera parte del cetáceo había sido descuartizada, y varias toneladas de aceite estaban almacenadas en la bodega. Aquella noche, por primera vez, el frío descendió a tres grados bajo cero, y el agua derramada sobre la toldilla se congeló poco antes de despuntar el día.

El 18 y 19 de septiembre continuó la disección del cetáceo con tanta rapidez que a las diez de la noche se arrojaba a bordo el último pedazo de grasa. Hizo el capitán desplegar en seguida las velas del Danebrog, y abandonó a las aves el gigantesco esqueleto de la ballena. Puso proa al Este, hacia donde se descubrían, siempre en grandísimo número, las manchas aceitosas que flotaban en el agua.

La tarde era magnífica. El sol brillaba en todo su esplendor, declinando en el horizonte, por donde se movían algunas nubecillas teñidas de fuego, y el mar estaba tranquilo como un estanque, sin la más ligera ondulación.

En lontananza, hacia el Sur, se alzaban hasta las nubes las escarpadas costas americanas, con los abetos y los pinos sobre la orilla; por el Norte movíase una multitud de delfines de la especie gladiador, mostrando unos la cola y otros el dorso; del lado del Oeste, una bandada de ocas desfilaba, silenciosa y rapidísima, en busca de regiones más cálidas.

El aire era templado, y tenía una suavidad que recordaba las noches de otoño de los climas benignos; sólo refrescaba de cuando en cuando por un vientecillo que soplaba de Poniente.

El Danebrog, con toda la lona al viento, navegó rumbo al Este durante algunas millas, enderezando luego la proa hacia la costa americana, por donde estaban las huellas que formaban las manchas oleaginosas.

Nada ocurrió durante la noche; pero poco después de salir el sol se realizó un descubrimiento que turbó los ánimos e hizo que se contrajera la frente del capitán Weimar apenas hubo subido a la toldilla.

Era una montaña de hielo, un iceberg, que descendía lentamente hacia el Sur, impelido por las corrientes y por el viento, que hacía unas horas soplaba del Norte.

—Desagradable encuentro —dijo Koninson al teniente, que se había apoyado en la borda para observar mejor el iceberg.

—Ya era hora —repuso con voz tranquila el señor Hostrup—. No estamos ya en verano.

—No digo lo contrario, teniente; pero si esta montaña tiene detrás otras cien o doscientas, ¿cómo podremos avanzar?

—El Danebrog tiene un sólido espolón para no temer a los hielos.

—Diga, teniente: las montañas de hielo, ¿se extienden mucho hacia el Sur?

—Mucho, Koninson; yo he visto algunas a varios centenares de millas de las islas Aleutianas, en pleno Océano Pacífico, y otras al sur del banco de Terranova, en las costas de Noruega. También recuerdo que un buque, viajando de Escocia a Bremen, chocó con un iceberg que flotaba en el mar del Norte.

—¿Tanto bajan?

—Y bajarán cada vez más. Si tú vives un siglo, verás algunos hasta en las costas de Dinamarca, y quién sabe si en Prusia.

—¿Y por qué causa?

—Porque la línea de los hielos cada año gana terreno.

—¿Luego el frío aumenta en las regiones polares?

—Sí, Koninson; ciertos mares, que hace algunos siglos eran navegables, ahora son inmenso témpano de hielo, y ciertas tierras, fértiles en otros tiempo, han quedado reducidas a desiertos de nieve. ¿Quieres un ejemplo?

—Dígalo ya, señor Hostrup.

—En el siglo noveno, algunos escandinavos que habían fundado colonias en Groenlandia y en Islandia, desembarcaban en una costa donde crecía la vid, y por eso llamaron a aquella tierra Vinland. ¿Sabes cómo se llama ahora aquel país?

—No, señor Hostrup.

—Se llama el Labrador.

—¡Cómo! ¿En el siglo noveno crecían las vides en la tierra del Labrador?

—Sí, arponero. Y ¿qué es ahora el Labrador?

—Un desierto de nieve, donde las vides no darían uvas ni arrimadas a una estufa.

—Vaya otro ejemplo, Koninson. Hace cuatrocientos años que los irlandeses traficaban libremente, en pleno invierno, con los groenlandeses; ahora, en invierno, no se arriesgan a navegar en aquella parte, por miedo de verse estrellados contra los hielos.

—Es extraordinario —arguyó Koninson, estupefacto.

—¿Quieres un tercer ejemplo?… Hará cuarenta o cincuenta años, vivían en las costas de América septentrional y en las islas vecinas toros almizclados en grandísimo número, grandes rumiantes, de pelo larguísimo y enormes cuernos. ¿Sabes por qué han desaparecido en absoluto?

—¿Por qué, teniente?

—Porque el frío ha llegado a destruir los prados, y esto es casi reciente. Yo he conocido un capitán, el cual hace cincuenta años cazaba ballenas en la bahía de Melville. ¿Quién será el osado ballenero que ahora se arriesgue a penetrar en invierno en aquella bahía?

—Y en el Océano Antártico, la línea de hielos, ¿se extiende siempre también?

—Avanza más que en el Ártico, Koninson. Allá se encuentran los hielos en el paralelo cincuenta, y a veces en el cuarenta y cinco, especialmente en el trayecto de mar comprendido entre América del Sur y Australia.

—Eso dependerá del enfriamiento del Globo.

—Ciertamente, Koninson. He aquí el iceberg. ¡Míralo qué hermoso!

La montaña de hielo estaba en aquel instante muy próxima al Danebrog. Era de forma piramidal, con una altura que llegaba a los cien metros, y una base no menor de trescientos. Los rayos del sol, reflejándose sobre mil superficies a un tiempo, hacían fulgurante a tal punto la montaña de hielo, que al contemplarla se producía en los ojos agudo dolor.

Sobre la cima de aquella mole colosal, que el viento del Norte empujaba en dirección a la costa americana, algunos pájaros marinos habían puesto sus nidos, desde donde enviaban, durante el curso de su fantástica nave, agudos chillidos.

Toda la tripulación del Danebrog, aunque acostumbrada a encuentros de tal clase, había subido a cubierta para contemplar aquel primer vehículo del frío, que, bañado de lleno por la luz solar, despedía chispas de luz como si fuera un enorme diamante.

—Hermoso es —dijo Koninson.

—Pero peligroso también —replicó el teniente.

Un momento después, de lo alto de aquella flotante montaña cayeron fragmentos de hielo, que produjeron en el mar un ruido análogo al de gotas de agua. Al instante los asustados pájaros emprendieron un rápido vuelo, y se alejaron dando chillidos de espanto.

—¡El iceberg se desploma! —gritó maese Widdeak—. ¡Atención a las olas, timonel!

La montaña de hielo estaba a punto, en efecto, de perder el equilibrio. Viósela oscilar de izquierda a derecha durante algunos instantes; después, rápidamente, la helada masa describió en el aire una gran curva, y al desplomarse en las aguas con un golpe ruidoso, desapareció por entero; apareció luego una azulada punta, emergiendo de un vértice de espumas; irguióse poco a poco, y de nuevo cayó todo el inmenso témpano, levantando una ola formidable que hizo acostarse al Danebrog sobre el costado de babor, corriendo peligro de ir a estrellarse con indecible violencia contra la costa americana.

Durante algunos minutos la helada montaña flotó en ondulaciones amenazadoras, sepultándose y sobresaliendo, hasta que al cabo recobró el equilibrio y se alejó con rumbo al Sur, siempre brillante, siempre esplendorosa y gigantesca. Aquel mismo día, frente a la bahía Smith, otros dos icebergs, pero de menores dimensiones, fueron hallados por el Danebrog, que navegaba constantemente a la vista de la costa americana, siguiendo la huella de las manchas de grasa, que eran entonces muy numerosas. El día 21 la temperatura descendió bruscamente a siete grados bajo cero, y el viento creció en violencia, haciéndose tan frío que los marineros se vieron obligados a vestirse los chaquetones de invierno.

Hacia mediodía el Danebrog entraba entre dos larguísimas filas de hummoks, pequeñas masas de hielo de algunos metros de altura, desprendidas, a no dudar, de grandes planicies de hielo o de algún iceberg.

Eran de quinientos a seiscientos, redondeados los unos, aguzados los otros, lisos o angulosos, que chocaban ruidosamente entre sí, haciéndose pedazos, y que, perdiendo el equilibrio a cada instante, ofrecían a la vista una nueva forma al presentar otro de sus lados en la superficie. El sol, al reflejar su luz sobre las congeladas facetas, daba a unos apariencia de zafiros; a otros, de amatistas o de diamantes de extraordinario fulgor.

No fue difícil para el Danebrog abrirse paso con su acerado espolón por entre aquellos témpanos, y bien pronto, impulsado por un viento favorable, los dejó todos a popa; pero tres millas más allá nuevos hielos aparecieron, más numerosos, más sólidos y de mayores dimensiones. Como capitaneándolos, venía delante un gigantesco iceberg, al pie del cual nadaban algunos narvales, peces armados de una especie de cuerno agudo y largo.

Para concluir de hacer difícil la navegación de la costa americana se alzó una niebla espesísima, que en pocos instantes cubrió el mar, ocultando a los marinos la vista de los hielos.

—¡Hum! —murmuró el capitán, que se hallaba poseído de inquietud—. Si no procedemos con cautela, corremos peligro de romper un costado al Danebrog.

Hizo coger rizos en casi todo el velamen para disminuir la velocidad de la nave, y puso algunos hombres a proa, armados con recias picas, para rechazar los témpanos capaces de ocasionar daño al bauprés.

A las cinco de la tarde la niebla había espesado, de modo que el timonel no distinguía el palo trinquete, y los vigías de las cofas no podían divisar, sino con esfuerzo, la cubierta.

Apoderóse viva inquietud de la tripulación, temiendo todos el choque con un iceberg, que en aquellos instantes podía hallarse a pocos cables, y aun acaso, a pocos palmos de distancia.

De cuando en cuando llegaba a oídos de los que estaban de cuarto el golpe sordo de los témpanos, que, perdido el equilibrio, cambiaban de posición en el agua; otras veces, crujidos ásperos, fuertes choques o altas olas que se estrellaban contra las bordas del Danebrog, alarmaban a sus tripulantes, que navegaban a ciegas.

A las diez, una vez puesto el sol, no se veía a bordo a una distancia de cinco pasos.

—La cosa se pone seria —le dijo Koninson al teniente—. No sabemos adonde vamos.

—Esta niebla no durará mucho, arponero —le contestó Hostrup—. Apenas amanezca el sol se encargará de rasgar las nubes.

—Pero de aquí al amanecer…

—¡Calla!

—¿Qué ha oído?

—Algún hielo enorme navega junto a nosotros. ¿No oyes qué gritos?

El arponero púsose las manos en el pabellón de la oreja y escuchó. A través de la espesa cortina de niebla oyó distintamente un agudo grito, que se aproximaba con lentitud, y luego un ruido semejante al de una ola que rompe en la playa.

—¡Oh, oh! —exclamó.

—¿Ves algo? —interrogó el teniente.

—No, señor, nada; pero, digámoslo así, siento la presencia del iceberg. Las aves marinas, cuyos gritos oímos, no se reúnen en tan gran número sino en torno de una ballena muerta o de una gran masa de hielo.

—¡Alerta, timonel! —gritó el teniente—. Y vosotros, muchachos, prontos a la maniobra.

El capitán, que estaba a gopa, junto al timonel, acudió a proa. Casi en el mismo instante, a pocas brazas del tajamar, apareció una débil claridad.

—Un iceberg, ¿verdad? —gritó Weimar.

—Sí, capitán —respondió el teniente—; y si no me engaño, debe de ser colosal.

—¡Todo a babor, maese Widdeak! —ordenó el capitán al contramaestre, que estaba al gobierno en la rueda del timón.

Oyéronse a proa algunos violentos choques, seguidos de fuerte trepidación; después, una ola de considerable altura vino a estrellarse contra el botalón del barco. Un centenar de pájaros rompió la niebla y cayó sobre la nave, sin duda creyéndola en la oscuridad el cuerpo de una ballena.

—¡Las picas, las picas! —aulló materialmente Weimar, subiéndose al bauprés para ver mejor.

Diez marinos, armados de recias picas, acudieron para rechazar con los puntales el asalto de aquel formidable enemigo; mas de improviso cayeron rodando sobre cubierta. Un choque de tremenda violencia se había producido a proa, y el Danebrog había sido rechazado.

Una voz de espanto se escapó de todas las bocas. Un iceberg, cuya elevación no bajaría de cien metros, se encontraba frente al buque, bamboleándose de un modo espantoso.

—¡Todos a proa, por Dios! —rugió el capitán con energía, que demostraba no haber perdido la serenidad.

Los marineros, levantándose prontamente, se lanzaron en la dirección indicada, y picaron hacia fuera con los puntales, algunos de los cuales quedaron roto contra el iceberg, que seguía oscilando, en tanto que en su base borbotoneaban las olas.

El Danebrog, rechazado por aquel medio, tomando por punto de apoyo el mismo obstáculo que le amenazaba, retrocedió, viró de bordo y bordeó luego los flancos de la flotante muralla. Así y todo, por tres veces tocó en el iceberg, que estuvo a punto de romper la arboladura o abrir brecha en las bandas; mas al cabo se alejó, dirigiéndose con rumbo al Sudoeste.

Pocos instantes después el iceberg desaparecía entre la niebla.

CAPÍTULO IX. LOS FURORES DEL OCÉANO ÁRTICO

Toda la noche se pasó en el Danebrog evitando su choque contra los hielos, que de hora en hora se hacían más numerosos y más grandes, estando por dos veces en peligro de estrellarse contra dos inmensos icebergs que no habían sido vistos a tiempo, y que pasaron a pocas brazas, a babor uno y por estribor el otro. Afortunadamente, al amanecer, como el teniente había predicho, aquellos espesos cortinajes de niebla comenzaron a hacerse jirones, dejando ver de una y otra parte retazos de mar y los trozos de hielo que sobre él flotaban. Cuando salió el sol las nubes se elevaron, cerrando el cielo con un toldo de color plomizo, que nada bueno podía augurar.

Un espléndido cuadro apareció en breve ante los ojos de la tripulación, que se hallaba toda sobre cubierta.

En el fondo del horizonte, el mar, que en aquellos momentos estaba en perfecta calma, sin la más ligera ondulación, apareció cubierto de hielos, que un soberbio y aun cálido sol de otoño hacía brillar vivamente.

Por un lado se erguían icebergs imponentes, agudos, brillantes, como si fueran de cuarzo; de otra parte surgían pirámides elevadas, de lisas paredes, verdes en la base y flamígeras arriba; más allá se alzaban atrevidas columnas, bañadas por completo de luz solar, y tras ellas esbeltas agujas, grandes arcadas, bajo las cuales el mar adquiría el opaco tinte de la malaquita, alternando con la transparencia de la esmeralda. Masas enormes, que parecían de mármol, con grandes perlas y ópalos incrustados; cúpulas extrañas, de azul magnífico; después, pequeños streams de forma prolongada; pequeños palks circulares; abruptos hummoks, de cuyos flancos caían con ligero murmullo reducidas cascadas de agua; luego otros icebergs aún más resplandecientes, y así, en serie inacabable, hasta tocar en un lejanísimo fondo, constituido hacia el Norte por un campo de hielo, un verdadero icefield, sobre el cual resplandecía aquella luz blanca, cegadora, que se eleva hasta las nubes y se ve a grandes distancias, que los marinos llaman iceblink.

Un silencio completo, extraño, reinaba en aquella inmensa extensión de los hielos, y dos aves solamente, dos pobres gaviotas, surcaban la encantada atmósfera, lanzando de cuando en cuando un triste chillido.

—¡Vientre de ballena! —exclamó Koninson, que, como de costumbre, se encontraba al lado del señor Hostrup—. Es un soberbio espectáculo, teniente.

—No digo lo contrario; pero estaría más contento si no lo tuviera delante de los ojos.

—¿Por qué, señor Hostrup?

—Porque estos hielos acabarán por unirse unos a otros, y si cogen en medio al Danebrog, se habrá acabado todo.

—Nuestro buque tiene una proa muy sólida.

—Pero los hielos tendrán, llegado el caso, un espesor capaz de desafiar el espolón de una fragata de cinco mil toneladas. Y, además, no cuentas con la presión.

—Los costados del barco están aún sanos.

—Pero las presiones son terribles, Koninson. Cuando los hielos no encuentran ya espacio, se estrechan irresistiblemente contra todo lo que les impide alargarse, y tú bien sabes cuántos barcos se han ido a pique por haber sido triturados.

—Dígame, teniente: ¿es verdaderamente terrible la fuerza del hielo?

—Inmensa, querido arponero.

—¿Y por qué?

—Por el sencillo motivo de que el agua, congelándose, aumenta de volumen. Recuerdo haber visto una bala de hierro que, llena de agua y colocada en una heladora en que el termómetro señalaba cuatro grados bajo cero, estalló como si fuera de vidrio.

—Si otro dijera lo que usted, no lo creería, teniente.

—Yo sé que hasta un cañón reventó.

—¿Un cañón?

—Sí, arponero, y añadiré que el experimento fue practicado por Huygens en mil seiscientos sesenta y siete. Huygens había llenado de agua un cañón de artillería, de hierro, cuyas paredes tenían un espesor de tres centímetros. Después lo cerró muy bien. A la noche heló, y por la mañana se halló el cañón hecho pedazos.

—¡Cuerpo de ballena!

—También el mayor Edwards William hizo experimentos en mil setecientos cuarenta y ocho.

—¿Con otro cañón?

—No; con bombas. Rompió ocho que tenían un diámetro exterior de treinta y ocho milímetros; las cerró con tapones de hierro, perfectamente soldados al proyectil, y las sometió a temperaturas que variaban entre diecinueve y veintiocho grados bajo cero. Siete bombas lanzaron al aire los tapones; la octava, estalló, siendo de notar que no se había congelado el agua cerrada en las bombas.

—Ahora no dudo que un buque puede ser triturado por la presión de los hielos, aún teniendo un costillaje de suma solidez. Pero diga, teniente, ¿qué densidad tiene el hielo?

—Los hombres de ciencia, después de muchos estudios, han determinado su valor medio y lo aprecian en cero novecientos dieciocho a la temperatura de cero grados.

—Otra pregunta: ¿por qué se congela solamente la superficie del mar? Si el frío es intenso debiera helarse hasta el fondo.

—Ahora te lo explicaré, arponero curioso. Cuando la temperatura desciende a cero, la capa superior de un mar, de un lago o de un río, se enfría, convirtiéndose en un cuerpo más pesado que las otras capas, que poseen aún más calor, y naturalmente, bajan al fondo. La segunda capa queda, pues, ocupando el lugar de la primera, se enfría a su vez y se precipita al fondo también, y así sucesivamente acontece con las restantes capas de agua. Cuando todas las capas han perdido el calor, la que está en la parte superior se congela, y siendo el hielo un mal conductor, impide o, al menos retarda mucho, la congelación de las capas restantes. Por esto es muy difícil que un mar se hiele del fondo a la superficie.

—Según esas teorías, los mares más profundos se congelarían más difícilmente que los otros.

—Así es, Koninson.

—¿Cuál es la más baja temperatura a que se hiela el agua?

—Según las últimas observaciones, a la temperatura de menos doce grados centesimales para el agua limpia y tranquila.

—¿El agua del mar, que es salada, se solidificará menos fácilmente que las de los lagos y los ríos?

—Sí, porque antes es preciso que se desprenda de la sal. ¡Ah! Pero ¿qué es lo que veo?

—¿Qué? —preguntó Koninson asomándose a la borda y mirando al mar.

—Que aún se ven las manchas de grasa.

—Aún estamos, pues, sobre la pista de las ballenas. ¡Oh!… Si viniera alguna al tiro de mi arpón…

No se había engañado el teniente. Ante la proa del Danebrog reaparecían las manchas aceitosas que la niebla había hecho desaparecer.

La buena noticia se llevó al punto al capitán, que ordenó inmediatamente seguir la huella, en tanto que lo permitieran los hielos, que eran siempre numerosísimos.

Desgraciadamente, no pudieron seguirla sino por corto tiempo. Ya hacía algunos minutos que las nubes se dilataban tomando un color más oscuro, amenazando cubrir el mar con una niebla semejante, si no mayor, que la precedente.

Pronto la costa de América, que no distaba más de seis a siete millas, se ocultó a la vista; oscurecióse luego el sol; siguió bajando la nube durante algunas horas y, finalmente, se puso casi en contacto con la superficie del agua, que había perdido su verdosa coloración.

A mediodía un viento frío comenzó a soplar del Norte, tumbando no pocos témpanos mal equilibrados y poniendo en movimiento los restantes, con gran peligro para el Danebrog, que podía ser golpeado.

Alrededor se oyeron entonces golpes recios, violentos choques y zambullidas de los hielos en el agua al perder el centro de gravedad, aumentando todos estos accidentes a medida que el viento iba creciendo.

Ya a las dos el mar ofrecía un espantoso espectáculo: anchas olas, movidas al padecer por misteriosa fuerza, corrían de Norte a Sur con las crestas cubiertas de blanca espuma, montándose unas sobre otras y lanzando al aire gigantescas burbujas, que el viento pulverizaba o escondía en la oleada más próxima.

Sobre la cima o la base de las olas, los icebergs, los hummoks, los palks y los streams se balanceaban amenazadoramente, ora hundiéndose y volviendo a flote, ya chocando entre sí con furor y despidiendo fragmentos de su cristalina armazón en el encuentro, bien cayendo súbitamente en el mar, obligando a tender el vuelo a los pájaros posados en su cima, que daban agudísimos chillidos.

Por eso puede comprenderse el mal que amenazaba si alguno de aquellos hielos hubiera chocado con tal ímpetu contra los costados del barco.

Los marineros, pálidos, con el temor reflejado en el semblante, seguían atentamente con los ojos el bailoteo de los hielos, que amenazaban caer sobre el Danebrog, y acudían con las picas a rechazarlos allí donde más peligro ofrecían.

A las tres, cuando la oscuridad era mayor, comenzó a filtrarse a través de la niebla una nieve espesa, que en breves minutos cubrió los hielos, la toldilla y el cordaje del Danebrog. El termómetro descendió, casi de un golpe, ocho grados.

—Esto se pone serio —dijo el teniente a Koninson—; corremos el peligro de que el hielo rompa las costuras del buque.

—Y la oscuridad aumenta siempre —añadió él arponero, mordiendo rabiosamente medio cigarro que tenía en la boca—. ¡Perro navegar es el nuestro! Parece que hemos venido aquí para hacernos papilla juntamente con el barco. ¿Ve usted la costa americana, señor Hostrup?

—No, Koninson. Y no me da poco en qué pensar esa costa. Podemos tropezar de un momento a otro con una de las muchas islas o con las escolleras que las circundan.

En aquel instante, entre los silbidos del viento y el mugir de las olas, se oyó gritar con acento de terror al contramaestre Widdeak:

—¡Tenemos a proa un iceberg!

El capitán, el teniente y Koninson, a pesar de los terribles balanceos del buque, se precipitaron en la dirección indicada; a medio cable escaso se veía brillar a través de la niebla una gran montaña de hielo, la cual, empujada por las olas en todas direcciones, parecía que estuviera preparándose para dar la vuelta.

—¡Vira, timonel! —gritó el capitán—. ¡Todos a la maniobra!

El Danebrog, que se hallaba a veintitantos pasos del iceberg, viró de bordo prontamente; pero recibió tal golpe de mar, que casi lo tumbó sobre la banda de estribor.

A la vez, pudiera decirse, se oyó a maese Widdeak, que más bien bramaba que decía:

—¡Alerta el del timonel! ¡Otro iceberg a proa!

En efecto, frontero al botalón había aparecido otro iceberg, mayor que el anterior. Era una especie de columna como de cien metros de altura y de anchura no menor.

—¡Estamos encerrados! —rugió el capitán.

Y se lanzó a la rueda del timón, en tanto que los marineros, obedeciendo la voz del teniente, se dirigían a proa con las picas apercibidas al choque. Enfiló Weimar la nave de suerte que pudiera pasar entre las dos montañas de hielo, distantes entre sí un par de cables, maniobra peligrosa, pues en el momento de pasar podía perder una de ellas el equilibrio y hacer astillas al Danebrog con mortal peligro para todos sus tripulantes.

—¡En guardia, capitán! —le voceó el teniente, así que vio la nueva dirección impresa a la nave—. Los icebergs no están seguros.

—¡No hay cuidado, teniente! —replicó el capitán, con voz que denotaba tranquilidad.

—¡Que ninguno abandone la pica!

El Danebrog, impulsado por el viento y las olas y guiado por la férrea mano del capitán Weimar, se aproximó con rapidez a las dos heladas montañas, las que se removían, cabeceaban y oscilaban en todos sentidos, amenazando desplomarse una contra otra.

Sólo faltaba una docena de metros para que el Danebrog llegase al peligroso tránsito, cuando del más grande de los icebergs cayeron al agua multitud de trozos de hielo, señal indudable de que estaba a punto de perder el equilibrio.

Un alarido de terror salió del puente; los marineros, que estaban agrupados a proa, abandonaron las picas; algunos hubo que se encaminaron hacia los pescantes de las balleneras para salvarse en ellas. Tan inminente juzgaban el peligro.

El teniente, que permanecía intrépido en el castillo de proa, se arrojó en medio de los fugitivos levantando la pértiga o pica que, como los demás, tenía en la mano, y amenazándoles, les dijo:

—¡A su puesto todo el mundo!

—¡Al primero que toque una cuerda de las balleneras lo mato como a un perro! —exclamó, a su vez, el capitán, que se mantenía aferrado a la rueda del timón—. ¡A proa todos —añadió—, o estamos perdidos!

Koninson el primero, Widdeak después, y luego todos, ganaron nuevamente sus puestos, y justamente a tiempo. El Danebrog había entrado en el espacio que dejaban libre ambos icebergs, y uno de éstos, inclinado hacia delante, amenazaba con despedazar los penóles y la obra muerta.

—¡Todos a babor! —mandó el teniente—. ¡Afuera las picas!

Los marineros, aunque aturdidos por el temor, obedecieron a la voz. El iceberg, que avanzaba siempre inclinándose, se abalanzó aún más sobre la nave, que pasaba a su lado rozándolo materialmente, y tronchó las picas, despidiendo a los marineros sobre cubierta, por donde rodaron maltrechos. Huyeron éstos por segunda vez en dirección de estribor; lanzó un rugido el capitán Weimar, y el teniente, a pesar de su aplomo y sangre fría hubo de palidecer. Los dos comandantes creyeron que el Danebrog perecía.

Una ola acercó aún más la montaña de hielo. Un peñol, el del palo mayor, que sobresalía de la línea de la amura, fue quebrado por un pedazo de témpano desprendido de la cumbre del iceberg.

—¡Sálvese quien pueda! —gritaron algunos marineros, llevados del espanto.

—¡Quietos todos, que estamos pasando! —mandó con voz de trueno el capitán, siempre firme en la rueda del timón.

El Danebrog, transportado por el viento, que soplaba con fuerza irresistible, pasaba como un ave marina, casi rozando con el flanco de la montaña. Dos veces tocó el hielo, pero al cabo salió del peligroso paso, se envolvió en las hirvientes olas y dejó atrás los dos icebergs, que en breve tiempo desaparecieron entre la niebla.

Un clamoreo de alegría se produjo en el barco, unido a la voz de «¡Viva el capitán!». Mas duró poco tanta fortuna. Un ruido extraño y formidable fue oído súbitamente hacia el Sudeste. Parecía como si el Océano rompiera sus olas contra una costa que la niebla impidiese ver.

—¡Teniente Hostrup! —dijo el capitán, que también había oído aquel ruido prolongado—. ¿Qué es lo que tenemos ante nosotros? ¿Es tal vez la costa americana?

El teniente acudió al castillo de proa y miró atento al frente, a babor y a estribor, pero sólo vio los furiosos embates de las olas que envolvían en sus desordenados movimientos hielos de todas dimensiones, rompiendo los unos con los otros. Abalanzóse más de lo razonable sobre la borda, y escuchó con suma atención. A través del silbar del viento y del choque de los témpanos, oyó distintamente un sordo mugido.

—Sí, capitán —contestó a su jefe—. Tenemos próxima la costa o una escollera.

—¡Todos a las velas! Prevenidos a virar.

Durante diez minutos más el Danebrog siguió adelante, combatido siempre por las olas, que saltaban sobre la amura inundando por completo la cubierta de puente a puente. A poco viose a corta distancia del costado de babor una espuma blanquecina, y el mugido que se oyera poco antes se hizo tan intenso que creyeron que la costa o los escollos debían hallarse a poquísimo trecho de allí. Iba ya el capitán Weimar a ordenar la virada cuando se produjo un ligero choque que ocasionó una detención más que brusca en la marcha del Danebrog.

El teniente y Koninson acudieron a proa, y para ver mejor se encaramaron al bauprés. En el acto mismo hubo un segundo choque tan recio, que derribó a todos los hombres que estaban sobre cubierta. Una ola grande como una montaña oscureció la luz y, salvando la obra muerta, penetró en el barco, arrollando cuanto encontraba a su paso.

Entre el silbar del aire y el mugido de las olas se oyeron gritos pidiendo auxilio.

Después se produjo un silencio absoluto.

Cuando los derribados tripulantes pudieron ponerse en pie vieron que el Danebrog seguía a flote, pero faltaban dos hombres.

El teniente Hostrup y el arponero Koninson, que en el instante del choque se hallaban aferrados al botalón, habían sido arrebatados por el mar.

CAPÍTULO X. LA ESCOLLERA

El huracán no cesaba un solo momento; más bien amenazaba aumentar. Un vendaval tremendo, irresistible, agitaba sin descanso el Océano, silbando unas veces, rugiendo otras, partiendo la niebla o descoronando las olas, que chocaban entre sí con sordo rumor. Los hielos, cuyo número parecía aumentar por segundos, atrozmente resquebrajados, perdían a cada paso el equilibrio, hundíanse, tornaban a flotar, inclinábanse ya sobre uno u otro lado y se rompían con estruendo semejante al de truenos o cañonazos.

En medio de tales estrépitos, que eran cada vez de mayor intensidad, oíase de tanto en tanto un sonido gutural, al que seguía un silbido penetrante, agudísimo, no producido por el aire ni por ninguno de los habitantes del mar; pero que, no obstante, parecía salir del fondo de las olas.

El grito y los silbidos los lanzaba Koninson.

El arponero, arrebatado del bauprés por el golpe de mar que había derribado a la marinería, fue conducido muy pronto por las olas a gran distancia del Danebrog, quedando a merced de los desencadenados elementos antes de haber tenido tiempo para asirse al cordaje o para pedir socorro. El pobre muchacho, aunque habituado desde su infancia al intenso frío de las regiones polares, y a la vez nadador muy resistente, hallándose de improviso sumergido en aquellas aguas heladas y entre olas, de las que bastantes excedían de quince metros de altura, perdió el conocimiento y tragó líquido en abundancia; pronto, sin embargo, recobró la serenidad, y con un talonazo salió a flor de agua, mirando en torno suyo con la esperanza ilusoria de ver el Danebrog. Por desdicha, el navío, impulsado por el viento que crecía en furor, había desaparecido entre la espesa niebla. Koninson, creyéndose perdido para siempre, sintió oprimírsele el corazón.

Gritó dos o tres veces pidiendo auxilio, pero su voz se perdió sofocada por los ruidos del viento y del oleaje.

—Llegó la última —murmuró, castañeteando los dientes de frío y de terror—. ¿Qué hago ahora?… ¿Adónde me dirijo?

Acordóse a poco del choque ocurrido y del mugir de las aguas, que les había indicado la proximidad de la costa o, cuando menos, de unas rompientes. Aplicó el oído hacia la derecha, escuchó el rumor de las olas al romper, y mirando con insistencia en aquella dirección, divisó una larga extensión en que blanqueaba la espuma.

—¡Animo, Koninson! —se dijo—. La tierra está cerca; ante todo, tratemos de llegar; después ya veremos lo que conviene.

Reanimado por la esperanza se puso a luchar contra las olas, que le acometían por todas partes arrojándole a derecha, a izquierda, a uno u otro lado; ya elevándole a las nubes o sepultándole en profundidades de las cuales sólo salía con indecibles fatigas. A pesar de todo, con la esperanza de que algún otro compañero hubiera sido como él arrebatado del buque por las olas, gritaba o silbaba de cuando en cuando.

Llevaba recorridos cerca de cien metros en dirección al Sur, esto es, encaminándose al punto donde el mar rompía con extremada furia, cuando en lo alto de una ola vio a corta distancia unos objetos negros que sobresalían del agua.

—¿Trozos de madera? —exclamó—. ¿Se habrá ido el Danebrog a pique? ¡No lo quiera Dios!

Púsose de nuevo a nadar con desesperada energía, tratando de evitar los hielos, que podían destrozarle el cráneo o hundirle las costillas, y saltó una ola. También aquella vez, a través de la niebla, descubrió Koninson unos objetos negros puntiagudos, contra los cuales se quebraba el mar.

—¡La costa! —exclamó—. Aquellos son escollos. ¡Ah, si yo pudiera llegar allí sin estrellarme!… Acaso…

No terminó la frase. Entre el rebramar de las olas había percibido con entera claridad un silbido primero y luego una voz humana.

—Tengo un compañero cercano —se dijo.

Con una embestida enérgica se levantó sobre una ola a favor de otra, y miró con ansiedad hacia delante, pero nada pudo ver. Dio un grito penetrante y permaneció quieto, con los ojos muy abiertos y el oído muy atento.

—Me engañé, sin duda —murmuró—. Solamente yo he sido arrojado al agua desde la cubierta del Danebrog. ¡Animo y cuidado con los escollos!

Aun cuando el frío, que le iba helando los miembros, y la ropa, que le pesaba cada vez más, eran obstáculos muy grandes, prosiguió avanzando. A poco, en un instante que el viento callaba, oyó el silbido de antes.

—¿Quién silba? —preguntó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Eh! Los del Danebrog —contestó una voz no distante.

—¿Dónde estáis? —interrogó Koninson revolviéndose contra una ola que le impelía contra un témpano.

—Aquí, tragando agua —repuso la voz—. Pero ¿quién es usted? ¿Acaso un marinero del Danebrog?

Entonces se oyó una carcajada entre el silbido del viento. Koninson abrió los ojos desmesuradamente.

—Y se ríe con estas endiabladas olas y con semejante frío —exclamó—. ¿Quién es usted?

—Ea, mocito, avanza un poco —replicó la voz—, que te espera tu teniente.

—¡Cómo! ¿Es usted, señor Hostrup?

—En carne y hueso, arponero mío.

—¿Luego usted también ha sido arrebatado del Danebrog por aquella ola?

—Sí, hijo. Pero acércate y date prisa, porque este caldo está hirviendo horriblemente.

Koninson avanzó en la dirección de donde venía la voz, y a poco se halló a algunos metros del teniente Hostrup, el cual nadaba tranquilamente como si estuviera en un lago y no en un mar furioso.

—¡Ay, señor Hostrup, qué consuelo hallo viéndole! —dijo Koninson acercándose.

—¡Bribón! Valiente consuelo hallarme entre estas olas, que me aporrean y que me hielan la carne. Y el Danebrog, ¿qué ha sido de él?

—No sé más que usted, señor Hostrup. Desde que caí al agua no he vuelto a verlo.

—¿Se habrá ido a pique? Yo recuerdo que hubo un choque violentísimo.

—No es posible; el Danebrog tiene la armazón muy dura, y además, no hubiera desaparecido de pronto.

—Confiemos, Koninson, en que se haya puesto a salvo; pero quién sabe dónde lo habrá llevado el huracán, ni si a bordo se han dado cuenta en seguida de nuestra desaparición.

—¿Cree usted que volverá para buscarnos?

—Estoy seguro; pero volverá cuando el mar y el viento estén en calma.

—Y entretanto, ¿qué haremos?

—Ganar la escollera, que está próxima.

—Donde probablemente nos moriremos de hambre y de frío.

—Detrás de la escollera estará la costa americana, Koninson, estoy persuadido. ¿Estás parado?

—Parado, no; pero tengo los remos ateridos, y la ropa me pesa tanto que me cuesta sumo trabajo tenerme a flote. Si pudiera quitármela…

—¡Qué disparate, Koninson! ¿Cómo resistirías luego este frío?

—Pero si no hallamos con qué secarla…

—¡Bah! En la costa americana no han dé faltar árboles.

—¿Y quién enciende lumbre?

—Llevo la pipa y el tabaco, Koninson, y con ellos, como sabes, un eslabón.

—¿Y un trozo de yesca, tal vez?

—Tengo yesca en la caja. Ahora trata de no romperte las costillas contra la escollera. Estamos a menos de un cable del primer escollo. ¡Adelante, arponero!

Los dos infortunados tripulantes del Danebrog, unas veces juntos a punto de chocar, otras violentamente alejados, se dirigieron a la escollera, que, como queda dicho, estaba muy cercana. Pronto penetraron en el centro de una blanquísima espuma, llena de pequeños fragmentos de hielo, tan agudos, que les laceraban las carnes. Allí las olas afluían y refluían con tal furia contra los escollos, que ambos nadadores se vieron y se desearon para sostenerse a flote. Hubo momentos en que desaparecieron de la superficie.

—¡Valor, arponero! —gritó, después de algunos minutos, el teniente, que, a pesar de la difícil situación, no perdía su calma habitual—. ¡Ten cuidado con los picos!

—Tengo miedo —dijo Koninson, castañeteando los dientes—. Este fragor me quita el sentido.

—¡Calma y valor, Koninson!

—Vamos a estrellarnos, teniente. Vea usted qué picos tan agudos y cortantes.

—Nada contra la corriente, muchacho. La ola te llevará lo mismo a tierra…

Estaban entonces a sólo cincuenta brazas de la escollera, cuyas puntas delgadas y negras obligaban a estremecerse. El mar, deshaciéndose allí en espumas, producía un horrible estruendo, un rugir espantoso, choques violentos, como, truenos, crujidos, silbidos, toda clase de rumores, columnas de agua que se levantaban con bravura para caer con ímpetu horrendo, partiendo las olas, que a su vez hacían quebrarse contra los riscos trozos de hielo de dimensiones nada reducidas.

Medio minuto después los nadadores, ensordecidos, magullados, rígidos y casi asfixiados, estaban entre los escollos. Una ola los lanzó al aire luego de haberlos sacudido con violencia, y fue a arrojarlos sobre una roca que descollaba algunos metros más allá de las irritadas aguas.

Entre el rugir del viento, se oyeron dos gritos; en seguida un silencio profundo sucedió al chocar de las olas y de los témpanos. ¿Se habían estrellado?

Durante algunos momentos la escollera continuó desierta; seguidamente, entre la espuma que la bañaba sin cesar, apareció una forma humana: era el teniente Hostrup.

Alzóse cuan largo era, abriendo bien las piernas para que el mar no se lo llevase; tentóse primero el pecho, las piernas y los brazos, y estornudó sonoramente.

—No me he roto nada —dijo con cierta complacencia—; parece que el cielo ha querido protegerme. Pero ese mozo, ¿dónde ha ido a meterse?

Miró en torno suyo, y a pocos pasos vio un hombre luchando con las olas.

—¡Eh! Koninson, valor hijo mío. Y si no tienes nada roto, levántate.

—¡Ay, señor! —exclamó el arponero, dando diente con diente por el frío y la emoción—. ¡Qué arribada tan difícil!

—¿Estás entero?

—Sí, pero todo magullado.

—Poco es el daño entonces. Ven, amigo, busquemos el medio de ganar un pedazo de tierra menos húmeda y menos fría. ¡Brrr! Diez minutos más y nos helamos.

Koninson se asió a los picachos que rodeaban por todas partes la peña y, agarrándose a ellos, trepó hasta reunirse al segundo de a bordo.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—Allá abajo, a través de la niebla, ¿no te parece ver una masa oscura en la base y blanca en la cima?

—Sí, teniente.

—¿Qué supones que sea?

—La costa americana.

—Esa es también mi opinión. Hijo mío, hay que cobrar ánimo y llegar hasta allí.

—Pero esta escollera parece aislada.

—Volvamos a nadar.

—¿Con este frío?

—Nos calentaremos antes.

—¿A qué fuego?

—No hables de fuego ahora. Habrá que calentarse con un ejercicio violento. Imítame, Koninson.

Diciendo esto, el teniente se puso a saltar como una cabra, agitando locamente los brazos.

Koninson comprendió que solamente aquella grotesca gimnasia podía evitar los progresos del hielo, que le ponía rígidos brazos y piernas.

—Ahora que los remos funcionan de un modo conveniente —declaró Hostrup, al cabo de un cuarto de hora—, despachemos, Koninson, y procura no separarte de mi lado.

—¿No nos romperemos las costillas esta vez?

—Confiemos en que la costa tendrá una playa más suave y que esté desprovista de escollos.

Atravesaron la escollera, que medía diez o doce metros de ancho por treinta de largo, y salieron al opuesto lado. Allí estaba el mar más tranquilo; pero un gran número de hielos coronados por un copete de nieve lo obstruían.

Koninson se detuvo indeciso.

—Hará un frío terrible allí dentro.

—La travesía durará poco —replicó el teniente—. Sólo tenemos que recorrer de seiscientos a setecientos metros.

—¿Y si aquellos témpanos nos pillan en medio y nos aplastan la cabeza?

—Trataremos de evitarlo. Y ahora no perdamos un minuto más, Koninson, si te importa la piel. Mira, la escollera está a punto de ser barrida por aquella ola monstruosa. ¡Valor, arponero, que Dios no nos negará su ayuda!

El teniente saltó al agua el primero; Koninson, después de alguna vacilación, le siguió. Ambos creyeron morir helados, tan fría estaba el agua; pero recuperaron el valor y volvieron a nadar acelerando el movimiento.

—Te… niente —balbució Koninson— me pa… re… ce que se me abre… el pecho…

—Nada… fueer… te…, arponero. La costa no está lejos.

—¡Una semana!

—¡Calla!… ¡Conserva las fuerzas!

Anhelantes, jadeando, próximos el uno al otro, los desgraciados avanzaban entre el hielo, que parecía querer obstruirles el paso. Pronto se vieron entre dos palks de no escasas dimensiones que se balanceaban perpendicularmente, crujiendo a cada golpe que recíprocamente se daban.

El teniente se precipitó valerosamente en el canal formado por los palks, ayudado por las olas, que, salvada la escollera, corrían a deshacerse en la costa, defendida por un gran banco que sobresalía en forma de proa. Koninson siguió al teniente.

Salidos de aquel canal, se internaron nuevamente en otro formado por dos icebergs relativamente pequeños, de cuya cima caían sin interrupción trozos de hielo tan sutiles y agudos, que parecían hojas de cuchillo, alguno de los cuales cayó sobre los nadadores rompiéndoles la ropa, pero sin otras consecuencias.

Transcurridos diez minutos estaban a un cable del banco de hielo. Tras éste aparecía de un modo confuso, a través de la niebla, una costa, que era, sin duda, la de América. Era alta, escarpada, envuelta por una capa de nieve, y al parecer estaba desierta. Sin embargo, en lo alto de las ondulaciones del terreno el teniente creyó ver alguna pobre vegetación.

—¡Va… lor, Konin… son! —balbució.

—¡Ade… lante! —respondió el arponero, que ya se sentía inerte y con los miembros doloridos.

Hicieron un último y desesperado esfuerzo para acercarse más. Por fin una ola los arrojó con relativa dulzura en el banco de hielo, sobre el cual rodaron sin voluntad ni vigor y con los brazos y piernas rígidos, cayendo pesadamente entre la nieve y los cristales de hielo.

Eran las seis de la mañana.

CAPÍTULO XI. A TRAVÉS DE LAS NIEVES

Los dos infelices nadadores, desfallecidos, jadeantes, helados por aquella larga inmersión en agua tan excesivamente fría y magullados por el continuo golpeteo de las olas, permanecieron algunos minutos en el lugar mismo adonde les había arrojado el Océano, empapadas de agua las ropas, que goteaban por todas partes, y sin ánimo siquiera para cambiar dos palabras.

Al cabo, el teniente, que parecía estar hecho de hierro, se levantó mediante un poderoso esfuerzo.

—Konin… son —balbució, señalándole la costa, que en aquel paraje subía en rampa—, ven, si no quie… res mo… rir… te aquí.

—Aún… no, den… tro de po… co —le replicó, balbuciente, el arponero, cuyas quijadas crujían de un modo horrible por el frío y la excitación nerviosa que le producía.

—¡No…, no! Ven, pobre… cillo —repuso el teniente.

—No… pu… pu… puedo.

Comprendiendo el teniente que su compañero estaba en absoluta imposibilidad de moverse, se le acercó, despojóle de las ropas, y ya casi desnudo se puso a restregarle enérgicamente brazos, piernas y cara con la nieve.

—Ayú… dame, Konin… son —dijo.

El arponero le secundó en cuanto permitían sus fuerzas exhaustas y desfallecientes.

Aquellas dobles fricciones reanimaron pronto la circulación de la sangre, que parecía estar a punto de extinguirse para siempre. Entonces el teniente pensó en sí mismo, y, desnudándose, a pesar del viento heladísimo, repitió consigo, ayudado por Koninson, la operación que a éste le había reanimado y hecho entrar en calor.

—Ahora —dijo el bizarro teniente, después de dar siete u ocho saltos para probar la elasticidad muscular—, apresurémonos a ganar la playa.

—Y ¿adónde vamos? —demandó Koninson, poniéndose la mojada ropa.

—En busca de un refugio y de algo de lumbre.

—¿Espera usted encontrar alguna cabaña?

—Cabaña, no; cueva, sí. La costa americana está llena de cavernas. Animo, Koninson.

Cruzaron el banco de hielo, que crujía con siniestro ruido bajo sus pies, y subieron a la costa propiamente dicha, que era bastante elevada, y cubierta como de medio metro de nieve. Una vez arriba miraron en torno suyo.

Ante su vista se extendía una especie de meseta, cortada aquí y allá por hendiduras profundas, por rocas y embocaduras negras y cerradas al Sur por una doble fila de ásperas colinas nevadas. No había cabañas, y, lo que era aún peor, no se alcanzaba a ver bosquecillo alguno. A derecha e izquierda de la planicie se levantaban también algunos altozanos de difícil acceso y cubiertos por una espesa capa de nieve. En su cima alcanzaban a verse algunos retoños de arbolados, cuyas copas se doblaban formando arco.

—Esto es un desierto de nieve —dijo Koninson.

—No —respondió el teniente.

Volvióse y contempló el Océano, que aparecía casi velado por la niebla. Hasta donde alcanzaba la vista sólo se veían grandes y espumosas olas, que el viento azotaba en todas direcciones, y masas de hielo de todas dimensiones y formas, que chocaban violentamente entre sí, lanzando por el aire congeladas aristas. Del Danebrog no se divisaba ningún vestigio.

—¿Dónde estará? —murmuró el teniente, que se había tornado pensativo.

—¿Qué? —interrogó Koninson.

—El Danebrog.

—¡Se habrá ido a pique!

—O se habrá refugiado en cualquier costa para reparar las averías causadas por el choque.

—Entonces lo hallaremos.

—Lo espero, porque el capitán Weimar no es capaz de abandonar estos parajes sabiendo que dos de sus hombres están aquí.

—Pero puede creernos muertos, teniente.

—No lo creo, Koninson. La costa se hallaba cerca, y el capitán sabe que nosotros somos buenos nadadores.

—Y ¿qué haremos en tanto?

—Subiremos a aquella altura para aguardar a que cese la tempestad.

—¿Y luego?

—Luego seguiremos la costa hacia el Este. En marcha, Koninson.

Pusiéronse en camino con ligero paso para no helarse, porque el frío era verdaderamente terrible y aumentado por el viento, que levantaba en torno de los dos infelices marinos verdaderas nubes de menudos pedazos de hielo y nieve. El camino era áspero, desigual y, a menudo, interpolado, de hondonadas llenas de nieve, en las cuales Koninson y el teniente caían con frecuencia, costándoles sumo trabajo salir de ellas. Así caminaron por espacio de media hora, hasta llegar al pie de una colina, en cuya cumbre aparecían, enhiestos, algunos pinos; bordeáronla y llegaron a un plinto donde descendía suavemente hacia el mar. Casi al punto, la mirada del teniente abarcó una negra abertura, cerca de la cual llegaban de cuando en cuando las últimas espumas de las olas.

—Allí dentro estaremos bien —dijo a Koninson—. Podremos reposar, descalzarnos y, al mismo tiempo, mirar al Océano.

—Adelante, pues, señor Hostrup. Yo no puedo más.

Acercáronse a la abertura, que era bastante larga, un poco alta y, en su mayor parte, formada por una especie de columnas de hielo. Aquello no parecía obra de la Naturaleza, y así lo juzgó Koninson, que, al entrar, caminando delante del teniente se detuvo bruscamente haciendo un gesto de sorpresa y de terror.

—¿Qué hay? —hubo de preguntar Hostrup.

—Que hay alguien dentro —respondió el arponero.

—No es posible; no se ve sino oscuridad.

—Sí, señor; he oído rugir.

—¿Un rugido? ¡Oh! ¿Será un oso?

—Lo temo.

—Yo tengo mi cuchillo en el cinto.

—Y yo; pero poco valdrán nuestras armas contra bestia tan grande y tan feroz. ¡Silencio!

En el fondo de la caverna se oyó un prolongado rugido; luego viéronse brillar dos ojos grandes, redondos, de verdes reflejos.

—No es un oso —dijo el teniente, que había empuñado con rapidez el cuchillo—. O mucho me engaño o tenemos que habérnoslas con una foca o una morsa.

—¿Una foca ahí dentro?

—¿Por qué no? ¿No estamos a dos pasos del mar? Habrá venido aquí buscando reposo o a ponerse al abrigo de la tempestad. Ve a coger una rama de pino.

Koninson se apresuró a obedecer, regresando a poco con un brazado de resinosas ramas. El teniente sacó de una caja de metal, herméticamente cerrada, el eslabón y un pedazo de yesca, y encendió una de aquellas teas.

—Avante y cuchillo en mano —dijo luego el bravo marino.

Entraron en la caverna, que parecía bastante profunda, y andados diez o doce pasos se hallaron frente a una gigantesca foca que estaba apoyada junto a una pared, mostrando los dientes y lanzando roncos bramidos.

—¡A la espalda, Koninson! —gritó el teniente—. ¡Ya tenemos la cena!

El arponero saltó a la espalda de la foca y dándole un tremendo puñetazo en la nariz la dejó aturdida; luego, con una rápida y vibrante puñalada, la degolló. La puñalada produjo en aquel sitio una muerte casi instantánea. El teniente se aproximó con la tea encendida y contempló con curiosidad a su víctima. Era una otaria, anfibio perteneciente a la familia de las focas, de las cuales se distingue por tener un tanto saliente la oreja.

—Me convenía este animal —dijo Koninson—; tengo un hambre feroz.

—Asaremos el hígado, que tiene fama de ser un bocado delicadísimo —contestó el teniente—. Date prisa a encender fuego, Koninson, que estamos a punto de helarnos. ¡Calla! ¿Qué es aquello? Una provisión de leña…

Asió de nuevo la tea y se dirigió al fondo de la caverna. Con gran sorpresa, hallóse con una considerable cantidad de leña, una alta pila de líquenes y dos lanzas con puntas de obsidiana.

—Pues esta caverna —dijo— ha servido de albergue a algunos indígenas.

—O acaso a algún cazador —añadió Koninson—. ¡Ah, qué hermosa fogata vamos a encender!

Con dos piedras improvisó un fogón, y puso encima un montón de leña; la tea, que seguía ardiendo, fue colocada debajo, y pocos minutos después una magnífica llama iluminaba aquel antro, esparciendo en torno un agradable calor.

El teniente y Koninson se despojaron rápidamente de sus ropas, que pusieron a secar, y cuchillo en mano abrieron hábilmente el vientre de la otaria, sacándole el hígado el cual, ensartado en una lanza, fue puesto al fuego.

—¡Brava colación! —exclamó Koninson, que había recobrado el buen humor—. ¡Vientre de ballena! En mi vida recuerdo haber olido perfume más exquisito que éste. Sólo nos falta una botella de gin o de whiskys.

—Nos pasaremos sin ello —repuso el teniente, que se hallaba acurrucado junto a la llama y se frotaba con fuerza las extremidades para activar por completo la circulación de la sangre.

—Diga, señor Hostrup —replicó el arponero—, ¿es buena la carne de las otarias? Yo confieso que nunca la he comido.

—Para los esquimales, que se vuelven locos por el aceite y la grasa, sí; para nosotros, los blancos, es detestable.

—Pero teniendo hambre, puede comerse.

—Hasta atracarse, no habiendo otra cosa que meter por debajo de la nariz. Pero ¿cómo este animal estaba aquí solo?

—¿Le sorprende?

—Sí, Koninson; porque de ordinario van en grupos numerosísimos, especialmente en esta estación. En algunos puntos de la costa americana se ven ahora a millares, no obstante la despiadada caza de que son objeto por parte de los balleneros y de los indígenas.

—¿Es cierto, teniente, que estas otarias no aparecen en las costas americanas hasta primero de mayo?

—Sí, Koninson; y puedo añadir que todos los años llegan a la misma hora.

—¿Y hasta cuándo permanecen allí?

—Hasta la mitad de diciembre. Después de esa época no se hallaría una otaria ni aun pagándola a peso de oro. Es un magnífico espectáculo, que merece ser visto, la llegada de estos anfibios.

—Pero ¿qué vienen a hacer a esta costa?

—Vienen a buscar las hembras, con las cuales se reúnen indefectiblemente todos los años el día quince de junio.

—¿Ha visto usted alguna vez la llegada?

—Si, Koninson, varias veces. Seis años hace me hallaba yo en la bahía Smith, cuando se dio aviso del arribo de algunos millares de otarias. Todos eran machos. En menos que se dice ocuparon un lugar de la costa, dispuestos en tres filas: delante, los beach-master o capitanes del puesto; en medio, los bachelors o célibes, casi todos jóvenes, y los últimos, la reserva. El quince de junio se verificó la llegada de las hembras. Venían en filas compactas y larguísimas. Entonces pudimos presenciar un curioso espectáculo. Los beach-master se arrojaban al mar, nadando al encuentro de las hembras, y con exquisita galantería las agarraban por la piel de la nuca y las llevaban a tierra en gran número. Cuando cada cual tuvo siete u ocho, dejaron el turno a los bachelors, los que se disputaron con encarnizada porfía las hembras restantes.

—¿De modo que el grupo de bachelors…?

—Está formado de los otarios jóvenes.

—Y los breach-master, ¿qué son?

—Los adultos, algunos de los cuales tienen siete u ocho hembras.

—¡Cuerpo de ballena! Son unos sultanes esos beach-master.

—Como que algunos tienen veinte hembras.

—Y llegada la época de marchar, ¿emigran juntos?

—No; primero se van los más viejos, en octubre; luego, los pequeños, y, por último, las hembras.

—Y cuando están juntos, ¿no se producen disturbios entre ellos?

—Los balleneros y los esquimales son los que caen son frecuencia en esas numerosas reuniones y hacen una horrible degollina.

—¿Para llevarse las pieles?

—Sí.

—Se pagan bien, según eso.

—A seis, ocho y a veces veinte dólares cada una.

—¿Luego obtienen buena ganancia los cazadores?

—Siempre, porque matan en tales casos millares de otarias. Saca el hígado del fuego, que me parece que ya está en su punto.

El arponero obedeció y puso la carne en un canto bien limpio. El teniente lo dividió por mitad, y ambos comenzaron a trabajar tan lindamente con los dientes, que cinco minutos más tarde no quedaba pizca.

—Ahora —dijo el teniente— descansaremos y luego a dormir.

—¿No piensa usted en el Danebrog? —preguntó.

—La tempestad continúa, Koninson, y el Danebrog no va volver hasta que haya pasado.

—¿Espera que vuelva?

—Ya te he dicho que estoy seguro. El capitán Weimar no es hombre que abandona a sus marineros.

El teniente encendió la pipa, que había hallado en un bolsillo del chaquetón junto con la caja del tabaco, que estaba perfectamente seco; se tumbó sobre el montón de líquenes y se puso a fumar tranquilamente, mientras Koninson cerraba lo mejor posible la entrada de la caverna con piedras y ramas de pino, para defenderse, en lo que cabía, del viento y del frío.

A las nueve, mientras el huracán comenzaba a decrecer, encogidos el uno al lado del otro, con los pies vueltos hacia el fuego, se durmieron profundamente. Su sueño duró, sin embargo, muy poco, porque el recio viento que entraba de fuera era, en realidad, espantoso. El continuo gemir de las olas que morían en la playa lanzando espumas dentro de la caverna, se confundía con el chocar de los témpanos flotantes, que se rompían unos contra otros, y con el continuo silbido del vendaval, que después de haberse calmado un tanto recobraba su furia primitiva.

A las once, poco más o menos, según el cálculo del teniente, trataron de sacar la cabeza fuera. No nevaba ya, pero el cielo seguía cubierto por grandísimos nubarrones que corrían desordenadamente amontonados por el feroz impulso del aire; en el mar bailaban con aterrador balanceo gran número de icebergs, de hummoks y de streams.

—¿Qué haremos? —interrogó Koninson.

—¿Te sientes fuerte?

—Sí, teniente.

—En camino, pues. Tengo ansiedad de volver a ver el Danebrog.

—¿Seguiremos la costa?

—Mientras podamos, sí; luego treparemos por aquellas colinas escalonadas que se ven allá arriba.

Abrigáronse lo mejor que pudieron, se proveyeron de una gruesa rama de pino para ayudarse a subir con ella como bastón de camino en su ascenso a través de las montañas, y se pusieron en marcha con paso bastante rápido, tanteando, no obstante, el terreno para no caer en algún hoyo que estuviera oculto bajo la masa de nieve.

Durante corto tiempo siguieron bordeando la costa, pasando por entre afilados picachos; luego se desviaron al Sur por no encontrar paso, y comenzaron a subir una altísima colina cubierta de nieve, en la que rugía el viento furiosamente, doblando los troncos de algunos abetos pequeñitos.

—¡Valiente soplo! —prorrumpió Koninson, inclinando el cuerpo para mejor resistir el impulso del aire—. ¡Cuándo acabará!

—Mañana, de seguro —respondióle el teniente, señalando el horizonte a lo lejos.

—Si el Danebrog navega aún, se hallará a estas horas bien lejos de nosotros.

—Si no le hallamos hoy, lo hallaremos mañana.

—Y ¿dónde dormiremos esta noche?

—En cualquiera otra caverna.

—¿Y qué vamos a comer?

—Tengo un delicioso trozo de foca en el bolsillo. Animo, Koninson, que la marcha comienza a hacerse difícil; cuida, sobre todo, de no perder el equilibrio si no quieres fracturarte un hueso.

La marcha, en efecto, se había convertido, más que difícil, en peligrosa. No había senderos por ninguna parte, mientras que de la espesa nieve sobresalían aguzados picos de las rocas, que cortaban el calzado; el viento arreciaba sin cesar y parecía aumentar de intensidad a medida que subían ambos marinos, a cuyo paso eran obstáculo las rociadas de nieve y de pedazos de hielo que movían el vendaval, el cual, no satisfecho con esto, arrancaba piedras que descendiendo a su impulso, bajaban saltando amenazadoras de pico en pico. No era esto sólo. Hacia la cumbre se oían silbidos, aullidos y un cierto mugir capaz de provocar escalofríos.

Los pobres pescadores de ballenas, sepultados en la nieve, helados por el ventarrón, golpeados y zarandeados de un lado a otro, no se movían sino con suma precaución, viéndose obligados algunas veces a doblar el cuerpo, asiéndose a las rocas para no resbalar.

Al atardecer, destrozados, débiles, ensangrentados, cubiertos de nieve, con el calzado hecho trizas, llegaban a la cumbre de la colina, que se extendía formando una meseta. Allí el viento, que no tenía que pasar por entre peñascos, soplaba con entera libertad, removiendo la sabana de nieve y torciendo como junquillos los escasos abetos que vegetaban en la cumbre.

—¿Ve usted algo? —preguntó Koninson, apoyándose en un peñasco.

El teniente se encaramó a aquella piedra y miró al frente. A la izquierda, a una milla de distancia, vio el mar cubierto de hielos; a la derecha se elevaba una montaña áspera y cubierta de nieve; al frente se veía una ondulada extensión cortada en varios lados por arroyos de agua helada. A poco hizo un gesto de estupor: siguiendo con la mirada el contorno de la costa, había visto surgir en el centro de una ancha recortadura del terreno, que parecía ser una pequeña ensenada o algún fiordo, la arboladura de un navío.

—¿Ve usted algo, señor Hostrup? —preguntó por segunda vez el arponero.

—Si, Koninson, veo los palos de un barco.

—¡Vientre de ballena! ¿Será el Danebrog?

—Sí, el Danebrog; estoy seguro.

—¡Dios sea alabado! ¿Y está lejos?

—Milla y media, poco más o menos.

—¡Partamos, partamos, señor Hostrup! No sigamos aquí quietos. ¡Ah, bravo capitán! ¡Hurra, hurra!

—Cálmate, Koninson.

—Vámonos de aquí, señor Hostrup; siento hormigueo en las piernas.

El teniente, que a pesar de su cachaza se hallaba también impaciente por regresar a bordo del valeroso Danebrog, bajó de la peña y se puso en marcha precedido por Koninson. No obstante lo furioso de la borrasca, atravesaron rápidamente la planicie y descendieron por la vertiente opuesta, bordeando un profundo abismo del que salían espantosos aullidos, tal vez de alguna manada de hambrientos lobos.

Tras de haber estado más de veinte veces en peligro de rodar al fondo del precipicio, o de romperse una pierna al resbalar por la rápida pendiente, llegaron a la llanura. Cruzáronla casi corriendo y se detuvieron en las altas costas de un largo y estrecho fiordo, en el fondo del cual estaba sólidamente anclado el Danebrog, entre un gran número de trozos de témpano, desprendidos de un grande y espeso banco de hielo que se había quedado obturando la salida de aquel brazo de mar.

—¡Ah del Danebrog! —gritó Koninson con voz tonante.

Un marino, luego dos, cinco, y por fin todos, aparecieron en la toldilla, estallando un gran clamoreo.

—¡El teniente Hostrup! ¡Viva el teniente! ¡Viva Koninson!

Al punto fue botada al agua una ballenera, en la que tomaron plaza siete tripulantes, entre ellos el capitán Weimar, y se dirigieron a todo remo hacia la orilla.

Algunos minutos después el teniente y Koninson se hallaban en brazos del capitán, el uno, y el otro, de sus camaradas, que para siempre los habían creído perdidos.

CAPÍTULO XII. BLOQUEADOS POR LOS HIELOS

El valiente Danebrog, guiado por la mano hábil y robusta del no menos valiente capitán, había salido indemne de la formidable tempestad.

Empujado por el viento había embestido, no ya contra la escollera que había sido señalada, como primeramente creyeron el teniente Hostrup y el arponero Koninson, sino contra un gran banco de hielo que se presentó casi de improviso ante la proa.

El choque había sido bastante fuerte para aterrar a la tripulación entera y arrojar al agua al segundo en compañía del arponero, pero no llegó a producir averías en los sólidos bajos de la nave. Esta, luego de haberse detenido por algunos instantes, levantada por una montaña de agua, tornó a chocar con el obstáculo, y luego continuó la desordenada marcha a través de la niebla.

Después que fue advertida la desaparición del teniente y el arponero, a pesar de la furia del viento, del mar horriblemente embravecido y de los abundantes bancos de hielo que se cruzaban en todas direcciones, el capitán, que tenía gran cariño a los dos valientes, había ordenado virar de bordo con prudencia y botar al agua la mayor de las balleneras. Pero tan atrevida como expuesta maniobra no pudo ser coronada por el éxito por la enorme perturbación de los elementos.

Entonces Weimar decidió encaminarse a la costa, resuelto a no abandonar aquellos parajes sin haber encontrado vivos o muertos a los dos náufragos.

Y, en efecto, tras una obstinada lucha contra el huracán, que le llevaba al Este, y los hielos, que le asaltaban por doquiera, el barco consiguió triunfar, refugiándose en aquel amplio fiordo, que de pronto quedó cerrado por un gran banco de hielo, seguido de otro aún mayor. Una vez allí, el capitán sólo esperaba a que calmara la tempestad un poco para proceder a la busca del teniente y del arponero, a quienes suponía refugiados en un punto cualquiera de la costa o en la escollera que se había entrevisto a través de la niebla.

El señor Hostrup y Koninson fueron acogidos con gran regocijo a bordo, porque todos los querían por su valor y sus condiciones personales. Estrecharon la mano a todos los tripulantes y, cuando se hubieron vestido de nuevo y calmado las exigencias del estómago, fueron obligados a referir sus aventuras.

—Y ahora, ¿qué hacemos aquí? —preguntó el teniente al capitán Weimar, después que hubo concluido la narración.

—Esperaremos a que la borrasca termine para huir con rumbo al Oeste. La estación de la pesca ha terminado y, por desgracia, bastante mal.

—¿Luego se ha perdido la apuesta?

—Sí, teniente —respondió Weimar con tristeza—. Los dinamarqueses han sido vencidos.

—¡Bah! Tomaremos el desquite el año próximo, capitán.

—Sí; si logramos volver al puerto de donde hemos salido.

—Los hielos…

—Justamente. Aquí estamos por haber avanzado con exceso. A estas horas debíamos hallarnos en el mar de Behring.

—El buque es bastante sólido y puede navegar.

—No digo lo contrario; mas temo que avancen los grandes bancos de hielo. Siento por instinto que el icefield no está lejano. Mala apuesta ha sido, y tal vez la paguemos cara, pues sin ella no hubiéramos llegado hasta estas alturas.

—También ha influido la suerte, capitán. Dos choques en una misma estación son demasiados contratiempos. Y la salida del fiordo, ¿será feliz? He visto un banco de hielo a la entrada.

—Lo romperemos, teniente. El fiordo es largo; podemos, pues, tomar una carrera que aumente el ímpetu. Ahora id a reposar; yo, entretanto, inspeccionaré el banco y trataré de debilitar su resistencia.

El teniente, que se sentía rendido por la prolongada marcha a través de las nieves y las rocas, se retiró a su camarote, mientras el capitán descendía a bordo de una ballenera con una docena de marineros armados de sierras, hachas y picos.

El banco de hielo que cerraba el fiordo fue cuidadosamente reconocido. Tenía doscientos sesenta metros de largo, ciento veinte de ancho y nueve pulgadas de espesor. A mayor abundamiento, delante de él, impelidos por las olas y el viento, se habían aglomerado varios hummoks, streams y palks, que tendían a soldarse entre sí, haciendo más resistente el obstáculo.

—El Danebrog tendrá que roer un hueso duro —dijo el contramaestre Widdeak al capitán—, y si no nos damos prisa será más duro todavía.

—La tempestad cede, veterano —contestó Weimar—. Esta noche podremos navegar.

—¿Hemos de cortar el banco?

—Cortadlo.

—¿No se cerrará con el frío el canal que hemos de abrir?

—Es de esperar que no. Estamos sólo a dos grados bajo cero. Arreglaos con los picos y las sierras.

El contramaestre trazó en el banco un canal de siete u ocho metros, y los marineros se pusieron con actividad a la tarea, manejando briosamente las herramientas. Antes de la noche, una tercera parte del banco había sido abierta. Sólo restaba un trozo de unos sesenta metros, y esta rotura podía acometerla muy bien sin peligro el espolón del Danebrog.

A las ocho, capitán y marineros regresaron a bordo. El huracán comenzaba a disminuir con rapidez. Soplaba el viento con poca resistencia, y el mar no se hallaba tan embravecido como antes.

Durante la noche aclaró también el cielo y el sol apareció, iluminando con un soberbio tinte purpúreo los hielos que flotaban en gran número sobre el casi tranquilo mar.

A las seis de la mañana, el capitán Weimar, el teniente y toda la dotación se encontraban sobre cubierta, decididos a salir a toda costa de aquel fiordo.

Todas las balleneras fueron recogidas a bordo y bien aseguradas, para que el choque, que podía ser violentísimo, no las dañase. Luego fueron convenientemente asegurados los muebles de los camarotes de popa y los barriles de la bodega. A las siete desplegáronse velas, y el capitán se puso a la rueda del timón, en tanto que los marineros se disponían a las maniobras.

Soplaba un viento fresco del Sudsudoeste, llevándose a alta mar los hielos que la tempestad había empujado a la costa, y un magnífico sol brillaba en el horizonte, esparciendo en torno suave calor.

A las siete y diez minutos fue levada el ancla, y de súbito el Danebrog, por la acción del viento, que hinchaba sus velas, se movió como un caballo que siente la espuela, comenzando a navegar con velocidad notable hacia la salida del fiordo, ante el cual centelleaba el banco de hielo.

Eran novecientos metros de distancia que se habían de recorrer, distancia más que suficiente para imprimir al Danebrog el ímpetu necesario para franquear el obstáculo, ya debilitado considerablemente por los picos, las sierras y el hacha de los marineros.

—¡Orza! —mandó el capitán, que sujetaba con férrea mano el timón.

Llevado por el viento, que tendía a aumentar, el Danebrog se aproximaba rápidamente al banco, dejando tras sí una estela blanquísima, en torno de la cual rebullían no pocos peces.

Los marineros, asidos a la borda o al cordaje, no respiraban apenas, y contemplaban con cierta aprensión el banco, que por momentos se veía más próximo.

—¡Atención! —mandó el capitán.

Faltaban quince o veinte metros. El Danebrog, que corría con una velocidad de siete nudos por hora, ganó en breves instantes la distancia, penetrando en el canal abierto la víspera por la marinería. Prodújose un choque formidable que tumbó sobre cubierta a media tripulación; luego oyóse un crujido alarmante y numerosas broncas detonaciones. El banco, cogido de lleno por el agudo y sólido espolón del buque ballenero, se hendió como una lámina de vidrio, dividiéndose luego, en diez puntos distintos, en largas estrías.

Por algunos momentos el Danebrog quedó casi inmóvil; luego penetró guiado por su intrépido capitán en el centro de aquellos fragmentos, y salió a pleno Océano con la popa puesta al Norte.

—¡Hurra! —gritó la tripulación—. ¡Viva el Danebrog! ¡Viva el capitán Weimar!

Frente al fiordo el mar estaba libre, pero a derecha e izquierda, un inmenso número de hielos acumulados por el huracán obstruían la costa. Montañas inmensas, aguzados picos, conos truncados, columnas enormes, arcadas esbeltas, cúpulas extrañas, y tras esto, grandes bancos que se extendían hacia el Norte, formando con sus reflejos la blanca luz que, como hemos dicho, llaman iceblink los marinos.

Ningún buque surcaba las olas, que habían disminuido de altura ganando en extensión, y brillaban al ser iluminadas por los rayos del sol, como si estuvieran formadas de hebras de oro; por los aires sólo se veían algunas gaviotas que pasaban en silencio.

—Es preciso seguir rumbo al Norte algunos centenares de millas —dijo el capitán a su teniente, después de haber observado atentamente con un soberbio anteojo la inmensa superficie del agua—. Así hallaremos el mar libre y podremos navegar sin tener que luchar con los hielos.

—No nos alejemos tanto de la costa, capitán —le contestó el teniente—; en cuanto nos sea posible, encaminémonos hacia él Oeste. Es necesario darse prisa a volver al estrecho de Behring.

—Así lo haremos, señor Hostrup, a menos que nos encontrásemos en nuestro derrotero algún…

—¿Algún qué, capitán?

—Volver a puerto poco menos que en lastre me mortificaría bastante.

—¡Ah! Quiere usted decir que si halláramos nadando en nuestras aguas alguna ballena…

—No vacilaría en darle caza, aunque tuviera que llevar mi barco hasta los grandes icefields.

—Sería una imprudencia imperdonable, capitán. Hemos tardado ya con exceso en regresar este año. Perder otros dos días pudiera sernos fatal. ¿No le parece?

—No —respondió el primer comandante.

Había enfilado el anteojo, y miraba con atención profunda. Su cara, de aspecto tranquilo de ordinario, mudaba de color, y un ligero estremecimiento agitaba sus brazos.

—El camino es bastante largo —prosiguió el teniente, que nada había advertido—. Estoy seguro de que al llegar al estrecho de Behring hallaremos helado el mar en gran parte, y…

—¡Teniente! —exclamó en aquel instante el capitán con la voz alterada—. ¿No ve nada allá abajo, hacia el Sur?

—Sí, veo icebergs que se tambalean.

—No, más lejos; mire más lejos… Tome, tome el anteojo.

El teniente cogió el anteojo, apuntó a la dirección indicada, y allá, donde el mar parecía confundirse con el horizonte, divisó varios puntos negros que aparecían, desaparecían y tornaban a aparecer.

—¿Ve usted algo? —interrogó Weimar.

—Sí —replicó el teniente—. Veo un banco de ballenas.

—¡La victoria es nuestra, teniente! También este año triunfaremos los dinamarqueses.

—¿Qué quiere usted decir, señor capitán?

—Que daremos caza a las ballenas. Volveremos a Nueva Arcángel tan cargados, que casi nos iremos a fondo.

El teniente hizo un gesto de asombro.

—Perderemos otra semana —contestó con grave entonación.

—¿Qué importa?

—Le decía ha poco que estamos bastante lejos del mar de Behring y que dudo mucho de poder atravesarlo.

—¡Bah! Será cuestión de abrirnos camino si el mar lo ha cerrado.

—Capitán, piénselo otra vez. Pone usted a una carta la suerte, no sólo del Danebrog, sino de todos nosotros.

—Cuando se trata del honor de los balleneros daneses, no hay que pensar dos veces. Hay que cazar aquellas ballenas a cualquier precio, ¿eh, teniente?

—¡Sea, señor Weimar! Pero escúcheme: hagámoslo pronto, muy pronto, o nos veremos obligados a invernar en mitad del hielo.

—No pido sino tres o cuatro días. ¡Eh, maese Widdeak, gobierna recto a aquellas ballenas, y vosotros, muchachos, preparad las balleneras y los arpones!

—Es que…, capitán —se atrevió a decir el lobo marino.

—¿Qué quieres decir? —preguntó a Widdeak el capitán.

—Está tan adelantada la estación…

—Si tienes miedo, desembarca en la costa americana.

—Nunca. El viejo Widdeak no abandona el Danebrog.

—Obedece entonces. ¡A la maniobra, muchachos! Mañana tendremos grasa para abarrotar el Danebrog de la quilla a la perilla.

Al instante viró de bordo el Danebrog, poniendo proa en la dirección señalada. Los marineros, aunque también habían comprendido que iban a una jugada peligrosa que podía costarles la vida, se pusieron alegremente al trabajo, animados por los dos arponeros. Todos estaban interesados en la apuesta, celosos guardadores del honor de los balleneros de Dinamarca; además, en el banco de ballenas se alzaba a ver algunos de aquellos mamíferos.

En cortísimo tiempo fueron armadas las balleneras, y sueltas de los pescantes, estaban prontas a ser botadas al agua al mando del capitán. Los remos, arpones, lanzas y sedales fueron convenientemente dispuestos en las embarcaciones.

Al cabo de una hora el Danebrog se hallaba alejado ocho millas de la costa americana, distando sólo siete de las ballenas, que desfilaban majestuosamente hacia el Norte por entre una doble fila de bancos de hielo. ¡Hermoso era el espectáculo que ofrecían aquellos gigantes del océano Ártico!

Eran nueve, seguidas por dos o tres ballenatos, aun éstos de dimensiones no comunes. Avanzaban lentamente, lanzando al aire columnas de vapor por los órganos respiratorios, y brillando al sol la untuosa piel, como si fueran sus cuerpos inmensos cilindros de acero.

De tiempo en tiempo, algunos de aquellos gigantes daban una zambullida produciendo en la superficie un verdadero vórtice, y después reaparecía a larga distancia, levantando con los golpes rudos de la cola masas de agua que hacían oscilar los hielos flotantes.

Los marineros del Danebrog, entusiasmados por aquel espectáculo, no permanecían quietos, a pesar de las órdenes terminantes del capitán, recomendando quietud y silencio; saltaban a las escalas, subían a las cofas y a los masteleros para ver mejor, y daban gritos de alegría.

Koninson, empuñando su terrible arpón, corría de proa a popa animando a todos, seguido por Harvey, que también se sentía deseoso de llegar a la lucha con los monstruos, a pesar de su número, que podía ser funesto para la tripulación del Danebrog. Hasta el contramaestre Widdeak había olvidado el peligro que amenazaba a la nave ballenera, y en sus ojos brillaba una singular bravura; sólo el teniente, con su calma habitual, seguía con tranquila mirada el desfile de los cetáceos.

Ya el Danebrog, empujado por un fresquísimo viento del Sudsudoeste, distaba sólo de seis a siete nudos de las ballenas, cuando éstas se sumergieron todas a la vez, siendo muy notable qué al volver a la superficie daban vivas señales de inquietud. Volvíanse rápidas hacia el Sur, agitaban furiosamente la cola, se empinaban, sacando más de la mitad del cuerpo fuera del agua, y arrojaban con más frecuencia surtidores de vapor por la nariz.

—¿Qué sucede allá abajo? —preguntaba el capitán frunciendo el entrecejo—. ¿Tienen miedo de nosotros?

—No lo creo —contestó el teniente, que se hallaba junto a él—; apostaría que han sido acometidas.

—Acometidas, ¿y por quién?

—Bien sabe usted, capitán, que tienen numerosos enemigos. ¡Ah! Mire allí, al Este, aquellos grupos negruzcos que tan de prisa avanzan.

—¡Sí, sí; ya los veo!

En aquel punto se oyó gritar a Koninson, que se había subido a la cofa del trinquete:

—¡Un tropel de delfines gladiadores!

Casi al mismo tiempo, las ballenas emprendieron una precipitada fuga hacia el Norte. Habían descubierto los delfines, sus enemigos acérrimos.

El capitán hizo un ademán colérico.

—¡Oh, rabia! —dijo—. ¿Quién sabe ahora cuánto tendremos que navegar?

—Pero ganaremos alguna ballena sin tirar el arpón —exclamó Koninson, que había abandonado la cofa—. Los delfines alcanzarán, sin duda, las ballenas, y alguna de ellas perderá la vida en la lucha.

—Pero nos veremos obligados a subir aún hacia el Norte, y el invierno avanza con rapidez.

—¡Bah! Luego saldremos del apuro como se pueda. ¡Ah, si se pudiera acometer aquel tropel, qué de arponazos!

Las ballenas, en tanto, temerosas como son de los delfines gladiadores, por la fuerza, por lo agudo de sus dientes y por su ferocidad, huían con rapidez creciente hacia las heladas regiones del Polo. El mar, removido por las furiosas sacudidas de las colas de los doce monstruos, parecía sujeto al influjo de una borrasca. A derecha e izquierda corrían grandes olas que hacían tambalearse y chocar con estrépito los numerosos hielos flotantes.

De rato en rato los perseguidos cetáceos se sumergían como si temieran ser acometidos por debajo; reaparecían luego, arrojando con furia nubes de vapor y dando bramidos que se oían distintamente a bordo del Danebrog. Presto, sin embargo, gracias a su velocidad prodigiosa, desaparecieron tras de los hielos que cerraban el horizonte. Los delfines gladiadores, cuyo número no bajaría de dos docenas, las siguieron, y nadando veloces como ellos saben hacerlo.

No arredró esto al Danebrog. El capitán Weimar, y con él casi toda la tripulación, habían jurado alcanzarlos, y aunque los peligros fueran cada vez más numerosos, por estar cubierto el mar por doquiera de témpanos de todas dimensiones, ordenó, pues, al timonel que siguiera las manchas aceitosas, marcadas en el agua por el paso de las ballenas, y, favorecido por un aire que crecía en velocidad, el Danebrog navegó durante toda la noche rumbo al Norte; y decimos noche por hábito, pues el sol permanecía oculto pocas horas, y aun en éstas, la luz refleja del horizonte bastaba para ver las huellas oleosas de los cetáceos.

En la mañana del 25 de septiembre la nave se encontraba ya a cien millas de la costa americana; pero las ballenas, perseguidas sin duda por sus sanguinarios enemigos, no habían sido aún descubiertas.

Sin embargo, la tarde de aquel día, cerca de un stream, fue recogido un delfín gladiador con la cabeza destrozada, probablemente por el coletazo de una ballena. El cuerpo del monstruo tenía siete metros de largo, y las aves acuáticas le habían lacerado ya con sus uñas la piel del lomo. Izado a bordo fue partido en pedazos, y la grasa pasó a las botas de la sentina.

El día 26 advirtió la tripulación que los hielos eran más numerosos y que el termómetro bajaba con bastante rapidez, aunque el sol continuaba brillando en el cielo.

Esto no obstante, el barco prosiguió su marcha al Norte, pues entonces ninguno, excepción hecha del teniente Hostrup, que preveía el riesgo en que estaban, quería renunciar a la caza de las ballenas que debía asegurar la victoria a los daneses.

La tarde del 27, a cuatrocientas millas de la costa americana, viose al Norte una luz blanca encantadora: era el iceblink, que señalaba la presencia de uno o acaso de varios bancos de hielo. Las manchas de grasa continuaban, sin embargo, en dirección Norte, y aunque en el ánimo del capitán se hubiera abierto camino cierta inquietud, el Danebrog no cambió de ruta.

Hacia las nueve de la mañana del siguiente día fue hallado el gran banco. Tenía un frente de doce a trece millas, cortado en varios lugares por agudas puntas, columnas esbeltas y cúpulas atrevidas; en el centro se abría un canal como de trescientos metros de longitud, que se perdía a lo lejos en dirección al Norte.

—¿Es un banco sólo o son dos separados por el canal? —se preguntaba el capitán.

—Son dos, sin duda —dijo Koninson, que le había oído—. Y las manchas de grasa —añadió— continúan canal adelante.

—¿Qué quieres decir con eso, arponero?

—Que las ballenas se han metido ahí esperando que podrían salir por el otro lado.

—Razón tienes, Koninson. ¡Eh, Widdeak, gobierna enfilando el canal!

El Danebrog, que andaba con una velocidad de ocho nudos y viento en popa, describió una curva en torno a un iceberg grandísimo, en cuya cima se elevaba una torre, también de proporciones gigantescas, y entró en el canal, rompiendo con su fortísima proa una multitud de témpanos menudos que estaban allí en espera del frío para unirse, soldando una y otra porción del banco separadas por el canal.

Las manchas de grasa eran aún muchas, y resaltaban más sobre aquella agua, que la blancura de los hielos y el blink hacía aparecer más oscura. Numerosas urracas marinas, astrólogos, uñas, ocas y otros pájaros ocupaban las dos riberas del frío canal, entreteniéndose en pescar y en arreglarse a picotazos el plumaje.

El Danebrog, guiado por la experta mano del viejo Widdeak, avanzó por el canal, sorteando no pocos treams y hummoks, que de cuando en cuando se desprendían, por la acción de los tibios rayos solares, de aquellas vastas llanuras de hielo.

Los marineros, ciertos ya de poseer las ballenas, se habían encaramado a las bordas, a las escalas, a los penóles y aun a las cofas, ansiosos todos de ser los primeros en verlas.

A las ocho de la tarde el arponero Harvey gritó, desde las vergas del trinquete:

—¡Capitán, el canal se ha cerrado!

Weimar subió a la arboladura seguido del teniente y de Koninson. Apenas pudo tender la mirada hacia las lejanías del Norte, lanzó una exclamación de angustia.

Cuatro millas más arriba el canal estaba cerrado, en efecto, por una tercera extensión de hielo, mayor, al parecer, que las otras. De ballenas no se advertía ningún rastro, a excepción de las manchas de aceite, que parecían llegar hasta la extremidad del canal.

—Hay que retroceder —dijo el teniente.

—Pero ¿dónde han huido esas ballenas? —rugió el capitán, apretando los dientes.

—Probablemente han escapado antes de llegar al banco.

—Si no es que han desaparecido nadando por debajo del banco —añadió Koninson.

—¿Y qué hacemos ahora? —interrogó el capitán.

—Capitán —replicó el teniente—, creerme a mí; dejar ya las ballenas y volvernos pronto.

—¿Y la apuesta?

—Tomaremos el desquite el año que viene.

Bajó el capitán sobre cubierta y dio la orden de volver atrás.

El Danebrog viró en redondo y se encaminó al Sur dando bordadas, porque tenía el viento de proa.

Mas así y todo, cuando tras una larga jornada llegaron a la entrada del canal, ésta se había cerrado. El iceberg anteriormente visto, empujado por el aire Sur, se había encajado sólidamente entre los dos bancos, cerrando el paso a la nave ballenera con su imponente masa.

CAPÍTULO XIII. AL GARETE

El Danebrog, el valeroso barco del capitán Weimar, no podía esperar otra cosa que la rotura de los tres bancos para salir del canal, a que naturalmente se quebraran, cosa muy poco probable en aquella longitud y estando tan avanzada la estación. Toda la pólvora de la santabárbara, todos los brazos de la tripulación y aun la solidez del espolón, hubieran sido impotentes para abrir paso. Al frente, el iceberg, con su torre y su mole; a derecha, izquierda y atrás, los tres bancos ya unidos, con su considerable extensión, no eran menos invulnerables. Estaban, pues, en peligro de tener que invernar en aquel angosto brazo de mar. ¡Y qué horror entonces! El mismo teniente Hostrup, a quien nada sorprendía ni espantaba, experimentó escalofríos solamente al pensarlo.

Sobre la cubierta del buque ballenero, después de las primeras muestras de desesperación, reinó un fúnebre silencio. Todos los marineros, si bien habituados a los terribles fríos del Polo, y muchos de ellos salidos ya con bien de alguna invernada boreal, estaban materialmente aterrados.

El capitán, después de dar la orden de virar en redondo para no abrir brecha en la obra viva con las paredes de hielo, había subido al castillo de proa, y desde allí, cruzado de brazos, torva la mirada, silencioso, desanimado y valeroso a un tiempo, se había puesto a contemplar el iceberg que cerraba el paso.

Buscaba sin duda un medio cualquiera de salir de aquella prisión, que para él y los suyos podía convertirse en una tumba.

La voz del teniente Hostrup, tranquila aun en aquel tremendo trance, le arrancó de sus meditaciones, diciendo:

—¿Qué piensa usted hacer, capitán?

—No lo sé aún, teniente —repuso el interrogado—. ¡Ah! ¿Por qué no habré seguido su consejo? Ya el corazón me decía que la fortuna se me había vuelto de espalda. Nos había protegido demasiado en esta campaña, que para otro cualquiera hubiera sido fatal.

—Dejémonos de lamentaciones, capitán, y en vez de ello veamos si es posible salir de aquí.

—¿De qué modo?

—Acaso podamos abrirnos paso a través del iceberg.

—No bastaría para ello toda la pólvora que traemos.

—Posible es que no ofrezca una gran solidez, y con las minas, primero, y el espolón después, podría reducirse a un obstáculo pequeño.

—Visitaremos el iceberg. Pero si una vez reconocido no se consigue nada…

—Esperaremos.

—¿El qué? No abrigue dudas, teniente; estamos a veintiocho de septiembre, y en esta época el sol no tiene fuerza para disolver un campo de hielo.

—No cuento con el deshielo, capitán.

—Entonces…

—Calculo contando con el encuentro de algún icefield. Al choque que ocurriera acompañaría un rompimiento que permitiera salir.

—Débil esperanza, señor Hostrup.

—Bien lo sé; pero no hay otra mejor. Haga anclar el buque y vamos a inspeccionar el iceberg.

Maese Widdeak, a una orden del capitán, hizo marchar al Danebrog, hacia una especie de fiordo que formaba el banco de la izquierda, y lo hizo amarrar con dobles cables a un sólido hummok.

Esto hecho, Weimar, Hostrup, Koninson y seis marineros se embarcaron en una ballenera, y atracaron al iceberg en un punto donde no era difícil.

La montaña de hielo fue visitada con detenimiento. Medía más de noventa metros de anchura por mil doscientos de largo, con una circunferencia de lo menos cuatrocientos. Por uno de sus lados se ajustaba perfectamente a uno de los bancos; por el otro dejaba un canalito no tan angosto que no permitiera el paso de un bote.

—Invencible —dijo el capitán—; serían precisas cinco toneladas de pólvora y un centenar de hombres para abrir un paso que permitiera la salida del Danebrog.

—Lo reconozco —respondió el teniente.

—¿Y si intentáramos cortar uno u otro de los bancos? —preguntó Koninson.

—Los grandes hielos nos sorprenderían antes de haber hecho un canal de quinientas brazas —contestó Weimar.

—Entonces no quedará la más mínima esperanza de volver a entrar en el estrecho de Behring.

—Lo temo, Koninson.

—¡Condenadas ballenas! Me estremezco sólo de pensar que tal vez hayamos de invernar aquí.

—Volvamos a bordo; aquí nada tenemos que hacer.

—¿Se mueve el banco de hielo?

—Sí, camina hacia el Sudsudoeste llevado por la corriente polar.

—Pues entonces él mismo nos llevará al estrecho de Behring.

—Siempre que no nos detenga otro banco o alguna isla de la costa americana. Vaya, amigos, a bordo, y confiemos en Dios.

La ballenera, en pocos minutos, los condujo de nuevo al Danebrog, donde eran esperados con ansiedad por los marineros. El capitán dio cuenta a sus hombres en pocas palabras del verdadero estado de las cosas, dejando entrever, no obstante, esperanzas que acaso no tenían sólido fundamento; luego dio orden de amainar las velas, que por el momento eran inútiles, y de amarrar el barco de manera que quedase en medio del canal.

Apenas terminadas estas maniobras desapareció el sol tras una masa de vapores de color plomizo. Era una niebla que avanzaba extendiéndose sobre los grandes bancos; pero tan espesa, que concluyó por oscurecer el blink.

—El invierno avanza a toda prisa —dijo el teniente a Koninson—. Temo que ésta sea la última estación para el Danebrog.

—También yo tengo ese temor, señor Hostrup —dijo el arponero—. Dentro de pocos días tendremos en torno nuestro tanto hielo, que podrá desafiar el espolón, no de una, sino de setenta fragatas. Pero vea, vea los pájaros cómo vuelan en dirección al Sur. ¡Dichosos ellos que tienen alas!

Cerca de las diez el nublado, que avanzaba rápidamente empujado hacia delante por el viento que había cambiado ya de dirección, estaba materialmente encima de los grandes bancos de hielo, envolviendo al Danebrog en un velo muy húmedo y frígidísimo. El termómetro descendió casi en seguida a cuatro grados bajo cero.

La tripulación, después de haber encendido el farol, por no olvidar precaución alguna, y de haber puesto dos centinelas armaos de carabina para impedir que cualquier oso blanco se acercara a la nave (cosa no difícil, dada la vecindad de los bancos), se recogió bajo cubierta.

Nada extraordinario ocurrió durante la noche. El wacke —tal es el nombre que los balleneros dan a los bancos que encierran una cantidad de agua— navegó lentamente hacia el Sudsudoeste, llevado por el viento y la corriente polar, agregando a la ya enorme mole los hielos que se encontraba en su marcha.

Al otro día, 29, no se dejó ver el sol, oculto como se hallaba por la niebla que se había extendido la víspera, y aún bajó el termómetro dos grados más bajo cero. Los menudos témpanos, que abundaban flotantes en el canal, fueron uniéndose en diversos lugares, formando delgadas capas de cristal. Aquel principio de congelación impresionó no poco a los tripulantes del Danebrog, y varios marineros comenzaron a perder toda esperanza de tornar al puerto de que habían partido.

Durante el día el capitán y el teniente visitaron el iceberg, y notaron con dolor que se habían hecho más consistentes los bancos y que el canal se hallaba congelado por entero.

El 30 fue un día horrible. Una abundantísima nevada cayó, cubriendo los bancos de hielo y la cubierta del Danebrog con una capa de varios palmos. El termómetro descendió otro grado.

El capitán hizo encender las estufas, y por no tener la gente ociosa, para evitar el influjo de tal circunstancia en el estado de los ánimos, ordenó la depuración del aceite de ballena.

Para esta operación empleáronse sacos de franela llenos a medias de carbón en polvo, distribuido en capas de media pulgada y sostenidos de suerte que no se reuniera todo en el fondo.

En dichos sacos se vacía el aceite después de haberlo liquidado, si el frío lo ha helado, y se deja filtrar en una vasija que contiene una cierta cantidad de agua mezclada con sulfato de cobre. Cuando el recipiente está casi lleno, se deja reposar el aceite tres o cuatro días; luego se extrae por medio de una canilla puesta algunas líneas por encima del pivel del agua.

Si se quiere obtener un producto purísimo, que no tenga sabor a pescado rancio, basta repetir la operación dos o tres veces.

La tripulación, imposibilitada de salir por la nieve, que no cesaba de caer, y por el terrible frío que hacía sobre cubierta, aceptó de buen grado aquel pasatiempo.

Ya a la tarde, el nevazo se calmó, apareciendo tras las pardas nubes un rayo de sol, de una belleza incomparable, que tiñó de rojo la enorme extensión de los hielos agrupados en torno del buque.

El teniente y Koninson aprovecharon la circunstancia para desembarcar en el hielo y tumbar media docena de ocas y algunas procelarias. Vieron asimismo a no mucha distancia de la nave una foca la cual, así que los vio, fue a esconderse en el agujero que había abierto en el hielo para salir a respirar.

—Si no es hoy, será mañana cuando te cojamos —dijo el arponero.

—Pero no será fácil hacerlo, Koninson, pues habiéndonos visto el animal será muy prudente.

—Nos esconderemos tras de cualquier hummok, y apenas salga del agujero le soltaremos un balazo en la cabeza. Y ahora que lo pienso, ¿no habrá también osos blancos en este wacke?

—No deja de ser probable. Con frecuencia, obligados por el hambre, los feroces carnívoros se embarcan en los icebergs con la esperanza de desembarcar en un punto bien provisto de caza. Así es que no me sorprendería hallar mañana alguno por aquí.

—Nada más agradable, señor Hostrup, porque la carne de oso es excelente.

—No lo niego; pero son animales que no temen acometer a un barco.

—Somos muchos, y los fusiles no son pocos. ¡Vientre de ballena! ¡Mire allá abajo, señor Hostrup, mire usted!

—Qué, ¿ves un oso?

—¡Con mil diablos…, lo que veo son las ballenas!

El arponero, que dijo esto riendo, no se había equivocado. Al otro lado del banco once ballenas, contando las crías, nadaban rumbo al Sur, abriéndose paso entre los hielos con formidables coletazos.

—Cualquiera diría que vienen a hacernos burla.

—Ya quisiera verme con ellas arpón en mano; yo las enseñaría a burlarse de la gente —contestó el arponero, contemplando con fulgurantes ojos los gigantescos animales—; pero estamos encerrados, y por algún tiempo acaso.

—Por mucho tiempo, con seguridad, Koninson.

—Luego, ¿no tiene esperanzas, teniente?

—Ninguna.

—¡Y lo dice usted con esa tranquilidad! Será cosa de creer que no le importa una invernada.

El teniente se encogió de hombros.

—Hay que tomar las cosas conforme vienen, amigo mío —replicó—. Volvamos a bordo, que empieza a soplar un viento endiablado y muy frío; preveo una borrasca para mañana.

—Sería bueno que llegase hasta el punto de hacer pedazos este funesto wacke.

—Será tremenda, te lo aseguro. Mira qué nubes tan feas se amontonan en el cielo.

—¿Y romperá el banco de hielo?

—Es probable, Koninson.

Cuando regresaron a bordo el viento había comenzado ya a soplar con extremada furia, esparciendo la nieve que cubría el banco y levantando por los aires masas de agua del Océano. Parecía que llevaba consigo una legión de diablos; ya soplaba a través de la arboladura y de las cuerdas, ya rugía tremendo sobre las crestas de los icebergs, ya mugía más fuerte que las olas mismas, que se quebraban contra los hielos, derribándolos y rompiéndolos contra el wacke.

El capitán, temiendo que la nave no resistiera aquel formidable soplo, la hizo asegurar de nuevo con tres cables aún más recios, y ordenó que se doblaran las guardias. La noche fue espantosa. Los hielos del Océano, escondidos en las regiones septentrionales, iban a chocar a centenares contra el banco con un ruido indescriptible, amontonándose unos sobre otros y haciéndose pedazos al choque.

Espumosas olas de tamaño enorme llegaban arrastradas por el viento, se estrellaban contra el helado banco, y, desapareciendo debajo de él, le hacían tambalearse a pesar de su peso y de su tamaño. Crujía con tan violentas sacudidas que largas grietas se abrían de cuando en cuando; pero al punto se unían como si temieran que el barco pudiera escapar por ellas.

Aun en el canal estaba agitadísima el agua, y muchos témpanos arrancados de la orilla o transportados por el viento, flotaban desordenadamente.

El Danebrog, aunque firmemente asegurado, se acostó tres veces, amenazando chocar contra los bordes del fiordo. Los marineros, no obstante la profunda oscuridad, se vieron obligados a tender nuevas amarras y a colocar sobre el banco dos anclas, que fueron lanzadas al fondo por grandes agujeros abiertos ex profeso.

A las dos de la mañana, cuando mayor era la furia del huracán, el banco, como si lo hubiera movido un terremoto, osciló con violencia de Sur a Norte, y una profunda abertura se manifestó en aquella dirección tras un crujido tan fuerte que hubiera podido oírse a diez kilómetros.

El iceberg que cerraba el canal se vio un momento después suelto y oscilante. Un griterío de alegría se levantó en la tripulación, que subió a cubierta creyéndose libre de su fría prisión.

Por desgracia, aquella alegría fue de corta duración. El coloso, después de haberse alejado algunas brazas empujado por las olas, volvió a chocar contra el banco, encajándose aún con más fuerza que antes en el canal. Hasta la gran hendidura que se había producido en el wacke se cerró al punto por la grande presión ejercida por los hielos que descendían a millares del Septentrión.

—Se acabaron las esperanzas —dijo el capitán al teniente—. Tendremos que invernar.

—Tal vez —contestó únicamente Hostrup, que miraba con un anteojo hacia el Sur.

—¿Tiene usted alguna esperanza?

—He descubierto allá abajo una mancha oscura que se levanta en el centro de un banco de hielo.

—¿Y qué?

—Que el viento nos lleva en dirección a aquella tierra.

—¿Está seguro de que sea tierra?

—No me engaño.

—Pero es imposible que nos hallemos ya cerca de la costa americana. Yo no estoy muy convencido.

—Llevamos dos días con viento que nos arrastra al Sur, ayudado por la corriente. También puede ser una isla en vez de la costa americana.

—¿Y qué se promete usted del encuentro con tierra firme?

—El huracán nos lleva con una velocidad que hay que tener en cuenta.

—Luego, teme usted un choque…

—Sí, capitán.

—Si el banco se quiebra, ¿no correrá peligro el Danebrog?

—El canal es ancho.

—Lo sé; pero los hielos pudieran acumularse en él y abrir el costillaje por la presión.

—¿Y si nos ponemos a la vela?

—¡Tiene usted razón! ¡Eh, maese Widdeak, haced desplegar inmediatamente las velas y levad anclas!

Era el tiempo preciso, por estar la tierra vista por el teniente bastante lejana. La marinería, habiendo comprendido que se trataba de alguna esperanza sobre la cual discurría el capitán, puso sobre cubierta el velamen en un abrir y cerrar de ojos, lo izó a las vergas y lo desplegó, en tanto que Widdeak, con Harvey y Koninson, levaban anclas y desamarraban.

Media hora después de dadas las órdenes, el Danebrog salía del fiordo y llegaba al centro del canal, alejándose del iceberg, que debía de ser el primero en sufrir el choque con la tierra vista, que no se hallaría entonces a distancia mayor de una milla. Era una roca de 600 metros de extensión por una altura de 300 a 400. En rededor de ella se extendían grandes bancos de hielo y de témpanos flotantes.

El wacke, que navegaba con una velocidad de tres a cuatro nudos por hora, llegó muy pronto a la isla. Oyóse un crujido cien veces más grande que el anterior, seguido poco después de sordo golpeteo, causado tal vez por la caída de algunos montes de hielo.

El wacke, rotos los hielos que le rodeaban por el lado Norte, fue a chocar contra el escollo con tal fuerza, que al golpe retrocedió, abriéndose dos grandes fisuras; las orillas del canal cedieron, hundiéndose en parte; las pirámides, arcadas y columnas dieron unas con otras, pero… el Danebrog continuó preso. El iceberg, aunque había soportado casi todo el choque, no cedió; sólo la torre había oscilado, resquebrajándose, pero sin caer.

En el puente del Danebrog se oyó un grito de rabia. ¡Todo estaba perdido!

Ya no había más remedio que invernar.

CAPÍTULO XIV. LA INVERNADA

Sí; por aquella vez, todo estaba resuelto para el Danebrog. No le quedaba ninguna esperanza de poder librarse de aquel formidable cercado de hielos que lo oprimían como tenazas.

Era forzoso aguardar la vuelta del estío, que no sería antes de seis meses, si no comenzaba más tarde. ¡Seis meses entre los hielo! Seis interminables meses entre las tempestades de nieve, envueltos en una oscuridad continua, puesto que el sol debía de desaparecer en breve por completo, y soportando un frío horroroso. ¡Cuántos peligros que desafiar! Había motivos de sobra para espantar a los más intrépidos balleneros del mar Ártico y para hacer tiritar de miedo al más atrevido explorador de las regiones polares.

Cuando la tripulación del Danebrog halló que apenas sé había roto el enorme banco de hielo, que esperaba ver destrozado, se apoderó de todos los ánimos una violenta cólera, que se convirtió muy pronto en un profundo desaliento. Ante sus ojos habíanse aparecido en horrenda visión todos los sufrimientos que lleva consigo una invernada.

Por fortuna, el capitán Weimar, dotado de una audacia sin par y de una admirable sangre fría, aunque comprendió que su buque tenía noventa probabilidades entre ciento de ser destruido por los hielos, no había perdido la serenidad.

Con un enérgico ademán reunió en torno suyo a los marineros, y les dijo:

—No temáis, compañeros y amigos. Otros balleneros, encerrados como nosotros por el hielo, han vuelto a su patria. Nuestro barco es sólido; las provisiones, abundantes; nuestros corazones, animosos; los cuerpos, aguerridos contra el frío más intenso. ¿Por qué no hemos de esperar salir aún vencedores de la terrible prueba? ¿O es que los dinamarqueses son menos que los demás?… ¡Animo, muchachos; pongamos mano a los preparativos de invierno!… Aguardemos con valor los fríos del Polo y los asaltos de los témpanos. ¡Hola, maese Widdeak!… Haz que suban al puente una barrica de gin, y luego, todos al trabajo…

—¡Bravo, capitán! —gritó Koninson—. Afrontaremos los hielos y desafiaremos el frío polar. Somos dinamarqueses y, por añadidura, balleneros dinamarqueses.

Maese Widdeak hizo subir a cubierta un barrilito de gin, que en poco tiempo quedó completamente vacío. Los marineros entraron en calor, y, vigorizados por la ardiente bebida, se pusieron a trabajar con febril actividad, a las órdenes del capitán unos, y otros a las del teniente, pues para ninguno de aquellos dos hombres era cosa nueva la invernada.

En primer término, la nave fue conducida a un fiordo abierto en el banco, y asegurada sólidamente allí por proa y popa con recios cables que rodeaban los hummoks, y con anclas, bien agarrados a las asperezas de la orilla.

Esto hecho, fueron quitadas las velas, calados masteleros, y quitada, en fin, la arboladura toda, arropando, además, la obra muerta para que el frío no la desguazara. Desarbolado el barco se pensó en convertir la cubierta en una cómoda sala para tener la gente abrigada y para conservar mayor cantidad de calor en los camarotes situados bajo ella.

Construyeron una techumbre de tablas con cierta inclinación hacia popa y a proa, y fueron colocadas encima de las amuras de suerte que, unidas al techo, formaban un salón casi tan largo como la eslora del buque. Fueron abiertas cuatro ventanas para dar la entrada a la luz y la ventilación, cubriendo por último las junturas de las tablas con papel encolado para que impidiera el paso del aire…

—¡Esto es una magnífica sala! —exclamó Koninson, que había trabajado, acaso, más que todos—. No hemos de pasarlo aquí mal.

—Organizaremos fiestas —dijo el capitán.

—¿Y bailes?

—¿Por qué no? Harvey tiene un acordeón; el contramaestre Widdeak debe conservar aún en el fondo de su litera una vieja guitarra y el gaviero Tomshoé, una trompa. De suerte que no falta orquesta.

—Así no nos aburriremos.

—Organizaremos, además, otra diversión.

—¿Cuál será ella?

—Pues un teatro.

—¡Soberbia idea, capitán! ¿Y quién representará el espectáculo?

—Ustedes mismos; y si tienen voz agradable, les haremos cantar.

—Nuestra invernada va a ser un carnaval, señor capitán.

—Desde luego, si el frío, la opresión por los hielos o el escorbuto no nos molestan.

—Sólo nos falta emprender una cacería.

—La habrá. Formaremos una escuadra de pescadores y otra de cazadores. Para alejar el escorbuto es necesario tener siempre carne fresca.

—¿Dónde cazamos? Porque yo; a todo esto, no veo el monte, capitán.

—No lo digas tan pronto, Koninson. Dentro de poco nos hallaremos con osos blancos.

—¿En aquella isla, acaso?

—En la isla y en el mar.

—Pues serán bien acogidos, capitán. Tenemos buenas carabinas y las municiones no escasean.

Al siguiente día el capitán y el segundo dedicaron la atención al interior del barco. La bodega fue cuidadosamente raspada y lavada con agua mezclada con cal, para que el maderamen no sufriera con exceso durante los grandes fríos; en la escotilla fue colocada la estufa con un tubo bastante curvo, a fin de que el calor no saliese al exterior. Allí mismo fue colocado un doble cilindro de hierro galvanizado, destinado a recoger la nieve, a fin de que nunca faltase agua para la cocina y para el aseo personal de la tripulación.

Hasta los camarotes fueron raspados, lavando luego la madera con agua de cal, y en todos fue abierto un agujero para que pudiera circular libremente el aire, por la eficacia con que éste combate la congelación y la humedad.

Las bandas del buque hubieron, por último, de ser revestidas verticalmente de un grueso enrejado de madera, para que a la vez sirviese de defensa contra el choque de los hielos y contra la presión de éstos, impidiendo así la trituración.

El capitán destinó el 30 de septiembre a la tarea más fatigosa y, a la vez, más indispensable; la construcción de un almacén en el banco de hielo, donde, en el caso muy posible de que la nave fuera desguazada por la presión de los hielos, pudiera hallar la tripulación los víveres y medios necesarios para ganar la costa americana.

Para tal fin hubo de elegirse una porción más elevada del banco, especie de terraza que estaba distante del barco sesenta brazas aproximadamente.

Allí se construyó el almacén con maderas y bloques de hielo, proveyéndolo de leña abundante, carbón, una estufa, varias cajas con ropas, velas, remos, municiones abundantes y gran porción de víveres, los necesarios para alimentar a la tripulación del Danebrog durante un mes. A todo aquel repuesto fueron añadidas dos de las mayores lanchas balleneras, completamente equipadas.

Adoptadas estas últimas precauciones, el capitán y sus marineros aguardaron valerosamente los rigores del invierno polar, que no se hicieron esperar mucho.

El 2 de octubre el termómetro, que oscilaba de varios días a aquella parte, descendió por la mañana a 15 grados bajo cero. Congelóse el agua del canal en menos de media hora, oprimiendo la nave con un cerco tan resistente que el hacha apenas podía hacerlo saltar.

—¡Adiós, otoño! —dijo Koninson, que, con el teniente, había salido de la sala construida sobre cubierta—. Dentro de unos cuantos días todo el mar que nos rodea estará helado.

—Es probable —respondió el teniente.

—Y luego vendrán las presiones a hacernos pasar malos ratos.

—Ratos, no; días enteros.

—¿Resistirá el Danebrog?

—Y ¿quién puede decirlo?

—¿Ha invernado usted otras veces, señor Hostrup?

—Sí; una vez a bordo del Albert, y otra a bordo del Islandia.

—¿Se salvaron los buques?

—No, Koninson; el primero se fue a pique en el acto de producirse una brecha a consecuencia de la caída de un iceberg, y el segundo fue cascado como una nuez por la presión de los hielos.

—Triste ejemplo, teniente.

—Pero no debes atemorizarte, Koninson. Muchos otros barcos han soportado una invernada sin haber padecido, y alguno ha soportado hasta dos sin ser fracturado.

—¿Y saldremos de aquí cuando llegue el tiempo del deshielo?

—Sí, si el banco se funde. En ciertos años es tan débil el verano que no se completa la licuefacción de los bancos de hielo, y entonces, el barco que se ha dejado apresar se ve obligado a esperar un año más.

—Si a nosotros nos ocurriera eso moriríamos de hambre.

—Es de esperar que la suerte que nos aguarda no sea tan cruel.

—Diga usted, teniente, ¿en qué punto nos hallamos ahora exactamente?

—La altura tomada ayer me dio 72'5 de latitud y 14'015 de longitud, al oeste del meridiano de Greenwich.

—¿Estamos, pues, bastante cercanos a la costa americana?

—De unas ciento cuarenta a ciento cincuenta millas.

—¿Y no sabe usted qué escollo es aquél?

—No todos los islotes que surgen cerca de la costa americana tienen un nombre particular.

—Si no nos hubiéramos detenido, tal vez a estas horas estaríamos a la vista de tierra firme.

—De fijo, arponero. La corriente…

Un enorme crujido que se produjo en el iceberg que obstruía el canal cortó la palabra de Hostrup.

—¿Qué va a pasar aquí? —preguntó Koninson, que maquinalmente había retrocedido dos pasos.

—Que está a punto de romperse el iceberg, y si cae —añadió el teniente— partirá el barco.

—No, teniente, no es el iceberg lo que cae, sino la torre que hay encima de él. ¡Mire usted, mire!

La gran torre se había movido, en efecto, haciendo inclinarse con el peso de su mole la montaña entera, y oscilaba levemente, haciendo llover millares de trozos de hielo.

Bien pronto se oyó un crujido más fuerte, seguido de una serie de detonaciones comparables a pequeños barrenos de mina. Después la torre osciló con lentitud, dejando caer sin interrupción gran cantidad de trozos de hielo.

A poco se desprendió de la montaña, y cayó con violencia en el enorme agujero abierto en el hielo, produciendo un ruido colosal. Permaneció bajo el agua cinco segundos, y luego reapareció a flote rodeada de espuma, despacio primero, luego con repentino balanceo, y cayendo al fin de costado con gran estrépito.

Una ola formidable saltó atronadora sobre la helada superficie del canal, que un punto fue rota, levantada y dejada caer sobre el banco. El Danebrog, acometido por la popa con aquella inaudita rociada, se levantó, imponente, sobre la proa, y echó a rodar toda su tripulación, que había salido alarmada por los primeros ruidos, a saber lo que pasaba; luego se inclinó, gimiendo el maderamen.

—¡Vientre de foca! —rugió Koninson, levantándose con rapidez—. Otra ola como ésa, y el Danebrog se hace pedazos.

La gran torre, impelida adelante por una nueva ola, amenazaba dar sobre el buque y desfondar sus costados.

—¡A las picas! —mandó con voz de trueno el capitán.

Los marineros corrieron en busca de las pértigas, y se colocaron armados de ellas en la banda de estribor dispuestos a rechazar la torre. Esta, por dicha, se encontró en su camino con un murallón de hielo arrancado del banco, superpuesto a él por la ola, y se detuvo un momento, que fue tiempo suficiente para que una tercera ola hiciera desviarse la torre hacia una de las orillas del canal, a la que quedó sólidamente unida.

Diez minutos más tarde el agua del canal, hallándose de nuevo en calma, se cubrió otra vez con una helada capa de tres pulgadas de espesor. La tripulación entonces volvió a la inmensa sala, donde la estufa esparcía un suave calor.

El día 3 de octubre descendió el termómetro a 17 grados bajo cero, y el tiempo cambió. Un espesó cortinaje de niebla se extendió sobre el banco y los escollos; luego comenzó a nevar y a moverse un tortísimo viento, de excesiva frialdad. Los marineros no se atrevieron a salir al aire libre.

Cerca de mediodía el capitán, habiéndose calmado un tanto el vendaval, mandó bajar al banco una docena de hombres con sierras y picos, e hizo cortar el hielo alrededor del barco para que no pudieran producirse las presiones que, por el aumento de volumen del agua mediante la congelación, triturara la nave. Entonces se vio que el hielo del canal alcanzaba ya un espesor de 30 centímetros.

—Será preciso recortarlo todas las mañanas en torno del Danebrog —dijo el capitán al teniente—. Hay una especie de instinto que me dice que no tardaremos mucho en sentir las presiones.

—Si este frío crece aún algo todo el mar se helará, y entonces tendremos encima las presiones —respondió Hostrup.

—Mas por un cierto tiempo estamos seguros. ¿No veis allá qué oscuro está el cielo?

—Lo veo, capitán. Es señal de que el mar está aún libre.

—Por desgracia, lo estará por poco tiempo. Temo que este invierno sea rigurosísimo.

—Lo sufriremos con denuedo, capitán.

—Siempre que el escorbuto no venga a debilitar nuestras fuerzas. Ya sabéis que ese horrible mal es un enemigo que en las regiones polares se bate como en terreno propio.

—Lo sé; y haríamos bien en tomar precauciones contra él desde ahora.

—Tiene usted razón, teniente. A partir de mañana distribuiremos con la cena una rodaja de patata y un poco de zumo de limón.

—No haría usted mal tampoco en desembarcar algunos cazadores en el banco. La carne fresca es también eficaz para alejar esa despiadada enfermedad.

—También lo haremos cuando el tiempo lo consienta. Usted, que es un hábil tirador, se pondrá a la cabeza de los cazadores.

—Mañana haré una visita al escollo. Acaso encuentre algún oso y seguramente focas.

Por desventura, el tiempo, que parecía serenarse, fue horroroso al día siguiente. Nevó en abundancia hasta cubrir el banco de una capa de medio metro de espesor y sopló durante todo el día un viento tan frío y tan impetuoso que hacía peligrosa la más pequeña marcha.

La tripulación, que comenzaba ya a padecer los rigores del invierno, aunque se había puesto sus más pesadas ropas, no abandonó un solo instante la sala, donde la enorme estufa ardía sin cesar.

El capitán, a fin de no tener ociosa a la gente, hizo purificar una cierta cantidad de aceite de ballena. Esta operación, no obstante, dio poco fruto, por no ser fácil deshelar la grasa.

El día 5 el tiempo no mejoró, más bien se puso peor. La nieve continuó cayendo a través de una niebla espesa, que el viento no podía despejar. A mediodía señaló el termómetro 19 grados bajo cero; pero luego, habiéndose calmado la borrasca, tornó a subir a 15 grados.

El capitán se vio obligado a ordenar que quitasen la nieve caída sobre la techumbre de la sala, para que ésta no se hundiese. Luego, para amparar mejor la nave contra el aire, que amontonaba sobre ella gran cantidad de nieve y de carámbanos, hizo levantar a corta distancia cuatro altas murallas de hielo, cuatro verdaderos bastiones, con dos salidas.

El día 6 apareció el sol en el horizonte; pero era un sol sin calor, de un tinte amarillo pálido, y a poco desapareció tras la niebla, que parecía dispuesta a no abandonar nunca el gran banco.

Por la tarde el termómetro marcó 20 grados bajo cero al aire libre. El fondeadero en que flotaba el Danebrog, abierto por la mañana por las sierras y los picos de la marinería, se heló de pronto, y aquella noche los costados del buque se estremecieron varias veces bajo las primeras presiones de los campos de hielo.

CAPÍTULO XV. EL INVIERNO POLAR

Muchos días habían transcurrido desde la noche en que se habían dejado sentir las primeras presiones de los hielos.

El invierno polar se desplomó materialmente con todos sus horrores sobre el barco dinamarqués, que no había podido sustraerse al cerco que le tenían puesto los hielos. El sol cada vez más apagado y más frío, después de haberse mostrado algunos días sobre el oscuro horizonte había abandonado definitivamente aquellos parajes, y sobre los inmensos campos de hielo, reunidos por la corriente primero y por el frío después, se extendió una oscuridad casi completa, que no sin dificultad se atrevía a romper la luna.

Pesados nubarrones que los más furiosos vientos no acertaban a despejar se sucedían unos a otros, acompañados de horrendas tempestades, cuyos formidables rugidos helaban el ánimo de los más intrépidos marinos.

Los bancos de hielo, pocos días antes poblados de focas, morsas, zorras y algún que otro oso blanco, estaban desiertos, y casi la mayoría de las aves habían emigrado en busca de clima menos riguroso. Por excepción, alguna procelaria o una gaviota, surcando las nubes, revoloteaban en torno del buque.

Los hombres de la dotación, vencidos por el frío, que alguna vez descendía hasta cuarenta grados bajo cero, no osaban afrontar el aire exterior, y vivían constantemente bajo cubierta, donde se gozaba de cierto calor. Siempre estaban dominados por una viva inquietud, que tomaba proporciones alarmantes por cualquier estremecimiento de la nave, por el fraccionamiento de un iceberg o por el silbar más o menos violento del aire del Polo.

No en vano y sin motivo se hallaba en tal situación el ánimo de los tripulantes. Los marineros más audaces han perdido el valor en circunstancias semejantes; los más fuertes, su vigor; el buen humor, los más alegres. El mismo señor Hostrup hallábase pensativo y de humor negro, y el propio capitán Weimar, que había dado tantas pruebas de animosidad y confianza, se hallaba abatido y desesperanzado.

Sus esfuerzos para mantener el buen espíritu de la tripulación, no tenían buen éxito. Las cacerías terminaron, porque ningún cazador osaba alejarse de la estufa; los bailes y los conciertos, con los cuales habían contado, concluyeron también, porque nadie tenía buen temple; los trabajos más o menos fatigosos, que conservaban vivas las fuerzas, habían terminado asimismo, porque nadie se sentía en condiciones de hacer el menor esfuerzo. Nada fue ya bastante para sacarlos de aquel abatimiento producido por los terribles fríos del invierno polar; el abatimiento, enervamiento y falta de valor que cada día ganaban más terreno, amenazaban producir efectos desastrosos e incalculables.

Todos apiñados junto a la estufa, que ardía sin cesar, sólo se alejaban de ella por un motivo imperioso, después de muchas súplicas y aun amenazas de los superiores. Tenían la faz pálida, los ojos hundidos, áspera la barba y cubiertas siempre de hielo; sus ademanes eran inciertos; las palabras que proferían, entrecortadas por un incesante temblor de labios; paralizada estaba su voluntad; el pensamiento, tardío. La hórrida frialdad del Polo los dominaba, sumiéndolos en una especie de estupor, que en vano intentaban vencer. El aguardiente se había congelado ya, formando un cristal de color de topacio; el pan y la carne de que se alimentaban tenían que partirlos a hachazos, porque habían adquirido la dureza del hierro; la madera que quemaban se había hecho tan resistente que casi era imposible partirla; las herramientas, las armas, los útiles de metal de que se servían, quemaban por efecto del frío, como si se hallaran al rojo blanco; poniendo sobre ellas la mano sin guantes, quedábase adherida, y la carne experimentaba dolorosas quemaduras; otro tanto ocurrió con las bebidas, que era forzoso tomar poco a poco, dejándolas caer en la garganta sin que tocaran los labios, para que no se helasen sobre ellos; más aún: no funcionaban las pipas, porque poco a poco la boca del fumador se llenaba de hielo; aun el aire ocasionaba dolorosa sensación en la garganta y en los pulmones, y —¡extraño fenómeno!— el aliento se transformaba en pequeñas agujas de hielo, que al caer al suelo producían un ruido análogo al que produce un trozo de terciopelo al rasgarse.

La Nochebuena estaba próxima. Tras una noche borrascosa el helado viento del Norte había cesado de soplar, y las nieblas se despejaron, dejando visibles los campos de hielo.

Una luz blanquecina, ocasionada por el iceblink y por el fulgor de los astros, que eran visibles aún a mediodía por haber desaparecido el sol del cenit hacía algunos meses, se difundía por doquiera y permitía ver a no pequeña distancia. El termómetro, que señalaba cuarenta grados bajo cero, subió de pronto a menos de catorce sin oscilaciones.

La tripulación, saliendo del estupor en que había estado como aletargada, comenzó a agitarse en el salón común, donde la estufa devoraba sin cesar leña, carbón y barriles enteros de aceite de ballena.

El teniente recobró su habitual buen talante, y por doquiera iba voceando:

—¡Animo! ¡Levantaos, perezosos! ¡Despertad, lirones! Nochebuena nos brinda un buen día, y yo os prometo alejar la melancolía con un buen banquete. ¿No es verdad, capitán?

—¡Sí, sí! —le respondió Weimar, que había recobrado la confianza—. ¡Solemnizaremos la Navidad con un banquete!

—¿Poniendo el árbol de Navidad?

—¡Poniéndolo!

—¿Con regalos para todos?

—¡Vaya por los regalos!

En poco tiempo la sala común cambió de aspecto. Subieron todos a cubierta para ver cómo andaban las cosas por fuera, esperando que el cambio de temperatura hubiese traído consigo otro cambio en la situación peligrosa en que se hallaba el Danebrog.

Durante aquellos interminables días de intenso frío el campo de hielo había sufrido algunas modificaciones; mas no en provecho de los desgraciados prisioneros.

La extensión del campo, ya considerable, se había triplicado por el continuo avance de los hielos, transportados por la corriente polar hacia la costa americana. Hasta donde alcanzaba la vista no se veía otra cosa que altísimos icebergs de todas las formas posibles e imaginables; algunas agujas de una sola pieza, terminadas en agudísima punta, brillaban de un modo extraño en la semioscuridad; otros bloques de hielo, ladeados con inclinación peligrosa, amenazaban caer sobre el campo de hielo; acá y acullá, enormes taladros semejaban agujeros abiertos en las heladas moles por barrenas gigantescas; cúpulas inmensas, enteras las unas, derribadas en parte las otras por la poderosa presión del hielo; columnas de soberbias proporciones, que se elevaban rígidas por un prodigio de equilibrio; conos fantásticos y pirámides tan elevadas como las famosas de Egipto, y allá en el fondo, arcos y masas imponentes, confusamente amontonados como ruinas de edificios grandiosos derribados por un tremendo cataclismo.

Del mar no había ni vestigio. Tal vez estaría al otro lado de aquella infranqueable barrera, agitándose a impulsos del último huracán; pero la distancia era tal, que hubiera sido una verdadera locura querer encaminarse hasta allí a través de tan peligroso camino.

—Estamos sitiados, ¡y de qué modo! —dijo el teniente—. ¡Harían falta cien toneladas de dinamita para abrirse paso!

—Por suerte, el barco resiste bien —contestó el capitán.

—En efecto, no creo que haya padecido; no ha hecho otra cosa que elevarse un tanto.

—Acaso continúe haciéndolo si los hielos siguen estrechándose en torno nuestro.

—Y nuestros almacenes, ¿habrán sufrido algo? —interrogó Koninson, mirando a babor.

—Me parece que no —repuso el capitán—. La nieve los ha cubierto; pero no se ve ninguna hendidura en su conjunto. Mañana, si el tiempo lo permite iremos a verlos.

—¡Eso es, mañana! —afirmó el teniente—. Por hoy nos ocuparemos en festejar las Navidades.

—Usted se encargará de la comida, señor Hostrup.

—Gracias, capitán; trataré de quedar bien. ¡Eh, muchachos; al diablo los hielos, y preparad sobre cubierta una mesa que pueda servir para todos!

—Yo dirigiré la tarea —exclamó el arponero—. ¡Maese Widdeak, a la labor!

Los marineros, que no deseaban otra cosa que olvidar sus largos padecimientos, no se hicieron rogar por sus jefes, y todos, de buena voluntad, se pusieron con alegría al trabajo, en tanto que el teniente asumía la alta dirección culinaria.

A las cuatro de la tarde el puente del Danebrog ofrecía un espectáculo jamás visto en aquellas latitudes. Koninson y Widdeak, ayudados por la marinería, habían dispuesto una larga mesa, que se doblegaba con el peso de vituallas y botellas, entre las cuales descollaban dos de ron legítimo de Jamaica, que el digno teniente conservaba desde hacía dos años para las ocasiones solemnes. Alrededor de la mesa todas las banderas del telégrafo y las de diferentes naciones estaban combinadas con arte, mientras al lado de popa un pequeño mastelero, que pretendía hacer las veces de árbol de Navidad, aparecía adornado con colores de todas clases, sustentando como frutos botellas, pipas, paquetes de tabaco, cuchillos y facas.

—¡A la mesa! —dijo la ya alegre voz del teniente sobre cubierta.

El capitán, los arponeros, timoneles y toda la tripulación, que sólo esperaban la señal, tomaron asiento en sus puestos respectivos. Poco después apareció el teniente seguido por algunos marineros que llevaban humeantes cacerolas y fuentes, de donde salían apetitosos olores.

—¡Viva el señor Hostrup! —voceó la tripulación.

—¡Hijos míos, dejad los vivas y preparad los dientes y el estómago!

Los marineros, que habían recobrado el apetito, hicieron en grande los honores a la comida, y más que a ésta a las botellas, que desaparecían con rapidez. Una loca alegría reinaba entre aquellos lobos marinos, que en aquellos instantes olvidaron que estaban presos en un extremo del mundo habitable, y acaso en vísperas de sufrir una catástrofe espantosa.

Hacia las nueve de la noche, el teniente, que parecía el más alegre de todos, destapó sus famosas botellas, y llenando una copa hasta los bordes se puso en pie.

—¡Capitán, un brindis! —exclamó.

—¿Por quién? —preguntó la multitud.

—¡Por nuestro valiente Danebrog! ¡Capitán y amigos, viva el Danebrog!

El teniente vació de un trago su vaso; mas ni el capitán ni los marineros le imitaron.

Todos se habían puesto en pie como impulsados por un resorte, mirándose unos a otros con viva ansiedad. Varios habían palidecido.

—¿Qué ocurre? —preguntó el teniente, que no había advertido nada.

—¡El barco se ha movido! —replicó el capitán, que, inclinado hacia estribor, parecía escuchar los ruidos exteriores.

—¡Yo he oído un sordo rumor! —añadió Koninson.

—¡Las presiones! —dijeron ansiosamente los marineros.

Un crujido muy fuerte, seguido de una oscilación que hizo derramarse él líquido contenido en los vasos y en la lámpara suspendida en el centro de la sala, les advirtió que algo extraordinario ocurría en el campo de hielo.

—¡Son las presiones! —gritó el teniente, dando un formidable puñetazo en la mesa.

—Vienen a herirnos hoy precisamente, en lo mejor de nuestra cena. ¡Vayan al diablo los hielos!

—¡Silencio todos! —exclamó el capitán—. ¡Oíd!

Todos prestaron atención.

A lo lejos se oían extraños mugidos, que parecían provenir de un inmenso tropel de bueyes; sordas detonaciones se advertían a intervalos, como si las provocaran diversas explosiones subterráneas.

De pronto se levantó el barco sobre la popa y los baos crujieron como si los hubieran oprimido con unas poderosas tenazas.

—¡Afuera, afuera todos! —ordenó el capitán.

Los marineros se lanzaron al exterior de la sala sin reparar en el frío, que había aumentado en diez grados cumplidos, y se abalanzaron a la amura por la popa, mirando con ansiedad el campo de hielo.

No parecía haber ocurrido nada en torno del buque. Los icebergs, las pirámides, los conos y obeliscos ocupaban las mismas posiciones y conservaban su inclinación de antes; pero al otro lado de la masa de hielo se oían explosiones, mugidos extraños, acompañados de largos crujidos, que, cruzando el campo de hielo, iban a morir con horrísona precipitación bajo la quilla del barco, que sufría vibraciones violentas.

Sin duda, al otro extremo del gran banco se libraba una tremenda batalla entre los hielos que la corriente polar se llevaba hacia el Sur y trataban de abrirse camino, furiosamente empujados por los icebergs.

—¿Corremos algún peligro? —preguntaron algunos marineros al capitán.

—¿Quién puede decirlo? —respondió éste—. ¡Lo que sí temo es que pasemos una mala noche!

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Koninson.

—Nada por ahora; conviene, sin embargo, que todos suban las mochilas cubierta.

—¿A causa de…? —se atrevió a preguntar uno.

—Pudiera ocurrir que el barco…

El capitán no acabó la frase: una formidable explosión, que pudiera representarse por la descarga simultánea de mil cañones, se había producido más allá de la línea del banco y de los hielos. El banco, no obstante su espesor, se partió por en medio como débil lámina de vidrio, y lanzando por el aire gigantescos surtidores de agua, sepultó en el seno de ésta algunos icebergs.

La tripulación retrocedió instintivamente, aterrada y lanzando voces de espanto.

—¡Pronto, pronto! —gritó el capitán—. ¡Las mochilas a cubierta, y prevenidos para ir al almacén y salvar las lanchas!

Los marineros se precipitaron a la sala común, y a la vacilante luz de las lámparas recogieron sus ropas, efectos y armas, y volvieron de nuevo a la cubierta.

Una escena terrible se desarrollaba en aquellos momentos en el campo de hielo. Entre mil detonaciones, mugidos, temblores, silbidos y estrépitos, icebergs, hummoks, pirámides, cúpulas y columnas se inclinaban, se torcían, se alzaban, chocando en un lado, rompiéndose por otro, y despidiendo a larga distancia pedazos de su helada masa.

El campo, rajado en todos sentidos oprimido por doquiera con la tremenda fuerza de la presión del hielo, que no resiste ningún cuerpo, se levantaba, quebrándose y arrojando agua del mar. En breve rato, aquella masa tan sólida, que hubiera podido sustentar el peso de una ciudad, se había convertido en una especie de mar agitado por un violento huracán.

La nave, empinada unas veces sobre la proa y otras sobre la popa, oscilaba de una manera espantosa, como si estuviera en plena tempestad. Los costados crujían, amenazando ceder, los puntales se doblaban, el puente se plegaba, la quilla se despedazaba, golpeada y oprimida por el avance de los hielos.

Los tripulantes, aterrorizados, con angustia en el corazón, incapaces de hacer frente a aquel nuevo asalto, que ninguna fuerza humana era bastante para resistir, se mantenían agrupados en la popa, mientras sus superiores, que aun en tan duro trance procuraban aparentar tranquilidad, inclinados sobre las bordas, seguían con ansia el levantamiento y destrozo de los hielos bajo el buque.

En media hora, que pareció tan larga como medio siglo, el campo quedó removido por la violenta convulsión; luego sobrevino una calma, interrumpida solamente por aquel mugido, que adquiría mayor intensidad; en esto, cuando los marinos comenzaban a sentir esperanzas, se oyó otro espantoso fragor, seguido de millares de crujidos, de un derrumbamiento de icebergs y de hummoks, y de una nueva y más formidable convulsión del campo, que pareció resquebrajarse por efecto del impetuoso esfuerzo ejercido sobre sus extremos.

El Danebrog, que poco a poco había recobrado su primitiva posición, volvió a levantarse de popa, y luego cayó pesadamente sobre un costado de la bodega, que, con el peso y la violencia del choque, se abrió. Oyóse muy pronto un estallido de las tablas rotas, y poco después, entre el golpear del hielo, el silbido del aire y el aterrador mugido, una voz que gritaba:

—¡Sálvese quien pueda; los hielos han desfondado el Danebrog!

Al oír aquel grito, que anunciaba la irreparable pérdida del valeroso buque, arponeros, timoneles y gavieros, perdida por el susto la razón, se levantaron con violenta rapidez en busca de las bordas para saltar del barco y encaminarse al almacén, donde habían sido depositadas las lanchas.

Por fortuna, el capitán y el teniente no habían perdido su habitual sangre fría. Comprendiendo a qué suerte de peligros se exponían sus compañeros poniendo la planta sobre aquel banco, aun en plena convulsión, y que se cuarteaba por diversos puntos, amenazando engullir a quien se atreviera a cruzarlo, se arrojaron a las amuras gritando:

—¡Atrás! ¡Todo el mundo quieto! ¡Está rompiéndose el banco!

Así era, en efecto. A estribor del buque, en dirección de los almacenes, precisamente en el momento en que los marineros estaban a punto de saltar sobre el hielo, se había abierto una larga grieta, en el fondo de la cual rugía espumante el mar.

—¡Atrás! —repitió el capitán, rechazando pon ímpetu a los más próximos—. ¿Queréis que os haga pedazos el hielo?

—¡Si nos vamos a fondo! —contestó un marinero.

—¡Aún no! —gritó el teniente—. ¡Todos a popa!

Maese Widdeak y Koninson hicieron retroceder a popa a sus camaradas.

—¡Señor Hostrup —voceó el capitán, tratando de dominar con la voz el estruendo que producían los témpanos al romperse—, baje usted a la sentina! ¡Tal vez, con la ayuda de Dios, podamos resistir hasta mañana!

El teniente desapareció por una escotilla, seguido por su inseparable Koninson. A poco reapareció sobre el puente.

—¿Qué? —interrogó la marinería corriendo a su encuentro—. ¿Es que nos ahogamos?

—Todavía no.

—¿No nos vamos al fondo?

—No, por ahora al menos.

—¿Qué es lo que se ha roto? —preguntó el capitán.

—El costillaje de nuestro barco ha sido roto por los hielos, que se meten en la bodega.

El capitán hizo un gesto de desesperación; mas conociendo sus deberes, se sobrepuso al dolor y, volviéndose hacia los tripulantes que le rodeaban, dijo:

—¡No hay que desanimarse, amigos! La costa americana no está lejos, y sabremos llegar allí a despecho de los hielos. Subid a cubierta cuantos víveres y ropa sea posible, y estad todos prevenidos para abandonar el barco al primer aviso. Teniente, ¿cree usted que podremos sostenernos hasta mañana?

—Sí, siempre que los hielos no cedan bajo el peso de la nave.

—¿Entra agua?

—La he oído entrar a borbotones en la bodega.

—¡Confiemos en Dios! Dígame usted, teniente: ¿se siente usted capaz de llegar al almacén?

—Lo intentaré si es preciso, capitán.

—¡Es indispensable! Tenemos allí nuestras lanchas, que pueden sumergirse de un momento a otro.

—Entonces, iré al almacén, aunque supiera que iba a perder la vida. Tú, Koninson, me acompañarás, si no sientes recelo.

—Estoy a sus órdenes, señor Hostrup —respondió el valiente arponero—; pero he de hacerle observar que entre la nave y el almacén hay una tremenda abertura.

—La cruzaremos, Koninson.

—Pues dese prisa, señor Hostrup —dijo el capitán—. Un retraso de pocos minutos puede serle fatal.

—¡Ven, Koninson! —exclamó el teniente.

Y dirigiéndose al palo de mesana, con pocos y seguros hachazos desprendió un buen trozo de madera, que después, con la ayuda del arponero, arrojó al campo de hielo.

—Esto nos será de provecho para salvar la grieta —dijo al capitán, que miraba sin comprender lo que hacía—. ¡Hasta la vista en el almacén, señor Weimar!

—¡Dios le guarde, señor Hostrup! —respondió el capitán, con voz conmovida.

Luego le estrechó la mano.

—¡No sé por qué —añadió, con voz que tenía algunos dejos de amargura— me siento en este momento profundamente conmovido! ¿Irá a ocurrir alguna desgracia?

—No lo creo —dijo el teniente, haciendo esfuerzos para sonreír—. ¡Adiós, capitán, adiós!

También él, sin saber la causa, se hallaba profundamente conmovido.

—¡Diríase que me amenaza una desgracia! —murmuró, mirando con inquietud a los hielos, que continuaban agitándose y rompiéndose con mil estrépitos diferentes.

Púsose el fusil en bandolera, recogió el morral en que estaban sus ropas, y montando a caballo sobre la borda, se descolgó al helado banco, donde ya le aguardaba Koninson completamente equipado.

—¡Apresurémonos, teniente! —advirtió el arponero—. Aquí corremos peligro de sepultarnos en el mar; siento que el hielo se cuartea en torno del buque.

Cargáronse el madero y, caminando con precaución y mirando a todos lados, se dirigieron hacia la hendidura, que no distaría arriba de veinte metros.

El enorme banco se tambaleaba bajo sus pies, moviéndose de arriba abajo, como si en la parte inferior se agitara un mar tempestuoso. Largas rayas de blanco mate anunciaban la próxima aparición de nuevas grietas, corriéndose de un extremo a otro del barco con siniestros crujidos, a los cuales seguían sordos rumores; y a la vez se levantaban columnas de hielo, formadas por círculos concéntricos, que pronto estallaban con indescriptible ruido.

Después de haber corrido diez veces el peligro de ser aplastados o sumergidos, los dos intrépidos balleneros llegaron al borde de la grieta, atravesando la cual pusieron el trozo cortado del árbol de mesana.

El teniente se aventuró a servirse de aquel puente, y aferrándose a él pasó a la orilla opuesta. Le siguió el arponero, y pronto se encontraron ambos delante del edificio levantando para almacén, que era casi una informe masa, cubierto como estaba por una capa de nieve endurecida.

—Me parece que no ha sufrido desperfecto —dijo el teniente después de una rápida ojeada.

—Es verdad —afirmó esperanzado el arponero.

—¡Mano al hacha, y no perdamos tiempo, amigo Koninson! Siento que se producen estremecimientos bajo el hielo, y eso indica que puede abrirse un abismo bajo nuestras plantas.

Dotados ambos de una fuerza poco común abrieron muy pronto en la nívea masa una especie de galería, en la cual fueron penetrando atrevidamente hasta llegar a las paredes del almacén, donde se abrieron paso con tres o cuatro hachazos bien dados.

—¿Las lanchas? —interrogó el arponero al teniente, que había penetrado antes que él.

—¡Helas aquí! —respondió el interpelado, que se había metido entre las cajas y los barriles de que estaba atestado el almacén.

—¿Seremos capaces de sacarlas al exterior?

—Lo espero, Koninson, porque descansan sobre vigas que nos servirán de carriles.

En aquel momento oyeron que bajo sus pies se estremecía el hielo y que al exterior redoblaban los gritos y las detonaciones. Algunas voces humanas procedentes del Danebrog, sin duda, llegaron a sus oídos.

—¡Pronto, Koninson! —exclamó el teniente—. ¡Acaso el barco está a punto de sumergirse!

—¡Aquí estoy, señor Hostrup! —respondió el arponero, que se había puesto pálido pensando en el grave peligro que corrían el capitán Weimar y los suyos.

Asieron las bordas de la ballenera mayor y comenzaron a empujarla con desesperada energía, en tanto que las detonaciones se sucedían con espantosa frecuencia.

Al principio no consiguieron moverla, porque las paredes de la ballenera se habían pegado a las vigas con el hielo; mas luego, con algunos vigorosos sacudimientos, la empujaron de un lado a otro del almacén y trataron de dirigirla por la embocadura de la galería que habían abierto para entrar.

El teniente, presa de viva inquietud que no podía vencer, hacía esfuerzos sobrehumanos y excitaba a su compañero, el cual no tenía necesidad de ello, porque también empujaba con una especie de rabia, movido por un vago temor que crecía por instantes.

Habían puesto ya la gran ballenera en la galería cuando en medio del horrísono estruendo ocasionado por los hielos, que las presiones derribaban y rompían, se oyeron desesperados aullidos, voces de angustia que parecían salir del lugar en que el buque se encontraba.

—¡Koninson! —exclamó el teniente con voz enronquecida por la emoción.

—¡Teniente! —pudo balbucir apenas el arponero, que estaba lívido como un muerto.

—¡Socorro! ¡Sálvese quien pueda! —se oía gritar fuera.

El teniente, como el arponero, con el corazón oprimido y extraviados los ojos por el horror, se precipitaron al exterior de la galería, cuyas paredes se derrumbaban en grandes trozos.

Destrozado por las presiones, el Danebrog se iba rápidamente a pique. Su proa había desaparecido ya, y el agua del mar saltaba espumante por el inclinado puente del barco arrollando cuanto encontraba a su paso.

Los marineros, locos de terror, después de haberse refugiado a popa, estaban descolgándose sobre el campo de hielo, por donde se dirigían a todo correr hacia la abertura que habían tenido que salvar Hostrup y el arponero.

—¡Capitán, capitán! —gritó el teniente.

—¡Acudamos, acudamos! —exclamó Koninson.

Iban a lanzarse en aquella dirección, cuando una terrible sacudida y un estampido inaudito, comparables a la voladura de un inmenso polvorín, hicieron oscilar el gran campo de hielo, que primero se levantó, desplomándose luego y abriendo enormes brocales, por donde asomó, furioso, el embravecido oleaje del mar.

El teniente y el arponero, sacudidos con violencia por aquella terrible oscilación, quedaron derribados en la nieve. Cuando se levantaron, no sin fatigas, el Danebrog y su valiente tripulación habían desaparecido.

El banco de hielo, abriéndose y cerrándose otra vez, se los había tragado para siempre.

CAPÍTULO XVI. LA CABAÑA DE HIELO

La terrible conmoción de los hielos que desfondó los costados de la valiente nave ballenera había cesado ya; una calma absoluta reinaba en aquella región escondida al otro lado del círculo polar, donde encontró la muerte la desgraciada tripulación dinamarquesa.

Un silencio profundo, triste, que impresionaba por su grandiosidad, imperó en el inmenso campo de hielo; ni una voz humana cruzaba los helados espacios del ambiente, ni estallaba el grito de una ave, ni murmuraba un arroyo, ni se rompía una ola; no se sentían rumores ni soplaba el viento. Era un silencio de horror; el silencio de las regiones deshabitadas e inhabitables.

Tampoco el cielo estaba oscurecido por aquellas espesas nieblas que son el terror de los audaces navegantes que desafían los rigores de aquellos climas. Una espléndida luna, rodeada por millares de brillantes estrellas, derramaba sobre el grandísimo campo una luz azulada, iluminándolo como en pleno día. Los icebergs, los hummoks, las cúpulas, las pirámides, los agudos picos y las columnatas, relumbraban enviando por doquiera mil rayos de luz, como si un hada generosa hubiera derramado sobre ellos a manos llenas diamantes relucientes de extraordinaria magnitud.

Por Oriente se extendía una pálida luz que las lejanas montañas de hielo recogían y devolvían al cielo, formando un iceblink tan límpido, que hacía palidecer el esplendor del astro nocturno.

Dos hombres se hallaban en el gran campo de hielo, sentados en un pequeño hummok. El uno tenía la frente apoyada en ambas manos y parecía meditar; el otro miraba atentamente a los hielos que se extendían ante su vista. Eran el teniente Hostrup y el arponero Koninson: los dos supervivientes del naufragio de la nave ballenera.

Durante dos días, locos de dolor por aquella inesperada catástrofe que de un solo golpe los había privado del barco y de sus compañeros, habían recorrido en todas direcciones el banco, desafiando toda clase de peligros, revolviendo la nieve, explorando los hielos cuando oían un rumor insólito, y bajando por las grietas con la esperanza de encontrar a alguno de sus camaradas vivo o muerto; pero todo fue en vano, inútil.

El mar no había devuelto sus presas.

Nave y tripulantes desaparecieron bajo la helada sabana, cayendo a los inexplorados abismos del Océano polar.

Abatidos, casi helados, débiles, se habían quedado como estatuas al pie del hummok, perdida toda esperanza.

—¡En fin, todo ha acabado! —exclamó el teniente dejándose caer en el hielo—. ¡Los infelices han perecido todos! ¡Todos, todos! ¡Pobres compañeros, no volveréis a ver las costas de la patria!

Un ronco gemido se escapó de la garganta de aquel hombre, que quizá no había llorado nunca, mientras dos lagrimones rodaban lentamente sobre sus morenas mejillas.

—¡Solos, solos en este inmenso desierto de hielo! —añadió, después de algunos minutos, como hablando consigo mismo—. ¿Quién sabe si nosotros tornaremos a ver a nuestra Dinamarca?

—¡Señor Hostrup! —dijo el arponero con alterada voz.

—¡Te comprendo, Koninson! —repuso el teniente levantándose—. ¡No hay que perder el valor; tienes razón, amigo mío!

—¡Somos dos, señor teniente, y, a Dios gracias, los dos fuertes!

—¡Es verdad, Koninson!

—¿Piensa usted permanecer en este pícaro banco?

—¡Es necesario!

—No querrá usted que nos toque la misma suerte del pobre capitán y de su gente.

—Pienso que si la Providencia nos ha conservado vivos a los dos no lo habrá hecho para dejamos morir mañana o dentro de poco.

—Así lo creo, teniente. Pero si pudiera alejarme de este banco, bajo el cual duermen eternamente nuestros desventurados compañeros, me tendría por contento.

—¿Y adónde podrías ir? ¿Quién osaría desafiar los terribles fríos de la región polar bajo las lonas de una tienda? ¡No, Koninson: si queremos salvarnos, es preciso invernar aquí! Construiremos una cabaña de hielo, y aguardaremos la buena estación.

—Y luego, ¿adónde iremos?

—Intentaremos ganar la costa y, cuando lleguemos, buscaremos allí un establecimiento cualquiera de los de la Compañía de la bahía de Hudson. ¡Así, pues, manos a la obra, Koninson! ¡No perdamos tiempo, o el frío nos matará muy pronto!

—¿Qué hay que hacer? ¡Estoy pronto a todo!

—Construir un albergue.

—¿Dónde?

—Al lado del almacén, para estar siempre cerca de las lanchas.

—¡Disponga usted de mi; me siento bastante fuerte en este momento!

—Tú prepararás los materiales, y yo construiré. ¡Ven, amigo mío, que acaso hemos tardado mucho!

Dirigiéronse a los almacenes, que ocupaban la cima de una pequeña colina desde la cual se dominaba una gran porción de paisaje, y se detuvieron ante un iceberg que aparentaba ser tan sólido como una roca.

—Este nos protegerá del viento del Norte —dijo el teniente después de haberlo observado con atención para asegurarse de su estabilidad.

Sacó del cinto un cuchillo y trazó en el hielo, entre el almacén y el iceberg, un círculo de cinco metros de diámetro, que luego excavó a hachazos, formando un canalillo destinado a recibir la humedad proveniente de las paredes de la cabaña.

—Ahora —dijo, volviéndose hacia Koninson— corta unos bloques de hielo.

No se hizo repetir el encargo el arponero, y manejando hábilmente el hacha preparó en corto tiempo gran número de gruesos bloques de hielo, que el teniente dispuso en buen orden alrededor del canalillo, uniéndolos entre sí con nieve.

Sobre aquel primer piso levantó otro, dejando en dirección Sur una abertura estrecha; luego levantó otra hilera, después otra, y así sucesivamente fue progresando en la edificación, haciendo los círculos cada vez más estrechos, hasta construir una especie de cúpula de unos tres metros de altura. Una familia de esquimales no hubiera apetecido más, y se habría encerrado allí; mas el teniente tenía mayores exigencias y no quería correr el peligro a que se entregan los habitantes de aquellos helados países; esto es, a la ceguera que produce el humo o la congelación que sobreviene por la falta dé circulación del aire.

Ayudado por el arponero, que se mosteaba entusiasmado por el aspecto del edificio, que tenía la forma de medio huevo de dimensiones colosales, se encaramó a la cúpula, y abriendo en ella un agujero construyó, sirviéndose siempre de trozos de hielo, un tubo de altura algo mayor de un metro para dar salida al humo; después abrió al Norte, al Este y al Oeste, tres boquetes para combatir eficazmente la congelación, así como la humedad, dos enemigos mortales en aquellos climas.

El suelo de la cabaña fue tapizado con pieles y con lona de las velas, dejando, sin embargo, un espacio libre bajo el tubo, que en lo alto de la cúpula debía servir de chimenea.

—¿Qué te parece, bravo arponero? —dijo el teniente cuando hubo acabado.

—Los pescadores…

—¡Digo que nos hallaremos bien en este nido! —respondió Koninson—. Sin embargo, será necesario cerrar las ventanas.

—Bastará para ello con un pedazo de piel.

—Espero que no nos helaremos.

—Si no se hielan los esquimales, que viven ocho meses del año en sus cabañas de hielo, no sé porqué nos hemos de helar nosotros.

—Pero cuando encendamos fuego, ¿no se producirá el deshielo de las paredes?

—No lo temas, Koninson. La llama está lejos y los bloques de hielo que han servido para la construcción son gruesos. Además, ¿crees que no engrosarán más? A la primera nevada que caiga duplicarán su espesor, y lo triplicarán a la segunda.

—¡Con tal que la cúpula no ceda!…

—Ya cuidaremos de aliviarla de todo peso excesivo.

—¿Y está usted persuadido de que no nos encontraremos mal ahí dentro?

—Convencido por completo, Koninson; y añado que tomaremos cariño a nuestra casa, y que nos desagradará abandonarla cuando nos pongamos en camino en dirección al Sur.

—Permita usted que lo dude, teniente —contestó Koninson—. ¡No sé quién podrá ser el hombre que tome afición a una casa de hielo!

—Los esquimales, por ejemplo, prefieren sus heladas cabañas a nuestros mejores palacios de Europa.

—¡Creo que exagera usted, teniente!

—Hablo formalmente, Koninson, y puedo decirte que un esquimal llevado a Londres pocos años ha, donde fue tratado como un príncipe, después de algún tiempo pidió que le dejaran volver a sus helados témpanos, diciendo que a todos los palacios de la capital inglesa prefería su cabaña de hielo, y canoa de pieles a todos los buques del Támesis.

—Lo creería un cuento, a no oírlo de sus labios. ¿Cómo es posible apetecer este desierto de hielo, donde todo falta y se corre a cada instante el peligro de ser engullido por el mar?

—Cuestión de costumbres y de amor al país en que uno ha nacido, Koninson. ¿Acaso dejarías tú la nebulosa Dinamarca por los bellos países de climas benignos?

—¿Quién sabe? ¡Tal vez, señor Hostrup! Pero podría, en alguna ocasión, desear ver nuevamente las costas de mi patria.

—Estoy convencido de que, un día u otro ese deseo te asaltaría. Pero hagamos punto, y cuidemos de nuestras provisiones.

—Cuento con que nos bastarán para acabar este terrible invierno.

—Tendremos de sobra, Koninson.

Se dirigieron a los almacenes, que estaban a corta distancia de la cabaña. La galería que habían abierto para entrar se había derrumbado en parte a causa de las últimas presiones; mas los dos balleneros no vacilaron en meterse en medio de la nieve y de las masas de hielo que en parte la obstruían.

Cuando estuvieron dentro de los almacenes abrieron una ventana a fin de que entrase alguna luz, poniéndose luego a inventariar lo que poseían.

El difunto capitán Weimar había acumulado tantas provisiones que bastaban para alimentar varias semanas a la tripulación entera del Danebrog, y especialmente algunos útiles y enseres que eran de inestimable valor en aquellas circunstancias.

Ayudado por su bizarro compañero, que todo lo revisaba con ardor, el teniente contó seis cajas que contenían unos doscientos kilos de galletas, dos barriles de carne seca reducida a pemmican por el sistema indio, un barril de harina, dos de azúcar, una gran cantidad de chocolate, varias cajas de té un centenar de kilos de pescado seco y un barrilito de aguardiente, así como algunas botellas de zumo de limón para combatir los desastrosos efectos del escorbuto. Además de todo esto descubrió también una pequeña provisión de patatas, dos sartenes de hierro, de máxima importancia entonces; un cajón con vestidos de piel de foca, algunas recias mantas de lana, y una provisión abundante de pólvora y balas, con tres fusiles, una pistola vieja y algunos cuchillos.

Faltaban absolutamente la leña y el carbón, cosas necesarias para soportar los grandes fríos del invierno polar; pero allí estaban doce barriles de esperma de ballena y varios de galleta. Además, poseían dos lanchas balleneras y un bote, que debían de representar un repuesto de leña nada escaso.

—¡Tenemos más de lo necesario! —dijo el teniente cuando hubo terminado su inspección—. ¡Pasaremos el invierno sin incomodidades ni sufrimientos!

—Una cosa nos falta, señor Hostrup.

—¿Cuál, buen arponero?

—Una estufa para ponerla en nuestra cabaña.

—No nos hará falta.

Koninson miró atentamente a Hostrup.

—Pues qué, ¿hará calor dentro de la cabaña cuando al exterior haya una temperatura de cuarenta grados bajo cero?

—No digo eso; pero sustituiremos la estufa con otra cosa mejor. ¿Has visto estufas en las cabañas de los esquimales?

—No, teniente, y siempre me ha maravillado.

—Pero ¿habrás visto arder día y noche una gran lámpara?

—Sí, lo recuerdo.

—Bueno: pues también nosotros encenderemos una gran lámpara en el centro de nuestra cabaña, y verás cómo nos da calor suficiente.

—Ya que usted lo dice, debe de ser exacto. ¿Y qué haremos?

—Llevaremos algunas provisiones a nuestro albergue para no tener precisión de abrir los almacenes todos los días.

—¿Luego vamos a cerrarlos?

—Naturalmente, Koninson. No hay que olvidar que en el Polo Norte abundan los osos blancos, siempre en lucha con el hambre. Si llegan hasta aquí y descubren nuestra despensa, harán un destrozo en pocas horas; por tanto, ¡a trabajar, señor arponero!

Cargaron ambos con diferentes provisiones, armas y mantas, y salieron para encaminarse a la cabaña.

Apenas habían salido de la galería, cuando el teniente se detuvo bruscamente, mirando al Norte.

—¿Qué ve usted? ¿Osas tal vez? —preguntó Koninson, que se apresuró a abandonar la carga para tomar el fusil.

—¡No; mira allá abajo!

Koninson se volvió en la expresada dirección, y vio una nube negrísima que se destacaba fuertemente en el fondo estrellado del cielo, y cuyo cerco superior describía una especie de arco.

—¿Es una tempestad que se aproxima?

—No; es una aurora boreal —respondió el teniente—; ¡mira con qué rapidez se extiende la nube!

En efecto; la nube adquirió grandes proporciones, como si la hubiera impelido un fuerte viento, haciéndose en el fondo poco a poco más clara, casi transparente, y cruzándola de cuando en cuando vagos resplandores.

De improviso se produjo un cambio magnífico, sorprendente; parecía que la nube volaba rota en mil pedazos, como si en su seno hubiera reventado una fábrica de pólvora, y a uno y otro lado del horizonte cruzaron columnas de fuego de hermosísimo color, convirtiendo las masas de hielo en otros tantos incendios.

—¡Sublime! —exclamó Koninson, aunque no era la primera vez que admiraba aquel fenómeno.

—¡Espera un poco, arponero! —le contestó el teniente.

Las columnas de fuego continuaban subiendo y bajando como contracciones de serpiente, cambiando con frecuencia de tonos, que pasaban del blanco transparente al amarillo y al rojo cereza y formando nubes maravillosas; luego, poco a poco, se dibujó un inmenso arco brillante, que bañando todos los espacios de luz multicolor, giró de Este a Oeste, para volver de nuevo al Este con una rápida oscilación.

El fenómeno estaba entonces en todo su esplendor. Los rayos luminosos que partían del arco grandísimo eran unos muy sutiles y otros gruesos; rojos en la base, verdosos en el centro y blanquecinos en el extremo superior, llegaban hasta la máxima altura de la Osa Mayor, formando una especie de cúpula de incomparable belleza.

Los campos de hielo, los icebergs, los hummoks, las pirámides, los conos, las columnas, parecían encendidos en llamas, y reflejando la vigorosa iluminación la hacían llegar hasta el confín de la región polar.

Bien pronto el inmenso arco comenzó a ondular como sacudido por un impetuoso viento, formando inmensos pliegues en sentido horizontal, y a poco se vio solamente una luz de tal intensidad que los dos náufragos se vieron en la precisión de taparse los ojos con las manos.

—¡Se diría que todo el Polo está ardiendo! —dijo Koninson, que no hablaba ya de entrar en la cabaña—. ¡Es un espectáculo que no se fatiga uno de verlo, y nunca se da por bastante visto!

—¡Es verdad, arponero! —respondió el teniente—. ¡Parece que se asiste en cada instante a un nuevo fenómeno!

—¿Sabría usted decirme, señor Hostrup, qué causas lo producen?

—¡Hum! Eso es un poco difícil, mi querido arponero, pues los hombres de ciencia no están aún acordes sobre ese particular.

Parece que la aurora boreal se produce por una acumulación de electricidad, y creo que ésa es la mejor y más razonable hipótesis, habida consideración de la escasez de huracanes y la extremada sequedad del aire, que se opone a la dispersión de la electricidad acumulada.

—¿Y es cierto, señor Hostrup, que la aurora boreal altera las brújulas?

—Certísimo, Koninson, y no sólo cuando están expuestas a su luz, sino también cuando se encuentran alejadas del cerco luminoso, lo cual obliga a suponer que las auroras boreales están en relación con él magnetismo.

—¿Y son iguales siempre estas auroras?

—Se han observado algunas extrañas. Mairan vio en mil setecientos veintiséis, estando en Breville-Ponte, una que estaba formada por un gigantesco segmento negro taladrado a intervalos regulares por puntos luminosos, brillantes.

—El fenómeno es, sin embargo, frecuente.

—Hace años, Lotten, que formó parte de la expedición a Islandia para estudiar los fenómenos de la región polar, vio en el observatorio establecido por él en Bossekop, donde permaneció ocho meses durante los años mil ochocientos treinta y treinta y nueve, ciento cuarenta y tres auroras en doscientos seis días, y las más frecuentes durante los comprendidos entre el diecisiete de noviembre y el veinticinco de enero.

—¿Debemos esperar nosotros que hemos de ver muchas?

—Muchas veremos, Koninson.

En tanto que duraba la conversación la aurora continuaba sus oscilaciones y sus bruscos saltos, aumentando o disminuyendo de tamaño. Duró tres horas; luego aparecieron nuevos rayos, entre los cuales uno era de intensísima blancura; después comenzó a ondular, a debilitarse, y, por último, se fue apagando hasta desaparecer.

Recobraron su imperio las tinieblas, que volvieron a extenderse sobre los campos de hielo, y sobre el poco antes ígneo horizonte siguieron luciendo los astros.

CAPÍTULO XVII. ENTERRADOS EN NIEVE

Los siguientes días los dos balleneros se dedicaron a trabajar para hacer más cómoda su habitación, en la cual tenían previsto que habrían de permanecer encerrados largo tiempo.

Transportaron allí cierta cantidad de provisiones suficientes para alimentarse varias semanas, sin verse obligados a abrir los almacenes, que habían cuidado de cerrar perfectamente para ponerlos a salvo de los osos blancos; colocaron en el centro de la cabaña una gran lámpara, que debía servir de luz y de estufa, formada ingeniosamente por un perol en el cual la hicieron lucir con un enorme pábilo; cubrieron y bien el suelo después de muy apisonada la nieve, y allí arreglaron dos camas hechas con pieles de foca y mantas de lana; por último, encerraron con ellos dos barriles de aceite de ballena, que debían de serles muy útiles, así para el alumbrado como en la calefacción.

Para proteger mejor su morada contra los helados vientos del Norte, levantaron en casi todo el contorno de ella una muralla de unos diez pies de altura, abriendo las convenientes aspilleras para defenderse de los osos en el caso de que tuvieran el atrevimiento necesario para rondar el albergue de los náufragos.

El 10 de enero, rendidos de trabajar, pero satisfechos del resultado de sus esfuerzos, tomaron posesión de su casa, dentro de la cual podían desafiar, sin temor de sufrir mucho, los intensos fríos del Polo Ártico.

Ya era tiempo. Aquel mismo día la calma que hasta entonces los había favorecido, y la temperatura, no muy fría, cambiaron de repente.

Una tempestad de nieve se desencadenó con inaudita violencia, haciendo descender el termómetro bruscamente a cuarenta grados bajo cero, y acompañando al vendaval amenazadores ruidos que anunciaban la proximidad de nuevas presiones.

Seis días consecutivos arreció el huracán, cuarteando los campos de hielo, derribando no pocos icebergs y muchísimos hummoks; durante aquel tiempo los dos balleneros no se atrevieron a sacar las narices fuera de su morada. Luego sobrevinieron las presiones.

El gran banco, estrechado por los hielos que proseguían acumulándose en sus extremos, se puso en movimiento del Norte al Sur y del Este al Oeste. A esto siguieron los correspondientes crujidos, estruendos, mugidos, detonaciones indescriptibles, con no poco temor de los dos náufragos, que temblaban por sus almacenes y aun por su cabaña, cuyas paredes oscilaron peligrosamente varias veces como si fueran a derrumbarse.

El 20 hubo un tanto de calma, que aprovecharon para estirar las entumecidas piernas; pero antes les fue preciso trabajar durante un par de horas para poder abrirse paso a través de la nieve, que había cubierto casi por completo la habitación.

—¡Otra nevada y quedaremos sepultados! —dijo Koninson, saliendo al campo de hielo, cuyo espesor había doblado.

—¿Ves algo de nuevo? —preguntó el teniente, que le seguía.

—Sí; un gran número de hielos derribados y enormes grietas. ¡Pero calle! ¿Qué es aquello que se mueve allí abajo?

—¡Un animal!

—¡Mil rayos! ¡Si es un elefante!

—¡Un elefante! ¿Con este frío? ¡Tú estás loco, arponero!

—Entonces es un oso colosal. ¡Un fusil, señor Hostrup, un fusil!

El teniente retrocedió rápidamente a la cabaña y tomó dos carabinas; al llegar de nuevo al campo miró en la dirección indicada por el arponero.

A trescientos cincuenta pasos, cerca de un grandísimo iceberg cuya cima parecía tocar las nubes, vio, no sin cierta emoción, un colosal animalote de blanca piel y larga cola, con la cual azotaba la nieve.

Koninson no había exagerado; aquel animal era tan grande como un elefante, aunque no tuviera trompa ni colmillos.

—Pero ¿de dónde sale esa bestia? —se preguntó el teniente—. ¡No he visto nunca cosa semejante!

—¿Será un oso de nuevo género? —interrumpió Koninson, que, a pesar de su extraordinaria audacia, se había puesto pálido y temblaba un poco.

—¡No, no es posible! Más bien le juzgo un rhystine stelleri.

—¿Y qué bestia es ésa? Yo no la he visto nunca en mis cacerías.

—Es un colosal mamífero marino, cuya raza se ha extinguido hace un siglo, y acaso más. El explorador Behring ha narrado que, cuando naufragó en la isla que hoy lleva su nombre hacia mil setecientos cuarenta y uno, encontró una gran cantidad de estos rhystine stelleri. ¿Por qué no ha de haber quedado algún ejemplar?

—¿Eran peligrosos?

—No, a juzgar por lo que escribió Behring.

—Entonces podemos arriesgar dos disparos de carabina.

—De acuerdo, Koninson; tanto más, cuanto que no me desagradaría un asado de carne fresca.

—¡Adelante, pues, y no erremos el golpe!

Los dos balleneros, ocultándose tras algunas masas de hielo, se acercaron al animal, que no parecía dispuesto a huir. Al hallarse como a doscientos pasos apuntaron sus armas, y luego de haberse asegurado perfectamente de la puntería, hicieron fuego.

Los dos disparos fueron seguidos inmediatamente de estrepitosas carcajadas. Semejantes a ellas no se habían oído jamás en aquellos parajes. Y, en efecto, el caso era para reír.

Aún no se había apagado el ruido de las detonaciones, cuando se produjo un inesperado cambio. El gran iceberg, que parecía tocar las nubes, se había convertido en un simple hummok, y el supuesto rhystine stelleri de gigantesco tamaño en un mísero zorro, que espantado a la par que satisfecho de que no le hubieran alcanzado las balas, huía con increíble velocidad a través de los hielos.

—Pero ¿qué especie de hechizo es éste? —exclamó Koninson, que reía a punto de desarticularse las mandíbulas.

—¡Un encantamiento que hemos debido adivinar antes! —respondió el teniente, que reía con no menos gana que el arponero.

—¿Acaso una simple refracción?

—Sí, la refracción: un espejismo cualquiera que el disparo de nuestras armas, agitando violentamente las capas atmosféricas, se ha encargado de destruir.

—¿Y es frecuente el fenómeno en estas regiones?

—Muy frecuente, arponero. Sigamos, pues, adelante; pero con cuidado de no tomar un canalillo por un río, o un agujero por un abismo.

De buen humor por el cómico incidente continuaron su camino, dirigiéndose al Norte con la esperanza de hacer algún blanco más aprovechado.

Recorrieron un par de kilómetros andando con precaución y tanteando el hielo para que no se abriera de improviso bajo sus plantas; pero sólo hallaron icebergs que las últimas presiones habían inclinado caprichosamente sin destruirlos. De animales, ni rastro: osos, focas, morsas y zorros faltaban en absoluto en el campo de hielo; hasta los pájaros habían desaparecido y no se les oía por ninguna parte.

El teniente y el arponero regresaron a su morada un tanto desconcertados, y no poco inquietos a causa de ciertos pardos nubarrones que se levantaban rápidamente por el Norte y que auguraban otra abundante nevada y un mayor descenso de temperatura.

No faltaba motivo para la inquietud. Apenas estuvieron bajo cubierto cuando comenzó a soplar un furioso viento sobre la helada llanura, llevándose por delante aristas de hielo afiladas como cuchillos y que al caer producían un ruido casi metálico, mientras por las alturas volaban revueltos copos de nieve de un tamaño inverosímil.

Kóninson cerró herméticamente todas las ventanas de la casa y avivó la gran lámpara para mantener dentro algún calor. Después de una ruin comida y de echar una pipa se envolvieron en las mantas, mientras afuera rugía el huracán, amontonando acá y acullá enormes masas de nieve.

La noche fue mediana; varias veces se desveló el teniente y puso oído al bramar del viento o al crujir del campo de hielo, que era tal como si en vez de témpanos fuese el fondo de una caldera en ebullición. A veces, con peligro de que se le helaran las narices, intentó vanamente ver lo que ocurría fuera.

Durmióse por décima vez; mas al cabo de un tiempo que le pareció breve se despertó con cierto malestar que no podía explicarse. Respiraba con fatiga, y sentía como si le ciñera las sienes un aro de hierro que fuera estrechándose gradualmente.

Miró en torno suyo. La lámpara, que poco antes ardía muy bien, estaba mortecina, aunque enteramente llena de aceite, pareciendo que iba a apagarse de un momento a otro. Miró a Koninson y le vio agitarse y respirar anhelosamente.

—¿Qué va a pasar? —murmuró con ansiedad.

Escuchó atentamente. Sólo se oían los crujidos de los hielos; le pareció que a cierta distancia sonaban roncas detonaciones.

—¡Koninson, Koninson! —gritó.

El arponero agitó, los brazos, se desperezó dando un bostezo, que mostró sus quijadas guarnecidas de recia dentadura, y abrió los ojos.

—¡Teniente! —respondió como sobrecogido.

—¿Sientes algo?

—¡Sí, señor Hostrup! Me parece que la cabeza me da vueltas y que mis pulmones funcionan muy mal. ¡Calla! ¿Qué tiene la lámpara, que parece como si fuera a apagarse? ¡Si la he llenado hasta los bordes!

—¡Siento un temor, Koninson!

—¿Cuál?

—¡Que estemos sepultados!

—¡Sepultados! ¿Cómo? ¿Que el campo de hielo se ha sumergido sin romper nuestra cabaña? ¡Sería un caso raro!

—Pero poco divertido, arponero. Por fortuna, creo que no estamos debajo del banco, sino encima de él.

—¿Y quién nos ha sepultado?

—La nieve.

—¡Es verdad, señor Hostrup! ¡Me parece que el aire comienza a faltarnos! La lámpara se apaga, y la fatiga de los pulmones, y la cabeza que parece dar vueltas, son señales bastantes para hacer comprender qué no nos engañamos.

—¡Probemos a salir hasta hallar un sitio por donde entre el aire!

Koninson, que tampoco se hallaba bien en aquel aire viciado, quitó la piel que cerraba la entrada y se encontró ante una masa de nieve que parecía tan elevada como la cabaña.

Probó a derribarla; pero no obtuvo buen éxito: el frío la había convertido en un muro de hielo.

—¡Hum! —exclamó—. ¡El conflicto es serio, señor Hostrup! ¡Estamos como emparedados, según parece!

—Sin embargo, es preciso salir, Koninson, y sin perder tiempo.

—Así lo creo.

—¡Probemos, arponero! ¡Tente firme, que voy a encaramarme sobre ti!

—¡Abra usted el agujero que da salida al humo!

Koninson se puso junto a la lámpara, con las piernas muy abiertas y la cabeza inclinada sobre el pecho. El teniente se subió encima de sus hombros, arrancó el trozo de piel que cerraba la abertura para impedir que entrase la nieve y que la lámpara se apagara; pero se encontró con un bloque de hielo resistente a todos los esfuerzos.

—¡Estamos completamente enterrados! —dijo, colérico.

—¿Y qué hacemos? ¡Siento que el aire disminuye por segundos!

—¡No hay sino abrir una galería!

—¿Tendremos tiempo?

—Más tarde te lo diré; ahora, pobre amigo mío, démonos prisa, pues los instantes son preciosos.

Bajóse, asió un recio cuchillo y apuñaló febrilmente la nieve que obstruía la salida, en tanto que Koninson se ponía a trabajar a su lado armado con un hacha.

A causa del frío excesivo la nieve había alcanzado una dureza extrema; pero no podía resistir los golpes desesperados de los balleneros, y se rompía en trozos, que caían en el interior de la cabaña.

Habían socavado casi un metro de hielo cuando el pobre joven, que iba palideciendo cada vez más, se detuvo y dejó caer el hacha, ya por completo falto de fuerzas.

—¡Señor teniente… —murmuró, con voz casi extinta—, yo… yo… no puedo más!

—¡Valor, Koninson! —dijo Hostrup, que consumía los últimos restos de su energía descargando furiosas puñaladas sobre el hielo, que saltaba en pedazos.

Pero el aire se enrarecía cada vez más, y era de temer que les faltase por completo antes que terminaran el trabajo. Ya la lámpara desprendía tenue resplandor, y los pulmones de ambos balleneros funcionaban ruidosamente, sin poder oxigenarse. Koninson, en particular, sentía que le faltaban las fuerzas y que el mareo le hacía desvanecerse.

Intentó el arponero volver a su tarea, mas le fue imposible y se agachó tambaleándose.

En aquel instante se apagó la lámpara, y una profunda oscuridad reinó en la cabaña.

El teniente lanzó un rabioso aullido.

—¡Habrá… que morirse… aquí… dentro! —balbució apretando los puños.

Había perdido la esperanza tan por completo, que estaba para caer junto al arponero cuando una idea germinó en su cerebro.

Reuniendo con poderoso esfuerzo la poca energía que le restaba se precipitó en dirección de la cabaña, asió febrilmente el primer fusil que hubo a mano, lo amartilló rápidamente y apuntando hacia arriba disparó.

A la formidable detonación, que hizo retemblar las paredes y desprenderse grandes porciones de hielo, Koninson se levantó de rodillas, preguntando con voz convulsa:

—¿Señor… Hostrup?

No respondió el teniente: con la cabeza levantada, en pie en el centro de la cabaña, con la boca abierta y fijos los ojos en la bóveda, parecía esperar.

Oyóse un ligero silbido e inmediatamente los infelices balleneros, que se juzgaban perdidos, comenzaron a respirar con lentitud, primero, y a pleno pulmón, después.

Koninson lanzó un ¡ah! de satisfacción, mientras el teniente enjugaba el sudor en que tenía bañada la frente, no obstante el intenso frío que hacía.

—¡Ha abierto usted un agujero con una bala! —exclamó Koninson, en tanto que encendía la lámpara.

—¡Sí, arponero, y, como ves, ha sido una excelente idea!

—¡Y oportuna! ¡Ah, cómo respiro! ¡Mil gracias, señor teniente!

—¡Respira cuanto puedas, porque el agujero podría obturarse de un momento a otro!

—¡Siempre que no se nos hunda encima la cabaña! Creo que haríamos bien en abrir una galería y quitar el hielo y la nieve que nos sepultan.

—¡Mano al hacha, pues!

No perdieron tiempo, y después de dos horas de afanoso trabajo ganaban de nuevo la superficie del campo, sobre el cual habían caído unos tres metros de nieve, que el frío había convertido en sólida capa de hielo.

CAPÍTULO XVIII. LA VUELTA A LA COSTA

El largo invierno polar transcurría lentamente con su hórrido cortejo de furiosos huracanes, fríos intensos, nevadas espantosas y densas nieblas.

Los balleneros, casi siempre encerrados en su mezquina, estrecha, húmeda y fría cabaña de hielo, que la lámpara no bastaba a caldear, pasaban los tristes días suspirando por la primavera, que no parecía próxima.

El fastidio y la desanimación producidos por la inmovilidad casi absoluta, el aislamiento y los grandes fríos que se sucedían, bajando el termómetro hasta cincuenta y seis grados bajo cero, los apenaban agotando sus fuerzas.

Cuando el campo de hielo no se hacía movedizo y reinaba la calma, aprovechaban el tiempo para hacer largas excursiones, cosa que ocurría rara vez, pues los furiosos vientos soplaban casi siempre del Norte, llevándose por delante pedacitos de hielo que causaban dolorosas heridas, o trozos de nieve cuyo contacto semejaban al de brasas.

Otras veces desafiaban la intemperie para admirar los extraños fenómenos que se producían o las espléndidas auroras boreales que teñían el firmamento con rayos de luz amarilla, azulada o de vivísimo azul turquí, que sobresalían entre líneas de fuego; ya eran la luna y los astros los que les llamaban la atención, o bólidos inflamados que giraban y desaparecían sin dejar estela. También sorprendentes espejismos convertían los hielos en risueñas campiñas cubiertas de verdor y columnas de humo que se elevaban a gran altura, producidas por troncos de árboles fosilizados arrastrados por la corriente, quién sabe de dónde, y que se incendiaban por el continuo frotamiento contra los icebergs, los streams, los palks y los hummoks, que se acumulaban, combatiéndose con furia en los alrededores del gran banco de hielo.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaban nuestros amigos encerrados en su tugurio para no exponerse a los peligros ocasionados por las presiones, que de cuando en cuando removían la superficie del banco con aullidos capaces de producir estremecimientos, ni al frío espantoso que los amenazaba en todo instante con el peligro de la congelación; peligro sobrado grave, porque produce la pérdida completa del miembro helado y, alguna vez, hasta la muerte.

Por fortuna, el invierno, aunque pareciera eterno a aquellos desgraciados balleneros, avanzaba, y con él pasaron enero, febrero después, luego marzo y, por fin, abril, que cambió mucho las cosas.

El frío se hizo poco a poco menos intenso, y se estacionó en quince grados bajo cero; los huracanes, que conmovían el campo de hielo y amenazaban constantemente sepultar la cabaña, se hicieron más raros y menos violentos; las densas nieblas, que obstinadamente cubrían el horizonte septentrional y que, en ocasiones, eran tan espesas que no dejaban divisar los objetos a un palmo de distancia, se levantaron y, alejándose, dejaron ver en su lugar una luz blanquecina que cada día ganaba mayor altura, y por último salió el sol lanzando sus dorados rayos a través de la inmensa extensión de los hielos, que brillaban con soberbio centelleo.

Los pájaros, que se habían refugiado en climas de mayor dulzura, volvieron muy pronto en grandes bandadas; los burgomaestres (larus glaucus), primero; luego, las urias negras (dovekies); después, los pequeños plectrophanes nivales, las ocas, kittivakes, rootgees, loomerios, boatswaires, mollys, snowbuttings, y, tras ellos, todas las otras especies de pájaros que al comienzo de la primavera dejan la tierra de la bahía de Hudson para emigrar a las tierras árticas, llegando hasta donde el hombre, a pesar de tantos siglos de heroicos esfuerzos y de tantas preciosas vidas sacrificadas, no ha podido aún poner la planta. Esto es: al Polo.

También otros animales comenzaban a reaparecer, con gran contentamiento de los dos balleneros, que sentían la necesidad de alimentarse de carne fresca para alejar al amenazador escorbuto.

Muchos zorros procedentes del Sur correteaban por el hielo; algún oso blanco que aparecía a distancia moviendo sin descanso la enorme cabeza, y más lejos aún, focas y morsas que se calentaban perezosamente a los primeros rayos del sol primaveral.

Se aproximaba el momento de partir. La más elemental prudencia aconsejaba a los dos balleneros que se dirigieran al Sur, abandonando aquel campo de hielo que no resistiría mucho tiempo el calor solar.

El 16 de abril, el teniente, que llevaba varios días visitando atentamente en el almacén las balleneras, con las cuales contaba para fabricar un buen trineo, decidió poner manos a la obra.

—Es preciso no perder tiempo, mi querido Koninson —le dijo—; la costa americana no está muy lejos, y solamente allí podemos encontrar nuestra salvación.

—No deseo más que marchar, señor Hostrup —respondió el arponero—. Si permanezco aquí otra semana, se me entumecerán las piernas en esta infame cabaña hasta el extremo de no poder dar un paso. ¿Y será largo el camino?

—Creo que ciento cincuenta a doscientas millas.

—¡Nos costará mucho tiempo!

—No tanto como parece, querido arponero.

—¿Acaso ha visto usted perros que puedan ser enganchados al trineo?

—No; pero sí otra cosa mejor y más rápida.

El arponero miró al teniente con estupor, creyendo que él frío y los padecimientos pudieran haberle trastornado el cerebro.

—No te maravilles —dijo el teniente, sonriendo y comprendiendo tal vez el pensamiento que bullía en la mente de su compañero—. Mira hacia el Sur: ¿qué ves?

—Una superficie brillante que parece no tener fin.

—Sí; pero una superficie que los grandes hielos y las grandes nevadas han suavizado bastante. Pues bien, amigo mío: izaremos una vela sobre nuestro trineo y, apenas sople el viento Norte, partiremos con la velocidad de un vapor, y aun con la de un tren expreso.

—¡Estupenda idea, señor Hostrup! ¡Y decir que no se me había ocurrido! ¡A trabajar, a trabajar! ¡Me siento capaz ahora de construir diez trineos!

Pasaron al almacén, y con hachas rompieron la ballenera grande, de cuyo maderamen, bastante curvó, esperaban servirse.

La empresa no fue muy fácil, por hallarse desprovistos de los utensilios necesarios; pero al fin lograron construir un sólido artefacto, que, si no era un trineo, no se diferenciaba mucho de él. Lo difícil fue la colocación de los patines de hierro, pues sólo poseían algunas láminas de metal arrancadas de las embarcaciones, cortas y bastante averiadas.

Pero con paciencia, caldeándolo en la gran lámpara y batiéndolo con el revés de las hachas, fueron también hechos los patines, que colocaron en su sitio.

—¡Dios quiera que resistan! —dijo Koninson, remachando el último clavo.

—¿Y por qué habían de romperse?

—El metal era muy viejo y mohoso, señor Hostrup.

—Por si no lo sabes, arponero, te diré que el hierro enmohecido es casi acero, y siempre mejor que el hierro dulce. Un célebre cuchillero inglés ha hecho experimentos sobre el particular y obtuvo, resultados sorprendentes.

—¡Nunca lo había oído!

—Pues así es, Koninson. Ese cuchillero, que se llama Weis, enterró hojas antiguas de hierro, y navajas, también viejas. Al cabo de tres años las desenterró cubiertas de una espesa capa de orín que, según todas las apariencias, había pasado al interior. Las trabajó y obtuvo hojas de superior calidad, capaces de vencer a las famosísimas de Toledo.

—¡Entonces, ya no temo por los patines de nuestro trineo!

Para ultimar éste los dos balleneros reanudaron al siguiente día los trabajos.

Utilizando siempre la madera de los barcos, construyeron cajas para víveres y municiones; izaron delante del vehículo un mástil, que aseguraron sólidamente, y lo armaron con una vela cuadrada; por último, fabricaron una especie de timón provisto en su extremidad de un gancho de hierro que debía servir para imprimir la dirección y, en caso de necesidad, para que actuando como freno determinase las paradas repentinas.

Ocuparon el día 18 en hacer anteojos, cosa indispensable en aquellas regiones, donde el sol se refleja sobre superficies de hielo. A veces, aquella luz cegadora es peligrosa y ocasiona oftalmías que terminan en la ceguera, de las cuales no se eximen ni aun los esquimales, a pesar de que nacen y viven en aquellos climas.

Los tales anteojos costaron mucho tiempo y no poca paciencia; pero, al cabo, los valerosos náufragos triunfaron, pues si no con lentes, que esto era imposible, por más deseos que tuvieran el teniente y su compañero, los fabricaron poco diferentes de los que usan los naturales de las tierras de la bahía de Hudson.

Hubiéranles sido necesarias las ramas de cedro rojo, que siendo muy flexibles, emplean los indígenas para la fabricación de tales objetos; pero no teniéndolas a su disposición, los balleneros utilizaron un grueso alambre que hallaron en el bote, encorvándolo de suerte que formara un óvalo bastante prolongado, lo cubrieron con un trozo muy sutil de piel de foca e hicieron en el lugar correspondiente a los ojos dos ligeros cortes en sentido horizontal. Era lo suficiente para ver bastante, sin exponerse a quedar ciego o, al menos, a ocasionarse cualquiera enfermedad grave.

El 20 por la mañana todo estaba dispuesto para partir. El trineo, con su vela casi desplegada en el bien asegurado palo; el timón, en su sitio; los víveres, suficientes para tres semanas, y las municiones, encerradas en la caja; sólo hacía falta maniobrar para lanzarse a través de los campos de hielo.

Un sol espléndido brillaba en el horizonte, inundando aquella desierta región de luz deslumbradora. El viento era fresco y soplaba del Norte.

Una vez cerrados por precaución los almacenes, donde dejaban aún cierta cantidad de provisiones, y dando un adiós a la cabaña que los había albergado durante el largo invierno polar, los dos balleneros se apresuraron a dirigirse al trineo, ansiosos de verse en la costa americana. Ya iban a entrar en el vehículo, cuando se detuvieron como si ambos a una hubieran tenido el mismo pensamiento.

Volvieron los ojos al gran banco de hielo resplandeciente de luz y contemplaron el lugar donde casi cuatro meses antes, después de una noche de horrores, el valeroso Danebrog, desfondado, triturado por la terrible presión de los hielos, se había ido al fondo; allí donde sus infortunados camaradas habían sido tragados en aquella terrible noche.

—¡Descansad en paz! —dijo el teniente con voz triste y solemne, descubriéndose la cabeza—. ¡Descansad en paz, infelices, que no volveréis a ver las lejanas playas de vuestra patria, que no tendréis sobre vuestra tumba el consuelo de unas flores esparcidas por mano cariñosa, y ante cuyos restos no derramarán lágrimas los ojos de los vuestros! ¡Adiós, capitán Weimar; adiós, mis pobres camaradas: no os olvidaremos!

—¡Descansad en paz! —repitió Koninson, profundamente conmovido—. ¡Que los hielos del Polo sean tumba leve para vosotros!

—¡Ahora, partamos! —exclamó el teniente.

Se tambaleó el trineo, que parecía impaciente por alejarse de aquellos fúnebres parajes, e izaron la vela, que al punto se hinchó con el soplo del aire de Septentrión.

El vehículo permaneció inmóvil un momento cual si estuviera clavado al banco, luego comenzó a oscilar con cierta indecisión y después se lanzó a través de la lisa superficie con la velocidad de un tren directo, levantando en torno suyo una nube de trozos de hielo y de nieve, y dejando tras sí dos huellas paralelas, que a poco se prolongaron indefinidamente. El teniente y Koninson, casi ahogados por la rápida y helada corriente de aire, azotado el cuerpo por una granizada de pedacitos de hielo sutiles como agujas, firmemente aferrados al veloz vehículo, se esforzaban por mirar hacia delante, temiendo hallarse de pronto al borde de un boquete, o de chocar contra un obstáculo cualquiera.

—¡Mira bien —repetía Hostrup al arponero— y está dispuesto a dejar caer la vela!

—¡No tema usted! —respondía, con voz sofocada por el viento el bravo joven, que no abandonaba la proa del vehículo, donde era mayor la lluvia de hielos, algunos de los cuales solían herirle en la cara.

El trineo se deslizaba con creciente rapidez, sin sacudidas, sin traqueteos, sin desviarse un solo centímetro, bajo la robusta mano del teniente, que no abandonaba el timón, dejando a derecha e izquierda hummoks e icebergs, y poniendo en fuga zorras, lobos y pájaros.

Bien pronto la velocidad fue tal, que el teniente comenzó a sentir cierta inquietud, pues marchaban rápidos como un ave, recorriendo no menos de cincuenta kilómetros por hora.

En tales condiciones, si hubieran tropezado con un obstáculo o una depresión de hielo, el choque, que hubiera sido tremendo, habría destrozado en mil pedazos el trineo, rompiendo los huesos a los dos hombres que de él se servían.

A mediodía, el teniente apreció que la distancia recorrida era de ciento sesenta millas; pero la costa americana no estaba aún a la vista, si bien no debía de hallarse muy lejos.

—¡Parémonos! —dijo Hostrup al arponero—. ¡Amaina la vela!

Koninson obedeció. El trineo, que recorría una pendiente, continuo deslizándose aún una milla; luego se detuvo junto a una alta masa de hielo.

Encendieron la lámpara, que habían llevado consigo, y prepararon un modesto desayuno que fue devorado en un instante; volvieron a montar en el vehículo y emprendieron de nuevo la marcha, esta vez con menos velocidad, por haber cedido un tanto la del viento.

A las cuatro de la tarde, después de haberse detenido diversas veces para huir de hondonadas vistas a tiempo y para hacer pasar cuidadosamente el trineo a través de hielos removidos por las presiones, señaló Koninson una costa alta que, aun estando cubierta de nieve, no tenía semejanza alguna con una hilera de icebergs, y algo más tarde vieron a gran distancia, envueltas entre espesa niebla, manchas oscuras, que parecían montañas.

—¡Señor Hostrup! —dijo Koninson conmovido.

—Es la costa americana —afirmó el teniente, no menos, emocionado.

—¿Tan pronto?

—Hemos debido de recorrer doscientas cincuenta millas desde esta mañana. Arría la vela pronto, o nos estrellaremos.

Koninson se apresuró a obedecer. Diez minutos más tarde el trineo se detenía a sólo medio kilómetro de distancia de las costas de la América septentrional.

CAPÍTULO XIX. LOS TOROS ALMIZCLADOS

¿A qué lugar de la costa americana habían llegado los audaces balleneros? Era imposible saberlo; pero, según sus cálculos, debían de hallarse entre el Yukon, gran río que desembocaba por el Oeste, y el Mackenzie, que desaguaba por el Este. En cuanto a lo demás, ni el teniente ni el arponero se preocupaban poco ni mucho; bastábales encontrarse en la playa tan suspirada, que era su salvación.

Tal vez les quedaba por recorrer mucho camino y tenían que afrontar aún muchos peligros. Allí estaba América a pocos pasos de distancia, y no necesitaban más. Todo consistía en encontrarse con alguna tribu de esquimales o de indios y, lo que era mejor, con alguno de los establecimientos fundados en aquellas tierras por la Compañía de la Bahía de Hudson para el comercio de pieles. Ansiosos de sentar la planta en aquel territorio, alcanzado casi por milagro y sin fatiga, no perdieron un instante, y arrastrando el trineo con una larga correa, se dirigieron resueltamente hacia delante. Por desgracia, el camino no era fácil. El hielo, revuelto y levantado por los choques de los icebergs, los palks y los streams, presentaba por doquiera sinuosidades o aguzadas puntas, y crujía de un modo poco tranquilizador, como si estuviera a punto de abrirse. El trineo, no hallando medio de resbalar sobre un terreno desigual y poco firme, inclinábase unas veces y se atascaba otras, haciendo sudar a nuestro arponero como si el termómetro no se hallara a doce grados bajo cero.

Hasta las ocho, en suma, no pudieron llegar los balleneros a las cimas de la costa americana, donde arribaron fatigadísimos, con las ropas destrozadas por el hielo y el calzado en situación deplorable.

Su ansiosa vista se extendió por el paisaje que descubrían, con la esperanza de hallar alguna cabaña o columnas de humo que dieran señales de la presencia de un ser humano. No vieron nada.

Aquella tierra estaba enteramente desierta, o cuando menos, abandonada: era una llanura cubierta de hielos y de nieve, sembrada de lagos pequeños, enteramente helados, o de profundas hondonadas, cortada al Sur por algunas montañas que parecían inaccesibles, y cuyas cumbres se ocultaban entre espesa niebla.

Tal cual mísero vegetal, como sauces árticos, de unos veinte centímetros de altura, líquenes y musgos, aparecían acá y acullá sobre la blanca superficie de la nieve; pero no se veía ni uno de los settlements que suelen hallarse en aquellos desiertos de la tierra de Hudson; ningún pueblo de esquimales, ninguna cabaña, ni animales siquiera.

—¡Malo era nuestro banco de hielo; mas esta costa no me parece mejor! —dijo Koninson.

—¿Esperabas dormir en un mullido lecho esta noche? —preguntó, riendo, el teniente.

—¡No; pero creí ver rostros humanos!…

—Los veremos, y no tardaremos mucho.

—Pero más al Sur.

—¿Y por qué al Sur? ¿Acaso los esquimales temen al frío para no llegar hasta aquí? Suben mucho más al Norte, y recuerdo que algunos fueron vistos tan lejos de las tierras habitadas, que ignoraban que hubiese otros pueblos. James Ros, por ejemplo, que en mil ochocientos dieciocho emprendió una campaña polar, halló una tribu de esos extraños individuos a los setenta y ocho grados de latitud, en una lengua de tierra ignorada de todos, y que hacía siglos vivían creyendo ser los únicos representantes por entonces de la especie humana.

—¿Y quién los había llevado tan lejos?

—¿Quién puede saberlo? Acaso en una época muy distante emigró alguna pequeña tribu.

—Diga usted, señor Hostrup: ¿de dónde se cree que hayan venido los esquimales?

—Precisarlo sería muy difícil; pero se supone, con razón, que hayan venido de Asia.

—En efecto: me parece el camino más fácil y más corto, habiendo, como hay, entre ambos continentes, el largo archipiélago de las Aleutianas. ¿Y hace mucho tiempo que se conoce a ese pueblo?

—Se lo conocía antes que Cristóbal Colón descubriera a América.

—¿Cómo? —dijo Koninson, en el colmo de la sorpresa.

—Sí, arponero; lo que te digo es verdad. Pero no por eso entiendo que sea menor el mérito singular del célebre navegante italiano, porque se sabía que había hacia el Norte tierras habitadas, pero no que al Occidente de Europa existiese América.

—¿Y quiénes fueron los primeros navegantes que tuvieron relaciones con aquellos hijos de las nieblas y del hielo?

—Los escandinavos, que desde el siglo nueve se extendieron por el Norte, fundando las colonias de Islandia y Groenlandia.

—¡Tenían audacia!

—No carecían de ella, porque no se contentaron con llegar a Groenlandia, sino que pasaron más allá en dirección a Occidente, desembarcaron en una costa, que parece fue el actual Labrador, y allí establecieron numerosas y ricas colonias.

—¿Hasta el Labrador? ¡Pero si ahora es un desierto de hielo, apenas habitado por los esquimales!

—Hoy, sí; pero en aquel tiempo gozaba de un clima bastante benigno; tanto, que allí se daban las vides, y sin duda por eso llamaron a aquel país Vinlandia, o sea, tierra del vino.

—¿Y cómo desaparecieron aquellas colonias?

—No se sabe. En los primeros años del descubrimiento de Vinlandia, muchos escandinavos, y aun muchos islandeses, emigraron a aquel país y fundaron en diversos puntos de la costa grandes establecimientos, y mandaron a Europa muchos navíos cargados de pieles; pero poco a poco, las relaciones con Islandia y con los países de Escandinavia se debilitaron, hasta que al cabo cesaron totalmente, tal vez a causa de los hielos, que siempre iban bajando hacia el Sur, o bien por otros motivos que han quedado ignorados por completo. El hecho es que todas aquellas colonias, un día tan florecientes, desaparecieron sin dejar huellas; así es que algunos opinaron que Vinlandia no fuera el Labrador, sino la isla de Terranova: tan inciertos son los recuerdos que restan de aquellos intrépidos navegantes y colonos.

—Tal vez perecieron todos a manos de los esquimales.

—No se sabe, Koninson. Acaso el hambre, causada por el progresivo frío, que acabó con las cosechas, la guerra civil, alguna epidemia, y aun los esquimales mismos, como tú dices.

—¿Y no pudiera ser también que hayan quedado confundidos entre los esquimales?

—Posible es, y no son pocos los hombres de ciencia que piensan de ese modo, porque se ha observado que algunas tribus de esquimales, bajo la capa de aceite y pintura que cubre su tez, tienen blanca la piel. Mas dejémonos de esquimales, y pensemos en acampar. Mañana, si el tiempo lo permite, nos dirigiremos hacia aquella cordillera, cuyas montañas cierran el horizonte por el Mediodía.

—¿Y luego? —interrogó Koninson.

—Luego seguiremos avanzando en dirección del Sur hasta que hallemos el Puerco Espín; una vez allí, pensaremos en llegar al gran río llamado Mackenzie, y después, al lago del Oso Grande.

—¿Por qué hemos de ir hasta ese lago?

—Porque próximo a él se encuentra un fuerte de la Compañía de la Bahía de Hudson.

—Entonces, iremos. Tenemos fuertes las piernas, no obstante la larga prisión sufrida en aquella picara cabaña. ¡Ahora, acampemos y comamos algo, porque siento un hambre canina!

Con la misma vela del trineo formaron una tienda, sostenida en su parte central con el palo en que estaba armada la vela, y cubrieron el suelo con las pieles que habían llevado consigo, para abrigarse y resguardarse contra la humedad.

Encendida la lámpara, Koninson hizo hervir un trozo de pescado seco, mezclado con las últimas alubias que les quedaban, y cuando todo estaba dispuesto, invitó al teniente al modesto refrigerio. Fumaron una pipa, y luego de cerrar cuidadosamente la tienda para que no entrase el frío, se recostaron para dormir.

Apenas habían cerrado los ojos cuando oyeron un prolongado aullido que tenía un tanto de lúgubre.

—¿Qué animal anda por ahí? —dijo Koninson, extendiendo el brazo derecho hacia su fusil.

—¡Me parece el aullido de un lobo! —contestó el teniente, algo alarmado.

—¡Mala visita, señor Hostrup! ¿Es que esos hambrientos animales suben hasta las orillas del Océano Ártico?

—En la estación benigna se los halla aún en estas costas. Probablemente habrán olfateado el olor de nuestra comida y se habrán apresurado a buscarla. ¡Saca la cabeza y mira!

Koninson levantó una punta de la lona y se asomó, armado con su fusil.

A cincuenta pasos de distancia vio un lobo de pelo gris, que aullaba a unos animales grandes, peludos, los cuales, por su forma, parecían ser toros, y que desfilaban en dirección de la cordillera, como a un kilómetro del punto en que se hallaba el lobo.

—¡Señor Hostrup, salid, salid! —exclamó el joven—. ¡Veo unos toros!

—¿Toros? —repuso el teniente—. ¡Tú estás loco, mocito!

—¡No, no; apresúrese usted, que se van!

Salió Hostrup, y pudo convencerse en el acto de que Koninson no estaba equivocado.

—Son toros almizclados —dijo, después de haber mirado atentamente a los rumiantes, que galopaban con rapidez hacia el Sur—. ¡Y son muchos!

—Veinte, por lo menos. ¿Tienen buena carne? —añadió Koninson…

—Sí, arponero.

—¿Serán de alguna tribu de esquimales?

—No; no viven más que en estado salvaje, y se encuentran rara vez, porque constituyen una raza que va desapareciendo.

—¡Si los siguiéramos!…

—Sería trabajo perdido, porque corren más que el hombre.

—¿Y los dejará usted ir? —insistió el arponero, a quien, por lo visto, se le había metido entre ceja y ceja desayunarse al otro día con un suculento bistec.

—Por ahora, sí; pero mañana y trataremos de sorprenderlos en algún valle, y tumbaremos a balazos al que podamos. Pero hoy es inútil espantarlos.

El arponero tuvo que someterse de mal grado; y, por otra parte, los toros almizclados, que, sin duda, habían sospechado algún peligro, ya del lado de los balleneros o de los lobos, se habían apresurado a huir, y pronto desaparecieron entre las nevadas colinas.

El teniente y su compañero se volvieron a la tienda a dormir; pero fueron de nuevo desvelados diferentes veces por el aullar de los lobos, pues algunos de éstos rondaban no sólo el trineo, sino la tienda.

Al otro día, poco antes de las seis, estaban en pie y dispuestos a emprender la cacería.

El día era espléndido; sobre los montes de hielo que cortaban el horizonte septentrional brillaba un sol magnífico, que había elevado la temperatura a nueve grados bajo cero.

Cruzaban el aire en todas direcciones verdaderas nubes de pájaros que lanzaban alegres, gritos, y sobre el nevado campo del suelo americano correteaban multitud de zorras de pelo blanco, entreteniéndose en cazar las ratas de nieve, que comenzaban a salir de sus madrigueras.

La caza mayor no faltaba. A lo lejos, entre los icebergs y los hummoks, grandes cuerpos negruzcos se revolcaban sobre la nieve, disfrutando los tibios rayos del sol, que todo lo llenaban: eran focas y morsas, que, roto el hielo, iban, según expresión de Koninson, a tomar «un buche de aire».

—¡Partamos! —dijo el teniente, después de haberse llenado el bolsillo de pólvora y balas y de haberse armado con un hacha y un fusil—. Los toros almizclados no deben de hallarse muy lejos.

—¿Dejaremos aquí el trineo? —preguntó Koninson.

—Sí. Mañana saldremos camino del Sur. Hoy nos dedicaremos a la caza.

—¡Me parece de perlas! ¡Vamos allá, señor Hostrup, que tengo un vivísimo deseo de entrar en batalla con esos toros almizclados!

Cerraron la tienda lo mejor que les fue posible a fin de que durante su ausencia no entraran los lobos a saquearla; pusiéronse los anteojos para defender los ojos de la refracción de la luz solar sobre la nieve, y se pusieron animosamente en camino, dirigiéndose a la cordillera, cuya falda no podía estar a distancia mayor de cuatro o cinco millas. Al principio la marcha no fue difícil, si bien el deshielo, que comenzaba a derretir la nieve, hacía fatigoso el camino; pero pronto se hizo éste áspero, a causa de que el terreno se presentaba cada vez más abrupto, ya interrumpido por muchas pozas, de donde salía una niebla espesa, o por profundas hondonadas rellenas de nieve que cedía rápidamente; ya por ligeras rampas, cuyos costados cubiertos de hielo dificultaban la subida.

Deteniéndose de cuando en cuando a tomar aliento llegaron ambos cazadores hacia las diez de la mañana a la entrada de un estrecho, pero profundo y tortuoso valle, interrumpido en varios puntos por altas rocas, sobre las cuales brotaban algunos líquenes y unos pocos sauces árticos.

El teniente, que con gran frecuencia se detenía para mirar la nieve, descubrió muchas huellas de los toros almizclados, que iban a perderse en el fondo del valle.

—Estamos próximos a la caza mayor. Prepara el fusil y cuida de no errar el golpe, porque el toro almizclado tiene muy buenos cuernos.

—¿Acometen a los cazadores? —preguntó el arponero.

—Alguna vez, sí, y entonces son peligrosos; más de un esquimal ha sido despanzurrado como un torero español, y aun peor. ¡Adelante y silencio!

Montaron los fusiles y se dirigieron al interior del valle, tratando de evitar los arroyuelos y de salvar los baches para no hacer ruido aplastando el hielo que los cubría, y tratando también de mantenerse lo más ocultos posible con objeto de no alarmar de pronto a las bestias, que, sin duda, pastaban a corta distancia. Habían recorrido como media milla de aquel modo cuando tras unas rocas oyeron fuertes mugidos.

—¡Despacio, Koninson! —murmuró el teniente deteniendo a su compañero, que estaba dispuesto a lanzarse en aquella dirección.

—¡Rodeemos la peña poco a poco!

Echáronse a tierra y, arrastrándose a modo de serpientes, avanzaron con lentitud hasta llegar a una pequeña roca, detrás de la cual podían ver y hacer fuego sin correr peligro.

Subieron a ella y miraron al lado opuesto: los toros que la víspera habían atravesado la llanura perseguidos por los lobos, estaban delante de ellos a menos de doscientos pasos.

CAPÍTULO XX. A TRAVÉS DE LAS MONTAÑAS

Eran trece, no tan grandes como los búfalos ni como el buey común, pero de aspecto muy feroz, con larguísima cabellera retinta, que casi rozaba el suelo, ojos de mirada fosca y enormes cuernos amenazadoramente vueltos hacia arriba.

Formaban una especie de círculo en torno a dos de ellos, que tenían formas más recias, cuernos mucho más largos, y que, por cierto, se miraban recelosos, como si fueran a precipitarse uno sobre otro.

—¿Hacemos fuego? —preguntó Koninson, con el dedo sobre el gatillo.

—Aún no —respondió el teniente.

—¿Por qué, señor Hostrup? ¿Y si se escapan?

—¡No se escaparán, arponero! ¡Tienen mucho que hacer!

—¿El qué?

—Si no me equivoco vamos a asistir a un duelo entre dos machos, cosa que sucede con frecuencia entre estos salvajes rumiantes.

—¿Y por qué se baten?

—Para disputarse las hembras. ¡Mira y calla!

Los dos machos estaban, en efecto, preparados para emprender una de esas luchas de las que casi siempre concluyen con la muerte de uno de los adversarios, y aun a veces con la de los dos. Habían bajado la cabeza, mostrando por completo los cuernos, que parecían estar muy aguzados y ser de una resistencia a toda prueba, y agitaban con furia su corta cola, indicio seguro del gran coraje de que estaban poseídos. Las hembras, por su parte, se habían apresurado a retirarse a un lado para dejar más campo a los luchadores.

A los pocos momentos lanzaron los combatientes un largo y sonoro mugido que resonó extrañamente por el angosto valle, y se arrojaron uno sobre otro con rabia impetuosa y bajando la cabeza. El choque fue terrible: ninguno de los dos pudo resistirlo y cayeron uno encima del otro; pero pronto se levantaron, y, con una agilidad que no hubiera podido suponerse dada su corpulencia, volvieron a topar testuz con testuz con mayor furia que antes, y se dieron tremendas cornadas que, rasgándoles la piel, ocasionábanles profundas heridas, de las cuales brotaba la sangre a chorros.

Un largo cuarto de hora combatieron con varia fortuna, mezclando los bramidos y las cornadas, hasta que uno de ellos cayó, revolcándose en las convulsiones de la muerte. Del vientre destrozado del animal salió durante largo rato, un verdadero río de sangre.

No se detuvo por eso el vencedor, y, aunque malparado, con el testuz en carne viva, de la cual colgaban trozos ensangrentados, con un ojo de menos y una cornada en el pecho, se lanzó por última vez sobre el vencido.

—¡Ah, bergante! —murmuró Koninson, que ya no podía estarse quieto—. ¡Ahora te arreglaré yo!

Iba a apuntar el fusil cuando toda la manada hizo un movimiento de rápida conversión y se lanzó a través del valle, seguida, después de breve vacilación, por el macho vencedor.

El teniente y Koninson se asomaron a la roca que hasta entonces les había servido de escondite, e hicieron fuego por detrás a los fugitivos, que no se detuvieron, aunque a uno de ellos se le vio vacilar un momento.

—¡Dejémoslos! —dijo el teniente—. ¿No ves cómo corren? ¡Necesitaríamos caballos para alcanzarlos!

—¡Pero en algún punto habrán de parar!

—Sí; pero ¿dónde y cuándo? Son capaces de atravesar la cordillera y llegar a las llanuras del Sur.

—Pues qué, ¿estos animales trepan a la cima de las montañas?

—Como si fueran cabras.

—Y diga usted, señor Hostrup: ¿por qué se llaman toros almizclados?

—Porque su carne está impregnada de un olor que se confunde, no con el del almizcle, sino con el moho.

—Por tanto, comeremos bistecs.

—Almizclados o mohosos, querido arponero.

—¡Bah! ¡Con tal que sea carne fresca, me contento!

—No comerás mucha; yo te lo aseguro.

—Pues si la comen los esquimales…

—Los esquimales están acostumbrados, y, además, bien sabes que tienen un estómago capaz de soportar cualquiera alimentación nauseabunda, como pescado podrido, aceite de foca o de ballena, etcétera. Sin embargo, vamos a cortar un trozo de carne, y nos volveremos a la tienda.

Dirigiéronse hacia la res, que ya estaba inmóvil, y a hachazos le abrieron el vientre, cortándole seis o siete costillas. Koninson no se contentó con esto, y se apoderó también de la lengua, que debía ser excelente.

Tomaron de nuevo las armas y se pusieron en camino, llegando a la tienda a las seis de la tarde; en los alrededores hallaron huellas de lobos, señal evidente de que habían intentando, aunque sin lograrlo, entrar en ella.

Encendida la lámpara, fue puesta a hervir la cacerola con un buen trozo de carne que no pesaría menos de dos kilos; pero ninguno de los dos balleneros, aunque se hubieran esforzado mucho o tenido gran apetito, hubiese podido aprovechar aquel plato, del cual hicieron poco gasto. Carne y salsa estaban impregnadas de un olor tan subido, que el mayor hambriento habría vacilado mucho antes de probarlas.

—¡Llévese el diablo a los toros de esta tierra! —exclamó Koninson—. No valía la pena de esperar tanto para alcanzar tan mala comida.

—Ya te lo dije —contestó el teniente—. Pero han ganado nuestras piernas, que necesitaban hacer algún ejercicio para prepararse a una marcha prolongada.

—¿Cuándo partiremos?

—Mañana, si el tiempo lo permite.

—¡Entonces, buenas noches, señor Hostrup!

Cerraron la tienda, colocando para mayor precaución el trineo delante de la entrada, y se envolvieron en las mantas, después de haber cargado las armas para hallarse apercibidos a cualquier asalto.

La mañana del 23 dispuso la partida el teniente; tenía prisa por alejarse de aquellas playas, que no ofrecían ningún recurso, y que, estando próximas a una sierra, cuyas cimas debían de estar cargadísimas de hielo pronto a desprenderse con los primeros calores, podían ser muy peligrosas.

Recogida la tienda y guardados los víveres, los dos intrépidos balleneros se acercaron a la playa para lanzar la última mirada a aquel helado mar, que tal vez no volverían a ver, y en cuyo seno profundo yacían sus desgraciados compañeros.

Los campos de hielo continuaban lo mismo, con las nieves que el sol no había podido aún deshacer y con las montañas de cimas caprichosamente resquebrajadizas; pero no ofrecían aquella superficie completa que hubiera desafiado los explosivos y los espolones de los acorazados de ambos mundos. Aquí y allá se habían abierto inmensas pozas, en cuyo fondo se veía subir y bajar el oleaje del mar, como si estuviera prisionero en aquella angosta y helada cárcel.

De tiempo en tiempo un iceberg poco sólido, o conmovido por el continuo choque de los hielos más pequeños, se derrumbaba con inmenso estrépito, que repercutía a grandes distancias en aquella atmósfera limpia y seca, o se rajaba de arriba a abajo impensadamente con un crujido cuyo son se perdía en lontananza, abriendo una enorme abertura, en cuyo seno se entremezclaban confusamente columnas, cúpulas y pirámides, que pronto desaparecían bajo el espumoso Océano. Otras veces, también un verdadero monte de hielo, desfondando el banco con su propio peso, desaparecía y volvía a aparecer con inmenso salto, que arrojaba sobre los hielos contiguos enormes cantidades de agua que corrían en todas direcciones, formando torrentes y lagos, adonde bajaban lanzando alegres chillidos bandadas de aves marinas.

—A pesar de todo, es siempre hermoso este singular espectáculo, que solamente aquí puede ser admirado —dijo el teniente.

—Hermoso, sí; pero yo quisiera hallarme muy lejos —repuso Koninson—. ¡Si viviera mil años, me acordaría siempre de esta desgraciada campaña!

—No hablemos de eso y partamos.

—Tiene usted razón, señor Hostrup. Es mejor desechar los recuerdos tristes y poner la proa al Sur.

Arponero y teniente, después de mirar por última vez el Océano polar, se aseguraron en el trineo, que tenían atado sólidamente con cuerdas, y emprendieron animosos la marcha, procurando seguir un camino recto en cuanto les era posible.

La gruesa costra de hielo que aún cubría la tierra se prestaba bastante a que el trineo pudiera deslizarse; pero hacía dificultosa la marcha la multitud de pozas que por doquiera aparecían, algunas de las cuales tenían varios metros de longitud, y los repetidos encuentros con pilas de nieve poco congelada o a punto de deshelarse en que los balleneros se metían hasta el muslo. Mas la tenacidad del teniente y la robustez de Koninson vencieron los obstáculos, y a mediodía el trineo se hallaba ya en el valle que conducía directamente a los montes. Allí se encontraba aún el toro almizclado muerto el día anterior, pero reducido a esqueleto por los afilados dientes de los hambrientos lobos.

Hicieron un breve alto para tomar algún alimento y luego emprendieron de nuevo el fatigoso camino, más difícil aún por el continuo encuentro con enormes trozos de hielo desprendidos.

El valle estaba desierto y era completamente salvaje. A derecha e izquierda, soberbias rocas de naturaleza granítica, como son todas las que se encuentran en aquéllas heladas regiones, se alzaban caprichosamente, hendidas en su mayor parte y abiertas como a pico, de modo que imposibilitaban la ascensión. Acá y acullá, gran número de bloques enormes cubrían el terreno, dispuestos de tan extraña guisa, que parecían escalonados por alguna imprevista explosión de una poderosa mina entre aquellas pequeñas plantas, líquenes raquíticos medio comidos por los toros almizclados o los rengíferos, que se mezclaban con los ranúnculos y las gramíneas.

Ni una bestia, ni un pájaro se veían en aquel triste vallé, donde reinaba un profundo silencio que producía particular impresión.

—¡Qué desagradable paraje! —dijo Koninson—. ¡Diríase que vamos cruzando un cementerio! Pero ¿dónde se han escondido los lobos y los toros almizclados?

—Tampoco yo lo sé —replicó el teniente—. Mas, a decir verdad, no me hallo a gusto en este valle.

—¿Por qué? ¿Teme usted algo?

—Tal vez, Koninson; pero sigamos.

Continuaron avanzando sin encontrar una zorra ni un lobo, animales que se ven por dondequiera en aquellas apartadas regiones. El teniente cada vez se sentía más inquieto al no ver animales feroces; en lugar de tranquilizarle esto le causaba inquietud.

Estaban ya a dos kilómetros aproximadamente de una alta montaña, cuyas pendientes, cubiertas de inmensos hielos, despedían una luz deslumbradora reflejando la del sol cuando el teniente se detuvo y sujetó a Koninson por el brazo.

—¡Escucha! —le dijo.

Arriba, hacia la montaña, se oía un extraño ruido: parecía como si se desprendiera o se rompiese hielo, que luego resbalaba produciendo un prolongado silbido.

—¿Qué ocurre? —interrogó Koninson.

—¡Ya no hay duda; estamos debajo de un inmenso témpano! —le contestó el teniente.

—¿Y qué importa?

—Esos crujidos y esas sordas detonaciones indican la inminente caída de témpanos que se desprenden. ¡Estemos alerta, Koninson!

—¿Quiere que nos volvamos hacia el Este?

—Creo que será lo mejor. ¡Animo, y no perdamos minuto!

Volvieron hacia la derecha, poniéndose al amparo de una larga hilera de rocas que podían servirles de abrigo. Ya era tiempo. Poco después, en la montaña que se elevaba sobre ellos se produjeron espantosas detonaciones y a continuación prolongados silbidos, al mismo tiempo que se desprendían de la altura inmensos bloques de hielo que caían con velocidad vertiginosa, revolviendo y pulverizando los innumerables hummoks formados por la nieve, desprendiéndose en dirección del valle con la velocidad de un tren expreso, rodando los unos por el Norte en dirección del mar, y chocando los otros con las rocas, que, por efecto del encontronazo, perdían su blanco ropaje de invierno.

Tras aquel aluvión sobrevinieron otros varios en pocos minutos, llenando el aire de mil estruendos y el valle de moles de hielo.

Los dos balleneros, al amparo de las rocas, se dirigían sin descanso hacia el Este con rapidez, a que los obligaba el temor de que nuevos hielos, cayendo sobre los anteriores, acabaran por rebasar la línea que los protegía, y que no era muy elevada por cierto.

De cuando en cuando masas de hielo, rebotando a gran altura, caían al otro lado de las rocas, y una de ellas estuvo a pique de destrozar la cabeza de Koninson.

—¡Aprisa, aprisa! —repetía el teniente, haciendo esfuerzos sobrehumanos—. O antes de poco ninguno de los dos estará vivo.

—¡Condenada región! —gruñía Koninson, que, a pesar del frío, comenzaba a sudar—. ¡En el mar, los hielos trituran los barcos, y en la tierra machacan a los hombres!

Aterrados por el continuo desprendimiento de las masas y por las incesantes detonaciones, cuya intensidad aumentaba anunciando nuevos y más peligrosos desprendimientos, hacia la caída de la tarde llegaron, rendidos y hambrientos, al pie de una segunda montaña más baja, menos abrupta, y en cuya cima no se veían témpanos de ningún tamaño.

—¡Alto!… —dijo el teniente—. ¡Acampemos aquí!

—¿Estaremos seguros?

—Creo que sí, Koninson; pero dormiremos con un ojo abierto.

CAPÍTULO XXI. ARRASTRADOS POR LOS HIELOS

Durante toda la noche los hielos de la montaña estuvieron en continuo movimiento, poblando el aire de interminables estruendos y arrojando al valle por el lado opuesto enorme cantidad de masas de hielo, algunas de las cuales pesarían millares de toneladas.

Aunque en lugar seguro, el teniente y Koninson salieron varias veces de la tienda y se dirigieron hacia el valle, ya enteramente relleno y que ofrecía a la vista una indescriptible confusión de icebergs tumbados y masas que de tiempo en tiempo, impelidas unas por otras, se bamboleaban con movimientos irregulares.

A las seis de la mañana, después de un pobre desayuno, los dos balleneros, que veían disminuir rápidamente sus víveres y que no ignoraban la prolongada extensión de tierra que los separaba de lugares habitados, plegaron la tienda, engancháronse de nuevo al trineo, y se pusieron nuevamente en camino para emprender la travesía de la cordillera.

El azar los había conducido a un buen paso formado por una garganta que arrancaba de dos colinas y que parecía prolongarse hasta la cumbre.

Además, aquel paso no parecía ofrecer obstáculos, porque estaba limpio de rocas y de montones de nieve, cosas ambas que hubieran hecho dificilísimo el arrastre del trineo, el cual, aunque aligerado en cierto modo, aún pesaba más de cien kilogramos.

Ayudándose con bastones hechos con los palos de la vela, los balleneros, reuniendo todas sus fuerzas, entraron en el angosto valle, que podía muy bien llamarse simple desfiladero, y comenzaron a subir, sin dejar de mirar un momento hacia las cimas de los lados, de las cuales podía desprenderse un alud y producirles la muerte.

Aunque tenía debajo una espesa capa de hielo endurecido que le permitía deslizarse bastante bien, el trineo resultaba pesado a causa de ir en aumento la pendiente; pero los dos marinos, que tenían prisa por salir de aquel peligroso paso, no se arredraron y, animándose mutuamente con la voz y el ejemplo, continuaban subiendo, aferrándose a los salientes de las rocas cuando se sentían retroceder, o clavando los bastones en la nieve y siempre animosos y decididos.

Después de haber franqueado profundes abismos, de los cuales se elevaba densa niebla y en cuyo seno se oía aullar a los lobos; luego de haber estado en peligro de ser estrangulados por la tirantez de la correa que iba del trineo a sus cuellos, habiendo hecho salvar al vehículo, con soberano esfuerzo, asperezas que jamás había hollado pie humano, hacia las diez de la mañana llegaron ante una especie de caverna, en la cual se metieron para tomar algún descanso.

Mientras Koninson, que no podía estarse quieto, se ingeniaba para componer el trineo, que con el traqueteo había padecido no poco, el teniente hizo en las rocas una gran provisión de líquenes, con los cuales se prometía hacer una sopa excelente.

Durante aquella recolección descubrió una pequeña y extraña planta que nunca había visto ni había oído hablar de ella.

—Ven, Koninson —dijo—. He hallado una rareza que no conocen todavía los botánicos.

—¿Es cosa de comer? —preguntó el arponero, que pensaba en el almuerzo.

—No; pero me alegro de haberla descubierto.

El arponero fue al encuentro del teniente, que le mostró una hermosa flor que brotaba entre la nieve a pesar del helado soplo del viento septentrional. Tenía únicamente tres hojas de un diámetro como de tres pulgadas, cubiertas por microscópicos cristales de nieve y rematando con una estrella, cuyos pétalos, tan largos como las hojas y de media pulgada de anchura, mostraban pequeños puntos relucientes, como diamantes del tamaño de granos de trigo.

—¡Es maravilloso! —dijo el arponero—. ¡Una flor que nace entre nieve!

—¿No has visto nada semejante?

—Nunca, señor Hostrup, y eso que he viajado bastante por las regiones polares.

—Pero ¡calla! ¿Qué es aquel paño rojo que veo allá arriba, cerca de aquella masa de hielo? ¿Será otra planta maravillosa?

—No lo creo, señor Hostrup. Yo la creería…

—Unas rosas de las nieves.

—Precisamente.

—Y lo son, en efecto.

—¡Cómo! ¿De veras son rosas de las nieves?

—Otros viajeros las han visto aún más al Norte.

Dirigiéronse hacia la mancha roja, que no ocuparía menos de tres o cuatro metros cuadrados, y se convencieron de que eran, en efecto, rosas de nieve; es decir, una capa de nieve coloreada de rojo.

—Pero ¿cómo se vuelven de ese color? —preguntó Koninson, maravillado—. ¿Acaso por la presencia de microscópicos vegetales encarnados?

—Así se creía; mas un viajero, Scoresby, que la ha estudiado, no es de ese parecer. Según él, la materia colorante proviene de millares de diminutos infusorios que se mueven vertiginosamente.

—¿Tendrá distinto sabor que la blanca?

—No lo creo; pero puedes probarla.

—¡Silencio, señor teniente!

—¿Qué ocurre?

—¡Oiga usted!

El teniente escuchó y, entre el golpear resonante de los hielos que se desplomaban de la montaña, oyó agudos aullidos que parecían aproximarse cada vez más.

—¡Bah! Son lobos.

—Pero creo que muchos.

—¡Tenemos nuestros fusiles, hijo mío!

—¿No nos acometerán?

—Tal vez, pero los rechazaremos. Entremos en la caverna a preparar el almuerzo.

Metieron consigo el trineo para poner a salvo las provisiones que aún les quedaban y tomaron albergue dentro, de modo que pudieran defenderse del ataque de las feroces bestias.

Koninson encendió la lámpara; el teniente derritió a la llama un poco de nieve y puso en la marmita el liquen recogido, que muy en breve comenzó a hervir, esparciendo en torno un apetitoso aroma.

Cuando estuvo convertida en una especie de pasta gomosa y negruzca el teniente invitó al arponero a probarla.

—El color —dijo Koninson— no es muy tranquilizador, pero el perfume promete.

Y la probó hasta tres veces.

—¡Excelente! —exclamó—. Recuerda su sabor el de las manos de ternera. ¿Cómo, llaman los esquimales a esta sopa?

—Menudillo de roca.

—¡Pues vivan los menudillos!

La sopa fue devorada con ansia, y la marmita quedó muy pronto vacía. Cuando ambos balleneros estaban a punto de emprenderla con unos pedazos de galleta para dar fin al almuerzo un enorme lobo de mirada singular y fosforescente y pelo largo y rizado entró en la caverna dando un lúgubre aullido.

—¡Parece que somos atrevidos! —dijo el teniente, requiriendo su fusil.

Al aullido del lobo respondieron otros en el exterior de la caverna.

—¡Diantre! —dijo Koninson, tomando su fusil—. ¡Tenemos una manada en este escondrijo!

—Estos antipáticos animales tienen hambre y, por lo visto, han pensado satisfacerla a nuestra costa.

—¡Veremos si les sale la cuenta!

El lobo, algo espantado, no se movía, y parecía invitar a sus compañeros a seguirle; pero el teniente lo derribó de un balazo.

A la detonación y al aullido de dolor lanzado por el herido, los otros lobos, en vez de huir, avanzaron hasta la entrada de la caverna, mostrando los amenazadores y agudísimos dientes, desafiando a los balleneros con ardientes miradas.

Koninson hizo fuego al centro del grupo y tumbó al más atrevido. La manada entera se precipitó sobre el lobo muerto y lo destrozó, disputándose los restos con ferocidad.

—¡Ah! —exclamó el teniente—. Ahora no puede decirse que un lobo a otro no se muerden. ¡Vaya, mano al hacha y carguemos sobre esta canalla!

Lanzando gritos se arrojaron sobre los lobos, que se apresuraron a emprender la retirada, aunque deteniéndose a no mucha distancia.

—Parece que no tienen ganas de dejarnos, señor Hostrup.

—Pues lo mismo nos iremos. Siento impaciencia por llegar a lo alto de la montaña.

—¡En marcha, pues!

Cargaron las armas, asieron las cuerdas del trineo y volvieron a proseguir la penosa ascensión. Los lobos empezaron a seguirlos como a unos treinta o cuarenta pasos, llenando el aire de interminables aullidos.

Durante dos horas siguieron subiendo el angosto paso arrastrando tras de ellos el trineo, que a cada momento parecía aumentar de peso, más llegados a cierta altura encontraron una pared de hielo que cerraba el camino y tenía una altura lo bastante considerable para no poder salvarla.

Viéronse obligados a desviarse y echar por los flancos de la montaña más próxima, que no eran menos difíciles de pasar, y aun tenían pendientes, al parecer, de imposible acceso, bordeando precipicios cuyo solo aspecto causaba vértigo.

Su esfuerzo sobrehumano venció, no obstante, todos aquellos obstáculos; y hacia las ocho de la noche, extenuados por las atroces fatigas y por el frío que aún se dejaba sentir con bastante intensidad, llegaron por fin a la vertiente opuesta, donde se detuvieron, recreando la vista en el panorama que ante ellos se descubría en una extensión de muchísimas leguas.

Precisamente a sus pies la montaña descendía rápidamente, lisa, cubierta de enormes losas de hielo superpuestas en altísimas capas, sin una hondonada, sin valles ni árboles. Más allá, una llanura resplandeciente se prolongaba hasta perderse de vista en el Sur. Sin relieves, sin cabañas, sin bloques ni seres animados.

A derecha e izquierda, en las dos montañas próximas, dos grandes glaciares, dos verdaderos volcanes de hielo en plena actividad, vomitaban icebergs de centenares de toneladas, que al caer teñían los rayos del sol de púrpura deslumbradora. Una espesa niebla agitada por el viento, que la rompía en anchos jirones, se elevaba del seno de las cortaduras, donde mugían impetuosos torrentes.

—¿Dónde estamos? —preguntó Koninson.

—En el borde de una montaña —contestó el teniente.

—Bien lo veo, señor Hostrup; pero yo quisiera saber dónde, si cerca o lejos de las tierras habitadas.

—Cerca, de fijo, no. Habrá que llegar al Puerco Espín antes de hallar alguna tribu indígena.

—¿Y está muy lejos ese río?

—Sé que corre hacia el Sur, a través de esta inmensa planicie, pero ignoro a qué distancia exacta.

—A millares de kilómetros no será.

—No; pero sí a más de doscientos.

—Entonces, llegaremos hasta él.

—Estoy seguro. ¿Qué será de los lobos?

—Parece que se han cansado de seguirnos, señor Hostrup. Sin duda han comprendido que nuestra carne no era buena para ellos.

—¡Más vale así! Dormiremos con mayor tranquilidad.

—¿Piensa usted poner la tienda aquí?

—¿Por qué no? Bajar es imposible, porque ya las piernas se niegan a sostenernos. Además, no tiene mucho de agradable.

—¿Tendrá bastante solidez el hielo?

—Juzgo que sí, pues no se descubre ninguna poza, ni se oye crujido alguno que pueda alarmarnos.

—Entonces, acampemos. Estaremos un tanto frescos; mas así como así, ya estamos habituados.

Aseguraron el trineo para evitar que una racha de viento le hiciera resbalar por la rápida cuesta; desplegaron la tienda, apoyándola en una gruesa masa de hielo, especie de húmmok que parecía haber rodado del más elevado pico de la montaña clavándose hasta ser inconmovible, y se pusieron al relativo amparo de la lona.

La noche no debía de ser tranquila en los bordes de una montaña y con los glaciares vecinos, que no tenían punto de reposo. Varias veces, movidos por extraños presentimientos o espantados por las detonaciones de los hielos, que se hacían más intensas, salieron al aire libre para ver si corrían algún peligro.

No obstante, a medianoche, rendidos por la fatiga y la casi continua vigilia, se quedaron profundamente dormidos.

No habían transcurrido tres horas cuando el teniente fue repentinamente despertado por un formidable estruendo, que hizo tambalearse el hielo en que se apoyaba la tienda.

Abrió los ojos y, a través del tejido, divisó un vivo resplandor que parecía producido por un gran incendio.

—¡Oh! —exclamó—. Parece materialmente que la montaña está ardiendo.

Separó un lienzo de la tienda y se asomó.

Una magnífica aurora boreal, acaso la última de la estación de invierno, brillaba en el horizonte septentrional cortando la bóveda celeste con inmensos rayos de luz rojiza, que teñían de color de fuego todas las montañas, el hielo y la gran planicie.

Pero no era esto sólo. Hubiérase dicho que aquella luz tenía el calor del fuego, porque todos los hielos de las montañas se rompían de mil diversas maneras, como si debajo de ellos se conmoviera la tierra, y se precipitaban a millares en la opuesta planicie en espantoso desorden, silbando, crujiendo, retumbando y derribándolo todo a su paso.

El teniente se puso en pie, pero sintió un terror indecible. Los lados de la montaña en que se hallaban estaban también en movimiento, y las grandes losas de hielo, que poco antes parecían como clavadas y segurísimas, se rajaban por todas partes y se deslizaban cuesta abajo.

—¡Estamos perdidos! —gritó, involuntariamente—. ¡Koninson, Koninson, alerta!

El arponero salió de la tienda medio dormido aún.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Pero su voz quedó ahogada por las detonaciones de los hielos al romperse.

Se precipitó hacia el teniente, que reconociéndose impotente ante la catástrofe, pero resignado, había cruzado los brazos sobre el pecho esperando la muerte, que parecía segura.

—¡Huyamos, señor Hostrup! —dijo el joven.

—¿Adonde?

—¡A la caverna!

—¡Es imposible; está cerrado el camino!

—¿Estamos perdidos, entonces?

—¿Quién sabe?… ¡Tengamos confianza en Dios!

—¡Señor teniente!…

El arponero no pudo continuar. Un rudo sacudimiento le había derribado, en unión del teniente, dentro de la tienda.

Casi en el mismo instante oyeron una detonación sólo comparable a la explosión de una mina cargada con quinientos kilos de pólvora, y se sintieron arrastrados, primero, poco a poco, con vertiginosa velocidad, después.

Una enorme losa de hielo que pesaría millares de toneladas, sobre la cual estaban los dos balleneros, se había desprendido, y bajaba la montaña con la velocidad de un tren expreso, arrastrando cuanto hallaba a su paso, acompañada y seguida por un verdadero ejército de masas congeladas que oscilaban en todas direcciones.

Los dos balleneros, medio ahogados por la rapidez del descenso, aturdidos por los millares de témpanos que amenazaban herirlos sin cesar, ensordecidos por los fragores que producía la losa en su carrera, que unas veces eran estridentes silbidos y otras semejantes a los rugidos de fieras hambrientas, intentaban mantenerse junto al trineo; pero bruscas sacudidas los separaban de cuando en cuando con violencia, impeliéndolos a derecha e izquierda, adelante y atrás, con peligro de caer en mitad de aquellas revueltas masas, que los hubieran hecho pedazos.

Después de un minuto, que a los dos desgraciados les pareció tan largo como un siglo, el enorme témpano llegó al llano. Se enderezó con un tremendo golpe que le hizo quebrarse por unos lados y abrirse por otros, y luego prosiguió la carrera a través del llano, con un crujido semejante al del maderamen de un barco en un día de tempestad.

A poco se levantó como un caballo que se va a la empinada por un recio espolazo, y cayó, rompiéndose en más de veinte pedazos.

Los dos balleneros, despedidos con violencia por el choque, fueron a parar sobre la nieve, donde permanecieron inmóviles, como si el golpe les hubiera producido la muerte.

CAPÍTULO XXII. EL PUERCO ESPÍN

Pasaron algunos minutos; luego, entre la nieve y los fragmentos de hielo acumulados en gran cantidad alrededor de la losa rota, apareció una cabeza: la de Koninson.

El buen arponero miró en torno suyo con espantados ojos buscando ansiosamente a su compañero, al cual no veía. Haciendo un gran esfuerzo alzóse un tanto, rechazando a derecha e izquierda los hielos que le envolvían, y gritó débilmente, en un tono que hacía suponer que tuviera vacíos los pulmones:

—¡Señor Hostrup!

—¿Estás vivo? —balbució una voz sofocada que salía de entre un montón de nieve.

—¿Dónde está usted, mi teniente?

—¡Aquí debajo, pero estoy saliendo!

—¿Salvo?

—Parece que no me he roto nada. ¡Ayúdame, si puedes!

Trabajando vigorosamente con brazos y piernas, el arponero agrandó el agujero, y continuando tan fatigoso ejercicio llegó hasta el montón de nieve que se agitaba de arriba abajo por los violentos esfuerzos del teniente.

—¡Un poco de paciencia, señor Hostrup! —dijo.

—¡Me parece que soy un pájaro cazado con liga!

Púsose a separar la nieve con las manos, y después de algunos minutos descubrió un brazo que pugnaba por salir.

Tiró bruscamente de él haciendo desmoronarse la masa de nieve, y el teniente quedó en libertad.

—¡Gracias, Koninson! —dijo el libertado, después de respirar ruidosamente—. ¡Qué resbalón!

—¡Y qué viaje, señor Hostrup! Puedo asegurar que hemos caminado con la velocidad de un tren rápido por un lugar donde jamás se tenderá una línea férrea.

—¡Valiente consuelo, Koninson! ¡Por poco nos cuesta la piel este viajecito! Pero ¿dónde ha ido a parar nuestro trineo?

—No estará lejos.

—Busquémoslo, hijo mío, porque su pérdida sería una desgracia irreparable para nosotros.

Uniendo la acción a la palabra, se metió entre los hielos y la nieve, en tanto que el arponero hacía lo mismo siguiendo la dirección opuesta.

La fortuna, que había sido su protectora durante el peligrosísimo descenso, también se mostró benigna esta vez, porque hallaron muy pronto el vehículo, que había sido sepultado entre dos enormes moles de hielo. No parecía haber padecido en la caída; sólo las cajas y los barriles habían roto las ligaduras que los sujetaban, y habían rodado. Cerca del trineo hallaron también las armas, y un poco más lejos la tienda, que se hallaba sin desperfecto alguno.

—No esperaba tanto —dijo el teniente—. ¡Preciso es reconocer que la Providencia no nos abandona!

—¡Esperemos que nos salve, señor Hostrup!

—En ella confío.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Saldremos de aquí y emprenderemos la marcha hacia el Sur. Veo que la llanura está perfectamente lisa y que sopla un aire favorable de la montaña. Podremos, pues deslizamos con la vela.

Volvieron a colocar en el trineo todas las cajas y barriles, y luego, con la ayuda de las hachas, abrieron una vía a través de las desigualdades del hielo, dando la vuelta a la roca contra la cual habían chocado.

Después de una hora de tarea viéronse al fin en la llanura, que parecía tener condiciones favorables para un rápido viaje, por estar cubierta de una sólida capa de nieve lisa como la superficie de un lago tranquilo.

Izaron la vela, púsose en juego el timón, y los dos balleneros «se embarcaron», como decía Koninson, dirigiéndose al Sur con velocidad superior a quince nudos por hora.

Al mediodía, después de un viaje que no pudo ser mejor ni más tranquilo, cuando ya habían recorrido un trayecto de unos ciento dos kilómetros, hicieron alto en las inmediaciones de un grupo de pinos cuyas copas estaban graciosamente inclinadas.

Koninson, que se sentía feliz por haber encontrado al fin leña, derribó con certeros hachazos el más pequeño, y encendió al punto una fogata suficiente para asar un buey entero.

—¡Ah! Si esto fuera carne fresca, ¡qué festín! —exclamó, levantando en alto un poco de pemmican y unas galletas que había sacado de una caja.

—La tendremos, Koninson.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como lleguemos al Puerto Espín. Allí los peces son muy abundantes y hay una especie de truchas enormes.

—Entonces… ¡Oh!

—¿Qué ocurre?

—¿No ha oído usted? ¡Gimen!

—¿Quién gime? ¿Te has vuelto loco, muchacho?

—¡Escuche usted!

El teniente oyó, en efecto, un gemido a cortísima distancia que parecía de persona humana.

—¿Será algún esquimal herido? —preguntó Koninson.

—Pero ¿dónde?

—Entre los árboles.

—No; creo más bien que se acerca el asado que apetecías. Mira allí, debajo de aquel pino grande.

Koninson miró en la dirección señalada, y vio volar un ave de gran tamaño, cuyas alas extendidas serían de metro y medio, aproximadamente.

—¡Un águila! —gritó.

—¡Y buena! ¡Es una soberbia nyceta nivea!

—¿Cree usted que haya sido el águila quien lanzaba esos gemidos enteramente humanos?

—Sin duda alguna.

—¿Se come eso?

—No es mala su carne.

Koninson echó mano al fusil y apuntó, pero el teniente le obligó a bajar el arma.

—¡No tengas prisa! —le dijo—. ¡Ya verás cómo se nos acerca!

—Pero ¿cómo puede hallarse ese animal en una región tan fría?

—Las nycetas frecuentan los países cálidos y los fríos. Se encuentran lo mismo en las costas del océano Ártico que en las del Golfo de Méjico mucho más lejanas.

—Y ¿de qué viven en estos desiertos de nieve?

—De pájaros, mientras los hay; y, cuando éstos han emigrado cazan animales pequeños. Se esconden generalmente en la proximidad de las camas de las liebres, en las cuevas de las zorras y junto a las de los topos; los sorprenden y los destrozan con las garras y con el pico.

—¡Son aves muy valientes!

—Tanto que hacen frente a los perros, y, en ocasiones, a los mismos cazadores.

—Señor teniente, veo que el pajarraco no viene a nosotros; ¿vamos nosotros hacia él?

—¡Vamos, Koninson!

Tomaron los fusiles y se dirigieron al pino sobre cuya copa la nyceta lanzaba de tiempo en tiempo un graznido que podía confundírsele con el gemir de una persona.

Cuando llegaron a poca distancia el ave bajó un tanto; luego partió con rapidez, produciendo con sus largas alas un fuerte ruido, y se arrojó al suelo como si estuviera herida o muerta.

—¡Hola! —exclamó Koninson—. ¿Qué significa eso?

Precipitóse en dirección a la nyceta, que parecía muerta; mas cuando estuvo cerca el ave se levantó nuevamente y emprendió otra vez el vuelo, yendo a caer de nuevo a trescientos metros más allá.

—¿Estará herida? —preguntó el arponero.

—No —dijo el teniente—. Tenemos que habérnoslas con una hembra, que recurre a tales estratagemas para alejarnos de su nido.

—Entonces comeremos huevos. ¡El gran almuerzo!

Esta vez el arponero no se dejó engañar por el volátil. Apenas tendió las alas le apuntó, y un certero balazo derribó al animal dejándolo muerto.

—¡Buen asado! —dijo el joven.

Y lo era, en verdad. El ave, de plumas blancas moteadas de oscuro, con pico recio y curvo, no pesaría menos de diez kilos, y tendría como dos pies de alto. Era la provisión para dos días de los pobres náufragos; pero Koninson quería algo más.

Apoderóse del ave y se puso en busca del nido, que halló entre los pinos.

Era una especie de concavidad cubierta con algunas hojas de hierbas acuáticas y plumas blancas y largas, que la hembra se había arrancado valerosamente de la pechuga. Dentro hallábanse ocho grandes huevos.

—¡Día afortunado! —exclamó alegremente el intrépido arponero—. ¡Pronto, señor Hostrup, volvamos junto al fuego y pongámonos a la faena! ¡Tengo las quijadas deseando entrar en combate!

Dos horas más tarde, sentados ante el fuego, devoraban con feroz apetito más de media águila, después de haberse comido los huevos como primer, plato. Para completar el banquete, el teniente abrió, una botella de gin, la última que les quedaba y que habían guardado religiosamente para las grandes ocasiones.

Hacia las cuatro de la tarde, aprovechando un viento fresco que soplaba del Nordeste, desplegaron la vela y comenzaron otra vez la marcha al Sur, no tan rápidamente como por la mañana, a causa de que la nieve, habiéndose licuado en parte por los rayos solares, oponía cierta resistencia a los patines del trineo.

Varias veces tuvieron que bajarse y conducir el vehículo algún tiempo para salvar algunas extensiones de nieve excesivamente blanda, y aun casi disuelta. Así y todo, hacia las nueve de la noche habrían recorrido otros cuarenta o cincuenta kilómetros.

Iba el teniente a amainar la vela para hacer alto cuando Koninson le mostró una extraña construcción levantada en la orilla de un pequeño lago aún congelado.

—Tal vez haya habitantes allí —dijo el arponero—, y no me pesaría ver una cara humana, por fea que fuese.

—Poca esperanza tengo de que la veas —respondió el teniente—. Así y todo, vamos allá.

El trineo prosiguió su carrera, y veinte minutos después se hallaba junto a la construcción vista.

Saltaron a tierra los dos balleneros con los fusiles en la mano por vía de precaución y se dirigieron a la casa con cautela.

Era una cabaña sencillísima, formada por siete u ocho palos que sostenían una techumbre de ramas y trozos de corteza asegurados con tiras de piel. La nieve que había caído sobre ella la había destruido en parte, mas aún podía servir de albergue.

—Es una casa de verano de los co-yucones.

—Abandonada ha mucho tiempo, sin duda —dijo Koninson.

—El año pasado, probablemente.

—¡Hola! ¿Qué objetos son los que están amontonados en aquel ángulo?

—Huesos, tal vez.

—Pues qué, ¿los recogen los co-yucones para venderlos?

—No, Koninson —dijo el teniente riendo—. Los amontonan sobre sus viviendas porque creen que, arrojándolos fuera, les ocurrirían desgracias, tales como que las cacerías resulten infructuosas, que las trampas dejen escapar la caza, que el frío destruya los animales, etcétera. Hasta cuando se cortan las uñas, las barbas y el pelo, lo recogen todo en taleguitos de piel, y lo cuelgan de los árboles de su territorio por el mismo motivo.

—¡Extrañas supersticiones, señor Hostrup! Pero mire usted allá arriba, junto a la margen del lago, ¿no ve algo?

—Sí; palos clavados en el hielo o, mejor dicho, en el agua.

—¿Qué será eso?

—Querido Koninson, creo que haremos bien en ir allá.

—¿Qué espera usted encontrar?

—Sé que los habitantes de estas regiones, antes de comenzar el invierno, ponen en los ríos y en los lagos palos con cebo suspendido para los peces.

—¿Cree usted hallar alguna red?

—Si no una red, algo semejante.

Salieron de la cabaña y se dirigieron al lago pequeño. El teniente no se había engañado, porque, a través del hielo, pudieron distinguir entre dos palos una forma negruzca que parecía un cesto grande.

Rompieron el hielo con unos pocos hachazos y bajo él encontraron una especie de embudo en un recipiente también de ramas, dentro del cual nadaban varios peces gordos.

Koninson metió las manos en el cesto, y en pocos minutos sacó dos truchas, tres anguilas, dos peces grandes, que el teniente dijo ser lo que los naturalistas llaman gadus Iota, y, por último un pez muy gordo enteramente negro al que los indígenas denominan nalina, cuya carne, de calidad mediana, generalmente sirve para alimentar a los perros que arrastran los trineos.

—¡Tenemos comida para cuatro o cinco días! —dijo el arponero, muy contento—. ¡Agradezco de todo corazón al indio co-yucón la buena idea de colocar aquí este embudo! ¡Si le hallásemos, le regalaría un cuchillo!

A las cuatro de la mañana, aprovechando el frío de la madrugada que había endurecido la capa de nieve, volvieron a desplegar la vela y continuaron la marcha con una velocidad de diez a doce kilómetros por hora.

Serían las siete de la mañana cuando Koninson divisó hacia el Sur un bosque que parecía prolongarse indefinidamente en dirección al Este y al Oeste, formado de pinos y abetos negros.

—Debemos de estar próximos al Puerco Espín —dijo el teniente—. ¡Abre bien los ojos, arponero!

Maniobró de suerte que pudieran penetrar en el bosque sin chocar contra los árboles, y dejó que el trineo siguiera resbalando al Sur. A la media hora Koninson hizo caer la vela con un rápido movimiento. Era el momento, pues doscientos pasos más allá, entre dos orillas pobladas de sauces, se extendía un ancho río, que debía de ser el Puerco Espín.

CAPÍTULO XXIII. EL OSO BLANCO

El Puerco Espín, llamado también el Ratón, es una buena corriente de agua que comunica con el río Mackenzie, que corre de Oeste a Este, casi paralelamente a la costa, de la cual dista unas cuatrocientas millas. En verano lo recorren muchas lanchas, poniendo en comunicación el fuerte Yukon y la estación de La Pierre con los fuertes situados en las orillas del Mackenzie; pero cuando comienza a helar la navegación queda enteramente suspendida, y las tribus indias que pueblan las riberas, y son llamadas hijas del Ratón, se retiran al Sur o al Norte, dedicándose a la caza y, algunas veces, a la pesca, que es más productiva.

Cuando el teniente y Koninson, abandonando el trineo bajaron a la orilla, no vieron alma viviente ni habitación alguna. El río, completamente helado, no había atraído aún a ningún batelero ni pescador.

No obstante, recorriendo la margen un buen trecho, hallaron en diversos puntos señales de la presencia de los indios. Así, al pie de una roca, encontraron redes viejas abandonadas por inservibles; más lejos, una cabaña medio destruida por el fuego, un remo extendido sobre el hielo y, por fin, un bote de ocho pies de longitud, construido con largos listones de corteza de betulia cosidos con raíces delgaditas de abeto y calafateado con resina. Un costado del bote se hallaba desfondado, tal vez por el choque contra los hielos; así es que la embarcación estaba inservible.

—¡Caramba, me parece que los señores indios se hacen desear! —dijo Koninson—. Muchas huellas hemos hallado; pero no hemos visto fisonomía humana desde la playa del Océano hasta este río.

—Y, sin embargo, viven varias tribus en esta desolada región —objetó el teniente.

—¿Y dónde estamos?

—No lo sé; pero estamos aquí, y a alguien encontraremos.

—¿Seremos bien acogidos?

—¡Quién sabe! No tengo malas referencias de los indios de por acá.

—Yo sé, sin embargo, que varias veces han acometido a los rusos.

—Verdad es, Koninson; mas para defender su independencia. Y añadiré que han dado pruebas de ser bastante valientes y de no tener miedo a los fuertes mejor defendidos.

—¿Qué tribus espera usted que encontremos?

—La llamada hija del Ratón, que vive en las orillas de este río. También es posible que en su lugar hallemos alguna otra, porque ninguna de ellas tiene residencia fija y van de un lado a otro buscando los territorios que ofrecen caza más abundante.

—¿Y cómo se llaman los otros indios?

—Hay los co-yucones, los más numerosos de Alaska, que viven en las márgenes del Yukon; los koctcka-kutkin, o indios de las tierras bajas; los ankutkin, y los tatanckok-kutkín, pertenecientes a las familias de los malemutes, que habitan la parte inferior del Yukon, y los tananas, que tienen su centro en la confluencia del Yukon y el Tanana, junto al cual se eleva un pueblo grande llamado Nucuclayette. Otras tribus menores ocupan el territorio que se extiende entre dichos ríos y el Mackenzie, pertenecientes casi todas a la tribu llamada hijos del Ratón.

—Y ahora que estamos más cerca, señor Hostrup, adónde debemos ir: ¿al Este o al Oeste?

—Soy de opinión que sigamos el Puerco Espín hasta el Mackenzie, y una vez allí vayamos al fuerte Esperanza.

—¡Vamos, pues, al fuerte Esperanza!

—¡Te advierto que el camino será bastante largo!

—¡No me espanta, señor Hostrup!

—Hoy acamparemos aquí y procuraremos renovar nuestras provisiones. Yo romperé el hielo y me pondré a pescar y tú darás una batida por los bosques.

—¡Me parece inmejorable la idea!

Tornaron al trineo, donde tomaron un bocadillo y se separaron.

Koninson se metió por entre los árboles con el fusil, y el teniente bajó por la ribera armado con un hacha para abrir un agujero en el hielo.

El arponero costeó durante un rato la orilla del Puerco Espín con la esperanza de derribar alguna pieza de volatería, descubriendo sólo huellas de nutrias; pero como no vio nada se internó en el bosque, caminando con prudencia y procurando no hacer crujir la nieve al pisarla.

A lo lejos oíanse los lúgubres aullidos de un tropel de lobos, ocupados acaso en cazar alguna res, un anta tal vez; así, pues, se dirigió por aquel lado, sin temor de ninguna especie a los dientes de aquellos feroces pero no muy valientes animales.

Después de haber subido a un altozano donde ya habían brotado en gran cantidad margaritas de pétalos blancos y pétalos de oro, primeras flores de la estación templada, y un cierto número de estrelladas malvas y de amarillos ranúnculos, bajó de nuevo hacia el río, por haber oído que los aullidos resonaban por aquella parte, alejándose por el lado Sur.

Había llegado a un grupo de plantas sobre cuyas ramas florecían algunos botoncillos sonrosados, cuando descubrió en el suelo profundas huellas que indicaban el paso de un animal de gran tamaño.

«¡Ah! —exclamó, deteniéndose—. ¡Estos no son rastros de anta, de lobo, ni mucho menos de zorros!».

Se inclinó para examinarlos atentamente y luego se irguió con rapidez lanzando una inquieta mirada hacia los árboles y en dirección del césped, que crecía en gran cantidad junto a la orilla del río.

«¡Por aquí ha pasado un oso; sin duda alguna un oso blanco! —murmuró—. ¿Debo volverme o seguir adelante?».

Vaciló un momento, sabedor como era de las condiciones del fuerte y terrible adversario con quien podía encontrarse de un momento a otro; mas con la esperanza de tornar al punto donde estaban acampados con un animal tan magnífico se decidió a continuar la caza, guiándose por las pisadas del plantígrado.

Para mayor precaución renovó la carga del fusil, en el cual puso dos balas, se aseguró de que el cuchillo salía con facilidad de su vaina de piel, y luego echó a andar resueltamente hacia delante, con la mirada muy despierta y el oído atento.

Recorrió cuatrocientos o quinientos metros, deteniéndose con frecuencia para escuchar; luego se guareció precipitadamente detrás de un grueso árbol.

En el centro de una pradera de césped que distaría un tiro de flecha había visto agitarse una masa blanca que desapareció súbitamente, acaso porque estaba bajando la pendiente de la ribera.

Quedó inmóvil unos minutos, procurando ver lo mejor posible al carnívoro; luego, no sin experimentar cierto estremecimiento, oyó una especie de relincho semejante al de un mulo.

«¡Es un oso blanco! —dijo el arponero, saliendo de su escondite con precaución—. ¡Animo, querido Koninson, que si has venido hasta aquí no debes volverte a casa con las manos vacías!».

Conociendo cuán desconfiados son los osos blancos y lo difícil que es aproximarse a ellos si no están hambrientos, se encaminó en dirección opuesta a la del viento para que el animal no le olfateara, y ganó la ribera del río, manteniéndose siempre oculto tras los troncos de los árboles y las desigualdades del terreno. Cuando estuvo próximo a él púsose de rodillas fusil en mano y aguardó.

A treinta pasos tan sólo estaba el oso blanco, ocupado en devorar los sonrosados botoncillos y los tiernos tallos de algunos pequeñísimos sauces de agua que crecían entre la nieve.

Sin duda no se había dado cuenta de la presencia del cazador, porque sin mostrar inquietud alguna fue aproximándose.

Koninson se echó el fusil a la cara, mirando con atención a la cabeza del monstruo, porque sabía perfectamente que si le hubiera herido en cualquier otra parte del cuerpo no habría podido derribarle.

Algunos segundos después sonó la detonación, conmoviendo con fuerza las capas atmosféricas. Cuando el humo se disipó el arponero vio con terror que el oso subía por la ribera al galope, abriéndose paso impetuosamente por entre los helechos.

Ninguna mancha de sangre se descubría en su blanca piel, signo evidente de que las balas se habían perdido inútilmente.

Faltábale tiempo para cargar de nuevo el arma, y aun para huir, porque el oso distaba ya pocos pasos.

El arponero no perdió ánimos en aquel terrible trance. Aferró el fusil por el cañón, y cuando vio delante de sí al animal le aporreó, dándole dos vigorosos culatazos en el hocico.

Por desgracia, el arma se le escapó de las manos al dar el tercer golpe y se encontró indefenso. Empeñar una lucha cuerpo a cuerpo con el cuchillo era excesivamente peligroso con semejante adversario, cuyas fuerzas, verdaderamente extraordinarias, si no igualan, son muy poco inferiores a las del oso gris de las Montañas Rocosas; no había más salvación que huir a toda carrera.

Koninson adoptó esta solución y se puso en precipitada fuga a través del bosque, dando grandes voces para llamar la atención del teniente, que no debía de hallarse muy lejos.

Corriendo desesperadamente llegó al altozano, procurando ir cerca de los árboles para salvarse, en último caso, subiéndose a las ramas; después se dejó escurrir, o rodar, mejor dicho, hasta la orilla, donde encontró al teniente, que se había apresurado a acudir con el fusil y un hacha.

—¿Qué pasa? —le preguntó, saliendo precipitadamente a su encuentro—. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Quién te sigue?

—¡Huya usted! —exclamó Koninson, poniéndose en pie—. ¡Viene detrás de mí un oso blanco!

—¡Un oso! ¿Y dónde está?

—¡Lo he encontrado a la orilla del río, y me persigue después de haber hurtado el cuerpo a los golpes que le he dado con el fusil!

—Pues si viene, será bien acogido. Pero ¿dónde has dejado tu carabina?

—¡Se me ha escapado de entre las manos cuando me defendía con ella!

—Pues hay que volver a buscarla, o el animal te la devolverá enmohecida. ¡Vaya, toma el hacha y vamos a verle!

—¡Reflexione usted, teniente, que hemos de habérnoslas con un oso hambriento que se lanzará sobre nosotros!

—Somos dos, y podemos hacerle frente. ¿Estás herido?

—No tengo ni un arañazo. No llegó a tocarme.

—¡Entonces, silencio y adelante!

El teniente, al que apetecía muy de veras matar al oso para renovar las provisiones, ya muy escasas, subió rápidamente a la altura acompañado de Koninson, el cual, viéndose mal armado, vacilaba. Una vez sobre la altura dirigió una mirada a la vertiente opuesta en dirección al río; pero no vio nada, ni oyó el particular gruñido de su peligroso adversario.

—¿Dónde se habrá metido?

—Lo ignoro, porque no me atreví a mirar atrás.

—¡Bajemos, amigo mío!

Ocultándose detrás de los árboles y tratando de producir el menor ruido posible para sorprenderle y disparar sobre él antes que pudiera huir, llegaron al césped, y precisamente al punto donde había ocurrido la lucha.

Miraron en torno las plantas, la ribera y el río; pero el oso blanco no estaba y, lo que era más sorprendente, tampoco estaba el fusil perdido por el arponero.

—¡Calla! —exclamó el teniente en el colmo de la sorpresa—. ¿A qué se ha comido el fusil? ¡Pues mira, no es ninguna chuleta!

Buscaron entre la hierba, en la nieve, por todos lados. El fusil había desaparecido.

—¿Qué me dices? —interrogó Hostrup, que se devanaba los sesos.

—Digo que esta desaparición tiene algo de sobrenatural.

—¿Se habrá llevado el arma el oso?

—¿Y para qué la querría?

—En verdad que no lo sé, Koninson.

—¿Habrá venido algún indio?

—No es posible, porque no veo en la nieve más que tus huellas y las del oso.

—Como no sea un oso amaestrado…

—No hay domadores por aquí que yo sepa. Pero puede haber indios.

—¿Cree usted…?

—Yo no creo nada; pero supongo que el oso puede pertenecer a cualquier partida de indios.

—¡Luego supone usted que el bribón se ha llevado mi fusil a su amo!

—Yo no he dicho tal cosa.

—¿Qué haremos, entonces?

—Perseguir al ladrón.

—¡Bien dicho, señor Hostrup!

—He aquí el rastro que ha dejado en la nieve. Ha bajado a la ribera y atravesado el río, dirigiéndose, sin duda, al Sur. Tal vea en aquel bosque haya algún campamento de indios.

—Entonces, vamos. Pero ¿y nuestro trineo?

—Lo hallaremos a la vuelta.

—Pero lo saquearán los lobos.

—¡Valiente botín les aguarda! ¡Vaya, en marcha!

Bajaron al río y lo cruzaron por aquel punto, donde tendría cerca de doscientos metros de anchura, y subieron a la otra ribera, entrando en otro bosque, por el cual correteaban varios lobos blancos de dimensiones no comunes.

El rastro del oso fue hallado muy pronto, y también con él la huella de la culata del fusil.

—¡Cualquiera diría que ese tuno maneja mi fusil como si fuera un bastón! —dijo el arponero.

—¡Debe de ser un guasón! —contestó el teniente.

—Ahora que lo pienso. ¿Y si sabe manejar el fusil? ¡Porque no quisiera que lo disparase a traición sobre nosotros!

—Me has dicho que te faltó tiempo para cargarlo de nuevo; por consiguiente, no hay tal peligro. Apresuremos el paso y estemos ojo alerta.

Prosiguieron la marcha, sin separarse de las pisadas del plantígrado; pero a los doscientos pasos tornaron a detenerse ambos, presa de vivísima inquietud. De entre una espesa porción de pinos y de abetos negros salía una densa nube de humo que se extendía lentamente por el helado campo, perdiéndose a lo lejos. A cierta distancia se oían voces humanas.

—¿Un campamento? —interrogó Koninson.

—Sin duda.

—¿Seguimos avanzando?

—Sí; pero con prudencia. Si son indígenas, pudieran tomarnos por rusos y acogernos muy mal. Ya sabes que los súbditos del zar no gozan de muchas simpatías en estas tierras.

—¿Ve usted? —exclamó Koninson—. Las huellas del oso se dirigen hacia el campamento.

—¡Bien decía yo que el oso era un guasón perfectamente amaestrado! Pongámonos al amparo de estos árboles, y procedamos con cautela.

Iban a seguir tan prudente táctica, cuando salvajes gritos resonaron a su espalda. Volviéronse al punto, amartillando el fusil uno y empuñando el hacha el otro. Algunos hombres que, por lo visto, se habían escondido detrás de los árboles o de los montones de nieve, corrían hacia ellos agitando una especie de lanzas y arpones de forma particular y algunos fusiles antiguos.

Llegaron con el ímpetu del huracán hasta pocos pasos del teniente y el arponero; luego, se pararon de pronto, en actitud que nada tenía de hostil, y uno de ellos, el jefe sin duda, avanzando un paso, dijo con voz no desagradable, y en ruso:

—¡Sed bien venidos; los tananas somos amigos vuestros! Venid y nada temáis.

CAPÍTULO XXIV. CAZA Y TRAICIÓN

Los indios tananas, tribu que habita ordinariamente la parte superior del Yukon, donde hay un pueblo grande denominado Nuclukayette, eran unos quince y, a primera vista, poco a propósito para inspirar confianza o simpatía.

Tenían perfil duro, anguloso, mirada fosca, rostro pintado de colores vivos, cabellos largos, sueltos, adornados con plumas y trozos de arcilla labrados con estrías, y con una especie de bastoncillo atravesado por el cartílago central de la nariz, lo que les daba un aspecto nada agradable.

Su traje consistía en una casulla corta, de pieles de oso o de lobo, calzones de piel de foca adornados con franjas y cuentas, compradas, sin duda, a los rusos, y grandes zapatos de nieve, al uso de los samoyedos, formados por una especie de red que terminaba en punta encorvada por delante y redondeada por detrás.

Después de aquella impetuosa carrera, que tenía por objeto ver si los extranjeros eran de corazón fuerte, como ellos dicen, se habían detenido en pacífica actitud.

El teniente, que había apuntado rápidamente contra ellos su fusil, pronto a disparar, al oír las palabras del jefe bajó el arma, manteniéndose en guardia y no fiándose por entero de los indios, que, por lo general, ven con malos ojos a los hombres de cutis blanco que se establecen en su país.

—Si vienes como amigo, nada tienes que temer —dijo volviéndose en dirección al jefe, que esperaba respuesta.

—¿Mi hermano es ruso? —interrogó el indio.

—No; pertenezco a una tribu que está muy lejos de aquí, hacia el sol poniente.

—¡Entonces eres mi amigo! —contestó el jefe.

Tiró el viejo fusil que tenía en la mano y aproximándose al teniente le restregó la nariz enérgicamente con la suya.

Dada esta prueba de amistad, añadió:

—Si mi hermano no teme la hospitalidad de los tananas, sígueme; te ofreceremos una tienda, carne y fuego.

—¡Te sigo!

Los indios se echaron las armas a la espalda y se internaron en el arbolado, seguidos por los dos náufragos.

—¿Podemos fiarnos? —preguntó Koninson.

—Sí, hasta cierto punto —respondió el teniente—. De todos modos, también nosotros tenemos armas.

A los diez minutos de caminar llegaron a un vasto descampado, en cuyo centro se levantaban seis grandes tiendas de piel de foca y de rengífero, de forma cónica, sostenidas por un árbol central y recargadas de extraños emblemas, que representaban cabezas de osos y de lobos.

Algunas mujeres, aun peor parecidas que los hombres, pero horrorosamente pintadas, arrebujadas en pieles, de oso y de foca y con adornos de ki-a-qua (dentalium), especialmente en las narices, dieron la bienvenida a los recién llegados; pero a un ademán de los guerreros se apresuraron a retirarse a sus tiendas.

El jefe condujo a sus huéspedes ante una pequeña tienda medio inclinada que parecía sostenerse por un prodigio de equilibrio, y los invitó a entrar, prometiéndoles volver a los pocos instantes.

Koninson fue el primero que se asomó a la tienda; pero retiró la cabeza inmediatamente, dando un sonoro estornudo.

—¡Esto es un corral de cerdos! —dijo—. ¡Desafío a cualquiera a soportar la peste que hay ahí dentro!

—¡Bah! ¡Es preciso no ser quisquillosos, hijo mío! —respondió el teniente—. ¿Creías entrar en un palacio? ¡Animo! ¡Entremos!

En el centro ardía una rara lámpara hecha en una piedra arcillosa, que esparcía en torno una luz rojiza y pestífera. En los rincones había pieles de varios animales confusamente amontonadas, no secas del todo; en otros lugares, pescados corrompidos, talegos que parecían contener carne seca, y, por fin, una gran cantidad de lanzas y dardos de todas dimensiones y formas, además de algunos cuchillos de estructura particular, montados en mangos de dientes de narval o de marsopa.

—Esto debe de ser el almacén, y aun el arsenal de la tribu —dijo el teniente.

—¡Qué limpieza, señor Hostrup! ¡Moriremos asfixiados, si no nos damos prisa a salir!

—Si viven los tananas en esta inmunda tienda, también podremos vivir nosotros.

—Acaso las otras serán mejores.

—Peores, probablemente.

—¿Y el oso? ¡Calla! ¡Me había olvidado de él!

—Cuando venga el jefe podremos saber algo. ¡Hele aquí que regresa!

En efecto; el tanana se acercaba acompañado por un guerrero que llevaba un gran pescado separado de las ascuas, al parecer, en aquel mismo instante.

—Acepte mi hermano el regalo que le ofrece el jefe —dijo el tanana, entrando.

—Sed bien llegados —respondió el teniente—, y recibid muchísimas gracias.

El guerrero puso el pescado sobre una piel; luego salió, en tanto que el jefe se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas.

Los dos náufragos no se hicieron rogar para hacer honor a la comida, y movieron tan de prisa los dientes, que pronto no quedaron más que las espinas del pescado. Cuando vio el tanana que habían terminado sacó de un saquito que llevaba colgado de la cintura una pipa, la cargó y encendió, aspiró dos bocanadas de humo y después se la entregó a sus huéspedes, que hicieron otro tanto.

Terminadas aquellas solemnidades, que entre todos los indios de la América Septentrional son de la más alta importancia, porque están consideradas como una declaración de amistad, el tanana, que hasta entonces no había pronunciado una sílaba, dijo:

—¿Mi hermano de la cara pálida está contento de su hermano de la cara roja?

—Sí; te doy gracias por la cortés hospitalidad que nos concedes.

—Entonces no dirá por qué viaja por esta tierra, que no es la suya.

—Estamos aquí porque la tempestad nos ha arrojado, a pesar de nuestra buena intención de no aproximarnos.

—¡Ah! ¿Mis hermanos han sido entonces desgraciados? ¿Iban en alguno de aquellos grandes barcos que vienen de tan lejos?

—Tú lo dices.

—Y ahora, ¿adónde van?

—Tratamos de llegar a algún fuerte de la Compañía inglesa o de la rusa.

—Pero ¡si los fuertes están muy lejanos!

—Tenemos las piernas fuertes.

—¿No poseéis un vehículo?

—Un trineo; pero sin perros que tiren de él.

—¿Dónde está el trineo? —interrogó el tanana, cuyos ojos relampaguearon.

—Lo hemos dejado a dos horas de aquí, en la orilla del Puerco Espín.

—¿Mi hermano tendrá agua de fuego?

—¿Aguardiente, dices? No; lo hemos consumido todo.

—¿Tendrás pólvora para tirar?

—Sí; pero no mucha.

—Debíais dar alguna a vuestro hermano tanana.

—Apenas tenemos para nosotros dos.

El jefe no disimuló un gesto de despecho, que no pasó inadvertido para el teniente.

—Pero ¿por qué ha dejado el trineo mi hermano? —volvió a preguntar el tanana.

—Para seguir a un oso blanco que nos había robado un fusil. ¿Es tuyo el oso?

—No.

—Será de alguno de tus guerreros. Yo sé que ha entrado en tu campo, y cuento con tu generosidad para recobrar el arma.

El tanana le miró durante unos instantes, sin responder; luego contestó:

—Lo tendrás, mas con una condición.

—Habla.

—Que vengas hoy conmigo al bosque para cazar antas. Los rostros, pálidos son todos buenos cazadores, y tú y tu compañero me ayudaréis.

—¡Acepto!

El jefe se levantó, salió de la tienda y poco después regresaba llevando el fusil, que Koninson se apresuró a tomar con alegría.

—Ahora pongámonos en camino —dijo el tanana—. Las antas han sido vistas ya por mis hombres, y tal vez a estas horas estén cercadas por todas partes. Apresurémonos, pues quiero partir esta misma noche con toda mi tribu.

—¿Para dónde? —preguntó el teniente.

—Hacia donde sale el sol, en el país de los malemutes —respondió el tanana con enigmática sonrisa—. ¿Oís las voces de los cazadores?

A lo lejos sonaron repentinamente alegres gritos, acompañados por el ruidoso ladrido de muchos perros.

El tanana salió de la tienda, seguido por ambos marinos; dijo algunas palabras a varios guerreros, que, sin duda, le esperaban, y se internó en el bosque.

—¿Qué le parece a usted este salvaje? —dijo Koninson al teniente—. Tiene un no sé qué que no acaba de tranquilizarme.

—Tienes razón, buen arponero; estaremos alerta y procuraremos no perderle de vista.

Los gritos y los ladridos se oían cada vez más cerca, y muy presto vieron correr a través de los árboles a varios cazadores precedidos por grandes perros, nada desemejantes en estatura y formas a las que de ordinario tienen los lobos.

—¿Dónde están las antas? —preguntó Hostrup al jefe.

—Frente a nosotros —respondió el tanana.

—¿Son muchos los cazadores con que cuentas?

—Unos cuarenta, extendidos a derecha e izquierda de nosotros.

Caminaron otros veinte minutos, internándose en el bosque y precedidos por los cazadores, que continuaban dando gritos salvajes. Al fin se detuvo el tanana.

Frente a ellos, a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros, estaban reunidas veintitantas antas, soberbios animales tan grandes como potros, cuya cabeza estaba coronada por fortísima cornamenta.

Corrían de un lado a otro, llenas de espanto, tratando de huir por el espacio libre que dejaban los cazadores; mas sin arriesgarse a hacerlo, porque pronto cambiaban de dirección, galopando desordenadamente.

El teniente y el arponero apuntaron sus armas, mirando cada cual al anta que más seguro blanco le ofrecía; pero con un ademán los obligó el tanana a bajar los fusiles.

—Estamos a tiro —dijo Hostrup.

—¡No ha llegado aún el momento! —repuso el jefe—. Espera que entremos en el recinto y allí podéis tirar libremente.

—¿Qué recinto es ése?

—Mira allá abajo.

El teniente miró en la dirección señalada, y, no sin sorpresa, vio entre los árboles un gran cercado, construido con ramas atadas a los troncos con tiras de piel, cuya área iba estrechándose en forma de cuello de botella.

—Así cazamos nosotros —manifestó el tanana—. Las antas tienen miedo de entrar; pero nosotros las obligaremos a hacerlo.

—¿Y no romperán el cerco?

—Es sencillo, pero sólido. Atención, y huid de las cornadas, porque en ocasiones las antas enfurecidas acometen a los cazadores, bajando el testuz y dando derrotes.

Los hombres del tanana habían ido reuniéndose y formaban un semicírculo bastante estrecho que llegaba a las dos extremidades del recinto. A un ademán del jefe empuñaron las lanzas y se dirigieron hacia las reses, dando gritos y azuzando a los perros.

Las antas comenzaron a caracolear confusamente, dando muestras de intenciones poco pacíficas; mas al verse acometidas por los perros y amenazadas muy de cerca por los cazadores no vacilaron en huir, y no hallando otro punto más que la entrada del cercado lanzáronse a ella.

Todos las siguieron, y se apostaron detrás de ciertos montones de nieve construidos de antemano que tenían una aspillera.

—¡Fuego a discreción!

Al punto se oyeron detonaciones por todos lados, y varias antas cayeron heridas de muerte y se revolcaron con desesperación.

Las restantes dieron la vuelta en torno al recinto, buscando en su furiosa carrera una salida, que no encontraron, por haber sido cerrada la única que había; se lanzaron contra el ramaje que cortaba el paso tratando en vano de destrozarlo a cornadas, pues, como había dicho el jefe, era sólido y estaba bien atado.

Vista la inutilidad de sus esfuerzos revolviéronse contra los cazadores; pero una nueva descarga, que derribó en tierra a cuatro o cinco más, las obligó a huir.

Reunidos en el fondo del recinto los pobres animales parecían meditar una resolución; tomaron hacia los cazadores con la cabeza baja y mostrando la amenazadora testuz como dispuestos a la acometida.

Algunos cayeron alcanzados por las balas; los otros pasaron con la velocidad del huracán por entre los montones de nieve y se arrojaron con furia contra el cercado, que por aquel punto ofrecía solidez muy discutible; se abrieron paso, huyeron por el bosque y se alejaron por el Este con tal rapidez, que no permitía alentar esperanza de alcanzarlos.

El teniente y el arponero hicieron ademán de perseguirlos; pero el jefe los detuvo.

—¡Es inútil! —les dijo—. Tenemos cuanta carne podemos necesitar para vivir una temporada.

Tenía razón. Nueve antas yacían en tierra, inmóviles, y otras dos se agitaban en las postreras ansias.

En tanto que algunos cazadores se alejaban llevándose detrás los perros para conducir con ellos los trineos, los otros se dieron prisa en rematar a las heridas; después, cuchillo en mano, se pusieron a desollar y a cortar las reses, con tanta habilidad y presteza, que dos horas más tarde estaba terminada la difícil tarea.

El jefe ofreció a los marinos una suculenta y abundante cena, y luego los llevó nuevamente a su tienda, que había sido desocupada por completo.

—¿Cuándo partirás? —le preguntó el teniente antes de despedirse con el obligado frotamiento de narices.

—Mañana al amanecer —contestó el tanana, sonriendo ligeramente—. Duerme tranquilo bajo la buena vigilancia de mis guerreros, que al alba recibirás mis saludos y una provisión de carne que te baste para un mes.

—¡Hasta mañana, pues! —respondieron los náufragos.

Y se echaron a dormir junto a sus armas.

CAPÍTULO XXV. EL MACKENZIE

Llevaban tres o cuatro horas de sueño, cuando Koninson despertó de improviso por un lejano ladrido, que se debilitaba, perdiéndose en dirección a Occidente.

Acordándose de las palabras pronunciadas el día anterior por el tanana y de las sospechas manifestadas por el teniente, se levantó con inquietud, suponiendo que aquellos salvajes de poco fiar se hubieran aprovechado de la noche para jugarles alguna mala pasada.

Buscó su fusil y dio un suspiro de satisfacción, hallándolo a su lado; luego se puso a escuchar. A los ladridos de antes había sucedido un profundo silencio, que sólo interrumpían las ramas de los pinos y abedules agitadas por el viento. Ni una palabra, ni un paso que anunciaran la presencia de los guerreros encargados de velar el campamento.

—¡Hum! —exclamó—. ¡En todo esto hay algo que me inspira desconfianza!

Dirigióse a la entrada, levantó el paño de la tienda y miró afuera.

Al principio no vio nada, por ser profunda la oscuridad; mas luego recordó que en aquella porción de terreno, entonces enteramente despejado, estaban poco antes las tiendas de los tananas.

—¡Los bribones han huido! —gritó—. ¡Señor Hostrup, despertad!

—¿Ha salido el sol? —preguntó el teniente, desperezándose.

—¡Aún no; pero le daré una noticia que le despertará por completo! ¡Nuestros amigos los tananas han huido, defraudándonos en la parte de carne que nos correspondía, pues, a lo que veo, no han dejado por aquí ni un mal bistec!

—¡Debíamos esperar alguna bribonada de esos miserables, mi querido arponero! ¡Contentémonos con que no sea mayor el mal!

—¿Acaso teme usted algo peor?

—Esa precipitada fuga, las palabras del jefe, la insistencia en preguntarnos si teníamos pólvora que regalarles, si estábamos solos y dónde habíamos dejado nuestro trineo…

—¡Cuerpo de ballena! —gritó Koninson—. ¿Sospecha usted acaso…?

—Que habrán ido a buscar nuestro trineo —dijo el teniente.

—Si fuera así, ¡guay de ellos!

—¡Bah! Será un poco difícil alcanzarlos; tanto más cuanto que se dirigen hacia el Este.

—¿Al Este? Yo he oído ladrar a sus perros por el Oeste, señor Hostrup.

—¡Por el Oeste! ¿Estás seguro?

—¡Segurísimo!

—¡Entonces no hay duda! Temo haber tropezado con un redomado pícaro, y no me sorprende que nos haya jugado tan mala partida. ¡Apresurémonos a volver al fío; tengo prisa por encontrar el trineo!

—¡Pues juro desde ahora, señor Hostrup, que si ese bergante nos ha robado, voy tras él y le alcanzo, por lejano que esté!

—Si somos capaces de alcanzarlos. Los tananas tenían perros enganchados a sus trineos, y no sabemos dónde se encontrarán a estas horas.

Pusiéronse en marcha, sin tomarse la molestia de llevar consigo la tienda por estar completamente vacía, y se dirigieron al Puerco Espín. Algunos lobos que rondaban por el bosque trataron de seguirlos, dando lúgubres aullidos; pero un tiro que derribó al más valiente los obligó a retroceder más que aprisa.

Al cabo de dos horas los balleneros llegaron a la orilla del río. Entonces, Koninson reparó en un objeto que rodaba y daba vueltas sobre la helada superficie.

—¿Es un animal, o qué es eso? —dijo, inclinándose hacia delante y amartillando el fusil.

—Me ha parecido una barrica —dijo el teniente—. ¡Hum! ¡Mala señal, Koninson!

En aquel instante vieron en la orilla opuesta algunas sombras que se movían con rapidez, desapareciendo luego entre el ramaje.

—¿Quién vive? —gritó el arponero, echándose el fusil a la cara.

Nadie respondió; mas a poco se oyó un agudo silbido que se perdía a lo lejos, por el Oeste, y momentos después, ladridos distantes.

—Temo que sean los tananas —dijo el teniente, que escuchaba con profunda atención.

—¡Corramos al trineo, señor Hostrup! —exclamó el arponero—. ¡Tal vez lleguemos a tiempo de hacerles pagar cara su traición!

Descendieron a la orilla, cruzaron corriendo el río y subieron por la ribera opuesta a una altura próxima, desde la cual podían dominar una buena extensión de terreno.

A la derecha tenían el bosque explorado el día anterior; a la izquierda, una llanura, en el borde de la cual descubrieron una confusa masa, que debía de ser el trineo. Ni en un lado ni en otro vieron hombres; pero a distancia, se oía aún el silbido agudo, acaso producido por el resbalar de un trineo arrastrado a todo galope. Bajaron de la altura y se encaminaron al trineo, en el cual permanecía enrollada la vela. Cuando estuvieron cerca descubrieron cajas y barriles desparramados por el suelo, abiertas unas, desfondados otros, y esparcidos varios objetos.

—¡Ah, miserables! —exclamó Koninson—. ¡Nos han robado!

Era verdad. Los tananas, aprovechando, sin duda, el sueño de los balleneros, habían llegado hasta allí para saquearlo todo.

Víveres, pólvora, balas y vestidos; todo había sido robado. No quedaba más que el trineo, por fortuna en buen estado y con la vela, a la que, tal vez por falta de tiempo, no se habían atrevido a tocar los tananas.

—¡Han hecho bien en huir tan aprisa! —dijo el teniente, con menos calma de la que en él era habitual—. ¡Si los cojo robando, alguno hubiera pagado cara la picardía! ¡Querido Koninson, hemos sido engañados como muchachos!

—Pero ¡tal vez los encontremos algún día, señor Hostrup! —replicó el arponero, amenazando con el puño crispado en dirección al Oeste—. También nosotros hemos de ir por ese lado, y… ¡quién sabe!

—Por fortuna, nos han dejado la vela.

—Pero ¡no nos han dejado ni un grano de pólvora; y bien sabe usted que en este endiablado país no se vive sin dar trabajo al fusil! ¡No sé por qué no han hecho factorías!

—Porque los osos se comerían la despensa y a los despenseros, amigo Koninson. ¡Vaya! ¿Cuántos cartuchos te quedan?

—¡Sesenta, ni uno más!

—Yo tengo otros tantos. ¡Bah! ¡Con ciento veinte tiros podemos llegar hasta la orilla del Mackenzie, y aun más lejos!

—Sí; pero no tenemos ni un pedazo de pan, y no veo por aquí ningún animal al que podamos sacrificar.

—Por ahora, tendremos paciencia; después, veremos. Ayúdame a desplegar la vela y proseguiremos el viaje, ya que no tenemos nada que hacer aquí.

Comenzaba a alborear por Oriente cuando reanudaron la marcha, favorecidos por un viento bastante recio que soplaba del Sudsudeste. El trineo, vigorosamente impelido por la gran vela completamente henchida, hasta el punto de parecer que iba a estallar, comenzó a deslizarse por la llanura con prolongado silbido y con una velocidad que estimaron no inferior a nueve nudos por hora.

El teniente, que iba al timón, lo dirigió al otro lado del bosque, dejando a la derecha el río, que comenzaba a desviarse por el Sur; después lo encaminó en linea recta, sabiendo, como sabía, que por cualquier punto había de encontrar el curso del Mackenzie, el cual atraviesa aquellas desoladas regiones hasta las costas del Océano Ártico.

El terreno era siempre llano y estaba deshabitado. Solamente al Norte algunas sierras bastante lejanas aparecían medio ocultas por una espesa niebla, y por el Sur grandes bosques de pinos y abetos bordeaban la margen del Puerco Espín.

De cuando en cuando salían corriendo de entre aquellos árboles tropeles de hambrientos lobos, con la esperanza de alcanzarlo; pero muy pronto desistían, reconociendo la inutilidad de sus esfuerzos; otras veces, rengíferos de encrespados cuernos aparecían entre el césped, y después de haber mirado con asombro aquel extraño vehículo, que debía de aparecer a sus ojos como un enorme pájaro, huían espantados, sin dar tiempo al arponero para empuñar el fusil.

De los tananas, ni rastro; y eso que los balleneros miraban muy atentamente en torno suyo y aguzaban el oído al más leve rumor.

A mediodía, después de haber corrido caldeados por un sol que comenzaba a tener fuerza y a derretir los hielos, Koninson llamó la atención del teniente sobre una especie de barquilla suspendida de algunos postes que se elevaban un par de metros del suelo, y que estaban en la orilla del bosque.

—¿Qué es aquello? —preguntó—. ¿Indica la presencia de alguna tribu de indios o la proximidad de algún pueblo abandonado?

—Ni lo uno ni lo otro —respondió el teniente—. Si no me engaño, aquello es una tumba.

—Que nada alegre puede darnos.

—Así y todo, hallaremos algo que nos sirva. Amaina la vela y vamos a verla.

Apresuróse a obedecer el arponero, y el trineo, impulsado por la velocidad adquirida, se detuvo cerca de la extraña tumba, a la cual se dirigieron ambos para examinarla. Consistía en una verdadera canoa india, de corteza de abedul y armazón de sauces, larga como de ocho pies y sólida al par que ligera.

Suspendida a dos metros sobre el suelo por unos pies derechos, la nieve en que estaban clavados parecía removida recientemente, y amontonada de suerte que aparentaba ocultar algo.

—¿Está el muerto en el bote? —preguntó el arponero.

—No; yace sepultado bajo la nieve. En la canoa habrá tal vez armas, zapatos de nieve, redes, anzuelos y otras cosas que en vida pertenecieron al difunto.

—¿Y comida, no habrá?

—¡Tal vez, hambrón! Sube a la canoa y mira dentro.

El arponero, trepó por los palos, y, subido en la ligera embarcación, arrojó de ella al suelo dos lanzas cortas, un par de zapatos y un sedal de pesca hecho con piel de foca, que tendría como treinta metros de largo.

—¡No valía la pena de venir hasta aquí! —exclamó, malhumorado, el arponero—. Si al menos hubieran metido un saquito con el excelente pemmican que saben hacer los indios de por acá…

—Están convencidos de que los muertos no comen.

—Pero ¿por qué ponen en la tumba las armas y las redes?

—Para que se sirvan de ellas en la otra vida.

—¿Luego saben que han de resucitar?

—Todos los indios. Ahora, baja y tratemos de proporcionarnos alimentos. Mas ya que hablo de ello, los lobos aúllan en el bosque. Mala, pésima, es su carne; pero quien no tiene otra ha de contentarse con ella a la fuerza.

—Se engaña usted, señor Hostrup, porque tengo algo más apetitoso que ofrecerle. ¡Mire hacia arriba!

El teniente alzó los ojos y vio un ave de gran tamaño que volaba pesadamente, como si le costara mucha fatiga sostenerse en el aire. Echó mano al fusil, hizo atenta puntería y disparó.

Herido por la certera bala del cazador el robusto volátil giró sobre sí mismo y se desplomó en tierra, donde permaneció inmóvil.

—Es un cisne —dijo Koninson, precipitándose sobre él.

—¡Treinta libras de excelente carne! —añadió el teniente.

—¿Cómo puede haber llegado hasta aquí este animal?

—En estío los cisnes suelen visitar esta región. La presencia de éste nos demuestra que el deshielo de los ríos no está muy lejano.

—¡Valiente noticia para quien no tiene más que un trineo que anda a la vela!

—¡Bah! Dentro de poco, no tendremos necesidad de tal vehículo, porque el Mackenzie debe de estar cerca.

Koninson desplumó el ave y puso un buen pedazo a la lumbre, que había sido encendida entretanto con madera desgajada del bosque contiguo.

Calmada el hambre los dos náufragos volvieron a embarcarse, y el trineo partió sin dejar de bordear el bosque.

Al otro día, después de haber recorrido una veintena de millas, el terreno, que hasta entonces había reunido buenas condiciones, empezó a cambiar. La gran llanura estaba interrumpida por ondulaciones, cuestas, pozos y arroyos, cuyas orillas, más altas que el nivel del río helado, hacían traquetear violentamente el vehículo, con peligro de hacerlo pedazos en algún violento choqué.

También un ancho río interrumpió la carrera. Los náufragos se vieron obligados a llevar el trineo a la orilla opuesta.

En aquella travesía faltó poco para que se hundieran en el río, porque el hielo, quebrantado por la acción del sol y del agua, crujió diferentes veces y se rajó con el peso del trineo.

El 14 de mayo faltó de pronto el viento, y también los tres días siguientes, durante los cuales el sol, que caldeaba más por momentos, desheló gran parte de la capa de nieve, haciéndose por tanto muy penosa y muy lenta la marcha del vehículo.

El 18 tuvieron que renunciar a seguir la marcha, pues el aire, si bien propicio, era muy fuerte.

La nieve, demasiado removida, no permitía resbalar sobre ella La gran llanura ofrecía un hermoso espectáculo; parecía que un inmenso incendio la devoraba, extendiéndose hasta los últimos confines del horizonte.

El agua abundaba por doquier, corriendo en todas direcciones, reuniéndose en las hondonadas, formando torrentes y estanques, y produciendo un rumor que crecía más y más a medida que el sol se elevaba aumentando su esplendor y su temperatura.

—¡Con mil tiburones! —exclamó Koninson, que se había echado el pelo sobre los ojos para no cegar—. ¡Diríase que el rubicundo Febo se ha aproximado a la Tierra algunos millones de leguas!

—Si no nos damos prisa la vela acabará por sernos inútil. De aquí a un par de días, la llanura estará deshelada —dijo el teniente.

—¿Y cuándo partiremos?

—Esta tarde hará todavía algo de frío; esta nieve y toda el agua se helarán.

No se equivocaba el teniente. Como a las once de la noche, aunque el sol continuaba visible, la temperatura descendió rápidamente varios grados, hasta llegar a tres bajo cero, y la vasta planicie quedó helada.

Los balleneros desplegaron la vela, y el trineo volvió a partir con notabilísima rapidez, por haberse mantenido un viento de bastante fuerza que permitía correr.

A las tres de la mañana había caminado más de treinta millas. A poco llegó a oídos de Koninson un mugido al Este.

—¿Tendremos alguna familia de antas por aquí? —dijo, tomando el fusil.

—Lo espero —dijo el teniente, haciendo otro tanto.

A medida que el trineo avanzaba, crecía en intensidad el mugido; pera en la planicie nada se veía en cuanto alcanzaba la vista de ambos balleneros.

Koninson, que comenzaba a sentirse inquieto, se puso en pie y se encaramó por el mástil.

—¡Abata la escota! —gritó—. ¡Estamos delante de un río!

—¡Es el Mackenzie! —contestó Hostrup.

La vela fue arriada; pero ya era muy tarde para detener el trineo, que devoraba las distancias con una marcha de quince millas por hora. En menos que se tarda en decirlo llegó al río, que corría encauzado entre dos estrechas y altas orillas; vaciló un instante en el aire y se precipitó abajo, hundiéndose en las revueltas aguas del Mackenzie.

CAPÍTULO XXVI. LOS OSOS DE LAS TIERRAS ÁRIDAS

El Mackenzie, descubierto en el año 1789 por un inglés que le dio su propio nombre, es uno de los mayores ríos que surcan aquella inmensa extensión de tierras semidesiertas y casi siempre heladas, que pertenecen a la Compañía de la Bahía de Hudson.

La dirección de su corriente se desconoce aún; pero, según la opinión de algunos, mide 3000 kilómetros. Alimentado por el Lago del Esclavo, luego por el Oso Grande y, por último, por el Puerco Espín, corre serpenteando las tierras, y va a desaguar por una larga desembocadura, obstruida en parte por un grupo de islas desiertas.

La Compañía de la Bahía de Hudson, que trafica con los indígenas, tiene en las orillas de ese gran río algunos pequeños fuertes, habitados por escaso número de cazadores y a gran distancia unos de otros. Aparte de tales puestos avanzados el país que baña está completamente desierto, pues aun las tribus indias son pocas y no tienen residencia fija.

A pesar de la repentina caída desde una margen de más de quince pies de altura hasta la corriente del río, que sólo hacía pocas horas había perdido la espesa capa de hielo de qué estuvo cubierto durante el invierno, ninguno de los dos balleneros se acobardó. Una vez en el fondo del río, salieron a flote dando un vigoroso talonazo y se asieron al trineo, que flotaba sin otro desperfecto que la rotura del palo a que estaba aferrada la vela, partido en dos por haber chocado con uno de los grandes bloques de hielo que arrastraba la corriente.

Lo primero que intentaron fue ganar la orilla; pero, por el momento al menos, se vieron obligados a desistir, a causa de los enormes témpanos que, rodeándolos por todos lados, amenazaban herirlos o llevárselos por delante.

—Pongámonos a proa —dijo el teniente—. Al menos, así evitaremos los golpes.

Manteniéndose junto a las bandas del trineo procuraron defenderse con éste, tratando de tener fuera del agua la mayor parte posible del cuerpo a fin de no helarse completamente.

—¿Te has lastimado algo? —preguntó Hostrup.

—Me parece que no —contestó Koninson—; mas si permanecemos aquí media hora quedaré inutilizado. ¡Con mil tiburones! ¡Está muy fría el agua!

—¿Y las municiones?

—Estaban seguras. ¡Bien ve usted que ni aun el fusil he perdido!

—Pues entonces trataremos de llegar a la orilla.

—Pero es que estos hielos nos harán pedazos en el momento en que nos apartemos del trineo, y, luego, mis ropas han adquirido tal peso con la humedad, que no sería capaz de nadar diez metros.

—No hay que hacer eso. Lo que nos conviene es empujar el trineo hacia la ribera. ¡Alerta a lo que viene, Koninson!

Una isla de hielo flotante, un verdadero stream, de cincuenta metros de largo, se deslizaba en dirección al trineo, rompiendo los hielos más pequeños que encontraba a su paso, que se deshacían crujiendo.

—¡Nos despedaza! —murmuró Koninson, que castañeteaba los dientes de frío.

—Antes tendrá que romper el trineo —respondió el teniente—. ¡No pierdas el valor, amigo mío, y tente firme, con objeto de que podamos alcanzar la orilla!

—¡Confieso que ya no puedo más! ¡Estas aguas están endiabladamente frías, y siento que poco a poco se me van entumeciendo los músculos!

—¡Cuidado, Koninson!

El témpano estaba a pocos pasos. Hizo pedazos dos hielos de menores dimensiones, y luego se precipitó como un ariete sobre el trineo. Se oyó un formidable crujido; las bandas se destrozaron, las cuerdas se rompieron, dejando caer los pocos objetos que los náufragos habían salvado de las rapaces manos de los tananas, y, luego, todo se desbarató, yéndose con la corriente.

El teniente y Koninson fueron arrastrados también; pero, luchando contra ella con desesperada energía, pronto lograron asirse a un banco de hielo, al cual se subieron en seguida.

—¡Ay mi teniente! —dijo entre dientes Koninson, que no podía tenerse—. ¡Me parece que tengo el corazón convertido en un carámbano!

—¡Valor, querido amigo! La corriente nos empuja a la orilla derecha, y dentro de unos instantes habremos llegado a tierra.

Koninson no respondió. Casi helado, se había recogido como una pelota, sintiéndose incapaz del más pequeño movimiento. Afortunadamente, el banco chocó contra los hielos de la orilla, y se incrustó materialmente en un punto saliente de la ribera. El teniente, que no había perdido por completo las fuerzas con el prolongado baño en tan heladas aguas, se echó a cuestas a su compañero y llegó a tierra, deteniéndose a pocos pasos de un bosque de grandes y hermosos abedules.

Sin cuidarse de sí mismo desnudó en pocos segundos al arponero; luego recogió un poco de nieve y le restregó vigorosamente por todas partes, con objeto de poner en circulación activa la sangre.

Koninson empezó a moverse algunos minutos después, y luego abrió los ojos.

—¡Veo que tienes dura la piel, y me alegro! —le dijo, sonriendo—. Ahora, hijo mío, da cuatro saltos, en tanto que yo corro al bosque para reunir leña.

—¡Gracias, señor Hostrup; pero si tarda usted en despojarse de esa ropa, se helará!

—¡Bah! Tengo una pelleja que desafía la de los osos blancos. Además, emplearé pocos minutos en encender un buen fuego.

Empuñó él hacha, que había tenido tiempo de salvar en el momento de caer el trineo al río, y se alejó a la carrera, recogiendo al paso las ramas desgajadas y las que podía cortar. Con una abundante provisión volvió junto a Koninson, que estaba haciendo una disparatada gimnasia, para no volver a helarse.

La yesca y el eslabón, conservados dentro de una caja impermeable, suministraron un buen fuego, al lado del cual los balleneros se sentaron para calentar sus ateridos miembros y secarse los vestidos.

—Diga usted, señor Hostrup —preguntó el arponero, que había recobrado las fuerzas y el habla—: ¿dónde cree usted que debemos de hallarnos?

—A la orilla del Mackenzie, pero sin que pueda precisar el lugar.

—¿Estamos muy alejados del fuerte que buscamos?

—Te lo diré cuando hayamos llegado a la ribera del Oso Grande.

—¿Al sur o al norte de donde estamos?

—Al Norte, no, pues nos hemos mantenido constantemente al norte del Puerco Espín, y este río desemboca en el Mackenzie, casi enfrente del Oso Grande.

—Entonces, caminaremos al Sur, siguiendo el curso del río.

—De precisión. Y cuando hayamos encontrado la ribera doblaremos al Este, hasta que encontremos el fuerte Esperanza, el cual, si la memoria no me engaña, debe de estar a mitad de camino entre el Mackenzie y el lago del Oso Grande o del Muskansa ky-e gurriy como le llaman los indios.

—¡Horror! ¡Me costará una semana aprender a decir ese nombre! Pero, dígame usted señor, Hostrup: ¿de qué sirven esos fuertes en estas regiones desiertas?

—Para fines comerciales.

—¿Y con quién comercian?

—Con los indios, que se acercan de cuando en cuando a los fuertes para vender las pieles de oso, de foca, marta, zorro, lobo, castor, ratas, linces y nutrias, a cambio de armas, licores, redes, etcétera. Así es que te aseguro que, tanto la Compañía rusa como la de la Bahía de Hudson, propietarias de los fuertes, hacen muy buen negocio.

—¿Y dónde se meten esos indios, que sólo hemos visto treinta o cuarenta?

—Andan diseminados por todas partes; pero todos saben dónde están los fuertes.

—¿Luego hallaremos otros indios?

—Sí, porque el territorio donde nos encontramos pertenece a la Compañía de la Bahía de Hudson, y está más poblado que el perteneciente a Rusia.

—También nos convendría hallar algo de caza, pues no tenemos ni un trozo de carne que comer.

—La hallaremos, Koninson; como que hoy mismo pienso ponerme a buscar alguna, que por aquí ha de haber caza mayor. ¿Podrás ayudarme?

—No, teniente; las piernas se niegan a sostenerme.

—Iré yo solo a dar una batida; y si encuentro un oso puedes estar seguro de que esta vez tendremos un buen banquete.

Púsose las ropas, que habían enjugado a la llama, renovó la carga del fusil con pólvora bien seca, y luego de haber recomendado al arponero que hiciera otro tanto con el suyo, para estar preparado a cualquier evento, se alejó lentamente con dirección al sur de la corriente.

Llevaba dos horas bordeando una selva de pinos y abedules, que parecía hallarse paralela al Mackenzie, cuando se encontró a la orilla de una laguna de espesísimo fango; luego de vagar un poco a derecha e izquierda se aventuró a entrar en una lengua de tierra que se metía en la laguna, teniendo a ambos lados altísimos abetos negros y bosquecillos de sauces. Le animaba la esperanza de encontrar alguna nutria, cuya piel se paga casi a peso de oro.

A poco llegó a sus oídos un gruñido extraño, que salía del centro de un grupo de plantas.

—¡En guardia! —pensó, montando su fusil—. ¡Por aquí hay bisteques, como diría Koninson!

Echóse a tierra para no ser descubierto y se arrastró a gatas sin hacer el más leve rumor, hacia el punto de donde partían los gruñidos.

Cuando llegó al centro de los sauces como a unos doscientos metros vio un oso de pequeña estatura y semejante a los osos pardos de Europa, que se revolcaba en el fango con un osezno, que tendría aproximadamente el tamaño ordinario de un perro.

—¡Oh! —exclamó muy sorprendido—. ¿Qué clase de animal es éste? No puede ser más que un oso de los llamados de las tierras áridas. ¡Estemos en guardia, porque sé dice que es sumamente feroz!

La osa (pues debía de ser una hembra) se levantó de pronto, mirando hacia el grupo de plantas. Sin duda había olfateado la presencia del cazador y se mostraba inquieta, no por sí misma, sino, de seguro, por el osezno, que no estaba en condiciones de defenderse.

El teniente, que no quería perder tan buena ocasión, se puso también en pie, y apuntando rápidamente el fusil hizo fuego a través del ramaje.

La osa dio un terrible rugido y echó a correr, llevando entre sus brazos al osezno, que daba terribles gruñidos a guisa de quejas.

El teniente saltó a la laguna, resuelto a perseguirlos; pero a los pocos pasos tuvo que detenerse, porque era tanto el espesor del fango que no podía mover los pies. Además, temía hundirse.

Hizo fuego otra vez, mas sin fruto, pues la osa, que había hallado más sólido terreno, continuó su fuga y desapareció entre los árboles, siempre en unión de su cachorro.

Cargó nuevamente el arma, salió de la laguna, y prosiguió la marcha al Sur, con la esperanza de alcanzar a la fiera, que tal vez iba herida gravemente.

Anduvo tres o cuatro kilómetros corriendo casi siempre, y al detenerse cayó en la cuenta de que se había alejado mucho de la laguna. Iba a volver por el camino recorrido para reunirse a Koninson, cuando percibió distintamente un sonido lejano, un mugido pronunciado, muy semejante al rumor de un caudaloso río.

—«¿Será el Mackenzie? —se dijo—. ¡No puede ser —reflexionó—, pues el ruido viene del Sur, y el río debe de correr a mi derecha! El sol está aún alto, y Koninson no se inquietará si tardo en volver».

Continuó caminando hacia el Sur, y se internó en un nuevo bosque de sauces, abetos y abedules, donde después de media hora se halló en la orilla de una ancha vía de agua que procedía del Este.

«¿Es el Mackenzie, o es el río del Oso Grande? —se preguntó, subiendo a una pequeña colina desde la cual podía dominar una gran extensión de terreno—. Será, sin duda, el Mackenzie, porque el otro río debe de hallarse mucho más al Sur. De todos modos, lo mejor será seguir la orilla».

Iba a ponerse en camino, cuando, volviendo los ojos al pie de la altura en que se encontraba, descubrió junto al agua una tienda de campaña medio caída, y cerca de ella cuatro grandes bultos, que podían parecer, hasta cierto punto, hombres de elevada estatura envueltos en pieles.

«¿Qué podrá ser aquello? —pensó—. ¡Vamos a verlo!».

Bajó por el río por un mal sendero apenas transitable, y se aproximó a los objetos extraños, que pronto reconoció. Eran cuatro canoas esquimales, de las llamadas kajacks, muy ligeras por estar construidas con piel de foca cosida a un armazón de huesos de ballena, o de madera muy sutil, de tres metros de largo, anchas a lo sumo de setenta centímetros, un poco elevadas por la proa y bajas en la popa, con una abertura, por la cual se mete el batelero. Las observó atentamente, y le parecieron en excelente estado, así como algunos remos de doble pala que había dentro de ellas.

«¡Soberbio hallazgo! —exclamó el teniente—. ¡Si los esquimales se arriesgan con estas canoas a desafiar las tempestades y los hielos del Océano Ártico o de los grandes lagos, nosotros podremos sin temor desafiar la corriente del Mackenzie! ¡Si Dios continúa protegiéndonos, dentro de pocas semanas podrán descansar mis doloridos huesos en el fuerte Esperanza!».

Se acercó a la tienda y alzó uno de sus paños; pero al punto se retiró, haciendo un gesto de horror. Dentro había un esqueleto completamente mondado de carne, que yacía en medio de unos pedazos de piel, que en otro tiempo debían de haber sido su traje.

«¡El desgraciado habrá muerto de hambre, y los lobos se habrán dado un festín con los restos! —pensó el teniente—. ¡Cuántos mueren en estas regiones de los grandes hielos! ¡En fin; volvámonos, que Koninson estará impaciente!».

Bajó la cuesta y se puso en camino siguiendo la orilla del río, que se desviaba con rumbo al Norte. Después de dos horas largas se convenció de que recorría la orilla izquierda del Mackenzie, y no la del Oso Grande, porque el río, después de un brusco recodo, caminaba al Norte.

Descansó algunos minutos sobre un ribazo y prosiguió luego el camino mirando a uno y otro lado, esperando encontrar alguna pieza que le sirviera para convertirla en víveres.

Comenzaba ya a divisar el humo que se elevaba en el punto donde Koninson había quedado, cuando al desembocar por una calle de pinos se encontró de improviso ante la osa y el osezno, que salían de la laguna. Echóse rápidamente el fusil a la cara e hizo fuego. El osezno, que estaba enfrente y a pocos pasos, recibió la bala en la cabeza, dio dos vueltas y cayó al suelo, quedando inmóvil.

La madre se levantó furiosa sobre las patas posteriores, lanzó un rabioso aullido y se arrojó al encuentro del cazador, que, no teniendo tiempo de volver a cargar el arma, y no atreviéndose a empeñar una lucha cuerpo a cuerpo, echó a correr hacia la hoguera, gritando:

—¡A mí, Koninson! ¡A mí!

El arponero, en guardia ya por el ruido del disparo, se había levantado fusil en mano. Viendo que la osa perseguía al teniente a toda carrera se interpuso y disparó. Al recibir el balazo la fiera se detuvo un momento y luego retrocedió a cuatro patas y cojeando; detúvose algunos segundos ante el osezno para asegurarse de que estaba muerto, y, finalmente, se metió en la laguna, desapareciendo entre el follaje de los sauces.

CAPÍTULO XXVII. EN EL MACKENZIE

Dos horas más tarde, y sentados ante un gran fuego, los dos balleneros comían alegremente la carne del osezno, que reputaron de excelente calidad y mejor que la de lechoncillo.

La madre de la víctima no había vuelto a presentarse, y parecía haber olvidado todo proyecto de venganza; así es que después de comer pudieron hablar tranquilamente acerca del nuevo viaje que debían emprender por el Mackenzie, viaje que debía de ser el último, según todas las probabilidades, por hallarse sólo a algunas jornadas del fuerte Esperanza.

—Si todo va bien y no tenemos malos encuentros, dentro de una semana podremos descansar en un buen lecho —decía el teniente, después de haber narrado el venturoso hallazgo de los kajacks.

—Yo me considero a estas fechas dentro de los muros del fuerte —manifestó Koninson—. En el río no hemos de encontrar ningún obstáculo, seguramente.

—¡No hay que correr tanto, hijo mío! Nos hallamos en un país donde todavía puede acontecemos alguna aventura desagradable. Los indios y los esquimales, los osos y el hambre pueden ponemos en graves apuros.

—Tengo confianza en nuestra buena estrella, que nos ha traído aquí desde las costas del Ártico, señor Hostrup. Y una vez llegados al fuerte, ¿qué haremos nosotros?

—Su comandante se encargará de hacernos conducir a los establecimientos del Este. Durante el buen tiempo, las comunicaciones son frecuentes entre unos fuertes y otros, y cuando estemos en el Canadá daremos un adiós a América y regresaremos a nuestra patria.

—¡Cuánto deseo volver a ver mi Dinamarca, señor Hostrup! —dijo Koninson, suspirando—. Nuestros parientes nos tendrán a estas horas por muertos entre los hielos del Polo.

—Sin duda alguna.

—¡Y de tantos como éramos, volvemos dos solamente! ¡Pobre capitán Weimar y pobres compañeros!

—¡Déjate de tristezas, mi buen Koninson! —dijo el teniente, que también se sentía conmovido—. ¡No es éste el momento de evocar la dolorosa historia del naufragio! Pensemos ahora en reposar, que mañana debemos partir lo más pronto posible.

—¿Y no correremos ningún peligro? No hemos vuelto a ver a la osa; pero pudiera regresar aprovechándose de nuestro sueño y matarnos a traición.

—Tienes razón si bien las fieras no se atreven nunca a acercarse a los campamentos defendidos por una hoguera. Acuéstate, que yo haré el primer cuarto de guardia.

El arponero, que se sentía muy rendido, no se hizo repetir el consejo, y se tumbó con los pies hacia la hoguera, en tanto que el teniente fue a sentarse pocos pasos más allá con el fusil entre las rodillas.

El primer cuarto pasó sin incidente; mas durante el segundo la osa apareció en la orilla de la laguna y llegó a pocos centenares de pasos del campamento, dando desesperados gruñidos. Sin embargo, el fuego, alimentado continuamente, la mantenía a distancia, y hacia las primeras horas de la mañana la bestia tornó a los sauces, alejándose por ellos en dirección al Este.

Eran las siete cuando los balleneros, cargadísimos con sus armas y con la carne del osezno, se pusieron en camino siguiendo la orilla del Mackenzie, para llegar tres horas después a la tienda hallada el día anterior.

El teniente examinó con detención los kajacks y hallándolos en muy bien estado botó dos al agua.

—¡A bordo! —dijo—. Y tengamos mucho cuidado con los hielos, porque basta un solo golpe para desfondar el costillaje de estas ligerísimas canoas.

Metiéronse dentro, empuñaron el remo de doble pala, y echaron río abajo, evitando con sumo cuidado las enormes masas de hielo que seguía arrastrando la corriente en cantidad abundante.

Al principio sus movimientos fueron fatigosos; mas presto recobraron los brazos su antiguo vigor, y las sutiles canoas, impelidas con rapidez, recorrieron el río con velocidad notabilísima.

Las dos orillas ofrecían de cuando en cuando pintorescos paisajes; pero estaban completamente desiertas.

Algún lobo aparecía; pero huía muy pronto, al contrario de lo que hacían los linces, que llegaban hasta la orilla para mirar con sus ensangrentados ojos cómo se deslizaban las canoas por entre las flotantes masas de hielos.

Los dos náufragos habían recorrido ya sin novedad una docena de millas cuando de improviso hirió sus oídos una especie de agudo relincho, semejante al de una mula.

Paráronse ambos y se miraron con ansiedad.

—Si no me engaño, eso es el grito de un oso blanco —dijo Koninson.

—No te engañas, amigo mío —respondió el teniente.

—Por fortuna, tenemos las canoas.

—Si al oso le asaltara el mal antojo de darnos caza, no nos servirían de nada. Son formidables nadadores, y no pierden la regata en competencia con un bote.

El relincho se oyó más cerca. Koninson y el teniente miraron a la orilla izquierda y vieron bajar por las resquebrajaduras un gran oso blanco, que se detuvo, erguido sobre el cuarto posterior.

—¡Me parece que no tiene buenas intenciones! —dijo Koninson—. ¡El bribón tiene hambre, y piensa matarla a costa nuestra! ¡Eh, amiguito; somos muy correosos para tu tripa!

—Estemos en guardia, porque tiene trazas de no hallarse dispuesto a dejarnos pasar. Echémonos hacia la orilla derecha.

—¡Si pudiéramos meterle dos balas en el cráneo…!

—Es imposible tener buen pulso en estas canoas. ¡Vaya; pasemos de largo!

El oso no acometía; se contentaba con seguirlos con una mirada reveladora de ardiente rabia, moviendo la cabeza de derecha a izquierda, del modo que es peculiar en los osos de todas clases.

Las dos canoas estaban ya casi junto a la orilla, que en aquel sitio no ofrecía, desgraciadamente, medio de desembarcar, por estar cortada perpendicularmente, cuando el oso se decidió a moverse. Anduvo algunos pasos hacia atrás y adelante, como si buscara sitio adecuado, y luego se tiró al río, dando un chapuzón que levantó una columna de agua.

—¡Pronto; huyamos, o estamos perdidos! —gritó el teniente—. ¡Ten cuidado con los hielos, Koninson, porque si tu canoa se rompe, el oso no te desperdiciará!

Remaron con ímpetu y se dejaron llevar por la corriente, esperando encontrar algún punto de la orilla que permitiera desembarcar para hacer frente al enemigo, que en el líquido elemento tenía de su parte todas las ventajas.

Pero muy pronto se convencieron, con verdadero espanto, de que la lucha con aquel hábil nadador era imposible. En efecto; el feroz animal, impulsado acaso por el hambre, avanzaba con una velocidad increíble, moviendo con rapidez vertiginosa sus largas zarpas y mostrando su ancha boca, que de cuando en cuando cerraba con un seco golpe que producía escalofríos. En ciertos momentos salía casi por completo del agua, dando terribles saltos, como si caminara por sólido paraje, avanzando de cada brinco tres o cuatro metros.

No obstante, la buena estrella que hasta entonces había protegido a los náufragos no los abandonó tampoco en aquella ocasión. Así fue que al llegar a una vuelta del río vieron unos islotes que podrían servirles de refugio, o cuando menos, como lugar más propicio para hacer frente a la bestia.

—¡Pronto, Koninson! —dijo el teniente—. ¡Dirijámonos allí y tomemos tierra en seguida!

Haciendo un último esfuerzo se acercaron a los islotes y embarrancaron junto al primero. Abandonaron a escape las canoas y subieron a tierra llevando consigo los dos fusiles y el hacha.

No estaba el oso a distancia mayor de treinta metros y redoblaba sus esfuerzos, temiendo que la codiciada presa se le escapara.

Viendo que desembarcaban los dos hombres y que le apuntaban con los fusiles, arma que no debía de ser nueva para él, se sumergió en el agua.

—¿Huye? —preguntó Koninson.

—¡No lo creo! —repuso el teniente, sin dejar de apuntar el arma—. Estos animales no abandonan tan fácilmente a su enemigo cuando tienen hambre. Tratará de aproximarse sin salir del agua, para caer de improviso sobre nosotros.

—¡Bah! ¡Será recibido como Dios manda!

—¡Helo ahí, Koninson; mira abajo!

En efecto; el oso había reaparecido de pronto a pocos pasos del islote, y de un salto llegó a la orilla.

—¡Fuego! —gritó el teniente.

Las dos detonaciones se confundieron en una sola. La fiera, herida, lanzó un rugido semejante al aullido de un perro y volvió a sumergirse, dejando en la superficie un rastro de sangre que crecía por segundos.

—¡No te fíes! ¡Ten cuidado! —repuso el teniente.

El aviso llegó tarde. El arponero se había metido en la corriente hasta la rodilla, cuando se sintió violentamente derribado de espaldas. El oso, que espiaba al enemigo manteniéndose bajo el agua, se levantó de pronto y cayó sobre el joven, que no pudo resistir el choque.

—¡Ayúdeme usted, señor Hostrup! —gimió el desdichado, intentando ponerse en pie.

—¡No temas, muchacho! —dijo el teniente con voz de trueno.

Con una agilidad que se hubiera tenido por imposible en aquel disforme cuerpo el oso se había lanzado al río e iba a caer sobre el infeliz arponero para deshacerle con sus poderosas zarpas; pero el teniente se le opuso valerosamente. Se oyó un golpe seco, y a continuación un sordo gruñido. La fiera, herida de muerte en la cabeza, se hundió en el agua, perdiendo un torrente de sangre mezclada con masa cerebral.

—¡Gracias, mi teniente! —balbució Koninson, con voz conmovida—. ¡No olvidaré nunca este golpe decisivo!

—¡Ya me darás las gracias cuando haya pasado el peligro! —contestó Hostrup, recogiendo prontamente el fusil y disponiéndose a cargarlo.

—¡Cómo! ¿No se ha muerto aún? Pero ¿qué casta de animal es ése?

—No es por él por quien debemos temer, sino por sus compañeros. ¡Mira, mi pobre amigo; mira a la orilla de en frente!

Koninson miró en la dirección indicada, y no pudo disimular un gesto de horror. Por una colina que descendía suavemente al río tres bultos blancos bajaban con rapidez dando gruñidos alarmantes. Eran tres osos blancos, que, atraídos por el aullido de su compañero, acudían a tomar parte en aquella lucha.

—¡Cuerpo de ballena! —chilló el arponero, palideciendo—. ¡Este es el país de los osos! ¿Nos acometerán?

—Si tenemos que habérnoslas con animales hambrientos como el que hemos muerto, no se contentarán con mirarnos —respondió el teniente, que comenzaba a sentirse inquieto.

—Si pudiéramos intentar la fuga…

—Como su intención sea la de acometemos —dijo Hostrup—, no los detendrá el agua. ¡Aquí se trata de mirar bien y de dar en el blanco! ¡Carga el fusil y estemos prevenidos!

Los tres osos habían, llegado a la orilla del río, pero no parecían tener mucha prisa. Se paseaban de un lado a otro, mirando a los dos hombres más con curiosidad que con odio, sin decidirse a entrar en el agua.

Por fin, uno, el mayor, se sumergió y nadó con cautela. Koninson y el teniente, después de haber apuntado con sumo cuidado hicieron fuego.

La lección bastó, pues el plantígrado se detuvo un momento, y fue luego a reunirse con sus compañeros, cojeando y vertiendo sangre. Permanecieron aún algunos minutos en la orilla, y se alejaron al fin por el camino que habían traído, para desaparecer tras las rocas.

—¡Buen viaje! —dijo el arponero.

—¡Y mala cura para el herido! —añadió el teniente—. ¡Que el diablo se lleve a estos hambrones huéspedes de las regiones árticas!

—¡Por fortuna, no estaban de mal humor los señores de la levita blanca!

Pusieron a flote la canoa, metiéronse dentro y se alejaron del grupo de islotes con las precauciones que les sugería el temor de que reapareciesen los osos blancos, que tal vez se hallaran escondidos más allá de las rocas.

Por fortuna, los tres carnívoros no se dejaron ver, de modo que pudieron proseguir tranquilamente su viaje.

A mediodía tomaron un breve reposo en un ancho fiordo, partieron un pedazo de carne del osezno y se pusieron de nuevo en marcha.

El viaje fue, sin embargo, de corta duración, porque en breve se extendió sobre el río una niebla tan densa que no dejaba distinguir los témpanos a pocos pasos de distancia. Ambas orillas se ocultaron muy pronto a su vista.

—Acerquémonos —dijo el teniente, que temía por las frágiles embarcaciones—. Veo un islote lleno de arbolado que nos ofrecerá leña abundante y un refugio contra la inclemencia de la noche.

Tomaron tierra en un extremo del islote, y acamparon entre dos elevados pinos. Una vez hubieron encendido fuego, Koninson hizo una correría por aquel pedazo de terreno para estar seguro de que no había ningún animal escondido entre los árboles; en seguida preparó la cena.

A las diez de la noche, cuando más espesa era la niebla, se acostó el teniente junto al fuego, bajo la vigilancia de su compañero, a quien tocaba velar el primer cuarto.

Ningún incidente interrumpió su sueño. A las dos de la mañana el teniente substituyó a Koninson, que no podía tenerse de cansancio.

No había sentido hasta entonces ninguna clase de ruidos. Pero a eso de las cuatro, cuando comenzaba a aclarar la niebla, el teniente, que estaba sentado junto al fuego fusil en mano, advirtió vagos rumores, que procedían de la ribera derecha. Levantóse al punto y se acercó al río, e inclinándose sobre la corriente, oyó entre la niebla un silbido prolongado que se repitió varias veces.

«¿Qué animal será? —se dijo—. ¡Un oso no debe de ser!».

Estuvo en acecho y le pareció oír carcajadas, que unas veces resonaban cerca y otras se alejaban, pero que se percibían claramente.

—Señor Hostrup —exclamó el arponero, que se había desvelado—, hay por aquí gente alegre, según parece. ¿Quién se ríe en este desagradable país?

—Eso mismo estaba yo pensando —replicó el teniente.

—¿Serán animales o personas?

—Personas, sin ningún género de duda.

—¿No pudiera ser que estuviéramos junto al fuerte sin habernos dado cuenta de ello?

—Creo que está muy lejos.

—Probemos a llamar.

—¡Hola! ¿Quién ríe por ahí? —gritó Hostrup.

Le contestó una especie de gruñido, seguido de risotadas y de vocerío de varias personas.

—Son indios, sin duda —dijo el arponero, reuniéndose con el teniente—. ¿Serán amigos, o enemigos?

—En este país nunca puede afirmarse cosa alguna, porque las tribus indias hoy respetan a los blancos y mañana son capaces de asesinarlos a traición.

—Interroguelos usted.

—¡Eh! ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? —les preguntó, en inglés, el teniente.

Co-yucones —respondió una voz clara y entera.

—¡Voto a mil tiburones! —exclamó Koninson, dando un brinco—. ¡Yo conozco esa voz!

—¿Y es…?

—¡La del jefe de los tananas que nos han robado!

—¡Si es efectivamente él quien ha hablado, le haré pagar cara su traición! ¡Prepara el fusil y estemos dispuestos a todo!

CAPÍTULO XXVIII. ENTRE LOS TANANAS Y LOS LOBOS

La niebla se despejaba poco a poco. El sol reaparecía, y pocos minutos después, la orilla en la cual se hallaban los co-yucones estaría completamente iluminada.

Seguían oyéndose las voces. Por tanto, debían de estar divirtiéndose, porque las carcajadas no cesaban; antes al contrario, se hacían más alegres y sonoras. Pero en el momento en que un gran rayo de luz, atravesando un jirón de la niebla, caía sobre el islote, cesaron de pronto las voces; luego se oyeron a cierta distancia y poco a poco fueron extinguiéndose por completo.

—¡Se han marchado! —dijo Koninson, con visible despecho.

—Pero probablemente no estará muy distante su campamento —respondió el teniente.

—¿Y espera usted llegar a él?

—Sin duda, arponero, porque nos serán de utilidad no escasa. La niebla se levanta con rapidez; podemos embarcarnos ahora que los hielos son visibles.

Botaron al agua las canoas, embarcáronse, y en pocos minutos estuvieron en la orilla, al amparo de un pequeño seno formado por varias elevadas rocas.

—¿Ves a alguno? —interrogó el teniente.

—Nadie —respondió el arponero.

—Entonces, podemos desembarcar.

—Una palabra antes, señor Hostrup. Si los indios nos acogen con hostilidad, será preciso venir a las manos, y no sé cómo saldremos. Nosotros somos dos y ellos acaso sean muchos.

—Tienen sobrado miedo a los blancos para atreverse con nosotros. Además, el fuerte Esperanza está próximo, y no llegarían a permitirse jugarnos una mala acción.

—¿Y por qué quiere usted encontrarlos?

—¿No lo has comprendido aún? Para que nos conduzcan al fuerte, mediante una recompensa cualquiera.

—Le prevengo que mi bolsillo se quedó en el Danebrog.

—Tenemos nuestros fusiles, que son armas muy preciosas en este país.

—Entonces, vamos allá, señor Hostrup.

En el fondo del pequeño seno se abría, entre dos rocas, un estrecho sendero, por el cual habían bajado, sin duda, los indios. Ambos balleneros, abandonando las canoas después de haberlas asegurado bien a un escollo, treparon por aquel escabroso camino y llegaron a la cima de una roca, desde la cual se dominaba una vasta extensión de terreno.

El teniente, que miraba con suma atención hacia el Este, no tardó en descubrir un grupo de tiendas que se apoyaban en las rampas de un bosquecillo de cuyas techumbres cónicas se levantaban nubecillas de humo.

—Allí está el campamento.

—Y el fuerte, ¿lo ve usted por alguna parte?

—Está sumamente lejos, arponero; tal vez a más de cien kilómetros. ¡Confiemos en nuestras piernas, y adelante!

Pusiéronse los fusiles en bandolera y partieron a buen paso, flanqueando un bosque que seguía el curso del río y en cuyo interior los lobos aullaban sin cesar.

La nieve hacía fácil la marcha, por haberse helado otra vez.

En menos de una hora llegaron a pocos centenares de pasos del campamento formado por unas quince tiendas.

El aullido de la multitud de perros que había olfateado la llegada de los extraños, hizo salir a diez o doce hombres, que se acercaron a los dos náufragos sin desconfianza alguna.

Eran todos de estatura inferior a la mediana, piel aceitunada y brillante, acaso por estar recién untada de grasa, con los ojos un tanto oblicuos, y los cabellos negros, largos y abundantes. Llevaban trajes de pieles de foca y de oso, provistos de capuchas orladas de piel de zorra y largas túnicas.

Sus armas consistían en una especie de lanzas cortas de cuerno de narval con una punta de cobre cortada en arco.

—Son esquimales —dijo el teniente, que los había reconocido al momento.

—¿Podemos fiarnos de ellos? —preguntó Koninson.

—Gozan fama de ser muy hospitalarios, pero también vengativos. Pienso que no tendremos nada que temer.

Un esquimal, que seguramente sería el jefe a juzgar por sus ropas, más ricas que las de los otros, se acercó a los náufragos, y después de haberlos saludado en inglés restregó sus narices vigorosamente con las de nuestros amigos, en señal de amistad.

—Los blancos no tienen nada que temer de la tribu de los Innoit —dijo después—. ¡Sed bien llegados a mi tienda!

—Estamos a punto de seguirte —replicó el teniente—, y no tendrás que arrepentirte de habernos hospedado.

—¿Los blancos se dirigen al fuerte Esperanza?

—Sí; pero no conocemos el camino porque venimos de lejanas tierras del Oeste.

—Kumiath os lo enseñará —contestó el jefe—. Seguidme a mi tienda.

Y los condujo al campamento, donde se vieron rodeados por unos treinta esquimales, hombres y mujeres, que acudieron de todas partes al oír el furioso ladrar de los perros.

Teniente y arponero notaron que entre los curiosos había algunos individuos que, por sus vestidos, sus facciones y su más elevada estatura, parecían pertenecer a otra raza.

No pararon en ello la atención, y siguieron al jefe, el cual los condujo a una pequeña tienda, donde, en medio de unos montones de pieles y entre pestilentes olores, había salmones, anguilas y otros peces del Mackenzie.

Aun cuando no se hallasen muy bien entre aquellos miasmas, se acomodaron sobre una gran piel de oso extendida en el suelo, y como Dios les dio a entender hicieron los honores a los trozos de caballo marino conservado en aceite de ballena.

Terminada aquella diabólica comida el jefe entabló conversación, narrando que hacía pocos días que había salido del fuerte Esperanza, donde acababa de realizar muchísimos cambios de pieles por tabaco, cuchillos, armas, etc., y que estaba para llegar a las costas del Océano para cazar ballenas.

—¿Dista mucho el fuerte? —preguntó el teniente, cuando el jefe hubo concluido.

—Tres días de marcha no más —contestó el esquimal—. Basta seguir este bosque, que se extiende a lo largo del Mackenzie, para no equivocar el camino.

—¿Hay más tribus que se dirijan al fuerte?

—Sí; una ha venido de regiones lejanas del Oeste, como vosotros, y ha acampado en el bosque.

—¿Pertenece a vuestra raza?

—No.

—¿Es muy numerosa?

—Ha llegado a serlo en estos días. Cuenta lo menos cuatrocientos hombres.

—¿Cómo se llama?

—Se llama… Pero, mira; he aquí algunos de sus hombres, que sin duda han venido para veros a los blancos, y…

No había concluido de pronunciar el jefe la última palabra, cuando el arponero se lanzó furiosamente sobre un numeroso grupo de personas reunidas delante de la tienda.

Su vigoroso puño cayó con sordo ruido sobre un hombre, que vino a tierra lanzando un grito de dolor.

Los esquimales se separaron precipitadamente para dejar en medio a los dos adversarios, que luchaban con igual encarnizamiento.

El teniente, que aún no sabía de qué se trataba, acudió en auxilio de Koninson, el cual, a cada puñetazo que daba, iba diciendo:

—¡Esto, por la pólvora! ¡Esto, por las balas! ¡Esto, por la carne que habéis robado!

Sólo entonces cayó en la cuenta de que el adversario era un indio: el jefe tanana que les había robado y hecho tan indigna traición en las riberas del Puerco Espín.

Estaba para caer también sobre el traidor, cuando éste, escurriéndose con sorprendente agilidad de entre las manos del arponero, consiguió ponerse en pie.

—¡Te mataré! —gritó amenazadoramente.

Luego huyó a todo escape hacia el bosque, donde estaban acampados los suyos. El teniente, que había perdido su habitual cachaza, estaba ya a punto de enviarle un balazo cuando el jefe esquimal le hizo bajar el arma, a la vez que decía:

—¡Sé prudente! ¡Esos son muchos y muy vengativos!

—¡Pero ese hombre nos ha robado, después de haber solicitado nuestra ayuda para proveerse de víveres! —dijo el teniente.

—Merecía la muerte; pero tú eres extranjero, y los tananas son muchísimos. Ven a mi tienda y trataremos de arreglarlo todo.

«¡Aquí va a estallar un huracán! —pensó Koninson, que, no obstante, se preparaba a vender cara la vida—. ¡No sé cómo escaparemos si esos herejes se lanzan todos juntos sobre nosotros!».

—¡Huid! —les aconsejó el esquimal, que arrugaba el entrecejo y se había puesto pensativo, meditando seguramente las consecuencias.

—¿Huir de esa canalla? —repuso el teniente—. ¡Jamás! Les haremos frente con nuestros fusiles.

—Los tananas son valerosos, y no se detendrán ante nada.

—Pero ¿adónde huimos? —preguntó el teniente—. Nuestras canoas se hallan lejos y seríamos alcanzados antes de llegar a ellas.

—Detrás de mi tienda tengo un trineo enganchado a un tiro de robustos perros. Montad en él y huid hacia el fuerte.

—Pero se vengarán en ti, buen esquimal.

—Los tananas no se atreverán a levantar la mano contra mí —respondió con fiereza el esquimal—. Saben que una ofensa hecha a mi tribu la pagarían cara, porque mis compatriotas no la dejarían impune. ¡Presto: huid, o será demasiado tarde!

El teniente entregó su reloj al bravo esquimal, diciéndole:

—¡Consérvalo en memoria de tu buena acción! ¡Ahora, vámonos a escape!

Se dirigió detrás de la tienda seguido por Koninson; pero se detuvo, lanzando una exclamación. Siete u ocho tananas, que se habían aproximado y permanecían ocultos detrás de la tienda del esquimal, le cerraban el paso. A su cabeza, y armado con un fusil viejo, estaba el jefe, cuya nariz, aplastada por el poderoso puño del arponero, manaba sangre todavía.

—¡Ah, bergante! —gritó el teniente.

—¡No se pasa de aquí! —dijo el jefe, con tono amenazador.

—¿Y qué pretendes?

—¡Que me entregues pronto a tu compañero, para que vengue la afrenta que me ha hecho!

—¡Bien; pues que lo quieres, toma esto!

El teniente hizo fuego. El tanana, herido en la frente, cayó al suelo como abrasado por el rayo, mientras sus guerreros huían desordenadamente, dando gritos de rabia y de venganza.

—¡Presto, Koninson; salvémonos!

—¡Vamos, señor Hostrup, y corramos derechos al fuerte!

El trineo estaba dispuesto. Doce robustos perros, con aspecto de lobos y nervudos remos, estaban enganchados, dos a dos, pronto a partir al primer latigazo.

Los náufragos saltaron al vehículo y se lanzaron a través de la planicie, transportados en rapidísima carrera.

Por el lado del campamento se oyeron algunos disparos, cuyas balas cruzaron el aire silbando; luego se vio a los tananas corriendo hacia el bosque, dando gritos ensordecedores.

—¡Calla; huyen, por lo visto! —dijo Koninson al teniente, que animaba a los perros con la voz y con el látigo.

—¡Lo dudo, arponero!

—Qué, ¿tratarán de darnos caza?

—Lo temo; pero nuestros perros corren como el viento, y llevamos ya una notable delantera.

—¿Y correrán mucho estos animales?

—Durante bastantes horas y sin tomar aliento. Basta con que la nieve no se acabe y no ceda bajo el peso del trineo.

—Veo que la llanura está enteramente blanca. Pero… ¡Oh! ¡La madeja se enreda!

—¿Qué ves?

—¡Trineos que salen del bosque!

—Son los tananas, que vienen a darnos alcance.

—¿Cuántos son?

—He contado siete, y si no corren más que nosotros, de seguro se quedan atrás.

El teniente lanzó una rápida ojeada al bosque, y vio que, efectivamente, corrían siete trineos con fantástica rapidez por la nevada llanura, arrastrados por largas filas de perros. Catorce hombres, armados de fusiles en su mayor parte, montaban los vehículos.

—¡Diantre! ¡Están completamente decididos a vengar la muerte de su jefe! ¡Pero lo pasarán mal si llegan a alcanzarnos! Tú vigila sus movimientos, y yo procuraré qué los perros no dejen de correr.

—¿Y los esquimales? ¡Sentiría que esos pobres diablos pagasen por nosotros!

—El jefe me pareció seguro de no correr peligro alguno. ¿Se acercan?

—Quisiera engañarme, señor Hostrup; pero me parece que ganan terreno.

—¡Adelante, pequeños! —gritó el teniente, excitando a los perros—. ¡Si os portáis bien, tendréis doble ración de carne esta noche!

—¡Si no tenemos ni un trozo del tamaño de cinco céntimos!

—¡Encontraremos en el fuerte! Si continuamos corriendo así, llegaremos en pocas horas. ¿Avanzan los tananas?

—Sí, señor Hostrup; no están más que a un kilómetro de nosotros.

—¿Cuántos cartuchos te quedan?

—Unos cincuenta.

—¡Bastan para tumbar a los catorce! —dijo el teniente, que continuó animando a los perros.

A lo lejos se oyó un disparo; pero la bala no llegó hasta los fugitivos.

—¡Muy corto, muy corto, querido! —dijo Koninson, riendo—. ¡En estando a tiro, yo daré la señal, y os garantizo que he de haceros probar el plomo!

Otros dos disparos resonaron, pero no con mejor éxito. Los tananas, comprendiendo que no era llegado aún el momento de hacer hablar a la pólvora, redoblaron los gritos y los latigazos para hacer correr más a sus perros, que, al parecer, eran más robustos y más veloces que los regalados por el esquimal.

Muy pronto no estuvieron más que a seiscientos metros de distancia. Koninson, que no los perdía de vista un solo momento, estaba para apuntar con el fusil, cuando vio con gran sorpresa que los siete trineos evolucionaban en sentido inverso y huían a toda rienda hacia el campamento, cuyas tiendas apenas se descubrían.

—¡Hola! —exclamó el arponero en el colmo de la sorpresa—. ¡Se baten en retirada!

—¡Cómo! ¿Huyen los tananas?

—Sí, señor Hostrup. ¿Habrán tenido miedo de nuestros fusiles?

—¡No lo creo!

—Entonces…, ¿es que estamos cerca del fuerte?

—No veo delante más que un bosque, y ése muy distante.

—¿Nos amenaza algún peligro?

—Lo temo, Koninson; o más bien, estoy seguro de ello.

—¿Por qué lo imagina usted?

—Hace algunos minutos que nuestros perros corren con mayor velocidad, y me parece que están desasosegados.

Efectivamente; Hostrup no se engañaba. Los pobres animales no parecían tranquilos, y volaban por el camino sin necesidad ele ser excitados. Habían cesado de dar alegres ladridos, tenían el pelo erizado, y volvían la cabeza con frecuencia hacia su amo, como invocando su protección.

—¡Hum! —murmuró Koninson—. ¡Parece que ocurre algo muy grave!

—¡Ya lo creo! ¡Mira allá abajo; mira!

Koninson vio extenderse una línea oscura por delante de los árboles y lanzarse a través de la llanura con fantástica rapidez. Aunque dotado de valor indudable, palideció.

—¡Los lobos! —dijo, con voz desfallecida.

—¡Sí, por centenares! —añadió el teniente.

—¡Por eso han huido los tananas! ¡Huir del tormento de los indios para caer en los dientes de los lobos, me parece un tanto fuerte! ¡Os confieso, señor Hostrup, que empiezo a sentir miedo!

—¡Calma y sangre fría, arponero! Si podemos llegar a aquel bosque que corta el horizonte estamos salvados.

—¿Piensa usted hallar defensores allí?

—No; pero encontraremos árboles, subiendo a los cuales podemos hallar un cómodo refugio. Prepara las armas y déjame el cuidado de guiar a los perros.

Los lobos llegaban a toda carrera, dando cortos aullidos y mostrando sus mandíbulas, armadas de blancos y afilados dientes.

Eran doscientos, cuando menos, y parecían muy hambrientos y resueltos a todo.

Cerca del trineo, que continuaba corriendo con la velocidad de una flecha, formaron un semicírculo.

No acometían aún, tal vez por respeto a la presencia de los hombres; pero sus aullidos parecían significar: «¡Os comeremos! ¡Os comeremos!».

—¿Debo romper el fuego? —indicó Koninson.

—No, por si se contentan con seguirnos —respondió el teniente, que estaba dispuesto a que continuaran corriendo los perros, en cuya velocidad ponía su esperanza de salvación—. Espera a que nos acometan.

Durante un par de millas, los lobos, aunque mortificados por el hambre, continuaron siguiendo y rodeando el trineo; pero luego el cerco se estrechó, y uno de ellos, más atrevido o más famélico que los demás, se precipitó sobre los perros, que se echaron violentamente hacia otro lado.

Rápido como el rayo, Koninson hizo fuego, y el agresor cayó sobre la nieve. Algunos carnívoros, espantados por la detonación, se desbandaron; pero los otros llegaron de nuevo hasta el vehículo.

Pocos minutos después otro lobo intentó el asalto; mas sufrió igual suerte que el primero.

El trineo se encontraba entonces a sólo dos kilómetros del bosque, y corría con prodigiosa velocidad.

Otros tres o cuatro lo asaltaron por detrás, procurando meterse dentro.

—¡Ayude usted, señor Hostrup! —gritó Koninson—. ¡No basto yo solo!

El teniente abandonó las riendas, confiándose al instinto de los perros y tomó el fusil.

Ya era tiempo, porque los feroces carnívoros avanzaban cada vez más, prontos a dar un ataque general.

Dos detonaciones resonaron; luego, otras dos, y en seguida otras, tumbando a otros tantos lobos. Los balleneros siguieron de este modo, en tanto que les perros los transportaban al bosque.

Los lobos, que ya habían olfateado la sangre, no retrocedían un momento. Aullando furiosamente acometían al trineo por detrás y por los lados, intentando coger a los perros por el cuello y alcanzar a los hombres, que se defendían con desesperación.

A poco, dio Koninson un grito de rabia:

—¡Ya no tengo pólvora!

—¡Maldición! —bramó el teniente—. ¡Este es mi último cartucho!

Como si hubieran comprendido que la victoria estaba asegurada, los lobos se precipitaron en confusión al asalto del trineo, rodeándolo por todas partes. Los perros desaparecieron bajo la masa de los asaltantes, y después de breve lucha fueron despedazados; pero los balleneros no estaban aún vencidos. En pie sobre el asiento se defendían con sobrehumana energía, rechazando a la horda bestial con la culata de los fusiles, machacando cabezas, rompiendo lomos, triturando músculos y partiendo patas.

Pero aquella lucha de dos contra ciento cincuenta o más no podía durar mucho tiempo. Ya el teniente y el arponero se sentían Incapaces de resistir, ya los feroces lobos los alcanzaban a las piernas, cuando una violenta descarga retumbó en el bosque, que no estaría a más de trescientos pasos.

Quince o veinte hombres aparecieron de improviso y llegaron al centro de la manada de lobos, dispersándolos a hachazos y a tiros, y recogiendo en sus brazos a los infelices balleneros, tan milagrosamente salvados.

—¡Señores —dijo uno de ellos, dirigiéndose al teniente, que estaba totalmente desfallecido—, no tengan ustedes ningún temor; están entre los cazadores del fuerte Esperanza!

CONCLUSIÓN

Las tribulaciones de los náufragos del Danebrog habían terminado. Estaban ya a salvo y nada tenían que temer.

En el fuerte Esperanza, que distaba pocos kilómetros del lugar donde había ocurrido el terrible combate con los lobos, los dos náufragos tuvieron la más cordial hospitalidad y los más afectuosos cuidados de parte de los bravos cazadores y de su comandante.

Su maravillosa odisea despertó gran admiración, y repetidas veces hubieron de contarla.

Durante tres semanas vivieron allí, espléndidamente tratados; luego, llegada la buena estación, bien equipados y provistos de dinero, partieron para los establecimientos del Éste, acompañados de un experto guía.

De etapa en etapa llegaron al Canadá, y en Quebec se embarcaron para Nueva York, y allí, para Europa.

Veintisiete días más tarde desembarcaron, al fin, en Aalborg, su ciudad natal, donde pudieron abrazar a sus parientes y amigos, que ya los habían llorado por muertos.

Pero la vida tranquila y la tierra firme no tenían atractivos para aquellos dos lobos de mar. Muy pronto la nostalgia del Océano se apoderó de ellos, y a la apertura de la nueva campaña de pesca se embarcaron a bordo de otra nave ballenera para cazar al gigante de los mares.

No obstante las terribles penalidades sufridas, conservaban singular afición a los helados mares del Polo Ártico, bajo cuyos témpanos dormían el sueño eterno el capitán Weimar y sus desventurados compañeros.


Publicado el 24 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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