Alcestis

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

Desterrado Apolo del cielo por la muerte de los cíclopes, forjadores de los rayos con que Zeus mató a su hijo Esculapio, se refugió en el palacio de Admeto, rey de la Tesalia, cuyos ganados guardó, siendo recompensado por él generosamente. Agradecido a sus beneficios le salvó una vez la vida engañando a las Parcas, y obtuvo después el consentimiento de Zeus para librarlo de la muerte, si encontraba algún otro que quisiese morir por él. La empresa no era nada fácil, y hasta los padres de Admeto, ya ancianos, rehusaron hacer por su hijo este sacrificio. Sin embargo, Alcestis, su esposa, no vaciló en dar por él su vida, aunque joven, bella y reina, y dejando dos hijos huérfanos.

La acción de la tragedia comienza poco antes de morir Alcestis, y Apolo y la Muerte discuten sobre este suceso inminente. Ambos esposos se despiden uno de otro con la mayor ternura, y ella muere después muy llorada de todos sus servidores, que la adoraban por su bondad. Admeto se dispone a celebrar sus funerales con gran pompa y aparato, cuando primero se presenta su padre, que trae dones mortuorios para la difunta, dando origen a un altercado nada edificante entre ambos, y después Heracles pidiendo hospitalidad, puesto que ignoraba la desdicha de su amigo el rey de los tesalios. El hijo de Alcmena, que ve impresas las señales del más acerbo dolor en el rostro de su huésped, le pregunta la causa con interés, y a pesar de su insistencia, nada averigua de positivo, porque Admeto desea hospedarlo, y si le descubre la verdad, se expone a que se ausente en busca de otro albergue. Sus réplicas anfibológicas inducen a Heracles a aceptar el hospedaje que se le ofrece, y en su consecuencia penetra en la hospedería aislada del palacio, y a fuer de buen gastrónomo se abandona por completo a los placeres de la mesa, y come y bebe de lo lindo, coronado de mirto y entonando escandalosos y báquicos cantares. El esclavo que le sirve, no pudiendo disimular su pena, excita las sospechas del héroe, que llega al fin a saberlo lodo. Apodérase entonces de sus armas, y escondiéndose junto al túmulo de Alcestis, sorprende a Hades cuando venía a gustar las fúnebres ofrendas, y le obliga a soltar su presa, devolviendo la vida a la difunta, y llevándola cubierta con un velo al palacio de su esposo. Empéñase en persuadir a este que la guarde hasta su vuelta, pretextando que la ha ganado legítimamente en unos juegos, en que se ofrecía por premio al vencedor, y tanto le importuna, que Admeto consiente en hacer este nuevo sacrificio por su amigo, quien le descubre al cabo que aquella mujer confiada a su custodia es su propia esposa.

Fácil es de ver que esta tragedia, así por la sencillez de su plan como por la moralidad que resulta de la acción, es una de las mejores de Eurípides, acercándose a las de Sófocles. Apolo, agradecido a los beneficios de Admeto, premia su virtud sin proponerse la satisfacción de ninguna pasión mezquina e indigna de los dioses; Admeto obtiene merecida recompensa por la generosa hospitalidad que dispensa a Apolo y a su amigo Heracles; Alcestis resucita en justo galardón del sacrificio que hace por su esposo; y Heracles, correspondiendo a la amistad de Admeto, paga con usura la hospitalidad que de él recibe. La diferente condición social de la mujer entre nosotros, comparada con la que tenía en Grecia, y el resto de sentimientos caballerescos que todavía conservamos, nos hacen mirar con desagrado la aquiescencia del rey de los tesalios al sacrificio de su esposa, y vituperar el egoísmo de un soberano que, por amor a la vida, consiente en perder la mejor de las mujeres; pero debemos advertir que las costumbres griegas eran muy diversas de las nuestras, y que, suponiendo su existencia, no aparece su acción tan baja como antes. Faltando Admeto, sus hijos quedan entregados a Alcestis en edad temprana, y expuestos a todas las violencias e iniquidades consiguientes al elevado rango que en su país ocupan, y a los amaños e intrigas de los ambiciosos que quieren reinar; la Tesalia pierde un rey piadoso, respetado y justo en la flor de sus años, y corre grave riesgo de sufrir los peligros de una larga minoría o del cambio de soberano; y Apolo, protector de Admeto y de los tesalios, o revela su impotencia en remediar estos males, o, en la imposibilidad de recompensar directamente a su bienhechor y amigo, ha de permitir que baje a los infiernos la dueña del palacio, en donde encontró un asilo en su desgracia. Verdad es que también nos repugna la escena en que se injurian gravemente Feres y Admeto, padre e hijo, ya porque no se conforma con nuestras ideas modernas, ya porque parecen contradecir las que tenemos formadas de los antiguos, los cuales, según dicen, hacían alarde de su respeto a la ancianidad. Téngase, no obstante, en cuenta que los dramáticos griegos, por regla general, no ofrecen caracteres como debieran ser, sino cómo son en realidad, y que sus personajes ceden siempre al sentimiento más espontáneo, natural y sencillo, aunque no sea el más moral, como sucede el Áyax, de Sófocles, que se suicida, ciego de vergüenza, al recobrar el juicio y reflexionar en el ridículo en que ha incurrido, y a Admeto, en esta tragedia que criticamos, airado contra sus padres por la pérdida de su amada esposa, y en situación poco a propósito para medir sus palabras y moderar sus pasiones. Lo mismo sucede con Alcestis, algo vana y presuntuosa a nuestro juicio, pero natural y sencilla a pesar de todo. La escena en que se despiden ambos esposos es bellísima, y no menos bella la en que Heracles presenta a Admeto su perdida compañera. Obsérvase también que Eurípides no altera la tradición mitológica, y que el desenlace y algunas escenas son más cómicas que trágicas.

Esta última circunstancia se comprende recordando que dicha tragedia era la cuarta de una tetralogía cuyas tres primeras fueron, por su orden, Las Cretenses, Alcmeón en Psófide y Télefo, y que por consiguiente ocupaba el lugar del drama satírico, y tenía cierto carácter cómico. Se representó siendo arconte Glaucino, en la olimpiada 86, 2, ganando Sófocles el primer premio y Eurípides el segundo, según se desprende de las palabras del autor del argumento griego de esta tragedia, que dice así: τὸ δὲ δρᾶμα ἐποιήθη ιζ.’ ἐδιδάχθη ἐπὶ Γλαυκίνου ἄρχοντος πέ ὀλ. πρῶτος ἦν Σοφοκλῆς, δεύτερος Εὐριπίδης Κρήσσαις, Ἄλκμαίωονι τῷ διὰ Ψωφῖδος, Τηλέφῳ, Αλκήστιδι.

El argumento de Las Cretenses era relativo al crimen de Atreo cuando sirvió a su hermano Tiestes sus propios hijos, y su título provenía del coro, compuesto de mujeres de Creta, servidoras de Aérope, la esposa de Atreo; el de Alcmeón a las aventuras de este en Psófide, en donde se casó con Alfesibea y fue castigado por su suegro Fegeo por haber contraído segundas nupcias con Calírroe, hija del rey Aqueloo, viviendo su primera esposa; y por último el de Télefo a la cura de la herida de este rey de la Misia, hecha por la lanza de Aquiles, que podía solo sanarla.

Personajes

Apolo.
La Muerte.
Coro de ancianos de Feres.
Una esclava de Alcestis.
Alcestis, esposa de Admeto.
Un criado de Admeto.
Admeto, rey de Feres.
Eumelo, hijo de Admeto y de Alcestis.
Heracles.
Feres, padre de Admeto.

Alcestis

La acción es en Feres, en la Tesalia.

Vese en la escena el palacio de Admeto, del cual sale Apolo.


APOLO:
¡Oh palacio de Admeto, en donde, siendo dios, me senté a la mesa de los siervos! Porque Zeus dio muerte a mi hijo Esculapio, lanzando la llama contra su pecho, y excitó mi ira hasta el punto de obligarme a matar a los cíclopes, que forjan los rayos de Zeus, y mi padre en castigo me forzó a servir a un mortal. Cuando vine, pues, a esta región, apacentaba los bueyes de mi huésped, y desde entonces he protegido siempre a su familia. Yo, piadoso, tropecé con un varón que también lo era, con el hijo de Feres, a quien salvé de la muerte engañando a las Parcas; concediéronme estas librar a Admeto del duro trance que le amenazaba si en su lugar llevaba otro muerto a los infiernos. Exploré la voluntad de todos, importuné a sus amigos, a su padre, a la anciana madre que lo dio a luz, y ninguno quiso morir por él y dejar de ver el sol, excepto su esposa, la cual ahora, llevada en brazos ajenos, está próxima a expirar: hoy morirá fatalmente. Y yo, para no contaminarme en este palacio, abandono sus techos muy queridos. Ya veo a la Muerte, sacerdotisa de Hades, que la llevará al Orco; oportunamente llega hoy, porque Alcestis ha de morir sin remedio.

LA MUERTE (con negros vestidos, negras alas y armada de su guadaña):
¡Ah, ah! ¿Qué haces junto a este palacio? ¿Por qué rondas, Febo? Segunda vez eres injusto, pues cercenas y usurpas honores debidos a los dioses infernales. ¿No te bastó impedir la muerte de Admeto, engañando dolosamente a las Parcas? Ahora, armada tu diestra con el arco, parece que defiendes a la hija de Pelias, que ha prometido sacrificarse por su esposo.

APOLO:
No te alarmes, que el derecho y razones sólidas están de mi parte.

LA MUERTE:
¿Y para qué traes arco si tienes razón?

APOLO:
Acostumbro llevarlo siempre.

LA MUERTE:
¿Y te es lícito socorrer a los habitantes de este palacio?

APOLO:
Me compadezco de las desdichas de un hombre querido.

LA MUERTE:
¿Y me robarás también este muerto?

APOLO:
Recuerda que no te arranqué el otro a la fuerza.

LA MUERTE:
¿Cómo, pues, vive, y no está debajo de la tierra?

APOLO:
Porque su esposa, por la cual vienes, se obligó a morir por él.

LA MUERTE:
Y seguramente me la llevaré ahora a las mansiones subterráneas.

APOLO:
Cuando te apoderes de ella, vete; no se si podré persuadirte...

LA MUERTE:
¿Que mate a quien debo? Tal es mi deber.

APOLO:
De ninguna manera, sino que te ensañes en trémulos ancianos.

LA MUERTE:
Ya comprendo tu razón y tus deseos.

APOLO:
¿Podrá Alcestis llegar a la vejez?

LA MUERTE:
No; has de saber que también me agradan los honores que me tributan los mortales.

APOLO:
Pero seguramente no te llevarás más de un alma.

LA MUERTE:
Cuando mueren los jóvenes es mayor mi gloria.

APOLO:
Y si muere anciana la enterrarán con pompa.

LA MUERTE:
Estableces esta ley, ¡oh Febo!, en notoria ventaja de los ricos.

APOLO:
¿Qué has dicho? ¿Eres acaso sofista, ignorándolo yo?

LA MUERTE:
Los ricos, merced a sus riquezas, morirán entonces ancianos.

APOLO:
¿No quieres concederme esta gracia?

LA MUERTE:
No, seguramente; conoces mi carácter.

APOLO:
Funesto a los hombres y odioso a los inmortales.

LA MUERTE:
Nada conseguirás que no convenga.

APOLO:
Te aplacarás, sin embargo, aunque tu crueldad es grande: vendrá al palacio de Feres un hombre que envía Euristeo para robar en la fría Tracia un carro tirado por caballos; después de recibir hospitalidad en el palacio de Admeto, te arrebatará por fuerza esta mujer, y nada tendré que agradecerte, y harás, no obstante, lo que quiero, siéndome odiosa siempre.

LA MUERTE:
Por más que hables, nada conseguirás. Esta mujer, por tanto, descenderá al palacio de Hades. En su busca voy para comenzar el sacrificio con mi guadaña, porque consagrado queda a los dioses infernales aquel de cuya cabeza corto un solo cabello. (Entra en el palacio, y se retira Apolo).

(El coro, dividido en dos semicoros, aparece en seguida).

PRIMER SEMICORO:
¿Por qué tan tranquilos los atrios? ¿Por qué este silencio en el palacio de Admeto?

SEGUNDO SEMICORO:
No vemos aquí ningún amigo que nos diga si ya debemos llorar la muerte de la reina, o si Alcestis, la hija de Pelias, para mí y para todos la mejor de las esposas, ve todavía la luz.

PRIMER SEMICORO:
¿Oye alguno alaridos de dolor, golpes de manos dentro del palacio, o llanto como sí se hubiera consumado el sacrificio? Al contrario, ni un esclavo hay a la puerta. Ojalá, ¡oh Peán!, que te aparezcas y aplaques las olas de estos males.

SEGUNDO SEMICORO:
No callarían, sin duda, si estuviese muerta.

PRIMER SEMICORO:
Según creo, aún no han sacado el cadáver del palacio.

SEGUNDO SEMICORO:
¿Por qué dices esto? Aún no me abandono a mi alegría. ¿Cuál es tu esperanza?

PRIMER SEMICORO:
¿Cómo es posible que haga Admeto a su querida esposa ocultos funerales?

SEGUNDO SEMICORO:
No veo delante de la puerta agua de fuente, según se acostumbra cuando muere alguno, y ninguna cabellera aparece suspendida en el vestíbulo en señal de duelo, ni las jóvenes se golpean con sus manos.

PRIMER SEMICORO:
Y este es el día... en que ha de bajar fatalmente al infierno.

SEGUNDO SEMICORO:
¿Por qué dices esto? Me afliges y contristas mi corazón.

PRIMER SEMICORO:
Conviene, cuando las calamidades agobian a los buenos, que sean llorados por todos aquellos que siempre los tuvieron por tales. (Únense los semicoros).

EL CORO:
Estrofa. — No hay nave en parte alguna del orbe, aunque vaya a la Licia o al árido domicilio de Amón, que pueda salvar la vida de esta desventurada: no tardará en cumplirse el cruel destino, y no veo junto a las aras sacerdote alguno a quien acercarme.

Antístrofa. — Solo el hijo de Febo, si viese esta luz con sus ojos, podría arrancarla del tenebroso palacio y de las puertas de Hades: resucitaba los muertos antes que lo matase el dardo de fuego que Zeus vibra. Pero ahora, ¿qué esperanza puedo abrigar de que recobre la vida? Todo se ha hecho ya por la reina, y sangrientos sacrificios se han acumulado en las aras de los diversos dioses, y sin embargo, no hay remedio alguno contra estos males. Pero he aquí una sierva que sale llorando del palacio.¿Vendrá a decirme que se ha trocado la fortuna? Perdonable es llorar cuando sufren nuestros dueños, si bien lo que deseamos saber ahora es si aún vive esa mujer, o si ha muerto.

UNA ESCLAVA:
Puedes asegurar que está a un tiempo viva y muerta.

EL CORO:
¿Y cómo ha de ser posible vivir y morir?

LA ESCLAVA:
Cercano está ya su fin, mas todavía respira.

EL CORO:
¡Oh desventurado! Siendo tú cual eres, ¡qué esposa pierdes!

LA ESCLAVA:
No lo sabrá mi señor hasta que no fallezca.

EL CORO:
¿No hay esperanza alguna de salvarle la vida?

LA ESCLAVA:
Ya llegó el día fatal.

EL CORO:
¿Se preparan en su honor las debidas exequias?

LA ESCLAVA:
Preparadas tiene ya su marido las galas mortuorias que han de adornarla.

EL CORO:
Sabed, pues, que muere con gloria, y que es la mejor de las esposas a quienes el sol alumbra.

LA ESCLAVA:
¿Y cómo no lo sería? ¿Quién lo disputará? ¿Qué mujer habrá que la supere? ¿Cómo probará ninguna lo que ama a su esposo, sino muriendo por él voluntariamente? Y esto lo sabe toda la ciudad, y te admirarás de lo que ha hecho en el palacio. Cuando conoció que se acercaba el día funesto, lavó su cuerpo blanco con agua corriente, y sacando de sus arcas de cedro ropas y joyas, se vistió con elegancia, y delante del hogar oró así: «¡Oh señora mía!; yo voy a los infiernos, y ya que por última vez te adoro, ruégote que protejas a los que dejo huérfanos, y des al uno esposa amada, a la otra noble esposo, y que ya que yo que soy su madre muero, no perezcan prematuramente mis hijos, sino que dichosos vivan en su patria bienaventurada». Llegose a todas las aras que hay en el palacio de Admeto y las adornó, y oró, tejiendo una corona de ramos de mirto, sin dar gritos, sin gemir siquiera, y sin que su semblante se alterase un punto al aproximarse la hora funesta. Después entró en su tálamo, y allí lloró y dijo: «Adiós, lecho en donde hice homenaje de mi virginidad al hombre por quien muero; no te aborrezco, pero a mí sola me has perdido, que perezco por no hacerte traición, ni tampoco a mi esposo. Otra mujer te poseerá, si no más casta, acaso más afortunada». Volviose y lo besó, y regolo todo con lágrimas abundantes, que caían de sus ojos. Pero después que derramó copioso llanto, se alejó de él con los ojos bajos, y abandonó el aposento nupcial, y muchas veces dejó el tálamo y volvió a él, y muchas otras se recostó en el lecho y se levantó de nuevo. Los hijos lloraban sin soltar los vestidos de su madre, y ella los besaba, ya abrazando al uno, ya al otro, como la que ha de morir en breve. Y todos los criados lloraban también, compadecidos de su dueña, y ella a todos ofrecía su diestra, y a ninguno, por bajo que fuese su ministerio, dejó de hablar, y él a ella. Tales son las desdichas que ocurren en el palacio de Admeto: si él hubiese muerto nada sentiría, y librándose de este trance sufre tal dolor que jamás lo olvidará.

EL CORO:
¿Y gime Admeto por estos males, forzado a perder tan incomparable esposa?

LA ESCLAVA:
Llora teniendo en sus brazos a su amada compañera, y, queriendo imposibles, le ruega que no lo abandone: ella se consume y desfallece, aniquilada por su enfermedad, y pesa triste en su regazo. Sin embargo, aunque respira lentamente, desea ver la luz del sol. (Nunca más, y por la vez postrera, mirará sus rayos). Pero iré allá y anunciaré tu venida, porque no todos quieren bien a sus soberanos, y benévolos los consuelan en sus males; no así tú, que eres antiguo amigo de mis dueños. (Entra en el palacio).

PRIMER SEMICORO:
¡Ay, Zeus!, ¿cuál será el término de estos males y el remedio del desastre que amenaza a mis reyes?

SEGUNDO SEMICORO:
¿Sale alguien? ¿Cortaré mis cabellos y nos vestiremos ya negros ropajes?

PRIMER SEMICORO:
Ya no hay duda, amigos, ya no hay duda alguna; pero roguemos a los dioses, cuyo poder es grande.

SEGUNDO SEMICORO:
¡Oh rey Peán!, que encuentres algún alivio a los males de Admeto; concédelo, concédelo, ya que antes de ahora lo hallaste, y la librarás de la muerte y ahuyentarás al mortífero Hades.

PRIMER SEMICORO:
¡Hola, hola, oh, oh, hijo de Feres!; ¡qué desdicha es la tuya de perder a tu esposa!

SEGUNDO SEMICORO:
¿No merece esto el suicidio, y aun algo más que suspender el cuello de elevado lazo?

PRIMER SEMICORO:
No a una mujer querida, sino a la más querida verás muerta hoy.

SEGUNDO SEMICORO:
Mira, mira cómo ella y su esposo salen del palacio. ¡Oh, clama!, ¡Oh, gime, tierra ferea, que la mejor de las esposas, devorada por la enfermedad, descenderá al infernal subterráneo de Hades!...

EL CORO:
Nunca dejaré de negar que las nupcias traen más placer que dolor, y así lo infiero de lo que nos dice la tradición, y de esta desdicha del rey, quien, después de perder a su esposa, la mejor de todas, no podrá vivir una vida tolerable. (Llega Alcestis, sostenida por sus esclavas, con Admeto y sus hijos).

ALCESTIS:
¡Sol y luz del día, aéreos torbellinos de ligeras nubes!

ADMETO:
A ti y a mí nos ven; a dos desdichados que para morir en nada pecaron contra los dioses.

ALCESTIS:
¡Oh tierra y techos de estos atrios, y nupciales tálamos de Yolco, mi patria!

ADMETO:
Ten ánimo, ¡oh desventurada!; no me abandones, sino ruega a los dioses poderosos que de ti se apiaden.

ALCESTIS (mirando fijamente, como fuera de sí):
Veo, veo una lancha de dos remos; Caronte, el barquero de los muertos, teniendo en sus manos el garfio, me llama ya. «¿Por qué vacilas? Date prisa; tú sola me detienes». Con estas palabras me insta.

ADMETO:
¡Ay de mí!, ¡qué amarga navegación me has recordado! ¡Oh desventurada!, ¡qué horribles desdichas sufrimos!

ALCESTIS:
Alguien, alguien me lleva (¿no lo ves?) a la mansión de los muertos. ¿Qué haces? ¡Suéltame! ¡Qué peregrinación emprendo, ay mísera!

ADMETO:
Triste para los que te aman, y aún más triste para mí y para tus hijos, que te llorarán conmigo.

ALCESTIS (volviendo en sí):
Soltadme, soltadme; recostadme, que ya no puedo sostenerme. La muerte se acerca, y noche tenebrosa envuelve mis ojos. ¡Oh hijos, hijos, ya no, ya no tenéis madre! ¡Adiós, hijos, y que veáis esta luz! (Se desmaya).

ADMETO:
¡Ay de mí! Oigo esta triste palabra, peor para mí que el último suplicio. No, por los dioses; no me abandones, no, por tus hijos, que dejarás huérfanos; levántate, reanímate; si tú mueres moriré también. Tú eres para mí todo, viva yo o no viva: solo a tu amor rindo culto. (Cae a sus pies y apoya la cabeza en su regazo).

ALCESTIS (abriendo los ojos y fijándolos en Admeto):
¡Oh Admeto!, (ves en qué estado me hallo), quiero hablarte antes de morir. Dejo la vida probándote mi respetuoso amor, y consiento en que veas esta luz al precio de ella, y cuando en vez de esto podría casarme con el tesalio que quisiera, y habitar en palacio de reyes, no deseo vivir sin ti con hijos huérfanos de padre, ni me apiadé de mí poseyendo gracias juveniles que me prometían largo deleite. Pero tu padre y tu madre te hicieron traición, aun cuando por su edad bien podían haber muerto con decoro, y salvado a su hijo y alcanzado gloria. Tú eras el único fruto de su himeneo, y faltando no tenían esperanza de engendrar otros. Y ambos hubiésemos vivido y no gemirías huérfano de tu esposa, ni educarías a hijos huérfanos también. Pero algún dios ha dispuesto que así suceda: sea, pues. Concédeme una gracia teniendo presente que yo nunca te pediré demasiado, si la vida vale tanto, y será justo lo que te suplique; tú mismo lo conocerás si eres prudente, como creo, y amas a estos hijos no menos que yo: sean ellos los señores en mi palacio y no les des madrastra, que, como ha de ser peor que yo, por celos maltratará a tus hijos y a los míos. Ruégote, pues, que no te cases segunda vez. La madrastra, que sucede a la esposa, es enemiga de los frutos del anterior matrimonio, y no más piadosa que una víbora. Y el varón tiene en su padre gran defensa (porque le habla y con él se entiende); pero tú, ¡oh hija mía!, ¿cómo te educarán mientras seas virgen para vivir honestamente, cual la esposa de tu padre? Torpe fama puede mancharte con su hálito, y en la flor de tu juventud desbaratar tus bodas. No será tu madre la que te lleve al altar del himeneo, ni te infundirá valor con su presencia en los dolores del parto, ¡oh hija!, porque nadie es tan cariñoso como una madre. Pero debo morir, y no mañana o el día tercero de este mes, sino que dentro de muy poco me contarán entre los muertos. Reíd alegres, que tú, ¡oh esposo!, puedes vanagloriarte de haber poseído la mejor de las mujeres, y vosotros, hijos, la mejor de las madres.

EL CORO:
Ten confianza; no temo hablar por él; hará cuanto deseas si no pierde la razón.

ADMETO:
Se hará, se hará lo que ruegas; no temas, que si yo te poseí viva, después que mueras tú sola serás llamada esposa mía, y ninguna otra tesalia ocupará tu lugar, que no hay quien te iguale ni en nobleza ni en belleza. A los dioses pido que me dejen gozar de la compañía de mis hijos, que de la tuya no he disfrutado como quería. No llevaré tu luto un año, sino mientras durare mi vida, ¡oh esposa!, y odiaré a mi madre y rechazaré a mi padre, que me amaban en apariencia, no en realidad; tú me has salvado dando tu existencia por la mía. ¿Y no he de gemir perdiendo tal compañera? Se acabarán los banquetes, no vendrán ya mis comensales, y desaparecerán para siempre las coronas y los cánticos que llenaban mi palacio; jamás tocaré la lira, ni cantaré al son de la flauta libia, que contigo se van todos mis placeres. Tu imagen, obra de hábil artista, será colocada en mi tálamo, y me prosternaré ante ella, y la ceñirán mis brazos invocando tu nombre muchas voces, y se me figurará, aunque no sea cierto, que estrecho a mi esposa amada; frío deleite según creo, pero suficiente, no obstante, para aliviar el peso que me oprime. En mis sueños te aparecerás y me llenarás de gozo, que es grato ver de noche a los que amamos en cualquier ocasión que se presenten. Si yo tuviese el estro y la voz de Orfeo para aplacar con mis versos a la hija de Deméter o a su esposo, descendería al infierno y te sacaría de él sin temer al perro de Hades, ni al barquero que, apoyado en sus remos, transporta a las almas, hasta que te restituyese a la luz. Espérame allí, pues, cuando muera, y prepara la morada en donde vivirás conmigo. Una misma caja de cedro nos encerrará a ambos, y uno junto a otro descansarán nuestros cuerpos, que ni muerto me separaré de ti, ya que tú sola me has sido fiel.

EL CORO:
Y yo llevaré contigo triste luto, como un amigo por otro, por esta reina que tanto lo merece.

ALCESTIS:
¡Oh hijos, ya habéis oído a vuestro padre, que me ha prometido no casarse jamás en daño vuestro, ni olvidarse de mí!

ADMETO:
Y ahora lo ratifico, y así lo haré.

ALCESTIS:
Bajo esta condición recibe mis hijos de mi mano. (Pone en las de Admeto las mano de sus hijos).

ADMETO:
Los acepto, caro presente de una mano también cara.

ALCESTIS:
Que seas tú en mi lugar la madre de estos niños.

ADMETO:
Y mucho lo necesitan, huérfanos de ti.

ALCESTIS:
¡Oh hijos! ¡Cuando convenía que yo viviera, desciendo a los infiernos!

ADMETO:
¡Ay de mí! ¿Qué haré, pues, sin ti?

ALCESTIS:
El tiempo mitigará tu pena: el muerto nada es.

ADMETO:
Llévame contigo, por los dioses, llévame allá abajo.

ALCESTIS:
Basta conmigo, que muero por ti.

ADMETO:
¡Oh destino! ¡Qué esposa me arrebatas!

ALCESTIS:
En tinieblas mis ojos ya me pesan.

ADMETO:
Yo también muero si me dejas, ¡oh mujer!

ALCESTIS:
Ya puedes decir que he muerto, y que nada soy.

ADMETO:
Alza el rostro; no abandones a tus hijos.

ALCESTIS:
Contra mi voluntad lo hago: adiós, hijos.

ADMETO:
Míralos, míralos.

ALCESTIS:
Nada soy ya.

ADMETO:
¿Qué haces? ¿Nos abandonas?

ALCESTIS:
Adiós.

ADMETO:
Yo muero, desventurado de mí. (Déjase caer Admeto en el seno de Alcestis).

EL CORO:
Ya expiró, ya no existe la esposa de Admeto.

EUMELO:
¡Ay de mí! ¡Cuánta es mi desdicha! Ya mi madre bajó a los infiernos; ya no respira, ¡oh padre!, debajo del sol, sino que, abandonándome infortunada, me deja huérfano. Mira, mira sus párpados y sus manos inertes. Escucha, oye, madre, yo te lo ruego. Yo te llamo, yo, madre, tu tierno hijo; yo te llamo besando tus labios.

ADMETO:
Ya ni oye ni ve: grave calamidad nos ha herido a todos.

EUMELO:
Tan joven, ¡oh padre!, me veo abandonado, y me deja solo mi madre. ¡Oh qué tristes penas sufro! Y tú, mi tierna hermana... también te afliges... ¡Oh padre!, en vano, en vano tomaste esposa, y no has llegado a la vejez en su compañía, que ha muerto antes: contigo, ¡oh madre!, perece también tu familia.

EL CORO:
Preciso es, ¡oh Admeto!, que soportes con valor esta desventura: tú no eres ni el primero ni el último de los mortales que pierde una buena esposa; recuerda, pues, que necesariamente todos hemos de morir.

ADMETO:
Lo sé, y este mal no ha sobrevenido de repente; pero por lo mismo que me era conocido, atormentábame hacía tiempo. Ea, pues, celebremos con pompa sus exequias: quedaos aquí, y relevándoos unos a otros, cantad lúgubre canción al cruel dios de los infiernos. Que todos mis súbditos de la Tesalia lleven luto por esta mujer, corten sus cabellos y vistan negras ropas; y vosotros, los que uncís los caballos a las cuadrigas, y cabalgáis en sendos corceles, cortad con el hierro sus crines. Que en la ciudad no se oiga el sonido de las flautas, ni los acordes de la lira, en doce lunas completas. Nunca daré sepultura a otro cadáver más amado, ni a quien más obligaciones deba: digna es de que yo la honre, ya que solo ha muerto por mí. (Mientras canta el coro se llevan al palacio el cadáver de Alcestis, seguido de Admeto y de sus hijos).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh hija de Pelias!, que habites contenta en el palacio tenebroso de Hades, y que sepa el dios de negra cabellera, y el anciano que con el remo y el timón transporta sentado a los muertos, que la mujer más buena, sí, la más buena, atravesará la laguna Aquerontia en la birreme barquilla.

Antístrofa 1.ª — Mucho te celebrarán los poetas, y la rústica lira de siete cuerdas, y canciones no acompañadas de ella, cuando los años, en su curso, traigan en Esparta el aniversario del mes Carneo, y se vea la luna en toda su plenitud y en la brillante y feliz Atenas. Inagotable materia dejas al morir a los que rinden culto a las Musas.

Estrofa 2.ª — Ojalá que en mi mano estuviera, ojalá que me fuese posible devolverte a la luz desde el palacio de Hades y las ondas del Cocito, con los remos del río infernal: que tú, la única, la mujer más querida, tú sola has consentido en rescatar de los infiernos a tu esposo al precio de tu vida. Leve sea la tierra que te cubra, ¡oh mujer! Si tu marido eligiere nuevo tálamo, muy odioso me será, sin duda, y también a tus hijos.

Antístrofa 2.ª — Como ni su madre ni su anciano padre quisieran morir por Admeto, habiéndolo engendrado, ni consintieran en salvarlo, a pesar de sus blancos cabellos, tú, en la flor de tu juventud, te sacrificaste por tu esposo. Séame dado tener en mi lecho compañera tan leal, que es suerte rara en la vida; viviría conmigo siempre sin molestia.

HERACLES (que llega desde lejos):
Extranjeros que habitáis esta tierra de Feres, ¿podré encontrar a Admeto en su palacio?

EL CORO:
En él está el hijo de Feres, ¡oh Heracles! Pero di: ¿qué asunto te trae a la región de los tesalios? ¿Cuál es la causa de tu venida a la ciudad ferea?

HERACLES:
Dar remate a uno de los trabajos que me impone el tirinteo Euristeo.

EL CORO:
¿Y adónde vas? ¿Qué errante peregrinación te ha ordenado?

HERACLES:
Robar el carro de cuatro caballos del tracio Diomedes.

EL CORO:
¿Y cómo podrás conseguirlo? ¿No sabes acaso quién es ese extranjero?

HERACLES:
No; nunca estuve en territorio bistonio.

EL CORO:
Sin pelear no te harás dueño de los caballos.

HERACLES:
Pero tampoco podía oponerme a este trabajo.

EL CORO:
Tendrás que matarlo para volver, o allí morirás.

HERACLES:
No será, sin duda, mi primera lucha.

EL CORO:
¿Y qué ganarás si lo vences?

HERACLES:
Traer los caballos al rey de Tirinto.

EL CORO:
No es fácil hacerles tascar el freno.

HERACLES:
Lo tascarán, a no respirar fuego.

EL CORO:
Pero despedazan en un momento a los hombres.

HERACLES:
La carne humana es pasto de las fieras de los montes, no de caballos.

EL CORO:
Verás los pesebres teñidos de sangre.

HERACLES:
¿Quién es padre del que se jacta de darlos tal alimento?

EL CORO:
Ares es el señor de los tracios armados de peltas, ricos en oro.

HERACLES:
Tal es uno de los trabajos que el destino me ordena (siempre cruel y extremado conmigo), puesto que he de pelear con los hijos de Ares, primero con Licaón, después con Cicno, y en tercer lugar con los caballos y con su dueño. Pero nadie podrá decir nunca que el hijo de Alcmena ha temido a ningún enemigo.

EL CORO:
Mira a Admeto, nuestro soberano, que sale de su palacio.

ADMETO:
Salve, hijo de Zeus, de la sangre de Perseo.

HERACLES:
Salve tú, Admeto, rey de los tesalios; que seas feliz.

ADMETO:
Tal sería mi deseo; ya antes me has dado pruebas de tu benevolencia.

HERACLES:
¿Qué significa esta lúgubre tonsura?

ADMETO:
Hoy he de sepultar cierto cadáver.

HERACLES:
Que los dioses libren de males a tus hijos.

ADMETO:
Mis hijos viven en el palacio.

HERACLES:
¿Quizá habrá muerto tu padre, ya de edad avanzada?

ADMETO:
Vive, y mi madre también, ¡oh Heracles!

HERACLES:
¿Ha muerto acaso tu mujer Alcestis?

ADMETO:
De dos maneras distintas podría replicarte.

HERACLES:
¿Y hablas de ella como si estuviese muerta, o como si viviese todavía?

ADMETO:
Existe y no existe, y su recuerdo me llena de dolor.

HERACLES:
Nada entiendo; pronuncias palabras incomprensibles.

ADMETO:
¿Ignoras su destino?

HERACLES:
Sé que se había obligado a morir por ti.

ADMETO:
¿Cómo ha de existir, pues, si consintió en esto?

HERACLES:
¡Ah! No llores a tu esposa antes de tiempo; espera que llegue su día.

ADMETO:
El que había de morir ha muerto, y el muerto ya no existe.

HERACLES:
Diferencia hay; tal es la opinión común sobre el ser y el no ser.

ADMETO:
Tú piensas así, Heracles, y yo de otra manera.

HERACLES:
Y al fin, ¿por qué lloras? ¿Cuál de tus amigos es el difunto?

ADMETO:
Una mujer; de ella hablé hace poco.

HERACLES:
¿Extranjera, o pariente tuya?

ADMETO:
Extranjera; aunque, por otra parte, era de mi familia.

HERACLES:
¿Y cómo perdió la vida en tu palacio?

ADMETO:
Muerto su padre, se educó en él como huérfana.

HERACLES:
¡Ay de mí! ¡Ojalá, Admeto, que no te encontrara agobiado por ese dolor!

ADMETO:
¿Y por qué hablas así?

HERACLES:
Buscaré hospitalidad en otra parte.

ADMETO:
No debes hacerlo, ¡oh rey!; mucho lo sentiría.

HERACLES:
Molesta es a los que lloran la venida de un huésped.

ADMETO:
Los muertos, muertos están; vente a mi palacio.

HERACLES:
No parece bien sentarse a la mesa de amigos afligidos.

ADMETO:
El aposento para los huéspedes, que te aguarda, está separado del palacio.

HERACLES:
Déjame ir, que me harás singular favor.

ADMETO:
No debes ausentarte en busca de otro albergue. Ve delante (A uno de sus servidores), abre los aposentos para los huéspedes que no comunican con mi morada, y manda a los esclavos que los sirven que te den abundante alimento; cerrad por dentro la puerta que da al palacio, pues no está bien que quienes cenan oigan nuestros lamentos, ni que contristemos a los huéspedes. (Vanse Heracles y el esclavo).

EL CORO:
¿Qué haces? Tú, víctima de tan intolerable calamidad, ¿te atreves a recibir huéspedes? ¿Deliras acaso?

ADMETO:
¿Y me alabarías, por ventura, si rechazase de mi morada y de Feres al que me pide hospitalidad? No seguramente, que en nada se disminuiría mi mal, y me llamarían inhospitalario, y a mis desdichas domésticas se añadiría la de recibir mi palacio ese dictado odioso. Heracles es el mejor de mis huéspedes cuando voy al árido país de Argos.

EL CORO:
¿Cómo, pues, ocultabas la calamidad presente a ese recién venido, tu amigo, según dices?

ADMETO:
No hubiera entrado en mi palacio conociendo mis males. Y paréceme que, si acaso se los participo, no aprobará mi conducta, ni me alabará; pero mis atrios no están acostumbrados a rechazar ni a despreciar a los extranjeros. (Entra en el palacio.)

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh palacio de varón liberal!, que a muchos has hospedado, al pitio Apolo, poderoso por su lira, su más digno habitante, que se rebajó hasta el punto de ser pastor de tus ovejas, cantando pastoriles epitalamios en las tendidas laderas con deleite de sus ganados.

Antístrofa 1.ª — Y atraídos por sus cantos pastaban cerca de Apolo pintados linces, y le acompañaba escuadrón de rojos leones, abandonando los bosques otrios, y junto a tu cítara, ¡oh Febo!, saltaba el manchado cervatillo cruzando con pies ligeros entre los ásperos abetos, alegre y bullicioso con tus versos.

Estrofa 2.ª — Por esto habita un palacio riquísimo en ovejas, cabe la laguna Bebia, de cristalina corriente, y por límites de sus campos y tierras aradas tiene el cielo de los Molosos, hacia donde el sol se pone, y domina en el mar Egeo hasta la costa escarpada del Pelión.

Antístrofa 2.ª — Y ahora, húmedos sus párpados, abre las puertas de su palacio para dar hospitalidad, y llora en su regia mansión la reciente muerte de su muy amada esposa. Las almas nobles son naturalmente bondadosas, y los hombres de bien disfrutan de los dones de la sabiduría. Confianza abrigo en mi corazón que su piedad ha de contribuir a que le sea propicia la fortuna. (Mientras canta el coro, traen a Alcestis en su féretro, rodeada de todos los esclavos, que forman el fúnebre cortejo).

ADMETO:
Benévolos habitantes de Feres, que estáis aquí presentes: ya los servidores llevan el cadáver, adornado con toda pompa, a la pira y al sepulcro; vosotros, como es costumbre, saludad a la difunta, que sale ahora a recorrer su último camino.

EL CORO:
Veo a tu padre, que se acerca con trémulos pasos, seguido de sus servidores, quienes traen en sus manos tristes galas para ofrecerlas en los funerales de tu esposa.

FERES:
Como tú siento tus males, ¡oh hijo!; has perdido (y nadie podrá contradecirlo) una esposa buena y casta. Pero es menester que te resignes, por insufrible que sea tu desdicha. Acepta estos dones, que cubrirá la tierra; debemos honrar este cuerpo, ya sin vida por salvar la tuya; no ha consentido que la muerte me robe mis hijos, ni que la tristeza consumiese mi vejez, privado de ti. Todas las mujeres deben alabarla eternamente por su valor en ejecutar tan gloriosa hazaña. Adiós tú, que salvaste a este, y nos diste la mano cuando caíamos; que plácida descanses en el palacio de Hades. Con tales esposas debían casarse los mortales y nada perderían, pues de otra manera no les conviene contraer himeneo.

ADMETO :
Ni yo te he llamado para que vengas a estos funerales, ni me es grata tu presencia. Y jamás le servirán tus dones, que nada tuyo necesita para ser enterrada. Debieras haber llorado cuando yo estaba amenazado de muerte; pero te alejaste, y consentiste que muriera otra más joven, siendo tú viejo, y ahora te lamentas de la suerte de esta. No verdaderamente has sido para mí un padre, ni la que dice que me dio a luz, y por eso la llaman mi madre, sino que, nacido de sangre de esclavo, allegáronme a escondidas a los pechos de tu esposa. Viniendo ahora has probado quién eres, y no creo que puedas llamarme hijo tuyo. Cobarde apareces como ninguno, cuando en edad tan avanzada, y habiendo llegado al término de la vida, no quisiste ni osaste morir por tu hijo, sino que aprobaste el sacrificio de esta mujer extraña, a la cual, después de esto, miraré como si hubiese sido a un tiempo mi padre y mi madre. Y renunciaste voluntariamente a la lucha, gloriosa para ti, de dar por tu hijo una vida que de todas maneras habías de perder en breve; si lo hubieses hecho, esta y yo hubiésemos vivido tranquilos el resto de nuestros días, y no gemiría por estos males, privado de mi esposa. Sin embargo, disfrutaste de cuanto puede gozar un hombre feliz; reinaste joven, y me engendraste para heredar tu cetro, y te libraste de morir sin descendencia, y de dejar abandonado este palacio para servir a otros extraños. No dirás por eso que yo, menospreciando tu vejez, he merecido que me condenes a esa pena; siempre te honré como pocos, y en agradecimiento de esto tú y mi madre me correspondisteis de esa manera. Date, pues, trazas de tener pronto otros hijos que te alimenten ya viejo, te sepulten con pompa y celebren en tu obsequio suntuosos funerales. No seré yo quien lo haga, que he muerto ya para ti, si atendemos a tu probada voluntad; y si he encontrado otro salvador, y veo la luz, digo que seré su hijo, y cuidaré con ternura de su vejez. Vanamente los ancianos desean morir, maldiciendo la senectud y larga vida; si la muerte se acerca, ninguno la desea, y ya la vejez no les parece tan intolerable.

EL CORO:
Dejaos de eso ahora: bastante tiene con la calamidad presente, ¡oh Admeto!; no exasperes a tu padre.

FERES:
¡Oh hijo! ¿A quién insultas con tales oprobios? ¿A algún esclavo tuyo lidio o frigio? ¿Ignoras acaso que yo soy tesalio, y que lo era también mi padre, y hombre libre, según la ley? Con harta injuria me tratas, y ya que has lanzado contra nosotros esos dicterios juveniles, no te irás de aquí sin oír lo que mereces. Yo, que te engendré para mandar en este palacio, y te eduqué, no debo morir por ti, que ni mis padres ni los griegos me han enseñado que los padres han de morir por sus hijos. ¿Qué injusticia he cometido contigo? ¿De qué bien te he privado? No mueras tú por mí, ni yo tampoco por ti. Gozas viendo la luz; y ¿por qué has de creer que a tu padre no sucede lo mismo? He pensado que debe ser insoportable vivir en el infierno, y que, por corta que sea la vida, es, no obstante, dulce. Tú sí que temes la muerte sin decoro, y vives evitando tu funesto destino, y arrancando a esta la vida; y tú, el más pusilánime de todos, ¿me acusas de cobarde, vencido por una mujer que muere por ti, ¡oh bello jovencito!? ¡Sagazmente discurriste no perecer jamás, si persuades siempre a tu esposa que imite a Alcestis, y después afrentas a tus amigos que no han querido hacerlo, siendo tú tan tímido! Calla y piensa que, si tú amas tanto la vida, los demás también la aman; y si me maldices, yo te devolveré tu maldición, y no sin justicia.

EL CORO:
Sobradas injurias se han oído ya y se oyeron antes. Deja, ¡oh anciano!, de maldecir a tu hijo.

ADMETO:
Habla, que yo hablé ya; pero si te amarga la verdad, no debieras haber faltado en mi daño.

FERES:
Pecara, sin duda, muriendo por ti.

ADMETO:
¿Es lo mismo que perezca un hombre en la flor de sus años que un anciano?

FERES:
Está dispuesto que vivamos una sola vez, no dos.

ADMETO:
¡Así vivirás más que Zeus!

FERES:
¿Conque insultas injustamente a tus padres?

ADMETO:
Ya sé que no te desagrada una larga vida.

FERES:
¿Pero no entierras en tu lugar este cadáver?

ADMETO:
Prueba indubitable de tu timidez, ¡oh tú!, el más cobarde de los hombres.

FERES:
Nadie afirmará que ha muerto por mi causa; no lo dirás tú, en verdad.

ADMETO:
¡Ay de mí! ¡Ojalá que algún día me necesites!

FERES:
Cásate muchas veces, y habrá más mujeres que mueran por ti.

ADMETO:
Es para ti una afrenta: tú no quisiste dejar la vida.

FERES:
Agrádame esta luz: es de Apolo, y pláceme sin duda.

ADMETO:
Cobarde eres, no cual conviene a los hombres.

FERES:
No te burlarás de mí enterrando el cadáver de un anciano.

ADMETO:
Y morirás sin gloria cuando llegue tu última hora.

FERES:
Después de muerto pueden decir de mí lo que quieran.

ADMETO:
¡Ay, ay de mí! ¡Qué impudente vejez!

FERES:
Alcestis no fue impudente, pero fue necia.

ADMETO:
Vete, y déjame sepultar este cadáver.

FERES:
Me iré y lo sepultarás, habiendo sido tú causa de su muerte; pero todavía pagarás lo que debes a sus parientes. No será hombre Acasto si no venga a su hermana. (Retírase).

ADMETO:
Que mueras tú y tu compañera; sobrevivid a vuestro hijo, vegetad como merecéis, que nunca habitaréis conmigo bajo el mismo techo. Si pudiera renegar de tu paternidad por medio de pregoneros, no vacilaría en hacerlo. Pero vamos (ya que es preciso sufrir el mal presente) a acompañar el cadáver a la pira.

EL CORO (mientras el fúnebre cortejo abandona el teatro):
¡Ay, ay de mí!, desventurada por tu osadía; adiós, noble y la mejor de las mujeres; que Hades y el infernal Hermes te acojan benévolos, y si allí hay premio para los buenos, que participes de él y te sientes junto a la esposa del rey de los infiernos. (Acompaña al fúnebre cortejo, que sale de palacio).

UN ESCLAVO:
Muchos huéspedes he visto en el palacio de Admeto de distinta procedencia, a quienes he servido a la mesa; pero jamás traspasó sus puertas ninguno como este. En primer lugar, aunque vio llorar a mi amo, entró en él sin miramiento; después no aceptó con modestia los presentes que se le hicieron, sabedor de nuestra desdicha, y si algo le faltaba, nos llamaba hasta que se lo llevábamos. Y tomando en su mano la copa de yedra, bebió el vino puro de negra uva hasta que sus ardientes vapores lo envolvieron, y coronó su cabeza de ramos de mirto, aullando y cantando desatinos. Oíase una doble melodía: él entonaba sus canciones, sin cuidarse de los males que afligen al palacio de Admeto, y nosotros los siervos llorábamos a nuestra soberana, y, sin embargo, ocultábamos al huésped las lágrimas de nuestros ojos, como nos lo había mandado nuestro amo. Y yo ahora lo invito al banquete, cuando será quizá algún ratero redomado o algún salteador, mientras mi dueña deja su morada, y no la acompaño, ni levanto al cielo mis manos, ni la lloro, cuando era mi madre y de todos los esclavos, librándonos de innumerables males siempre que aplacaba con su dulzura las iras de su esposo. ¿No he de aborrecer a un huésped que en tan mala ocasión ha llegado?

HERACLES (que viene coronado de mirto):
¡Ay de ti! ¿Por qué me miras con esos ojos torvos e inquietos? No agradan a los huéspedes tristes servidores, sino que los traten con cortesía. Tú, al contrario, que ves delante de ti a un amigo de tu dueño, con tu semblante compungido y fruncidas cejas descubres a las claras la aflicción que te causan males ajenos. Acércate aquí, para que aprendas a ser más comedido. ¿Conoces la naturaleza humana? Yo creo que no; ¿y cómo había de ser? Óyeme, pues. Necesariamente han de morir todos los hombres, y no hay uno que pueda contar con el día de mañana. Todos ignoramos el camino que lleva la Fortuna, y ni puede adivinarse, ni hay arte que lo enseñe. Ya que has oído esta lección de mí, alégrate y bebe, mira como tuyos estos instantes, y de los demás no te acuerdes. Rinde culto a Afrodita, la diosa más grata a los mortales, y la más afable. De nada más te cuides, y sigue mi consejo si, como yo creo, te parece razonable. ¿No abandonarás tu excesiva tristeza, y beberás conmigo atravesando estas puertas coronado de guirnaldas? No dudes que el ruido de las copas te llevará a otra región más alegre, y disipará tu pena y tus cuidados. Como somos mortales, debemos saber lo que nos interesa, puesto que, a mi juicio, para los tristes y austeros la vida no es vida, sino una calamidad.

EL ESCLAVO:
Lo sabemos; pero no está ahora mi ánimo para tomar parte en banquetes y bromas.

HERACLES:
La muerta es una mujer extranjera; no llores, pues, más de lo justo, que viven los dueños de este palacio.

EL ESCLAVO:
¿Cómo que viven? ¿Ignoras la desgracia ocurrida en él?

HERACLES:
Acaso me haya engañado tu dueño.

EL ESCLAVO:
Excesiva es su bondad para con los huéspedes.

HERACLES:
Y por celebrar los funerales de un extranjero, ¿no debía tratarme bien?

EL ESCLAVO:
Sin duda los funerales son peregrinos en demasía.

HERACLES:
Nada me ha dicho por ventura de alguna otra calamidad que le haya sobrevenido.

EL ESCLAVO:
No te inquietes; las desdichas de nuestros dueños solo a nosotros afectan.

HERACLES:
Tus palabras no aluden seguramente a males extraños.

EL ESCLAVO:
A no ser así, de ningún modo debiera contristarte cuando piensas disfrutar de los placeres de la mesa.

HERACLES:
¿Habré acaso sufrido grave injuria de los que me dan hospitalidad?

EL ESCLAVO:
No has llegado al palacio en la mejor ocasión para que se te hospede; estamos de luto, y ya ves nuestra cabeza rasurada y nuestros negros vestidos.

HERACLES:
Pero ¿quién es el muerto? ¿Alguno de los hijos de Admeto, o su anciano padre?

EL ESCLAVO:
Quien ha fallecido, ¡oh huésped!, es su esposa Alcestis.

HERACLES:
¿Qué dices? ¿Y después me disteis hospitalidad?

EL ESCLAVO:
Hubiese sentido que te rechazara este palacio.

HERACLES:
¡Oh desventurado!, ¡qué mujer perdiste!

EL ESCLAVO:
Todos perecemos, no ella sola.

HERACLES:
Ya me lo figuré, sin embargo, al ver su semblante, sus ojos llorosos y su cabeza rasurada; pero me hizo creer lo contrario asegurándome que celebraba esos funerales en honor de un extranjero. Contra mi voluntad traspasé estas puertas, y he bebido en el palacio de un hombre hospitalario, víctima de tal desdicha. ¿Y en tan crítica aflicción me regalé coronando mi cabeza? ¿Tú, hombre, por qué no me dijiste que pesaba sobre esta familia tan grave infortunio? ¿En dónde la sepulta? ¿En dónde podré encontrarla?

EL ESCLAVO:
Fuera de las murallas, y cerca del camino que lleva derecho a Larisa, verás un elegante túmulo.

HERACLES:
¡Oh corazón, que tantas empresas osaste! ¡Oh alma mía, prueba que naciste de Zeus y de Alcmena la Tirintia, hija de Electrión! Ahora debo salvar a la mujer que ha muerto hace poco, devolver Alcestis a este palacio, y probar a Admeto mi gratitud. Iré, pues, al Orco a visitar al rey de los muertos, de negro manto vestido, y lo acecharé, y acaso lo encuentre junto al túmulo, bebiendo la sangre de las víctimas. Y si me oculto y salgo de repente, me apodero de él y lo ciñen mis brazos, no hay quien pueda arrancarme sus miembros magullados a no soltar esa mujer. Y si se me escapa esta presa y no viniera a saborear la ensangrentada torta, descenderé al oscuro palacio de los infiernos, en donde habitan Hades y Perséfone, y les pediré a Alcestis, y espero traerla y entregarla al huésped que me da asilo en su palacio y no me rechaza a pesar de su grave desdicha; al contrario, la oculta por mi causa, llevado de su nobleza. ¿Qué pueblo será más hospitalario que el tesalio? ¿Qué griego más que Admeto? No dirá, pues, que ha sido benéfico con un ingrato, y que su generosidad no obtiene recompensa. (Entra Heracles en el palacio, y poco después regresa Admeto con el coro).

ADMETO:
¡Ay, ay de mí!; ¡triste es para mí el acceso a este solitario palacio; triste su aspecto! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ah, ah! ¿Adónde iré? ¿En dónde me detendré? ¿Qué diré? ¿Qué no diré? ¡Ay si muriera! ¡Desventurado nací! ¡Dichosos los muertos, envidiable es su suerte; yo desearía habitar entre ellos! No me alegra la luz, ni que mis pies huellen la tierra. ¡Funesta prenda que me ha arrebatado la muerte para entregarla a Hades!

EL CORO:
¡Sigue, sigue tu camino! Ocúltate en el ángulo más recóndito de tu palacio.

ADMETO:
¡Ay, ay de mí!

EL CORO:
Lamentables son tus males.

ADMETO:
¡Ah, ah!

EL CORO:
Natural es tu dolor; bien lo sé.

ADMETO:
¡Ay, ay!

EL CORO:
Pero en nada puedes favorecer a la muerta.

ADMETO:
¡Ay de mí!; ¡ay de mí!

EL CORO:
Triste es no ver más el semblante de una esposa amada.

ADMETO:
Me has recordado lo que contrista mi ánimo. ¿Qué desdicha mayor para un hombre que perder una esposa fiel? ¡Ojalá que nunca hubiese contraído himeneo, ni vivido con ella en este palacio! ¡Felices los célibes y los que no tienen descendencia! Un alma sola es la suya, y sufrir con ella mediana carga; pero intolerable es contemplar los lechos nupciales devastados por la muerte, y las enfermedades de los hijos, dependiendo de nosotros vivir siempre libres de tales molestias.

EL CORO:
El destino, el destino incontrastable lo dispuso.

ADMETO:
¡Ay, ay de mí!

EL CORO:
Y no vencerás tus dolores...

ADMETO:
¡Ah, ah!

EL CORO:
Insufribles son en verdad; pero...

ADMETO:
¡Ay, ay de mí!

EL CORO:
Resígnate; no eres tú el primero que ha perdido...

ADMETO:
¡Ay de mí!, ¡ay de mí!

EL CORO:
...su esposa; otras desdichas agobian también a los demás hombres.

ADMETO:
¡Oh luto y eterna aflicción por la muerte de la que amo, ahora debajo de la tierra! ¿Por qué me impediste arrojarme en su tumba, y con ella, con esa mujer, la mejor de todas, yacería yo también sin vida? Dos almas fidelísimas obedecerían a Hades en vez de una, y ambas habrían atravesado juntas el lago infernal.

EL CORO:
Yo tuve un pariente, cuyo hijo único, digno de ser llorado, murió en su casa; pero soportaba con moderación su desgracia, aun cuando quedó huérfano de edad ya provecta y blancos sus cabellos.

ADMETO:
¡Qué triste aspecto tiene este palacio! ¿Cómo entraré en él? ¿Cómo habitaré en él, trocada mi fortuna? ¡Ay de mí! ¡Grande es mi desventura! Penetré en él en otro tiempo, cuando celebré en él mi himeneo a la luz de las antorchas del Pelión, llevando de la mano a mi amada esposa; muchedumbre de amigos me acompañaba, ensordeciendo el aire con sus cantos y alabando mi ventura y la de ella, hoy muerta, porque nobles ambos y de noble estirpe, nos habíamos desposado; ahora se oyen lamentaciones que odia Himeneo, y envuelto, no en blancos, sino en negros vestidos, me encamino al aposento desierto en donde yace mi nupcial tálamo.

EL CORO:
Sobrevínote esta pena cuando te sonreía la fortuna, y no conocías los males; pero no perdiste la vida. Murió la esposa, quedó su amor; ¿qué hay de nuevo en esto? La muerte de una compañera ha roto muchos lazos como el tuyo.

ADMETO:
Mejor es el destino de mi esposa, ¡oh amigos!, que el mío, aunque no lo parezca. Ni sufrirá ya más dolores, ni padecerá molestias, de que se ha libertado con gloria; pero yo, que no debía existir, libre ya de la muerte, pasaré triste vida. Ahora, ahora lo conozco; ¿cómo entraré en mí palacio? ¿A quién llamaré y quién me llamará? ¿Cómo hollaré contento sus umbrales? ¿Adónde me dirigiré? Me rechazará la soledad que reina dentro cuando contemple vacío el aposento de mi esposa y las sillas en que se sentaba, y nada más que el suelo y el techo; sus hijos caerán a mis rodillas llorando a su madre, y otros gemirán por la dueña del alcázar, que han perdido. Esto en mi palacio; fuera no me dejarán sosegar los ruegos de los tesalios para que otra vez me case, y largo séquito de mujeres; yo no tengo valor para ver las compañeras de mi esposa. Todos mis enemigos hablarán así de mí: «Vedlo, vedlo deshonrado; no tuvo valor para morir, sino que, vendiendo cobardemente a su cónyuge, conservó la vida; y después de esto, ¿creerá que es hombre?, y aborrece a su padre cuando él no quiso perecer». Así me infamarán para poner el colmo a mi desdicha. ¿Por qué, pues, he de desear la vida, ¡oh amigos!, si he de oír tales injurias, y tan hondamente afligido?

EL CORO:
Estrofa 1.ª — También frecuentaba yo el trato de las musas, y me remonté al empíreo, y después de profanos estudios nada encontré tan poderoso como la necesidad, ni hallé remedio alguno contra ella en las tablas tracias, que dictó la voz de Orfeo, ni en los medicamentos innumerables que Febo enseñó a los descendientes de Esculapio, manantial de salud para los míseros mortales.

Antístrofa 1.ª — De nada sirve acudir a las aras de esta diosa, ni tampoco adorar su imagen; no hace caso de las víctimas. Que jamás en mi vida, ¡oh venerable deidad!, sea más infortunada de lo que he sido hasta ahora. Tú ejecutas cuanto Zeus ordena. Tú doblegas por la fuerza el hierro de los cálibes, y no hay poder bastante para torcer tu voluntad.

Estrofa 2.ª — Y te estrechó, ¡oh Admeto!, con sus lazos inevitables. Resígnate, pues por más que llores, nunca devolverás a la luz a los que murieron y yacen en los infiernos. Hasta a los hijos de los dioses se lleva la Muerte a las mansiones subterráneas. La amábamos cuando con nosotros vivía, la amamos después de muerta; noble como ninguna era la compañera de tu lecho.

Antístrofa 2.ª — Que el túmulo de tu esposa no sea un montón de tierra como el de los demás difuntos, para que lo adoren los caminantes y le rindan culto, igual al de los dioses. Y alguno dirá, torciendo sus pasos: «Esta murió en otro tiempo por su esposo; ahora es diosa bienaventurada; salve, ¡oh mujer veneranda!, que nos concedas la felicidad». Tales voces la saludarán. Pero he aquí al hijo de Alcmena, ¡oh Admeto!, que se acerca a tu palacio.

HERACLES (con una mujer cubierta con un velo):
Con libertad, ¡oh Admeto!, debemos hablar a los amigos, y no callar, guardando en el pecho nuestras reconvenciones. Como yo llegué a tiempo para acompañarte en tus desdichas, creí que me las hubieses participado para poner a prueba mi amistad; pero me hospedaste en tu palacio como si solo te afligiera mal ajeno, cuando el cadáver de tu esposa yacía en su féretro. Y coroné mi cabeza, y ofrecí libaciones a los dioses en tu triste palacio. Y sin embargo, me quejo, me quejo de esto, aunque sienta agravar tus desdichas. Te diré la causa que me trae aquí de nuevo. Guárdame esta mujer que te entrego hasta que vuelva con los caballos de la Tracia, después de matar al tirano bistonio. Si la suerte no me es contraria, como deseo, tornaré, y mientras tanto te la doy para que sirva a tu familia. Con mucho trabajo llegó a mi poder: asistí a un certamen de atletas en que se proponía premio digno de esfuerzo, y en él lo he conseguido ganando la victoria. A los vencedores en más fácil combate se daba un caballo; ganados a los que lograban la palma en más grave contienda, como en la lucha y en el pugilato; después seguía esta mujer, y como me encontrase allí casualmente, pareciome vergonzoso despreciar tan gloriosa recompensa. Cuida, pues, de ella, como te he dicho; no la he robado, que la gané peleando, y acaso me lo agradecerás algún día.

ADMETO:
No por menosprecio ni por enemistad te oculté la suerte sin ventura de mi esposa, sino porque, además de este dolor, hubiera sentido otro si en distinto albergue buscaras hospitalidad; bastábame deplorar aquella desdicha. En cuanto a esta mujer, te ruego, ¡oh rey!, que si me lo permites, la deposites en poder de otro cualquier tesalio, ya que entre los fereos cuentas muchos amigos, y así no me recordarás mis penas. No podría menos de llorar viéndola en mi palacio; no aumentes mi aflicción, que bastante tengo con la intolerable calamidad que ya conoces. ¿En qué parte del palacio se podrá educar tan tierna joven? Porque lo es, si algo significan su vestido y sus atavíos. ¿Habitará, pues, bajo el mismo techo que los hombres? ¿Y cómo se conservará pura entre jóvenes? No es fácil refrenarlos, ¡oh Heracles!, y solo de lo que te interesa me curo ahora. ¿La llevaré acaso al ala del palacio, en donde se halla el tálamo de la difunta? ¿Y cómo la he de conceder su lecho? Temo dos clases de reconvenciones: una, de los ciudadanos, no sea que alguno me reprenda porque, faltando a una esposa adorable, duermo con otra doncella; y otra, de la muerta (digna de mi respeto) por el poco caso que de ella hago. Mas sabe tú, ¡oh mujer!, seas quien fueres, que tu figura es la misma que la de Alcestis, y tu cuerpo semejante al suyo. ¡Ay de mí! Por los dioses, quita esta mujer de mi presencia; no me asesines, que harta es mi desventura. Me parece que veo a mi esposa cuando la miro: túrbase mi corazón, y ríos de lágrimas brotan de mis ojos. ¡Oh desventurado de mí! Ahora comprendo la amargura de mi suerte.

EL CORO:
Yo no puedo alegrarme de tu infortunio, pero sea cual fuere el don que los dioses te ofrezcan, debes aceptarlo.

HERACLES:
¡Ojalá que fuese tanto mi poder, que de los infiernos trajese a la luz a tu esposa, y te probara así mi amistad!

ADMETO:
Ya sé lo que deseas; pero ¿cómo lograrlo? No es posible que los muertos vuelvan a ver la luz.

HERACLES:
No seas exagerado en tu dolor: súfrelo con moderación.

ADMETO:
Es más fácil exhortarme a ello que tolerarlo.

HERACLES:
¿Y qué ganarás gimiendo siempre?

ADMETO:
Lo sé también; pero me arrebata el amor que me inspiraba.

HERACLES:
Amar a un muerto fuente es de lágrimas.

ADMETO:
Mi desgracia es superior a toda expresión.

HERACLES:
Perdiste una buena esposa; ¿quién lo negará?

ADMETO:
Hasta el punto de que la vida no tiene encantos para mí.

HERACLES:
El tiempo mitigará tu pena, ahora en todo su vigor.

ADMETO:
El tiempo, es verdad, si el tiempo es la muerte.

HERACLES:
Te consolará una mujer, y desearás celebrar nuevas bodas.

ADMETO:
Calla. ¿Qué has dicho? No lo esperaba de ti.

HERACLES:
¿Cómo, pues? ¿No elegirás una compañera, y dejarás vacío tu lecho?

ADMETO:
Ninguna dormirá a mi lado.

HERACLES:
¿Y eso aprovechará algo a la difunta?

ADMETO:
Esté donde estuviere, es menester honrarla.

HERACLES:
Alabo, alabo tu propósito, pero no deja de ser una necedad.

ADMETO:
Y haces bien, porque nunca me llamarás esposo de otra.

HERACLES:
Lo alabo, porque eres fiel amante de Alcestis.

ADMETO:
Moriré si le falto, aunque ya ella no exista.

HERACLES:
Haz, sin embargo, lo posible por acoger dignamente en tu palacio a la que te presento.

ADMETO:
No, por Zeus tu padre.

HERACLES:
Y no obrarás bien si no lo haces.

ADMETO:
Y si lo hago, el dolor desgarrará mi pecho.

HERACLES:
Sigue mi consejo; quizá a trueque de este favor obtendrás proporcionada recompensa.

ADMETO:
¡Ay de mí! ¡Ojalá que nunca hubieras vencido en la lucha!

HERACLES:
Tú también venciste conmigo.

ADMETO:
Bien has dicho, pero que esta mujer se vaya.

HERACLES:
Se irá, si conviene; pero reflexiónalo primero.

ADMETO:
Así ha de ser, si no quieres indisponerte conmigo.

HERACLES:
Sé muy bien las razones que tengo para insistir tanto en mi propósito.

ADMETO:
Tú triunfas, mas no me es grata tu acción.

HERACLES:
Pero llegará tiempo en que me alabes; obedéceme siquiera ahora.

ADMETO (a sus servidores):
Lleváosla, pues, si la he de recibir en mi palacio.

HERACLES:
No seré yo quien la entregue a tus servidores.

ADMETO:
Guíala tú mismo, si quieres.

HERACLES:
Al contrario, la dejaré en tus manos.

ADMETO:
No la tocaré; puede ir cuando quiera a mi palacio.

HERACLES:
Solo a tu diestra la confío.

ADMETO:
¡Oh rey!, me obligas contra mi voluntad.

HERACLES:
Atrévete a extender la mano y a tocar a tu huéspeda.

ADMETO (volviendo hacia atrás el rostro):
Ya la extiendo, volviendo mi cabeza como si hubiese de mirar el rostro de la Gorgona.

HERACLES:
¿La estrechas ya?

ADMETO:
Sí.

HERACLES:
Está bien; guárdala, pues; algún día dirás que el hijo de Zeus es un noble huésped. (Quítale el velo). Mírala; quizá te parezca semejante a tu esposa; ya eres feliz, ya debe acabar tu dolor.

ADMETO:
¡Oh dioses! ¿Qué diré? ¡Milagro inesperado! ¿Miro verdaderamente a mi esposa, o mi alegría es juguete de algún dios?

HERACLES:
No es eso; la que ves es tu misma esposa.

ADMETO:
¿Será acaso algún espectro infernal?

HERACLES:
No vayas a creer que tu huésped es encantador.

ADMETO:
¿Pero es esta mi esposa, la que sepulté hace poco?

HERACLES:
No tengas la menor duda, aunque no es extraño que desconfíes así de la fortuna.

ADMETO:
¿La tocaré y hablaré como si fuese mi esposa?

HERACLES:
Háblala; tienes cuanto podías desear.

ADMETO:
¡Oh rostro y cuerpo de mi amada cónyuge!; poséote contra lo que esperaba, y cuando pensé que jamás te volvería a ver.

HERACLES:
En tu poder está; cuidado no excites la envidia de los dioses.

ADMETO:
¡Oh noble hijo de Zeus Máximo!; que seas dichoso, y que te conserve el padre que te engendró. Tú solo me has devuelto la vida. ¿Cómo desde los infiernos la trajiste a la luz?

HERACLES:
Peleando con el dios de las tinieblas.

ADMETO:
¿En dónde dices que has trabado batalla con Hades?

HERACLES:
Junto al mismo túmulo, acechándolo, y sujetándolo con mis brazos.

ADMETO:
¿Y por qué no habla esta mujer?

HERACLES:
No te es lícito oír su voz antes de ofrecer la debida expiación a los dioses infernales, y hasta que no pasen tres días. Pero llévala a tu palacio, y ya que eres justo, sigue, ¡oh Admeto!, siendo piadoso con tus huéspedes. Y adiós; yo voy a emprender el trabajo que me ha ordenado el rey, hijo de Esténelo.

ADMETO:
Quédate conmigo, y acepta la hospitalidad que te ofrezco.

HERACLES:
Otra vez será; ahora me urge dejarte sin dilación.

ADMETO:
Pues que seas feliz, y vengas aquí a la vuelta. Mando a los ciudadanos de Feras y a toda la tetrarquía que formen coros en celebridad de este fausto suceso, que sacrifiquen víctimas en las aras, y que el incienso acompañe a sus súplicas. Nuestra vida ahora es mejor que antes; no negaré que soy dichoso.

EL CORO:
Muchas formas toman los sucesos que el cielo ordena, y muchas cosas hacen los dioses contra nuestras esperanzas, y lo que parecía que había de suceder no se verifica, y por obra del cielo termina felizmente lo que no se aguardaba. Así ha acontecido ahora.


Publicado el 20 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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