Un Drama en el Océano Pacífico

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. ASESINATO MISTERIOSO

—¡Socorro!

—¡Mil bombas! ¿Quién ha caído al agua?

—Nadie, señor Collin —respondió una voz desde la cofa del palo de mesana.

—¿Estoy yo sordo, acaso?

—Habrá sido el timón, que tiene las cadenas enmohecidas. —No es posible, gaviero.

—Entonces habrán sido los tigres, que rugen de un modo capaz de asustar a cualquiera.

—No; te repito que era una voz humana.

—Pues yo no veo nada, señor Collin.

—De eso estoy seguro. Sería preciso tener ojos de gato para distinguir algo en esta oscuridad.

A través del ensordecedor ruido de la tempestad y de los mugidos de las olas, que el viento elevaba a gran altura, se oyó nuevamente un grito que no parecía proceder ni de las fieras de que había hablado el gaviero, ni de los hierros del timón. El segundo Collin, que estaba agarrado a la barra del timón, teniendo los ojos fijos en la brújula, se volvió por segunda vez diciendo:

—Alguien ha caído al mar. ¿No has oído un grito, Jack?

—No —contestó el gaviero.

—¡Pues esta vez no me he engañado!

—Si se hubiera caído algún hombre de la «Nueva Georgia», los que están de cuarto se hubieran dado cuenta en seguida de la desgracia.

—¿Entonces?…

—¿Habrá algún pez de nueva especie por estas aguas?

—No conozco ningún pez del Océano Pacífico que pueda lanzar un grito semejante.

—¿Será un náufrago?

—¿Un náufrago aquí, a doscientas leguas de Nueva Zelanda? ¿Has visto tú por aquí algún buque antes de que se pusiera el sol?

—Ninguno, señor —respondió el gaviero.

—¡Socorro!

—¡Por mil diablos! —exclamó el segundo, mordiéndose los largos y rojizos bigotes que adornaban su rostro, bronceado por los vientos del mar y los calores ecuatoriales—. Un hombre sigue a nuestro buque.

—Sí, es verdad, señor Collin. Yo también he oído el grito.

—¡Asthor!

Un viejo marinero, con larga barba gris y formas toscas y fuertes que demostraban una robustez excepcional, atravesó balanceándose el puente de la nave y se acercó al segundo.

—Aquí estoy, señor —dijo el lobo de mar.

—¿Dónde está el capitán?

—A proa, mi segundo.

—¿Has oído un grito?

—Sí, y venía del mar.

—Ten la barra, piloto.

El señor Collin dejó el timón, y agarrándose al cordaje y a cuantos objetos había sobre cubierta, para no ser arrastrado por los violentos golpes de mar, que de cuando en cuando cubrían la cubierta con fuertes mugidos, se dirigió a proa. Un hombre de alta estatura, largas y fornidas espaldas y miembros musculosos daba órdenes con voz llena y acostumbrada al mando a un grupo de marineros que intentaban desplegar una vela del palo trinquete, que el fuerte viento abatía sin cesar.

—¡Capitán! —dijo.

—¿Qué deseáis, Collin? —respondió el gigante, volviéndose.

—Tenemos un náufrago en estas aguas. He oído dos veces pedir socorro.

—¿Cuándo?

—Hace poco.

—¡Un náufrago aquí! ¡No hay que perder tiempo! Virad de bordo. Mi hija no me perdonaría el no salvar a un desgraciado.

—¡Es que el tiempo es horrible, señor!

—¡No importa! ¡Hay que intentarlo todo por salvarle! ¡Haced virar de bordo!

Collin llamó con el pito a los marineros dispersos por el puente y les dio órdenes para la maniobra, mientras el piloto Asthor, que seguía en la barra del timón, hacía un poderoso esfuerzo para que la nave virase.

El momento no era el más a propósito para realizar dicha maniobra, y mucho menos para intentar un salvamento.

El Océano, desmintiendo, como ocurre muchas veces, el nombre de Pacífico, dado por Magallanes, que lo atravesó la primera vez, estaba en plena revuelta. Montañas de agua coronadas de espuma y negras como si hubieran sido de alquitrán, alzábanse con inaudita rabia en todas direcciones, ora formando abismos que parecían no tener fin, ora levantándose hasta el cielo con tremendos mugidos.

Un viento impetuoso empujaba las oscuras nubes que ennegrecían el firmamento y que huían en fantástica carrera por aquel cielo sombrío, hacían oscilar la brújula en todas direcciones y silbaban en roncos tonos por la arboladura de la nave, produciendo, además, desgarrones en las velas y rompiendo cuerdas y palos.

La «Nueva Georgia», no obstante aquel asalto del aire y el agua, ésta en montañas que se precipitaban por sus bordes, y el viento produciéndole violentas oscilaciones, realizó la arriesgada maniobra que había mandado el capitán. Vuelta hacia el viento, se lanzó por el camino que acababa de recorrer, dando valientemente frente a los enfurecidos elementos.

El capitán y el segundo, colocados a proa junto al bauprés, escudriñaban atentamente el mar buscando al náufrago, que por dos veces había pedido socorro. Los marineros, por su parte, preparaban los cinturones salvavidas y las cuerdas de auxilio y disponían la ballenera para arrojarla al mar, si era preciso.

—¿Veis algo, señor Collin? —preguntó el capitán después de algunos minutos.

—Nada, capitán, y eso que ya estamos en el sitio de donde salía la voz del náufrago.

—¿Se habrá ahogado?

Iba el segundo a dar su opinión, cuando un joven marinero, de aire picaresco e inteligente, dijo, volviéndose al capitán:

Miss Ana está sobre el puente.

—¡Mi hija aquí! —exclamó el capitán vivamente—. ¿Dónde?

—Aquí estoy, padre mío —respondió una voz armoniosa y tranquila.

Una joven avanzaba hacia proa, agarrándose a las cuerdas para no ser arrastrada por las enormes masas de agua que con mil mugidos inundaban la tolda. Podría tener dieciséis o diecisiete años; era una graciosa muchacha, alta, esbelta, con abundante cabellera de un rubio dorado, ojos azules, grandes, profundos, tez blanca rosada, no curtida aún por las brisas marinas y los rayos del sol ecuatorial.

En sus ojos, en la expresión de su rostro, en sus labios finos y bermejos se adivinaba que aquella joven, no obstante su aparente delicadeza y debilidad, era de una tenacidad y una audacia que están muy lejos de poseer las jóvenes de su edad, y sobre todo las europeas.

Aunque la tempestad era violentísima y el buque, de sólida construcción y perfectamente tripulado, corría un serio peligro, aquella criatura no parecía espantada ni mucho menos, sino que sonreía tranquilamente, como si se encontrase a sus anchas entre los elementos desencadenados.

—¿Tú aquí, Ana? —repitió el capitán, aterrado.

—Sí, padre mío —respondió, acercándose, la valerosa joven.

—Pero ¿no ves que una ola puede envolverte y arrojarte al mar?

—La hija de un capitán de buque no debe ser menos que su padre. Además, ¿crees que puedo estar tranquila ahí abajo, cerca de esas feroces fieras que aúllan horrorosamente? ¡Ah, padre mío! ¡Hay que confesar que llevamos un cargamento demasiado peligroso!

—Las jaulas son sólidas, y el cuadro de popa no tiene comunicación con la estiba.

—Lo sé. Pero ¡qué rugidos lanzan esos animales!… Pero ¡calla! ¡La «Nueva Georgia» ha variado de ruta!… ¡Y están preparando un bote!… ¿Qué quiere decir esto, papá?

—No te inquietes, Ana —respondió el capitán—. Hemos virado de bordo para buscar un náufrago.

—¿Ha caído al mar alguno de tus marineros?

—No, a Dios gracias. Se trata de un desconocido que hace pocos minutos pedía socorro.

—¿Dónde?

—Todavía no lo sabemos.

—¿No le habéis visto?

—No, pero el segundo y el piloto le han oído gritar.

—¡Pobre hombre! ¡Es preciso salvarle a toda costa!

—Eso estamos intentando.

En aquel instante, en medio de las olas que chocaban unas contra otras, produciendo un ruido ensordecedor, se oyó una voz gritar repetidamente:

—«Help! Help!» (¡Socorro! ¡Socorro!).

—¡El náufrago! —exclamó el señor Collin, precipitándose hacia la amura de babor.

—¡Atención, timonel! —gritó el capitán—. ¡Vira en redondo!

El buque viró, poniéndose a través del viento y sin alejarse mucho de aquel punto. El capitán, el segundo, miss Ana y los marineros, inclinados sobre la borda y sujetos a las cuerdas, miraban ansiosamente al mar, que apenas se distinguía: tan espesas eran las sombras.

—¡Valor! —gritó el capitán con el altavoz—. ¡Vamos en vuestro auxilio!

—¡Socorro!… ¡Me ahogo! —repitió la misma voz de antes, que parecía salir de debajo de las olas.

—¡Lo tenemos a sotavento! —dijo el segundo de a bordo.

—¡Sí, sí! —confirmó el viejo piloto.

—¡Malditas tinieblas! —exclamó el capitán—. No se ve nada a tres metros de distancia.

—Esperemos un relámpago —dijo miss Ana.

—Y entretanto hagamos alguna señal —añadió el segundo—. ¡Eh, Harry, trae una mecha!

Un marinero partió como una flecha a través de las cuerdas, cadenas y demás objetos que embarazaban la cubierta, descendió al cuadro de popa y volvió en seguida, trayendo una mecha, que encendió al punto. Brilló una luz humeante, oscilando a causa de las ráfagas de aire que hacía saltar de ella multitud de chispas con reflejos de un azul brillante. Casi al mismo tiempo, y como si el cielo hubiera tenido envidia de aquella luz, un relámpago lo hendió de Poniente a Levante, iluminando como en pleno día el revuelto Océano.

Ante los ojos de la tripulación se ofreció un terrible espectáculo, que seguramente no esperaba.

A media «gomena» de la nave una pequeña balsa, casi destrozada, con un palo roto en el que aún se veía un trozo de vela, luchaba desesperadamente con las olas, que la invadían por todas partes. Dos hombres, uno blanco y otro negro, hallábanse cerca del palo estrechamente abrazados y como si lucharan ferozmente. En sus manos se veían brillar objetos que levantaban y bajaban con rapidez y que parecían cuchillos o puñales.

—¡Dios mío! —exclamó miss Ana, retrocediendo vivamente.

—¡Mil millones de rayos! —exclamó el capitán—. ¿Qué es lo que está pasando en aquella balsa?

Un grito agudo, estridente, como lanzado por un hombre a quien acaban de asesinar, se alzó de las aguas seguido de otro grito que parecía de triunfo.

—¡Allí se acaba de cometer un asesinato! —exclamó Ana, poniéndose pálida—. ¡Dos hombres se están matando mientras la muerte les amenaza!… ¡Padre mío, huyamos de aquí!

—No, es preciso salvarlos.

—Pero uno de ellos estará muerto a estas horas.

—Salvaremos al vivo.

—¡Un asesino!…

—¿Quién puede afirmar que sea un asesino? Tal vez se haya defendido del otro. Por ahora, al menos, no podemos saber ciertamente lo ocurrido.

En aquel instante se oyó a babor un chapoteo violento, y casi al pie de la nave una voz que gritaba:

—¡Salvadme!… ¡Ah, los de la nave!…

—¡Soltad cabos! —ordenó el capitán.

Siete u ocho «gomenes» fueron arrojados al punto y atados a ellos algunos cinturones salvavidas. A pesar de la profunda oscuridad, cerca de babor se veía la zatara que acababa de saltar en pedazos y entre éstos a un hombre que luchaba con desesperación para no hundirse.

—¡Izad! —gritó el náufrago.

—¿Estáis bien sujeto? —preguntó el capitán.

—¡Sí!

—¡Izad!

Los marineros retiraron el cabo, a cuyo extremo se había agarrado el náufrago. Una cabeza que desapareció bajo las aguas salió a flote después de algunos instantes. El capitán cogió al desgraciado por los hombros y levantándole, como si hubiera sido un niño, lo depositó en el puente.

El desconocido permaneció algunos momentos en pie, mirando con ojos de espanto a todo lo que le rodeaba; en seguida articuló con apenas inteligible voz la palabra «gracias», y cayó entre los brazos del segundo, que estaba a su lado.

—¡Muerto! —exclamó miss Ana.

—No, su corazón late —respondió Collin.

—Llevémosle a popa.

—Sí, miss.

—Y ¿el otro? —preguntó un marinero—. En la balsa había dos hombres.

—Busquémosle —dijo el capitán.

Los marineros se lanzaron a las bordas; era demasiado tarde. La balsa, destrozada contra los flancos del buque, había desaparecido con el segundo náufrago.

CAPÍTULO II. EL NÁUFRAGO

La «Nueva Georgia» había dejado el puerto japonés de Yokohama el 24 de agosto de 1836 con dirección a Australia, donde contaba tomar un cargamento de «trepang», especie de moluscos cilíndricos, bastante coriáceos, pero que son muy estimados por los glotones del Celeste Imperio. Llevaba además en sus bodegas una partida de sedas y porcelanas japonesas y diez grandes jaulas conteniendo doce soberbios tigres de la India, pertenecientes al propietario de un circo de Yeddo, el cual, después de haber ganado una fuerte suma, había resuelto desembarazarse de sus peligrosos huéspedes, cediéndolos a un negociante en ferias domiciliado en Melbourne. Aunque ya contaba quince años, la «Nueva Georgia» era todavía una hermosa nave, que pasaba por ser de las mejores de la Marina mercante americana.

Podía decirse que era el más grande velero que en aquel tiempo cruzaba las aguas del Océano Pacífico, puesto que desplazaba dos mil toneladas y llevaba la arboladura completa de una verdadera nave, con velas en el trinquete, en el palo mayor y en el de mesana.

Destinada en un principio a servir de crucero a la Marina republicana, fue luego vendida al capitán James Hill, de Boston, que buscaba a la sazón un sólido buque para ejercer el tráfico en el Océano Pacífico, tráfico bastante peligroso y difícil, aunque muy ventajoso, especialmente en aquella época.

El capitán Hill, un verdadero marino en el más lato sentido de la palabra, y que había dado catorce veces la vuelta al mundo, era todo lo audaz que pueda imaginarse, fuerte como un toro y resuelto ante todos los peligros. Llevaba consigo a su propia hija, miss Ana, huérfana de madre. El segundo, antiguo compañero suyo, y veinte marineros muy bien escogidos, formaban la tripulación, y con ella se había aventurado entre las islas de la Polinesia y de la Melanesia, sin sentirse inquieto ante la triste fama que tienen los isleños de ser grandes aficionados a la carne humana en todas las salsas.

Había hecho ya siete viajes afortunados, y a la sazón comenzaba el octavo, con aquel peligroso cargamento, que estaba seguro de conducir hasta Melbourne, así como las sederías destinadas a vestir a las bellezas australianas.

El Destino, como veremos muy pronto, había resuelto otra cosa…

* * *

Llevado el náufrago de la balsa al cuarto de popa, el capitán bajó con su hija, en tanto que el segundo subía otra vez al puente para seguir luchando con la tempestad que desde hacía dos días descargaba furiosa contra el gran velero.

El viejo Asthor frotaba vigorosamente los miembros del desconocido con un trozo de lana empapado en aguardiente, y procuraba introducir en la boca de aquél, fuertemente cerrada, algunas gotas de vino de España. Obstinábase el náufrago en no dar señales de vida, aunque su corazón seguía latiendo débilmente, lo que hacía esperar una pronta vuelta de su conocimiento.

—El pobre hombre ha estado en un gran peligro —dijo el capitán—. Déjeme pasar, Asthor, que quiero reconocerle.

El náufrago podía tener de cuarenta a cuarenta y cinco años. Era de mediana estatura, aunque fuerte y musculoso, y demostraba poseer una fuerza poco común. Su piel, blanca en algunos puntos y bronceada en otros, ostentaba algunas manchas rojizas, algo así como un extraño tatuaje, no muy diferente al que se suelen aplicar algunos marineros.

Su rostro era poco simpático. Tenía las facciones duras, la nariz gruesa y colorada como la de un gran bebedor, la frente deprimida como la de un delincuente por naturaleza, la barba larga, inculta y de color rubio cobrizo.

En el cuello, hacia el lado derecho, se le veía una herida recientemente cicatrizada, y más abajo otra señal que parecía haber sido hecha por un cuchillo. En la cara tenía otra herida de la que salían aún algunas gotas de sangre.

—¿Son heridas graves? —preguntó miss Ana.

—No, hijo mía —respondió el capitán—, porque el hierro que las ha producido no debía de ser muy cortante.

—¿Quién será? ¿Un marinero?

—No te lo sé decir, pero ¡calla! ¿Qué significan estas señales que tiene en las muñecas?

—¿Señales?

—Sí, y muy marcadas.

—¿Producidas por qué cosa?

El capitán no respondió; pero arrugó la frente y movió varias veces la cabeza.

—¿Por ligaduras, tal vez? —volvió a preguntar miss Ana.

—¡Quién sabe si por grilletes! —respondió el capitán con voz grave.

—¿Será un forzado evadido de alguna penitenciaría?

—Quizá.

—¿De la isla de Norfolk?

—No puedo decírtelo; pero pronto este hombre recobrará los sentidos y algo habrá de decir.

—Parece que vuelve en sí.

—Sí, hija mía.

El capitán no se engañaba.

El náufrago abrió la boca como para respirar más libremente, y sus párpados se levantaron. Sus ojos grisáceos y de falso mirar se fijaron bien pronto en el capitán y en la joven, expresando estupor.

—¿Cómo os sentís? —le preguntó el capitán.

El desconocido, sin responder al pronto, se sentó lentamente, y luego dijo con voz opaca:

—¿Dónde estoy?

—En un camarote de la a «Nueva Georgia» —respondió el capitán.

—¿Una nave… inglesa?

—No, americana.

El náufrago lanzó un suspiro que parecía de satisfacción.

El capitán Hill lo notó, y después de hacer señas a su hija de que se retirara, preguntó al desconocido:

—¿Quién sois?

—Bill Hobbart…, un pobre náufrago; pero ¿y Sangor?

—¿Sangor? ¿Quién es?

Hizo el interpelado un gesto de admiración y después se mordió los labios, como arrepentido de haber dejado escapar aquel nombre.

—¿Quién es ese Sangor? —volvió a preguntar el capitán.

—Un compañero de desgracia.

—Al que habéis asesinado.

—¿Yo? —exclamó el náufrago, poniéndose pálido y apretando los puños.

—Os he visto hace poco, cuchillo en mano, luchando como dos tigres sobre la balsa.

—Es verdad; pero fue el indio el primero en acometerme.

—¿Por qué?

—La balsa iba a zozobrar bajo nuestro peso, pues las olas se habían llevado ya muchas tablas. Sangor, entonces, ciego de miedo, trató de deshacerse de mí con la esperanza de salvarse él; pero en la lucha llevó la peor parte y cayó al mar.

—¿Es cierto todo lo que me decís?

—Lo juro —dijo el náufrago.

—¿Y cómo os encontrabais en pleno Océano sobre aquella endeble balsa?

—Pertenecíamos a la tripulación de un buque naufragado hace dos meses cerca de las islas Fidji.

—¿Cómo se llamaba ese buque?

—El «Támesis».

—¿Una nave inglesa, entonces?

—Sí, señor.

—¿Y os salvasteis los dos solos?

—No —respondió el náufrago, en cuya mirada brilló un extraño relámpago—. En la isla Fidji hay otros siete compañeros que esperan vayan a salvarlos.

—¿Os mandaron a vosotros en busca de auxilio? —preguntó el capitán.

—Sí, señor.

—¿En qué condiciones se encuentran?

—En situación desesperada, porque los dejé medio muertos de hambre y con la proximidad de los antropófagos.

—¿Creéis que estén todavía vivos?

—Lo espero, porque todos van armados y son hombres resueltos.

—¿Cuántos días hace que dejasteis la isla?

—Trece. Decidme, capitán: ¿trataréis de salvar a esos desgraciados?

—Todo depende de una contestación vuestra —respondió el capitán, mirándolo fijamente, como si quisiera leer en el fondo de su corazón.

—Hablad, interrogadme, señor.

—Decidme: ¿por qué tenéis en las manos esas profundas señales?

El náufrago, ante esta pregunta, que de seguro no esperaba, se estremeció; pero reponiéndose en seguida, respondió con calma:

—Me las han producido las cuerdas, pues me hice atar a la barra del timón durante la tempestad que ocasionó nuestro naufragio. El mar saltaba a bordo con tanta furia, que sin aquella precaución me hubiera arrastrado.

—Estoy satisfecho de vos —dijo el capitán al náufrago, tendiéndole la mano, que éste estrechó vigorosamente—. Ahora no penséis más que en dormir y en reponeros de vuestra peligrosa aventura.

—Pero mis compañeros de desdicha…, ¿no los salvaréis? —insistió el náufrago.

—Apenas cese la tempestad pondré proa hacia la isla Fidji.

—¡Gracias, gracias, señor!

—Ni una palabra más. Ahora, descansad.

El náufrago se recostó en la litera; pero apenas se vio solo se alzó con un movimiento de tigre receloso y en sus labios delgados apareció una extraña sonrisa, una especie de mueca que habría dado que pensar a quien la hubiera visto.

Miss Ana esperaba a su padre en el camarote próximo, impaciente por interrogarle acerca de su conversación con el desconocido. Apenas supo lo que éste había dicho, el alma generosa de la joven sólo tuvo un pensamiento: salvar a los infelices que corrían el peligro de ser devorados por los antropófagos.

—¿Lo harás, papá? —preguntó la generosa muchacha.

—Sí, hija —respondió el capitán—. Iremos a salvar a esos pobres marineros.

—¿Conoces tú esas islas?

—Las he visto una sola vez y me ha bastado para juzgarlas.

—¿Están, pues, habitadas por salvajes feroces?

—Antropófagos de los más terribles, hija mía, pues se vuelven locos por la carne humana, que dicen tiene un sabor semejante a la de la mejor ternera.

—¿Has perdido tú allí algún marinero?

—He visto a tres caer en las manos de aquellos feroces caníbales, mientras preparaban el «trepang», a pocos centenares de metros de mi buque.

—Y ¿se los comieron?

—Al día siguiente, al entrar en un pueblo abandonado, vimos los esqueletos de aquellos infelices.

—¿Resistirán, entonces, los desgraciados compañeros del náufrago?

—Lo creo, Ana, porque Bill Hobbart me ha dicho que están armados, y los salvajes temen mucho a las armas de fuego.

—¿Están muy lejos esas islas?

—En seis o siete días podremos llegar a ellas, si la tempestad no nos lanza mucho hacia el Oeste.

—¡Quiera el Cielo que encontremos a esos infelices!

—Esperemos que así suceda, hija mía. Ahora vuelve a tu camarote, que sobre cubierta no se puede estar sin peligro.

—¿Me dejas?

—La tempestad no parece calmarse y mi presencia es necesaria en el puente. Tú sabes que navegamos por un Océano sembrado de islas, islotes y bancos coralíferos, y que de un momento a otro podríamos encallar. Vé, Ana, y no temas nada, que yo velo atentamente y nuestro buque es sólido.

El capitán besó en la frente a la joven y subió rápidamente a cubierta, a pesar de que el huracán violentísimo hacía balancear terriblemente a la nave.

El Océano estaba aún en plena tempestad y el viento no tenía trazas de calmarse tan pronto. Las nubes, sin embargo, comenzaban a ser menos densas, y a través de sus desgarrones aparecían ya algunas estrellas. Por más que el peligro no había cesado aún, era fácil comprender que el huracán acabaría pronto.

Ya era tiempo, porque la tripulación, cansada de una lucha que duraba tres días, sin haber podido dormir, ni mucho menos encender fuego, no podía resistir más. La misma «Nueva Georgia», aunque construida sólidamente y acostumbrada a luchar con el Océano, se hallaba en un estado deplorable. Sus flancos resistían siempre a los furiosos asaltos de las olas, sin haber sufrido avería alguna; pero la arboladura estaba en completo desorden. Las velas, rasgadas en muchos sitios, no ofrecían la debida resistencia al viento: el cordaje estaba roto; las maniobras habían resultado ineficaces, pues el temporal desvirtuaba el trabajo de la marinería y, además, un trozo de la amura de babor había cedido, dejando franco el paso a las montañas de agua.

Apenas estuvo en el puente, el capitán Hill se acercó al segundo, que se mantenía siempre cerca del timonel, a fin de que el velero no se apartase del buen camino, y le dijo:

—¿Tenemos alguna tierra a la vista?

—No, capitán —respondió el oficial.

—Sin embargo, si mis cálculos son exactos, debemos hallarnos cerca del archipiélago de Santa Cruz.

—¿Creéis que la deriva nos haya llevado tan al Oeste?

—Hace tres días que el viento nos lleva al grupo de las islas de Salomón, y a esta hora debemos navegar a lo largo del ciento ochenta y dos grados paralelo.

—Pues, entonces, estamos ante un nuevo peligro. Las islas Salomón no gozan de muy buena fama, capitán.

—Ni mejor ni peor que todas las otras islas que surgen en este lado del Océano Pacífico; pero pasaremos sin caer en el peligro de los escollos.

La oscuridad es tan profunda, que no se podría ver una tierra situada a dos «gomenas» de distancia.

—Ya nos la mostrarán las olas y los relámpagos. Pero ¡callad! ¡No me había engañado!

—¡Tierra a sotavento! —gritó en aquel instante un marinero que estaba a proa.

—¡En guardia, Asthor! —dijo el segundo, volviéndose al viejo marinero que sostenía la barra del timón.

—No temáis, señor —respondió el lobo de mar, orzando la barra—. Los salvajes, al menos por esta vez, no tendrán el gusto de devorar con sus dientes mi carne coriácea.

El capitán Hill, que no sabía exactamente dónde se encontraba, a causa del mucho tiempo que llevaban luchando con el temporal, por lo que no había podido en tres días hacer una sola observación que le diera la longitud y latitud, fue a proa para ver con sus propios ojos la tierra anunciada.

Al fulgor de un relámpago pudo descubrir, a menos de dos millas de proa, una isla que emergía de las espumosas ondas. Fijando bien la atención, le pareció ver que en la playa brillaban algunos puntos luminosos.

—Esa canalla de salvajes nos han visto y tratan de atraernos a tierra —murmuró—. Pero, mis queridos tragones, el capitán Hill os conoce muy bien para no dejarse engañar.

En seguida, volviéndose al viejo Asthor, gritó con voz tonante:

—¡Eh, viejo lobo, orza la barra y viremos a lo largo!… ¡La astucia de los antropófagos no nos engaña a nosotros!

Ante aquella orden, los marineros ejecutaron la maniobra, y la «Nueva Georgia» giró a lo largo con una magnífica bordada, dejando a la izquierda aquella primera isla que indicaba la proximidad del archipiélago de Santa Cruz.

CAPÍTULO III. LA ISLA DE SANTA CRUZ

El archipiélago de Santa Cruz, porque era aquél, en efecto, como lo había supuesto el capitán, es la continuación del gran semicírculo de islas que, extendiéndose desde la costa oriental de Nueva Guinea, llega hasta la Nueva Caledonia, formando con la costa australiana aquel temido mar que se llama del Coral.

Está situado entre el archipiélago Salomón y el de las Nuevas Hébridas, y se compone de gran número de islas, descubiertas en 1605 por el navegante español Quirós, y visitadas luego por Mendaña, que había ido a las islas de Salomón, descubiertas por él el año anterior.

Santa Cruz es la mayor de esas islas, siendo su extensión de ocho leguas, y de tres su anchura. Está situada a 10° 46’ de latitud meridional, y 163° 34’ de latitud oriental. Viene después el grupo de las Perusas, tristemente célebres por el naufragio del infeliz almirante francés La Perouse, en 1788, grupo compuesto de Vanikoro, Tevai, Manevai y Nanuna; en seguida la isla Ticopia, con un circuito de cuatro o cinco millas, y cuyos habitantes, caso verdaderamente extraño, son hospitalarios y de buenas costumbres, mientras todos sus vecinos son antropófagos. El grupo Danks, compuesto de cuatro islas bastante altas y muy pobladas; Mitra, así llamada porque a cierta distancia afecta la forma de una mitra; el grupo Leuff, compuesto de once islas; las Chemedy, habitadas por salvajes ferocísimos; Tinacoro, que es un pico volcánico de dos millas de circuito, coronado por un cráter en ignición; el grupo Mendaña, formado por nueve islas bajas y selváticas, y algunas otros conocidas sólo de nombre, pero que no tienen importancia alguna por su poca extensión.

Todas estas islas están habitadas por polinesios, de aspecto poco agradable, estatura proporcionada, color oscuro, que varía en algunos isleños hasta el aceitunado, color propio de los malayos. Tienen los labios gruesos y colgantes, como los africanos; la nariz achatada y los cabellos crespos, lo que hace suponer que son originarios de la lejana Papuasia.

En general gozan de pésima reputación, y no son ciertamente de envidiar las tripulaciones que naufragan en aquellas costas.

El capitán Hill, que, como hemos dicho, no ignoraba esto, se apresuró a alejarse de la isla vista desde el barco y que, según sus cálculos, debía ser una del grupo de Mendaña o Tinacoro, que son las primeras que se encuentran viniendo del Norte. El huracán, que no cesaba de soplar, aunque tendiendo poco a poco a calmarse, podía arrojarlo sobre aquella inhospitalaria costa, y esto hubiera significado la muerte segura para todos, pues la experiencia enseñaba a Hill que cuantos han naufragado en tales islas fueron devorados por los indígenas.

La «Nueva Georgia» seguía luchando con los desencadenados elementos, subiendo y bajando con vertiginosa rapidez por las montañas de agua que la rodeaban por todas partes, ora anegándola por babor, ora por estribor, no obstante la habilidad del viejo Asthor, que se mantenía siempre aferrado a la barra.

A las siete de la mañana el sol pudo romper una masa de nubes y, a través de los desgarrones, inundó de luz el Océano, y como si aquello hubiera sido una señal de paz, el viento moderó su violencia, y la lluvia, que hasta entonces había caído en abundancia, cesó por completo.

El capitán Hill y el teniente Collin aprovecharon aquella tregua, que prometía ser duradera, y bajaron a popa para ver cómo estaba el náufrago, que hasta entonces había permanecido abandonado a sí mismo.

El pobre hombre dormía tranquilamente, como si se hubiera encontrado en una cómoda y segura alcoba; pero al oír entrar a sus visitantes, se despertó en seguida.

—¿Cómo va, amigo? —le preguntó el capitán.

—Estoy muy bien, aunque me siento débil —respondió el náufrago—. Os debo mucho, señor, por haberme salvado en medio de tan terrible temporal. Otro capitán no hubiera comprometido su nave por socorrer a un desconocido.

—No hablemos de eso. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo o, por lo menos, lo hubiera intentado.

—¿Acabó la tempestad?

—Está concluyendo.

—Y ¿os dirigís a la isla Fidji?

—Ya he modificado mi ruta.

—¿Dónde estamos ahora?

—Ante el archipiélago de Santa Cruz.

—¿Dentro de pocos días, pues, llegaremos a la isla?

—Si Dios lo permite.

—Gracias, señor.

—¿No sabíais dónde os encontrabais cuando os recogimos?

—No; pero suponía hallarme en el archipiélago de las Salomón.

—Y ¿adónde ibais?

—Trataba de buscar socorro hacia la costa australiana; pero el huracán me arrojó hacia el Este. Había decidido entonces ganar el archipiélago de las Salomón, con la esperanza de tropezar con alguna nave procedente de las islas Marianas y en ruta para Sidney, cuando vosotros me recogisteis.

—¿Además de vos, iba sólo en la balsa el indio a quien matasteis?

—Sí, capitán.

—Y ¿por qué partisteis los dos solos?

—Porque disponíamos de poquísimos víveres.

—¿Quién mandaba vuestro buque?

Ante aquella pregunta el náufrago pareció dudar un momento, como si buscara un nombre en su memoria. Después dijo:

—El capitán James Welcome.

—¿Lo habéis oído nombrar, señor Collin? —preguntó al segundo.

—Nunca; pero somos tantos… —respondió el interpelado.

El náufrago miró a los dos jefes del buque, y su frente se plegó con una especie de inquietud; pero aquello duró lo que un relámpago, y se serenó en seguida.

El capitán Hill y el segundo subieron a cubierta, después de recomendar al desconocido un reposo absoluto.

—¿Qué opináis de ese hombre? —preguntó a Collin el capitán, que parecía haberse quedado pensativo.

—Es un tipo poco simpático, señor. ¿Tenéis alguna sospecha al hacerme esa pregunta?

—No; pero me parece que no se explica francamente; y si debo decirlo todo, añadiré que tengo siniestros pensamientos.

—¿Cómo? ¿Quién creéis que pueda ser? En este desierto Océano sólo pueden encontrarse desgraciados marineros.

—O forzados, señor Collin —añadió el capitán.

—¿Creeríais…?

—Por ahora, no creo nada; pero vos sabéis que la penitenciaría de la isla Norfolk no está muy lejana, y que todos los años se evaden buen número de sus peligrosos huéspedes en simples canoas, que roban a las naves, o en ligeras balsas.

—Pronto lo veremos, capitán.

En aquel momento, el marinero de guardia en la cofa del palo mayor señaló otra isla, que aparecía a unas doce millas al Este.

El capitán, aprovechando el sol que brillaba, tomó el sextante e hizo el cálculo para conocer la posición y la ruta del buque. Iba ya a concluir, cuando una voz dulce y melodiosa le preguntó:

—¿Estamos todavía muy lejos?

—¡Ah! ¿Eres tú, Ana? —dijo aquél, mirando a la joven.

—Sí, yo, que vengo a preguntarte si estamos todavía lejos de la isla de los náufragos.

—¡Qué impaciencia, hija mía! Si el viento se mantiene así, bueno, y el fuerte oleaje cesa, llegaremos a ella dentro de cinco o seis días.

—¡Oh! ¿Una isla ante nosotros?

—Una mala tierra, hija, que goza de pésima fama, no tanto en América como en Francia.

—¿Cómo se llama?

—Vanikoro.

—Y ¿qué tiene de particular?

—Que esa isla, con la de Teval, Manevai y Nanuna, forma el grupo de La Perouse.

—¿El grupo de las Perusas? ¡Ah! ¿A estas islas va unido el nombre del almirante La Perouse, el infeliz marino desaparecido tan misteriosamente con sus naves y tripulaciones?

—Sí, Ana; mira esa isla de tan triste celebridad.

Vanikoro estaba todavía perfectamente visible. Esta isla tiene un circuito de cerca de diez leguas y está erizada de picos cónicos, el más alto de los cuales lleva el nombre de Monte-Capoyo. El interior consiste en un espeso bosque, donde se padece el paludismo, por lo que es muy insalubre. En la costa hay dos bahías, llamadas Vana y Pain, que serían accesibles a los buques si no las hiciera peligrosas la cintura de escollos coralíferos que las defienden de los ataques de las olas.

Sus habitantes son, sin duda, los peores que se encuentran en las islas de la Polinesia, tanto por su estado de salvajismo como por su ferocidad. No se puede imaginar nada más repugnante y odioso que esos seres, con rostro de monos, formas angulosas y miembros de tísicos cubiertos de suciedad de toda especie.

Ana, que observaba detenidamente la isla con el anteojo de su padre, llamó la atención de éste acerca de un extraño monumento que no debía de ser obra de aquellos salvajes. Parecía un obelisco descansando sobre una base cuadrangular y de dos metros de altura.

—¿Qué significa ese monumento? —preguntó la joven.

—Un recuerdo dedicado por el capitán Dumont d’Urville a la memoria de La Perouse y de sus desgraciados compañeros.

—Pero ¿fue en esta isla donde se perdieron los navíos de aquel infortunado marino?

—Sí, en esta misma isla, Ana.

—¿Se salvó entonces del naufragio algún marinero?

—Ninguno, o, al menos, los navíos que acudieron a socorrer a los náufragos no encontraron ni uno.

—Explicadme eso.

—En seguida. «La Perouse, como sabrás, había desaparecido con sus dos barcos después de hacer numerosos descubrimientos y de haber dado a entender que se hallaba en el Océano Pacífico. Las requisitorias que luego se hicieron para encontrarle no dieron resultado alguno, por más que el capitán D’Entre-casteux, que vino a tal fin por estos mares, pasó a corta distancia de Vanikoro, a la que por esta causa llamó la isla de la Indagación. Ya habían pasado cuarenta años desde que desaparecieron las naves, cuando en 1826 el capitán inglés Lillon, visitando las islas de este archipiélago, vio en poder de algunos isleños de Ticopia objetos de hierro de procedencia europea y un medallón de plata, en el que aparecían grabadas dos iniciales, que correspondían al nombre de La Perouse.

»Deseoso de conocer algo acerca de aquel naufragio, que conmovió a dos mundos, dedicóse a buscar a dos marineros alemanes que trece años antes habían desembarcado en la isla y encontrándolos al fin, todavía vivos, les interrogó acerca de la procedencia de aquellos objetos.

»Supo entonces que habían sido llevados allí por algunos indígenas de Vanikoro, los que a su vez manifestaron que cuarenta años antes naufragaron allí dos grandes buques, una de cuyas tripulaciones fue asesinada y devorada, y la otra, después de permanecer algunos meses en aquel sitio, se hizo a la mar en una pequeña nave que construyeron los mismos náufragos, algunos de los cuales quedaron en tierra.

»Además, el reyezuelo de Ticopia dijo que cinco años antes vio en Vanikoro dos hombres que, por su color, debían de ser marineros de los buques naufragados.

»No pudiendo Dillon disponer de mucho tiempo, siguió su viaje hacia la India, y en Calcuta informó al secretario de la Compañía de Indias acerca del descubrimiento que había hecho.

»En seguida se dispuso una expedición para explorar Vanikoro, y en julio de 1827 desembarcó en dicha isla.

»Sus indagaciones hicieron plena luz en la desaparición misteriosa de la expedición La Perouse, toda vez que pudo verse a una de las naves sumergidas incrustada entre los bancos de coral, y además los expedicionarios visitaron el lugar donde los náufragos construyeron el pequeño barco. Los indígenas, por su parte, negaron haber asesinado y devorado a una de las tripulaciones; pero sí debieron de cometer tales excesos, pues sobre el techo de una cabaña llamada la «Casa de los Espíritus» se hallaron cráneos de las víctimas.

»Dillon recogió gran número de objetos: áncoras, cuerdas, pedazos de instrumentos geográficos y astronómicos, una campana fundida en Brest, varios objetos de plata y de hierro y, por último, varias otras cosas, algunas de las cuales regaló a Carlos X, entonces rey de Francia, y que ahora se encuentran en el Museo de la Marina.

»Más tarde, Dumont d’Urville recogió en Vanikoro un cañoncillo, un áncora y dos pedreros, que fueron unidos a las primeras reliquias de aquel tremendo naufragio».

—¿Entonces los dos navíos encallaron en la costa? —preguntó Ana, contemplando la isla.

—Sí, y por lo que se calcula, en una noche tempestuosa y oscurísima.

—Y ¿qué sucedió a los hombres que embarcaron en la nave construida por ellos mismos?

—No se ha vuelto a tener noticias de ellos, pero un capitán inglés aseguró haber visto distintamente hacia el 1811, en un estrecho brazo de mar de la isla Salomón, una especie de mástil, provisto de todos sus accesorios, que sobresalía de las aguas.

—¿Naufragaron otra vez?

—Así debió de ocurrir.

—¿Y no se hicieron indagaciones en la isla de Salomón?

—Ninguna.

—Sin embargo, alguno pudo salvarse y vivir aún…

—No sería imposible que algunos que entonces fueran jóvenes vivieran todavía.

—¡Desgraciados! —murmuró Ana—. ¡Quién sabe cuántos de ellos serían comidos por los antropófagos!

—Muchos, sin duda, porque los isleños de Vanikoro tienen muy mala fama.

—¿Son muy feroces?

—Mucho, Ana.

—Y ¿cómo pudieron vencer a los marineros de La Perouse, yendo éstos armados de fusiles y cañones?

—Con flechas envenenadas.

—¿También conocen los venenos estos monstruos?

—Sí, los que usan son incurables. Los que son, aunque sea muy ligeramente, heridos por una flecha envenenada, mueren sin remisión, después de tres días de una agonía atroz, sin que haya remedio que pueda salvarlos.

—También creo que usan lanzas.

—Sí; pero la punta no es de hierro, pues no poseen ese metal, sino de astillas de huesos humanos, que maceran durante algunas semanas en agua del mar.

—¡Qué abominables salvajes, padre mío! ¡No quiero caer en sus manos!

—¡Bah! Tenemos una tripulación excelente que nos es muy adicta; un buen buque y armas en tal cantidad que podríamos hacer frente a mil polinesios reunidos.

En aquel momento se oyó en la estiba un ruido tan espantoso, que el barco retembló, haciendo tambalearse a los marineros. El mismo capitán, no obstante su probado valor, se puso pálido y su diestra cogió la culata de la pistola que siempre llevaba a la cintura.

Eran gritos roncos, rugidos sofocados, maullidos potentes, acompañados de golpes sordos, que parecían producidos por cuerpos pesados al chocar con una pared de madera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ana, que instintivamente dio un paso hacia el cuadro de popa.

—¿Habrán los tigres roto los jaulas? —preguntó el capitán, dirigiéndose al segundo de a bordo, que acudía con un hacha en las manos.

—Es imposible, señor —respondió—. Los hierros son muy sólidos.

—Vamos a verlo.

Los dos hombres se dirigieron a la entrada de la bodega, que había sido abierta, y miraron hacia adentro. Ante las doce jaulas, dentro de las cuales rugían furiosamente y saltaban con rabia doce soberbios tigres reales, vieron a un hombre que los miraba con profunda atención y sin demostrar el menor miedo ante aquellas demostraciones de ferocidad.

Aquel hombre era el náufrago.

CAPÍTULO IV. LA FRESCURA DE BILL

Estaba el náufrago tan absorto en su contemplación, que no se percató de la presencia del capitán y del señor Collin. Con los brazos cruzados sobre el pecho, seguía con mirada ardiente, que a veces parecía lanzar relámpagos magnéticos, las evoluciones de las fieras, que continuaban lanzando fuertes rugidos y que hacían esfuerzos para arrojarse sobre él.

Sus ojos fijábanse especialmente, y con gran atención, en una gruesa tigre, que parecía la más robusta y la más feroz, siguiéndola en todos sus movimientos con inexplicable obstinación. Se hubiera dicho que conocía a aquella fiera de la jungla indiana, o que intentaba magnetizarla con el poder de su mirada.

Al cabo de un rato, la tigre, que parecía enfurecida hasta el paroxismo, se paró, mirando a su vez al náufrago que se mantenía firme ante la jaula y, cosa extraña, se la vio agacharse, batiéndose los flancos con la cola y permanecer inmóvil, como sí un poder oculto la hubiera sugestionado.

—¡Eh, amigo! —gritó el capitán, que había observado con viva curiosidad toda aquella escena—, ¿sois acaso domador de fieras?

Ante aquella pregunta, el náufrago se volvió haciendo un ademán de despecho. Levantó la cabeza hacia la escotilla y saludó a los dos jefes.

—No, señor —respondió después, esforzándose por sonreír.

—¿Conocéis acaso a esa tigre?

—Tampoco, aunque he visto muchas durante mis viajes.

—Se diría que la habéis magnetizado.

—No lo creo, capitán.

—Os digo que tenéis una mirada que fascina. ¡Mirad! Las otras fieras tampoco se mueven y permanecen en el fondo de las jaulas, como si tuvieran miedo de vos.

—Bromeáis, señor —respondió el marinero con un tono brusco que revelaba su disgusto.

—Ya lo veremos. Pero ¿por qué habéis abandonado vuestro camarote?

—Oí rugidos y vine aquí para saber de dónde procedían.

—¿Queréis subir a cubierta? Si os sentís mejor venid a respirar el aire fresco.

—Gracias, capitán.

El náufrago, que parecía completamente restablecido, subió con ligereza la escala y apareció en el puente. Al ver a miss Ana se paró sorprendido fijando en ella una aguda mirada que despedía extraños fulgores; pero al notar que le observaban los marineros y el capitán, sacudió la cabeza, como quien trata de desechar un pensamiento importuno, y se quitó la gorra, inclinándose y murmurando una palabra que nadie pudo oír.

—¿Cómo os sentís? —le preguntó el capitán.

—Muy bien, señor —contestó, sin separar los ojos de la joven miss.

—Y ¿vuestras heridas?

—Cicatrizando a ojos vistas. Pero… ¿dónde estamos, señores?

—Navegamos hacia el grupo de las Nuevas Hébridas.

—¡Ah! ¿Entonces estamos todavía lejos de la isla de Fidji?

—Espero que llegaremos a ella dentro de cinco o seis días y a tiempo para salvar a vuestros compañeros. Si no los encontramos, mi hija sufrirá un gran dolor.

—¡Ah! ¿Es vuestra hija la señorita? —exclamó el náufrago con acento particular.

—Sí, miss Ana es hija mía.

—¿Y viaja siempre con vos?

—Desde hace pocos años.

—¡Hermosa y valiente joven! —murmuró el marinero, mirando otra vez a la muchacha—. Miss, os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón por el interés que os inspiran mis compañeros de desgracia. Os estaré reconocido por mucho tiempo.

—Es deber de toda mujer interesarse por los desgraciados —exclamó miss Ana—. No perdonaríamos nunca a la tripulación que hubiera vacilado en socorrer a unos infelices amenazados por los dientes de los antropófagos.

—Gracias, miss. Sois demasiado buena.

—Decidme, Bill —dijo de pronto el segundo, acercándose al náufrago—. ¿Habéis oído hablar de la isla de Norfolk?

El marinero, ante aquella brusca pregunta, que estaba muy lejos de esperar, quedó como petrificado y una lívida palidez seguida de una subida de sangre le pasó por el rostro. Volvióse hacia el teniente, que parecía no haber dado importancia a su pregunta, y lanzándole miradas que eran rayos, le dijo:

—¿Qué queréis decir?

—Nada. Os hago una sencilla pregunta.

—¡Ah! ¡Ahora comprendo! —exclamó Bill, golpeándose la frente—. Me preguntáis si conozco una isla en la que se refugian los forajidos ingleses. Pero ¿a qué viene esta pregunta?

—Ya os lo he dicho: por mera curiosidad.

—Conozco esa isla, de fama siniestra. Arribé a ella una vez a bordo del «Alert», un buque americano que hacía el tráfico entre las islas del Pacífico, como el vuestro. Mala isla, señores, y peores habitantes.

—Me lo imagino.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó el náufrago, como si quisiera cortar aquella conversación, que le disgustaba.

—Hace una hora que dejamos la isla de Vanikoro, y como os he dicho, llevamos rumbo a las Nuevas Hébridas.

—Gracias, señor.

Se inclinó ante miss Ana, saludó al segundo y se sentó a proa sobre un lío de cuerdas, sin decir una palabra más. Aquel hombre parecía presa de una gran inquietud desde que el teniente, señor Collin, le hizo la pregunta.

Sus ojos, que tenían una luz falsa, giraban en sus órbitas, fijándose ya en el teniente, que paseaba sobre cubierta, o ya en miss Ana, que paseaba con su padre. De vez en vez sus puños se crispaban con rabia, como si estrujara alguna cosa. Su rostro palidecía o se ponía color escarlata y sus músculos experimentaban sacudidas nerviosas. Se habría dicho que una cólera tremenda, a duras penas contenida, rugía en el corazón de aquel marinero, recogido casi moribundo sobre las olas del Océano.

Por fortuna para él, la atención de los tripulantes, fue atraída hacia el mar por la aparición de un magnífico pez velero o «swordfish», que es como lo han bautizado los ingleses. Pertenece a la especie del pez espada, con el cual tiene bastante semejanza, y se encuentra sólo en el Océano Pacífico, donde es perseguido con encarnizamiento por los isleños, que aprecian mucho su carne, que es delicadísima, especialmente cuando se trata de un pez joven. Hay que tener cuidado al pescarlo, porque es de un temperamento violento.

El que navegaba al lado de la «Nueva Georgia» medía, por lo menos, diez pies de largo y tenía una especie de cuerno largo de dos metros, redondo en su nacimiento y aplanado en el extremo, como el del pez espada. Había desplegado su aleta dorsal, de la que se servía como de una vela, dejándose conducir por el viento.

—¿Son peligrosos esos peces, padre mío? —preguntó Ana al capitán, que seguía con curiosidad el rumbo del pez.

—Todos los isleños le temen, pues es tan valiente, que no retrocede ante los tiburones ni las ballenas.

—Pues no es muy grande.

—Es verdad; pero su arma de defensa es fuerte y sabe servirse de ella. Es casi imposible encontrar uno que tenga el cuerno entero, y repara que ese mismo lo tiene roto. En su rabia, se le ha visto precipitarse contra los buques, que sin duda toma por ballenas, y hendir profundamente su cuerno en ellos. Nuestra «Georgia» tuvo una vez su proa atravesada por el arma de uno de esos peces.

—Y ¿qué hace después de hincar el cuerno?

—Permanece sujeto a la nave hasta que muere o lo mata la tripulación.

—¿Es fácil la pesca de esos animales?

—Muy difícil, Ana. Cuando son jóvenes, no cuesta mucho trabajo cogerlos con redes fuertes; pero cuando son grandes y tienen el cuerno desarrollado, rompen fácilmente las mallas, por fuertes que sean, y huyen. Queda el recurso del arpón; pero apenas notan esos peces intenciones hostiles en los barcos, dejan de acercarse.

El pez velero no sigue a los buques más que un corto trayecto, y de improviso plega su aleta natatoria y se sumerge, desapareciendo de la vista de la tripulación en el momento en que ya habían hecho sobre cubierta todos los preparativos de arpones, etcétera, para darle caza, en la esperanza de aprovechar su delicada carne.

La «Nueva Georgia» seguía en tanto filando hacia el Oeste, acercándose al archipiélago de las Nuevas Hébridas, a la derecha del cual y a una distancia de doscientas treinta o doscientas cincuenta millas se encuentran el de Fidji. El viento se mantenía favorable, pero no era todavía regular, sino que parecía tender a una nueva perturbación atmosférica, empujando ante sí negros nubarrones.

Después de la puesta del sol, aquellos vapores que se habían visto hacia el Sur invadieron con rapidez la bóveda celeste, en tal forma, que los astros quedaron ocultos y el mar perdió su brillo. El viento, en vez de crecer, cesó completamente, lo que no dejaba de ser extraño, y la «Nueva Georgia» permaneció casi inmóvil y rodeada de negruras.

A poco ocurrió un fenómeno, frecuente en los climas cálidos y en virtud del cual se rompieron aquellas tinieblas. El mar, un momento casi negro, se iluminó extrañamente, como si bajo sus ondas hubieran encendido una lámpara eléctrica de fuerza extraordinaria.

El agua parecía haberse convertido en bronce fundido, con reflejos argentados, a los que se mezclaban líneas que parecían de fuego y que cambiaban de forma a cada instante, hasta hacerse circulares, para volver otra vez a ondularse caprichosamente. Las olas, al romperse contra los negros flancos del buque, parecía que lanzaban millares y millares de encendidas chispas de los más fantásticos y brillantes colores.

Bandadas de peces de formas a cuál más extraña, alargados y negros, cortos, gruesos y de variados colores, corrían y jugueteaban en aquel mar de plata, sumergiéndose para subir en seguida, devorándose los unos a los otros y haciendo mil giros caprichosos y variados.

En tanto, inmóviles como sombrillas abiertas o como gigantescas setas, mostrábanse los pólipos, de carnes transparentes y gelatinosas.

Millones de fosforescentes moluscos iban a la deriva, dejándose llevar por el flujo y desplegando resplandores de tonos diversos; las pelagias, que andaban con majestad, semejantes a paracaídas a merced del viento; las meliteas, en cuyos brazos, extrañamente cruzados, sujetan lámparas de una luz rojiza; las acalefas microscópicas, que parecen constelaciones de diamantes de las más hermosas aguas; las veletas, en cuyas crestas tiembla una luz azul de infinita dulzura, y los boreos, las medusas, los osgris, y otros más cuyos resplandores, unidos a los que producen ciertos pequeños moluscos de forma cilíndrica y de consistencia delicadísima que se encuentran amazacotados a miles de millones, invaden una larga zona del mar, haciéndolo maravillosamente bello.

La «Nueva Georgia», inmóvil sobre aquellas aguas, destacaba vivamente su negro casco de aquel mar de plata fundente, y parecía, no que navegaba, sino que se hallaba como suspendida en una atmósfera de encendidas fosforescencias.

Miss Ana, el capitán Hill, el teniente Collin y todos los marineros contemplaban con admiración aquel fenómeno, que es frecuente, como hemos dicho, en tales regiones, pero cuya hermosura encanta y subyuga siempre.

El náufrago, por su parte, habíase levantado lentamente y recostado sobre la borda del buque; pero en vez de una mirada de admiración, aquel extraño hombre derramó sobre el mar una ojeada opaca e hizo un ademán de despecho, lanzando al mismo tiempo una sorda imprecación.

Poco a poco el fenómeno luminoso se alejó en dirección al Este, y la nave, que filaba despacio en sentido contrario, permaneció otra vez envuelta en tinieblas densas, que el fanal de proa no bastaba a romper.

El náufrago, que había vuelto a sentarse a proa, cuando vio brillar el mar a lo lejos, se levantó con cautela, y parecía que su vista buscaba a alguien.

Repitió el gesto de despecho que ante hiciera, al no ver sobre el puente ni al capitán, ni a miss Ana, ni al segundo.

Una profunda arruga se marcó en su frente y permaneció como perplejo. Al ver pasar cerca a un marinero joven que acababa de dejar la cámara de proa, y que no había oído la brusca pregunta del señor Collin acerca de la isla de Norfolk, le detuvo, diciéndole:

—¡Eh, camarada! ¿Qué hora tenemos?

—Deben de ser las diez —respondió el marinero.

—¿Cuál de los oficiales está de guardia para el primer tumo?

—Asthor, el piloto.

—Y ¿el señor Collin?

—Hará la guardia de medianoche.

—¿Es un valiente oficial el señor Collin?

—Bravísimo, os lo aseguro.

—¿Goza de gran confianza a bordo?

—De la misma que disfruta Asthor, que navega hace veinte años con el capitán Hill, y quizá de más.

—¿Es verdad que es el novio de miss Ana?

—No lo he oído decir, ni lo creo.

—Dime, camarada: ¿se cree de veras que yo sea un pobre marinero que ha tenido la desgracia de naufragar?

—¡Por Baco! ¿No os hemos recogido en pleno mar a bordo de una balsa?

—Es verdad; pero me parece que el señor Collin me mira con cierta desconfianza.

—Es un hombre desconfiado el teniente; pero no creo que tenga motivos para desconfiar de vos.

—Tienes razón, camarada. Soy un loco al pensar que a bordo de la «Nueva Georgia» se me mira con malos ojos. ¡Buenas noches!

El náufrago atravesó el puente con la frente arrugada y los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía muy pensativo y abstraído.

Al pasar junto a la escotilla se detuvo para escuchar a los tigres, que lanzaban profundos rugidos.

—Tienen hambre —murmuró con voz sorda—. Y, sin embargo, aquí hay carne para los doce tigres.

Después retrocedió lentamente hacia proa y fijó los ojos en las nubes, que corrían alocadas por el cielo.

—La tempestad —articuló en voz baja— será fatal para alguien.

Reprimió una sonrisa helada que se dibujaba en sus labios y desapareció por la cámara de proa.

CAPÍTULO V. LOS ANTROPÓFAGOS DEL OCÉANO PACÍFICO

Contrariamente a las previsiones de todos, el huracán, que parecía amenazar otra vez a la «Nueva Georgia», no se presentó, y durante la noche se aclararon las nubes y aparecieron las estrellas. Comprendíase, sin embargo, que aquello debía ser sólo una tregua y nada más, porque el viento seguía soplando del Sur, o sea, de la parte de donde se forman y arrancan los tifones, y el mar conservaba la tinta plomiza que indicaba como amenaza segura de un gran temporal.

Al día siguiente, al amanecer, la «Nueva Georgia», que durante la noche había recorrido unas setenta millas, se encontraba frente al archipiélago de las Nuevas Hébridas.

Este grupo es uno de los más importantes de aquella región, aunque en aquel tiempo era muy poco conocido, como el resto, y aun hoy mismo lo es imperfectamente, y se extiende sobre una superficie de ciento veinte leguas. Quirós, que lo descubrió en 1768, lo llamó Nuevas Cicladas, y Cook, que tenía la manía de cambiar el nombre a todas las islas, le dio el de Nuevas Hébridas.

Las principales son: Fauna, que es la más notable, fértilísima, de aspecto encantador, con un volcán y surtidores de agua caliente; mide siete leguas de extensión y tres de anchura. Koromango, de casi iguales dimensiones y que goza fama porque de sus bosques se extrae el precioso polvo de sándalo, de delicado perfume. Mallicolo, que tiene una longitud de dieciocho leguas, y siete de ancho. Sandwich, notable por la belleza de sus perspectivas. Santo Espíritu, que es la isla mayor y que se supone sea una de las más hermosas y fértiles del mundo. Muchas otras más pequeñas rodean el grupo principal y se extienden hacia el Sudeste, hasta sesenta y cinco leguas a la extremidad de la Nueva Caledonia.

Sus habitantes, exceptuando los de Fauna, no gozan mejor fama que los demás polinesios, porque los navíos que llegaron a fiarse de ellos se vieron obligados a hacer uso de las armas de fuego para librarse de sus rapiñas y de sus dientes.

Son de estatura baja, gráciles, de piel bastante bronceada, y la mayor parte de ellos salvajes como animales. Los de Mallicolo, especialmente, son de rostros tan horribles, que los monos junto a ellos resultan hermosos.

La «Nueva Georgia», que navegaba con bastante velocidad, se mantuvo prudentemente lejos de aquellas costas inhospitalarias, pero los isleños vieron el buque y acudieron en buen número a la playa, agitando sus lanzas y sus arcos en son de amenaza. Lanzaron algunas flechas, que cayeron bastante lejos del barco, y el capitán Hill, que no quería perder tiempo en desagradables aventuras, no se dignó contestar.

Hacia el mediodía, y a distancia de una treinta millas de la isla Barwal, la «Nueva Georgia» encontró dos canoas fuertemente amarradas la una a la otra y que se comunicaban por un puente, en el que había unos doce salvajes de pequeña estatura, piel bronceada, cabeza alargada y nariz chata, casi desnudos y armados de lanzas cuyas puntas parecían esquirlas de huesos probablemente humanos.

Al ver que el buque pasaba de largo, la canoa, maniobrada por diez remeros, trató de seguirlo con la esperanza de lograr alguna cosa, fuera de grado o por fuerza. El capitán Hill ordenó que la nave siguiera hacia el Norte y mandó disparar un pequeño cañón que llevaba escondido bajo el castillo de proa. La detonación y además la imposibilidad de alcanzar al velero, que corría con la velocidad de ocho nudos por hora, hicieron desistir a los feroces salvajes de su loco propósito.

—Dime, papá: ¿son muchos los habitantes de estas islas? —preguntó miss Ana al capitán.

—Cuando Bougainville los vio en 1799 estimó su número en doscientos mil, y Cook confirmó dicha cifra; pero actualmente quedará sólo la mitad.

—Y ¿por qué tal disminución?

—Porque los isleños están casi siempre en guerra entre ellos y los vencedores se comen a los vencidos, estén heridos o sanos.

—Y ¿asisten las mujeres a esos monstruosos banquetes?

—No, porque las mujeres no pueden comer en compañía de los hombres; pero se hacen sacar la parte que éstos les destinan de sus prisioneros.

—¿Ni siquiera con sus maridos pueden comer las mujeres?

—No, porque el marido la considera simplemente como una bestia de carga. Su condición es tan miserable y humillante, que suelen matar a las hijas para librarlas de tanta degradación.

—¡Qué horribles salvajes! Y ¿a qué raza pertenecen?

—A la melanésica; pero se nota en ellos la influencia de la raza polinésica.

—Dime: ¿son antropófagos todos los pueblos que habitan las islas del Océano?

—Casi todos.

—¿Por necesidad, acaso? Me han dicho que en las islas del Pacífico escasean los animales y los árboles frutales.

—Sí, pero no en todas. Algunas abundan en perros, gatos, pájaros y árboles que dan sabrosos frutos, y además, el mar que las rodea proporciona abundante pesca. A pesar de esto, los habitantes son antropófagos y se comen a sus enemigos en variadas salsas. Hubo un tiempo en que no se creía en la antropofagia; pero después de los viajes de Van-Diemen, Tasman, La Perouse, Bougainville, Cook, Quirós, Mendaña, y otros hubo de reconocerse su existencia. Algunas tribus sacrifican a sus enemigos por espíritu religioso, pero se los comen además; otras, por escasez de alimentos; otras, por odios y además por heredar el valor y las virtudes del muerto, como, por ejemplo, los australianos, que comen con preferencia el corazón de sus enemigos para adquirir mayor energía; los maoríes de la Nueva Zelanda, el ojo izquierdo ante todo, porque, según sus creencias, es el alma del muerto, y las tribus americanas del Amazonas, que queman el cadáver y tragan después las cenizas para apropiarse de los rezos que en vida hiciera su víctima.

—Y ¿la antropofagia existe sólo en las islas del Gran Océano?

—No, Ana —contestó el capitán—. Más o menos, todos los pueblos han practicado el canibalismo. Los galos, que son los antiguos franceses, comían hombres, y de ello dan fe los osarios descubiertos cerca de París, en Ville-Neuve-Saint-George y en Saint-Mauro. En Portugal, en una sola caverna u osario, fueron hallados nueve mil quinientos dientes humanos y gran número de huesos, en los que se advertían señales de haber sido cortados y asados cuando conservaban la carne. Comían hombres los habitantes del Asia Menor, los japoneses y los mejicanos por espíritu religioso, y añadiré que estos descendientes del gran imperio de Moctezuma reprochaban a los españoles el sabor amargo de sus carnes.

—¡Es increíble! —exclamó miss Ana con horror.

—Y, sin embargo, ciertísimo: hoy la ciencia lo ha puesto en claro. La antropofagia está todavía muy extendida. Se comen hombres entre los battias de Sumatra, donde el canibalismo toma el aspecto de castigo; entre los indios de la América del Norte, por venganza; entre los cafres, los caribes, los maoríes; en el Congo, en Tombuctu, en Dahomey y en el Ogoway, por puro placer. Añadiré, por último, que en Taiti, isla hoy civilizada, no hace mucho tiempo, en un periodo de carestía, fueron comidas tantas personas, que se llamó a aquella época la «estación de comer hombres», y que en Francia, en 1090, y en Egipto, en 1200, en tiempos de escasez, se salía a cazar personas para vender su carne.

—¡Es horrible!

—Pero histórico, Ana. Por otra parte, hoy mismo, de cuando en cuando, corre la noticia de escenas de canibalismo ocurridas entre náufragos. Las crónicas marítimas están llenas de estos espantosos relatos, aunque, afortunadamente, el canibalismo en tales casos obedece, no a la glotonería, sino al imperioso grito del hambre.

—¿Los salvajes dicen que es excelente la carne humana? —preguntó el teniente, que desde algunos minutos antes asistía a la conversación.

—Todos están conformes en elogiar el gusto exquisito y la delicadeza de la carne humana; pero dicen que la de raza blanca es amarga y muy salada.

—Tengamos siquiera el consuelo de que no quieran comernos, si llegamos a caer en sus manos.

—No dejan de tener medios para hacerla excelente, señor Collin —dijo el capitán, riendo—. Yo sé que los isleños de Fidji tienen un modo especial de cebar a sus prisioneros para que sean más suculentos.

—Compadezco a los compañeros de Bill que han tenido la desgracia de caer en poder de esa gente. Aunque ¡quién sabe si será una fortuna!

—¿Por qué, teniente? —preguntó el capitán, sorprendido.

—Yo me entiendo, señor Hill.

—Explicaos —dijo miss Ana.

—Ahora, no.

En aquel momento oyeron hacia su derecha una especie de gruñido.

El náufrago estaba a tres pasos de distancia y debió de haber oído las palabras del segundo.

Por fortuna para él, nadie le vio fijar en el señor Collin una mirada que lanzaba relámpagos y apretar los puños con tal fuerza que sus uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

Se alejó silenciosamente, sin haber sido descubierto, y se sentó a proa; pero sus miradas se dirigían siempre, ya hacia miss Ana, ya al señor Collin.

¿Qué cosa meditaba en aquel momento aquel enigmático personaje, en cuya mirada podía leerse al mismo tiempo una extraña ternura y un relámpago de odio profundo?

En breve nos lo dirán los acontecimientos.

Hacia el mediodía aumentó la violencia del viento y el barómetro bajó bruscamente, mientras las olas que venían del Sur se hacían más frecuentes y cada vez más altas. Se veían subir a gran altura, mostrando sus crestas cubiertas de blancas espumas y venían a romperse con violencia contra la «Nueva Georgia», que cabeceaba vivamente.

Los tigres, como si presintieran la proximidad de la tempestad, se mostraban muy inquietos, y en la estiba se oían incesantemente retumbar sus roncos rugidos, que hacían palidecer a los marineros no habituados aún a tan desagradable concierto.

El capitán, para no dejarse coger desprevenido ante aquel huracán que desde hacía dos días parecía reunir fuerzas para desencadenarse con sin igual furor, hizo arriar las altas velas del trinquete y el contratrinquete y amainar la lona, que mandó desplegar por la mañana por ganar velocidad. No satisfecho aún, reforzó las amarras y ató sólidamente los botes, cuya pérdida hubiera sido funesta, así como mandó otras varias operaciones propias de un marino tan excelente y experto como él era.

—¿Tenéis algún tifón? —le preguntó Ana, que no abandonaba la cubierta.

—Sí, y no te ocultaré que este huracán me da mucho que pensar, pues nos encontramos en un mar desprovisto de islas e islotes y además de una profundidad que espanta.

—¿Hay abismos inmensos en el Océano Pacífico?

—Horrorosos, Ana.

—¿En qué sitio es más profundo?

—Según los últimos sondeos, la mayor profundidad se encuentra al mediodía del Kamchatka, península de la cosa asiática. Allí la sonda tocó fondo a ocho mil quinientos quince metros.

—¡Ocho kilómetros y medio de profundidad!…

—Y se cree que hay aún mayores honduras, suponiéndose que en ciertos sitios llegan a catorce y dieciséis kilómetros.

—¿Y todos los océanos tienen tales abismos?

—La profundidad media del Gran Océano será de cuatro mil trescientos ochenta metros; pero se sabe que entre las islas Fidji, Tonga y Samoa existe un abismo de ocho mil ciento dos metros, según unos, y de ocho mil doscientos ochenta, según otros navegantes. En el Atlántico hay fondo a cuatro mil veintidós metros hacia el Norte y tres mil novecientos veintisiete al Sur; en el Océano Indico, a tres mil ochocientos tres. Hay que convenir, sin embargo, en que dichas profundidades serán aún mayores medidas con instrumentos o sondas más perfeccionadas.

—Pero la vida a semejante profundidad no podrá existir.

—¿Y por qué, querida?

—Por la gran presión que debe de ejercer tan inmensa masa de agua.

—En un tiempo se creía eso, y aun añadiré que se suponía que el agua tan espantosamente comprimida tendría una densidad semejante a la del hierro o el plomo. Creíase que una bala de hierro arrojada a ese mar profundo no llegaba al fondo del abismo, sino que se mantendría entre dos aguas apenas llegaba al punto en que la densidad del líquido era igual a la del hierro. Recientes experimentos han demostrado, no obstante, que la presión es tan ligera que no constituye un impedimento para que puedan vivir en el fondo de los abismos los peces que nadan en la superficie del mar. Además, si esa fuerza fuera tan enorme como se creía, ¿cómo vivirían los crustáceos que pueblan esos insondables fondos marinos? Sería preciso que fueran tan resistentes como el hierro, y lo son mucho menos.

—La demostración es clara, padre mío… Pero ¡está lloviendo!

—El tiempo se pone malo. Retírate, Ana, que pronto tendremos un huracán de los más furiosos, y en el puente no se podrá estar a causa del viento.

Efectivamente, la tempestad avanzaba con rapidez, ocultando la bóveda celeste y oscureciendo el Océano Pacífico, que una vez más iba a desmentir el nombre que le dio Magallanes.

La tripulación estaba toda sobre cubierta, dispuesta a sostener la lucha, y se veía a todos interrogar con ansiedad las nubes y las olas.

Aquellos lobos de mar presentían una tempestad terrible. Sólo el náufrago, que seguía sentado a proa sobre un lío de cuerdas, parecía tranquilo y sonreía a cada mugido de las olas, mirando con ojos de fuego al teniente Collin, como si meditara un siniestro proyecto.

CAPÍTULO VI. EL DELITO DEL NÁUFRAGO

El Océano Pacífico se encrespaba a ojos vistas. Parecía que una fuerza misteriosa, subiendo desde los inmensos abismos del fondo, lo levantara cada vez más. Montañas de agua, que así podían llamarse, venían del Sur, montando las unas sobre las otras, hasta romper en espuma que se abría como un lienzo blanco sobre la pronunciada ondulación de las aguas. Con largos mugidos chocaban con los flancos de la nave, que se estremecía desde la sentina a la borda y se inclinaba, ora de babor, ora de estribor, con balanceos violentísimos, semejándose algunas veces a un caballo encabritado.

El mar había perdido su azul brillante y aparecía entonces oscuro, casi igual en negrura a las nubes, que corrían desordenadamente, acumulándose en los inmensos espacios del cielo.

El viento, que poco antes era ligero, parecía impaciente por volar y corría impetuoso de Norte a Sur y de Este a Oeste, con tendencias a adquirir un movimiento circular. Silbaba a través de mil cuerdas de la «Nueva Georgia», chocaba con furor en palos y escalas, haciéndoles curvarse, y hacía crepitar las velas hinchadas como si fueran a reventar.

El capitán Hill vio con gran emoción, al consultar el barómetro, que señalaba la cifra extraordinaria de ¡705 milímetros!

—Es un verdadero tifón lo que va a asaltamos —dijo al teniente Collin, que se había colocado cerca del timonel.

—Pero ¿cómo se forman esos tifones que han adquirido tan triste celebridad en los mares del Japón, de la China y del Gran Océano? —preguntó el teniente.

—Nacen generalmente del encuentro de dos o más corrientes de aire contrarias, las cuales provocan un movimiento de rotación peligrosísimo para las naves que se encuentran en medio.

—¿Y abarcan mucho radio?

—Cuatrocientos o quinientos kilómetros, comúnmente; pero se han observado ciclones de mil kilómetros de extensión, y temo que éste que se está formando sea tan amplio, porque la depresión barométrica es considerable.

—¿Qué dirección llevan ordinariamente?

—Van del Sudoeste al Nordeste, y su movimiento circular en el encuentro de las dos corrientes es de derecha a izquierda.

—¿Tendremos también tromba marina?

—Es probable, teniente, y por lo mismo haremos bien en preparar el cañoncito.

—¿Queréis deshacerla con la bala?

—Basta la detonación las más de las veces para romperla de un golpe. La bala sería inútil, porque se limitaría a atravesar la columna de agua.

—Pero eso, ¿no es peligroso para una nave que se halla a poca distancia?

—Sí, es verdad; porque la masa líquida, al precipitarse sobre el mar, levanta olas enormes; pero todo se debe intentar antes que dejarse abatir por esa furiosa columna líquida, dotada de tal fuerza rotatoria que puede levantar y transportar a larga distancia barcos enormes.

Un relámpago que hendió la masa de nubes como si fuera una gigantesca cimitarra, seguido a poco de un horrible trueno, cortó la conversación.

El capitán Hill dejó aquel sitio y subió al puente de mando para dirigir la maniobra, mientras el teniente Collin marchó a proa, donde los hombres se disponían a amainar los foques y a afirmar las velas bajas.

El huracán se acercaba con rapidez extraordinaria, revolviendo el mar y el cielo. Impetuosos golpes de viento, después de empujar y elevar las olas, que subían con tremendos mugidos, se encontraban, chocaban unas con otras, sobre la «Nueva Georgia», que huía hacia el Sudoeste con la rapidez de un pájaro.

El sol había desaparecido hacía ya algunas horas y una profunda oscuridad pesaba sobre el Gran Océano. A la luz de los relámpagos se veían voltear en el aire, impulsados por la fuerza del ciclón, los grandes albatros, con sus plumas blancas y negras, su pico grueso y fuerte hasta poder romper el cráneo de un hombre, y con sus amplias alas, que medían no menos de cinco metros de extensión.

Se les veía luchar con el viento, dar desordenadas vueltas sobre las velas, y se escuchaban, sobresaliendo de los mugidos de la Naturaleza irritada, sus gritos agudos y discordantes.

Los mismos habitantes del mar parecían inquietos, pues se divisaba cruzar rápidamente por las olas numerosos escualos con poderosas mandíbulas dotadas de tres hileras de dientes, y lanzarse al aire bandadas de «exocoetus evolans», extraños peces provistos de largas aletas, semejantes a las alas de los pájaros, y que, dando en el agua un coletazo, recorren volando una distancia de ciento cincuenta a doscientos metros, para elevarse otra vez apenas caídos al mar, ayudándose al efecto con las aletas pectorales, lo que hace creer que tienen cuatro poderosas alas.

A pesar de verse asaltada por todos lados por el oleaje, que barría por completo el puente, la «Nueva Georgia» se portaba bien y se mantenía valiente frente al huracán.

Guiada por la férrea mano del viejo Asthor, manteníase sobre la vía del Sudoeste, para refugiarse, en caso desesperado, en la ensenada de cualquier isla. Corría desenfrenadamente la pobre nave, cubriéndose de agua de proa a popa; caía en el fondo de los abismos espumosos y en seguida montaba hasta la cresta de las montañas de agua para hundirse otra vez tocando casi el mar con el árbol del bauprés, tanto se inclinaba de proa; pero siempre salía victoriosa de aquellos asaltos que no le daban un instante de tregua.

A poco, por la parte del Sur, cuando el viento, ya desencadenado, perdió toda dirección, girando en todos sentidos y provocando los encuentros de corrientes, que son generadores de los ciclones, apareció una especie de cono que parecía bajar de las nubes para caer velozmente sobre la revuelta superficie del Océano Pacífico.

El capitán Hill, aunque muy valiente y dispuesto a todo, palideció al ver el fenómeno.

—Se forma una tromba hacia el Sur —dijo, dirigiéndose al teniente Collin, que se le había acercado sobre el puente de mando.

—La «Nueva Georgia» huye rápidamente, señor —respondió el teniente—. Ya estaremos lejos cuando se haya formado la tromba.

—Confiemos en Dios. No temo por mí, sino por mi pobre Ana.

—Tengamos esperanza, señor…

El huracán crecía cada vez más. Los golpes de viento eran tan impetuosos, que parecían salir de un inmenso fuelle colocado cerca de la nave. Sacudían horriblemente los palos, rasgaban las velas, hacían voltear como plumas a los más pesados objetos. Era tal la desolación y el ruido en la arboladura, que podía temerse un total derrumbamiento.

Olas y más olas caían sobre la nave, barriendo la cubierta de proa a popa, de babor a estribor, haciendo gemir el cordaje y los palos, produciendo averías en los botes y abriendo brechas en la obra muerta. Parecía que iban a acabar por abrir los flancos del buque y hundirlo en los espantosos abismos del Océano Pacífico.

La noche había llegado, una noche negra como el fondo de un barril de alquitrán. No se veía más que tinieblas, las cuales se habían extendido por todo el Océano, como si de un momento a otro quisieran hacer más peligrosa y más horrible la situación de la «Nueva Georgia». Solamente en el horizonte brillaba de cuando en cuando algún relámpago, y a su rápida luz se veían correr por la cubierta marineros con el cabello en desorden, los rostros pálidos y los ojos desmesuradamente abiertos. Sobre el puente de mando veíase la alta silueta del capitán Hill, y a proa la tétrica figura del náufrago.

En medio de los ruidos de la tempestad, los silbidos agudísimos del viento y los rugidos de las olas, se oían incesantemente en las profundidades de la estiba los gritos poderosos de los doce tigres, los cuales, aterrados, locos de miedo, en el paroxismo de la rabia, se debatían con furia dentro de sus jaulas.

Hacia la medianoche, una ráfaga, más impetuosa que las otras, chocó con tal violencia con el buque, que materialmente lo levantó de popa, casi sumergiendo la proa.

El capitán Hill, temiendo que la «Nueva Georgia» cayera de costado para no levantarse más, ordenó amainar las velas del trinquete y de mesana, contentándose con mantener desplegadas las velas bajas.

Algunos marineros pretendieron subir a las vergas, pero las sacudidas que daba la nave y los golpes de mar, cada vez más densos, lo impidieron, viéndose obligados a bajar a cubierta para no ser lanzados al mar. Dos hombres, después de correr mil peligros, pudieron recoger la vela de mesana y enrollarla.

La de trinquete, impelida por las ráfagas, daba tan violentos golpes, que comprometían la seguridad del navío y amenazaban romper el palo. Era necesario arriarla, o por lo menos cortarla de una cuchillada.

El segundo, señor Collin, joven valiente que desafiaba con intrepidez los peligros, al ver que eran vanos los esfuerzos de los marineros, se lanzó a proa y, aferrándose fuertemente a la escala, se elevó en las tinieblas. Otro hombre le había seguido: era el náufrago.

Sin ser visto, había aprovechado la oscuridad profunda y el terror de los marineros, arrojados contra las bordas por los golpes de mar, y saltando a las escalas con la agilidad de un mono, subió a fuerza de brazos, llegando al mismo tiempo que el teniente a la vertiginosa altura.

—¿Vos aquí, Bill? —le preguntó el segundo, al verle cerca.

—Sí, señor teniente —respondió el náufrago con acento extraño—. ¿Os sorprende?

—¿Por dónde habéis subido?

—Por la escala.

—Ayudadme, pues.

El teniente montó en el peñol, manteniéndose sujeto a la barra de hierro que hay encima, y apoyando los pies en la cuerda que pasa por debajo, trató de recoger el cabo de maniobra para enrollar la vela. De pronto sintió que dos manos vigorosas le agarraban por la garganta, con tal fuerza que le imposibilitaban de dar un solo grito. Haciendo un esfuerzo desesperado volvió la cabeza y vio ante sí la tétrica figura del náufrago, en cuyos labios se dibujaba una satánica sonrisa. Abandonó con una mano la barra para poder defenderse, pero el náufrago era robusto y en aquel momento parecían haberse triplicado sus fuerzas.

El buque, castigado por las olas, cabeceaba furiosamente, y el viento sonaba con rugidos tremendos entre la arboladura y hacía oscilar a los dos hombres; pero la lucha continuaba, sin que entre ellos se cambiara una sola palabra. El pobre teniente, que no podía abandonar el peñol para no estrellarse sobre el puente del buque, sólo oponía una débil resistencia y comenzó a sentirse estrangulado por su enemigo.

Aquella lucha entre el cielo y el mar, en medio de negras tinieblas y de la borrasca que rugía, duró un solo minuto. El señor Collin se sintió arrastrado casi hasta la extremidad del peñol y perdió los sentidos.

El náufrago esperó a que la nave se inclinase de estribor, manteniéndose sujeto al peñol con las piernas, y entonces precipitó a la víctima en el revuelto Océano, cuyas aguas se abrieron para sepultarla.

—Uno que no hablará más —murmuró sordamente el náufrago—. ¡Anda a contar a los peces si vengo o no de la isla de los forzados!

Giró los ojos en tomo suyo para ver si alguien le había visto y bajó silenciosamente a cubierta, confundiéndose bien pronto entre la tripulación.

CAPÍTULO VII. LOS ESCOLLOS

Ni el capitán Hill, que se hallaba sobre el puente de mando; ni el viejo Asthor, que concentraba todos sus esfuerzos en la barra del timón para mantener el barco en el buen camino; ni la tripulación, muy ocupada en las maniobras, en eludir las olas que a cada momento inundaban la cubierta, y, sobre todo, en cuidar de las velas bajas, se dieron cuenta de la caída del teniente Collin.

El irritado mar y las tinieblas habían ocultado aquel asesinato, tan detenidamente premeditado por el siniestro hombre y tan fríamente consumado.

Una vez en cubierta, el náufrago se había deslizado cautelosamente a proa y parecía ocupado en la maniobra de los foques, seguro de no haber sido visto por nadie, pues la oscuridad no permitía distinguir nada a pocos metros de distancia. A pesar de su aparente calma, más de una vez se había inclinado sobre la proa para observar profundamente aquellas aguas irritadas, y escuchando con atención, ante el temor de que el pobre teniente siguiera al barco y pidiese socorro.

Seguramente la conciencia de Bill, por ducho que fuera en los delitos, no debía de estar tranquila en aquellos momentos, porque cada vez que tropezaba con las miradas de algún marinero palidecía horriblemente y se dibujaba en sus labios la extraña sonrisa que casi nunca le abandonaba y que era como una mueca de su perversidad.

Pasaron diez minutos, y la «Nueva Georgia», impelida por el huracán, había recorrido una milla, cuando el capitán Hill, viendo todavía semidesplegada la vela y no distinguiendo entre la tripulación al teniente, se puso a gritar.

—¡Eh, señor Collin! ¿Dónde estáis? ¿Queréis algún auxilio?

Sólo contestaron a aquella pregunta los mugidos de las olas y los silbidos cada vez más estridentes del aire.

Creyendo el capitán que no le había oído, abandonó el puente de mando y se colocó al pie mismo del palo trinquete, tratando de distinguir al teniente entre las velas y el cordaje; pero la oscuridad era tan profunda que nada pudo ver.

—¡Señor, Señor Collin! —replicó con voz potentísima.

También esta vez quedó sin contestación la pregunta.

—Apostaría un penique contra una libra esterlina a que el señor Collin está en lo alto del palo —dijo un marinero que salió del castillo de proa, y se acercó para ver mejor.

—¡Imposible! —exclamó el capitán, poniéndose pálido.

—Sin embargo, señor, yo no lo veo ni en la cofa, ni en la cruceta, ni en los penóles —añadió el marinero.

—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? Pero ¿cuándo?… ¿Cómo?… ¿Habéis oído algún grito?

—Ninguno, señor —respondieron los marineros, que se habían agrupado cerca del palo.

—¿Ni le habéis visto descender?

—No.

—¿Se habrá caído al mar?

En aquel momento un relámpago rompió la oscuridad que pesaba sobre el Océano. Todos los ojos se fijaron en la alta vela y todos vieron perfectamente que el segundo no estaba allí en el palo.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán, haciendo un gesto de desesperación.

Lanzóse hacia la amura de babor, escudriñando las olas, y gritó lo más fuerte que pudo:

—¡Señor Collin!… ¿Dónde estáis?… ¡Responded, en nombre de Dios!…

Tampoco tuvo aquella llamada mejor éxito que las otras. El mar seguía rugiendo, el viento silbaba a través de la arboladura, pero no se oía voz humana alguna mezclarse a la enfurecida voz de la tempestad.

—¡Perdido! —exclamó el capitán Hill con desesperado acento—. ¡Asthor, viremos a bordo!

—La tempestad es violenta, señor, y las olas combaten los flancos —dijo el viejo marinero.

—¡Es preciso intentar salvarle!

—¡Reparad, señor, que ponemos en peligro el buque!

—¡No importa, Asthor!… ¡Hay que afrontarlo todo por salvarle! ¡Vosotros, a las velas! ¡Dispuestos, que se va a virar!

Era una locura pretender virar de bordo con aquel huracán que asaltaba furiosamente a la a «Nueva Georgia». Las olas, al estrellarse contra un costado, podían remover la carga de la estiba y determinar la catástrofe; pero el capitán Hill era un hombre de gran corazón, que quería mucho a sus gentes, y pretendía intentar a todo riesgo la salvación del desgraciado teniente.

Bajo la robusta mano del viejo piloto, la «Nueva Georgia» viró de bordo, presentando por algunos instantes el costado a la fuerza de las olas. Bajo el impulso formidable de aquella masa líquida, a la que el viento empujaba con extraordinario poder hacia el Este, se llegó a tener por inevitable el naufragio; pero el barco pudo dar prontamente la vuelta y se halló sobre el camino recorrido, afrontando con su afilada proa el huracán, que entonces se le presentaba de frente.

El capitán Hill y gran parte de la tripulación, agarrados al castillo de proa, escudriñaban ávidamente entre las tinieblas y de cuando en cuando llamaban a gritos al teniente. El artillero de a bordo había hecho conducir a cubierta el pequeño cañón y lo descargaba a intervalos de dos o tres minutos.

Alguna vez, entre el fragor de las olas, parecía oírse una lejana voz y un grito de angustia; pero en seguida la tripulación se convencía de haberse engañado. El viento, cuando silba entre la arboladura, produce muchas veces sonidos tan extraños que se les suele confundir con gritos de náufragos.

—¡Está perdido! —exclamaba el capitán, mesándose los cabellos—. ¡Pobre Collin!… ¡Tan bueno, tan valiente y tan joven!… ¡Oh, temo que no voy a verle más!

—Si estuviera vivo, hubiera respondido a nuestros gritos y a nuestras señales, señor —dijo el viejo Asthor, que había confiado el timón al contramaestre.

—Pero ¿cómo ha podido caer sin dar una voz y sin que le viéramos?

—Le faltarían de pronto las fuerzas, y el viento lo arrancaría del peñol. Tal vez le derribara una sacudida.

—Pero ¿sin dar un grito?

—Quizá recibiría un golpe que le privó de sentido.

—Hay que suponerlo así, Asthor.

—Si cayó, a estas horas el pobre oficial reposa en el seno de las aguas. Volvamos ruta, capitán.

Seguir luchando contra la tempestad, que había girado al Oeste, no era prudente. Es verdad que el buque era sólido, pero de un instante a otro podía ceder ante los esfuerzos, cada vez más poderosos, de aquella masa líquida.

La «Nueva Georgia», guiada por Asthor, que había recobrado la barra del timón, viró nuevamente de bordo y recobró la ruta primera, dejándose llevar por el huracán, que no parecía con tendencia a ceder.

No obstante, ni el capitán Hill ni la tripulación dejaban de mirar ansiosos hacia el Océano, cuyas ondas se habían tragado al teniente Collin, y aunque ya estaban lejos del sitio en donde debió de ocurrir el accidente, no por eso dejaban de inclinarse sobre las bordas, como si tuvieran la esperanza de ver flotar el cadáver del audaz y esforzado marino.

Un hombre solo parecía contento de alejarse de aquellos sitios, y este hombre era el náufrago, que ya se consideraba seguro, sabiendo que el Océano no restituye sus presas y que sabe guardar muy bien los secretos. Al principio había tenido miedo, sobre todo cuando el buque viró, no estando cierto de que el teniente hubiera muerto; pero ahora nada tenía que temer y podía respirar tranquilo.

El delito no había tenido testigos; nadie había presenciado la escena que se desarrolló en el peñol. ¿A quién, pues, temer?

Entretanto, la «Nueva Georgia» seguía huyendo ante el huracán, con una velocidad que el capitán Hill estimaba superior a trece nudos. Se acercaba a la isla en la que, según había dicho el náufrago, debían encontrarse los superviviente de la catástrofe que relató.

Podía asegurarse que no estaba lejana la isla, porque ya el Océano rompía sus olas con mayor furia, señal evidente de que estaba para ser encerrado entre las islas del archipiélago fidjiano.

Hacia las dos de la mañana, un marinero que había subido al castillo de proa para enrollar la vela del trinquete, señaló un fuego que se divisaba hacia el Sudeste.

El capitán dirigió el anteojo en aquel sentido y descubrió un punto luminoso que aparecía y desaparecía, según las montañas de agua subían o bajaban.

«¿Estamos ya en el archipiélago fidjiano?», se preguntó. «Quisiera estar todavía a trescientas leguas de distancia, más bien que encontrarme cerca de esa tierra con esta tempestad».

En aquel momento apareció miss Ana sobre el puente. La valerosa joven llevaba puesto un largo abrigo de tela impermeable y no parecía asustada, aunque la «Nueva Georgia» seguía cabeceando con fuerza y las olas barrían la cubierta, corriendo de proa a popa.

—¿Dónde estamos, padre mío? —preguntó.

—¡Qué locura, Ana! ¡Subir al puente, con este huracán! —dijo el capitán, saliendo a su encuentro.

—Estoy intranquila, papaíto, y me parece que cerca de ti no corro peligro alguno. ¿No tiende a cesar el temporal?

—Todavía no, y me temo que se prolongue mucho.

—¡Qué noche tan horrible!

—Tremenda, Ana, y desgraciada para uno de nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Collin no está ya en el buque.

—¡Muerto!

—Ha desaparecido mientras hacía una maniobra en la arboladura.

—¡Qué desgracia! —exclamó la joven, con la voz sofocada—. ¡Muerto!… ¡Él, muerto!…

Dos lágrimas cayeron por sus mejillas y un sollozo desgarró su pecho.

—¡Muerto! —repitió por tercera vez—. ¿Y tú no le has salvado?

—Nadie le vio caer al mar, y cuando me enteré de su desaparición estábamos ya muy lejos.

—¿Y no volvisteis atrás?

—Viramos de bordo, con riesgo de naufragar, y buscamos detenidamente, pero el desgraciado había desaparecido.

—¡Ah, padre mío!

—¡Tierra a proa! —gritó en aquel momento un marinero.

—¡Los escollos a estribor! —gritó otro que se mantenía derecho sobre la amura, agarrado a las escalas del palo mayor.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán Hill—. ¿Dónde estamos?

Iba a dirigirse a proa cuando un hombre le cerró el paso; este hombre era el náufrago.

—¿Qué queréis, Bill? —le preguntó.

—Si deseáis conservar la vida, mandad enrollar las velas y procurad pasar de largo —respondió el náufrago con voz sorda.

—¿Conocéis estos lugares?

—Sí, capitán.

—¿Dónde estamos?

—Ante los escollos de Fidji-Levu.

Echóse a un lado para dejar paso al capitán y se acercó a miss Ana, que aparecía todavía aterrada por la desgracia de Collin y que se esforzaba en sofocar sus sollozos.

—Señorita —le dijo, mirándola con ojos que lanzaban relámpagos—, ¿queréis que los salve a todos o que todos perezcan?

La joven levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho y miró con estupor a aquel hombre que le dirigía tan extraña pregunta.

—¿Qué habéis dicho, Bill? —le preguntó.

—El buque está perdido, señorita.

—¿Cómo lo sabéis?

—Está sobre los escollos, y dentro de pocos minutos embarrancará en los arrecifes coralíferos de Fidji-Levu.

—Pues ¡salvadle!

—¿Lo queréis, miss Ana?

—¿No va en ello la vida de todos?

El náufrago levantó los hombros con indiferencia y añadió con voz sorda:

—Es a vos a quien deseo salvar, porque no quiero que muráis entre los dientes de los caníbales.

Se lanzó en seguida a popa y miró por algunos instantes alrededor de la nave. El mar bullía furioso por todas partes, levantándose en olas altísimas, que producían al romperse fragor de truenos. Rugía terrible sobre los fondos que lo aprisionaban, tratando de destruirlos.

Al Este, a través de las tinieblas, se alzaba confusamente una enorme masa rodeada de una serie de agudos picos, cuyas puntas se perdían entre las nubes, que corrían en todas direcciones llevadas por el viento, que parecía loco.

El náufrago, de un salto de mono, logró ponerse ante el capitán, que corría hacia el puente de órdenes.

—¡Señor! —dijo.

—¿Qué queréis, Bill? Explicaos pronto, que los minutos son preciosos.

—Si queréis que vuestro buque no se estrelle contra los escollos, es necesario que me confiéis el mando sólo por algunos instantes.

—¿Qué vais a hacer?

—Salvar a vuestro buque, he dicho.

—¿Sois capaz de realizar ese milagro?

—Conozco esta isla y sus escollos, señor.

—Mandad, pues.

El náufrago subió al puente, tomó el portavoz y gritó:

—¡Asthor, orza la barra!… ¡Dos anclas a pico a proa!

El viejo timonel obedeció. La «Nueva Georgia», ante aquel cambio del timón, viró en seguida, presentando la proa a las olas. Al mismo tiempo, los marineros dejaron caer las dos anclas, que se afianzaron sólidamente en el suelo rocoso del bajo fondo. Cuando vio detenerse al buque, el náufrago se acercó al capitán, que lo había dejado en el puente, y le dijo:

—¿Tenéis aceite a bordo?

—¡Aceite! —exclamó Hill, mirándole con profunda sorpresa.

—De vuestra respuesta depende la salvación del buque.

—Pero ¿qué queréis hacer?

—Ya lo sabréis. Haced traer a cubierta todo el aceite que haya.

Dos marineros, obedeciendo al capitán, bajaron a la despensa y volvieron en seguida al puente, llevando dos barriles de sesenta o setenta litros de capacidad cada uno. El náufrago, sin perder tiempo, porque la nave, anclada como estaba, subía de proa por los esfuerzos del agua, que amenazaba romper las cadenas y echarla a pique, hizo llenar de pequeños agujeros dos sacos de tela muy fuerte, vertió el aceite en los sacos y los mandó llevar uno a babor y otro a estribor.

Entonces, ante la mirada estupefacta de toda la tripulación, sobrevino un fenómeno extraño, maravilloso. Apenas aquellos dos sacos, por cuyos pequeños agujeros salía lentamente el aceite, tocaron el agua, las olas cesaron como por encanto en aquel sitio.

Donde tocaba el aceite, que se extendía rápidamente, el agua se tornaba tranquila, sin contracciones, sin oleaje, manteniendo el buque casi inmóvil; pero fuera de aquella zona se veía al mar debatiéndose con extremada rabia, como si quisiera protestar de aquella calma forzada.

El náufrago, acercándose entonces al estupefacto capitán, le explicó:

—Si las anclas no ceden podremos esperar con plena seguridad al alba de mañana, y tal vez veamos que el huracán se calma. Si las cadenas se rompen, todo ha concluido para nosotros y para nuestros compañeros, porque ante nosotros se halla la isla de los caníbales… ¡Esperemos!

CAPÍTULO VIII. ENCALLADOS EN LOS ARRECIFES DE FIDJI-LEVU

El medio de calmar el oleaje derramando aceite no es tan moderno como generalmente se cree. Aunque este recurso, que puede prestar inmensos servicios a los navíos combatidos por las fieras tempestades del Océano, sea desconocido por muchos capitanes y marineros, es, sin embargo, antiguo, toda vez que clásicos escritores hacen mención de sus sorprendentes resultados. Plinio, por ejemplo, en su a «Historia Natural», demuestra su eficacia, y Plutarco dice también algo sobre esto; pero es lo cierto que durante varios siglos nadie se cuidó de comprobar el fenómeno. El mérito debía de corresponder al célebre defensor de la independencia de los Estados Unidos, a Franklin, el cual, en 1757, habiendo observado que los pescadores de las islas Bermudas echaban aceite en el mar para calmar, como ellos decían, las ondas tembladoras, tuvo ocasión de demostrar su eficacia. Sin embargo, bien pocos adoptaron el sistema, y, como decimos antes, hoy mismo lo ignoran muchos.

Los balleneros, cuyas naves están siempre más o menos impregnadas de aceite, habían notado que las olas se calmaban junto a sus barcos, especialmente durante la fusión de las materias grasas, y habían notado también que el aceite de pescado, especialmente el de foca y el de delfín, es más eficaz, habiendo comprobado que los aceites minerales eran demasiado ligeros, y los aceites vegetales, de poca eficacia en las latitudes altas, porque se descomponen fácilmente.

Han tenido que pasar muchos años antes que este maravilloso descubrimiento haya sido adoptado, si no por los buques pequeños, al menos por los de gran porte que emprenden largos viajes. Puede decirse, pues, que sólo en estos últimos años ha sido tomado en consideración el hecho combatido antes con gran energía, pues se creía que el mar se tomaba después de la experiencia tan borrascoso que era fatal para otras naves aventurarse por las aguas donde algún tiempo antes se había derramado aceite.

La oficina hidrográfica de Washington ha demostrado plenamente los grandes beneficios que reporta a las naves dicho recurso, haciendo muy repetidas experiencias, lo mismo con barcas que con grandes navíos.

Las barcas de salvamento de la Australia, que desde hace muchos años se ejercitan en pasar entre los escollos durante el mal tiempo, han demostrado, con ayuda del aceite, que el mar se aplaca de pronto, y que la superficie que se torna en calma es la que se engrasa, continuando en la otra el oleaje.

Al aceite debieron su salvación el piróscaf «Stokolm City», en su travesía de Boston a Inglaterra; la «Nehemiah Gilson», del capitán Bailey; el «Emily Witney», del capitán Rollin, sorprendido por un furioso huracán el 25 de agosto de 1886; la «Marta Cobb», en su viaje de América a Europa; el «Meno», del Lloyd Alemán, al mando del capitán Kuhlmann, etc. Sin el recurso del aceite, todos estos buques hubieran zozobrado, y quién sabe si no hubiera sobrevivido ni uno siquiera de sus tripulantes para dar al mundo la noticia del siniestro.

No se crea, por otra parte, que sea necesaria una gran cantidad de aceite para lograr el efecto deseado. La sustancia grasa se dilata con rapidez creciente, permanece rodeando la nave, aunque ésta camine, y bastan dos sacos de tela gruesa, con pequeños agujeros, llenos de aceite y suspendidos a proa y a popa o a babor y estribor, siguiendo la dirección del barco, para hacer un largo recorrido en seguridad.

A falta de sacos, basta hacer caer el aceite en las toldas, después de haberles hecho pequeños agujeros, y colocarlas sobre el mar, de modo que el aceite vaya cayendo poco a poco.

Se ha comprobado en diecisiete experiencias que el gasto del aceite fue sólo de 1,83 litros por hora; otras doce experiencias dieron un consumo de 2,70 litros, también por hora; pero se trataba de barcos que huían en dirección del viento, y por tanto, el aceite se consumía con mayor facilidad.

Las causas que producen este fenómeno son muy fáciles de explicar.

No siendo el aceite permeable ni al aire ni al agua, la cohesión de sus moléculas es tal, que al ser arrojado no se convierte nunca en lluvia. El viento que no puede penetrar a través de una capa grasa, deja intacta la que cubre el agua, y ésta, al no ser empujada por el aire, permanece tranquila. Lo mismo ocurre considerando el fenómeno al revés. Las olas se dilatan debajo del aceite, pero como no pueden penetrarle, sólo forman ondulaciones ligeras, perceptibles solo en alta mar.

La «Nueva Georgia», apoyada sobre la capa oleosa, que oponía una fiera resistencia al reflujo de la resaca, por más que su espesor era sutilísimo (se calcula que no pasa de 1/90.000 de milímetro), permanecía casi inmóvil, hallándose inmediata a los bajos fondos de la isla.

Las montañas de agua que el viento levantaba a prodigiosa altura, rompíanse violentamente en cataratas coronando de blanca espuma los bordes de la capa de aceite, y al extenderse éste, las calmaba de pronto.

Su curvatura enorme bajaba como por encanto, y pasando tranquilas bajo la zona invulnerable, salían al otro lado, volviendo a levantarse con furor extremo, hasta que chocaban contra los escollos.

—¡Es maravilloso este fenómeno! —dijo miss Ana, que contemplaba el mar desde la amura de popa.

—Maravilloso y fácil de explicar —añadió el capitán Hill—. Sin embargo, he necesitado que me lo enseñe un marinero, a mí, que navego hace treinta años.

—¿Lo habrá usado Bill en otras ocasiones?

—O él o algún capitán, sin duda.

—¿Cualquier aceite tiene la propiedad de calmar el mar?

—Sí, y ahora que recuerdo, te diré que cualquier materia oleosa puede prestar igual servicio. He observado muchas veces que todos los desperdicios de las cocinas de los barcos y todos los cuerpos grasientos producen en las olas, al caer al mar, una paralización.

—Es cierto —dijo una voz detrás de ellos.

—¡Ah! ¿Eres tú, Bill? —exclamó el capitán, tuteándole—. Deja que te dé las gracias por habernos salvado Sin ti, la «Nueva Georgia» estaría ya destrozada.

Una enigmática sonrisa desfloró los sutiles labios del náufrago.

—No hablemos de esto —rehusó—. Bastante habéis hecho por mí. Estamos en paz.

—¿Has hecho alguna vez esta experiencia? —preguntó el capitán Hill.

—Sí, a bordo de una nave ballenera. El capitán había observado varias veces que durante la fusión de las grasas de ballena, cuyos residuos se arrojaban al mar, las olas no se estrellaban contra el barco. Durante una horrible tempestad en el Mar de Behring, se acordó de aquel fenómeno, y echando aceite en el agua vio calmarse las olas.

»Además, no es solamente el aceite el que tiene la propiedad de hacer cesar el oleaje, porque después se ha demostrado que todos los cuerpos oleaginosos en masa compacta oponen una gran resistencia a la disgregación de las partículas del agua del mar. En la bahía de Bristol, que se encuentra en la América septentrional, al lado de la península de Alaska, mientras atravesábamos un espacio de mar cubierto de numerosos bloques de hielo, vi que las olas se debatían furiosas alrededor de nosotros, mientras el agua permanecía tranquila bajo los bloques. Entonces noté que algunos balleneros habían arrojado allí los residuos del aceite.

—Te creo, porque yo mismo he observado un hecho semejante. Atravesando un banco inmenso de sardinas, que son grasosas, hallé el mar en perfecta calma, mientras en las inmediaciones las olas se alzaban a prodigiosa altura.

—¿Conocéis la isla que tenemos delante? —preguntó Ana al náufrago, mostrándole la masa enorme que se distinguía confusamente en la oscuridad.

—Es Fidji-Levu; no me engaño —respondió el marinero.

—¿Y en esa tierra se encuentran vuestros compañeros?

—Sí, señorita.

—¿Sabéis dónde están?

—Cuando dejé la isla quedaron acampados junto a una pequeña bahía en la costa occidental; pero sé que pensaban dejarla porque habían sido descubiertos y amenazados por los salvajes.

—¿Dónde están ahora? —preguntó el capitán.

—Lo ignoro; pero los encontraremos.

Dicho esto, el náufrago pareció abismarse en profundos pensamientos y no habló más.

El capitán Hill y su hija abandonaron la popa y se dirigieron a proa, donde la tripulación se ocupaba de lanzar otra ancla, llamada de esperanza, que es la mayor, y que en vez de cadena lleva una gruesa maroma.

El mar se mantenía en calma alrededor de la nave; pero más allá de la zona engrasada las olas se debatían furiosas, con tremendos mugidos y produciendo algunas oscilaciones bajo la capa aceitosa, oscilaciones que se notaban en la «Nueva Georgia».

La materia grasa, que se veía brillar a la luz de los relámpagos en una extensión de tres cuartos de milla a sotavento y barlovento, tendía a ser rota por el aire y el agua; pero en seguida sus partículas, por la fuerza de la cohesión, se unían nuevamente, oponiendo una resistencia increíble a los desencadenados elementos.

El aceite no faltaba, y en él estaba la única esperanza de salvar la nave. Sin embargo, el capitán y Asthor notaron bien pronto que las anclas, tal vez porque el fondo era poco resistente o demasiado blando, empezaban a ceder, dejándose llevar hacia las islas de los antropófagos.

—¡Mal descubrimiento! —dijo el capitán a Ana—. Si las anclas no encuentran un fondo rocoso, dentro de dos horas estaremos a muy pocas millas de la isla.

—Sin embargo, el mar está muy tranquilo alrededor de nosotros —observó la joven miss.

—No es el mar lo que nos empuja; es el viento, que arrastra nuestro buque hacia el Sudeste.

—¿Son feroces los habitantes de Fidji-Levu?

—Tan feroces que los mismos hermanos se devoran unos a otros. Se dice que son los antropófagos más crueles de todas las islas del Océano. No quisiera que nos tocara a nosotros la desgracia que cupo a la «Unión».

—¿Qué era la «Unión»?

—Un hermoso y sólido buque americano perteneciente al departamento marítimo de Nueva York, y con una tripulación numerosa. Había partido hacia fines de 1799 con dirección a Tonga-Tabu, una gran isla que dista de aquí pocas docenas de leguas, pero que tiene triste celebridad.

Llegado el buque a la isla, los salvajes lo asaltaron y mataron al capitán y a tres marineros. Iban ya a hacerse dueños del barco, cuando el segundo de a bordo tuvo la feliz ocurrencia de cortar las amarras que sujetaban las anclas y huir.

Los isleños, que son tan hipócritas como feroces, fingieron mostrarse pesarosos de lo ocurrido, y mandaron a decir al oficial que volviera a Tonga para hacer las paces. Cayó éste en la emboscada y volvió hacia la isla; pero percatado a tiempo de que los salvajes trataban de apoderarse del barco; huyó de veras.

La desgracia pesaba, sin embargo, sobre aquel buque, pues cinco días después naufragó cerca de Fidji-Levu, y la tripulación toda fue devorada por aquellos feroces aficionados a la carne humana.

—¿Y no pudieron defenderse aquellos desgraciados marineros?

—Los polinesios son valientes y no temen a las armas de fuego. Cuando un barco se acerca a sus costas, nada les contiene, y saltan al abordaje con una intrepidez que espanta, deseosos de adueñarse de la nave. Además…

Calló de súbito. Se inclinó bruscamente sobre la borda y miraba con profunda atención al agua, que tomaba la forma de una ola sacudiendo a la «Nueva Georgia».

—¡Hemos tocado! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó Ana, poniéndose pálida.

—En el fondo.

—¿No te engañas?

En aquel momento, por la proa, se elevó un clamor agudo. Los marineros corrían de babor a estribor, mirando al agua e interrogándose con ansiedad.

—¿Estamos sobre un escollo?

—No veo nada.

—¿Hemos embarrancado?

—¡No!

—¡Sí!

—¡El barco arrastra la quilla por el fondo!

—¡Todo el mundo en silencio! —gritó Asthor—. ¡Echad la sonda o será demasiado tarde!

El capitán Hill, presa de la más viva emoción, como puede comprenderse, porque la nave podía quedar sujeta de un momento a otro, corrió a proa, seguido de Ana.

—¿Hemos varado? —preguntó.

—Lo temo, capitán —respondió Asthor con voz alterada.

—¿Cuántos pies de agua tenemos?

—¡Siete! —exclamó el marinero, que en aquel momento retiraba la sonda.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán Hill—. ¿Dónde está el náufrago?

—Aquí, señor —contestó Bill, presentándose.

—¿Tú dices que conoces estos parajes?

—Sí, señor.

—Sin embargo, hemos embarrancado.

—Ya lo he notado.

—¿Tenemos un banco bajo nosotros o tal vez las arenas de la isla?

—Más bien creo que sea un banco.

—Pero ¿tú lo desconocías?

—Sabéis muy bien que los pólipos cambian muchas veces de sitio alrededor de las islas del gran Océano. Hace un mes, el fondo no estaba tan alto. Sin duda lo han levantado esos microscópicos constructores de bancos y escollos.

—¿Habrá bastante agua al lado de allá del banco?

—Lo supongo.

—¿Y si tratáramos de ganarla?

El náufrago sacudió varias veces la cabeza y luego dijo con voz lenta y tranquila:

—Estamos en manos del Destino.

—¿Perdidos? —preguntó Ana, estremeciéndose.

—Todavía no —respondió el capitán Hill—. No te asustes, Ana, que a bordo tenemos medios suficientes para lanzar la nave al agua libre y armas sobradas para contener los asaltos de los isleños si éstos intentaran el abordaje.

Después, alzándose cuan alto era, gritó con voz tonante:

—¡Desplegad las velas de trinquete! ¡Asthor, al timón!

En pocos segundos fueron cumplidas aquellas órdenes. La «Nueva Georgia», impulsada por el fuerte viento, giró lentamente sobre sí misma tratando de salir del escollo; pero retrocedió, acercándose a las playas de Fidji-Levu. Un pavoroso grito de angustia se escapó de la tripulación, que ya se creía perdida y próxima a tener que arribar a la tierra de los antropófagos. Las anclas resbalaban por el fondo, que parecía no dar el menor punto de apoyo a las flechas de hierro.

A proa se oyó un grito, primero leve, pero que después se fue acentuando, mezclado con otros ayes que cada vez aumentaban más, hasta que por toda la nave se oían tristes voces de desesperación.

—¡Un ancla a popa! —gritó el capitán Hill—. ¡Pronto, o estamos perdidos!

A bordo no quedaba ya más que una pequeña ancla. En seguida la llevaron a popa y fue prontamente arrojada al mar. Parecía que había logrado buen fondo, porque el buque viró de bordo, volviendo la proa hacia la isla; pero fue de pocos momentos, porque el ancla comenzó también a resbalar por la superficie lisa del banco.

De improviso sobrevino un choque violento, que hizo temblar la arboladura y saltar algunos fragmentos de leña. La «Nueva Georgia», empujada por las ondas, se alzó de pronto, y en seguida bajó, depositando su quilla en el fondo para permanecer inmóvil, algo inclinada de estribor. ¡Estaba embarrancada!

Casi en el mismo momento, bajo los tenebrosos bosques de la isla, se oyeron espantosos clamores que parecían de bestias más bien que de gargantas humanas.

La tripulación entera se estremeció, y hasta en la frente del náufrago, ordinariamente serena, se dibujó una profunda arruga.

CAPÍTULO IX. EL ARCHIPIÉLAGO FIDJI

El archipiélago de Fidji, llamado también de las Vidas, se extiende entre el 16° y el 21° de longitud Sur y el 174° y el 179° de longitud Oeste. Se compone de doscientas veinticinco islas, de las cuales están habitadas ochenta o noventa, y cuya población se calcula superior a doscientos mil individuos.

Por su extensión y el número de sus habitantes ocupa el primer lugar Fidji-Levu, o Vida-Levu, de noventa millas de largo y cincuenta de ancho; después va Vanua, que tiene ciento por veinticinco, y que por su forma parece una pera. Tiene montes elevados, valles profundos y vegetación riquísima; Candabú, de cuarenta millas de largo y diez de ancho, y que al Sur termina en un monte de estrecha base, pero altísimo; Orco, que tiene un circuito de cincuenta millas; Tabe-Uni, con sólo cuarenta. Las otras son de extensión más limitada, y algunas son meros bancos de tierra.

Todas estas islas son rocosas, coralíferas o volcánicas; tienen picos elevados, algunos de los cuales alcanzan cincuenta pies, y, cosa extraña, todas afectan la forma cónica, por lo que desde lejos parecen pilones de azúcar. Su feracidad es increíble, y su belleza es tal que parecen un auténtico edén, aunque sea una tierra poblada de antropófagos.

Los habitantes tienen ya un cierto grado de civilización, logrado, más bien que por propio instinto, por su contacto continuo con los isleños de Tonga, que hacen frecuentes irrupciones en este archipiélago para proveerse de carne humana.

Visten decentemente, llevan turbantes y mantos que se fabrican con filamentos tejidos de una especie de morera. Ahuecan grandes canoas en los troncos de los más corpulentos árboles, construyen espaciosas chozas, fabrican cuerdas y cultivan con pasión sus fértilísimos campos. A pesar de estos perfeccionamientos, aquella raza de hombres no renuncia a la abominable costumbre de comer carne humana, y basta entrar en sus habitaciones para ver colgados de los techos grandes trozos de carne cortada, no sólo a los enemigos vencidos, sino a sus propios hermanos.

Belicosos hasta donde se pueda imaginar, porque no temen la muerte, a la que consideran sólo como un cambio de vida, están siempre guerreando entre sí, y sobre todo, con los isleños de Tonga, para renovar sus provisiones de carne humana. ¡Ay del barco que naufrague en sus playas! No dan cuartel a nadie, y los desgraciados marineros que caen en sus manos van a morir en grandes hecatombes sobre las agudas puntas de gigantescas lanzas. Se comprende, pues, con qué angustia había visto la tripulación de la «Nueva Georgia» embarrancar al buque, sabiendo la terrible fama de los isleños. Por fortuna, la nave no había sufrido averías y se esperaba aún ponerla a flote.

Pasado el primer momento de terror, el capitán Hill había recobrado su primitiva energía, y se hallaba resuelto y dispuesto a todo. Seguro de que la «Nueva Georgia», defendida por el aceite que refrenaba el ímpetu de las olas, no corría peligro alguno, al menos por el momento, mandó transportar a babor todos los objetos pesados que había sobre cubierta, a fin de enderezar algo el buque y hacer menos probable el peligro por la parte opuesta. Después hizo abrir la armería y conducir al puente los fusiles, pistolas y demás armas de a bordo, así como las hachas y el pequeño cañón de señales, que fue cargado de metralla. Terminados los preparativos de defensa, llamó al náufrago, que hasta entonces no había dejado la proa, ocupado, a lo que parecía, en estudiar la costa de la isla, que ya empezaba a divisarse a las primeras luces del alba.

—¿Qué harías en mi lugar? —le preguntó.

El náufrago miró al puente del buque y las olas que venían a morir contra las bordas, arrugó el entrecejo, y dijo:

—Aguardaría la marea alta, porque las ordinarias son débiles en el Océano Pacífico.

—Tendré que esperar cuatro días.

—¿Cuándo sobrevendrá la marea alta?

—El sábado a medianoche, y hoy es martes. ¿Crees que echando anclas a popa y funcionando el molinete desembarrancará el buque?

—No, porque estamos sobre un fondo rocoso. Si se tratase de un banco de arena, la nave podría girar; pero estos bancos son de naturaleza volcánica y coralífera y, por lo mismo, escabrosos.

—¿Y en este intervalo nos dejarán tranquilos los salvajes?

—¿Habéis oído hace poco sus gritos? Eran gritos de guerra, y ya veréis cómo apenas se calme el mar vendrán en sus canoas.

—Está bien; pero yo sé el pan que encontrarán para sus dientes. Yo también conozco a los salvajes del Gran Océano, y aun me he batido con ellos varias veces, venciéndolos siempre.

—Estad en guardia, señor, porque éstos son muy valientes y astutos. No se nos presentarán, desde luego, con intenciones hostiles; tratarán antes de conquistar nuestra confianza para poder subir a bordo; os harán ofrecimientos de paz y hasta enviarán víveres y regalos; pero luego caerán a traición sobre los tripulantes, y si no lo podemos evitar, nos exterminarán a todos.

—Ninguno de ellos pondrá el pie sobre el puente de mi nave, yo te lo aseguro, Bill. Ahora iremos en busca de tus compañeros: ¿dónde crees encontrarlos?

—No os lo sabría decir. De seguro están en el interior de la isla, guarnecidos en los montes o quién sabe si escondidos en cualquier bahía.

—¿Cómo haremos para que sepan nuestra llegada?

—Tenéis un cañón a bordo. Que se hagan algunos disparos.

—¿Los oirán?

—Lo espero, señor. Si están todavía vivos, comprenderán que ha llegado a estas costas una nave y se harán presentes. Si no obtenemos ningún resultado, interrogaré a los indígenas, y cuando hayamos puesto el barco a flote daremos vuelta a la isla, disparando el cañón de vez en vez.

—Bueno; ahora esperemos el alba y después veremos —dijo el capitán—. Entretanto, preparemos nuestra defensa para recibir como se merece a esos devoradores de hombres.

La calma que reinaba alrededor de la nave que, varada como estaba, sólo se movía en ligerísima ondulación y sólo hacia popa, pues la proa estaba embarrancada, permitía emprender algunos trabajos de defensa.

El capitán Hill, que había sostenido otros asaltos por parte de los salvajes, llamó a los marineros y les hizo bajar primero el palo trinquete y después el de mesana, colocándolos hacia proa y popa, a fin de que sirvieran de trinchera para defender mejor el buque en caso de abordaje.

Detrás de estos palos hizo colocar todas las armas, y el cañón fue puesto en sitio conveniente, cargado de metralla.

No satisfecho aún, hizo subir al puente dos cajas de botellas vacías que debían ser rotas y esparcidos los vidrios por la cubierta, a fin de que hiriesen los pies de los asaltantes, que ignoraban aún el uso del calzado.

Hecho esto, esperó tranquilamente la llegada del día.

A medida que el cielo iba aclarándose, disminuía la fuerza del viento y el mar se calmaba. Las olas seguían estrellándose ante la zona oleaginosa y en torno a los bancos; pero ya lo hacían más débilmente y no se elevaban a tan gran altura.

Dentro de pocas horas, el huracán debía cesar por completo, cosa que si por un lado era deseada por el capitán, ansioso de salvar su buque, por otro espantaba a la tripulación, porque sin duda los salvajes aprovecharían la calma para lanzarse al mar en sus canoas.

A las cinco, un rayo de sol, pasando por un desgarrón de las nubes, iluminó el mar y la isla, la cual podía divisarse en su totalidad, con sus picos elevados, sus bosques, sus verdes valles y sus bahías.

No sin bastante emoción, los tripulantes distinguieron confusamente agrupados en la playa más cercana un centenar de salvajes, armados de lanzas y de pesadas mazas.

Aquellos hombres eran de color casi negro, de estatura alta y bien proporcionada, con el pelo largo y crespo. Algunos llevaban turbantes adornados de conchas y de pedazos de dientes de ballena, distintivo especial de los jefes y de los guerreros famosos; pero todos llevaban envuelta en la cintura una especie de banda, cuyas extremidades les caían por delante. En la longitud de estas flotantes puntas se conocía a los personajes más importantes, y se dice que sólo el rey y los grandes jefes tienen derecho a dejarlas colgar hasta el suelo. En medio de aquel grupo, el capitán distinguió a algunas mujeres, que se daban a conocer por su cinturón adornado de franjas de «clika», que en las muchachas mide apenas veinte centímetros de ancho, mientras en las casadas desciende hasta las rodillas. Parecían no menos excitadas que los hombres, y dirigían al buque los puños crispados, pronunciando palabras que el marinero Bill aseguró significaban terribles amenazas.

Algunos hombres, provistos de ondas, se acercaron a la orilla y arrojaron piedras; pero el barco estaba muy lejos para que llegaran hasta él y caían al agua.

—Capitán —gritó el náufrago, que parecía no menos inquieto que los otros—, haced disparar el cañón para que esa canalla sepa que tenemos armas de potente voz.

A una seña del capitán, el armero de a bordo disparó el cañón, y una nube de metralla cayó sobre los árboles de la costa.

Ante aquella detonación, y sobre todo al silbido de los numerosos proyectiles, los isleños se calmaron como por encanto. Debían de conocer ya de largo tiempo los efectos de las armas de fuego, grandes y pequeñas, pues si bien en un principio parecieron sorprendidos, no fueron sus demostraciones las de un gran pánico. Momentos después de disparar el cañón, arrojaron los isleños sus armas al suelo y comenzaron a hacer señales amistosas.

—¡Canallas Canallas! —murmuró el náufrago.

En seguida levantóse cuan alto era y se puso a escuchar atentamente.

—¿Qué escucháis? —le preguntó Ana.

Bill se volvió hacia ella con el rostro alterado.

—¿No habéis oído nada? —le demandó con agitación.

—Los gritos de los salvajes y nada más.

—Yo he oído una detonación lejana —exclamó—. No me equivoco.

—Yo he oído un lejano disparo de fusil —confirmó Asthor.

—¿Serán vuestros compañeros? —preguntó el capitán.

—Haced, señor, que disparen otra vez.

El armero, que ya lo había vuelto a cargar, lo disparó contra los picos de la isla, que retumbaron al rimbombazo.

Toda la tripulación aguzó los oídos; pero nada pudo percibirse, porque en aquel mismo momento se oyeron hacia la playa voces agudas, y se vio a casi todos los salvajes abandonar las orillas del mar y desaparecer corriendo bajo los bosques.

—¿Qué sucede? —preguntó Ana al náufrago.

Este, en vez de responder, se dirigió a babor y comenzó a subir por el palo mayor hasta llegar a lo más alto, donde se afianzó bien. Desde aquella elevada posición miró a lo largo de la costa, tratando, sin duda, de inquirir la causa de la precipitada fuga de los salvajes.

—¿Ves algo? —le preguntó el capitán, después de aguardar algunos instantes.

—No, señor —contestó el náufrago—. Los bosques me impiden distinguir el interior de la isla.

—¿Ves alguna canoa?

—Ninguna, capitán.

—¿Te parece que dispare otra vez el cañón?

—Hacedlo.

Por tercera vez, la pequeña pieza de artillería retumbó en el aire; pero a su detonación no respondió ninguna otra.

El náufrago permaneció todavía algunos minutos sobre el palo mayor, escudriñando las playas de la isla. Después murmuró:

—Si se pierden ellos, me pierdo también yo.

Hizo un gesto de rabia y sus ojos se iluminaron con un relámpago siniestro.

Cuando descendió al puente, había adquirido otra vez su calma habitual. En su frente, sin embargo, se marcaba una profunda arruga.

—¿Y bien…? —le preguntó el capitán.

—No he oído otras detonaciones.

—Pero ¿cómo explicas la fuga de los salvajes?

—Tal vez haya ocurrido en la isla algún inesperado suceso, y no quisiera…

—¿Qué?

—Que este suceso afectara a mis compañeros. Tengo un siniestro presentimiento.

—¿Temes que los hayan hecho prisioneros ahora que estamos nosotros aquí?

—Aquel disparo de fusil en la isla me da mucho que pensar.

—De todos modos, los salvaremos —dijo Ana con animación—. De ninguna manera consentiremos que los salvajes devoren a esos desgraciados…

—¡Una canoa! —exclamó un momento después un marinero que inspeccionaba la costa.

Todas las miradas se dirigieron hacia el sitio indicado, y vieron una gran canoa, hecha del tronco de un árbol enorme, destacarse de la orilla y dirigirse hacia el buque.

Doce salvajes medio desnudos, pero armados con pesadas mazas, remaban con un acuerdo perfecto, mientras a proa se mantenía derecho un hombre de alta estatura, con turbante en la cabeza y una ligera barba pintada de rojo.

Los marineros aferraron los fusiles y dispusieron el cañón; pero el náufrago los detuvo con un gesto imperioso.

En pocos minutos la embarcación atravesó la zona de aceite y se halló cerca de la «Nueva Georgia» por estribor. Entonces el hombre del turbante, alzando la cabeza, se dirigió a la tripulación, diciendo en su lengua:

—¿Qué buscan aquí los extranjeros?

Bill se inclinó sobre la borda y contestó en el mismo idioma:

—Buscamos a unos hombres blancos naufragados en tu isla hace algún tiempo y que se encuentran en tus bosques.

El jefe salvaje lo miró con ojos feroces, y en seguida lanzó una carcajada.

—Nuestro rey está para morir —gritó—, y los hombres blancos que buscas le harán escolta de honor en la otra vida; pero nosotros nos comeremos a vosotros.

Dicho esto, la canoa viró prontamente y se alejó con la velocidad de una flecha.

El náufrago, al verla huir, hizo un gesto de furor.

CAPÍTULO X. UN REY SEPULTADO VIVO

No existe en todo el mundo un pueblo que tenga tan poco miedo a la muerte como el pueblo fidjiano. Ya hemos dicho que para los habitantes del archipiélago de Fidji la muerte sólo representa un cambio de vida, porque en sus almas está muy arraigada la convicción de que les espera una resurrección próxima apenas dejada la Tierra. Y esta creencia ¡a qué extremos los lleva!

Omitimos, por excesivamente escatológico, el minucioso relato de las costumbres de estos salvajes. Baste decir, como muestra, que cuando el rey es viejo y está enfermo, el pueblo le insinúa que debe abandonar el trono al hijo primogénito. Y el pobre déspota de ayer ha de acomodarse, más o menos gustoso, al deseo de sus súbditos y no tiene más remedio que ceder el cetro y esperar tranquilamente la muerte.

La esposa principal pinta el pecho y los brazos del déspota con un color negro, sacado de una especie de nuez, que llaman «aluzzi», y en seguida es transportado con gran pompa, eso sí, a la sepultura que ocupará cuando muera, donde le dejan solo, esperando, apartado de todo trato humano, salvo el imprescindible para atender sus más elementales necesidades fisiológicas.

Estas costumbres, que no pueden haber nacido más que de las imaginaciones crueles de los antropófagos, parecen inverosímiles, y podría créerselas inventadas por la fantasía de los escritores o de los marinos, si muchos navegantes, que en distintas ocasiones han visitado aquel archipiélago, no las confirmasen todas como vistas por sus propios ojos.

* * *

La siniestra noticia que dio el salvaje de la canoa produjo en la tripulación, como es fácil imaginar, una impresión dolorosa, pues ninguno ignoraba las feroces costumbres de aquellos salvajes.

Los desgraciados náufragos de la nave inglesa, a quienes la tripulación de la «Nueva Georgia» esperaba hallar libres aún y salvarlos sin recurrir a las armas, iban a ser sacrificados para servir de escolta al moribundo rey en el gran viaje, del que no se vuelve. Por otra parte, y para aumentar aún más las angustias de los tripulantes, el buque iba a ser asaltado, y no se tenía el recurso de la fuga, por estar embarrancado en los escollos.

Durante algunos instantes reinó un profundo silencio a bordo: tan enorme fue la impresión recibida ante aquella grave noticia. Después, el capitán Hill, cuya resolución y energía no disminuía nunca, dijo:

—No hay que desanimarse; somos pocos, es verdad, pero todos valientes y acostumbrados al peligro. Tenemos armas, pólvora y balas en abundancia, y no debemos, por tanto, achicamos ante esos canallas antropófagos. Ahora bien, Bill, ¿qué me aconsejas que haga?

El náufrago, que miraba la isla con ojos que arrojaban llamas, los puños crispados y presa de una cólera furiosa, se volvió como una fiera. No era el mismo hombre frío y tranquilo de hacía pocos minutos: estaba pálido; en su rostro se marcaba algo de amenazador y siniestro que infundía miedo.

—¿Qué os aconsejo hacer? —dijo con voz ronca—. ¿Lo sé yo acaso?

—Tú conoces la isla y a sus habitantes mejor que yo y puedes darme preciosas indicaciones. ¿Crees que podremos salvar a tus compañeros?

Un relámpago de alegría brilló en los ojos de Bill.

—¿Queréis salvarlos? —preguntó cambiando de tono.

—Si es posible, estoy dispuesto a hacerlo.

—Podemos conseguirlo, pero habrá que recurrir a la fuerza, señor, y pelear con los salvajes.

—¿Tienes algún plan?

—Desde luego —respondió Bill, después de meditar algunos instantes.

—Explícamelo.

—La «Nueva Georgia» no corre, por ahora, peligro alguno; de esto estoy cierto. Mientras no termine la ceremonia del enterramiento, los salvajes no vendrán a inquietamos, porque todos tienen que asistir a las ceremonias con que se celebrará el principio del nuevo reinado. Tenemos, pues, tiempo para obrar sin miedo a un inesperado asalto.

—Proseguid —dijo miss Ana.

—He aquí mi plan. Esta tarde, después de puesto el sol, dejaremos el buque bajo la vigilancia de seis hombres resueltos y desembarcaremos en una pequeña rada que yo conozco. Por un sendero ignorado de los salvajes atravesaremos el bosque y nos apostaremos en las cercanías del gran pueblo habitado por el moribundo rey. Cuando empiece la ceremonia fúnebre, caeremos sobre la multitud, rescataremos a mis compañeros y huiremos hacia la rada. Si más tarde, repuestos de la sorpresa que ciertamente les producirá nuestra inesperada aparición, quieren asaltar la nave, yo les prepararé un buen recibimiento, que les obligará a alejarse para siempre.

—Está bien. Intentaremos el golpe.

—¿Y no os seguiré yo? —preguntó Ana.

—Es imposible, hija mía —respondió el capitán—. Sé que eres valiente y hábil en el manejo de las armas de fuego, pero no podrías seguirnos a través de los bosques y menos si nos persiguen los salvajes. Quedará contigo una buena guardia, y Asthor no dejará acercarse al enemigo; puedes estar segura de ello.

—Haré lo que quieras, padre mío.

El mar, mientras tanto, se había calmado y la costa aparecía desierta.

El capitán hizo botar al agua las dos lanchas mayores, que armó con dos espingardas cargadas de metralla; escogió entre los mejores un gran número de fusiles, una buena provisión de pólvora y balas y algunos víveres, pues ignoraba lo que podría durar la expedición.

Hecho esto, el valiente capitán aguardó la noche para ponerse en marcha.

A las diez ordenó el embarque. Abrazó a Ana, profundamente conmovida por aquella separación que podía ser fatal para uno u otro; recomendó a Asthor y a los marineros la más estrecha vigilancia, y en seguida saltó al lanchón.

Los trece marineros designados para secundar el audaz golpe de mano estaban ya en las lanchas, llevando sus armas y esperando la señal de partir para echar mano de los remos.

—Vigila, Asthor —dijo el capitán, antes de marchar—. Te confío a mi hija, que es mi más querido tesoro en el mundo.

—Me haré matar si es preciso; pero os juro que la encontraréis viva, señor —contestó el lobo de mar.

El capitán dirigió un último saludo a Ana, que se mantenía inclinada sobre la borda, y en seguida dio la orden de remar.

Las dos chalupas, deslizándose con el mayor silencio y protegidas por las tinieblas, se alejaron, evitando los escollos, y pusieron la proa al Sur.

El náufrago, que estaba al timón de la mayor de ellas, indicaba el camino, marcando a los remeros los bajos fondos y los escollos para que los evitaran. De cuando en cuando les obligaba a detenerse, y sus ojos, que brillaban en la oscuridad como los del gato, inspeccionaban toda la costa para cerciorarse de que nadie les espiaba.

Después de media hora de bogar, Bill dirigió su chalupa hacia la costa, y evitando un banco, en el que rompían las olas con alguna violencia, la hizo entrar en una pequeña bahía bastante resguardada y en la que venía a morir un bosquecillo de bananos, «ficus indica», árboles de colosales proporciones, con troncos formados de nudos entrelazados, que llegan a alcanzar hasta treinta metros de circunferencia, y cuyas copas forman una masa de hojas tan grande que su sombra puede guarecer a cuatrocientas personas o más.

—¡Quietos! —murmuró el náufrago.

Los remeros se detuvieron a diez o doce metros de la orilla, y no sabiendo de lo que se trataba, prepararon sus fusiles.

—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán, que guiaba la segunda chalupa.

—¡Escuchad!

Todos guardaron silencio y procuraron oír, contenido hasta la respiración.

A lo lejos, se oían los clamores de los salvajes, a los que se unían ciertos sonidos extraños que parecían producidos por conchas marinas. El capitán Hill palideció y sintió que el corazón le latía fuertemente.

—¿Están asaltando mi buque? —preguntó ansioso.

—No —dijo Bill—. Esos gritos no vienen de la parte del mar, sino del gran pueblo de los salvajes. O Vavanuho ha muerto, o algo grave acaba de ocurrir.

—¿Quién es Vavanuho?

—El rey a quien deben sepultar.

—Desembarquemos.

Las dos chalupas se acercaron a la playa, hasta tropezar con un banco de arena. Los quince hombres, armados de fusiles, pistolas y hachas de abordaje, desembarcaron entre el grupo de bananos, cuyos racimos casi tocaban las aguas de la bahía. Bill hizo tapar las dos chalupas con gran cantidad de ramas y de hojas para que no fueran descubiertas y después, poniéndose a la cabeza de los expedicionarios, se perdió en las sombras proyectadas por los gigantescos árboles.

Apenas habían dado seis o siete pasos, cuando Bill se paró bruscamente, apuntando con el fusil.

—¿Qué habéis visto? —le preguntó el capitán Hill.

—Una sombra que ha atravesado el sendero.

—¡Eh! —exclamó en aquel instante una voz—. ¡Bill aquí! ¡O sueño, o los caníbales me han vuelto loco!

CAPÍTULO XI. LOS COMPAÑEROS DE BILL

Un hombre se había levantado del césped, y después de aquella exclamación habíase dirigido hacia los expedicionarios, parándose, sin embargo, de trecho en trecho para restregarse los ojos, como si no diera crédito a lo que veía.

¡Qué hombre aquél! Era alto, delgado, como si hiciera semanas que no comía, extenuado, lívido. Una barba hirsuta y rojiza le caía hasta la cintura, y sus cabellos, largos y descuidados, le caían por los hombros esqueléticos; tan seco y consumido estaba.

Algunos sucios pingajos, que recordaban vagamente la forma de una casaca y unos calzones destrozados, trataban en vano de cubrir aquel cuerpo delgadísimo y lleno de contusiones.

—Pero ¿eres tú, Bill? —volvió a preguntar aquel desgraciado.

—¡MacBjorn! —exclamó el náufrago—. ¡En qué estado te encuentro!

—Un poco delgado, no digo que no; pero todavía vivo a despecho de esos pillos antropófagos, que me han dado muy malos ratos… Pero, por lo que veo, no estás solo.

—Da, ante todo, las gracias a este señor, el capitán Hill, dueño de la «Nueva Georgia», que viene expresamente para salvaros a todos.

El hombre delgado se inclinó, haciendo sonar todos los huesos de su cuerpo, y dijo:

—Os doy las gracias en nombre de todos mis compañeros, que se alegrarán mucho de veros, os lo aseguro, si todavía están vivos.

—¿Por qué dudáis de que vivan? —dijo el capitán, después de corresponder al saludo.

—Porque si se pierde el tiempo estarán en la fosa del rey… ¡Oy-god! ¡Tienen prisa esos buenos salvajes!

—¿Están prisioneros? —preguntó Bill.

—Todos.

—¿Y tú por qué estás libre?

—¿Yo? —contestó el náufrago riendo—. Me ataron perfectamente, pero estoy tan delgado, que pude deslizarme por las cuerdas y apelé a la fuga.

—¿Y os han seguido? —preguntó el capitán.

—Sí; pero yo tengo las piernas largas y el cuerpo ligero, y pude en seguida ganar el bosque.

—¿Cuándo huiste? —preguntó Bill.

—Hace poco.

—¿Qué gritos son esos que hemos oído, entonces?

—Gritos de rabia que daban los antropófagos. Cuando descubrieron mi fuga ya estaba yo lejos, y dieron la voz de alarma; pero yo…, yo me burlo ya de toda esa canalla. ¿Y dónde está Sangor, que no lo veo? Tú partiste con el indio.

—Ha muerto —respondió Bill, haciendo una señal de inteligencia a su compañero—. ¿Y están vivos todos los demás?

—Sí, vivos, pero en pésimo estado; delgados como bastones, y tan débiles, que casi no pueden tenerse en pie, porque hace varios días que no comen. Parece que los salvajes quieren mandarlos a otro mundo con los intestinos vacíos y una gran dosis de apetito. ¡Qué quieres! ¡Costumbres de los antropófagos!

—¿Os sentís con fuerzas para conducirnos a la aldea? —le interrogó el capitán.

—Lo espero, si me dais una galleta y un sorbo de gin o de brandy.

Un marinero le ofreció su propio frasco, mientras otro le llenaba de galletas los bolsillos del pingo que llevaba por casaca, y un tercero le obsequiaba con una lata de sabroso pescado en conserva.

El náufrago tomó ávidamente el frasco y lo vació en tres sorbos.

—¡Excelente, a fe mía, este whisky! —dijo haciendo chasquear la lengua en el paladar—. Vamos ahora, o será demasiado tarde; pero silencio y mucho oído.

Empuñó con la diestra un hacha de abordaje que le había dado un marinero, y con la izquierda una pistola ofrecida por otro, poniéndose en seguida en camino. Aquellas dos piernas largas, llevando de un lado para otro su tronco, casi igual de delgado, y haciendo sonar todos los huesos a cada movimiento, producían un efecto raro. Bill le seguía inmediatamente, diciéndole al oído palabras que el capitán no podía oír, aunque marchaba dos pasos detrás.

¿Le preguntaba por los camaradas o le hablaba de cosas más graves? MacBjorn, el hombre esqueleto, no respondía, pero se le veía sacudir la cabeza, como si aprobara cuanto el otro le iba diciendo.

Quien les hubiera observado mejor y de frente, habría podido notar en los pequeños ojos hundidos de la calavera del náufrago recién encontrado ciertos extraños relámpagos y en sus labios una sarcástica sonrisa, que se dibujaba de cuando en cuando.

Caminando con precauciones, el oído siempre atento y la vista pronta, la pequeña columna expedicionaria se halló, después de una hora, en un espacio descubierto entre los árboles.

MacBjorn, con un gesto, hizo que se detuvieran los marineros que le seguían.

Se inclinó a tierra para recoger mejor todos los rumores, venteó el aire, como si fuera un perro y luego dijo volviéndose hacia el capitán, que no perdía de vista uno de sus gestos.

—Estamos cerca de la aldea de los antropófagos. Apenas traspasemos esos árboles, veremos las primeras cabañas.

—¿Dónde están nuestros compañeros? —le preguntó Bill.

—En una choza cerca de la habitación del rey —respondió MacBjorn.

—¿Vigilada por muchos guerreros?

—Sí, unos veinte, armados de afiladas lanzas y de unas pesadas mazas.

—Si hiciéramos irrupción en la aldea, ¿creéis que los podríamos liberar? —preguntó el capitán.

—No lo creo, porque la choza es fuerte y nuestros compañeros están sólidamente atados. Antes de llegar junto a ellos, los salvajes los matarían. Es mejor esperar el momento en que dé principio la ceremonia fúnebre, porque entonces el pueblo estará indefenso. Nuestra inesperada aparición causará un pánico general; las mujeres y los niños producirán una gran confusión, que nosotros aprovecharemos para dispersar a esa canalla y salvar a los prisioneros. Seguidme.

MacBjorn, que conocía el camino mejor que Bill, se puso a la cabeza de los expedicionarios y se encaminó, con mil precauciones, hacia el Norte, evitando hacer crujir las ramas de los árboles, y parándose de cuando en cuando para oír si el bosque seguía silencioso.

Después de andar quinientos pasos, abandonó la selva de bananos y se aventuró en otra más extensa, compuesta de soberbias artocárpeas, árboles que dan grandes frutas de corteza rugosa que contiene una pulpa amarillenta y que cocida sirve de pan. Por esto dichos árboles son también llamados del pan, aunque la mencionada pulpa es más parecida al sagú que a la harina.

MacBjorn atravesó el bosque, abriéndose paso por los bejucos, que se enredaban de tronco en tronco, formando una espesa red, y se detuvo ante un grupo de gigantescas hierbas.

—Mirad allí a través de las ramas —dijo, volviéndose hacia el capitán.

Bill apartó algunas ramas para ver mejor y descubrió, a cerca de doscientos metros, una doble fila de grandes cabañas, cuyas formas tenían semejanza con cúpulas y estaban rodeadas de empalizadas.

Numerosos fuegos ardían a lo largo de la gran calle que dividía las habitaciones, y al fulgor de las llamas vio varios grupos de salvajes que vivaqueaban cerca de la lumbre, teniendo en las manos sus lanzas con punta de hueso o hierro y sus pesadas mazas, llamadas con gran propiedad rompecabezas.

Aguzando mejor la vista, el capitán descubrió, un poco separada de las otras, una gran choza, en cuyo techo ondeaban trapos y ramas y alrededor de la cual había mucha gente moviéndose con cierta animación.

—Es la cabaña real —le susurró al oído MacBjorn.

—¿Ha muerto el rey?

—Ayer por la mañana estaba todavía vivo y no me pareció tan enfermo que pudiera esperarse un próximo fin. Yo aseguraría que, si no lo enterrasen vivo, podría todavía esperar a la muerte un buen número de años.

—¿Está contento con hacerse enterrar?

—No me parecía muy triste. Más bien animaba a su hijo, que se mesaba el cabello de desesperación.

—¿Su heredero?

—Justamente.

—¿Y por qué no impide que entierren vivo a su padre?

—Porque dice que es mejor ser rey que hijo de rey y que su padre ha vivido ya bastante tiempo. Costumbres de antropófagos, señores —dijo BacBjom sin manifestar el menor horror—. ¡Oh! Pero atención, que empieza a amanecer.

En efecto, hacia Oriente iba apareciendo una luz rosada que hacía palidecer los astros. Dentro de pocos minutos debía brillar el sol, porque en aquellas latitudes puede decirse que no hay crepúsculo. Desaparecido el sol, llega de pronto la noche, y viceversa.

A poco se oyeron sonar nuevamente en la aldea las conchas marinas, y se vio salir de las chozas hombres, mujeres y niños en gran número, ataviados con sus mejores adornos, filas de dientes de pescados como collares y trozos de huesos de ballena. Alrededor de la cabaña real se oyeron agudos gritos, de los que sobresalían ayes desgarradores.

—Son las esposas del rey, que lloran —dijo MacBjorn—. Esas estúpidas se desesperan porque todas no pueden ser sepultadas, y en tanto nuestros compañeros se desesperarán pensando que deben acompañar en el gran viaje al borrachón de Vavanuho que deja de ser rey.

—Confiemos en salvarlos —dijo el capitán—. Estad dispuestos a todo. Cuando dé la señal, descargáis los fusiles en lo más compacto de la multitud y después entrad a la carga con las hachas y las pistolas.

Ya era completamente de día. El sol, iluminando los grandes picos que se elevaban de la isla, derramaba una lluvia de oro sobre los bosques y las chozas de la aldea.

La multitud aumentaba de minuto en minuto. Se veía acudir muchos salvajes del vecino bosque, que ocultaba muchas otras cabañas, así como de la parte del mar y de los montes. En todos lados compañías de músicos hacían sonar las conchas marinas.

De pronto se hizo un gran silencio. Los guerreros se ordenaron rápidamente, formando una larga columna, que se destacó de la gran choza, dirigiéndose hacia el bosque donde se escondía la tripulación de la «Nueva Georgia». Detrás de ellos se veía al viejo rey, conducido en una especie de palanquín, llevado por los más famosos guerreros de la tribu, que se adornaban con numerosos collares y tenían tatuados las piernas y los brazos.

El pobre déspota iba vestido de gran gala. Tenía los brazos y las piernas envueltos en tiras de tela de amarilla, el pecho pintado de negro con «aluzzi», la cabeza envuelta en un pañuelo rojo que remataba en una extraña diadema formada de conchas, y al cuello ostentaba numerosos collares de huesos de tiburón y de ballena.

Tendría unos sesenta años; pero el abuso de las bebidas alcohólicas y tal vez alguna larga enfermedad le habían envejecido bastante. Aunque sabía la suerte que le esperaba, parecía contento y sonreía amablemente a su primera mujer, que le aireaba con un abanico de hojas de coco.

MacBjorn y Bill, que aguzaban la vista, distinguieron a la derecha del rey, y rodeados por el pueblo, a sus infelices compañeros, sólidamente atados, esqueléticos, abatidos y sufriendo pacientes la lluvia de golpes que caía sobre ellos cada vez que la extenuación les obligaba a detenerse. Junto a ellos caminaban diez muchachas jóvenes, vestidas de fiesta y atadas también, cuyo destino debía ser el de que las mataran y arrojaran a la sepultura del rey para que le hiciesen compañía en la otra vida. Estas muchachas no parecían, ni con mucho, abatidas ni tristes, sino felicísimas por haber sido escogidas para tan honorífico destino.

—¡Ahí están! —exclamó Bill, que se había puesto mortalmente pálido al ver a sus compañeros.

—Los veo —respondió el capitán, sin poder contener un gesto de compasión—. ¡A qué estado se ven reducidos! Pero ya pagarán sus cuentas esos feroces devoradores de carne humana.

En seguida apuntó con su fusil, diciendo:

—¡Preparen!

Los marineros dirigieron los cañones de sus armas a lo más compacto de la comitiva.

—¡Fuego! —gritó el capitán.

CAPÍTULO XII. EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS

Ante aquella inesperada descarga que hizo caer en tierra una docena de personas, las cuales se revolcaban en el suelo lanzando desesperados aullidos de dolor, una confusión indecible se produjo entre la multitud de los caníbales.

Los hombres, las mujeres, los niños, los mismos guerreros que rodeaban el palanquín, atacados de un loco terror y no sabiendo todavía a qué atribuir aquella detonación, huyeron en todas direcciones dando gritos agudos y abandonando al viejo rey, que había caído en tierra, a los seis prisioneros y a las diez mujeres destinadas a la muerte.

El capitán Hill se adelantó, corriendo con el hacha de abordaje en la mano dando voces de:

—¡Adelante, marineros!

Bill, MacBjorn y los marineros de la «Nueva Georgia» le siguieron veloces como relámpagos y se dirigieron hacia la aldea, dando terribles gritos para hacer que aumentaran el terror y la confusión.

Algunos guerreros, viendo que se acercaban al rey y creyendo que trataban de matarle para comérselo, volvieron atrás agitando con rabia sus pesadas mazas; pero una descarga de pistola bastó para ponerlos en fuga.

Tres o cuatro de ellos, heridos por las balas, cayeron en tierra.

El capitán Hill, MacBjorn y Bill rodearon a los prisioneros blancos, que parecían estupefactos ante aquel impensado socorro, cortaron con los cuchillos sus ligaduras y los empujaron hacia el bosque, gritando:

—¡Presto! ¡Huid, o después será tarde!

Los marineros, al ver correr en todas direcciones a la multitud que empezaba a enfurecerse al ver que aquel ataque tenía por objeto la fuga de los prisioneros, hicieron una última descarga y en seguida se dieron a correr detrás de los fugitivos.

Ganado el bosque, se perdieron entre los árboles, a fin de que los salvajes no encontraran sus huellas, y se dirigieron a la playa, cargando otra vez las armas. A sus oídos llegaban siempre los gritos de la tribu entera, que se había puesto en persecución de las víctimas y de sus raptores.

—¡Pronto, pronto! —repetía el capitán, que a cada momento temía que le cortaran la retirada al mar.

—Corre, MacDoil; un esfuerzo todavía, Kingston; alarga esas piernas, O’Donnell —decía Bill, animando a sus camaradas—. Aprieta, Brown; duro, Dickens, y tú Walker, a ver si no te quedas atrás.

Aquellos pobres diablos, a quienes los padecimientos y el hambre habían reducido a los huesos y que estaban por completo extenuados, corrían haciendo desesperados esfuerzos, ayudándose con saltos de cigarrón, jadeantes y rendidos.

Los gritos cada vez más agudos de los salvajes, que parecían acercarse siempre, bastaban a animarles, pues sabían muy bien que si entonces escapaban de la tumba, otra vez no serían tan afortunados.

A doscientos pasos de la bahía dos de aquellos desgraciados cayeron sin poder dar un paso más; pero los marineros, que venían corriendo detrás en grupo cerrado, los recogieron y a costa de grandes esfuerzos lograron llegar con ellos a la resguardada bahía.

Las dos chalupas estaban todavía allí. Los marineros apartaron el ramaje que las cubría, las pusieron a flote y se embarcaron.

—¡Andando a toda prisa! —gritó el capitán Hill cuando vio que todos estaban embarcados.

Las chalupas se alejaron rápidamente, dirigiéndose a la salida de la bahía.

Algunos salvajes, los más ágiles, llegaban entonces a la orilla.

Viendo que la presa se les escapaba, lanzaron furiosos clamores y empezaron a descargar una lluvia de piedras contra las embarcaciones; pero el capitán, que no los perdía de vista, puso de un balazo fuera de combate al más decidido de la banda.

Los otros volvieron a internarse en el bosque al ver el pleito malparado, pero sin abandonar la orilla, cerca de la que corrían dando amenazadores gritos.

Las dos chalupas, impulsadas por vigorosos remeros, ganaron bien pronto la alta mar y se dirigieron a la «Nueva Georgia», cuya masa se destacaba en el luminoso horizonte.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el capitán cuando vio su buque—. Ahora ya no temo a estos salvajes.

Después se volvió a los prisioneros, que se habían dejado caer en el fondo de las chalupas, exhaustos de fuerzas. Eran seis verdaderos esqueletos, que podían hacer digna compañía a MacBjorn. Delgados, amarillentos, mustios, lacios y cubiertos de contusiones, se leía en sus rostros una serie inenarrable de padecimientos y de miserias.

Casi todos ellos tendrían, poco más o menos, los cuarenta años, cabellos rubios que denotaban la raza anglosajona, y, cosa verdaderamente particular, cierto no sé qué que no inspiraba la menor confianza: sus ojos lanzaban unas miradas que tenían mucho de falsas y de bestiales.

Observación poco tranquilizadora: todos llevaban en las muñecas y en los tobillos profundas señales, semejantes a las que se advertían en Bill.

El capitán no fijó en eso mucho la atención, atribuyendo las señales a las ligaduras de las cuerdas de los salvajes.

A las ocho de la mañana las dos chalupas llegaban a la escollera donde estaba presa la «Nueva Georgia».

Ana, Asthor y los marineros de guardia saludaron con gritos de alegría el regreso de los expedicionarios. El capitán Hill, que fue el primero en llegar al puente, estrechó fuertemente entre sus brazos a la valerosa joven, que no había tenido miedo de quedarse casi sola en el barco, estando tan cerca de los antropófagos.

—¿No estás herido, padre mío? —le preguntó ella.

—Vuelvo incólume, y lo mismo que yo regresan todos los demás.

—¿Los habéis salvado a todos?

—A todos, Ana; pero estos infelices están en un estado tal, que da miedo.

—¡Desgraciados! —exclamó la joven, inclinándose sobre la borda para verlos—. ¡Parecen esqueletos!

—¡Pronto, subidlos a cubierta y a la enfermería en seguida! —dijo el capitán.

MacBjorn y sus compañeros, que no tenían fuerzas ni aun para permanecer de pie, ni mucho menos para dar un paso, fueron subidos en brazos al puente y en seguida llevados bajo cubierta, donde se les colocó convenientemente en el espacio destinado a los enfermos y heridos.

Asthor se encargó de su curación, la cual, después de todo, no debía ser ni larga ni difícil, tratándose como se trataba de gente que sólo tenía hambre y cuya complexión robusta debía bien pronto recobrar fuerzas con buena alimentación y frecuentes tragos de vino generoso.

El capitán hubiera querido atenderlos él mismo, pero en aquellos instantes era muy necesaria su presencia en el puente, porque a la «Nueva Georgia» la amenazaba un segundo y más terrible peligro.

La playa, hasta donde alcanzaba la vista, aparecía cubierta como por ensalmo de una multitud de antropófagos, furiosos por la burla de que habían sido objeto y por la huida de sus prisioneros. Desde allí lanzaban horribles imprecaciones contra los extranjeros, los desafiaban con roncos gritos que no tenían nada de humanos, y les amenazaban, agitando en sus convulsas manos las mazas, las lanzas y las hondas.

Parecía que de un momento a otro toda aquella gente iba a precipitarse al mar para intentar el abordaje de la «Nueva Georgia».

—Es un ejército —dijo el capitán, en cuya frente se marcaba cada vez más una profunda amiga—. Si todo ese pueblo nos asalta, no sé como terminaremos.

—Yo preveo un asalto impetuoso —dijo Bill, que parecía más inquieto que los otros—. ¡Oh, si este buque no estuviera encallado!

—Afortunadamente, estamos dispuestos a recibirlos, y hemos reforzado el número de defensores. ¿Son, sin duda, valientes vuestros amigos?

—No sólo valientes, sino muy buenos tiradores —dijo Bill con cierto orgullo—. ¡Oh, oh! ¡Ya están ahí las canoas!

El capitán, Ana y los marineros que les rodeaban volvieron la vista hacia la isla y vieron, no sin cierta emoción, una veintena de grandes canoas que venían de la costa Norte a toda velocidad.

El capitán Hill se alzó autoritario y dijo con toda energía y a gritos:

—¡Cada uno a su puesto de combate!

Después, dirigiéndose a Ana, que se había puesto pálida, aunque afectando una gran calma:

—Hija mía —le dijo con voz conmovida—, retírate a tu camarote, porque dentro de poco lloverán aquí las flechas y las piedras de los caníbales.

—Es que si tú afrontas la muerte, quiero yo también afrontarla a tu lado —respondió la joven—. No tengo miedo, padre, y tú sabes muy bien que sé manejar el fusil como tus mejores marineros.

—Lo sé; pero pelearía mal viéndote expuesta a los proyectiles de esos brutos. Si necesitamos un fusil más, yo te prometo llamarte a cubierta.

La besó en la frente y la condujo al cuadro de popa, cerrando la puerta del camarote. Cuando volvió al puente, los salvajes se embarcaban en las canoas dando gritos de furor y agitando las armas.

Los marineros, dispuestos a lo largo de las dos bandas o apoyados en las cofas de los palos, o detrás de los parapetos dispuestos en el castillo de proa, esperaban intrépidos el ataque con el fusil en la mano y el cuchillo y el hacha a la cintura. Los mismos náufragos, a pesar de su extenuación y debilidad extremada, habían dejado las literas de la enfermería prontos a combatir hasta la muerte.

—¡A nosotros, feroces antropófagos! —exclamó el capitán—. ¡Eh, Asthor, haz desplegar la bandera americana sobre el palo más alto, y tú, armero, manda conducir las espingardas y el cañón al castillo de proa!

¡Era tiempo! Las veinte grandes canoas, tripuladas por doscientos guerreros armados de lanzas, arcos y hondas, habían abandonado la costa y se acercaban a todo correr a la «Nueva Georgia», que, encallada como estaba, no podía en modo alguno escapar al abordaje.

Los otros salvajes que habían permanecido en tierra por falta de sitio en las canoas, animaban a gritos a sus compañeros, chillando tan fuerte que el vocerío llegaba al cielo y hacía hervir la sangre de los de las canoas.

Estas, en medio del camino, se dividieron en dos columnas, para asaltar por ambos lados el barco, por babor y por estribor.

El capitán Hill, que aun ante aquel serio e inminente peligro conservaba una calma admirable y no perdía de vista las canoas, dividió en dos grupos a los defensores de la o «Nueva Georgia», confiando el mando de uno de ellos a Asthor, viejo marinero que había peleado muchas veces contra los salvajes.

A trescientos metros, el armero disparó el cañón, haciendo caer sobre la horda asaltante una verdadera lluvia de metralla; pero aunque muchos caníbales cayeron al agua o al fondo de las canoas, éstas siguieron avanzando sin perder su velocidad.

—¡Ahora, valientes! ¡Fuego a discreción!

Ante aquella orden, veinte relámpagos brillaron en el puente de la nave encallada, seguidos de las agudas detonaciones de las dos espingardas, que lanzaban balas de media libra de peso.

Gritos indescriptibles de dolor y de rabia se alzaron entre los asaltantes. Quince o veinte de ellos cayeron al fondo de las embarcaciones, y muchos otros cayeron al mar; pero las canoas siguieron acercándose sin temor al peligro.

En menos tiempo del que se tarda en decirlo, las veinte grandes canoas se encontraron bajo las bordas del buque, y aquellos diablos de color castaño o de bronce brillante se lanzaron al abordaje, subiendo los unos por los hombros de los otros para ganar la amura, y agarrándose a todos los salientes, mientras llenaban el aire de clamores feroces y agitaban desesperadamente sus armas.

El capitán Hill, los náufragos, Asthor y los marineros luchaban con las fuerzas y la energía que da la desesperación: disparaban las pistolas y hacían uso de los cuchillos y las hachas de abordaje; se defendían a culatazos; hacían, en fin, heroicidades. Los salvajes caían a mansalva, pero en seguida otros les sustituían, aumentando cada vez más en número, pues si caían diez se ponían en su lugar veinte, cuarenta, cincuenta, subiendo como una legión de demonios por los flancos del buque y desafiando sin temor alguno la muerte, decididos a todo por recobrar a sus prisioneros y por entregarse con la tripulación a un banquete de carne humana.

El capitán Hill, a riesgo de matar a sus propios marineros, había hecho volver el cañoncillo y las espingardas hacia el mar, con el fin de hacer mayores destrozos entre los asaltantes; Asthor había ya mandado romper las botellas y esparcir los vidrios por la cubierta; y, sin embargo, los caníbales subían a despecho de la metralla y corrían por encima de los vidrios sin hacer caso de las horribles heridas que se producían en los pies.

La lucha parecía ya perdida para los del buque, cuando en medio de los gritos de los antropófagos, casi vencedores, de las imprecaciones de los marineros y del retumbar de los tiros se oyó una voz gritar:

—¡Todo el mundo arriba, a la arboladura!… ¡Capitán Hill, atrancad bien el camarote de miss Ana!… ¡El buque está salvado!…

En seguida Bill, el que parecía peor de todos los náufragos, se lanzó por el puente, abrió la escotilla y miró a la bodega, en cuyo fondo, espantados por el ruido de la batalla, mugían furiosos los tigres.

CAPÍTULO XIII. EL DOMADOR DE TIGRES

La victoria de los caníbales era completa. Aquel ataque furioso e irresistible, sus lanzas, sus pesadas mazas, y sobre todo la superioridad de su número, veinte veces mayor al de los defensores, habían triunfado sobre el valor y las armas de fuego de los hombres blancos.

Los marineros, después de haber hecho prodigios de valor y de haber visto caer a seis de los suyos, se hallaron impotentes para contener la furiosa irrupción del enemigo. Así es que apenas fueron intimados por la voz de Bill, se apresuraron a ponerse a salvo en lo alto de los palos, asiéndose al que les permitía más fácil defensa, en tanto que el capitán, después de ver el barco asaltado por los caníbales y de rendirse el brazo dándoles hachazos y cuchilladas, se retiró a toda prisa al camarote de miss Ana, cerrando y atracando la puerta para impedir, o retardar al menos, la bajada de los antropófagos al cuadro de popa.

Los vencedores, reducidos a una tercera parte, pues gran número de ellos yacían muertos o se retorcían por los agudos dolores de sus heridas, celebraron su triunfo con tres poderosos gritos, a los cuales respondieron con entusiasmo los guerreros que quedaron en la playa. Aquél era el anuncio de que el barco estaba en poder de los caníbales y de que el asado de carne humana no se haría esperar.

Sin embargo, dicho asado estaba aún lejos de sus manos, pues los marineros, salvados y en seguridad sobre las antenas, las cofas y las crucetas, tenían todavía sus armas y respondían a los gritos de triunfo con descargas frecuentes que no dejaban de producir bajas en el enemigo.

Los caníbales no se espantaban por tan poca cosa y se aprestaron al ataque de la arboladura, intentando subir por las cuerdas y escalas, pero aquello era punto menos que imposible. Todo hombre que conseguía subir caía herido sobre el puente.

Comprendiendo que no llegarían nunca hasta donde estaban los defensores, pues éstos poseían balas y pólvora, cambiaron de táctica y comenzaron a atacar los palos con las hachas halladas en el puente. Caídos los palos, caerían también los marineros. No era más que cuestión de pocos minutos: de un cuarto de hora a lo sumo. Ya los marineros se consideraban perdidos, cuando se oyó la voz de Bill que salía de las profundidades de la estiba:

—¡«Sus»!… ¡«Sus»!… ¡Tigre! —gritaba amenazador—. ¡Adelante, cordera mía!…

Un instante después, una tigresa enorme, la más grande de las doce que había en las jaulas, se lanzaba fuera de la escotilla.

Pareció a lo primero sorprendida de encontrarse en tan numerosa compañía; pero en seguida, avivados sus instintos salvajes por la presencia de seres humanos, se encogió como un gato y saltó tratando de alcanzar a los caníbales, lanzando, a la vez, un poderoso rugido.

Ante aquel animal tan feroz y fuerte los salvajes, que no lo habían visto jamás y que no sabían a qué raza pertenecía, fueron presa de un supersticioso terror y huían como alma que lleva el diablo, verdaderamente espantados.

Aquello fue una fuga general. Locos por el terror se precipitaban al mar desde las amuras, desde el puente, desde el castillo de proa, cayendo en confuso montón sobre los que estaban en las canoas y abandonando las armas. Los remeros, presa también del pánico, bogaron a toda prisa y huyeron desesperadamente hacia la costa sin detenerse para recoger a los que nadaban con el fin de alcanzar las canoas, y que al verlas huir daban gritos de rabia y de desesperación, imaginando que aquel monstruoso animal iba a lanzarse al agua para devorarlos.

En pocos minutos en el puente de la «Nueva Georgia» no quedó ni un salvaje.

—¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros desde los penóles—. ¡Viva Bill!

Entonces se abrió la escotilla de proa que comunicaba con la cámara de los marineros y apareció el náufrago con un hacha en la mano. Viendo el puente desembarazado de enemigos, avanzó con intrepidez hacia la enorme tigresa, que daba furibundos zarpazos en el borde del puente, exasperada por no haber podido llegar a todos ellos.

—¡Bill! ¡Bill! —gritaron los marineros—. ¡Cuidado, que la tigresa te va a destrozar!

La tigresa permaneció inmóvil, mirándole con ojos de fuego. Cualquier otro hubiera huido apresuradamente ante aquella manifestación hostil, pero Bill siguió avanzando.

El extraño hombre parecía transfigurado. Sus facciones demostraban en aquel instante una energía suprema y una voluntad increíble, y de sus ojos parecían brotar chispas.

Se paró a tres pasos de la tigresa, que continuaba rugiendo, y señalándole otra vez la entrada de la escotilla repitió con una voz que tenía una entonación particular:

—¡Vete!

Entonces la tripulación, que desde las vergas presenciaba con estupor aquella inesperada escena, vio a la terrible fiera dirigirse lentamente, con el lomo agachado y la cabeza baja, como si no pudiera resistir la fascinadora mirada de aquel hombre, hacia la escotilla y bajar a la estiba.

Bill siguió con el brazo siempre levantado, descendió al interior del buque detrás de la tigresa, y poco después se oyó el rechinar de los hierros de la jaula, donde había vuelto a encerrarla. En seguida volvió el náufrago al puente.

—Podéis bajar —dijo alzando la vista hacia la tripulación, todavía admirada—. La tigresa está ya en su jaula.

Dirigiéndose a la escalera de popa, llamó al capitán Hill, que se decidió a subir a cubierta, acompañado de Ana.

—¿Y los salvajes? —preguntó con ansia el americano al ver el puente libre.

—Huyeron —respondió tranquilamente Bill.

—¿Les soltasteis los tigres?

—Bastó uno para poner en fuga a los antropófagos.

—Muchas gracias. Bill, por lo que has hecho. Sin ti estaría perdido mi buque a estas horas, y todos seríamos prisioneros de los salvajes.

—Vos me salvasteis a mí, y yo os he salvado —respondió el náufrago con voz sorda—. Ni nada os debo, ni nada me debéis; estamos en paz.

El capitán Hill le miró sorprendido.

—¿Por qué esas palabras, Bill? —le preguntó en tono de reconvención.

—Porque no me gusta ser deudor de nadie —contestó con acento marcado.

—Eres orgulloso, Bill.

El náufrago movió la cabeza y arrugó la frente.

—No —dijo—. Algún día sabréis la razón.

Giró sobre sus talones, después de dirigir a Ana una mirada de fuego, y se alejó con el semblante contraído y una irónica sonrisa en los labios.

—¡Qué hombre tan singular! —dijo la joven.

—No podré comprenderle nunca, Ana —añadió el capitán Hill—. Y, sin embargo, sus palabras me han producido una extraña impresión. ¡Bah! No pensemos en esto.

Hizo un ademán como para lanzar de sí un pensamiento triste, y salió al encuentro de los marineros que descendían de la arboladura.

—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó a Asthor.

—Seis, señor, y de los más valientes.

—¿Todos de los nuestros? —volvió a preguntar dando un suspiro.

—Todos, señor, por desgracia. Parece que la fortuna protege a los náufragos, porque éstos ni siquiera han recibido una herida. A propósito, ¿qué os parecen esos hombres?

—Me parecen unos pobres diablos —respondió el capitán—. Pero…

—¿Sospecháis algo?

—He descubierto en sus puños y tobillos señales de haber estado esposados y me han dado mucho que pensar, mi viejo Asthor. Podrán obedecer esas señales a las ligaduras de los salvajes; sin embargo…

—Comprendo —dijo el piloto, cuya frente se había nublado—. El teniente Collin había notado las mismas señales en las muñecas de Bill. ¡Estaría bueno que se hubiera derramado tanta sangre por hombres de esa clase, recluidos en la siniestra isla que se llama de Norfolk!

—Tal vez nos engañemos, Asthor, y además…

Se interrumpió e hizo un gesto de sorpresa. Le habían venido a la imaginación las enigmáticas palabras pronunciadas poco antes por Bill.

—Tengo mis temores, Asthor —dijo.

—¿Qué teméis?

—Nada por ahora; pero vigilemos.

—Los observaré atentamente, capitán. Y ¡ay de ellos si osan tramar algo! El viejo Asthor está todavía fuerte y es capaz de aplastar la cabeza al que pretenda sólo lo más insignificante contra vos o contra miss Ana.

—Está bien, mi querido lobo de mar. Ahora pensemos en los muertos.

Hizo retirar a Ana para que no asistiera a tan desagradable espectáculo, y los marineros, por orden del capitán, arrojaron al mar los cadáveres de los caníbales que cubrían la cubierta. La resaca, que se hacía sentir muy perceptiblemente, los arrojó a las playas de la isla.

Por la noche fue izada la bandera americana en señal de duelo, y después del oficio de difuntos recitado por el capitán y por toda la tripulación, fueron arrojados al agua los cadáveres de los seis marineros que cayeron durante la lucha, y a los que se envolvió en una gruesa hamaca a cada uno, con una pesada bola de hierro sujeta a los pies, para sustraerlos a la voracidad de los monstruosos habitantes del archipiélago fidjiano.

CAPÍTULO XIV. LA GRAN MAREA

Durante la noche no ocurrió nada de particular. Los isleños hicieron oír sin interrupción los roncos sonidos de sus conchas marinas, aunque sin abandonar la playa, para intentar un nuevo ataque al buque.

Los marineros, que aguardaban a cada momento ese segundo ataque, no abandonaron un solo instante la cubierta, y para hacer comprender a los salvajes que vigilaban bien, dispararon varias veces el cañón y las espingardas, provocando con ello un nuevo vocerío de los enemigos, acampados en la playa, bajo los grandes árboles que festoneaban.

Cuando despuntó el alba, el capitán, que no había cerrado los ojos en toda la noche, dispuesto a evitar un segundo asalto, vio que había aumentado el número de los enemigos. Sobre las playas había lo menos cinco o seis mil salvajes, y a algunos se les veía llegar de las islas cercanas; pero ninguno de ellos se atrevía a acercarse a la «Nueva Georgia», que parecía infundir a toda aquella gente un supersticioso terror.

—¿Intentarán un nuevo asalto y esperarán a ser más para que les resulte más seguro? —preguntó el capitán a MacBjorn, que observaba atentamente a los salvajes.

—No —respondió el hombre esqueleto—. Esos pillos han cobrado demasiado horror a nuestra tigresa para que vuelvan a la carga. Sin embargo, creo que confían en la tempestad para podernos comer.

—¿Sí?

—Sí. Creen, sin duda, que nuestro buque, preso como está en las escolleras, no podrá moverse y esperan que un temporal les ayude. También sospecho que temen que pueda desembarcar la tripulación y por eso se mantienen vigilantes, sin ganar los bosques del interior.

—Afortunadamente, estaremos lejos cuando la tempestad que ellos esperan descargue en estos sitios. Estoy seguro que la «Nueva Georgia» saldrá sin averías de este banco.

—También lo creo yo, señor, porque he observado el banco y he visto que no hay puntas rocosas y que el buque apoya sólo el asta de proa.

—Cierto, MacBjorn. Y en el caso en que la gran marea no bastase para ponerle a flote, haremos echar dos anclas por popa y la tripulación trabajará bien.

—¿Y dónde nos conduciréis cuando estemos libres, señor?

—A Melbourne —respondió el capitán—. Es mi puerto de arribo.

—¡En Australia! —exclamó el náufrago, arrugando la frente y haciendo una mueca de desagrado.

—¿Os disgusta? —preguntó el capitán Hill, que había notado aquel gesto.

—No, señor —respondió vivamente MacBjorn.

—Si os parece mejor, podréis desembarcar en la isla de Norfolk, en la que me detendré algunas horas —dijo el capitán, mirándole fijamente.

Apenas oyó el nombre de esa isla siniestra, que sirve de prisión a los forzados ingleses, MacBjorn se estremeció vivamente y de pálido que estaba se tomó lívido.

—¡No, no! —exclamó—. Aquella isla tiene una reputación demasiado mala, señor. Preferiría más bien desembarcar en una isla habitada por salvajes.

—Entonces vendréis a Melbourne.

—A falta de otra cosa mejor nos quedaremos en Australia. Allí encontraremos de seguro algún buque que nos lleve a nuestra patria.

—¿Hace mucho que no la veis?

—Seis años, señor —respondió el náufrago, mientras una nube le pasaba por la frente.

—¿Y desearéis ardientemente volverla a ver? ¿Tenéis allí familia? ¿Esposa quizá?

MacBjorn miró al capitán, que afectaba completa calma, y en sus ojos brilló un relámpago.

—¡Mi mujer! —exclamó con voz ronca—. ¡Ah, señor! ¡Murió hace mucho tiempo!

—¡Pobre hombre! —murmuró el capitán con sutil ironía, pues al fin había comprendido con qué clase de individuo tenía que habérselas—. Andad a beber un buen trago de gin, y perdonadme si involuntariamente he provocado un doloroso recuerdo.

MacBjorn, que se había puesto sombrío y tomado un aspecto salvaje, se alejó sin responder, caminando como un borracho.

—¡Truenos y relámpagos! —murmuró el capitán—. ¿Qué especie de náufragos he embarcado yo? Este hombre debe de haber asesinado a alguien, tal vez a su mujer. Ahora estoy convencido de tener a bordo, no seis desgraciados, sino seis presidiarios fugados de la isla de Norfolk. ¡Oh! Pero ¡ay de ellos si se atreven a intentar algo contra mí!

—¿Qué murmuras, padre mío? —le preguntó Ana, apareciendo en el puente.

—Nada, Ana —respondió el capitán esforzándose por sonreír—. Me desahogaba contra esos salvajes que nos atacaron y pueden hacerlo aún.

—Bill soltará otro tigre contra ellos, y volverá a ponerlos en fuga, si osan aparecer nuevamente a bordo de la «Nueva Georgia».

—¡Bill, Bill! —articuló el americano apretando los dientes… —Sí, soltará los tigres, Ana.

—¿Por qué lo dices con ese tono? —preguntó la joven—. Se diría que no te es simpático ese pobre náufrago.

—Y quisiera que no hubiese puesto los pies en este buque.

—Pero ¿por qué?

—¡Silencio, hija mía! Por ahora no puedo decirte nada.

—¿Y por qué, señor? —dijo una voz.

El capitán se volvió y se encontró ante Bill, que le miraba con ojos llameantes, en tanto que cada vez se ponía más pálido.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el americano arrugando la frente—. ¿Me estabas espiando?

—No, señor —respondió Bill, tratando de aparecer tranquilo—. Me dirigía hacia esta parte para observar mejor los movimientos de los salvajes y he oído involuntariamente vuestras palabras, que son bien amargas para mí. ¿Tenéis algún motivo de queja de este náufrago desde el día en que lo recogisteis moribundo del tempestuoso Océano?

—No, es cierto. Más bien he tenido que darte las gracias en dos ocasiones.

—¿Por qué entonces esas severas palabras?

—No puedo explicarme.

—¿Qué teméis? Si yo y mis compañeros os estorbamos en vuestra nave, nos podéis desembarcar en la primera isla que encontremos.

—Lo pensaré. Todo dependerá de vuestra conducta.

—Está bien, señor —dijo Bill, resentido.

Saludó a miss Ana y se alejó, dirigiéndose a popa; pero aquel hombre estaba lívido y sus dientes entrechocaban con fuerza, como si hubieran querido destrozar algo.

—Eres severo, padre mío —dijo Ana con tono de reconvención—. No sé por qué se te haya atravesado ese hombre.

—Más tarde lo sabrás. No aventuro ahora una opinión terrible.

Durante la noche dos veces tuvo la tripulación que subir al puente, alarmada, pues fueron vistas algunas canoas que se destacaban de la isla; pero huyeron al primer cañonazo.

Al día siguiente la situación era la misma.

La «Nueva Georgia» seguía siempre encallada y los antropófagos acampados en la playa. Pero dentro de pocas horas debía tener fin aquella prisión, porque a mediodía alcanzaría la gran marea su máxima altura y pondría el buque a flote.

El capitán, que suspiraba por el momento de dejar aquellos funestos parajes, dio las órdenes necesarias a fin de que todo estuviera dispuesto para la hora de la gran marea.

Hizo aligerar la proa del buque, llevando a popa las anclas gruesas, las cadenas, las cajas del equipaje, los barriles de agua dulce, gran parte de los penóles de recambio y hasta las jaulas de los tigres, que ocupaban la parte anterior de la estiba. Hecho esto, mandó botar una de las lanchas y arrojar por popa dos anclas, cuyas cadenas estaban fijas al tomo para operar una fuerte tracción; mandó además desplegar todas las velas para aprovechar el viento, que soplaba ligeramente de proa.

Terminadas aquellas diversas operaciones, el capitán colocó a la mayor parte de sus hombres, entre ellos los náufragos, cerca del tomo, al que se había colocado ya la manivela.

La marea, en tanto, continuaba subiendo. A las once había ya cubierto casi todo el banco y se oían crujidos bajo el asta de proa, señal evidente de que el velero tendía a levantarse. Media hora después había dos pies de agua sobre el banco.

Era el momento oportuno para intentar un primer esfuerzo.

—¡Cada cual a su puesto! —ordenó el capitán Hill—. La marea va a alcanzar su altura máxima.

La tripulación se inclinó sobre las aspas y dio vuelta al torno con sobrehumana energía. Las cadenas de las dos anclas arrojadas al banco se pusieron en tensión bruscamente, pero las puntas de hierro resbalaron.

—¡Esperemos! —dijo el capitán—. ¡Ahora, amigos!…

Añadió luego:

—¡Un esfuerzo o nos eternizaremos en este banco!

Los marineros siguieron dando la vuelta al tomo con una especie de furor, marcándose los músculos de sus brazos en tal forma, que parecía que iban a estallar.

Todos tenían las frentes empapadas en sudor, pues sabían que la propia salvación dependía de sus fuerzas.

La vida para ellos acabaría de modo desastroso si la nave no se ponía a flote, pues ninguno ignoraba que los salvajes esperaban cerca con los dientes afilados.

El buque crujía cada vez más al empuje de tantos vigorosos brazos, pero no acababa de ponerse a flote.

El capitán Hill, a pesar de su valor, se había puesto pálido y sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Un vago temor comenzaba a invadirle, y dirigía sobre Ana miradas de desesperación.

—¡Un esfuerzo aún, muchachos! —exclamó con voz sofocada.

Asthor y los tres o cuatro hombres que dirigían la maniobra acudieron en ayuda de sus compañeros. Aquel nuevo esfuerzo fue decisivo.

El buque osciló bruscamente y se deslizó sobre el banco; primero, despacio; después, con mayor rapidez, y últimamente, quedó balanceándose en el mar libre.

Un inmenso grito de alegría se escapó de la tripulación, al que hicieron eco otros de furor, seguidos de espantoso vocerío.

Los salvajes, al ver como la nave se libraba del banco, y comprendiendo que se les escapaba la presa, se lanzaron en confuso montón sobre las canoas y acudían de todas partes para dar un desesperado asalto.

—¡Alerta! ¡Los salvajes! —gritó Asthor, que se había dirigido a popa.

—¡Demasiado tarde, mis queridos amigos! —exclamó el capitán Hill, triunfante—. ¡Orzar la barra y virar de bordo!

Aquella maniobra fue ejecutada con fantástica rapidez: tanto era el terror que imponían los salvajes. La «Nueva Georgia» giró alrededor de los escollos que formaban el banco y salió a plena mar con las velas desplegadas, dirigiéndose hacia el Oeste.

Las largas canoas de los fidjianos no se detuvieron por eso. Pasaron casi volando sobre el banco y continuaron la caza, maniobrando furiosamente con los remos; pero, como había dicho muy bien le capitán, era demasiado tarde.

El barco huía con la velocidad de una tromba marina, y en breve estuvo muy lejos de aquellos salvajes habitantes del archipiélago fidjiano, que perdieron toda esperanza de alcanzarle.

Cuando el capitán Hill no los vio ya, lanzó un suspiro de satisfacción.

—¿Vamos derechos a Australia, papá? —preguntó Ana.

—Derechos, sin detenernos en ninguna parte, porque no veo el momento de desembarazarme de dos cargas peligrosas.

—¿A cuáles te refieres?

—A los tigres y a los náufragos.

—Tú la tomas siempre con esos infelices.

—Te he dicho que tengo mis motivos.

—Si te estorban, ¿por qué no los dejas en cualquier isla?

—Si puedo, lo haré.

—¿No hay cerca alguna dónde no puedan correr peligro?

—Ante nosotros tenemos el archipiélago de las Nuevas Hébridas, y más al Sudeste la Nueva Caledonia; pero ambas están pobladas de salvajes peores que los fidjianos.

—¿Y no hay islas deshabitadas?

—Un tiempo fueron numerosas, pero después han ido siendo ocupadas poco a poco. La población humana crece constantemente, a pesar de las grandes bajas que producen las guerras y las epidemias, y llegará un día en que no haya sitio para todos en el mundo.

—¿Qué dices? Recuerda que hay continentes que tienen todavía espacios inmensos por habitar: África, Australia y las dos Américas.

—Es verdad; pero dentro de dos siglos no habrá un solo territorio desierto. Los hombres de ciencia han estudiado varias veces este problema y han deducido que antes de mucho la población del Globo no encontrará sitio suficiente y se verá obligada a diezmarse con continuas guerras, o… ¡volviendo a la antropofagia!

—¡Es increíble!

—Y, sin embargo, es cierto, Ana, y voy a explicártelo mejor. Los sabios saben que la superficie terrestre tiene veintiocho millones de millas cuadradas de tierras fértiles, catorce de estepas y cuatro de desiertos, y han calculado que el máximo de habitantes que esa superficie de tierra puede alimentar es de doscientas siete personas por milla cuadrada en los terrenos fértiles, diez en las estepas y uno en los desiertos. Resulta de esto que cuando la población del Globo alcance la cifra de cinco mil novecientos noventa y cuatro millones, no habrá terrenos disponibles para alimentar mayor número de personas. ¿Te parece exacto el cálculo?

—Y justo —respondió Ana, después de algunos minutos de reflexión—. Pero ¿cuántos años transcurrirán antes que la población sea tan numerosa?

—Por término medio, se cree que el número de habitantes aumenta en la Tierra cada diez años en un ocho por ciento.

Partiendo de este cálculo, los cinco mil novecientos noventa y cuatro millones de habitantes podrán vivir dentro de doscientos años. ¿Qué son dos siglos para la Humanidad? Nada.

—¡Espantan esos cálculos!

—No diré lo contrario, y yo no desearía estar vivo dentro de doscientos o trescientos años. Además, el progreso científico e industrial habrá hallado el medio de hacer más fértiles las tierras, habrá encontrado el modo de que sean productivos los desiertos y las estepas; pero esto será no más que un paliativo. La población seguirá creciendo, la Tierra no bastará a contenerla y nuestros nietos no tendrán otra alternativa que la de destruirse en guerras terribles o la de comerse los unos a los otros a menos que descubran el medio de llegar a la Luna o a cualquier otro planeta. Por fortuna, nosotros no estaremos ya vivos y hará ya quién sabe cuántos años que dormiremos el sueño eterno, o en la profundidad de los abismos marinos, o bajo unos cuantos pies de tierra. Pero dejemos a un lado estas filosofías y vamos a comer, Ana, que tenemos necesidad de ello.

CAPÍTULO XV. BILL SE REBELA

La «Nueva Georgia», libre del naufragio y del asalto de los antropófagos, seguía huyendo hacia el Sudoeste, tratando de pasar ante las últimas islas del archipiélago de las Nuevas Hébridas y de evitar las peligrosas costas de la Nueva Caledonia, que en aquel tiempo gozaban una triste celebridad, por no haber sido aún ocupadas por Francia.

El capitán mantenía las velas desplegadas, así como las de reserva, ansioso de ganar cuanto antes la costa australiana. Comenzaba a preocuparse aquel bravo marino, no por el tiempo que había perdido ni por su buque, que no habría sufrido avería alguna en los escollos, ni por los tigres, que permanecían sólidamente encerrados en sus jaulas de hierro, sino por los náufragos a quienes había salvado a costa de tantos trabajos y fatigas.

En el momento en que aquellos hombres vieron a flote el barco, cambiaron por completo de actitud, y hasta parecía pesarles el reconocimiento que debían a la tripulación americana. No eran ya humildes y serviciales como durante el peligro; no se notaba en ellos la menor señal de gratitud; no eran los más obedientes.

Ociosos desde la mañana a la noche, sin tomar parte en las fatigosas maniobras del velero, respondían altaneros al piloto Asthor, jugaban a las cartas y a los dados en el fondo de la estiba, y se tomaban cada vez más insolentes y descontentadizos.

El mismo Bill había cambiado mucho. Trataba de igual a igual al capitán, y hasta parecía alentar secretamente las inconveniencias de sus compañeros. Ante miss Ana tampoco se mostraba tan respetuoso como antes.

La tripulación adivinaba por instinto que aquellos náufragos no eran marineros leales, sino gente mala y viciosa, muy capaz, si las circunstancias se mostraban favorables, de rebelarse abiertamente contra la autoridad de a bordo.

El capitán y Asthor no los perdían de vista, y cada vez más convencidos de que tenían que habérselas con forzados evadidos de la isla de Norfolk, se mantenían en guardia, prontos a reprimir, con la mayor energía, el menor asomo de rebelión.

Aquella incesante vigilancia no debía tardar en conducirlos a un descubrimiento de gravedad incalculable.

Una noche, mientras el capitán y Ana reposaban en sus camarotes y Asthor velaba sobre cubierta, un gaviero advirtió que los náufragos habían abandonado secretamente su dormitorio. Sorprendido ante este hecho, se apresuró a ponerlo en conocimiento del piloto.

—¡Ah tunos! —exclamó el viejo marinero, arrugando la frente—. ¡O soy muy bestia, o aquí se oculta algo grave!

Sin advertir a nadie, para no alarmar inútilmente a la tripulación, se proveyó de una linterna, se escondió en el bolsillo una pistola, y bajó a la estiba seguro de encontrar allí a los náufragos.

En efecto, los vio a todos formando círculo junto a las jaulas de los tigres y hablando secretamente, como si tramaran algo malo. Bill estaba en medio y en aquel momento tenía la palabra.

El piloto, sorprendido, palideció. ¿Qué podían tramar cuando habían buscado aquel sitio aislado, lejos de la vista y el oído de la tripulación americana? Nada bueno, sin duda.

El viejo marinero tuvo intenciones de despertar al capitán y llamar en su ayuda a los tripulantes; pero ante el temor de provocar una agitación injustificada, bajó solo y se dirigió resueltamente hacia los náufragos.

Apenas descubrieron éstos la luz de la linterna, se levantaron como un solo hombre, haciendo gestos de descontento, tal vez avergonzados de que les hubieran sorprendido en conciliábulo, o más probablemente irritados y decididos a todo.

—¿Qué hacéis aquí reunidos en las tinieblas, como conjurados? —les preguntó el piloto con voz acre—. ¿Es por miedo de que nuestros camaradas oigan lo que tramáis?

—¡Oh, por mil diablos! —gritó Bill con ironía—. ¿Estamos tal vez prisioneros en vuestro buque? ¿No somos dueños de movernos de un sitio, señor piloto de la «Nueva Georgia»?

—¡Truenos y rayos! —exclamó el escuálido MacBjorn—. ¡Otra vez traeremos con nosotros todas las linternas y hachones de a bordo!

—¡Eh, tú, pájaro de mal agüero! —dijo el piloto plantándose ante el escuálido Mac—. Te advierto, de una vez para siempre, que Asthor es capaz de hacerte tragar esas palabras. Conque, ojo, y si no caminas derecho con esos dos leños que tienes por piernas, te las rompo.

Los náufragos se echaron a reír, pero el piloto permanecía bien serio. Le ahogaba la rabia y sentía invencibles deseos de encerrar a todos aquellos hombres en un fuerte camarote, con hierros en los pies y en las manos.

—¡Fuera de aquí! —dijo—. ¿Qué hacéis?

—Ya lo veis —respondió Bill—. Discurríamos el medio de abandonar lo antes posible vuestro barco.

—Y ¿por qué? —le preguntó el viejo, dirigiéndole una mirada aguda como un puñal.

—Porque no queremos desembarcar ni en Australia ni en la isla de Norfolk.

—¡Ah! ¿Tenéis acaso cuentas que saldar con aquellas autoridades?

Bill se puso pálido e hizo un gesto amenazador, mientras sus compañeros miraban torvamente al piloto, en actitud también amenazadora.

—¡Basta! —bufó Bill con voz ronca—; ya tenemos bastante con vuestras sospechas, señor piloto de la «Nueva Georgia». Muy pronto sabréis quiénes somos.

—¿Es una amenaza?

—Tomadlo como queráis; poco me importa.

—Mañana contaré lo sucedido al capitán.

—Hacedlo cuando gustéis.

—Os lo prometo, Bill. Ahora dejad este sitio y volved a vuestro dormitorio, o hago acudir a los marineros para que os encierren inmediatamente.

Los náufragos se alejaron sin responder y entraron en la cámara común, aparentando perfecta tranquilidad.

Asthor les siguió con la vista. Después, moviendo la cabeza, murmuró:

—¡Ojalá me engañe, pero estos hombres nos van a dar que hacer!

Examinó perfectamente las jaulas de los tigres, inspeccionándolo todo, y cuando se aseguró de que los náufragos se habían acostado, volvió a cubierta muy inquieto y pensativo.

Antes del alba estaba ya Bill en el puente. Pasó ante Asthor con la frente alta y lanzando sobre él una mirada de reto, en tanto que sus compañeros se paseaban ociosos por el castillo de proa, mirando tranquilamente las maniobras de los marineros americanos. Tres veces pasó Bill ante Asthor, como si buscara un pretexto para ser interrogado por la escena de la noche; y se sentó sobre la amura de babor, observando con profunda atención el mar, que se extendía ante sus ojos, terso como un espejo.

Cuando el capitán Hill apareció en el puente, el náufrago estaba todavía absorto en su contemplación y no pudo ver a Asthor acercarse al comandante.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó éste al ver que el piloto se le acercaba con cierto misterio.

—Malas noticias —respondió Asthor.

El capitán arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que a bordo de la «Nueva Georgia» se conspira —respondió el piloto.

—¿Contra quién?

—Lo ignoro, capitán; pero sin duda se trama algo en nuestro daño.

—¿Por quiénes? ¿Tal vez la tripulación?

—No, a Dios gracias. Nuestra tripulación es fiel. Son los náufragos.

—¿Qué? ¿Esa gente se atrevería?

—Sí, señor. Los he sorprendido esta noche en misterioso conciliábulo en el fondo de la estiba, ante la jaula de los tigres.

—¿Quieres asustarme, viejo Asthor? —preguntó el capitán con voz alterada.

—Sería inútil. Os digo lo que he visto y nada más.

—Y ¿esos hombres, a quienes he salvado poniendo en grave peligro mi nave y la vida de todos nosotros, se atreven a conspirar contra mí? ¡Qué Ana no sepa nada, viejo amigo, para no inquietarla!… ¡Ah perversos!… ¿Dónde está Bill?

—Miradle allí, sentado en la amura de babor.

—Está bien; será el primero que la pagará por todos.

Aseguróse de que tenía la pistola al cinto, sabiendo ya que iba a habérselas con un tuno decidido a todo; se acercó a la amura y, tocándole en un hombro, dijo:

—¡Aquí estamos, señor Bill!

El náufrago se volvió con toda tranquilidad, pero al verse ante el capitán, que tenía la faz contraída, se puso ligeramente pálido y su mirada se dirigió a Asthor.

Bien pronto logró serenarse y, bajando de la amura, quedó en pie ante el capitán con los brazos cruzados.

—¿Qué deseáis, capitán?

—Ante todo, una explicación.

—Hablad, señor.

—Lo primero: ¿de dónde procedéis?

—De… un buque naufragado. Ya lo sabéis.

—¡Mientes!

Bill se estremeció y en sus ojos brilló una luz siniestra.

—¿Yo? —exclamó apretando los puños; en seguida logró refrenarse y, ya al parecer tranquilo, añadió—: Pues decid vos de dónde vengo, ya que parecéis saberlo mejor que yo.

—Me basta lo que sé para juzgarte. Ahora dime: ¿por qué motivo te has reunido la pasada noche en la estiba con tus compañeros?

—Ya esto es otra cosa y habláis en razón —respondió el asesino de Collin—. ¿Queréis saberlo? Pues nos hemos reunido para deliberar acerca de la ruta que lleva el buque.

—¡De la ruta de mi buque! —exclamó el capitán en el colmo de estupor.

—Sí, señor, porque esa ruta no nos conviene ni a mí ni a mis compañeros.

—¿Qué queréis decir?

—Que no queremos que vuestro buque toque ni en Australia ni en la isla de Norfolk —respondió resueltamente el náufrago.

—¡Ah! ¿Y crees…?

—Que obedeceréis —respondió Bill con tono amenazador y mirándole fijamente.

El capitán Hill, ante tan inesperada audacia, permaneció algunos instantes sin poder hablar. Estaba sorprendido y confuso. Y tenía motivos para sorprenderse, pues sabía que la tripulación era dos veces más numerosa que los náufragos, y tan fiel, que a la menor palabra arrojaría a éstos al mar.

—¿Estás borracho? —le preguntó.

—No, señor —respondió el náufrago imperturbable—. No he bebido un sorbo de gin, ni de whisky, ni de brandy.

—Y ¿no sabes que puedo colgarte de un palo?

—No os atreveréis.

—Y ¿quién me lo impedirá? ¿Tus compañeros tal vez? —preguntó el capitán, cuyos dientes rechinaban.

—No; pero no os atreveréis, si es que deseáis que el buque llegue a puerto y se salve vuestra hija.

¡Aquello era demasiado! La paciencia del capitán había sido bien puesta a prueba.

—¡Miserable! —exclamó levantando el puño contra el náufrago, que nada hizo por evitarlo.

La mano del gigantesco Hill cayó como rumor sordo sobre el náufrago y lo inclinó con fuerza irresistible, haciéndole caer sobre el puente.

Al ver en el suelo a su compañero los otros náufragos, que esperaban en el castillo de proa, afectando gran calma, se levantaron de pronto; pero Asthor tocó el pito y mandó a la tripulación que estuviera dispuesta a reprimir cualquier intentona.

—Matadme si os parece, o, mejor dicho, asesinadme —dijo Bill con fría ironía, permaneciendo en el suelo.

—¡No, canalla! —respondió el capitán furibundo—. Yo no soy de esos hombres que asesinan, pero te pondré en la imposibilidad de hacernos mal a mí, a mi hija y a mi tripulación.

—¿Y luego? —preguntó, siempre irónicamente, el náufrago.

—¡Después te haré azotar! Así aprenderás a guardar el debido respeto, primero, a tus salvadores, y después, a tus superiores.

—¡Probadlo!

—¿Me desafías?

—¡Os desafío!

—¡A mí, marineros!…

Ante aquella voz, siete u ocho marineros se precipitaron sobre el audaz Bill, reduciéndole a la impotencia.

En aquel mismo momento apareció en el puente miss Ana.

—¡Padre mío! —exclamó corriendo al encuentro del capitán, que tenía en la mano una pistola, pronto a descargarla contra los camaradas de Bill—. ¡Gran Dios!… ¿Qué pasa?

—Retírate, Ana —respondió Hill—. Son cosas que no te importan.

—Pero ¿por qué está ese hombre tirado en el puente?

—Es un miserable, a quien voy a castigar.

—¿Qué? ¿Bill castigado?… ¿Él, que nos ha salvado de los antropófagos?

—Y que ahora amenaza a mi buque y a tu vida, Ana.

—¡Es imposible, padre!

—La tripulación puede testificar.

—Y ¿qué vais a hacer a ese desgraciado?

—Matarlo como a un perro.

—¡Oh, no!… ¡Le perdonaréis!

—Pero… ¡Ana, retírate!… ¡Lo mando!

La joven comprendió que todo ruego habría sido inútil y se retiró lentamente, mientras el náufrago, alzando la cabeza, la miraba con ojos que despedían rayos.

Cuando desapareció, el capitán, volviéndose hacia los marineros que sujetaban a Bill, les dijo:

—Ahora, ¡azotad a ese miserable!

—Aquí estoy dispuesto, señor —dijo Asthor, haciendo chasquear el látigo—. ¡Mi brazo es fuerte y no parará hasta descargar los veinte golpes!

CAPÍTULO XVI. EL INCENDIO DEL BUQUE

En el tiempo en que ocurrieron estos hechos, los castigos corporales se empleaban mucho a bordo de los buques, tanto de la Marina mercante como de la de guerra.

Azotar a un marinero indisciplinado o rebelde era cosa muy frecuente, y en particular entre los americanos y, sobre todo, entre los ingleses, que recurrían de cuando en cuando al «gato de nueve colas».

Este instrumento, que inspiraba un verdadero terror a todos los marineros, se componía de un puño o mango, al que estaban adaptadas con toda solidez nueve tiras de cuero, en las que había adheridas pequeñas bolas de plomo, que causaban en las espaldas del paciente surcos amoratados, que sangraban en más de una ocasión.

Veinte o treinta golpes bastaban para reducir a un deplorable estado al hombre más robusto. Los ingleses, sin embargo, solían condenar a los rebeldes, los ladrones y a los indisciplinados a cincuenta golpes, y algunas veces más; pero hacían presenciar a un médico la ejecución de tan tremendo castigo, a fin de que lo hiciera cesar si consideraba que estaba en peligro la vida del paciente. Aun así, la interrupción era momentánea, pues el castigo continuaba apenas se habían curado un poco las sangrientas llagas del paciente.

Toda la gente de mar del Reino Unido temblaba cuando oía hablar del «gato de nueve colas», al que temían más que a la muerte. Para demostrar el fondo de verdad que había en esto, baste decir que fue con esas famosas disciplinas con las que los jueces de Londres pusieron término a la banda de estranguladores que de noche se escondían en los quicios de las puertas y que con una cuerda de nudo corredizo mataban a los desprevenidos transeúntes nocturnos.

La pena de muerte, aplicada a varios de esos bárbaros, no fue bastante para aterrorizar a los otros; pero apenas se decretó aplicar a aquella gente un espantoso número de golpes con el «gato de nueve colas», hasta hacer morir al condenado, la banda se disolvió y no volvió a morir por estrangulación un solo transeúnte.

Bill, que había dicho ser un marinero inglés, no debía desconocer la gravedad de aquella pena; pero aquel hombre, que debía de poseer una energía a toda prueba y una audacia más que extraordinaria, miró fríamente a Asthor, que se acercaba sacudiendo las nueve correas de cuero endurecido.

—Desnudadle las espaldas —dijo el viejo marinero.

Ante esta orden, el náufrago tembló e intentó rechazar a los marineros, diciendo con voz aguda:

—¡Ah, no! ¡Eso, no!

—Y ¿por qué no? —preguntó Hill, en cuya mente nació una sospecha.

—No es necesario.

—¿Escondes quizá algo en tus espaldas?

El náufrago lanzó sobre el capitán una mirada feroz y pretendió levantarse haciendo un desesperado esfuerzo; pero los marineros le sujetaron.

—¡Os digo que no me desnudaréis la espalda! —gritó furioso.

—Una palabra, señores —dijo una voz.

El capitán Hill se volvió y halló ante sí al delgado MacBjorn, que hasta entonces había permanecido entre los marineros, cerca del palo mayor, para tener a raya a los otros náufragos.

—¿Qué quieres tú? —le dijo el capitán rudamente—. Tu sitio no está aquí.

—¿Permitís que diga una palabra en favor de mi camarada?

—¿Qué? ¿Pretendéis acaso impedir el castigo?

—No pienso en eso, señor —respondió el hombre caña, inclinándose humildemente—. Pero os rogaría que no mandaseis dar los veinte golpes de «gato de nueve colas» en las espaldas de ese desgraciado.

—¿Por qué motivo?

—Porque hace dos meses ese infeliz se fracturó un omoplato, y comprenderéis que…

—Comprendo más de lo necesario, MacBjorn —dijo el capitán irónicamente—. ¡Hola, amigos! ¡Apoderaos también de este esqueleto viviente!

—¡Pero señor! —exclamó MacBjorn, poniéndose pálido—. ¿Queréis matarme a disciplinazos?

—No; quiero ver también tus espaldas. ¡Desnudad a ese hombre de cintura arriba!

Los marineros iban a obedecer, cuando de improviso se oyó una voz que gritaba:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Un rayo que hubiera caído entre la tripulación no habría producido mayor efecto que aquel grito lanzado en aquellos momentos.

—¡Fuego! —repitió la voz de antes.

Un marinero se lanzó fuera de la escotilla, pálido, convulso, transfigurado, gritando por tercera vez con una voz en que se notaba el espanto:

—¡El buque arde!

El capitán Hill se lanzó hacia él.

—¿Estás loco, Brown?

—No, señor —respondió el marinero—. ¡La despensa de los víveres está ardiendo!… ¡Mirad!…

Una nube de humo acre y denso salía de la escalera, primero con lentitud y después con más rapidez, envolviendo las velas bajas.

—¡Gran Dios! —exclamó el capitán.

Lanzó alrededor de sí una mirada terrible, fijándose primero en Bill, después en MacBjorn y luego en los compañeros de éstos.

—¡Ay de vosotros! ¡Sólo un indicio en contra vuestra, y os hago colgar a todos del más alto peñol! ¡A mí, Asthor!… ¡Vosotros, si estimáis la vida, a las bombas!

Dicho esto, se fue al lugar del incendio, seguido del viejo marinero, mientras la tripulación, abandonando a los dos prisioneros, disponía las bombas y las mangas, ayudados por los náufragos, que parecían haber abandonado todo propósito de venganza.

A pesar de las nubes de humo, que salían con gran fuerza por la enorme abertura, el capitán y Asthor bajaron la escalera que conducía al entrepuente.

El humo invadía ya casi toda la estiba. Salía en gruesas columnas del depósito de víveres, situado bajo la cámara común de proa, y se esparcía por todas partes.

Los tigres, que ya empezaban a sentir el humo y que presentían el cercano fuego, rugían y saltaban con ímpetu furioso, dando contra los hierros con sus cuerpos y haciendo oscilar las pesadas jaulas. Era aquél un concierto espantoso, una reunión de rugidos poderosos, de gritos roncos, de estruendosos bramidos que hacían erizar el pelo.

El capitán y el piloto, cubriéndose las bocas con los pañuelos y los gorros calados hasta los ojos, se lanzaron al sitio incendiado.

Allí vieron, a través del humo, que se hacía cada vez más negro y espeso, elevarse líneas de fuego, que lanzaban chispas contra las paredes de la estiba.

Escuchando con atención, se oía un chisporroteo ronco, interrumpido por sordas detonaciones, producidas al estallar los barriles de petróleo y otros líquidos espirituosos, y por los chasquidos de la madera al incendiarse. De cuando en cuando se aclaraba el humo, permitiendo ver con toda claridad las rojizas llamas, que se alargaban con contracciones de serpiente, lamiendo el suelo del entrepuente del buque; pero en seguida volvía a espesarse, envolviéndolo todo en una negra cortina, como si desde dentro le impulsara una corriente de aire.

—Es la despensa lo que arde —dijo el capitán, retrocediendo y secándose el sudor que le inundaba la frente.

—Sí, señor —respondió el piloto, cuya faz se había tornado sombría.

—Salgamos, o será demasiado tarde.

Envueltos ya por el humo, subieron rápidamente la escala y aparecieron sobre cubierta.

Los marineros, pálidos, sí, pero resueltos a combatir sin tregua al elemento destructor, habían ya preparado las bombas, sumergiendo al efecto las mangas en el mar por los flancos del buque.

—El incendio no es, por ahora, grave —dijo el capitán—. Pero puede serlo si no se le combate con eficacia y vigor. Os pido sólo calma y sangre fría, y os advierto que el que abandone las bombas sin orden mía es hombre muerto.

Luego se volvió hacia los náufragos, que contemplaban desde el castillo de proa a los marineros con toda tranquilidad y metidas las manos en los bolsillos, y les dijo con voz amenazadora:

—¡A trabajar vosotros también! ¡Y si rehusáis, os hago azotar; palabra!

No había que bromear con el capitán Hill, que tenía dadas muy repetidas pruebas de que sabía hacerse obedecer y remover cuantos obstáculos se le ponían delante. De buena o mala gana, los náufragos, incluso Bill y MacBjorn, que parecían contentos de haber escapado al castigo que les amenazaba poco antes, se pusieron alegremente a ayudar a los marineros. Mientras Asthor descendía a la estiba con algunos de éstos para colocar los tubos de salida del agua y los otros maniobraban enérgicamente en las bombas, apareció miss Ana, gritando:

—¡Padre, padre, hay fuego a bordo!

El capitán se le acercó apresuradamente.

—Lo sé, Ana —dijo con profunda emoción—. No te asustes, que espero, con la ayuda de Dios y de los marineros, que lograremos dominarle.

—A tu lado no tengo miedo, ya lo sabes; pero ¿lograrán apagarlo?

—Por ahora no lo puedo asegurar; pero de todos modos no quiero estar desprevenido. Llama a dos marineros y haz preparar dos embarcaciones, las más grandes, y que pongan en ellas víveres y armas.

Dos marineros se pusieron en seguida a disposición de la joven, en tanto el capitán iba a las bombas.

El incendio, aunque vigorosamente combatido por toda la tripulación, progresaba cada vez más y amenazaba extenderse a todo el buque.

La despensa de los víveres se había convertido en un homo, en el que ardían las grasas, se inflamaban los alcoholes, se tostaban y retorcían las pilas de bacalao y se consumían los barriles de carne salada, las lonjas de carnes secas y las cajas de galletas entre nubes de humo negro y fétido y penachos de chispas que envolvían las velas y el palo mayor.

Golpes sordos y chasquidos siniestros se oían bajo el puente, a los que hacían eco los rugidos, cada vez más espantosos, de los doce tigres, que se sentían sofocar, a pesar de las cubetas de agua que los marineros arrojaban contra las jaulas.

Las maderas crujían, los puntales del entrepuente caían requemados, las tablas de la cubierta ardían ya y en todos los compartimentos de la nave comenzaban a sentirse los efectos destructores del fuego.

Nadie podía permanecer ya en la cámara común de la tripulación.

Los hombres que formaban la cadena con los cubos habían tenido que retirarse de aquel sitio peligroso para no ser sofocados por el humo y ante el temor de que el pavimento se hundiera repentinamente bajo sus pies.

Las bombas, sin embargo, seguían funcionando con toda rapidez. Los marineros, que conservaban una sangre fría admirable, trabajaban con energía suprema, bajo las miradas del capitán y del piloto Asthor.

Cuando uno se rendía, sustituíale otro, y los torrentes de agua caían con silbidos agudos en la encendida cavidad del buque.

Tres veces el capitán Hill, con audacia inaudita, se había aventurado a través del humo y de las llamas, sin importarle nada el peligro, para ver mejor las proporciones del incendio; mas se había visto obligado a retroceder para librarse de la asfixia.

A las tres de la tarde, Asthor, que había osado entrar en la cámara común para salvar la caja y la documentación de a bordo, tuvo que volver con toda presteza al puente, chamuscados el cabello y la barba.

—Capitán —dijo, acercándose al americano—, las llamas han invadido la cámara y está para hundirse el pavimento.

—¿Se extiende, pues, el fuego? —replicó con acento doloroso Hill.

—Sí, a pesar de los torrentes de agua que caen en la despensa.

—¿Qué hacer? ¿Qué intentar? —murmuró, lanzando sobre Ana una mirada de desesperación.

A poco se estremeció y lanzó un grito de rabia.

—¡Gran Dios!

A proa se alzaron también gritos de terror y algunos marineros abandonaron la primera bomba situada junto al palo trinquete.

Una nube de humo y llamas salió de pronto por la escalera de proa, mezclada con penachos de chispas. El fuego, que había devorado ya las vigas y derrumbado el pavimento de la cámara común de la tripulación, prendía al pie del árbol del trinquete.

El capitán Hill se lanzó entre los fugitivos y tomando una hacha les gritó:

—¡A vuestros puestos!

Entre los marineros hubo un instante de excitación, pero ante la actitud decidida del capitán volvieron a la bomba y el agua cayó a ríos en la cámara.

Todos aquellos esfuerzos eran inútiles. A las ocho, en el momento en que desaparecían en el horizonte las últimas luces de la tarde, una gran llamarada salió de la escalera de proa, iluminando siniestramente, con reflejos de sangre, las aguas del Océano Pacífico.

¡La nave «Nueva Georgia» estaba perdida!

CAPÍTULO XVII. EL ASALTO DE LOS TIGRES

No hay nada más horrible que el incendio de un buque en alta mar.

Parece imposible que un cuerpo completamente rodeado de agua pueda ser destruido así, cuando lo más lógico sería que la misma abundancia del líquido elemento apagara el fuego. Y, sin embargo, son raros los casos en que un buque puede salvarse cuando se declara a bordo un incendio.

Los esfuerzos de la tripulación resultan casi siempre ineficaces para poner un freno al destructor elemento. Las bombas funcionarán sin descanso, la energía de los hombres no se abatirá un momento, los torrentes de agua caerán sin cesar en las entrañas del buque, pero el fuego crecerá siempre, porque ha prendido en una armazón de madera y en ella está prisionero, aunque por fuera la bañen las aguas. Si el exterior es incombustible, el interior, siempre seco y compuesto de materias combustibles, forma un medio perfectamente adecuado para que el fuego crezca siempre.

Las llamas crepitan, se dilatan con rapidez espantosa, invaden los camarotes, se extienden por techos y paredes, prenden en los palos de la arboladura, destruyen los puntales, devoran los corredores y escaleras, trepan por el puente, y la cubierta toda, privada de punto de apoyo, cae sobre la estiba, arrastrando consigo la arboladura, las bombas, el castillo de proa, el puente, todo, y aún los hombres, si no se apresuran a abandonar el casco.

Ya nada puede contener la destrucción; las implacables llamas, después de haber devorado todo el contenido del buque, atacan los flancos, prenden en las tablas que cubren el costillaje, abren, al fin, inmensas heridas, y el mar entra impetuoso por ellas. Entáblase entonces la última batalla entre el agua y el fuego; las llamas tratan de defenderse ante la invasión del elemento enemigo, y por último, el pobre buque, convertido en pavesas, se hunde para siempre, pues poco tardan en desaparecer en los abismos aquellos negros y requemados restos de lo que poco tiempo antes era esbelta y hermosa nave.

Tal debía ser la suerte de la «Nueva Georgia», si el azar no venía en su ayuda. El fuego ya se había hecho dueño de casi todo el buque. El hundimiento final era cuestión de pocas horas.

La tripulación, extenuada por las fatigosas maniobras de las bombas, espantada de ver la columna de fuego que se elevaba a lo más alto de la arboladura, cegada por el humo que la asfixiaba, no podía más. Para colmo de desgracias, comenzó a sentirse el temor de que el puente, cuyas tablas estaban ya tan caldeadas que quemaban los pies, acabara por hundirse de un momento a otro. Si los marineros permanecían en sus puestos, era con grandes esfuerzos y ante el temor que les producían las pistolas del capitán y de Asthor, quienes por deber, y no por esperanza, se mantenían firmes, pues ya no se hacían ilusiones acerca de la posibilidad de salvar el buque.

Aunque los chorros de todas las bombas apuntaban a la cámara común, las llamas crecían a ojos vistas, iluminando como en pleno día las aguas del Océano. Como si sintiera irritación por encontrarse preso en las paredes del barco, el fuego se debatía en horribles contorsiones y extendía sus flotantes greñas de humo y sus lenguas de destructoras llamas, como buscando nuevas presas; después rompía su corona de negros vapores en millares de chispas, que corrían por todas partes, como constelaciones sangrientas, hasta prender en los sitios libres hasta entonces, o morir en el mar, apagadas por el beso de las aguas.

Abajo no cesaban de resonar, cada vez más roncos, más amenazadores, más terribles, los rugidos de los tigres, que saltaban como locos en sus jaulas, temerosos de morir quemados. ¡Pobres habitantes de las junglas indianas, ellos tan libres y magníficos en sus bosques vírgenes, obligados a morir por asfixia allí entre los barrotes férreos de una jaula!

Miss Ana, aterrada ante el fuego y ante aquellos rugidos, se había retirado a popa, para estar dispuesta a embarcar en una de las dos piraguas; pero el capitán Hill y Asthor, que aún conservaban alguna esperanza, hacían obstinadamente la guerra al incendio, intentando todos los medios para apagarle.

Con la pistola empuñada para imponerse a los marineros y obligarles a seguir su rudo trabajo, dirigían el agua de las bombas, ora a un sitio, ora a otro; hacían derribar tabiques para aislar el incendio y dirigían la maniobra encaminada a librar del fuego el palo trinquete y a amainar las velas y penóles que corrían mayor peligro.

Sin embargo, todos aquellos esfuerzos parecían resultar infructuosos.

A las diez de la noche fue preciso transportar las bombas junto al palo mayor, pues el incendio seguía abriéndose paso. El castillo de proa ardía en todas sus partes, y el árbol del bauprés podía considerarse como perdido. A las once, el palo trinquete, cuya base debía de estar carbonizada, cayó de través en la proa del buque, arrastrando casi toda la arboladura y rompiendo al caer las dos lanchas que aún colgaban de las grúas.

Por algunos instantes el enorme palo permaneció en suspenso, apoyado en la cubierta del barco; pero a poco rompió una gran parte de la obra muerta y cayó al mar.

—¡Uno que huye del fuego! —gritó el escuálido MacBjorn—. ¡Con que lo siga otro por el estilo, nos freímos todos!

—¡Calla, pájaro de mal agüero! —exclamó Asthor.

—¡Todo ha concluido! —dijo Ana, estremecida—. ¡Pobre padre mío!

—¡Sí, ha concluido! —añadió el capitán Hill con voz sorda—. Sólo nos queda para salvarnos el recurso de las embarcaciones. Pero antes, Asthor, vamos a ver los progresos del incendio.

—Vamos, señor —respondió el piloto.

Se aventuraron por entre el humo y las chispas que envolvían el barco y se dirigieron a la escalera del palo mayor, en tanto que la tripulación seguía manejando las bombas.

Las voraces llamas, como satisfechas de haber derribado el palo, trabajaban con toda rapidez en destruir el castillo de proa. Bajo el puente se oían arder las maderas y caer los puntales del entrepuente, mientras que la estiba aparecía iluminada en toda su extensión. El capitán y Asthor bajaron con mil precauciones al entrepuente y se dirigieron a proa. El incendio avanzaba siempre y ya comenzaba a invadir la sotacubierta, amenazando hundirla bajo los pies de la tripulación.

—¡Todo es inútil! —exclamó el capitán—. La «Nueva Georgia» arde por completo.

—¡Ya lo veo! —dijo el piloto, sacudiendo tristemente la cabeza—. Pero ¿de dónde proviene ese humo?

—¿Qué humo?

—Ese que sale de la estiba.

Se inclinaron sobre la escotilla y miraron atentamente. Trozos ardientes de madera, lanzados sin duda por los barriles de alcohol al estallar, ardían en el fondo de la estiba, junto al nacimiento del palo mayor, al que ya habían prendido.

—¡Huyamos! —exclamó el capitán—. ¡Es un nuevo incendio y podemos ser cogidos en medio!

—¡Adiós, «Nueva Georgia»! —dijo el piloto—. ¡Estás perdida para siempre!

Salieron apresuradamente a cubierta, mientras los tigres, medio sofocados ya, rugían más fuerte que antes al ver las nuevas llamas que avanzaban.

—Ana —dijo el capitán, abrazando a su hija—, todo está perdido y no nos queda más recurso que abandonar la nave.

—¿No hay ninguna esperanza? —preguntó Ana con lágrimas en los ojos.

—Ninguna. Mientras yo lo dispongo todo para el salvamento, baja a mi camarote y recoge las cartas de a bordo y los valores y vuelve aquí en seguida.

—Sí, padre mío.

En tanto que Ana bajaba al cuadro de popa, el capitán gritó:

—¡Abandonad las bombas y recoged cuantos víveres podáis encontrar!

—¿Dejamos el barco? —preguntaron los marineros.

—Sí, amigos míos —respondió, conmovido, el capitán—. ¡La «Nueva Georgia» está perdida!

—¡Apresurémonos! —añadió Asthor—. El palo mayor puede caer de un momento a otro.

—Vamos a ver si se puede salvar algo de la despensa —dijo Bill a los náufragos.

—¿Queréis arder vivos? —les dijo Asthor—. Allí hace bastante calor, queridos.

—Tenemos el pellejo duro —añadió MacBjorn con una mueca—. ¡Vamos, amigos!

Bill y sus compañeros, a pesar del humo y las llamas, bajaron la escotilla, mientras los tripulantes se esparcían por el puente para recoger los barriles de agua y las cajas de galletas y de carne salada que sacaron de la cámara común antes de que el fuego la invadiera.

El capitán Hill, Asthor y los gavieros Maryland, Grinnell y Fulton se dirigieron a popa para disponer las dos chalupas, únicas que quedaban, y llevarlas a la escala de estribor.

Ya estaban para retirar las cuerdas, cuando en el fondo de la estiba se oyeron gritos feroces y rugidos formidables.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán—. ¿Habrán roto las jaulas los tigres?

—¡Imposible! —respondió el piloto—. A menos que alguien…

No acabó la frase. Dos marineros, que habían bajado al entrepuente con idea de ayudar a los náufragos en la busca de comestibles, salieron a cubierta con el cabello erizado y los semblantes descompuestos por el más loco terror, gritando con voces desesperadas:

—¡Los tigres! ¡Sálvese quien pueda!

—¡Traición! —gritó una voz.

En seguida, a través del humo y de la cortina de llamas del incendió, cayeron sobre el puente dando saltos enormes los doce tigres, libres, hambrientos, furiosos por su larga prisión y más temibles aún que millares de antropófagos.

La escena que se desarrolló entonces sobre la cubierta del desgraciado velero fue indescriptible. En su desesperado afán de librarse de aquellas fieras, caían unos sobre otros, entorpeciéndose mutuamente, con lo que facilitaban el ataque de los tigres.

En seguida retumbaron dos disparos de pistola y la voz del capitán Hill, que decía:

—¡A los palos!… ¡Salvaos en la arboladura!… ¡Ana, Ana, atranca bien la puerta del camarote!…

Uniendo la acción a la palabra, el capitán se subió de un salto a la cruceta del palo de mesana. Dos hombres le siguieron bien pronto: el piloto y el gaviero Grinnell.

—¡Mi tripulación! —decía el capitán, enloquecido y mesándose los cabellos—. ¡Ana!… ¡Oh mi Ana!…

—¡Traición! —repitió el piloto—. ¡Ah, miserable Bill!

—¡Dadme al menos un fusil! —gritaba el capitán, enrojecido por la rabia—. ¡Fulton, Maryland, O’Riel! ¿dónde estáis?

—¡Perdidos todos! —dijo Grinnell, que estaba blanco como el papel.

—¡Ah miserables forzados!…

—¡Sí, son ellos quienes han abierto las jaulas! —dijo el viejo piloto que lloraba como el capitán.

—¡Oh!… ¡He de partirles el corazón! —gritó el americano con odio profundo—. ¿Hay alguien sobre el palo mayor, Asthor?

—Sí; a través del humo veo dos hombres refugiados en la cruceta.

—¿Y los otros?

—Los han devorado los tigres —respondió Asthor con voz ronca—. ¡Ah, malditos náufragos!

—¿Y Ana?

—No temáis por ella, capitán —respondió Grinnell—. Veo que está cerrada la puerta de popa.

—¿Estaba antes abierta?

—Sí, estoy seguro, capitán.

—¿La habrá cerrado Ana?

—Debe de haber sido la señorita, que quizá iba a subir entonces a cubierta.

—¡Silencio!

—¡Se oyen gritos! —exclamó Asthor, temblando.

—¡Sí!… ¡Salen de popa!… ¡Ana mía!…

—¡Oigo la voz de Bill! —gritó Grinnell.

—¿Se habrán refugiado esos miserables en el cuadro de popa?

—¡Oíd! —dijo Asthor.

Entre los rugidos de las fieras que despedazaban los cadáveres y los chasquidos del incendio se oyó un disparo de pistola seguido de un grito de dolor y de una maldición.

—¡Bajemos! —exclamó el capitán, fuera de sí.

El piloto le sujetó con todas sus fuerzas.

—¡No!… ¡No permitiré que os devoren los tigres, señor!

—¡Déjame, Asthor! —decía el capitán, tratando de librarse del piloto, que le sujetaba fuertemente.

—¡No!… ¡Socorro, Grinnell!… ¡En el puente está la muerte!

El capitán, que parecía como loco, iba a arrastrar consigo a los dos hombres, cuando la puerta de popa se abrió, dando paso a un hombre. El americano lanzó un rugido.

—¡Bill! —exclamó con acento de odio infinito—. ¡Bill!

CAPÍTULO XVIII. LA FUGA DE LOS FORZADOS

Sí, el hombre que salía del cuadro de popa, donde estaba refugiada miss Ana, y que con un valor rayano en la locura subía a cubierta, en la que corrían los doce tigres, era el propio Bill, el sombrío y misterioso náufrago recogido en medio del Océano.

¿Qué intentaba hacer en la cubierta del velero? ¿Venía a presenciar aquella horrible comida de las fieras, o a asegurarse de que todos habían muerto? Tal vez ni lo uno ni lo otro.

El miserable tenía los vestidos desgarrados, quemados y parecía sostenerse difícilmente en pie.

Con una mano se apretaba el costado derecho, de donde manaban gotas que parecían de sangre y en la otra empuñaba un hacha.

Los tigres, al ver aquella nueva presa, se lanzaron a él dando rugidos que helaban la sangre, pero retrocedieron de pronto, como invadidos de un misterioso terror.

El náufrago había erguido el cuerpo y de sus ojos parecían brotar llamas; aquella mirada irresistible fascinó una vez más a las fieras y las hizo temblar.

Hizo un gesto de amenaza y se dirigió a popa.

Retrocediendo siempre, subió al puente, sin perder de vista a los doce tigres, que le seguían lentamente, como atraídos por una fuerza misteriosa; se inclinó sobre la amura y miró al Océano, gritando:

—¡Boga hacia acá, MacBjorn!

—¡Bill! ¡Infame Bill! —gritó el capitán.

El náufrago levantó la cabeza.

—¡Ah! ¿Sois vos, capitán Hill? —preguntó con ironía—. ¡Palabra de honor que me alegro de veros todavía vivo!

—¿Qué has hecho de miss Ana?

—¡Ana! —dijo el náufrago roncamente—. ¡Me ha despreciado! ¡Y bien…, condenación contra todos!

—¡Muere, perro! —exclamó el capitán, cogiendo una pistola del cinto de Asthor.

Dirigió la puntería hacia el miserable; pero la mano le temblaba de tal modo por la emoción y la rabia, que hacía imposible asegurar el tiro.

—¡A mí me toca! —gritó el viejo Asthor, quitándosela de la mano.

Apuntó e hizo fuego.

Bill lanzó un gemido y cayó al mar.

—¡Fuego de mil espingardas! —gritó una voz que todos reconocieron ser de MacBjorn—. ¡Esos marineros han matado a mi camarada! ¡A bogar, compañeros, y que el diablo los queme a todos!

Bajo la popa del buque se oyeron golpes sordos, como si los miserables intentaran abrir una brecha, y casi en seguida se vio correr por el agua una chalupa. MacBjorn iba al timón. Bill yacía sobre un banco y parecía muerto; los otros bogaban con gran vigor.

Atravesaron la zona iluminada por el incendio y poco después desaparecían en las tinieblas.

A lo lejos se oyó todavía la voz burlona del hombre escuálido, que gritaba:

—¡Buena suerte, capitán!

Después nada.

—¡Escapados! —exclamó el americano con rabia.

—Sí —respondió Asthor—, después de haber echado a pique la segunda chalupa. Pero Bill creo que ha muerto.

—Y Ana, ¿estará muerta o viva?

—Dios querrá que esté viva —respondieron angustiados los dos marineros.

—Pero si Bill… ¡Oh, Dios mío! ¡Si la hubiera matado!…

—Es imposible, capitán. Tenía armas consigo, y si ha herido a Bill es que se ha sabido defender.

—¡Qué horrible situación! —exclamó el desgraciado capitán—. ¡Si al menos pudiéramos bajar!…

—¡Silencio, señor! —dijo Grinnell.

—¿Has oído algo? —le preguntó el capitán, agarrándole ávidamente por un brazo.

—He oído la voz de miss Ana.

—¡Ah Grinnell, no me desilusiones!

—¡Callad! —dijo a su vez Asthor—. ¡Si no me engaño…! Grinnell ha oído bien… Escuchad, capitán.

Desde popa se elevaba una voz bastante clara, y aquella voz había gritado:

—¡Padre! ¿Dónde estás?

—¡Ana! —gritó el capitán, desbordándosele el corazón de alegría.

—¿Eres tú? —preguntó la joven.

—¡Sí, yo soy, Ana!

—¿Ileso?

—Sí. ¿Y tú?

—Estoy encerrada en mi camarote.

—¿Herida?

—No, papá. ¿Estás solo?

—No, estamos aquí cinco.

—¿Y Asthor?

—¡Estoy vivo y dando gracias a Dios! —gritó el viejo piloto.

—¿Y los otros?

—Muertos —respondió el capitán.

—¿Y los náufragos?

—¡Los miserables han huido!

—¿Bill también?

—Creo que ha muerto.

—Ha robado todo el dinero.

—Pero ha muerto.

—¡También pretendió que yo le siguiera!

—¡Ah! —exclamó el capitán—. ¡Ahora comprendo su trama infernal!… ¡Ese desalmado deseaba a mi hija!

—¿Están todavía los tigres en cubierta? —preguntó Ana.

—Sí.

—¿No podéis bajar?

—Estamos en la arboladura y nuestras armas están descargadas.

—¿Arde aún la «Nueva Georgia»?

—Sí, todavía; pero… Asthor, repara; ¿no te parece que el humo ha disminuido?

—Sí, sí —confirmó el viejo marino—. Ahora distingo perfectamente a dos hombres salvados en el palo mayor, y antes los ocultaba el fuego.

—¿Quiénes son?

—Fulton y Maryland.

—¡Qué suerte si se extinguiera el incendio!

—De todos modos, no podemos bajar —expresó el piloto—. Mientras los tigres estén en la cubierta nadie podrá ir a ella. —Lo sé.

—¡Si lográsemos matarlos!…

—Nuestras armas están descargadas, Asthor.

—¡Una idea! —exclamó el piloto—. ¡Si pudiera ayudarnos miss Ana!…

—¿Cómo?

—¡Miss! —gritó el piloto—. ¿Hay fusiles y municiones en ese camarote?

Algunos instantes después respondió la joven:

—Veo tres carabinas en el salón.

—¿Podríais cogerlas?

—¿Están todavía los tigres en la cubierta?

—Sí —respondió el capitán.

—¿Puedo intentar salir de este camarote?

El capitán dudó en responder. Si en el momento de salir la joven del camarote bajaba a popa un tigre por la puerta que había dejado abierta Bill, ¿qué le sucedería a Ana?

Este pensamiento paralizó algunos instantes la lengua del padre.

—¡Ana! ¡Mi adorada hija!… ¡No intentes semejante temeridad!

—Es necesario para vuestra salvación y la mía —dijo resueltamente la joven.

—¡Es que los tigres pueden bajar!

—En diez segundos lo hago. Pero luego, ¿cómo entregaros las armas?

—Después os lo diremos —contestó Asthor.

—Vigilad a los tigres, y si alguno se acerca a la puerta de popa avisadme con un triple grito.

—¡Qué Dios te ayude, hija mía! —exclamó el capitán, conmovido.

—¡Esperad un instante, miss! —gritó Grinnell.

Cogió de su cintura el cuchillo de maniobras y de tres golpes cortó el extremo de uno de los palos.

—He aquí un proyectil que podrá matar a un tigre. El primero que se acerque a la puerta sentirá su peso.

—¡Gracias, Grinnell! —dijo el capitán—. ¡Ahora, Ana!

—¡Atención a los tigres! Voy por las carabinas.

Los tres hombres, presa de una ansiedad imposible de describir, permanecieron en el más profundo silencio.

Los tigres se habían agrupado hacia proa y a pesar del humo y de las chispas que salían de la cámara común, seguían merodeando, buscando más víctimas para su insaciable voracidad. Un enorme tigre alzó de pronto su monstruosa cabeza y aguzó las orejas, lanzando un sordo gruñido que llevaba toda la fuerza de un terrible grito de muerte.

El capitán, Asthor y Grinnell palidecieron, porque precisamente entonces debía hallarse Ana en el salón de popa, cuya puerta estaba abierta.

—¡Grinnell! —murmuró el capitán, angustiado.

—Estoy alerta, señor —dijo el gaviero levantando el pesado leño.

El tigre parecía seguir escuchando con gran atención. Agitó la cola dos o tres veces y después se volvió bruscamente hacia popa, fijando en la puerta sus encendidos ojos.

—Algo ha oído —dijo Asthor, temblando.

El tigre permaneció inmóvil algunos instantes, mirando siempre a la puerta con sus ojos, de un color amarillento verdoso. Luego se dirigió en silencio hacia popa, dando señales de indecisión.

—¡Ana!… ¡Ana!… ¡El tigre! —gritó el capitán.

Grinnell levantó el pesado madero y lo lanzó contra la fiera, la cual evitó el golpe de un salto, huyendo hacia proa.

En popa se oyó un golpe sordo, como de una puerta al cerrarse con violencia, y después la voz de Ana que gritaba triunfante.

—¡Padre, nos hemos salvado!

—¿Tienes las armas?

—Sí.

—Atranca la puerta.

—Ya lo está.

—Ahora te toca a ti —dijo el capitán, volviéndose hacia Asthor.

Miss —gritó el viejo piloto—, ¿ocupáis vuestro camarote o el del capitán?

—El mío —contestó Ana.

—Y la ventana da…

—A babor, cerca del timón.

—Si arrojo una cuerda en ese sentido, ¿podréis alcanzarla?

—Creo que sí.

—¡Atención, pues!

El piloto recogió la cuerda de la bandera, sólida hasta poder soportar un peso de treinta o cuarenta kilos, ató a su extremo un cuchillo de maniobras y gritó en seguida:

¡Miss, ahí va la cuerda!

Y la arrojó con fuerza, teniendo en la mano la extremidad opuesta. Fue tan certera su puntería, que el cuchillo quedó clavado al lado del timón. Un brazo, el de la joven, salió por la ventana del camarote y la mano se apoderó de la cuerda.

—¡Sujetad bien el otro cabo! —dijo Ana.

—Descuidad —contestó Asthor.

Pasaron algunos minutos. Los tigres habían interrumpido su monstruoso banquete y miraban con cierta inquietud aquella extraña maniobra, como si presintieran que debía tener para ellos fatales consecuencias.

—¡Izad! —gritó Ana.

Asthor y Grinnell tiraron de la cuerda, que se había hecho pesada y vieron con alegría que a su extremo iban atadas tres carabinas y un paquete voluminoso que debía contener las municiones.

—¡Salvados! —exclamó el capitán, recogiendo las armas—. ¡Ah, valiente niña!… Ahora cortad la cuerda para acabar más pronto, y fuego a voluntad.

Las fieras, que no debían ignorar el poder de las armas de fuego y que habían seguido con viva inquietud aquellas diversas maniobras, se habían reunido en medio de la cubierta y miraban ferozmente a los tres hombres, lanzando amenazadores gruñidos.

—¡Fuego! —gritó el capitán.

Tres detonaciones se oyeron formando casi una sola. Un tigre, que parecía capitanear a los demás, dio un salto enorme, lanzando un fiero rugido, y cayó sobre el puente con las convulsiones de la agonía.

Sus compañeros, aterrados ante aquella primera descarga, empezaron a ir y venir por el puente, rugiendo sin cesar, atropellándose unos a otros y saltando con gran facilidad de babor a estribor.

Los tiros empezaron a menudear y las balas, silbando, iban a dar en el blanco con precisión terrible. En vano las fieras se defendían dando saltos y rugidos; en vano pretendían llegar con sus garras hasta la altura de los palos, desde donde el capitán, Asthor y Grinnell las fusilaban, y en vano huían de acá para allá tratando de guarecerse detrás de los barriles y de las cajas de efectos esparcidos por el puente.

—¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba sin cesar el capitán, mientras Maryland y Fulton, encaramados en otro palo, lanzaban ¡hurras! de entusiasmo.

El tiroteo seguía menudeando cada vez más, abatiendo una a una aquellas fieras, impotentes entonces, a pesar de su ferocidad indomable.

Al cabo de diez minutos siete tigres yacían sin vida sobre cubierta, dos estaban con las convulsiones de la agonía y uno, loco de terror, se había lanzado al mar, donde, apenas cayó, se le vio servir de pasto a los tiburones. El undécimo tigre revolcábase sobre su sangre herido de muerte y haciendo postreros y desesperados esfuerzos por lanzarse hasta la cofa, y, por último, el duodécimo se había retirado a proa, escondiéndose entre unas cajas.

—Dos descargas más —gritó el capitán Hill—, y podemos bajar.

A los tres disparos, el tigre herido acabó de morir, quedando tendido al pie del palo de mesana.

—¡Ahora el otro! —dijo Asthor, apretando el gatillo.

En aquel instante Grinnell lanzó un grito de rabia.

—¡El tigre ha huido! —exclamó.

—¿Dónde?

—A la cámara común.

—¿Se habrá extinguido el fuego?

—Eso debe de ser —dijo Asthor—. Y ahora…, ¿cómo haremos para matarle?

—¿Tenéis miedo? —preguntó el capitán.

—No —contestaron los dos marineros.

—Entonces, ¡abajo! ¡Se le hará frente!

CAPÍTULO XIX. SOBRE LOS RESTOS DEL BUQUE

Como puede calcularse, la propuesta del capitán era temeraria, porque los tigres son, sin duda, los animales más valientes del mundo y sólo en muy raras ocasiones temen al hombre, arrojándose con audacia loca contra los cazadores sin reparar ni en el número ni en sus armas.

Sin embargo, era preciso hacer lo que el capitán había decidido, porque el tigre podría mantenerse en su escondite doce y aun veinticuatro horas, prolongando así la inacción del capitán y de sus compañeros un espacio de tiempo en el que no hubieran podido resistir el hambre ni la sed.

Tomadas convenientemente sus precauciones, los tres hombres se dejaron caer poco a poco sobre cubierta, llevando consigo las carabinas y abundante cantidad de municiones.

El tigre, que sin duda los espiaba desde su escondite, al verlos poner el pie en el puente hizo oír un gruñido amenazador.

—No hay que cometer imprudencias —dijo el capitán a sus dos compañeros—. Permaneced cerca de mí y tratad de no errar el tiro.

Parapetados entre las cajas y barriles que había sobre cubierta, el capitán y los otros llegaron hasta unos diez pasos del castillo de proa.

—Descarga tu fusil a través de la pared, Grinnell.

El gaviero disparó.

El tigre, al oír la detonación, lanzó un gruñido terrible y apareció en la puerta de la cámara común; pero antes de que el capitán ni Asthor pudieran apuntarlo, volvió a entrar.

—Tiene miedo —dijo Grinnell, cargando nuevamente su fusil.

Asthor cogió un trozo de madera y lo arrojó a la cámara.

Esta vez el tigre se lanzó fuera rugiendo. Se recogió sobre sí mismo para tomar impulso y dio un salto describiendo una gran parábola.

Sonaron tres disparos. La fiera, alcanzada en el aire, cayó de lado y dio con la cabeza contra el parapeto de babor.

Haciendo un desesperado esfuerzo, alzóse nuevamente con el fin de precipitarse contra sus agresores, pero de pronto le faltaron las fuerzas y se desplomó, permaneciendo inmóvil: había muerto.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron Asthor, Grinnell, Fulton y Maryland.

El capitán corrió a popa, gritando a su vez:

—¡Ana, Ana, nos hemos salvado!

En el cuadro de popa se oyó que una puerta se abría violentamente, tembló la ligera escalerilla, y la valiente joven apareció en la cubierta, precipitándose en los brazos de su padre.

—¡Ana, Ana mía! —decía el capitán, estrechándola contra su pecho—. ¡Cuánto he temido por ti!

—¡Y yo por ti, padre querido! —respondió Ana, llorando de alegría—. ¿Estamos ya a salvo?

—Sí, gracias a Dios.

—¿Y los tigres?

—Muertos todos.

—Parece que se apaga —dijo el piloto, acudiendo.

—¡Qué se apaga! —exclamaron Ana y el capitán.

—Sí —respondió el viejo marino—. Ahora no arde más que alguna parte insignificante y nosotros lo apagaremos del todo.

—¡Esto parece un milagro! —dijo, admirado, el capitán Hill.

—Y yo lo creo, señor —añadió Asthor.

—¿Y los náufragos? —preguntó Ana.

—Han huido, y a estas horas deben de estar muy lejos —respondió el capitán—. Pero el corazón me dice que los encontraré algún día, y ¡ay de ellos entonces!

—¿Matasteis a Bill?

—Asthor disparó contra él su pistola, haciéndole caer al mar desde la amura de popa. Cuando aquellos miserables abandonaron la a «Nueva Georgia» llevándose a Bill, éste no daba señales de vida.

—¡Infame! —exclamó Ana.

—Dime —le preguntó el capitán—, ¿salieron por el cuadro de popa aquellos bandidos?

—Sí; atravesaron el salón y se embarcaron en la chalupa, saliendo por la ventana de la cámara.

—¿Y Bill?

—A ése le vi entrar después, y a poco llamó a la puerta de mi cámara. Había yo oído tus gritos, sabía que los tigres estaban en el puente, y me había encerrado, armándome de una pistola.

—Sigue, Ana.

—Le pregunté qué quería y me respondió que salvarme. No sabiendo yo todavía la verdadera condición de aquel hombre e ignorando, además, que estaba de acuerdo con sus compañeros, abrí y vi que llevaba en la mano la cajita con tu dinero. Entonces la venda cayó de mis ojos.

—¿Qué habéis robado? —le pregunté.

—«Los dólares de vuestro padre —dijo, con cinismo—. He pensado que pueden servirme a mí mejor que a los demás».

—¡Salid de aquí, si no queréis morir! —le dije, apuntándole con la pistola.

Él se echó a reír, diciéndome:

—«¡Me iré, pero con vos, porque yo… os amo!»

—¡Salid! —repetí, montando el arma.

—«¡ Ah! —exclamó con ironía—. La paloma se cree fuerte, pero yo soy un milano que no tiene miedo».

Hizo ademán de sujetarme. Yo, que tenía el arma dispuesta, extendí el brazo, disparé y pude encerrarme en seguida, atrancando la puerta.

Le oí dar un grito de dolor y alejarse lanzando maldiciones. Por el modo que tenía de andar comprendí que debía estar herido. A poco no le oí más.

—¡Miserable! —rugió el capitán—. ¡Sí, te amaba, y eso lo explica todo!… Ahora me acuerdo de que le sorprendí muchas veces mirándote de extraño modo y de que te seguía como la sombra al cuerpo. Se había propuesto robarme el buque y a ti con él. ¡Qué trama infernal, Dios mío!

—¿Y quiénes crees que fueron esos hombres?

—Forzados, Ana. ¡Presidiarios que se habían escapado de la isla de Norfolk! ¡Maldito el día en que recogí de las olas a aquel hombre!… ¡Buen modo de agradecer mi acción!… Pero no pensemos ya en ellos, Ana. Procuremos por nosotros. ¡Asthor!

El marinero, que se ocupaba en preparar una bomba, acudió en seguida.

—¿Hay mucho humo en la estiba? —le preguntó el capitán.

—Muy poco.

—¿Podrá bajarse?

—Vamos a verlo —contestó.

Dejaron la cubierta y bajaron la escala que conducía al entrepuente.

En la despensa se oían todavía chasquidos y se veían ligeras nubes de humo, pero ya no era denso ni pestilente.

Del fondo de la estiba salía también muy poco humo.

—El incendio se extingue por ambas partes —dijo el capitán—. ¿Qué habrá pasado?

—No sé cómo explicarme este milagro —contestó el piloto—. Ayer, el fuego era terrible.

—Vamos a ver, viejo mío.

Agachados, para evitar mejor los efectos del humo, se acercaron a la despensa, en la que aún ardían algunos leños que estaban ya para consumirse.

—¡Escucha! —exclamó de pronto el capitán, parándose en seguida.

—¡Calle! —dijo el piloto—. ¡Se diría que está cayendo agua sobre el fuego!

—Pero ¿de dónde viene? ¿Les dan a las bombas nuestros hombres?

—No.

El capitán avanzó un paso más y volvió a detenerse, exclamando:

—¡Mira, Asthor!

El viejo marinero miró en la dirección indicada y vio una ancha abertura, por la que entraban chorros de agua espumeante.

—Ahora lo comprendo —dijo—. El fuego, al atacar el casco, abrió una brecha, y por ella entra el agua. Sin este hecho providencial, el incendio hubiera ya destruido todo el buque.

—¡Es verdad! —añadió el capitán, asintiendo con la cabeza—. ¡Bendita sea la brecha!

—Hay que evitar que llegue a comprometer más tarde la seguridad de la «Nueva Georgia».

—Ya se tapará, Asthor.

—Pero ¿cómo se ha apagado el fuego de la estiba?

—Ahora lo sabremos.

Bajaron al sitio indicado, y apenas estuvieron en el fondo pudieron percatarse de que había más de un palmo de agua.

—Todo se explica —dijo el capitán—. El agua entrada por el boquete y arrastrada hacia aquí, ha apagado el segundo incendio. Subamos, Asthor.

Abandonaron la estiba y volvieron a cubierta.

—¿Qué hay? —preguntó Ana.

—El buque, por el momento, está a salvo —respondió el capitán—. ¡A las bombas, muchachos!

Los brazos eran escasos, pero robustos.

En pocos instantes fue preparada la bomba mayor y el capitán y sus cuatro hombres empuñaron la palanca y se pusieron a trabajar con actividad febril, mientras Ana, que no quería ser menos que los otros, dirigía el chorro sobre los leños de la despensa y de la cámara común.

El agua que entraba sin interrupción en cantidad respetable por la brecha que en el casco había abierto el incendio les ayudaba con eficacia.

El humo iba siendo menos denso de minuto en minuto y los leños requemados apagábanse rápidamente con largos silbidos.

A la media hora el fuego se había apagado por completo.

El capitán llamó a sus hombres y les dijo:

—Escuchadme, amigos. Nuestra situación, aunque haya cesado el fuego, no es envidiable ni mucho menos; pero tampoco es desesperada. Mi idea es la de arribar a la isla más próxima, que creo será una de las del archipiélago de Tanna, la más poblada y de mejores habitantes en cuanto a su condición, pues son polinesios de los menos malos. Allí cuento con construir con los restos de la «Nueva Georgia» una pequeña embarcación, con la que intentaremos llegar hasta Australia. Pretender hacerlo en ésta, casi destruida, sería una verdadera locura, afrontar una muerte cierta. ¿Aprobáis mi proyecto?

—Me parece el mejor —dijo el piloto.

—Pues bien, tratemos de componer lo mejor posible a esta pobre «Nueva Georgia» y dirijamos la proa hacia Tanna.

—¡Al trabajo sin perder tiempo, compañeros!

CAPÍTULO XX. EL NAUFRAGIO DE LA «NUEVA GEORGIA»

El piloto y los tres marineros, impacientes por hacerse a la vela, se pusieron a trabajar con verdadero ardor y sin perder un minuto, bajo la dirección del capitán Hill.

Ante todo, desembarazaron la cubierta obstruida por los cadáveres de los tigres. Los restos de los infelices fueron piadosamente envueltos en telas embreadas y arrojados al mar. En seguida tiraron al agua los cuerpos de los tigres, sin entretenerse en arrancarles aquellas soberbias pieles, de las cuales podrían haberse obtenido pingües beneficios.

Limpia y convenientemente baldeada la cubierta, condujeron a la estiba las cajas y barriles, y procedieron a continuación a picar el palo mayor, que de un momento a otro amenazaba caer sobre el puente, pues su base había sido casi carbonizada. Trabajando vigorosamente con las hachas, en media hora lograron que el enorme palo cayera al mar, habiendo tenido antes la precaución de cortar el cordaje que lo unía al palo de mesana.

La caída de aquel enorme madero produjo grandes averías en el parapeto de babor; pero el piloto dejó para tiempo más oportuno el reparar aquellos desperfectos, que no influían nada en la seguridad del buque.

Terminados aquellos diversos trabajos bajaron al entrepuente para cegar la vía de agua abierta por el fuego.

Aunque medía dos metros de ancho por uno y medio de altura, Asthor se dedicó, ayudado por los tres marineros, a cerrar aquel boquete, empleando tablas y carenas que se procuró bien pronto. Hizo un reparo momentáneo, ineficaz contra las grandes olas, pero podría resistir algunos días hasta la llegada a la isla de Tanna.

A las ocho de la noche, cuando se hundía el sol en el mar, o mejor dicho, cuando parecía hundirse en las aguas, la «Nueva Georgia» se hallaba dispuesta a reanudar la navegación, interrumpida por tantas desgracias.

El capitán estableció turnos de guardia para no extenuar las fuerzas de todos, cosa bastante peligrosa por lo reducida que había quedado la tripulación, mucho más siendo el buque tan grande y hallándose tan mal pertrechado, pues sólo disponía de un palo en buenas condiciones.

Asthor, Grinnell y Maryland, debían montar la primera guardia; Hill, Fulton y Ana, que exigió se la tratara igual que a los demás, la segunda. Así, al menos, la mitad de los tripulantes podrían descansar cuatro horas antes de comenzar el servicio de un tumo de otras cuatro. Ana se lamentaba de no entender de maniobras, pues también hubiera querido tomar parte en éstas.

A las nueve fue desplegada la vela del palo de mesana y se añadió otra vela a proa para la mejor estabilidad. Asthor se colocó al timón y la «Nueva Georgia» comenzó a navegar hacia el Norte, o sea hacia el archipiélago de Nuevas Hébridas.

El viento era débil y el mar estaba algo agitado; pero la noche era clara y había salido la luna. El buque, aunque no bien servido por el palo de mesana, que, como se sabe, está situado a popa, comenzó a filar, pero con extraordinaria lentitud.

Era mucho si se conseguía que corriera dos nudos por hora.

El capitán, Ana y Fulton se retiraron a sus camarotes, dejando a sus compañeros de guardia.

Nada que merezca referirse ocurrió en aquellas primeras cuatro horas. «La Nueva Georgia», aunque tendía a salirse del camino, obligando al piloto a vigilar sin descanso el timón, a causa del palo de mesana, que ejercía un esfuerzo desequilibrado sobre la popa, navegó sin interrupción, recorriendo nueve nudos en aquellas cuatro horas.

A medianoche, el capitán, Fulton y Ana, que no había querido permanecer en su camarote, considerándose ya como un hombre de la tripulación, montaron la segunda guardia.

Al alba, el capitán, que quería dar descanso a Ana, iba ya a despertar al piloto y a sus compañeros, cuando sobrevino un fenómeno extraordinario que los maravilló a todos. Hacía ya algunos minutos habían observado que sobre el puente caían unos hilos ligeros tan tenues que parecían delgadísimos filamentos de seda y que se detenían en gran número en los penóles, en las velas, en las cuerdas, en toda la arboladura.

Fulton y Ana, que fueron los primeros en advertir aquello, iban ya a pedir al capitán la explicación de tan raro fenómeno, cuando vieron caer sobre cubierta millares y millares de filamentos de una blancura inmaculada y que parecían caer de las altas regiones de la atmósfera.

Primero caían relativamente pocos centenares; pero en seguida el aire se cubrió como de una nube vaporosa, ligera, la cual se teñía de reflejos azulados a las primeras tintas de la aurora, extendiéndose sobre el buque y sobre una gran extensión del Océano.

—¿Qué es eso, papá? —preguntó Ana en el colmo de la sorpresa.

El capitán no respondió. Miraba con atención aquella extraña nube que seguía bajando y de la que caían de la arboladura y el puente hilos de ligereza desconocida, algunos de los cuales medían veinte metros de largo y parecían constituir una sola y tenue hebra.

—¡Ah! —exclamó a poco riendo—. Asistimos a uno de los más curiosos fenómenos y que, por cierto, no es muy común.

—¿A cuál? —preguntaron Ana y Fulton.

—A una emigración de arañas.

—¿A una emigración de arañas? —exclamó con incredulidad la joven.

—Sí, Ana.

—Pero ¿ésas son telas de araña?

—¿No te lo parecen? Fíjate bien.

—Tienes razón; aunque son muy blancas, tienen una forma especial y parecen más resistentes.

—Pues yo no veo ninguna araña —dijo Fulton.

—Las arañas emigrantes y aeronautas son tan pequeñas, que apenas se las ve; pero si observas bien las encontrarás entre sus telas —dijo el capitán—. El fenómeno no es nuevo y le han observado muchas veces los hombres de ciencia.

—Pero ¿qué arañas son ésas? —preguntó Ana, que iba de sorpresa en sorpresa—. Además, ¿por qué emprenden esa emigración?

—A qué especie pertenecen no te lo sabría decir, como también ignoro el motivo que las impulsa a dejarse llevar por las corrientes aéreas. Creo que estos viajes se atribuyen a excentricidad de las arañas vagabundas. Otros creen que son debidos a causas accidentales. Algunos sabios han presenciado la partida de estas arañas, y en particular de la especie llamada «thomicus viaticus».

—Pues debe de ser curiosísimo ese principio del viaje.

—Las pequeñas arañas, antes de lanzarse al aire, se suben a la cima de ciertas gramináceas o a la extremidad de las ramas; una vez allí, se inflan el abdomen, aspirando abundante aire, y sueltan los extremos de unos ligerísimos hilos, que les sirven para conocer la dirección del viento, y además como globo o nave aérea; en seguida, abandonando el punto de apoyo, se dejan llevar tranquilamente.

—¡Calle! ¡Calle! —dijo Fulton—. Las arañas esparcen nuevos filamentos.

—Es que se preparan a partir —dijo el capitán.

—¡Cómo! ¿Siguen el viaje?

—Lo verás en seguida.

Todas aquellas arañas habían abandonado los primeros hilos, que por la humedad nocturna se habían hecho pesados, y tejían otros con sorprendente rapidez.

Al cabo de media hora, una gran parte de las arañas, después de haber lanzado al aire, de un soplo, el nuevo hilo, se dejaban llevar por el viento matutino, que las conducía facilísimamente, elevándolas a altas regiones de la atmósfera. A la segunda ráfaga de aire, las rezagadas siguieron a sus compañeras, desapareciendo tras los primeros rayos del sol.

—¡Buen viaje! —gritó una voz alegre—. ¡Ah, cómo las envidio!

Era Asthor, que algunos minutos antes había subido a cubierta y que observaba atentamente aquella emigración maravillosa.

—¡Ah! ¿Eres tú, viejo amigo? —le dijo el capitán.

—Sí, y he llegado a tiempo para presenciar ese curioso fenómeno. ¿Cómo va la «Nueva Georgia», señor?

—Camina como el plomo, o, mejor dicho, como un pájaro~ que tuviera heridas las alas.

Todo el día el buque siguió filando con lentitud hacia el Norte; pero cerca de la puesta del sol aligeró la marcha, porque se había levantado un fuerte viento del Sudoeste.

El sol se ocultó en el seno de una nube de color oscuro y el mar comenzó a levantarse en altas olas, que se rompían con fragor en los costados del barco.

El capitán no quiso descansar y permaneció sobre cubierta con todos los tripulantes. Estaba intranquilo, inquieto; visitaba con frecuencia la brecha, que oponía muy débil resistencia a los golpes de mar, y bajó varias veces a la estiba para asegurarse de la solidez del palo de mesana, el cual, como había sido privado del apoyo del palo mayor y cortadas todas las cuerdas que le unían a él, podía caer sobre cubierta.

A las diez de la noche el viento soplaba con gran violencia entre las cuerdas y las velas, y la enorme nube, que se había extendido sobre el Océano, relampagueaba y tronaba fragorosamente.

Las olas batían los flancos del pobre buque, que cabeceaba y sumergía la proa, dando fuertes testarazos a babor y estribor. Para mayor desgracia, la oscuridad era tan profunda que a pocos metros de distancia no se distinguía nada.

Ana estaba sobre cubierta, a pesar de los ruegos del capitán, y miraba intrépidamente el tempestuoso Océano, como si quisiera desafiarle. La joven no temblaba y quería mostrarse digna de un padre que pasaba por uno de los más intrépidos lobos de mar de las dos Américas.

A medianoche, Grinnell, que había bajado al entrepuente, notó que los travesaños colocados tras las tablas que tapaban la brecha amenazaban ceder de un momento a otro al impulso de las olas, cada vez más altas y fuertes.

Asthor acudió en seguida, y ayudado de Fulton lo aseguró lo mejor que pudo, amontonando contra ellos todas las cajas y barriles que logró encontrar. El agua, sin embargo, se filtraba con abundancia a través de las mal unidas tablas y se la oía precipitarse en gruesos chorros en el fondo de la estiba.

Más tarde, el mar se puso aún más tormentoso y el viento aumentó la carrera del velero, que devoraba el espacio con fantástica rapidez, no obstante tener un solo palo y unas pocas velas.

Frecuentes golpes de mar entraban por las amuras, casi destrozadas por la caída del palo mayor y el de trinquete, y se rompían sobre cubierta, esparciéndolo y echándolo todo a rodar y cayendo en las profundidades de la estiba, después de anegar e) castillo de proa.

Las cajas, los barriles y las jaulas de los tigres, no contenidos ya ni por el peso ni por las ataduras, rodaban de una parte a otra, chocando con fuerza; pero la tripulación no tenía tiempo para ocuparse de aquello, necesitando atender a las maniobras del enorme buque, para cuya seguridad hubieran sido precisos lo menos diez hombres más, a fin de que pudiera ir bien dirigido.

El capitán, que se mostraba cada vez más inquieto, interrogaba en vano las tinieblas con su aguda vista, esperando siempre distinguir algún fuego que les indicase la proximidad de la costa.

A las dos de la mañana la luz de un relámpago dejó ver en la línea del horizonte una gran masa oscura, sobre la cual ondeaba una nube de humo rojizo.

—¡Un volcán! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó una voz.

—Allí, Ana.

—¿Tierra, pues? —añadió la joven.

—¡Es Tanna! —exclamó el capitán—. Sé que allí hay un volcán que está siempre en actividad.

—¡Ah, padre!

—¡Asthor! —gritó Hill—. Haz amainar la vela y gobierna el buque hacia proa.

En aquel instante salió de popa un fragoroso ruido, seguido de una violenta sacudida del barco.

El palo de mesana había caído sobre la «Nueva Georgia» y la extremidad superior del mismo quedó sepultada en las olas.

CAPÍTULO XXI. EL NAUFRAGIO

La isla de Tanna es una de las más bellas y pintorescas del grupo de las Nuevas Hébridas. Es la más meridional de todas y la más conocida, a lo menos en aquel tiempo.

Había sido visitada por el navegante Quirós en 1606; por Bougainville en 1768, y más tarde por Cook.

Es una isla de naturaleza esencialmente volcánica, y se calcula que su longitud es de siete leguas, y de tres su latitud. Es montuosa en su mayor parte y cubierta de espesos bosques; tiene un volcán que está siempre en actividad, muchos manantiales termales, y de cierta parte de su suelo se exhalan vapores sulfurosos.

No sólo goza la fama de ser una de las más bellas de todo el archipiélago, sino que también se dice que es de las más fértiles, a pesar de que su suelo está formado de varias especies de lava, de capas de arcilla mezclada con tierra, en que abunda el alumbre, de masas de cuarzo y de ciertos terrenos riquísimos en azufre. Sus montañas se levantan en anfiteatro y dan a aquel pedazo de tierra perdido en el Océano un aspecto no sólo risueño, sino interesante.

Sus habitantes, cuyo número se hacía ascender entonces a tres o cuatro mil, no son ni mejores ni peores que los de las otras islas del archipiélago, pero carecen de la perfidia de los isleños de Tonga-Tabú y de Fidji, y los navegantes que los habían visitado no tuvieron motivos para quejarse de ellos. Cierto es que en el tiempo en que la «Nueva Georgia» arribó a aquellas costas eran todavía antropófagos, pero se limitaban a devorar a los enemigos muertos en el campo de batalla, y en ocasiones a los prisioneros.

Entre la multitud de islas que se hallan dispersas en aquel inmenso Océano, era quizá una de las mejores a que podían llegar los náufragos de la «Nueva Georgia».

Desgraciadamente, se veían amenazados de llegar a aquella tierra en las más tristes y peligrosas condiciones, aunque para ellos la isla representaba la salvación y la vida. La caída del palo de mesana, sobrevenida en el momento de ver la isla ponía en gran peligro la seguridad del buque, al que ya podría considerarse como un casco destrozado vagando a merced de las olas.

Estaban, sin embargo, acostumbrados aquellos hombres a las desgracias, y ninguno dio muestras de terror, aunque corrían el serio peligro de estrellarse contra los escollos de la isla. Unicamente Ana se puso algo pálida, pero bien pronto logró tranquilizarse, fiada en la habilidad y en los recursos de su padre.

—¡Asthor! —gritó el capitán, al ver caer el palo atravesado en el buque—, ten firme la barra del timón y procura guiar el barco hacia la isla, y vosotros a ver si lográis que el palo caiga al mar.

Los tres marineros se pusieron a descargar hachazos en el palo, a fin de separarlo del tronco, y logrado esto, le quitaron la cruceta y le empujaron al mar, maniobra que no les costó gran trabajo.

La «Nueva Georgia», que estaba inclinada de babor a causa del peso del palo, recobró la horizontal cuando éste cayó al agua, y, empujada por el viento, se dirigió a la isla, con grandes cabeceos y sacudidas, pues la falta de velas originaba de tal manera la inestabilidad.

El capitán subió al castillo de proa y miró atentamente. La isla no estaba más que a tres o cuatro cables de distancia, y por aquel lado presentaba una playa dulcemente inclinada y que parecía carecer de la corona de escollos coralíferos que circundan ordinariamente las tierras del Océano Pacífico. Había, pues, esperanza de poder arribar sin que la nave se estrellara, o por lo menos de embarrancaría en la arena sin gran violencia. Las olas jugaban con el buque, que se defendía impetuosamente. La rotura o brecha había vuelto a abrírsele y comenzaba a embarcar agua en gran cantidad. Además, la violencia de la resaca, que producía inmensas y espumeantes contraolas, y lo llevaba y lo traía de un lado a otro.

Pero bien pronto recobraba su marcha hacia la costa, la cual se teñía en ocasiones de resplandores rojizos, por efecto del volcán, que en aquellos momentos estaba en erupción con gran violencia y lanzando sordos rugidos.

—¡Ah! —exclamó el capitán—, ¡si pudiera descubrir la bahía de la Resolución, que Cook ha descrito tan bien! Pero ¡quién sabe por qué parte se encuentra!…, y además ¡con mil rayos! ¿Y si ésta no fuera la isla de Tanna? Si no me equivoco, más al Sur se encuentra otra isla: la de Anatton… Pero ¿y el volcán? Anatton no lo tiene, que yo sepa…

La «Nueva Georgia» seguía avanzando, y unas veces parecía que iba a hundirse en los abismos de las aguas, y otras se la veía subir con vertiginosa rapidez hasta las espumosas crestas de las inmensas olas. Gemía, como si presintiera su próximo fin, y crujían espantosamente sus costados, como si se negara a llegar a aquella costa llena de escollos; pero la marea la impulsaba cada vez con rapidez mayor.

A las tres de la mañana no estaban más que a dos cables de la isla.

El capitán, que observaba con atención las olas para conocer si el fondo estaba compuesto de rocas y puntas coralíferas, gritó a poco:

—¡Arrojad las anclas!

Maryland, Fulton y Grinnell dieron vuelta a los tomos, y las dos anclas cayeron al agua, haciendo correr rápidamente las cadenas por los alvéolos de proa.

El buque filó todavía algunos metros, y en seguida se detuvo bruscamente, virando de bordo.

Casi en el mismo instante ocurrió a popa una sacudida tan violenta, que toda la tripulación cayó sobre cubierta.

—¿Hemos tocado? —preguntó Asthor, levantándose con gran presteza.

—La popa ha embarrancado —gritó el capitán.

—¿Hay averías?

—Me parece que no —explicó Grinnell, que había acudido a comprobarlo.

—¡Pero el agua entra! —gritó Fulton.

—¿Dónde? —preguntó el capitán.

—La oigo precipitarse en la cala.

—¿Habrá roto la carena alguna punta rocosa? —dijo Asthor.

—Es posible —respondió el capitán—. Pero no importa; estamos sobre un banco.

El Océano, sacudido con violencia por el viento, no daba muestras de calmarse. Enormes olas asaltaban la proa de la «Nueva Georgia», rebasando la obra muerta y rompiéndose en la cubierta. Los agujeros de desagüe eran insuficientes para darle salida, y corriendo hacia popa, caía en las profundidades de la estiba con el fragor de una catarata.

El pobre buque temblaba bajo aquellos vigorosos y continuos golpes; crujía, y poco a poco era arrastrado hacia la costa. Felizmente no había miedo de que la resaca lo llevase a alta mar. La enorme mole del barco se había hundido bien entre las escolleras y la arena, y no había fuerza capaz de arrancarle de aquel lecho.

Esto bastaba para tener tranquila a la tripulación, la cual, además, nada tenía que temer hallándose la tierra tan cerca. Aunque las olas hubieran hecho pedazos el buque, todos hubieran podido ponerse a salvo con facilidad, no obstante el fuerte oleaje.

A las cuatro comenzó a clarear. A través de un desgarrón de las nubes pasó un rayo de luz, que permitió a los náufragos observar la isla que tenían ante la vista.

La costa corría de Este a Oeste en línea recta, y en una extensión de varias millas, sin un puerto, una bahía ni una pequeña rada; cubierta de hermosa vegetación, compuesta de cocos, bananos, plátanos de varias especies y palmeras con sus hojas abiertas en inmensos abanicos. En segundo término se alzaban verdes montañas, dispuestas en anfiteatro, y en medio de ellas se destacaba un volcán, de cuyo cráter salía una altísima columna de humo rojizo, la cual derramaba en una extensa zona una lluvia de negruzcas cenizas. Enormes masas incandescentes salían de cuando en cuando y se despeñaban por las vertientes de la montaña hasta desaparecer entre los bosques o rebotar chocando en otras peñas.

Cosa en verdad extraña y en contraposición con las teorías de los hombres de ciencia: aquel volcán, en vez de dominar la isla, era más bajo que otras de las montañas cercanas.

El capitán, Ana, el piloto y los tres marineros examinaron con atención la costa, temiendo descubrir en ella salvajes dispuestos al pillaje, pero no vieron ni una sola persona ni una choza.

—¿Desembarcamos? —preguntó Ana—. De buena gana daría un paseo por esos bosques.

—Una lengua de tierra, descubierta por la marea baja, se divisaba bajo la popa del puente —dijo Fulton—. El desembarco es facilísimo.

Se armaron todos de carabinas, se colocaron hachas al cinto, se llenaron los bolsillos de municiones, recogieron algunos víveres, y echada una escala de cuerda, bajaron a la lengua de tierra, ya descubierta por completo.

A pesar de que las olas la barrían con frecuencia, después de algunos minutos los seis náufragos de la «Nueva Georgia» ponían el pie en la isla ante los grandes bosques.

El lugar no podía ser más pintoresco. Ante ellos, una multitud de árboles de todas especies y dimensiones se extendían hasta perderse de vista, cubriendo enteramente la costa.

Se veían enormes bananos, árboles venerados por los habitantes de la India y cuyos troncos se extendían a centenares, rectos y lisos como columnas; bellísimas plantas de nueces de coco, que se inclinaba al peso de los frutos: «ficus» de nudosos y lucientes troncos, que mostraban una fruta pelosa; «catappas», especie de almendros que dan pepitas dos veces mayores que las de Europa y mucho más delicadas, y, por último, preciosos plátanos, cuyas gigantescas hojas proyectaban deliciosa sombra durante las horas más calurosas del día.

Un número infinito de palomas, de papagayos negros o con espléndido plumaje, y de pájaros de mil especies y colores, volaban de rama en rama, sin espantarse a la vista de los hombres, lo que indicaba que por vez primera se presentaban ante ellos.

—Esto es un verdadero edén —dijo Ana, aspirando el aire perfumado de aquellos bosques, bajo los cuales crecían en abundancia bellísimas flores—. ¡Qué desgracia que este paraíso terrenal esté habitado por monstruosos antropófagos!

—¡Calle! —exclamó Grinnell—. ¿Qué es aquello que hay sobre aquella palmera de coco?

Todos miraron en la dirección indicada por el marinero y descubrieron sobre un árbol, casi escondido entre las hojas, un extraño animal que parecía espiarles, aguardando tal vez la ocasión oportuna para bajar y emprender la fuga.

—Es un «birgus latro» —exclamó el capitán.

—¿Y es comestible? —preguntó el piloto empuñando el hacha.

—Una comida suculenta, viejo mío.

—Entonces no se me escapará. ¡A mí, marineros!…

El piloto, Fulton, Grinnell y Maryland se lanzaron hacia el cocotero, y agarrándose al tronco empezaron a sacudirle con gran fuerza, a fin de que el bicho raro cayese al suelo, lo que consiguieron bien pronto. Apenas el animal se vio en tierra trató de huir hacia el mar, pero los marineros, que contaban con él para el almuerzo, lo dejaron sin vida de dos hachazos en menos tiempo del que se tarda en decirlo.

CAPÍTULO XXII. EL PRIMER SALVAJE

Aquel «birgus latro», como le había llamado el capitán, aunque sorprendido en tierra y en lo alto de un árbol, era un habitantes del mar, un crustáceo de los más voluminosos, un cangrejo gigante, en una palabra.

Estos «birgus», a los que los isleños del Pacífico llaman cangrejos ladrones, tienen una extraña costumbre que merece contarse. Aunque son habitantes del mar, pasan en tierra buena parte de su vida, buscando ávidamente los cocoteros que crecen en casi todas las islas del Océano Pacífico. Estos cangrejos se vuelven locos por las nueces del cocotero, y se exponen a todo género de peligros, con tal de procurárselas.

Durante el día duermen escondidos en las cavidades de las rocas o confundidos en las ramas de los árboles más espesos, y cuando cae la noche se ponen a buscar su fruta favorita. Encontrado el árbol, lo escalan con gran facilidad, rompen la cubierta fibrosa del coco más grande y, una vez al descubierto la nuez, la dejan caer en tierra.

Como se sabe, esas nueces son tan duras, que al mismo hombre le cuesta trabajo romperlas si no dispone de un hacha; pero el cangrejo ladrón no se inquieta por eso. Dotado de poderosas uñas introduce una en el punto llamado «ojo» de la nuez, y girando sobre sí mismo, logra horadarla y la va rompiendo poco a poco, hasta que se bebe la leche y se come la pulpa blanca y delicada. Se dice que mezclan al coco la nuez olorosa del «pandanus», para hacerlo más dulce y exquisito; pero esa afirmación no está comprobada, aunque todos los isleños la confirman.

Asthor y los marineros, después de haber observado con curiosidad aquel enorme crustáceo, recogieron varias brazadas de leña seca, encendieron en la playa un fuego bastante para asar un buey y arrojaron el cangrejo sobre los carbones.

Mientras se asaba, Asthor y Grinnell se dirigieron al bosque para hacer provisiones de frutas. Echaron mano a las hachas y se pusieron a derribar un banano que tenía un racimo de frutas de cincuenta o sesenta kilos de peso. No contentos recogieron abundante cantidad de higos o «yambo», fruta del tamaño de las peras de Europa, refrescantes y tiernos como manteca, y boniatos, gruesas raíces dulces y harinosas que se asan sobre brasas.

Iban a volver, cuando descubrieron una especie de gallo de cerca de cuarenta centímetros de altura, con espolones, pico grueso, largo y fuerte, ojos grandes y negros y plumas pardas y rojizas. Saltaba de acá para allá, atusando su cola y cacareando alegremente.

—Es un «kagú» —dijo Asthor—. Un asado excelente, que bien merece un tiro.

—¡A cogerlo, piloto! —dijo Grinnell.

Asthor apuntó detenidamente y luego disparó.

El pollo giró en torno y quedó muerto.

Iba ya Grinnell a coger la presa, cuando entre las ramas de unos arbustos próximos se dejó ver un ser humano.

—¡Un negro! —exclamó el marinero, deteniéndose y armando el fusil.

—¡Un salvaje! —añadió Asthor, empuñando el hacha—. ¡No me parece tan espantoso como creía!

En efecto, aquel hombre, aparecido tan de improviso, era un salvaje, un isleño de Tanna. Como había observado muy bien el piloto, no era feo; al contrario, era de mediana estatura, pero fuerte, de fracciones bastantes regulares y piel bronceada. Llevaba una simple enagüilla, tejida con hierbas entrelazadas y sujeta a la cintura tan fuertemente, que le producía una honda socavadura en el vientre. Su cabello estaba embadurnado con tierra rojiza mezclada con aceite y lo llevaba sujeto en alto con una especie de flecha. Se adornaba con collares y pulseras hechos de escamas de tortuga y de dientes de cerdo salvaje.

Sus armas consistían en un hacha de piedra y un arco.

Al ver a Grinnell no pareció muy sorprendido, y se limitó a exclamar:

—¡«Erramange»! (Un hombre).

—¿Qué buscará aquí este devorador de carne humana? —se preguntó el piloto, perplejo.

Le hizo señas de que se acercara. El salvaje, que había oído muy bien sus palabras, como si tratara de adivinar su significado, dio algunos pasos al frente, diciendo:

—¡«Sir»!

—¡Canastos! —dijo el piloto—. ¡Este salvaje sabe el inglés! ¿Lo has oído, Grinnell? ¡Me ha llamado señor!…

—¿Será un salvaje civilizado?

—Pronto lo sabremos. ¿Quieres venir con nosotros? —le preguntó el piloto al isleño.

Este permaneció un momento callado, como traduciendo lo que significaba la pregunta. Después contestó:

—«Yes, sir». (Sí señor).

Se colocó el hacha a la cintura y se puso el arco a la espalda, como si con esas demostraciones pacíficas quisiera tranquilizar a los europeos, recogió el «Kagú» y se acercó al piloto, restregando su nariz con la de éste.

—¿Qué hace? —preguntó Grinnell.

—Es una señal de amistad —respondió Asthor—. Ven conmigo, amable salvaje, y te ofreceré un obsequio.

Recogieron la fruta y todos se pusieron en camino. Grinnell, sin embargo, que era desconfiado, se puso detrás del isleño, dispuesto a eliminarle al primer acto ofensivo.

Atravesaron una parte del bosque, y en pocos minutos llegaron al campamento, donde el capitán, alarmado ante el disparo que hicieron contra el «kagú», los esperaba presa de viva ansiedad.

—Señor Hill, os traigo un convidado —gritó el piloto desde lejos.

—¡Un antropófago! —gritó Ana, mirando asustada al salvaje.

—Pero es muy atento y muy fino, miss. Adelante, señor… ¿cómo diablos le llamaré? ¡Adelante, señor salvaje!

El isleño adelantó sin manifestar la menor sorpresa y corrió a restregar su nariz con la del capitán.

Después, presa de un vivo terror, miró al buque, ya casi acostado sobre la arena, y empuñó el hacha como para defenderse.

Sin duda tomaba el barco por algún monstruo gigantesco, y tenía miedo de que avanzara y se lo comiera; pero poco a poco se tranquilizó y se sentó ante el fuego.

Fulton retiró el asado, que lanzaba un perfume delicioso, así como los boniatos que había puesto entre el rescoldo. En seguida rompió con el hacha el caparazón del cangrejo y quedó al descubierto una carne blanquísima que prometía ser exquisita.

El salvaje hizo gran honor a la comida y se hartó, además, de bizcochos, bebiendo luego una gran taza llena de vino. Todos entraron después a saco en la provisión de frutas, admirando la delicadeza de los plátanos, la fragancia de las peras, el agradable azucarado de la carne de coco y de las almendras.

Encendidas las pipas, se tendieron sobre la fresca hierba a la sombra de los gigantescos árboles, y el capitán entonces se puso a interrogar al salvaje en lengua tonghesa, que conocía bastante bien, y empezó preguntándole:

—¿Cómo te llamas?

—Koturé —respondió el isleño en la misma lengua.

—¿Está lejos tu aldea?

—Allí —respondió el isleño señalando la cima de una montaña cubierta de bosques.

—¿Querrías llevarnos?

—¡Sí, sí!

—¿Y nos presentarás a tu rey?

—Sí.

—¿Nos acogerá bien?

—Sí, porque es pariente tuyo.

—¡Pariente mío!

—Sí, es un blanco como eres tú y como lo son tus compañeros.

CAPÍTULO XXIII. EL REY BLANCO

El capitán Hill, su hija, el piloto y los tres marineros permanecieron algunos minutos sin acertar a pronunciar palabra: tanta fue su sorpresa al oír al salvaje que un hombre blanco se hallaba en aquella isla investido de la dignidad real.

¿Quién sería aquel individuo a quien los azares de la vida arrojaron a dicha isla? Un inglés, o por lo menos, un angloamericano.

¿Era un náufrago arrojado en aquellas playas por alguna tempestad, o tal vez un marinero desembarcado voluntariamente? ¿Sería, en fin, uno de los forzados que huyeron de la «Nueva Georgia» después de su odioso atentado?

Estos eran los pensamientos que embargaban la imaginación de los seis tripulantes.

—¿Quién será? —preguntó Asthor, rompiendo el primero aquel silencio—. ¡Ah, lo que daría por saberlo!

—¿Uno de los presidiarios? —dijo Grinnell.

—Imposible —respondió Fulton—. Koturé ha hablado de uno solo, y los forzados eran ocho.

—Es que pueden haberse ahogado los otros —observó Maryland.

—Ya lo sabremos —dijo el capitán—. Callaos y dejadme interrogar a este hombre.

—¡Sí, sí! —asintieron todos.

—Koturé —preguntó el capitán, dirigiéndose al salvaje, que escuchaba con gran atención sus palabras, tratando de comprender su sentido—, ¿es joven o viejo mi pariente blanco?

—Joven —respondió el isleño.

—¿Tiene barba?

—Sí, del color de metal brillante.

—Rubio quieres decir. ¿Hace mucho que ha desembarcado en la isla?

Koturé pareció reflexionar un poco y en seguida mostró dos veces los diez dedos abiertos.

—Veinte días —dijo el capitán—. Entonces ese blanco no es uno de los forzados.

—Es evidente —dijo Asthor—, puesto que hace poco que abandonaron el buque. Pero ¿quién será, entonces?

—Algún náufrago —respondió Ana.

—Koturé —dijo el capitán—, ¿cómo llegó ese hombre a vuestra isla?

—Fue recogido en el mar, muy lejos de aquí, por algunos de mis amigos —contestó el isleño.

—¿Y le habéis hecho rey?

—Sí, después de una victoria obtenida contra la tribu del jefe Arrou. El hombre blanco decidió la suerte de la batalla con su valentía y arrojo.

—Ya deseo con ansia conocer a ese pariente mío. Si nos conduces donde está, te regalo un fusil y te enseño el modo de manejarlo.

—Te conduciré —dijo el salvaje.

En aquel intervalo se había calmado el mar y retirado la marea, y el capitán, Ana y los marineros decidieron ganar el buque para pasar la noche. El salvaje, después de haber dudado unos momentos, les siguió.

Su admiración crecía a cada instante al ver los diversos objetos que había en el puente y al mirar la profundidad de la estiba. Manifestaba su alegría con frecuentes frotamientos de nariz, no respetando ni las del capitán ni las de Ana. La de Asthor se había puesto roja como una amapola, porque el salvaje prefería a las demás la gruesa nariz del viejo piloto.

Después de una noche tranquila, durante la cual el volcán continúo lanzando sordos mugidos, que podían oírse a veinte millas de distancia, los náufragos y el salvaje dejaron el buque para ir a la aldea del rey blanco.

Bien armados todos, penetraron bajo los grandes bosques, y después se encontraron ante una gran montaña cubierta de árboles. Alcanzada la cima después de varios altos para dar descanso a Ana y de una marcha de tres horas, se encontraron de improviso ante una pequeña aldea compuesta de unas sesenta chozas, defendidas en su círculo por una empalizada, mejor dicho, un seto de espinos. Se comprendía a primera vista que en aquellas construcciones había intervenido la dirección de un europeo ciertamente inteligente.

La población, compuesta de unos cuatrocientos individuos entre hombre, mujeres y niños, salió en masa al encuentro de los extranjeros, pero Koturé los separó a todos a palos, sin reparar dónde daba.

—Llévanos ante el rey —dijo el capitán al guía—. Vosotros, compañeros, rodead a Ana y armad los fusiles.

—¡Largo de aquí! —gritó el piloto empujando a los salvajes que se acercaban más de lo conveniente al grupo, a pesar de los golpes—. ¡Cuidado, Grinnell, y tú, Fulton, rodead bien a la miss!, que estas bestias parece que quieren comérsela. ¡Duro con ellos, Maryland! Creo yo difícil que el rey de estas gentes sea blanco.

A fuerza de palos, empujones, codazos y puntapiés pudieron llegar ante la gran tienda o cabaña del rey. En aquel momento el monarca, atraído por el ruido y las voces, apareció bajo el toldo de la puerta.

Era un hombre blanco, como lo había descrito Koturé, de alta estatura, de unos treinta años, con grandes ojos azules y barba rubia. Vestía una vieja camisa desabotonada, pantalones negros bastante deteriorados, sujetos con un cinturón de piel color de avellana con vetas negras, distintivo de los grandes jefes y del rey, según la severa etiqueta de Tanna. En la cabeza llevaba una corona de plumas de papagayo y numerosos collares de dientes de «gulú», así como brazaletes de colmillos de cerdo salvaje y de perro, mezclados con escamas de tortuga.

Al ver llegar a aquel grupo de hombres rodeando a una joven, el monarca blanco se estremeció, se puso pálido como un muerto y parecía petrificado.

A los pocos momentos se arrancó la corona de plumas, que lo ponía desconocido, y se dirigió hacia el capitán, lanzando un grito de alegría.

—¿No me conocéis ya? —exclamó.

—¡Collin! —gritaron a un tiempo el capitán, Ana y los marineros, en el colmo del estupor.

—¡Señor Hill! ¡Miss Ana! ¡Asthor! —gritó el rey.

—¡Collin!… ¡Vos! —repitió el capitán.

—Pero ¿es que estoy soñando? —exclamó Ana, que se había puesto pálida y después encendida como la grana.

—Sí, yo soy, capitán —gritó el rey precipitándose en los brazos de Hill, y estrechando efusivamente la mano de la joven, de Asthor y de los marineros.

—Pero ¿cómo estás aquí, Collin? —preguntó el capitán, que no se había repuesto aún de su sorpresa y que aún creía soñar.

—Pero ¡cómo! ¿No os ahogasteis? —le interrogó Ana, que lloraba de alegría—. ¡Ah, creí que no os iba a ver más!…

—Después os lo contaré todo. Entrad ahora en mi real morada, a ver si esa gente chismosa y novelera vuelve a sus chozas.

Ofreció el brazo a Ana y, conduciéndola a la tienda, le dijo galantemente:

—Permitidme, miss, que os ofrezca mi trono, aunque sea el trono de un antropófago.

—¿Antropófago vos?

—Todavía no lo soy, miss, os lo aseguro. Durante mi breve reinado no se ha comido aquí, en mi tienda, ni en todo mi reino, una sola costilla humana. Puedo jurarlo. ¡Entrad, capitán! ¡Adelante, amigos, y acomodaos como mejor podáis!

Con un gesto imperioso ordenó al pueblo que se retirara y guardara completo silencio, disponiendo luego que su guardia de honor formara alrededor de la tienda para que no les molestasen. En seguida entró nuevamente y se colocó junto a sus amigos, que se habían sentado en una vasta estancia, o sea en el salón del trono, porque en el testero principal había una especie de plataforma cubierta con una esterilla, y sobre ella un escabel o silla, que debía haber sido construida por el mismo rey, pues los isleños del Océano Pacífico no conocen el uso de esos muebles.

—Antes de referiros mis aventuras —dijo Collin—, dejad que os ofrezca de todo lo mejor que produce la real cocina; pocas cosas, en verdad, pero malas no son.

Golpeó un mano con otra y aparecieron dos muchachos, llevando una gran vasija llena de un licor amarillento, nueces de coco y siete u otro pasteles que exhalaban un perfume exquisito.

—¿Qué nos ofrecéis? —preguntó Ana, que se había acomodado en el sillón real.

—Cerveza de mi fabricación —respondió Collin, ofreciendo tazas, que consistían en cucuruchos hechos con hojas de plátano—. Esto otro son tortas indígenas elaboradas con higos y plátanos y cocidas en estufa, y éstos son pastelillos de pulpa de coco. Os aseguro que todo ello es excelente y no desmerece en nada de la repostería francesa.

—Y esas cañas, ¿qué son?

—Deliciosas y tiernas cañas de azúcar. Ahora, señor Hill, entre bocado y bocado, os contaré mis aventuras; pero antes desearía saber por qué serie de circunstancias os encontráis aquí.

—Es muy fácil de explicar, Collin —dijo el capitán—. Hemos naufragado junto a esta isla.

—¿Ha naufragado la «Nueva Georgia»? —preguntó Collin, con penosa sorpresa—. Pero ¿cómo?… Y… ¿Bill…?

—Huyó —respondió el capitán, con voz sorda.

—¡Escapado!… ¡Aquel miserable ha escapado! —gritó el teniente apretando los puños.

—¿Y por qué esa expresión de cólera, toda vez que ignoráis el infame comportamiento de aquel hombre? —dijo Ana sorprendida.

—¿Comportamiento infame? ¿Qué queréis decir, miss? ¡Dios mío!… ¿Qué es lo que ha hecho aquel bandido?

—Nos ha arruinado —respondió el capitán—. Ni él ni sus compañeros eran náufragos, sino escapados de la isla de Norfolk.

—¿Y recogisteis a sus compañeros?

—Sí, Collin. Los salvamos a costa de grandes peligros, desafiando el abordaje de los caníbales, y, como reconocimiento, nos hicieron traición, soltando a los tigres contra nosotros e incendiando el buque.

—¡Infames!… ¿Y huyeron?… ¿Dónde?

—No lo sabemos. Se embarcaron en la canoa más grande mientras nosotros nos refugiábamos en la arboladura para huir de los tigres.

—Y la «Nueva Georgia», ¿dónde se encuentra ahora?

—Embarrancada en la costa, a ocho millas de aquí.

—¡Ah! —exclamó Collin—. Mis salvajes no me habían engañado.

—¿Os habían advertido ya de nuestro desembarco?

—Sí. Uno de mis súbditos me refirió esta mañana que, al norte de la isla, había visto desembarcar hombres de piel blanca.

—¡Al Norte! —exclamaron a una el capitán y Asthor—. Al Sur, querréis decir.

—No, al Norte —dijo Collin.

—¡Imposible! —manifestaron los náufragos.

—La «Nueva Georgia» ha embarrancado al sur de la isla.

—Sin embargo, mi salvaje no puede haberse engañado, porque precisamente había ido a las costas septentrionales para cazar cangrejos ladrones.

—¿Habrán desembarcado otros blancos?

—¿Y quiénes podrían ser?… Sin duda, otros náufragos —dijo Collin.

—¿Cuántos ha visto el indígena? —dijo el capitán, en cuya mente había brotado una terrible sospecha.

—Varios; pero no supo decirme el número.

—¿Está aquí ese hombre?

—No; he vuelto a mandarle allá para que adquiera noticias más precisas.

—¿Cuándo volverá?

—Partió esta mañana, al alba, con un hermano suyo, y creo que estará de vuelta dentro de pocas horas. Pero ¿por qué estáis tan excitado, capitán?

—¡Porque comienzo a creer en la justicia de Dios! —exclamó Hill con tono solemne.

—Explicaos, señor —dijeron todos.

—Sospecho que esos hombres son los presidiarios.

—¡Los presidiarios aquí!…

—Sí, amigos. Deben de ser los infames que incendiaron el buque y que pusieron en libertad contra nosotros a los doce tigres, asesinando así a casi toda la tripulación. Esos miserables deben de haber venido derechos hacia esta isla, que era la más cercana, para esperar aquí cualquier buque que los transporte a Europa o América para disfrutar allí del dinero robado. El corazón me dice que no me engaño, y que antes de mucho tiempo todos pagarán su deuda. Collin, juradme que me ayudaréis a hacer justicia sumaria a esos ladrones, incendiarios y asesinos.

El teniente se levantó y dijo con voz solemne.

—Lo juro; tanto más, cuanto que yo también tengo que saldar una antigua cuenta con Bill.

—¡Vos! —exclamaron todos.

—Sí, yo, que a estas horas debía dormir en lo más profundo del Océano Pacífico. He escuchado vuestra dolorosa historia. Oíd ahora mis aventuras.

CAPÍTULO XXIV. LOS PRESIDIARIOS

Collin hizo servir cerveza, que obtenía con la fermentación de ciertas frutas, y que, por unanimidad, fue declarada excelente; encendió una pipa que le regaló Asthor, se colocó bien sobre la esterilla y empezó diciendo:

—De seguro habréis supuesto todos que yo caería al mar por efecto de un descuido, de una desgracia puramente casual, aquella noche en que la «Nueva Georgia» luchaba contra el segundo huracán. Estoy cierto de que a ninguno de vosotros se le habrá ocurrido el sospechar siquiera que mi caída se debiese a un cobarde delito.

—¿A un delito? —exclamaron todos, mientras Ana se ponía pálida por efecto de la emoción—. ¿Y quién lo cometió?

—Lo sabréis dentro de poco. Desde el momento en que Bill fue transportado a la cubierta de nuestro barco, yo sospeché quién era realmente. Aquellas señales que tenía en las muñecas y en los tobillos me lo explicaron suficientemente claro, y desde el mismo instante me dediqué a vigilarle, sabiendo de lo que son capaces los forzados de la isla de Norfolk, que son los peores de todos, la verdadera hez de los ladrones y de los asesinos de Inglaterra. Él se había dado cuenta, sin duda, de mis sospechas, porque cuantas veces pasaba por su lado lanzaba sobre mí miradas de odio profundo, en las que podía leerse el más hondo deseo de deshacerse de mi persona, que para él constituía un peligro. Además creo que tenía otro motivo de odio, y era que me suponía su rival en amor.

—¡Su rival! —exclamó el capitán con sorpresa, mientras Ana se ruborizaba.

—Sí, porque él secretamente amaba a miss Ana.

—Pero ¿eso es verdad? Me resisto a creerlo —dijo el capitán.

—Sí; Collin tiene razón —replicó la joven—. Aquel miserable había puesto sus ojos en mí. Me miraba siempre, trataba de satisfacer mis menores deseos, me seguía sin cesar, y aún me acuerdo que en el momento en que la «Nueva Georgia» varaba en los arrecifes de Fidji, me dijo: «¿Queréis vivir o morir?» Y entonces fue cuando se decidió a echar aceite en el mar.

—Sí, así debe de ser —replicó el capitán—. Aquel malvado te amaba y sólo por esto trató de raptarte y urdió tan infernal trama. Continuad, Collin.

—Aquella noche, durante la segunda tempestad —siguió diciendo Collin—, había yo subido al palo mayor para deshacer un nudo que impedía enrollar la vela. Mientras realizaba la operación, lo vi a mi lado, a caballo sobre el mismo peñol. Creí que había subido para ayudarme; pero de improviso me agarró por la garganta y, aprovechando el momento en que la «Nueva Georgia» estaba casi acostada de estribor, me precipitó al mar.

—¡Infame! —exclamaron los náufragos.

—Cuando me recobré el buque huía empujado por el huracán. Me creí perdido, y por instinto me puse a luchar desesperadamente con las olas, que me traían y llevaban como una pluma, lanzándome de cresta en cresta, de abismo en abismo. Poco después vi pasar ante mí una canoa tripulada por salvajes, a quienes la tempestad arrastraba en su carrera furiosa. Rápido como un relámpago me agarré a la borda, sentí dos brazos que me ayudaban a embarcar y caí desvanecido. Cuando volví a la vida me encontré en la playa de esta isla. Algunos salvajes que volvían de la isla Tonga me habían recogido, y, en vez de matarme bonitamente para comer mi carne, me nombraron rey de su tribu. ¿Me habían tomado por una divinidad marina o por un hombre de gran valor? Lo ignoro todavía; sólo sé que todos me adoran, que mis menores deseos son para ellos una orden y que a una simple señal mía se arrojarían sin vacilaciones en el cráter mismo del volcán.

—¿Pero contáis con permanecer en esta isla? —preguntó el piloto—. El cargo es bueno, especialmente si os tratan bien y os engordan; pero yo siempre tendría miedo de que se me comieran.

—No tengo ningún deseo de acabar aquí mi vida, Asthor —dijo, riendo, el teniente—. Entre mis súbditos cuento con hábiles carpinteros, que me ayudarán a construir una gran canoa, a la que podré, o procuraré al menos, dotar de las condiciones de un mediano velero, y, una vez terminados nuestros negocios aquí, tomaremos rumbo hacia Australia.

En aquel momento se presentó un salvaje, diciendo:

—Paowang ha llegado.

—Es el hombre a quien mandé por noticias —aclaró Collin—. Que entre.

El salvaje, que esperaba ser llamado, se adelantó. Era un hombre hermoso, de alta estatura, de fisonomía enérgica y de ojos expresivos y fieros. Parecía cansado por una larga carrera y, por no perder tiempo, ni siquiera se había desembarazado de sus armas, consistentes en una pesada maza de madera adornada con tiras de piel de perro, en una lanza con la punta de hueso y en un arco con una docena de flechas.

—¿Los has visto? —le preguntó Collin, sin dejarle casi respirar.

—Sí, jefe —respondió el salvaje con voz sofocada.

—¿Dónde están?

—Se hallan acampados junto a una caverna de la costa septentrional.

—¿Cuántos son?

—Siete y un herido.

—¿Tienen alguna canoa?

—He visto en la playa el casco destrozado de una bien grande —respondió el salvaje.

—¿Y qué hacían esos hombres?

—Habían derribado un árbol y lo ahuecaban para hacer una embarcación.

—¿Están armados?

—He visto que tenían cañas que despedían fuego y hacían ruido fuerte como el volcán.

—¿Serías capaz de conducimos hasta la caverna sin que esos hombres nos descubrieran?

—Cuando lo queráis, en seguida —respondió Paowang—. Pero ¿no son tus parientes aquellos hombres?

—No; son mis enemigos.

—Entonces nos los comeremos —dijo el fiero antropófago.

—Veremos —contestó Collin.

—¡No tengáis duda, son los forzados! —exclamó el capitán cuando Collin le tradujo las noticias del caníbal—. El herido es Bill y los otros son sus compañeros. Preguntad a vuestro súbdito si entre ellos hay un hombre delgadísimo y de alta estatura.

Collin hizo la pregunta a Paowang.

—Sí —respondió éste—. He visto un hombre delgado como un cangrejo ladrón, y me pareció el jefe de los otros.

—¡Es MacBjorn! —dijo el capitán—. El lugarteniente del infame Bill. ¡A Dios gracias, creo que ha llegado el día de la venganza! Asthor, tú irás a la costa con los marineros y una escolta de indígenas y traerás aquí nuestro pequeño cañón, fusiles y abundantes municiones para demoler la caverna de esos facinerosos.

—Sólo espero vuestras órdenes, capitán.

—Y vos, Collin, dispondréis vuestros más valientes y escogidos guerreros para ayudarnos en la empresa.

—Y enviaré además mensajeros a las aldeas vecinas. Antes de que llegue el día de mañana tendré sobre las armas más de trescientos hombres escogidos.

—¿Y qué pensáis hacer de los forzados? —preguntó Ana.

—Colgarlos del árbol más alto del bosque, miss Ana —dijo Asthor—. Si los salvajes quieren después comérselos, no seré yo quien se oponga.

—No se nos rendirán tan fácilmente —dijo el capitán—; pero si cogemos alguno vivo, lo conduciremos con nosotros a Australia para que vuelvan a llevarlo a la isla de Norfolk.

—¿Podré yo ir también a la caverna? —preguntó Ana.

—No, miss —dijo Collin—. Allí nos esperan graves peligros. Permaneceréis aquí bajo la custodia de Koturé.

Poco después, Asthor, los tres marineros y diez indígenas bajaban por la vertiente de la gran montaña, mientras Collin enviaba mensajeros a las aldeas cercanas para que acudieran los guerreros y sus jefes.

CAPÍTULO XXV. LA BANDA DE BILL

Durante la noche, en la pequeña capital del rey blanco, reinó una extraordinaria animación.

Los guerreros que acampaban en la plaza no pegaron ojo.

Se les oía cuchichear, gritar, sonar sus conchas marinas, ir y venir, como si estuvieran impacientes por partir para la costa septentrional de la isla, donde contaban con entregarse quién sabe a qué monstruoso banquete.

De cuando en cuando llegaban de los pueblos más lejanos nuevos refuerzos de guerreros, los cuales hacían su entrada en la capital con un ruido de dos mil diablos. Se comprendía que el entusiasmo había llegado a su colmo y que todos querían tomar parte en la expedición, siendo como era la guerra casi una diversión para aquellos pueblos salvajes, que peleaban como si estuvieran en una fiesta.

Al alba, Collin, el capitán y los marineros estaban ya en pie, prontos a partir. Cuando aparecieron en la playa fueron acogidos con gritos de entusiasmo.

Unos trescientos guerreros armados con mazas, lanzas y arcos estaban formados ante la gran tienda con sus respectivos jefes a la cabeza.

—Marchemos —dijo el capitán, abrazando a Ana—. No temas, hija mía, que volveremos todos sanos y salvos. Somos tantos en número, que obligaremos a los forzados a rendirse sin que nos hagan consumir mucha pólvora.

—Sé prudente, padre mío —dijo, conmovida, la joven—. No tengo a nadie más que a ti en el mundo, y si te ocurriera alguna desgracia no sé lo que sería de mí en esta isla, en medio de antropófagos.

—Aquí estamos nosotros, miss —dijo Collin—, y nuestros pechos servirán de escudo a vuestro padre.

—No será necesario, teniente —dijo el capitán—. Los forzados no opondrán mucha resistencia.

—¡Koturé! —gritó Collin.

El salvaje se presentó en seguida.

—Dejo a esta mujer bajo tu protección —le dijo el rey—. Te advierto que me es más preciosa que mi trono, y si en algo se me pudiera quejar de ti o de los tuyos, disparo el cañón contra la aldea y la hago cenizas.

—Para que la toquen tendrán que matarme antes —respondió el salvaje—. Esta mujer es «tabú» (sagrada, inviolable).

—Está bien. Marchemos.

El capitán abrazó nuevamente a Ana y la expedición salió del pueblo, acompañada por casi todos los habitantes, que daban gritos de alegría.

Paowang abría la marcha con su hermano y doce de los más valientes guerreros, detrás caminaba el grupo de los hombres blancos y en seguida todos los demás indígenas, dispuestos en doble fila. El cañón, llevado en brazos por cuatro hombres que se relevaban de rato en rato, iba detrás de todos.

La expedición bajó la vertiente opuesta de la montaña, abriéndose paso por los bosques a fuerza de golpes de hacha, y después descendió a un estrecho valle sombreado por infinito número de bananos, que se inclinaban al peso de las frutas, dispuestas, como se sabe, en gigantescos racimos. De cuando en cuando se veían plantaciones de caña de azúcar.

Paowang se orientó por medio del volcán, cuyo cráter vomitaba siempre llamas, humo y pedazos de ardientes rocas, y al fin condujo a la tropa por en medio de un cañaveral para remontar una colina.

—¿Están cerca del volcán nuestros enemigos? —preguntó Collin, acercándose al guía.

—A poca distancia —respondió el isleño.

—Entonces no acampan en la playa.

—El mar está lejos de la caverna que habitan.

—¿Y por qué crees que se hayan alejado tanto?

—Porque aquella costa está casi desnuda de árboles. Deben de haberse internado con el fin de encontrar un grueso tronco para ahuecarle.

—Comprendo —respondió Collin—. Mejor para nosotros y peor para ellos. Pero me parece, Paowang, que si nos descubren huirán a los bosques.

—Nos acercaremos con prudencia, jefe. Cuando nos vean estarán cercados.

—¿Está aislada su caverna?

—Se encuentra al pie de una pequeña colina.

—¿Con bosques?

—Sólo en la vertiente opuesta.

A las ocho de la mañana, después de una marcha de tres horas subiendo y bajando colinas y atravesando valles y cañadas, Paowang se detuvo al pie del volcán.

—¿Hemos llegado? —preguntó Collin.

—Dentro de poco —contestó el isleño—. Que permanezca aquí el grueso de la tropa y nosotros con vuestros amigos blancos ganaremos la falda de aquella colina.

Hicieron que los guerreros se ocultaran en el follaje, recomendando a todos el más profundo silencio, y en seguida el capitán, Collin y Paowang subieron a una eminencia, resguardándose entre las matas y los árboles.

En pocos minutos ganaron la cima, desde la que se divisaba una gran extensión.

Al Este, a distancia de milla y media, se veía el Océano, cuyas olas se rompían con fragor contra la playa; frente a ellos se alzaba el volcán con su penacho de humo y de chispas, penacho que el viento abría de cuando en cuando dejando ver la altísima columna de fuego que se elevaba del cráter, y al Oeste surgía una pequeña altura formada por una colina, privada de vegetación en uno de sus lados y cubierta en el otro de mullido césped y de numerosos cocoteros, plátanos y hermosas palmas.

—¿Se les ve? —preguntaron ansiosamente Collin y el capitán.

—Sí —respondió el isleño, después de algunos instantes de observación.

—¿Dónde?… ¿Dónde?

—Al pie de la altura.

El capitán y Collin miraron en la dirección indicada y vieron a siete hombres, siete marineros, a juzgar por los trajes que vestían, ocupados en socavar el tronco de un árbol gigantesco para transformarlo, sin duda, en una canoa.

—¡Son ellos! —exclamó el capitán—. Allí distingo a MacBjorn dirigiendo el trabajo. Aquel otro corpulento es MacDoil; el tercero, O’Donnell; el cuarto, Brown; el quinto, aquel que maneja el hacha, Dickens; el sexto, Kingston, y el último, Welker.

—Pero ¿dónde está el infame Bill? —preguntó Collin, apretando los dientes.

—Vedle allí, sentado al pie de aquel banano —respondió el capitán—. El miserable está todavía vivo, a pesar de sus heridas.

Collin entreabrió las matas que le ocultaban y miró. En efecto, a la sombra de un banano vio al octavo forzado, al que reconoció en seguida.

—¡Bill! —exclamó con indescriptible acento de odio—. ¡Ah! ¡Ahora nos toca vernos la cara, bandido!

—¿Y la caverna? —preguntó el capitán.

—¿No veis aquella abertura? —respondió el teniente—. Mirad allí, al lado de aquel grupo de arbustos.

—Ya lo veo.

—¿Cómo dispondremos nuestros hombres?

—Paowang, con cien guerreros, se emboscará entre aquellos macizos que se extienden hacia el Este; su hermano, con otros tantos, se ocultará en aquel bosque de cocoteros que se extiende por el Oeste, y nosotros escogeremos sitio detrás de aquellos grupos de matas. Si los forzados intentaran subir la colina, nos será fácil extender las tres bandas y alcanzarlos.

—Voy a dar las órdenes necesarias —dijo Collin—. Aguardadme aquí. Luego bajaremos a través de aquel bosque y nos situaremos ante la colina.

El teniente y Paowang bajaron de la eminencia y el capitán permaneció en observación.

Media hora después, Collin estaba de vuelta, acompañado de los marineros, que traían el cañón, y de unos cincuenta guerreros de los más valientes.

—¿Han partido ya los otros? —preguntó el capitán.

—Dentro de pocos instantes estarán en su puesto —contestó el teniente—. Bajemos, capitán.

Siempre manteniéndose a cubierto por el espeso follaje, atravesaron la altura y, pasando a través de los bosques, ganaron el llano y se emboscaron tras unos inmensos bananos que formaban por sí solos un pequeño bosque.

Asthor condujo el cañón a la altura y lo colocó apuntando hacia la caverna; Collin dispuso sus guerreros a derecha e izquierda, ocultándose todos tras los troncos de los árboles.

Habían apenas terminado aquellos preparativos de combate cuando se vio a los forzados interrumpir bruscamente su trabajo, mirar alrededor con visible inquietud y huir precipitadamente hacia la caverna, precedidos por Bill, que andaba con trabajo.

—¡Truenos y rayos! —exclamó Asthor, que estaba cargando el cañón—. ¡Nos han descubierto!

—Mejor —respondió Collin—. Ahora no se podrán escapar.

Así diciendo, disparó un tiro en dirección a la gruta.

A aquella señal, gritos feroces se elevaron de todos los bosques que rodeaban la altura y aparecieron las hordas de salvajes, agitando con rabia sus armas, impacientes ya por ver derramar sangre.

—Intimémosles la rendición —dijo el capitán.

—Esa canalla no se rendirá —objetó el piloto.

—¡Mirad! ¡Mirad! —exclamaron Fulton y Maryland.

Un forzado había salido de la caverna con un fusil en la mano y trataba de darse cuenta de la inminencia del peligro que les amenazaba. Sin duda, no sabiendo todavía qué clase de gente eran los asaltantes, se había sorprendido al oír entre aquellos gritos de los salvajes el disparo de un arma de fuego, que anunciaba la presencia de hombres blancos.

—¿Quién vive? —gritó—. ¿Amigos o enemigos?

—¡Soy yo, señor Brown! —exclamó Hill, saliendo del bosque—. ¿No me reconocéis?

El forzado, al ver al capitán de la «Nueva Georgia», a quien suponía muerto o bien lejos de allí, retrocedió bruscamente, le miró con ojos espantados, que parecían los de un loco, y balbució angustioso:

—¿Resucitan los muertos?

—¡Sí, para castigar a los infames!

—¿Y qué queréis? —preguntó el miserable, pálido como un cadáver.

—¡Mataros a todos! —dijeron los náufragos, saliendo de la espesura.

—¡Antes es necesario que nosotros lo consintamos! —gritó MacBjorn con voz burlona.

El antipático lugarteniente de Bill había aparecido en la entrada de la caverna y miraba sonriendo con insolente aire de bravata a los supervivientes del incendio y de las acometidas espantosas de los enfurecidos tigres.

—¡Mil truenos! —añadió—. Es preciso confesar que tenéis la piel dura, capitán, para que os halléis gozando de completa salud; pero os advierto que la nuestra es también muy dura y que la cuerda que pretendéis enrollarnos al cuello no se ha tejido todavía. Conque en retirada, Brown, y apelemos a las balas.

El piloto y Fulton, furiosos ante la insolencia y la ironía de aquel bandido, hicieron fuego; pero el forzado se refugió de un salto en la caverna, prestamente seguido de Brown.

—¡Os cogeremos, tenedlo por cierto! —gritó Collin—. ¡Cada uno a su puesto de combate!

Tres o cuatro disparos partieron de la caverna, pero el teniente y el capitán habían tenido tiempo de parapetarse detrás de los troncos de unos bananos. Los salvajes, al oír aquellos disparos, lanzaron espantosas vociferaciones y respondieron con un diluvio de flechas, aunque sin resultado alguno, porque los presidiarios se habían atrincherado detrás de unas enormes rocas que antes habían hecho rodar ante la caverna.

—¡Bah! No será con flechas ni tiritos con lo que os rendiréis —dijo el piloto—. Se necesita metralla para que entren en razón esos tunos; pero la tenemos, y muy abundante, y dentro de poco van a cantar, y no de gusto por cierto.

Apuntó bien con el cañón y lanzó la primera descarga, cuyas balas chocaron contra las rocas.

En la caverna se oyeron gritos de furor y una voz, la de Brown, que gritaba:

—¡Me han matado!

—¡Ya cantó uno! —dijo el piloto—. Un pillo menos que nos dé qué hacer.

—¡Fuego! —ordenó Collin.

Las carabinas comenzaron entonces a disparar, mezclando sus agudas detonaciones a los rimbombazos del cañón, a los silbidos de las flechas y a los gritos agudos de los salvajes, deseosos de apoderarse de aquellos hombres.

Los forzados, sin embargo, atrincherados sólidamente, no se amilanaban y oponían una enérgica resistencia, respondiendo disparo con disparo y matando con matemática precisión a los salvajes que abandonaban sus escondites de ramaje para acercarse a la entrada de la caverna.

De cuando en cuando, a través del humo que salía del negro agujero, aparecía alguna cabeza, que volvía a esconderse en seguida, y se oía la sarcástica voz de MacBjorn que gritaba:

—¡Fuego contra esos condenados americanos!… ¡Apuntad bien y no errad el tiro!

En vano Asthor soltaba la metralla de su cañón dentro de la caverna, destrozando las rocas; en vano el capitán, Collin y los tres marineros lanzaban sus flechas; los presidiarios resistían con desesperada energía y no parecían dispuestos a rendirse ni tampoco caía ninguno de ellos, parapetados como estaban.

Ya doce o quince isleños yacían sin vida sobre el césped, acribillados por el plomo de aquellos rebeldes, cuando el capitán gritó:

—¡Ya son nuestros!

—¿Se rinden? —preguntó Collin.

—No; pero los obligaremos a ello.

—¿De qué modo?

—Ahumándoles, como hacen en Europa con las zorras. Asthor, deja el cañón, toma doce hombres y corre a incendiar los matojos que hay ante la caverna.

—¡En seguida, capitán! —respondió el piloto.

—¡Cuidado con las balas!

—No hay temor; cuento con un camino seguro.

—Ve, pues, y a ver cómo te portas.

CAPÍTULO XXVI. EL ASALTO DE LA CAVERNA

Aquel procedimiento de sofocarlos por el humo era el único medio de obligar a los forzados a rendirse.

Atrincherados tras las rocas, en las que se embotaban la metralla y las balas, podían hacer frente a todo un ejército.

Es verdad que se podía sitiarlos por hambre o por falta de municiones, pero esto requería mucho tiempo y el entusiasmo de los salvajes podría enfriarse entretanto, no estando acostumbrados a las largas resistencias, pues siempre decidían el éxito de sus batallas en muy pocos minutos.

Asthor, en unión de Grinnell y de diez isleños, se arrojó por entre las altas hierbas, arrastrándose como reptiles, y llegaron hasta el enorme tronco que los forzados querían convertir en canoa y que estaba a unos quince pasos de la caverna. Detrás de aquel parapeto no podían temer a las balas de los defensores de la cueva.

—¡Pronto, prendamos fuego a las matas! —dijo Asthor—. El viento sopla de la costa y arrojará el humo dentro de la caverna. ¡Excelente idea ha tenido el capitán!

Encendió la yesca, esparció alguna por las hierbas secas cercanas y les prendió fuego con la pólvora. En seguida se elevó una llama que se extendió rápidamente, invadiendo todos los matojos cercanos, que ardían crepitando con gran ruido.

Al darse cuenta los presidiarios de la maniobra, comprendieron el grave peligro que los amenazaba. Al ver que la hierba húmeda producía al arder gran cantidad de humo y que este humo entraba en enormes nubes dentro de la caverna, se pusieron a gritar como condenados y empezaron a hacer disparos contra las matas, calculando que tras ellas se ocultaría el enemigo; pero sus balas no pudieron tocar ni a los dos marineros ni a los salvajes, que seguían admirablemente parapetados detrás del gigantesco tronco.

Furiosos ante el fracaso de sus tiros y por el humo que empezaba a molestarlos bastante, se arrojaron fuera de la gruta con ánimo de alejar a los incendiarios, pero el capitán y Collin, que no les perdían de vista, les soltaron un buen golpe de metralla. Dos forzados cayeron muertos. Los otros retrocedieron con gran prisa hacia la caverna, dejando detrás a un compañero herido.

—¡Otros dos fuera de combate! —dijo Asthor—. ¡Qué lástima que el tuno de MacBjorn no sea uno de ellos! Me parece, sin embargo, que le queda poco tiempo de burlarse de nadie más. No tardarán en caer.

—Sí, dentro de poco no cantará ya… —dijo Grinnell, que trataba de mandar una bala a otro forzado—. Si el fuego no se extingue, el humo Invadirá de tal modo la caverna que no podrán respirar.

—¡Adelante! —se oyó gritar en aquel momento al teniente Collin.

Ante aquella orden los salvajes se echaron al suelo y comenzaron a arrastrarse por entre la hierba, intentando acercarse a la caverna. Asthor, Grinnell y los diez indígenas a sus órdenes se mantenían en su avanzada y no cesaban de extender el fuego por toda la desembocadura de la cueva.

Los forzados seguían disparando, dándose ánimos con gritos feroces; pero su resistencia no era tan tenaz como antes y además sólo disponía de tres tiradores.

¿Habían muerto los otros o el humo les había sofocado ya al extremo de que no podían seguir luchando?

—¿Qué pasará en esa cueva? —se preguntaba Asthor, tratando en vano de que su vista llegase al interior—. ¡Hum! ¡Me temo alguna sorpresa desagradable! ¡Esos bribones son capaces de todo!

Los salvajes, rodeados de humo y de llamas, llegaron sólo a veinte pasos de la caverna. Abandonando toda cautela, se pusieron en pie y comenzaron a arrojar flechas, mientras los blancos hacían una descarga general con sus armas.

Los sitiados respondieron con un sinfín de maldiciones, y a poco, a través del humo, se vio aparecer a un hombre que adelantaba con precauciones, pero a los pocos pasos cayó en tierra.

—¡Es Dickens! —exclamó el piloto, que lo había reconocido—. ¡Otro que va a visitar al demonio!

—¡Otra descarga! —ordenó Collin—. ¡En seguida, todos adelante!…

Cinco disparos resonaron, mientras los salvajes seguían lanzando flechas; pero los sitiados no respondieron a aquel ataque.

Asthor, que permanecía de avanzada a pocos pasos de la caverna, se empinó cuanto pudo y miró al otro lado de la cortina de humo y llamas, pero no vio en pie a ningún hombre.

—¡Truenos y rayos! —exclamó—. ¿Qué significa esto?

—¿Los ves? —preguntó el capitán.

—Esperad. A través del humo veo un hombre revolcándose por el suelo, pero ¿y los otros? ¡Ah! Veo otros dos que me parece que han acabado su desastrosa existencia.

—¡Adelante! —gritó Collin.

Los salvajes dispersaron las brasas con las lanzas, echaron tierra sobre la broza que aún ardía y llegaron a la entrada de la cueva al mismo tiempo que Asthor y Grinnell.

—No veo más que dos muertos y un moribundo —dijo el piloto, entrando.

El capitán y Collin le alcanzaron en seguida, pero bien pronto tuvieron que retroceder por efecto del humo. Apenas se disipó algo, penetraron con paso cauteloso a través de la negra abertura que parecía hundirse en las entrañas de la colina.

Cuatro hombres yacían detrás de las rocas, a las que con tanta obstinación habían defendido. Eran Brown, MacDoil, Kingston y O’Donnell. El quinto, Welker, moría apoyado en la pared.

—¿Y los otros? —preguntó Collin.

—Dickens ha caído fuera —dijo Asthor.

—Pero ¿y Bill y MacBjorn? —demandó el capitán.

—¡Por mil rayos!… ¡No los veo! —exclamó el piloto, enseñando los puños con rabia.

—Y, sin embargo, no deben de haber huido —dijo Collin.

—Welker —dijo el capitán, acercándose al forzado.

El miserable, al oír pronunciar su nombre, abrió los ojos y al ver ante sí al capitán Hill articuló, esforzándose por sonreír:

—Estoy casi muerto, capitán.

—¿Dónde están Bill y MacBjorn?

En los ojos del moribundo brilló una mirada de odio.

—¡Viles!… —exclamó—. Me… han… aban… donado… ¡Trai… dores!…

—Pero ¿cómo?

—¡Allí! ¡Allí! —añadió, señalando al fondo de la caverna—. ¡Han… huido!…

—Una última palabra —dijo el capitán—. ¿Quiénes sois?

—Yo… un muerto —articuló—. No… importa… Somos huidos… de Nor…

No pudo concluir. Le agitó un estremecimiento general, alzó los brazos, llevándose ambas manos a la garganta, y cayó pesadamente, permaneciendo inmóvil.

—¡Busquémosles! —dijo Collin—. ¡De lo contrario, esos miserables se nos van a escapar!

Se lanzaron hacia el fondo de la caverna y descubrieron un estrecho corredor oscuro. Sin reflexionar acerca del peligro a que se exponían, aventurándose por la negra abertura, con las armas preparadas y después de haber recorrido unos quinientos pasos se encontraron ante una abertura que parecía haber sido hecha recientemente a pico. La atravesaron y salieron al campo. Estaban en la vertiente opuesta de la colina, que a su vez se unía con la base de otro monte adosado al volcán.

—¡Escapados! —gritó Collin, mesándose el cabello.

—¡Ah miserables! —exclamó el capitán.

—Y no se han olvidado de llevarse vuestro dinero, señor Hill —dijo Asthor, que había registrado todos los rincones de la caverna.

—Los encontraremos, aunque no quede piedra sobre piedra en la isla —dijo Collin.

—¿Adónde habrán podido dirigirse? —preguntó el capitán—. No pueden llevamos mucha ventaja, tanto más cuanto que Bill está herido y cojea.

En aquel instante Paowang, que hacía algunos minutos observaba con atención el terreno, se acercó a Collin y le dijo:

—He descubierto sus huellas, jefe.

—¿Adónde se dirigen?

—Fuera de la colina.

—¿Serías capaz de seguirlas?

—Sí, y sin vacilar.

—Entonces partamos. Que se unan a nosotros diez guerreros.

Collin llamó a diez isleños y se puso en marcha detrás de Poawang, seguido por Hill, Asthor y los tres marineros.

Siguieron las huellas de los dos fugitivos, que se veían impresas sobre la hierba, tronchada acá y allá, y en el césped, aplastado por el pie de aquéllos, y pronto ganaron la colina y llegaron a la otra vertiente.

Antes de llegar abajo, Paowang se detuvo indeciso.

—¿Has perdido las huellas? —le preguntó Collin.

—No; pero retroceden.

—¡Imposible!

—No me engaño.

—¡Si no los hemos encontrado!

El salvaje no contestó y se puso a examinar atentamente el boscaje. Parecía agitado por alguna idea confusa.

—Espérame aquí, jefe; vuelvo en seguida.

—Se echó a tierra y empezó a inspeccionar la hierba, mirando con gran atención las ramas de césped que parecían tronchadas hacía poco tiempo; después comenzó a andar a rastras, describiendo un semicírculo que terminaba hacia la colina, y, por último, se le vio volver sobre sus pasos y dirigirse a la base del volcán.

—Ha subido a la montaña que tiembla —dijo.

—Han subido, querrás decir.

—No —dijo el indio—, porque sólo hay una huella.

—¿Se habrán separado? —preguntó el capitán.

—Pero entonces veríamos la huella del otro.

—Tenéis razón, Collin.

—Ya adivino—-dijo Asthor.

—¿Qué queréis decir? —le preguntó Hill.

—Que MacBjorn ha cogido en brazos a Bill, porque no podría andar más. Ya sabéis que aquel infame está herido en una pierna, puesto que le vimos cojear.

—Tienes razón, Asthor. Así debe ser, y tanto mejor para nosotros, puesto que los alcanzaremos antes.

—Tiene las piernas largas ese MacBjorn —dijo Asthor—, y temo que nos hará sudar bastante. Es delgado como un esqueleto, pero fuerte como el acero; todo nervios y capaz, por tanto, de hacernos correr mucho detrás de él, a pesar de la carga que lleva sobre las espaldas.

—¡Adelante! —dijo Collin.

Paowang se había ya puesto en camino, siguiendo las huellas y penetrando a través de los bosques que subían por los flancos de la montaña tembladora. Hill, Collin y todos los otros le seguían.

Era el camino cada vez más accidentado y penoso, y a medida que subían hallaban mayores dificultades a su paso. Un número inmenso de bejucos se enredaban entre los árboles y subían y bajaban como serpientes, entrelazándose de mil maneras y describiendo curvas de mil formas que hacían casi imposible el paso de aquel grupo de hombres. Otras veces eran grandes masas de plantas, especie de nogales enanos con ramas muy unidas, las que les cerraban el camino, o bien algún inmenso cañaveral de «bambú tulda», tan unidas sus cañas unas a otras que no permitían pasar a nadie entre ellas.

Los marineros y los indígenas trabajaban con los cuchillos y las hachas, poseídos de un verdadero furor; pero en ciertos momentos se encontraban imposibilitados de avanzar ante aquellos espesos macizos de vegetales que parecían querer sofocarlos. Paowang había perdido las huellas hacía algún tiempo, pero continuaba su ascensión a la gran montaña. Lo guiaba el instinto, y estaba seguro, segurísimo, de que marchaba detrás de los fugitivos.

De rato en rato se paraba y después de haber recomendado el más profundo silencio, escuchaba atentamente, esperando oír algún rumor que le delatara la presencia de los dos enemigos; pero los continuos ruidos de la montaña apagaban cualquier otro rumor.

A las tres de la tarde los expedicionarios, fatigados por la larga marcha, se hallaban cerca de la cumbre de una colina que adosaba al volcán, cuando Paowang, que caminaba siempre a la cabeza de todos, desafiando la negra lluvia de cenizas que venía del volcán, se paró ante un estanque cuyas aguas humeaban, despidiendo un desagradable olor sulfuroso.

Se inclinó y examinó el polvo negro que cubría las orillas de aquel depósito de agua caliente.

—¡He aquí las huellas! —exclamó—. Veo las de los dos hombres, y se dirigen a la cumbre de la colina.

—¿Tendrán intención de separarse?

—Sí…, pero… ¡silencio!

El isleño se había levantado bruscamente y sus ojos se fijaban en los flancos de una cercana montaña, bastante más alta que el volcán y que parecía prolongarse en dirección a la costa. Subió a una roca, manteniéndose oculto tras las ramas de un niaulis, y poniéndose las manos en los ojos, a manera de pantalla, para defenderse de los rayos del sol, siguió mirando.

—He oído tronchar algunas ramas —dijo a poco—, y allá veo moverse el césped.

—¿Se mueve todavía?

—Sí… ¡Allí están!

Collin, el capitán y los marineros miraron al sitio indicado y vieron aparecer a unos seiscientos o setecientos metros de la vertiente de la montaña una cabeza, precisamente en el punto que estaba frente a ellos.

Desapareció en seguida, pero bastó aquel momento para que le reconocieran.

—¡MacBjorn! —exclamaron todos.

Asthor y Fulton se apresuraron a apuntar con sus carabinas y dispararon.

Se vio el césped agitarse con violencia; después, nada.

¿Habían hecho las balas blanco o los dos forzados seguían corriendo ocultos por la hierba?

—¡Corramos! —dijo el capitán—. ¡Es preciso que no se nos escapen!

CAPÍTULO XXVII. BILL, PRESO

Para aquellos dos miserables todo había concluido: su captura no era más que cuestión de horas, tal vez de minutos; la fuga les era imposible habiendo sido descubiertos por sus perseguidores a tan corta distancia.

Es cierto que a través de aquel intrincado bosque, medio kilómetro era todavía una gran ventaja; pero MacBjorn debía de hallarse extenuado y su compañero no podía correr, herido como estaba y además cojo.

Collin y el capitán, que suspiraban por el instante de cogerlos, se lanzaron detrás de Paowang, que ya corría, seguidos por los marineros y los diez indígenas.

Atravesada la cumbre de la montaña, descendieron a un pequeño valle y en seguida se pusieron a escalar la segunda eminencia, procurando dirigirse hacia el sitio donde habían visto aparecer la cabeza de MacBjorn.

Cortando rabiosamente las plantas que les impedían el paso y después de veinte minutos de rápida ascensión llegaron al grupo de arbustos contra el que habían hecho fuego Asthor y Fulton, esperanzados de matar a los presidiarios.

—¿Los ves, Paowang? —preguntó Collin.

—Sólo veo un sombrero —contestó el salvaje.

—¿De quién?

Paowang les enseñó un gorro de marinero que recogió del suelo.

—Es el de MacBjorn —dijo el capitán.

—Y está atravesado por una bala —añadió Asthor.

—Busquemos —dijo Collin.

—¡Calle, Calle! ¿Qué es esto? —exclamó Maryland, señalando la hierba manchada de rojo.

—Es sangre —dijeron Collin y el capitán.

—¿Heriríamos a MacBjorn? —preguntó Asthor.

—O a él o a Bill, no hay que dudarlo.

—Tanto mejor; así los encontraremos más fácilmente —dijo Collin—. ¿Ves algo, Paowang?

—Sí —contestó el salvaje, que miraba por todas partes—. Otra vez he visto moverse el césped.

—¿Dónde?

—Allí, a trescientos pasos.

En aquel momento sonó una detonación y una bala pasó silbando por cerca de la cabeza del capitán, matando a un salvaje que estaba a su lado.

Una nube de humo se alzó sobre las altas hierbas, disipándose en el aire.

—¡A tierra! —gritó Collin.

—¡Demonio de gente! —exclamó Asthor ocultándose tras el tronco de un árbol—. Están bien cerca, a lo que parece.

Collin y el capitán apuntaron sus carabinas hacia las hierbas de donde había salido el humo que ondeaba aún por encima y dispararon simultáneamente.

Un grito de dolor resonó en la montaña, seguido poco después de una voz que gritaba:

—¡Esta vez he caído!

—¡Es MacBjorn! —exclamaron los marineros.

—¡Y está herido solamente! —manifestó Collin.

—¡Cuidado con las cabezas! —vociferó Asthor.

Un peñasco de medio quintal caía dando tumbos por la pendiente de la montaña, tronchando a su paso los árboles y aplastando las hierbas. Pasó sólo a cinco metros del grupo de hombres.

—¡No tienes tino, MacBjorn! —le gritó Asthor.

—Se hace lo que se puede —contestó el bandido con su eterno tono burlón.

—¡Y nosotros vamos a hacer contigo algo que no te agradará, ladrón! —gritó Collin.

—¡Si me cogéis vivo!

—¡Adelante, pero cuidado con los peñascos y con las balas! —manifestó el capitán.

—Aguardad un momento, señor —dijo Asthor—. Quiero regalarle uno de mis confites.

A riesgo de recibir una bala en el cráneo, subió por el tronco que le guarecía y, poniéndose a caballo en una rama, procurando que las hojas le cubriesen, se puso a apuntar con toda calma.

Un minuto después caía el gatillo. La detonación fue seguida de un gemido.

—¿Qué tal? —preguntó Asthor.

No contestó nadie; pero a poco se oyó una voz débil, pero todavía burlona, que decía:

—¡Ya tengo mi ración!

—¡Es audaz el condenado! —dijo Collin con admiración—. ¡Lástima que un hombre tan valiente sea tan canalla!

—Y Bill, ¿dónde estará? —preguntó el capitán.

—Tal vez muerto —dijo Asthor.

—O a estas horas andará huyendo —agregó Collin.

—¡Silencio! —exclamó Fulton.

En la montaña se oía aún a MacBjorn, que decía con la voz cada vez más débil:

—¡Huye!… ¡No te detengas!… ¡Estoy malherido! ¡La vista… se me enturbia!… ¡Bah!… ¡Esto… acaba!…

—¡Bill, que se escapa! —gritó Collin—. ¡Adelante, señores!

Emprendieron la ascensión de la montaña en fila india, o sea uno detrás de otro, para perder poco tiempo en abrirse camino. Paowang, el más práctico de todos, iba siempre a la cabeza y cortaba rápidamente los bejucos y las ramas con un hacha de abordaje.

Alcanzada la altura superior, encontraron tendido a MacBjorn, que no daba señales de vida.

Aquel facineroso había perdido la vida de la misma manera que había vivido: violentamente, pero en sus labios se dibujaba todavía la irónica sonrisa que nunca le abandonó.

A pocos pasos del bandido se hallaba su carabina y poco más allá encontró Grinnell una cajita, que era la que Bill había robado al capitán.

Fue abierta en seguida, pero sólo contenía unos cuantos dólares y algunas cartas.

—¿Dónde ha ido a parar casi todo el dinero? —preguntó Asthor.

—Se lo habrá llevado Bill —contestó el capitán.

—¡Le tiene cariño ese asesino al dinero robado! Pues no creo que sea muy higiénico cargarse para correr.

—¡En marcha! —gritó, impaciente, Collin.

—¡Allí está! —gritó Fulton en aquel momento—. Ha abandonado el bosque.

Todos los ojos miraron a la cima de la montaña. En un espacio que aparecía desnudo de vegetación se vio a Bill, el cual subía penosamente, cojeando y tambaleándose.

—¡Detente o hago fuego! —le intimó Collin.

El presidiario se volvió, y al ver que le observaban, se dispuso a apuntar con la carabina; pero desistió en seguida y haciendo un esfuerzo, casi arrastrándose, pudo ocultarse en un macizo de hierba cercano.

Collin, furioso, iba a disparar, pero el capitán le bajó el brazo.

—Es inútil —dijo Hill—. Ya es nuestro.

Para el forzado, en efecto, no había ya esperanza. Solamente trescientos metros le separaban de sus perseguidores. Su pierna herida, el cansancio y la debilidad no le permitían correr, ni siquiera andar de prisa, y la cima de la montaña estaba todavía lejos.

—¡Un último esfuerzo, amigos! —dijo el capitán.

Aunque todos estaban rendidos por aquella persecución que duraba ya muchas horas, además de la caminata que se habían dado por la mañana, comenzaron a subir a paso de carga la violenta pendiente y llegaron a la margen del bosque.

Desde allí el terreno estaba casi limpio de vegetación y sólo se veían muy esparcidas algunas gramináceas y un césped ligero. Bill, que ya no podía esconderse, hacía inauditos esfuerzos por llegar a la cumbre, tal vez esperando hallar algún escondite en el bosque de la vertiente opuesta. Al verle arrastrándose, se comprendía que no podía más.

Se le oía respirar fatigosamente y se le veía agarrarse con ambas manos convulsas a las ramas y a las piedras para ayudarse a andar. Se paraba con gran frecuencia para descansar y en seguida continuaba subiendo, más difícilmente cada vez y tambaleándose como un borracho.

—¡Detente o te rompo las piernas! —le dijo Collin.

Bill esta vez se detuvo. Sus implacables perseguidores estaban a pocos pasos de distancia y hubieran podido matarle con toda facilidad.

Viéndose perdido, cruzó los brazos sobre el pecho, después de haber dejado caer la carabina, y mirándolos fijamente dijo con voz de angustia:

—¡He perdido la partida y pago!…

En seguida se dejó caer sobre una piedra y ocultó la cabeza entre las manos.

Collin, que iba delante de todos, se le acercó, apuntándole con el fusil al pecho, y le dijo:

—¿Me reconoces, miserable?

Bill alzó la cabeza, mostrando su semblante, más blanco que el papel en aquellos momentos, y dijo con voz lenta, solemne:

—Os reconozco y veo que los muertos resucitan.

—¿Y yo, sabes quién soy? —le dijo Hill, que también se había acercado.

Un relámpago de odio brilló en los ojos del forzado.

—¡Vos! —exclamó—. ¿Por qué arte de Satanás estáis aquí vivo? Creía que los tigres os habían devorado.

—¡Te engañaste, asesino, incendiario y ladrón! Estoy vivo y a tu lado para hacerte purgar tus infamias.

—¡Matadme ya, si os place! He perdido y estoy dispuesto a pagar.

—No; la muerte sería para ti un castigo muy dulce.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó el forzado con inquietud.

—Llevarte a la isla de Norfolk.

El semblante de Bill se puso más pálido aún y su fisonomía se contrajo ferozmente.

—¿Vive todavía vuestra hija? —preguntó de pronto.

—¡Sí; Dios la ha protegido!

—¡Pues os perderá a vos! —exclamó el bandido.

Y rápido se arrancó del cinto una pistola cargada y la apuntó contra el capitán; pero Grinnell, que no le había perdido de vista, le derrumbó al suelo de un culatazo. El tiro salió, pero la bala se perdió en el vacío.

—¡Ah malditos! —rugió el forzado.

Los marineros se arrojaron sobre Bill y le ataron fuertemente, a pesar de su desesperada resistencia. Asthor le había registrado antes, sacándole de los bolsillos todo el dinero robado en el camarote del capitán.

—Está mejor en poder de su legítimo dueño que en el tuyo —le dijo el piloto—. Además, a los forzados que van a la isla de Norfolk les sobra todo el dinero, grandísimo tunante.

—Regresemos —dijo Collin—. Va a caer la noche y el camino es largo.

A una seña suya, cuatro salvajes levantaron a Bill y se encargaron de transportarle.

Asthor, antes de dejar la cima, miró hacia la llanura. En el fondo, junto a la colina, a cuyo pie se abría la caverna, descubrió gigantescas fogatas que brillaban entre los árboles.

Eran los salvajes, que celebraban la victoria.

CONCLUSIÓN

Pocos días después de los sucesos que quedan narrados, los náufragos de la «Nueva Georgia» ayudados por los salvajes, que seguían obedeciendo a su rey, más prestigioso aún que antes para ellos por su victoria sobre los forzados, procedieron a desarmar el barco para hacer con sus restos una gran chalupa.

Como nada les atraía en Tanna, suspiraban por el momento de abandonar aquellos lugares y desembarcar en cualquier país civilizado.

Los trabajos, bajo la dirección del capitán y de Collin, fueron seguidos tan alegre y prontamente, que cuatro semanas después la nueva embarcación, que desplazaba cerca de cien toneladas, lucía su esbelto casco en la playa.

Fue armado en cutter el nuevo buque y aprovisionado con los víveres que habían podido salvar de la «Nueva Georgia», y que conservaron con sumo cuidado en almacenes levantados en la playa.

Cuando todo estuvo dispuesto para emprender el viaje, fue transportado Bill al barco y encerrado en un sólido camarote, sin que ni por un momento se le desataran las ligaduras. Estas precauciones eran superfluas, porque el miserable parecía resignado con su suerte.

Collin encontró grandes dificultades para renunciar al trono, pues los buenos isleños se empeñaban en no dejarlo partir; pero al fin se resignaron, ante la promesa que les hizo de volver pronto, y Collin embarcó en compañía del capitán, de Ana y de los tres marineros.

Antes de la partida, Hill regaló armas y municiones a todos los principales jefes de la isla y otros muchos efectos de la «Nueva Georgia», útilísimos para aquellas gentes.

Por último, una hermosa mañana, el pequeño cutter desplegó sus velas y, empujado por suave brisa, salió a alta mar, acompañado por buen número de piraguas, en las que iban los isleños, que lloraban al ver partir a su rey.

Después de veintiséis días de feliz navegación, divisaron las costas de Australia, y una semana después desembarcaron en Brisban, donde entregaron a Bill a las autoridades inglesas.

El miserable, en el momento en que el jefe de la Policía colonial le ponía la mano encima, dijo al capitán:

—Os deseo felicidades.

Después, volviéndose a Ana:

—Si hubierais sido mía, yo habría llegado a ser otro hombre; pero era ya tarde. ¡Olvidad mis infamias y, si podéis, compadecedme!

En seguida se dejó conducir a tierra sin oponer resistencia.

Los náufragos de la «Nueva Georgia» permanecieron dos semanas en Brisban, esperando la llegada de un buque que los transportase a América.

Antes de partir supieron que Bill había sido conducido a la isla de Norfolk, donde debía cumplir veinte años de trabajos forzados por asesinato. Su castigo por los crímenes que cometió en la «Nueva Georgia» fue el de reclusión perpetua.

Después de cuarenta y cinco días, desembarcaron en Méjico, en Acapulco, y desde allí pasaron a los Estados Unidos; pero su permanencia en tierra firme fue de corta duración.

El capitán Hill compró un nuevo y magnífico buque, al que dio el nombre de «Nueva Georgia», en recuerdo del otro, y poco después emprendía otra vez sus viajes oceánicos, llevando consigo a dos hijos: el teniente Collin y su esposa Ana Hill.

No hay para qué consignar que el simpático Asthor, Maryland Fulton y Grinnell habían embarcado con ellos.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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