Argumento
Si damos fe al escoliasta de Aristófanes (Las Ranas, v. 53) y a lo que nos dice J. A. Hartung (Euripides restitutus, tomo II, pág. 415 y siguientes), la tragedia titulada Las Fenicias es la tercera de una trilogía, cuya primera y segunda fueron, por su orden, Antíope e Hipsípile. El argumento de la Antíope era la fundación de Tebas, y el de Hipsípile el asedio de esta ciudad por los siete capitanes mandados por Adrasto, antes de ocurrir la muerte de los hijos de Edipo.
La fábula de Las Fenicias (con algunas variantes si se compara con algunas tragedias griegas y tradiciones épicas pertenecientes como ella al ciclo tebano) cuenta la muerte de Eteocles y Polinices, nietos de Layo. El poeta supone que Polinices, desterrado de Tebas por su hermano Eteocles, no obstante el pacto celebrado entre ambos de reinar un año cada uno, se refugia en la corte de Adrasto, rey de Argos, con cuya hija se desposa, y con cuyo auxilio y el de otros famosos guerreros pone sitio a Tebas para obligar a su hermano a cederle parte del reino. Yocasta, madre y mujer de Edipo, y madre de ambos, obtiene de Eteocles que permita a Polinices la entrada en Tebas con el maternal objeto de reconciliarlos; pero no pudiendo conseguirlo a pesar de sus ruegos y exhortaciones, se da el asalto por los sitiadores, que son rechazados de las murallas y vencidos por los tebanos, después que Meneceo, hijo de Creonte, se sacrifica por su patria, obedeciendo al oráculo que revela el adivino Tiresias. Eteocles entonces, para evitar la efusión de sangre inútil, propone a ambos ejércitos la decisión de la fratricida contienda por medio de un combate singular entre él y Polinices, que se verifica, en efecto, sucumbiendo uno y otro. Al saberlo, su madre Yocasta se dirige al campamento con su hija Antígona, ansiosa de evitarlo, pero llega tarde; se precipita inconsolable sobre la espada de uno de los muertos, y perece también abrazada a ellos. Eteocles, antes de pelear con su hermano, encarga a Creonte, su tío, que no dé sepultura a Polinices si muere, y aquel intenta cumplir sus órdenes, no obstante la resistencia de la piadosa Antígona, que al fin acompaña a su padre, ciego, al destierro a que lo condena Creonte.
La acción de esta tragedia, como se deduce fácilmente de las líneas anteriores, es eminentemente trágica, no solo en el sentido que esta palabra tiene entre nosotros, sino también en el griego. El destino con su horrible influjo se muestra en toda ella, y recuerda a los mortales sus inflexibles decretos. Sin embargo, ni la escena en que el pedagogo enseña a Antígona los capitanes del ejército sitiador, ni la entrada de Polinices en Tebas, forman parte esencial de ella, a pesar de su belleza incomparable. Los dos caracteres de Eteocles y Polinices, que aparecen en primer término, están bien dibujados y sostenidos, y ambos se distinguen por su ambición y por su odio fratricida y por sus opuestos sentimientos.
En nuestro juicio, y no obstante los lunares mencionados, algunas máximas nada morales que contiene y las extrañas críticas literarias de Eurípides intercaladas en la tragedia, es una de las mejores que de él nos quedan. Tiene escenas inimitables, trozos felicísimos, y su versificación es en general muy superior a otras obras suyas. En una palabra: leyéndola despacio, y no una vez sola, se puede aprender mucho.
Séneca la ha imitado en su Tebaida, de la cual solo existen fragmentos, y Estacio en su poema heroico que lleva el mismo nombre; entre los franceses, Rotrou en su Antígona, y Racine en sus Hermanos enemigos, una de sus más débiles producciones.
En cuanto a la fecha de su representación, parece lo más probable, atendiendo al escolio citado al principio, que fuera en la olimpiada 93, 2 (407 antes de Jesucristo). En efecto, además de este dato del escoliasta, que no deja de tener fuerza, y que en todo caso es el único que poseemos, confírmalo también la observación que hace Hermann (in Præfat. Phœn., pág. XV) cuando dice: Quum illa (Yocasta) deinde cum Polinice coierit sermonem, ejus prior pars, qua singulatim exquirit cur grave sit patria carere, non est ita inserta, ut apareat qui hoc in mentem venerit Yocastæ. Quo fit ut ista aliena abs re videri debeant. Chocan en verdad las preguntas que Yocasta hace a su hijo Polinices acerca de los males del destierro, y es de presumir que aluda el poeta a la vuelta de Alcibíades a su patria a principios de junio del año 407, en el arcontado de Euctemón, cuya fecha concuerda exactamente con la señalada por el escoliasta.
Personajes
Yocasta, esposa de Edipo, antes de Layo.
El pedagogo.
Antígona, hija de Edipo y de Yocasta.
Coro de vírgenes fenicias.
Polinices
y Eteocles, hijos de Edipo y de Yocasta.
Creonte, hermano de Yocasta.
Meneceo, hijo de Creonte.
Tiresias, adivino.
Un mensajero.
Otro mensajero.
Edipo, hijo de Layo y esposo de Yocasta.
Las fenicias
La acción es en Tebas.
La escena representa la plaza de Tebas, frente al Palacio Real.
YOCASTA:
¡Oh sol, que en tu curso cortas los astros del cielo, sentado en carro
de oro, y haces girar la llama con tus ligeros caballos! ¡Qué día tan
infausto fue para Tebas el que alumbraron tus rayos, cuando Cadmo vino a
esta tierra, dejando las riberas fenicias! Casose con Harmonía, hija de
Afrodita, y tuvo de ella a Polidoro, padre, según dicen, de Lábdaco, y
este de Layo. A mí me llaman la hija de Meneceo, y Creonte es mi
hermano, e hijo de mi madre. Yocasta es el nombre que me puso mi padre, y
Layo fue mi esposo. Como no tuviese hijos después de muchos años de
matrimonio, fue a consultar a Apolo y le pidió que le diese herederos
varones. Respondiole así: «¡Oh tú, que imperas en los caballeros
tebanos!, no siembres el sulco en donde nacerán tus hijos, que te son
contrarios los dioses; te matará el que tengas, y tu palacio se llenará
de sangre». Pero él, amigo del deleite, y excitado por el vino, engendró
en mí un hijo, y confesando su yerro al recordar el oráculo del dios,
lo entregó al nacer a los pastores para que lo expusiesen en el prado de
Hera y en la cima del Citerón, atravesados sus talones por férreas
agujas, por lo cual lo llama Edipo la Grecia. Pero los yegüerizos de
Pólibo lo recogieron, y lo llevaron a su casa, y lo entregaron a su
dueña. Ella amamantó con sus pechos al fruto de mis entrañas, e hizo
creer a su marido que era suyo. Ya hombre, cuando la barba sombreaba su
rostro, o por sus propias sospechas, o por consejo ajeno, quiso conocer a
sus padres, y se encaminó al templo de Apolo al mismo tiempo que Layo,
que deseaba averiguar si vivía o no su hijo expósito. Y los dos se
juntaron en una encrucijada de la Fócide, y así dijo a Edipo el cochero
de Layo: «Deja libre el paso a los tiranos, ¡oh peregrino!». Él iba
callado, aunque lleno de arrogancia. Los caballos lo atropellaron y lo
mancharon de sangre, y por esta causa (¿pero a qué referir antiguas
desdichas?) el hijo mató al padre, y dio su carro a Pólibo, el que lo
había criado. Después de la muerte de mi esposo, y cuando la Esfinge
devastaba a la ciudad con sus rapiñas, Creonte anunció por sus heraldos
que daría mi mano al que adivinase los artificiosos enigmas de la
virgen. Y mi hijo Edipo los explicó, y recibió el cetro en premio. El
desdichado, sin saberlo, se casó conmigo, ignorando que su madre, que
también lo ignoraba, había de ser la compañera de su tálamo. Tengo de él
dos hijos varones, Eteocles y el esforzado Polinices, y dos hijas. Su
padre llamó a la una Ismene; yo puse a la mayor el nombre de Antígona. Y
cuando Edipo averiguó que su esposa era también su madre, él, que
tantos males había sufrido, se cegó con rabia, hiriendo sus pupilas con
los dorados broches. Cuando la barba cubrió las mejillas de mis dos
hijos, ocultaron a su padre en los aposentos interiores del palacio para
que se olvidase este suceso, lo cual, en verdad, no era fácil empresa.
Vivo está, pues, en el palacio, pero lleno de ira y quejoso de su
suerte, y ha pronunciado contra ellos las más impías maldiciones, y ha
pedido a los dioses que desgarren el seno de esta familia con el aguzado
hierro. Temiendo ambos que se realizasen las imprecaciones paternales
si vivían juntos, convinieron en que Polinices, que es el más joven, se
desterrase de Tebas voluntariamente, y que Eteocles se quedase en ella,
reinando un año cada uno. Pero después que se sentó Eteocles en el
trono, no ha querido bajar de él, sino que ha expulsado de este reino a
Polinices. Encaminose, pues, a Argos, en donde se casó con la hija de
Adrasto, y ha reunido numeroso ejército de argivos, que acaudilla, y ha
atacado las siete puertas de esta muralla, reclamando el cetro paterno y
parte del territorio. Yo, para acabar la contienda, persuadí a mi hijo
que le diese un salvoconducto para venir aquí antes de empuñar la lanza.
El mensajero que se ha enviado dice que vendrá. Líbranos, pues, de
estos males, ¡oh Zeus!, que habitas los esplendentes senos del cielo, y
reconcilia a mis dos hijos; que si eres sabio, conviene que no hagas a
los mortales perpetuamente desdichados. (Entra en el palacio).
EL PEDAGOGO (que aparece en el terrado y habla dirigiéndose hacia dentro):
¡Oh noble Antígona, hija de ilustre padre! Ya que tu madre te ha dado
licencia para dejar la compañía de las vírgenes y subir al terrado del
palacio, accediendo a tu deseo de ver el ejército argivo, detente para
que yo explore las avenidas, por si aparece algún ciudadano y me
reprenden y me avergüenzan como a siervo y a ti como reina; todo lo he
examinado, y te diré cuanto he visto y oído de los argivos cuando fui a
entregar a tu hermano el salvoconducto, primero de aquí para allá, y
luego a mi vuelta. Pero ningún ciudadano se acerca al palacio; sube por
estas viejas escaleras de cedro, y mira los campos y la corriente del
Ismeno, y la fuente Dircea, y el numeroso ejército enemigo.
ANTÍGONA (oculta todavía):
Dame, dame tu arrugada mano desde los peldaños en que te hallas, para que pueda subir allá.
EL PEDAGOGO:
Tómala, pues, ¡oh virgen! A tiempo has subido, que el ejército pelásgico se mueve y sus cohortes se separan unas de otras.
ANTÍGONA (que aparece sobre el terrado):
¡Oh Hécate, hija veneranda de Leto! Todo el campo broncíneo resplandece.
EL PEDAGOGO:
Seguramente no viene Polinices desprevenido, que le acompañan con estrépito muchos caballos e innumerables hoplitas.
ANTÍGONA:
¿Están seguras las puertas del palacio y las barras de bronce que defienden los muros de piedra construidos por Anfión?
EL PEDAGOGO:
No tengas miedo; por dentro está la ciudad bien fortificada. Pero mira primero, si quieres saber lo que sucede.
ANTÍGONA:
¿Quién es aquel del blanco penacho que va al frente del ejército,
llevando en su brazo sin trabajo el pesado escudo de bronce? ¡Es uno de
los jefes! ¿Quién es? ¿En dónde ha nacido? Di, anciano, ¿cómo se llama?
EL PEDAGOGO:
Dicen que ha nacido en Micenas, pero que ahora habita junto a la laguna de Lerna, y se llama el rey Hipomedonte.
ANTÍGONA:
¡Ay, ay! ¡Qué soberbio! ¡Qué temible es su aspecto, como el de un
gigante, hijo de la Tierra, con sus estrellas pintadas! No se asemeja a
los demás hombres.
EL PEDAGOGO:
¿Ves a aquel jefe que atraviesa las aguas de Dirce?
ANTÍGONA:
Distintas, distintas son sus armas; pero ¿quién es?
EL PEDAGOGO:
Es Tideo, el hijo de Eneo, que lleva en su pecho el Ares etolio.
ANTÍGONA:
¿Este es, ¡oh anciano!, el marido de la hermana de la mujer de
Polinices? ¡Qué peregrino es el color de sus armas! ¡Es semibárbaro!
EL PEDAGOGO:
Todos los etolios llevan clípeos, y manejan bien la lanza.
ANTÍGONA:
¿Y cómo sabes esto, ¡oh anciano!?
EL PEDAGOGO:
Observé las divisas de sus escudos cuando los vi al llevar a tu hermano
el salvoconducto; y como me acuerdo bien de ellos, los conozco cuando
los veo.
ANTÍGONA:
¿Quién es ese que pasa ahora junto al monumento de Zeto, de cabellos
rizados, feroz mirada y juvenil aspecto? Parece un jefe, porque le rodea
y sigue armada muchedumbre.
EL PEDAGOGO:
Ese es Partenopeo, el hijo de Atalanta.
ANTÍGONA:
¡Que Artemisa, que veloz corre las selvas con Atalanta, su madre, lo mate con sus dardos por haber venido a devastar mi ciudad!
EL PEDAGOGO:
¡Ojalá que así suceda, oh hija! Con razón vinieron aquí, sin embargo, y temo que se la den los dioses.
ANTÍGONA:
¿En dónde está el que nació de mi misma madre con destino funesto? Dime, anciano muy querido, ¿en dónde está Polinices?
EL PEDAGOGO:
Cerca de Adrasto, junto al sepulcro de las siete vírgenes, hijas de Níobe. ¿Lo ves?
ANTÍGONA:
No claramente; pero me parece que columbro su figura y como la traza de
su pecho. Ojalá que, cual ligera nube, pudiese atravesar el aire con mis
pies y llegar hasta mi hermano; con mis brazos, después de tanto
tiempo, rodearía el muy amado cuello de este mísero desterrado. ¡Cómo se
distingue de los demás por sus armas doradas, ¡oh anciano!, brillando
como los matutinos rayos del sol!
EL PEDAGOGO:
Vendrá a este palacio a llenarte de gozo, que ya ha recibido permiso para hacerlo.
ANTÍGONA:
¿Quién es, ¡oh anciano!, ese que, sentado, rige un reluciente carro?
EL PEDAGOGO:
Ese, ¡oh señora!, es el adivino Anfiarao, y con él van víctimas que serán ofrecidas a la tierra, ávida de sangre.
ANTÍGONA:
¡Oh luna!, hija del sol, que ciñes cinturón espléndido, bella luz en
cerco de oro; ¡con cuánta modestia y serenidad aguija a los caballos de
su carro! ¿En dónde está el que ha proferido contra esta ciudad tan
atroces amenazas?
EL PEDAGOGO:
Capaneo examina ahora la entrada de las torres, y mide escrupulosamente los muros.
ANTÍGONA:
¡Oh Némesis, y tú, Zeus, de horrísonos truenos, y de rayos que disipan
las tinieblas! Refrena su soberbia y castiga sus insolentes palabras.
¿Entregará las cautivas tebanas a los guerreros de Micenas y al tridente
lerneo, e impondrá el yugo de la esclavitud en las aguas de Amimone,
consagradas a Poseidón? Nunca, nunca, ¡oh Artemisa veneranda!, hija de
Zeus, de cabellos de oro, sufriré yo tal servidumbre.
EL PEDAGOGO:
Entra en el palacio, ¡oh hija!, y no salgas de tu gineceo, ya que has
tenido el gusto de ver lo que tanto deseabas. Una turba de mujeres se
encamina al palacio de los reyes, alborotada la ciudad. Maligno es por
naturaleza el sexo femenino, y por el más leve pretexto habla hasta la
saciedad; cierto placer sienten las mujeres en murmurar unas de otras.
EL CORO (que llega de la ciudad):
Estrofa 1.ª — He venido desde la isla Fenicia, dejando el mar
Tirio, ofrenda escogida de Febo, para servir en su templo en las
gargantas del Parnaso, cubierto de nieves, atravesando en las naves el
mar Jónico, mientras el céfiro agitaba el aire en los estériles campos
que rodean a Sicilia, y resonaba armoniosamente.
Antístrofa 1.ª — Don grato a Apolo, he venido desde mi ciudad predilecta a la tierra cadmea de los ínclitos Agenóridas, y he llegado a las murallas de Layo, fundadas por mis ascendientes. Como a estatua dorada me han hecho sierva de Febo. Pero también es verdad que me esperan las aguas de la fuente Castalia para lavar en ellas mi cabellera, y gozar de estos virginales deleites al servicio de Apolo.
Epodo. — ¡Oh peñasco brillante!, que despides dos llamas en las báquicas cumbres consagradas a Dioniso, y tú, vid, que cada día haces germinar pesados racimos de lozanas uvas; gruta divina del dragón, rústicas cavernas de los dioses y sagrado monte, cubierto de nieve. ¡Ojalá que danzando en los coros de los dioses inmortales pierda el miedo en los valles de Febo, en donde está el centro de la tierra, lejos de la fuente Dircea!
Estrofa 2.ª — El fiero Ares me sale al encuentro delante de estas murallas, y promueve contra esta ciudad (ojalá que no sucedan) bélicas matanzas. Comunes son los dolores de los amigos, y si algo padece este país, fortificado con siete torres, también sufrirá la región fenicia. ¡Ay, ay! La sangre es la misma, hijos son también de la cornígera Ío, y yo compartiré sus trabajos.
Antístrofa 2.ª — Densa nube de escudos fulgura en torno de la ciudad, anunciando la sangrienta batalla que Ares dará a los hijos de Edipo, y la destrucción con que amenazan las Furias. ¡Oh pelásgico Argos! Tengo miedo al poder y a la venganza divina: el que armado pide su palacio, no ataca sin justicia.
POLINICES (con la espada desenvainada, y mirando receloso a todas partes):
Con facilidad me abrieron paso los guardas de las puertas y me dejaron
entrar en la ciudad, y por lo mismo temo algún lazo, y que no pueda
escaparme sin derramar mi sangre. Miraré, pues, a todas partes, no sea
que me armen asechanzas. En la diestra traigo mi espada, y mi osadía me
salvará. ¡Hola! ¿Quién es aquel? ¿Me asusta acaso el ruido? Todos son
peligros para los que se atreven a pisar tierra enemiga. Confío
ciertamente en mi madre, y desconfío de ella al mismo tiempo, por
haberme persuadido que viniese aquí, fiado en su palabra. A mano está el
socorro, que hay cerca altares, y un palacio no abandonado. Vamos,
guardaré mi espada en la oscura vaina, y preguntaré a las que veo junto a
la regia morada. Mujeres extranjeras, decidme: ¿de dónde habéis venido a
este país griego?
EL CORO:
La Fenicia es la patria que me crió. Los nietos de Agénor, como presente
escogido del botín de su victoria, me enviaron al servicio de Febo, y
cuando el ínclito hijo de Edipo deseaba que fuese a venerar el oráculo y
a las aras de Apolo, atacaron a la ciudad los argivos. Dime tú ahora
quién eres, y a qué vienes a las torres de las siete puertas de Tebas.
POLINICES:
Mi padre es Edipo, el hijo de Layo; mi madre Yocasta, hija de Meneceo, y el pueblo tebano me llama Polinices.
EL CORO:
¡Oh tú!, de la misma sangre que los hijos de Agénor, mis señores, que me
han traído aquí. De rodillas te adoro, ¡oh rey!, según se acostumbra en
mi patria. Largo tiempo has tardado en venir al lugar de tu nacimiento.
Dueña veneranda, ven corriendo, abre las puertas. ¿Me oyes, madre que
diste a luz a este? ¿Por qué tardas en salir de los altos atrios y
abrazar a tu hijo?
YOCASTA:
Al oír, ¡oh vírgenes!, estas voces fenicias dentro del palacio, vengo
arrastrando mis trémulos pasos. ¡Oh hijo!, al fin veo tu rostro después
de largo tiempo, después de muchos días; que mis brazos maternales
opriman tu pecho; déjame besar tus mejillas, y que tus rubios y rizados
cabellos den sombra a mi cuello. Bendigamos, bendigamos a los dioses,
que te traen a mis brazos contra toda esperanza. ¿Qué te diré? ¿Cómo,
palpándote todo con mis manos y hablándote al mismo tiempo, podré en
múltiple deleite recordar mis antiguas alegrías? ¡Oh hijo, hijo mío, que
dejaste desierto el hogar paterno, y sin razón fuiste desterrado por tu
hermano! ¡Cuánto te echan de menos tus amigos! ¡Cuánto la ciudad de
Tebas! Desde entonces corto sollozando mis blancos cabellos en señal de
duelo, y no me he puesto blancos vestidos, ¡oh hijo!, sino estos negros y
tenebrosos paños. Pero el anciano ciego, víctima de su profunda pena,
no viendo unidos a sus dos hijos como a dos novillos de una misma yunta,
hoy separados, se precipita sobre su espada para darse la muerte, y
prepara lazos en el techo, arrepentido de las maldiciones que ha
fulminado contra vosotros, y siempre se oculta en las tinieblas dando
gritos y sollozos. Ya sé, ¡oh hijo!, que te has casado y disfrutas de
los placeres conyugales, teniendo en palacio extranjero parientes
también extranjeros, motivo de tristeza y de disgusto para mí y para el
linaje del viejo Layo. Ni yo encendí en tus bodas las nupciales
antorchas, con arreglo a nuestras leyes, y como lo hubiese hecho una
madre más afortunada, ni te lavaron las ondas del Ismeno, ni se celebró
en Tebas con cantos la entrada de tu esposa. ¡Oh! Que todo esto se
acabe, o por el hierro, o por la discordia, o por tu padre, también
interesado en ello, o por el destino, que fijó su eterno asiento en el
palacio de Edipo, que yo soy víctima de los tormentos que estos males
producen.
EL CORO:
Doloroso es el parto de las mujeres, y sin embargo, todas aman a sus hijos.
POLINICES:
Prudente he sido, e imprudente, ¡oh madre!, en venir adonde estaban mis
enemigos; pero una fuerza irresistible nos obliga a todos a amar a
nuestra patria; quien otra cosa dice habla por hablar, pero no lo
siente. Miedo y temor tengo a un tiempo de que mi hermano me mate a
traición, y por esto he atravesado la ciudad mirando a todas partes, y
llevando en mi diestra la espada. Tranquilízanme, sin embargo, la tregua
y tu palabra, que me facilitaron la entrada en las murallas paternas.
Mucho he llorado al venir, viendo al cabo de tanto tiempo los templos y
las aras de los dioses, y los gimnasios en que me eduqué, y la fuente
Dircea, de todo lo cual fui despojado sin derecho, habitando desde
entonces en una ciudad extranjera, convertidos mis ojos en fuentes de
lágrimas. Ya te contemplo, ¡oh madre!, víctima de incesantes dolores,
con la cabeza rapada y llevando negros vestidos. ¡Ay de mí y de mis
males! ¿Qué desgracia es comparable al odio entre los que habitan bajo
un mismo techo? Y ¿qué más difícil que su reconciliación, cuando llegan a
aborrecerse? Y mi viejo padre, ¿qué hace en el palacio solo en las
tinieblas? ¿Y mis dos hermanas? ¿Lloran mi mísero destierro?
YOCASTA:
Algún numen maléfico se ensaña en el linaje de Edipo desde que yo tuve
hijos contra la voluntad divina, y tu padre se casó, y tú naciste. Pero
¿de qué sirven estos recuerdos? Suframos nuestro destino. Temo y deseo a
un tiempo preguntarte por no afligir tu ánimo.
POLINICES:
Pregunta sin cuidado cuanto quieras; tu voluntad, ¡oh madre!, es también la mía.
YOCASTA:
Te preguntaré primero esto: ¿qué es el destierro? ¿Es un mal grave?
POLINICES:
El mayor, y tan grave, en realidad, que las palabras no pueden expresarlo.
YOCASTA:
¿Cómo así? ¿Qué clase de mal es?
POLINICES:
El mayor de todos: no poder hablar con libertad.
YOCASTA:
De esclavo es lo que acabas de decir, si no se puede expresar lo que se siente.
POLINICES:
Es necesario sufrir las impertinencias de los poderosos.
YOCASTA:
Amargo es compartir la insensatez ajena.
POLINICES:
Y por nuestro bien, y contra lo que dicta la naturaleza, es preciso hacerse esclavos.
YOCASTA:
Pero, según cuentan, la esperanza infunde aliento a los desterrados.
POLINICES:
Es verdad que los mira con blandos ojos, pero tarda en cumplirse.
YOCASTA:
¿Te ha probado el tiempo que son vanas las tuyas?
POLINICES:
En medio de los males ofrecen cierto suave deleite.
YOCASTA:
¿Cómo vivías y buscabas el sustento antes de casarte?
POLINICES:
Unos días lo encontraba, otros no.
YOCASTA:
¿Y los amigos de tu padre, y los que disfrutaron de su hospitalidad, no te socorrían?
POLINICES:
Que seas siempre afortunada; en la desgracia de nada te sirven los amigos.
YOCASTA:
¿Ni la nobleza de tu alcurnia te sirvió?
POLINICES:
Malo es carecer de todo, que la nobleza no da de comer.
YOCASTA:
La patria, según parece, es muy amada por los mortales.
POLINICES:
No puedes figurarte cuán amada sea.
YOCASTA:
¿Cómo fuiste a Argos? ¿Con qué objeto?
POLINICES:
No lo sé; alguna deidad lo dispuso.
YOCASTA:
Sabios son los dioses; pero ¿cómo te casaste?
POLINICES:
Apolo pronunció cierto oráculo a ruego de Adrasto.
YOCASTA:
¿Cuál? ¿Qué has dicho? No lo entiendo.
POLINICES:
Le ordenó dar la mano de sus hijas a un león y a un jabalí.
YOCASTA:
¿Pero qué tenías tú de común con esas fieras, hijo?
POLINICES:
Era de noche cuando llegué al palacio de Adrasto.
YOCASTA:
¿En demanda de un albergue, o como errante desterrado?
POLINICES:
Así era, y después llegó también otro desterrado.
YOCASTA:
¿Quién era? Seguramente tan mísero como tú.
POLINICES:
Tideo, el que llaman hijo de Eneo.
YOCASTA:
¿Por qué os comparó Adrasto con las fieras?
POLINICES:
Porque vinimos a las manos y reñimos por nuestros lechos.
YOCASTA:
¿Entonces comprendió la profecía el hijo de Tálao?
POLINICES:
Sí, y nos dio en matrimonio sus dos hijas.
YOCASTA:
¿Y eres feliz con tu esposa, o desventurado?
POLINICES:
Hasta hoy no tengo motivos para arrepentirme.
YOCASTA:
¿Y cómo conseguiste que te acompañara aquí el ejército?
POLINICES:
Adrasto juró a sus dos yernos que volverían a su patria, y yo el
primero. Auxílianme muchos príncipes dánaos y de Micenas; por mí cumplen
este triste, pero necesario deber, y traigo ese ejército contra mi
patria. A los dioses pongo por testigos de que contra mi voluntad hago
la guerra a mis parientes muy amados; pero tú puedes disipar estos males
que nos amenazan, ¡oh madre!, y hacer que se reconcilien dos hermanos, y
librarme de esos trabajos, y a ti misma y a la ciudad. Muy celebrado es
este antiguo proverbio, pero lo diré, sin embargo: mucho valen entre
los hombres las riquezas, y su poder es sin igual en las cosas humanas.
Por ellas vengo aquí seguido de innumerables lanzas, porque el noble que
es pobre, nada vale.
EL CORO:
He aquí a Eteocles, que acude a reconciliarse con su hermano. Deber tuyo
es, ¡oh Yocasta su madre!, hablarle de manera que se acabe la enemistad
de tus hijos.
ETEOCLES:
A tu lado me ves, ¡oh madre!, que he venido por complacerte. ¿Qué he de
hacer ahora? Que alguno empiece a hablar, porque he abandonado las
centurias, que en doble fila defienden las murallas, para oír otra vez
tu fallo, relativo a nuestra contienda, y por cuya causa ha venido este
sin peligro. Solo por tus ruegos he consentido en recibirlo dentro de
los muros.
YOCASTA:
Poco a poco; nunca la precipitación es compañera de la justicia; al
contrario, pláticas pacíficas dan mejor resultado. Déjate de lanzar
miradas sombrías, y despójate del orgullo que te domina, que no estás
mirando la cabeza de la Gorgona separada de las fauces, sino a tu
hermano. Tú también, Polinices, vuelve el rostro hacia Eteocles, porque
así hablarás mejor y lo oirás mejor también. Quiero amonestaros y
haceros una advertencia prudente: cuando un amigo se ha enemistado con
otro y se junta con él, y sus ojos se encuentran, debe atender solo al
objeto de su entrevista, sin acordarse de sus anteriores agravios. Así
tú hablarás primero, ¡oh Polinices!, que vienes con ese ejército de
argivos, por habérsete hecho injusticia, según dices; ¡que algún dios
sea juez y reparador de estos males!
POLINICES:
Sencillos son los discursos verdaderos, y las palabras justas no
necesitan de intérpretes, y pesan por sí mismas: las causas injustas,
enfermas de suyo, exigen medicamentos sofísticos. Yo he reflexionado en
cuanto puede interesar a mi padre, y a mí y a este; queriendo evitar las
maldiciones que Edipo profirió hace algún tiempo contra nosotros, me
alejé de aquí voluntariamente, y pacté con este que reinase él en Tebas
un año, y yo después otro, a fin de no enemistarme con él, ni venir a
las manos y no sufrir ni hacer mal, como sucede de ordinario. Convino en
ello y juró observarlo ante los dioses, y no cumplió ninguna de sus
promesas, sino que solo empuña el cetro y posee el palacio de mi padre. Y
ahora estoy dispuesto, si recupero lo que me pertenece, a alejar el
ejército de esta tierra y a gobernar a mi vez a Tebas, permitiéndole que
reine igual tiempo cuando le toque, y a no devastar la región tebana,
ni arrimar las escalas a los muros para asaltar las torres, todo lo cual
intentaré si no me hace justicia. A los dioses pongo por testigos de la
sinceridad de mis palabras, y de que en todo he procedido sin falsía, y
de que me han despojado de mis derechos inicuamente. Verdades tan
sencillas, expresadas sin artificio, componen el fondo de mi discurso,
¡oh madre!, y a mi parecer son de igual fuerza para los sabios que para
los ignorantes.
EL CORO:
A nosotras, aunque no educadas en Grecia, parécenos también prudente lo que dices.
ETEOCLES:
Si las frases elegantes y sensatas valiesen lo mismo para todos, no
habría disensiones y dudas entre los hombres; pero nada hay entre ellos
igual ni semejante, excepto los nombres, no las cosas. Hablaré sin
disfrazar mis sentimientos, ¡oh madre!: yo iría adonde nacen los astros
del cielo y debajo de la tierra por conseguir la soberanía, deidad la
más poderosa de todas. Quiero reservar para mí este bien tan grande, ¡oh
madre!, no concederlo a otro, que es bajeza recibir lo que menos vale
por lo que más precio tiene. Además, me avergüenza que Polinices logre
lo que pretende viniendo armado a devastar este país, que será desdoro
para Tebas entregar por miedo a los de Micenas el cetro que yo empuño.
Armado como está, no cabe reconciliación, ¡oh madre!; porque si los
discursos todo lo vencen, también vence el hierro enemigo. Si con otras
condiciones quiere habitar aquí, puede hacerlo; pero no dejaré
voluntariamente el reino; pudiendo mandar, no obedecerlo. Venga, pues,
el fuego, venga el acero; uncid vuestros caballos a los carros, llenad
con ellos los campos: no te cederé mi imperio. Si alguna vez se puede
hollar el derecho, nunca mejor que por reinar: en lo demás, si se
quiere, se puede atender a la piedad.
EL CORO:
No se debía hablar bien si no es justo lo que se dice, y en verdad que no lo es lo que he oído, sino contrario a la justicia.
YOCASTA:
No todos son males en la vejez, ¡oh Eteocles!, que la experiencia nos
hace más sabios que a los jóvenes. ¿Por qué tributas a la ambición tan
ardiente culto, ¡oh hijo!, cuando es la peor de las divinidades? No lo
hagas así, que es diosa injusta y ha perjudicado no poco a muchas
familias y ciudades, antes felices, con daño de los mismos ambiciosos, y
tú deliras, arrastrado por ella. Es mejor, ¡oh hijo!, adorar a la
igualdad, lazo de amigos, vínculo de estados, prenda de unión entre
aliados: la ley y el derecho solo son estables entre los hombres, y, lo
que es más, sin él es enemigo el que menos vale, y lo obliga a pensar en
el día de la venganza. La igualdad entre los mortales es el origen de
las medidas y de los pesos, y ha inventado los números, y la oscura
noche y la luz del sol dividen el año en iguales partes, y ninguno
usurpa lo que al otro corresponde. Así sirven a los nombres uno y otra:
¿y tú no consentirás en partir igualmente este palacio, y dejar la mitad
a tu hermano? ¿En dónde está, pues, el derecho? ¿Por qué tributas ese
honor inmoderado a la tiranía, espléndida injusticia, y das tanta
importancia o que te vean lleno de honores? Solo vanidad es esto.
¿Ambicionas los trabajos, teniendo tantos en tu palacio? ¿Qué es la
abundancia, sino un vano nombre, si los modestos se contentan con lo
necesario? Los mortales no poseen riquezas propias; solo administran las
que los dioses les conceden, y cuando quieren se las quitan. Ea,
contesta a estas dos proposiciones que voy a hacerte: ¿quieres más bien
reinar, o salvar la ciudad? ¿Dices que quieres reinar? Pero si Polinices
te vence, y las lanzas argivas derrotan al ejército de los hijos de
Cadmo, verás bajo su dominio esta ciudad de los tebanos, verás muchas
vírgenes cautivas, las verás robadas por los enemigos. Amargo para Tebas
será el poder que anhelas, y funesto para ti. Y esto también se lo digo
a Polinices, y esto te declaro: triste es el favor que te hace Adrasto,
e insensato eres tú en venir a atacar tu patria. Si no, dado el caso de
que tomes esta ciudad (que no lo permitan los dioses), ¿cómo erigirás
los trofeos de la victoria? ¿Te será favorable la inspección de las
víctimas, dueño de Tebas, tu patria, por la fuerza de las armas? ¿Cómo
escribirás sobre los despojos junto a la corriente del Ínaco: Polinices consagró a los dioses estos escudos suspendidos después de incendiar a Tebas?
Que jamás, ¡oh hijo!, alcances esta gloria con daño de los griegos. Si,
al contrario, eres vencido y Eteocles queda victorioso, ¿cómo volverás a
Argos, dejando aquí innumerables muertos? Alguno dirá entonces con
verdad: ¡Desdichadas fueron las nupcias que celebraste, ¡oh Adrasto!,
que perecimos por casar una de tus hijas! Dos males te amenazan, ¡oh
hijo!: malograrse tu propósito, o sucumbir por conseguirlo. No seáis tan
ambiciosos, no seáis ambos insensatos, que cuando estos defectos se
reúnen en un hombre, es su muerte la más desventurada.
EL CORO:
Alejad, ¡oh dioses!, estos males: que transijan los hijos de Edipo.
ETEOCLES:
Si hablamos más, ¡oh madre!, perderemos el tiempo; tus esfuerzos serán
vanos, y tu deseo no podrá alterar lo que ya se ha hecho; no hay
transacción posible sino bajo las condiciones que he propuesto, a no
conservar yo el cetro y gobernar esta región; déjate ya de largos
discursos, y tú, Polinices, sal de esté recinto murado, o morirás.
POLINICES:
¿Por mano de quién? ¿Quién es tan invulnerable que si se desenvainan las mortíferas espadas no pueda morir también?
ETEOCLES:
Cerca, no lejos está: ¿ves mis manos?
POLINICES:
Las veo; el rico es cobarde, y el malvado amante de la vida.
ETEOCLES:
¿Y cómo te acompañan tantos contra el que no sirve para la pelea?
POLINICES:
El capitán prudente vale más que el temerario.
ETEOCLES:
Soberbio eres, confiado en la tregua que te libra de la muerte.
POLINICES:
Y vuelvo a pedir otra vez el cetro y parte del territorio.
ETEOCLES:
Como si no me lo pidieras; yo habitaré en mi palacio.
POLINICES:
Poseyendo más de lo que te corresponde.
ETEOCLES:
Sí; pero vete de aquí.
POLINICES:
¡Oh altares de los dioses de mis padres!...
ETEOCLES:
Que tú vienes a derribar.
POLINICES:
Oídme...
ETEOCLES:
¿Quién te ha de oír haciendo la guerra a tu patria?
POLINICES:
Y palacio de los dioses que cabalgan en blancos caballos...
ETEOCLES:
Que te aborrecen...
POLINICES:
Me expulsan de mi patria...
ETEOCLES:
Tú has venido a desterrarme.
POLINICES:
Injustamente, ¡oh dioses!
ETEOCLES:
Invócalos en Micenas, no aquí.
POLINICES:
Eres un impío...
ETEOCLES:
Pero no enemigo de mi patria, como tú.
POLINICES:
Que me despojas de lo mío y me destierras.
ETEOCLES:
Y además te mataré.
POLINICES:
¡Oh padre! ¿Ves lo que sufro?
ETEOCLES:
Y también lo que haces.
POLINICES:
¿Y tú, madre?
ETEOCLES:
No te es lícito nombrarla.
POLINICES:
¡Oh ciudad!
ETEOCLES:
Ve a Argos e invoca a las aguas de Lerna.
POLINICES:
Me iré para dejarte sin cuidados. Alábote, ¡oh madre!
ETEOCLES:
Sal de aquí.
POLINICES:
Ya salgo; pero déjame ver a mi padre.
ETEOCLES:
No lo conseguirás.
POLINICES:
Al menos a mis hermanas vírgenes.
ETEOCLES:
Tampoco las verás nunca.
POLINICES:
¡Oh hermanas!
ETEOCLES:
¿A qué las llamas tú, su mayor enemigo?
POLINICES:
Que la dicha te acompañe, ¡oh madre!
YOCASTA:
No hay duda que todo esto es para dármela, ¡oh hijo!
POLINICES:
Ya no soy tu hijo.
YOCASTA:
¡Cuántas desdichas me agobian!
POLINICES:
Ese me injuria.
ETEOCLES:
Y yo a mi vez soy injuriado.
POLINICES:
¿Delante de qué torre te apostarás?
ETEOCLES:
¿Para qué me lo preguntas?
POLINICES:
Para combatir contigo y matarte.
ETEOCLES:
Tal es también mi anhelo.
YOCASTA:
¡Cuánta es mi desventura! ¿Qué hacéis, ¡oh hijos!?
POLINICES:
Lo que suceda lo dirá.
YOCASTA:
¿No evitaréis las maldiciones de vuestro padre?
ETEOCLES:
Perezca todo mi linaje.
POLINICES:
Pronto se llenará de sangre mi espada y no estará ociosa. Sírvanme los
dioses de testigos y la tierra que me crió, y recuerden los males que
sufro, dignos de lástima, desterrado de mi patria como un esclavo y como
si Edipo no fuera también mi padre. Si algún mal te sobreviene, ¡oh
ciudad!, no me acuses, sino a este: contra mi voluntad vengo, contra mi
voluntad me expulsan de tu seno. Tú, Febo, que proteges estas calles de
Tebas; vosotros, mis compañeros, y vosotras, estatuas de los dioses, que
aceptáis las víctimas que os sacrifican, ya no sé si podré invocaros
después. Mis esperanzas, que no duermen, y los dioses, en quienes
confío, dícenme que, muerto este, me apoderaré del territorio tebano.
ETEOCLES:
Vete de aquí; con razón te puso la divina Providencia el nombre de Polinices, sinónimo de lucha. (Retíranse en opuestas direcciones Eteocles y Polinices, y Yocasta entra en el palacio).
EL CORO:
Estrofa. — Cuando vino a esta región el tirio Cadmo, una
ternerilla postró en tierra su indómito cuello, confirmando el oráculo, y
ordenó la profecía que cultivasen estos campos y trajesen trigo de la
Aonia, y aquí mismo la fuente Dircea, de cristalina corriente, riega los
prados floridos y los profundos sulcos. Aquí, de su himeneo con Zeus,
parió Sémele a Dioniso, y la flexible yedra que lo rodeaba lo protegió
mientras fue niño con sus verdes hojas, y dio origen a los cantos de los
báquicos coros de las vírgenes tebanas y de las bacantes.
Antístrofa. — Aquí estaba el sanguinolento dragón de Ares, cruel guardián que con el brillo de sus ojos, que todo lo veían, celaba las corrientes fructíferas y los valles resplandecientes de verdura; y cuando Cadmo vino a purificarse en sus aguas, lo mató de una pedrada, hiriendo con su robusto brazo la sanguinosa cabeza del monstruo por consejo de Palas, hija sin madre de Zeus, y sembró sus dientes en los hondos sulcos de los campos, y se convirtieron en hombres armados hasta en los últimos límites del suelo, que volvieron a la tierra, de donde habían salido, matándose unos a otros, y la regaron con su sangre después que fueron expuestos a los abrasadores vientos y a la intemperie.
Epodo. — ¡Oh Épafo, hijo de Zeus y de Ío, nuestra abuela! Yo te invoco, yo te invoco en mi lenguaje bárbaro y mis bárbaras súplicas; ven, ven a esta tierra que poblaron tus descendientes, en donde habitaron las diosas Perséfone y Deméter y la reina de todas, la Tierra, que a todos alimenta; manda que las deidades que traen las antorchas socorran a esta región, pues todo es fácil a los dioses.
ETEOCLES (que vuelve y se dirige a su servidor):
Ve tú, y que te acompañe Creonte, hijo de Meneceo y hermano de Yocasta, y
dile que quiero celebrar con él consejo para resolver lo que me
interese y convenga a la salud del Estado antes de presentar la batalla.
Pero ya no te molestes, que lo veo venir hacia mi palacio.
CREONTE:
En muchas partes he estado buscándote, ¡oh rey Eteocles!, y siguiendo
tus pasos he recorrido todas las puertas de los hijos de Cadmo y todas
las guardias.
ETEOCLES:
Y yo también deseaba verte, ¡oh Creonte! La reconciliación ha sido imposible, y de nada ha servido mi entrevista con Polinices.
CREONTE:
Me han dicho que sus pretensiones orgullosas eran intolerables para los
tebanos, confiado en su parentesco con Adrasto y en su ejército. Pero he
venido a participarte lo que más urge en este momento.
ETEOCLES:
¿Qué es? No lo sé.
CREONTE:
Ha venido un tránsfuga de los argivos.
ETEOCLES:
¿Y dice algo de lo que allí sucede?
CREONTE:
Que el ejército de los argivos cercará en breve a Tebas por todas partes con sus apiñadas cohortes.
ETEOCLES:
Menester es, por tanto, que los hijos de Cadmo saquen al campo las suyas.
CREONTE:
¿En dónde? ¿Acaso tu juventud te impide ver lo que debes?
ETEOCLES:
Más allá de esos fosos, como para pelear al instante.
CREONTE:
Escasa es nuestra gente y la suya innumerable.
ETEOCLES:
Sé que son valientes fanfarrones.
CREONTE:
Argos tiene alguna fama entre los griegos.
ETEOCLES:
Ten ánimo; pronto sembraré su campo de cadáveres.
CREONTE:
Así quisiera yo; pero veo que costará mucho trabajo.
ETEOCLES:
Me será imposible contener las tropas dentro de las murallas.
CREONTE:
Pero la victoria es el resultado de la prudencia.
ETEOCLES:
¿Quieres acaso que varíe de parecer?
CREONTE:
Sí, siempre que no lo aventures todo en una jugada.
ETEOCLES:
¿Y si los acometemos de noche de repente?
CREONTE:
Sí, en verdad, suponiendo que salgas bien de tu empresa y puedas volver aquí salvo.
ETEOCLES:
La noche ofrece a todos ventajas, y mayores a los osados.
CREONTE:
Si la suerte no te ayuda, las tinieblas de la noche pueden ser fatales.
ETEOCLES:
¿Y si los ataco mientras cenan?
CREONTE:
Acaso los amedrentes; pero lo que interesa es vencerlos.
ETEOCLES:
Profundas son las aguas dirceas para dar libre paso a los fugitivos.
CREONTE:
Lo peor es no precaverlo todo.
ETEOCLES:
¿Y qué sucederá si embestimos con nuestros caballos al ejército argivo?
CREONTE:
Todo él está cercado de carros.
ETEOCLES:
¿Pues qué hacer? ¿Entregaré la ciudad a los enemigos?
CREONTE:
De ningún modo; pero si eres prudente, delibera.
ETEOCLES:
¿Qué será lo más acertado?
CREONTE:
Según he oído, dícese que siete capitanes...
ETEOCLES:
¿Nada más? Pocos son siete hombres.
CREONTE:
Están al frente de las tropas que han de acometer a las siete puertas.
ETEOCLES:
¿Qué hacemos? Porque no aguardaré hasta el último extremo.
CREONTE:
Elige tú otros siete capitanes que los hagan frente.
ETEOCLES:
¿Para mandar las tropas, o solo con sus lanzas?
CREONTE:
Para mandar las tropas; prefiere los más valerosos.
ETEOCLES:
Ya comprendo; para que rechacen el asalto.
CREONTE:
Y agrégales auxiliares; que uno solo no puede preverlo todo.
ETEOCLES:
Para la elección, ¿tendré en cuenta el valor, o la prudencia?
CREONTE:
Ambas prendas, porque la una nada vale sin la otra.
ETEOCLES:
Sea, pues; iré a recorrer las murallas de las siete torres, y encargaré a
capitanes esforzados la defensa de cada puerta, como tú dices, para que
haga frente a su adversario. Prolijo sería citar sus nombres, estando
los enemigos cerca de los muros. Pero iré allá para no estar ocioso.
Ojalá que sea mi hermano mi adversario, y que, peleando con él, lo venza
y mate, porque viene a devastar su patria. Conviene que tú cuides, si
la fortuna nos es adversa, de celebrar las bodas de mi hermana Antígona y
de tu hijo Hemón; ahora al salir renuevo mi antigua promesa. Eres
hermano de mi madre; ¿a que decir más? Que la trates como merece por ti y
por mí. Mi padre cometió la necedad de cegarse: no lo alabo mucho, y
nos perderá si el destino ensalza sus maldiciones. Solo nos falta saber
si Tiresias pronunciará algún oráculo. Que tu hijo Meneceo, ¡oh
Creonte!, que lleva el mismo nombre que tu padre, nos traiga aquí a
Tiresias; de buen grado hablará contigo; que yo me burlé en sus barbas
del arte adivinatoria, y se indigna al verme. A ti, ¡oh Creonte!, y a
los ciudadanos encargo especialmente que si mi causa sale victoriosa,
jamás se sepulte en territorio de Tebas el cadáver de Polinices, y que
muera el que lo haga, aunque sea alguno de mis amigos. Esto es lo que
tengo que decirte: que traigan mis servidores las armas y todos los
bélicos arreos, para que cuanto antes, y protegidos por la justicia
vencedora, vayamos al combate. Y rogaremos a la Precaución, la más útil
de las diosas, que salve a esta ciudad.
(Mientras canta el coro, Eteocles se pone la armadura, y marcha al combate. Creonte se queda en el teatro).
EL CORO:
Estrofa. — ¡Oh aflictivo Ares! ¿Por qué te deleitan tanto la
sangre y la muerte, y tan poco las fiestas de Dioniso? No entre las
bellas guirnaldas que ciñe en los coros la juventud florida, ostentando
sus rizados cabellos, te place cantar al son de la flauta y en compañía
de las Gracias que danzan, sino solo con guerreros, incitando al
ejército de los argivos contra los hijos de Tebas, y presidiendo un coro
que detesta las flautas; ni saltas con el tirso del dios que inspira el
delirio, formando círculos con las pieles de ciervos, sino que haces
girar con las riendas al solípedo caballo de las cuadrigas, y llevado
por ellas junto a las corrientes del Ismeno, gozas con los ejercicios
ecuestres, animando a los argivos contra los hijos de los Espartos, coro
armado que lleva escudos para su defensa, enemigos de las murallas de
piedra. Atroz es la Discordia, que ha suscitado estos males contra los
Labdácidas, hijos de la desdicha, reyes de esta tierra.
Antístrofa. — ¡Oh selva de maravillosas hojas, muy abundante en fieras! ¡Oh Citerón nevado, delicia de Artemisa! Nunca debiste proteger a Edipo, hijo de Yocasta, destinado a la muerte desde que lo expulsaron de su palacio con la señal de los dorados broches, ni tampoco debió venir la Esfinge, virgen alada y salvaje monstruo, azote de esta región, con sus tristísimos versos, que se acercaba a las murallas y se llevaba en sus garras a los senos inaccesibles del Éter a la cadmea prole, enviada contra Tebas por el infernal Hades. Otra funesta querella nació entre los hijos de Edipo en el palacio y en la ciudad. Lo que no es bueno nunca puede serlo, y nunca lo serán los hijos que han de expiar las faltas de su padre, y que dio a la luz su madre contra todo lo lícito, y fueron concebidos por ella en lecho incestuoso.
Epodo. — ¡Oh tierra! que engendraste, que engendraste en cierto tiempo, como dice bárbaro rumor, como oí también en el palacio, al dragón de roja cresta, a los hijos de sus dientes, perla bellísima de Tebas. Los habitantes del Olimpo vinieron aquí también a celebrar las bodas de Harmonía, y al son de la cítara se construyeron las murallas tebanas, y con la lira de Anfión se levantaron sus torres, cerca de las dos corrientes de la fuente Dircea, que, adelantándose al Ismeno, riega el verde campo. Ío, mi cornígera abuela, engendró a los reyes de los cadmeos, y, colmándolos de bienes, logró que esta ciudad fuese digna de adorar a Ares en elevados templos.
TIRESIAS (que aparece guiado por su hija y en compañía de Meneceo):
Llévame más allá, ¡oh hija!, porque tú diriges mis ciegos pasos, como la
estrella a los marineros; ve delante, y llévame por terreno llano para
que no tropecemos, que tu padre es débil. Y guarda en tus manos
virginales las tablas adivinatorias que contienen los augurios de las
aves, hechos por mí en el santo templo en que profetizo. Dime, ¡oh
Meneceo!, hijo de Creonte, si tengo que andar mucho por la ciudad para
llegar al palacio de tu padre, porque mis rodillas están fatigadas y
sufro cuando acelero el paso.
CREONTE:
Anímate; has venido, ¡oh Tiresias!, a ver a tus amigos; sostenlo tú,
hijo, porque el niño pequeñuelo y los pies del anciano suelen recibir
alivio de manos ajenas.
TIRESIAS (que se sienta ayudado por Meneceo):
Bueno, ya estamos aquí; ¿para qué me llamas con tanta precipitación, ¡oh Creonte!?
CREONTE:
Aún no nos hemos olvidado de ello; pero recobra tus fuerzas y reanímate, descansando de la fatiga del camino.
TIRESIAS:
Cansado estoy, porque llegué ayer de la tierra de Erecteo, que allá
también había cierta guerra contra Eumolpo, y por mi causa han
conseguido los Cecrópidas gloriosa victoria; y, como ves, traigo esta
corona de oro, primicias de los despojos de los enemigos.
CREONTE:
Buen presagio es para mí tu corona victoriosa. La tempestad que ha
promovido la guerra contra los argivos, nos azota, como tú sabes, y
grande agitación reina en Tebas. Ya el rey Eteocles, revestido de sus
armas, fue a pelear con los de Argos, y me ha ordenado que te pregunte
lo que hemos de hacer para salvar a la ciudad.
TIRESIAS:
Eteocles me obligaría a cerrar mis labios y a no declarar los oráculos;
pero te los descubriré, ya que quieres conocerlos. Este país sufre, ¡oh
Creonte!, desde que Layo tuvo hijos contra la voluntad de los dioses y
engendró al mísero Edipo, esposo de su madre. La sangrienta mutilación
de sus ojos obra es de los dioses y enseñanza para la Grecia. Neciamente
erraron los hijos de Edipo queriendo ocultar esta desgracia, como si
hubiesen de eludir los decretos divinos: ni honraron a su padre, ni lo
dejaron libre, y lo exasperaron en su desdicha, y contra ellos profirió
terribles imprecaciones, aquejado de grave dolencia y lleno de
ignominia. Y por decir todo esto, a pesar de mis esfuerzos, a pesar de
mis ruegos, incurrí en el odio de los hijos de Edipo. Cercana está ya su
muerte, ¡oh Creonte!, obra de sus manos fratricidas, y muchos otros
caerán exánimes a su lado, y se confundirán los dardos argivos y los
tebanos, y habrá en Tebas mucho duelo. Y tú, ciudad sin ventura, tú
serás también arruinada si no sigues mis consejos. Porque sería mejor
que ninguno de los hijos de Edipo fuese aquí ciudadano ni rey, que las
Furias los hacen delirar y han de destruirlo todo, y ya que el mal es
más poderoso que el bien, queda solo un medio de salvarla. Mas si lo
digo, me expongo a no pocos peligros; y como es fatal la muerte que
amenaza a algunos, y el único remedio, me voy; adiós, pues, que yo solo,
entre tantos, sufriré lo que haya de sobrevenir; ¿qué he de hacer?
CREONTE:
No te vayas, anciano.
TIRESIAS:
No me lo impidas.
CREONTE:
No te vayas. ¿Por qué huyes de mí?
TIRESIAS:
La fortuna es la que huye, no yo.
CREONTE:
Di cómo han de salvarse la ciudad y sus habitantes.
TIRESIAS:
Ahora quieres eso, y luego no lo querrás.
CREONTE:
¿Cómo no he de querer que se salve mi patria?
TIRESIAS:
¿Quieres oír demasiado? ¿Lo deseas?
CREONTE:
¿Y qué otra cosa mejor podía yo desear?
TIRESIAS:
Ya oirás mis oráculos. Lo primero que has de decirme es en dónde está Meneceo, que me ha traído aquí.
CREONTE:
No está lejos, sino cerca de ti.
TIRESIAS:
Que se vaya, pues, y que no oiga mis oráculos.
CREONTE:
Mi hijo callará lo que deba.
TIRESIAS:
¿Quieres que te hable en su presencia?
CREONTE:
Se alegrará de saber el medio de salvarnos.
TIRESIAS:
Oye, pues, mis oráculos, cumpliendo los cuales salvaréis a la ciudad de
Cadmo. Es menester que sacrifiques a tu hijo Meneceo por tu patria, ya
que tanto anhelas salvarla.
CREONTE:
¿Qué dices? ¿Qué palabras has pronunciado, ¡oh anciano!?
TIRESIAS:
Lo que el destino ha dispuesto es lo que debes hacer.
CREONTE:
¡Cuántos males has anunciado en tan poco tiempo!
TIRESIAS:
Para ti, es verdad; pero para la patria, grandes remedios.
CREONTE:
Ni he oído ni comprendido nada; sea de la ciudad lo que quiera.
TIRESIAS:
Ya no eres el mismo; ya reniegas.
CREONTE:
Vete en paz; para nada necesito tus oráculos.
TIRESIAS:
¿Dejarán de ser ciertos, aunque tú seas desgraciado?
CREONTE:
Por estas rodillas y por tus blancos cabellos te ruego...
TIRESIAS:
¿A qué me suplicas? Conjuras males inevitables.
CREONTE:
Que calles, y que no digas nada a los ciudadanos.
TIRESIAS:
¿Quieres que yo cometa iniquidades? No me callaré.
CREONTE:
¿Qué harás, pues? ¿Matarás a mi hijo?
TIRESIAS:
Otros cuidarán de eso; a mí me basta decirlo.
CREONTE:
¿Por qué hemos de sufrir esta desdicha yo y mi hijo?
TIRESIAS:
Con razón me preguntas, y podremos entendernos. Es menester que muera en
la gruta en que estuvo el dragón, hijo de la Tierra, guardián de las
aguas dirceas, y que se ofrezcan libaciones con su sangre para aplacar
la ira inveterada de Ares contra Cadmo, que ansía vengar la muerte del
dragón, hijo de la Tierra. Y si lo hacéis, Ares os auxiliará. Si recibe
fruto por fruto y sangre humana por su sangre, os será propicia la
tierra, que produjo en otro tiempo para vuestro bien la cosecha de los
Espartos, de dorados cascos; es preciso que muera alguno del linaje que
nació de la quijada del dragón. Tú y tus hijos sois ya los únicos
descendientes por ambas líneas de estos hombres sembrados. Verdad es que
las próximas nupcias de Hemón son un obstáculo a que se le sacrifique,
porque no es virgen; pero si este joven se consagra a la ciudad y muere,
salvará a su patria y hará fatal la vuelta de Adrasto y de los demás
argivos, triste su destino y grande la gloria de Tebas. Decídete por uno
de estos dos extremos: o salvas a tu hijo, o a la ciudad. Ya sabes
cuanto podía decirte; llévame a mi casa, ¡oh hija! Todo el que se dedica
a la adivinación es un necio, porque si es odioso lo que declara, es
aborrecido por aquellos en cuyo daño profetiza; y cuando por lástima
dice falsedades a los que lo consultan, comete un sacrilegio. Solo Febo,
que a nadie teme, debía anunciar oráculos a los hombres.
EL CORO:
¿Por qué callas, Creonte, sofocando tu voz en silencio? No es menor mi sorpresa que la tuya.
CREONTE:
¿Qué podrá decir nadie? Claras son mis palabras. Jamás llegaré a la
deplorable extremidad de consentir en el sacrificio de Meneceo por
salvar a Tebas. Todos los hombres aman la vida de sus hijos, y ninguno
los ha entregado jamás a la muerte. Que no me alaben por la suya. Por
salvar a mi patria, ya en la edad madura, estoy dispuesto a morir. Pero
tú, hijo mío, antes que lo sepa toda la ciudad, y sin hacer caso de
odiosos oráculos, huye cuanto antes de esta tierra. Lo dirá a todos los
próceres y capitanes, y se dirigirá a las siete puertas y lo repetirá a
los siete jefes que las defienden; si nos adelantamos a él, te salvas;
si tardas, somos perdidos y morirás.
MENECEO:
¿Adónde he de huir? ¿A qué ciudad? ¿En dónde me darán hospitalidad?
CREONTE:
Vete de aquí lo más lejos que puedas.
MENECEO:
Di tú adónde, y yo te obedeceré.
CREONTE:
Pasando por Delfos...
MENECEO:
¿Adónde me he de encaminar, ¡oh padre!?
CREONTE:
Al país de los etolios...
MENECEO:
¿Y de allí adónde he de ir?
CREONTE:
Al país de los tesprotas.
MENECEO:
¿Al sagrado bosque de Dodona?
CREONTE:
Justamente; me has entendido.
MENECEO:
¿De qué me servirá?
CREONTE:
El dios te protegerá.
MENECEO:
¿Y cómo hallaré el sustento?
CREONTE:
Yo te daré oro.
MENECEO:
Dices bien, padre; vete pues, que yo veré a Yocasta, tu hermana, cuyo
seno me alimentó primero cuando perdí a mi madre y quedé huérfano, y me
despediré de ella y salvaré mi vida. Vete, pues, para que no me sirvas
de obstáculo. (Retírase Creonte).
¡Oh mujeres! ¡Cómo he desvanecido los temores de mi padre, engañándolo para conseguir lo que anhelo! Él desea que yo me aleje, y privar a Tebas de su bien y prostituirme en aras de su cobardía. Pero es preciso perdonarlo, porque es anciano; yo sí que no merezco perdón si soy traidor a la patria que me engendró. Sabed, pues, que iré y salvaré a la ciudad, y al morir exhalaré por ella el alma. Vergonzoso sería, ¿por qué no?, que aquellos a quienes no aluden los oráculos ni obliga la fuerza divina del destino, embrazaran los escudos y no vacilaran en morir peleando por su patria delante de las torres, y que yo fuese traidor a mi padre y a mi hermano y a mi ciudad, y me alejara de aquí como un cobarde. ¡En dondequiera que viva seré siempre un villano! No, por Zeus, que mora entre los astros, y por el sanguinario Ares, que dio el cetro de esta región a los Espartos, nacidos de la tierra. Yo iré adonde mi deber me llama, y desde las altas almenas de las murallas me mataré, y arrojándome a la oscura gruta del dragón, como ha ordenado el adivino, salvaré a Tebas. Tal es mí propósito. Voy, pues, a cumplirlo, y con mi muerte haré a mis conciudadanos no despreciable beneficio. Yo libraré de mal a esta región. Si todos a medida de sus fuerzas hiciesen con perseverancia todo el bien que pueden en aras de su país, menores males sufrirían las ciudades, y serían después felices.
EL CORO:
Estrofa. — Viniste, viniste, ¡oh alabada e híbrida virgen, hija
de la Tierra y de la infernal Equidna, azote de los hijos de Cadmo,
fuente de lágrimas para muchos y de daño para otros, monstruo cruel de
alas formidables y desgarradoras uñas, y desde la fuente Dircea te
llevabas a los niños con tristes lamentos y pernicioso estrago, y a
Tebas, sí, a Tebas causabas terribles dolores! Sanguinario fue el dios
que tales cosas hizo. El llanto de las madres, el llanto de las vírgenes
resonaba en las casas, lúgubre voz, lúgubre voz, y triste, triste
lamento; todos gemían en la ciudad. Sollozos y clamores semejantes al
trueno oíanse por doquier siempre que la virgen alada arrebataba a
alguno de la ciudad.
Antístrofa. — Al fin vino por orden de Apolo a esta tierra tebana el mísero Edipo, primero causa de alegría y después de dolor. Con su madre celebró himeneo infausto, vencedor de la virgen de los enigmas; profanó la ciudad y la llenó de sangre, arrastrando con sus maldiciones a execrable lucha a sus propios hijos. Admiremos, admiremos al que caminó a la muerte por salvar a su patria, dejando a Creonte anegado en lágrimas, pero dando también preclara victoria a esta ciudad de las siete torres. ¡Ojalá que nosotras seamos madres, ojalá que lo seamos de hijos tan ilustres, ¡oh Palas amada!, que con piedras mataste al dragón, alentando a Cadmo a dar cima a esta empresa, desde cuyo tiempo daños infernales han azotado a estos campos!
EL MENSAJERO:
¡Hola! ¿Quién está a la puerta del palacio? Abrid, que salga Yocasta.
¡Hola otra vez! Tarde, en verdad, pero al fin saliste, ínclita esposa de
Edipo: óyeme, y cesen tus llantos y tu dolor.
YOCASTA:
¿Vienes acaso, ¡oh tú el muy amado!, a anunciar alguna desgracia? ¿Ha
muerto Eteocles, junto a cuyo escudo siempre te hallas para librarlo de
los dardos enemigos? ¿Qué nueva vienes a anunciarme? ¿Vive mi hijo, o ha
muerto? Dímelo.
EL MENSAJERO:
Vive; nada temas; no te inquietes por eso.
YOCASTA:
¿Qué hay, pues? ¿Qué ha sucedido en el recinto de las siete torres?
EL MENSAJERO:
Resiste incontrastable, y la ciudad no ha sido tomada.
YOCASTA:
¿Probaron ya el empuje de las lanzas argivas?
EL MENSAJERO:
Vinieron ya a las manos; pero el Ares de los cadmeos ha vencido a las lanzas de Micenas.
YOCASTA:
Dime solo si sabes algo de Polinices, cuya vida me interesa.
EL MENSAJERO:
Hasta ahora viven tus dos hijos.
YOCASTA:
Que seas feliz. ¿Cómo peleando desde las torres rechazasteis de las
puertas a las tropas argivas? Dilo para que me regocije y vaya al
palacio en busca del anciano ciego, y le diga que Tebas se ha salvado.
EL MENSAJERO:
Después que el hijo de Creonte (muerto por la patria) se atravesó el
pecho con su reluciente espada en lo alto de las torres y salvó a la
ciudad, tu hijo dispuso que siete cohortes y otros tantos capitanes
defendiesen a las siete puertas de los ataques del ejército argivo, y
distribuyó la caballería que había de hacer frente a la enemiga y los
infantes que habían de resistir a los armados de escudo, para que en
todos los lugares más peligrosos de las murallas hubiese fuerzas
suficientes. Desde lo más elevado del alcázar vimos hacia el Teumeso al
ejército argivo, que brillaba con sus fulgurantes escudos, y ya cerca
del foso asaltar a la carrera a la ciudad de Cadmo, sonando a un tiempo
el Peán y las trompetas mientras nosotros les respondíamos desde las
murallas. Partenopeo, el primero, hijo de la cazadora, embistió a la
puerta Neista con una cohorte erizada de clípeos, llevando en el centro
del suyo a Atalanta, que con su arco de largo alcance mataba al jabalí
etolio. El vate Anfiarao se dirigía contra la puerta Prétida, llevando
víctimas en su carro, sin soberbios emblemas, con armas modestas. El rey
Hipomedonte atacó la puerta Ogigia, y por divisa llevaba en su clípeo a
Argos mirando con sus varios ojos: con unos a los astros que nacen, con
otros a los que se ocultan, según pudimos ver después de muerto. Tocó a
Tideo la puerta Homoloide, y llevaba cubierto su clípeo con una piel de
león de hórrida melena; en la diestra, como el gigante Prometeo,
agitaba una antorcha para incendiar la ciudad. Tu hijo Polinices
acometió a la puerta Crenea; destacábanse de su clípeo las ligeras
yeguas Potniades, que saltaban tremebundas, moviéndose sin duda por un
resorte interior junto al manubrio, obra de ingenio, y de suerte que
parecían estar furiosas. No menos valor que Ares respiraba Capaneo
capitaneando su hueste hacia la puerta Electra; un gigante de la Tierra,
de férrea forma, aparecía en su clípeo y sostenía en sus hombros una
ciudad entera arrancada de raíz, emblema de la suerte que aguardaba a
Tebas. En la séptima puerta estaba Adrasto, que ostentaba en su brazo
izquierdo un clípeo con una hidra de cien pintadas víboras, alarde de la
jactancia argiva, puesto que los dragones arrebataban en sus fauces de
las murallas a los hijos de Tebas. Todo esto vi minuciosamente al llevar
la seña a los capitanes de las cohortes. Primero peleamos con arcos y
dardos, con hondas de largo alcance y con peñascos. Como llevábamos la
mejor parte de la batalla, tu hijo y Tideo exclamaron de repente:
«¿Vaciláis, hijos de Dánao, antes que nos ofendan las armas arrojadizas
en acometer todos a las puertas, así los armados a la ligera como los
caballeros y los que rigen los carros?». Todos al oírlo arremetieron con
vigor; muchos caían con la cabeza ensangrentada; muchos de los nuestros
caían también precipitados desde las murallas, y regaban la seca tierra
con ríos de sangre. Aquel arcadio, hijo de Atalanta, no argivo, atacó
la puerta como un torbellino, y pidió fuego y hachas como si hubiese de
derribar la ciudad; pero lo contuvo en su furia Periclímeno, el hijo del
dios marino, lanzando a su cabeza un peñasco capaz de llenar un carro,
puesto que era una almena de la muralla; descompuso su rubia cabellera, y
rompió la juntura de sus huesos, y llenó sus mejillas de sangre, y su
madre la Menalia, ilustre por su arco, no volverá a verlo. Cuando tu
hijo, a quien yo seguía, vio segura esta puerta, se encaminó a otra.
Entonces vi a Tideo y a sus numerosos satélites lanzando contra las
altas torres sus dardos etolios para que huyesen los nuestros y
abandonaran las murallas; pero tu hijo los reunió otra vez como un
cazador, y los apostó de nuevo en las torres. Así que reparábamos el
daño de una puerta, nos encaminábamos a hacer lo mismo en otra. ¿Cómo
describiré los furores de Capaneo? En su mano traía una larga escala, y
decía con arrogancia que ni el fuego sagrado de Zeus le impediría
derribar las altas murallas de la ciudad; y mientras así hablaba y las
piedras se estrellaban contra su cuerpo, se resguardaba bajo su escudo y
subía sus pulimentados peldaños; mas el rayo de Zeus lo hirió cuando
estaba a punto de pasar las almenas; resonó horriblemente la tierra, y
todos se estremecieron, y sus miembros, como lanzados por una honda,
caían de lo alto de la escala separados unos de otros, y al cielo
entregó su alma y a la tierra su cuerpo, y dando vueltas sus pies y sus
manos, como en la rueda de Ixión, al fin quedó en el suelo su cadáver
calcinado. Cuando observó Adrasto que Zeus se mostraba contrario a sus
armas, formó al ejército argivo fuera del foso; pero los nuestros,
animados con el signo favorable de Zeus, carros, caballeros e infantes
rompen en tropel las huestes argivas. Todos los males se desencadenaron a
un tiempo: morían, caían de los carros, saltaban las ruedas, los ejes
se amontonaban sobre los ejes, y los cadáveres sobre los cadáveres. Por
hoy hemos evitado que las torres vengan a tierra, pero a los dioses toca
decidir si en lo sucesivo ha de ser o no afortunada esta ciudad; algún
numen benéfico la ha salvado también ahora.
EL CORO:
Grata es la victoria; pero si otra cosa hubiesen ordenado los dioses, sería yo feliz.
YOCASTA:
Los dioses y la fortuna nos son propicios, y mis hijos viven, y la
ciudad se ha salvado. Paréceme que el infeliz Creonte expía mis
malhadadas nupcias con Edipo, perdiendo a su hijo en bien de la patria,
aunque con dolor suyo. Pero prosigue: después de esto, ¿qué hicieron mis
hijos?
EL MENSAJERO:
No me preguntes más; hasta aquí eres afortunada.
YOCASTA:
Tus palabras excitan mis sospechas; no calles.
EL MENSAJERO:
¿Qué puedes desear sino que tus hijos vivan?
YOCASTA:
Quiero saber si en todo ha sido igual mi ventura.
EL MENSAJERO:
Déjame; a tu hijo Eteocles hace falta su escudero.
YOCASTA:
Algo siniestro me ocultas y lo envuelves en tinieblas.
EL MENSAJERO:
Después de tan gratas nuevas, no las daré infaustas.
YOCASTA:
No será así, a no escaparte por los aires.
EL MENSAJERO:
¡Ay, ay! ¿Por qué no me has dejado alejarme, oído este alegre mensaje, y
me obligas a participarte su triste conclusión? Tus hijos maquinan una
maldad de las más negras, y quieren pelear en singular combate,
separados de sus ejércitos. En público, y ante argivos y tebanos, han
dicho lo que nunca debieron decir. Eteocles el primero, desde una
elevada torre, impuso silencio a los soldados y exclamó: «Oh capitanes
griegos y nobles argivos que habéis venido aquí, y vosotros, hijos de
Cadmo, no deis vuestras vidas por Polinices ni por mí: yo solo, tomando
sobre mí todo riesgo, pelearé en singular certamen con mi hermano, y si
lo mato, gobernaré mi palacio; si soy vencido, le entregaré la ciudad. Y
vosotros, sin pelear más, volveréis al territorio argivo, y no dejaréis
aquí la vida». Al concluir salió de las filas tu hijo Polinices, y
alabó su propósito. Todos los argivos y el pueblo de Cadmo lo aprobaron
con favorables murmullos, estimándolo justo. Celebrose una tregua bajo
estas condiciones, y a igual distancia de ambos ejércitos los capitanes
juraron su observancia. Entonces los dos hijos del viejo Edipo se
revistieron sus armaduras de bronce, ayudando al rey de esta tierra los
príncipes tebanos, y al otro los próceres argivos. Resplandecientes
estaban ambos y serenos, y no se alteraron los colores de sus rostros, y
ambos furiosos se arrojaron mutuamente sus lanzas. Acercáronse los
amigos de uno y otro, y excitábanlos a la pelea con estas palabras: «En
tu mano está, ¡oh Polinices!, erigir a Zeus una estatua como trofeo de
tu victoria y alcanzar gran fama, que redundará en gloria de Argos».
Decían también a Eteocles: «Ahora peleas por tu patria; ahora que la
victoria te corona, poseerás solo el cetro». Así los animaban al
combate. Los adivinos sacrificaban ovejas y examinaban las entrañas de
las víctimas, y los líquidos que de ellas corrían, y la extremidad de
las llamas, que contiene dos signos, el de la victoria y el de la
derrota. Si conoces algún remedio para sanar estos males, si tu
elocuencia es bastante poderosa, o si puedes preparar eficaces encantos,
ve e impide la lucha cruel de tus dos hijos, que grande es el peligro.
YOCASTA:
Sal, ¡oh hija Antígona!, del palacio; tu adversa fortuna no te deja ya
asistir a los coros y vivir con tus vírgenes compañeras; con tu madre
debes oponerte a que tus dos hermanos, varones esforzados, caminen a la
muerte y sucumban en lucha fratricida.
ANTÍGONA:
¿Qué nuevo horror, ¡oh madre que me concebiste!, anuncias a tus amigas delante de este palacio?
YOCASTA:
¡Oh hija!, tus hermanos mueren.
ANTÍGONA:
¿Qué dices?
YOCASTA:
Han resuelto pelear en singular combate.
ANTÍGONA:
¡Ay de mí! ¿Qué oigo, madre?
YOCASTA:
Nueva nada grata; pero sígueme.
ANTÍGONA:
¿Adónde? ¿Abandonaré mi tálamo virginal?
YOCASTA:
Al ejército.
ANTÍGONA:
Me avergüenzo de presentarme delante de tantos guerreros.
YOCASTA:
Tu propio interés exige que no te avergüences ahora.
ANTÍGONA:
¿Y qué he de hacer, pues?
YOCASTA:
Poner término a la enemistad de tus hermanos.
ANTÍGONA:
¿Y de qué manera, ¡oh madre!?
YOCASTA:
Prosternándote conmigo en tierra.
ANTÍGONA:
Precédeme al atravesar las filas, que no es ocasión de vacilar.
YOCASTA:
Pronto, pronto, hija mía; porque si llegamos a tiempo, antes que mis
hijos comiencen el combate, podré vivir; si ya han muerto, moriré
también con ellos.
EL CORO:
Estrofa. — ¡Ay, ay, ay! Trémulo de horror, trémulo está mi
pecho; mi compasión, mi compasión por esta desdichada madre me hace
estremecer. ¿Cuál de sus dos hijos llenará al otro de sangre? ¡Ay de mis
sufrimientos! ¡Oh Zeus! ¡Oh tierra! La muerte, atravesando sus escudos,
separará de sus cuerpos dos cuellos fraternales, dos almas de hermanos.
¡Cuán desdichada, cuán desdichada soy! ¿A cuál de los dos lloraré
cuando muera?
Antístrofa. — ¡Oh tierra, tierra! Dos fieras, dos almas sedientas de sangre decidirán con la lanza de su suerte; después, como enemigos, sí, como enemigos, regarán la tierra. ¡Desventurados, que nunca debieran pelear frente a frente! Prorrumpiendo en bárbaros clamores, y llorosa, gemiré como a los muertos agrada. Pronto se decidirá el duelo; este día verá su término. ¡Nefanda, nefanda muerte, obra de las Furias! Pero veo a Creonte, que se acerca triste a este palacio; enjugaré mis lágrimas.
CREONTE:
¡Ay de mí! ¿Qué he de hacer? ¿Lloraré mi desgracia, o lloraré la de la
ciudad, envuelta por todas partes en negra nube, como para ser sumergida
en el Aqueronte? Mi hijo ha muerto por la patria y ha conseguido
inmortal renombre, pero debo deplorarlo; lo recogí en la gruta del
dragón, muerto por su mano, y, desventurado, lo traje yo mismo y llené
todo el palacio con mis clamores. Yo, anciano, vengo a buscar a mi
hermana Yocasta, también anciana, para que lave y tribute los últimos
deberes a mi hijo difunto, pues conviene que el que vive honre a los
muertos y adore piadosamente al dios de los infiernos.
EL CORO:
Tu hermana ha salido del palacio, ¡oh Creonte!, y con ella su hija Antígona.
CREONTE:
¿Adónde y para qué? Dímelo.
EL CORO:
Supo que sus hijos decidirían en singular combate cuál de los dos había de mandar en este real palacio.
CREONTE:
¿Qué dices? Yo, que solo me cuido del cadáver de mi hijo, no he venido a saber esto.
EL CORO:
Ya hace tiempo que se fue tu hermana; yo creo, ¡oh Creonte!, que los hijos de Edipo terminaron ya su duelo a muerte.
CREONTE:
¡Ay de mí! Señal de esto será lo que veo; un mensajero de semblante y ojos tristes, que anunciará la conclusión de todo.
EL MENSAJERO:
¡Desdichado de mí! ¿Qué diré? ¿Cómo me lamentaré?
CREONTE:
¡Ay de nosotros! Tu exordio no promete nada bueno.
EL MENSAJERO:
¡Ay de mí!, vuelvo a exclamar otra vez; anuncio tristes males.
CREONTE:
¿Tienes que añadir alguno a los que ya han sucedido?
EL MENSAJERO:
Los hijos de tu hermana no ven ya la luz, ¡oh Creonte!
CREONTE:
¡Ay, ay! Gran daño me anuncias, y también a esta ciudad. ¡Oh palacio de Edipo!
EL CORO:
Lloraría si pudiese.
CREONTE:
¡Oh calamidad sin ejemplo! ¡Cuántos son mis males! ¡Cuánta mi desdicha! ¡Cuán grande mi infortunio!
EL MENSAJERO:
¡Si supieses lo que ha ocurrido después!...
CREONTE:
¿Alguna otra desgracia más grave?
EL MENSAJERO:
Tu hermana ha muerto con sus dos hijos.
EL CORO:
Llorad, llorad, y con las blancas manos golpead vuestra cabeza.
CREONTE:
¡Oh mísera Yocasta! ¡Cuál ha sido el fin de su vida y de sus nupcias,
desde que la Esfinge vio adivinados sus enigmas! ¿Cómo se han dado la
muerte los dos hijos de Edipo? ¿En qué pararon las maldiciones de este?
Cuéntamelo.
EL MENSAJERO:
Ya sabes cómo nos favoreció la fortuna en las murallas; no está tan
lejos su recinto para que ignores lo sucedido en ellas. Después que los
jóvenes hijos del viejo Edipo se vistieron las armaduras de bronce (los
dos capitanes, generales los dos), se adelantaron con firmeza en medio
de las filas para decidir la suerte de la guerra en singular combate.
Mirando hacia Argos, Polinices profirió esta súplica: «Tuyo soy, ¡oh
Hera veneranda!, desde que me casé con la hija de Adrasto y habito en su
territorio; concédeme que mate a mi hermano y que llene con su sangre
mi diestra victoriosa. Pido nefanda corona: matar a mi hermano». Muchos
lloraron al pensar en su desdicha, y se miraban unos a otros con tristes
miradas. Eteocles, dirigiéndose al templo de Palas, la del escudo de
oro, habló así: «Concédeme, ¡oh hija de Zeus!, que mi brazo y mi mano
hundan en el pecho de Polinices mi lanza vencedora, y que lo mate por
haber venido a destruir su patria». Después que sonó la trompeta
tirrénica, clara como la luz de una antorcha, señal del sangriento
combate, en veloz carrera se embistieron uno y otro, y como jabalíes que
aguzan sus crueles colmillos, despidiendo relámpagos sus ojos y
revolviéndolos en todos sentidos, trabaron la pelea, llenos sus labios
de espuma. Primero comenzaron el duelo con las lanzas, pero evitaban los
golpes bajo sus escudos circulares y no los alcanzaba el hierro. Si el
uno veía los ojos del otro por encima de su clípeo, dirigía la lanza
contra su rostro, ansioso de herirlo antes; mas siempre se resguardaban
con cautela debajo de sus escudos para que no los ofendiese el arma
mortífera. Más sudor corría por los cuerpos de los amigos de entrambos,
llenos de temor, que por los de los mismos combatientes; pero Eteocles,
tropezando en una piedra, ofreció a su adversario un blanco; entonces lo
acometió Polinices y le atravesó la pierna con el asta argiva, y todo
su ejército lo alentó con un grito unánime. El que primero fue herido,
al ver descubierto el hombro de su hermano Polinices, reuniendo sus
fuerzas quiso alcanzarlo con la lanza, y reanimó las esperanzas de los
descendientes de Cadmo; pero se le rompió al mismo tiempo, y se encontró
desarmado. Retrocedió, y tirándole una piedra partió a su vez la de su
contrario por el centro; ya era igual la lucha, puesto que los dos
carecían de lanzas. Empuñaron entonces las espadas y pelearon de cerca;
juntando sus escudos hacían gran ruido, envolviendo el uno al otro.
Eteocles se acordó en este instante de un ejercicio tesalio que había
aprendido en ese país; cesando en sus ataques cuerpo a cuerpo, echó
atrás el pie izquierdo, resguardando sus entrañas, y adelantando el
derecho le hundió en el vientre la espada y se la clavó hasta las
costillas. El desdichado Polinices, sin fuerzas para sostenerse, cayó en
tierra anegado en sangre. Y el vencedor, poniendo a un lado su espada,
lo despojaba de sus armas sin acordarse de otra cosa. Esto lo perdió,
porque Polinices, que había caído primero, conservando la suya en su
deplorable caída, aunque ya con escaso vigor, la introdujo, sin embargo,
en el hígado de Eteocles. Los dos mordieron la tierra y juntos cayeron,
y quedo indecisa la victoria.
EL CORO:
¡Ay, ay, Edipo, cuántos son sus males! ¡Cómo me hacen llorar! Los dioses han realizado tus imprecaciones.
EL MENSAJERO:
Oye las desgracias que acaecieron, a más de las dichas. Mientras los
hijos exhalaban en tierra el alma, llegó su mísera madre. Viéndolos
heridos de muerte, gimió así: «Tarde, ¡oh hijos!, vengo a socorreros».
Abrazaba ya al uno, ya al otro, y lloraba, y de sus ojos corrían dos
ríos de lágrimas, y acompañábale en sus sollozos Antígona, la hermana de
los muertos, y decía: «¡Oh báculos de mi vieja madre! ¡Oh hermanos muy
amados, que impedís con vuestra discordia mi himeneo!». El rey Eteocles,
revolviendo en su pecho un horrible suspiro, oyó a su madre y la
presentó su mano trémula, pero no habló, sino la saludó con lágrimas de
sus ojos, significándole su amor. El otro respiraba aún, y mirando a su
hermana y a su anciana madre, dijo así: «Morimos, ¡oh madre!; me
compadezco de ti y de esta hermana mía, y de mi hermano muerto; nació
para amarme, fue mi enemigo y lo amé, sin embargo. Sepultadme, ¡oh madre
y hermana!, en mi país natal, y aplacad a la ciudad irritada; que al
menos posea ese pedazo de tierra suyo, ya que perdí mi palacio. Con tu
mano, ¡oh madre!, cierra mis ojos (y él mismo la llevó a ellos), y sed
felices; ya las tinieblas me cercan». Los dos exhalaron el alma a un
mismo tiempo. Pero la madre, así que presenció estos horrores, vencida
por el dolor, arrancó del cadáver la espada y ejecutó una acción atroz:
con el acero se atravesó el cuello, y yace muerta entre sus dos hijos
muy amados, abrazada a ambos. Gran alboroto se promovió en los dos
ejércitos; nosotros decíamos que había vencido nuestro rey, ellos que
Polinices; los capitanes también disputaban, y mientras los argivos
sostenían que Polinices había herido el primero con su lanza, los
cadmeos afirmaban que, muertos los dos, ninguno había alcanzado la
victoria. Corrimos a las armas; nosotros, los cadmeos, por una
inspiración providencial, no habíamos abandonado nuestros escudos, y
como los argivos no estaban ya defendidos por sus carros, los atacamos
de repente, y no resistieron el choque; los fugitivos llenaban los
campos, y ríos de sangre corrían de los cadáveres, heridos por las
lanzas. Como ganamos la batalla, unos en trofeo ofrecieron a Zeus una
estatua, otros los escudos de los argivos muertos, y, ricos con sus
despojos, entramos en la ciudad. Algunos, con Antígona, traen aquí los
cadáveres para que los lloren sus amigos. Esta batalla ha sido en parte
muy afortunada para Tebas, en parte fecunda en desdichas.
EL CORO:
Nuestros oídos no serán solo los que conozcan los males del real linaje:
nuestros ojos verán los tres cadáveres delante de los atrios, y sus
almas yacen en el reino de las tinieblas, y han muerto los tres a un
tiempo.
(Mientras pronuncia el coro estos versos, llegan los conductores de los tres cadáveres y hacen alto en la timele. Antígona viene también con ellos y entona este canto):
ANTÍGONA:
No vengo velando mis tiernas mejillas cubiertas de rizos, ni ocultando
su purpúreo carmín con el rubor que tiñe mi rostro virginal, sino como
una infernal bacante sin sujetar con la redecilla mis cabellos y
desatada la estola, color de azafrán, para llorar a los muertos y
presidir sus funerales. ¡Ay, ay, ay de mí! ¡Oh Polinices, no has
desmentido tu nombre! ¡Ay de mí! ¡Ay de Tebas! Tu querella, mal digo tu
querella, tantas muertes horribles, acumuladas unas sobre otras, han
perdido al linaje de Edipo y lo han envuelto en sangre cruel, en triste
sangre. ¿A qué cantor, a qué poeta llamaré para que llore, ¡oh palacio!,
¡oh palacio!, cuando traigo estos tres cuerpos ensangrentados, unidos
por los lazos del parentesco, una madre y sus hijos, delicias de Erinis?
Sí, Erinis resolvió acabar con el linaje de Edipo desde que adivinó,
sagaz, los oscuros enigmas de la Esfinge, pérfida poetisa, y la hizo
morir. ¡Ay de mí, oh padre! ¿Qué griego o bárbaro, o qué otro noble
mortal de los pasados tiempos sufrió tantos males ni derramó tantas
lágrimas como yo? ¿Qué ave posada en el ramaje del abeto o de la encina
igualará en sus lamentos a los míos, huérfana de madre? Ayes y sollozos
expresarán mi dolor; yo viviré solitaria, derramando siempre perenne
llanto. ¿A quién lloraré? ¿A quién ofreceré primero las primicias de mis
cabellos? ¿A los pechos de mi madre que me alimentaron con su leche, o a
las funestas heridas de mis dos hermanos? ¡Ay, ay! Deja, ¡oh padre
anciano!, tu palacio; acude con tus ojos que no ven; que todos, ¡oh
Edipo!, contemplen tu triste vejez, la penosa vida que arrastras en tu
morada después que tú mismo te cegaste. ¿Me oyes tú, que vagas por el
palacio y arrastras tus trémulos pasos por el aposento en que duermes?
EDIPO:
¿A qué quieres, ¡oh hija!, traerme a la luz con mis vacilantes pasos y
sacarme con tus misérrimas lágrimas del tenebroso tálamo en que siempre
vegeto, para ofrecer a las gentes esta blanca y vana imagen del éter,
sombra infernal o fugitivo fantasma?
ANTÍGONA:
Oye la fatal nueva que voy a anunciarte, ¡oh padre!: no verán ya la luz
tus hijos ni tu esposa, que junto a tu báculo cuidaba siempre de dirigir
tus pasos trémulos. ¡Oh padre, ay de mí!
EDIPO:
¡Ay de mí! ¡Ay de mis males! Solo me es dado gemir así, clamar de esta
manera. Di, ¡oh hija!: ¿cómo murieron? ¿Cómo estas tres almas
abandonaron la luz?
ANTÍGONA:
No para escarnecerte ni insultarte, sino con dolor mío lo digo: tu genio
infausto, armado del acero y del fuego, y ávido de crueles combates,
acometió también a tus hijos. ¡Ay de mí, oh padre!
EDIPO:
¡Ay, ay de mí!
ANTÍGONA:
¿Por qué gimes así?
EDIPO:
¡Oh hijos!
ANTÍGONA:
Mayor sería tu pena si vieses la cuadriga del sol y contemplares estos cuerpos exánimes al esplendor de sus rayos.
EDIPO:
Los males de mis hijos a todos son manifiestos; pero ¿cómo ha muerto mi mísera esposa, ¡oh hija!?
ANTÍGONA:
Derramando en presencia de todos lúgubres lágrimas, mostraba a sus hijos
su pecho; sí, lo mostraba como dolorida suplicante. Encontrolos junto a
la puerta Electra, en el prado en que crece el loto, peleando con sus
lanzas en lucha fratricida como leones de una misma cueva, llenos de
sangrientas heridas, y ofreciendo ya libaciones de su sangre helada al
infernal Hades, aunque eran obra de Ares. Arrancó de los muertos la
espada de bronce, y la introdujo en su cuerpo, y cayó con dolor al lado
de sus hijos. Sea cual fuere el dios autor de las calamidades de nuestra
familia, hoy, ¡oh padre!, se ha desencadenado como nunca.
EL CORO:
Fuente de muchos males para el linaje de Edipo ha sido este día. ¡Ojalá que su vida sea más feliz en adelante!
CREONTE:
Acábese el llanto, que ya es tiempo de acordarnos de los funerales. Oye,
¡oh Edipo!, estas palabras: tu hijo Eteocles me ha instituido heredero
de su imperio, como dote de Hemón cuando celebre sus nupcias con
Antígona. Yo no consentiré que tú vivas en Tebas: claramente dijo
Tiresias que nunca será afortunada esta ciudad mientras residas en ella.
Vete, pues; y no te lo digo por escarnecerte, ni como enemigo, sino a
causa de las furias que te atormentan, y temiendo los males que podrá
sufrir este país.
EDIPO:
¡Oh destino! Desgraciado como pocos he sido desde que me engendraste.
Antes que mi madre me diese a luz, cuando aún no me había concebido,
Apolo profetizó a Layo que yo lo mataría. ¡Oh desventurado de mí! Y
después que nací, mi padre decretó mi muerte, mirándome ya como a
enemigo, pues que fatalmente había de perecer a mis manos, y como presa
que les era debida me arrojó a las fieras cuando solo deseaba mamar, y
así me salvé. ¡Ojalá que el Citerón se hubiese sumergido en los
profundos abismos del Tártaro! Y después que, infortunado, maté a mi
padre, subí al lecho de mi mísera madre, y engendré hijos que eran
también mis hermanos, y los he perdido, profiriendo contra ellos las
imprecaciones que Layo pronunciara contra mí. No soy tan insensato que,
sin la influencia de algún dios, hubiese hecho contra la vida de mis
hijos y contra mis ojos lo que ya sabéis. Pero así y todo, ¿qué partido
tomaré ahora? ¿Quién me acompañará y guiará mis trémulos pasos? ¿Será
esta, ya muerta? De cierto sé que lo haría si viviera. ¿Serán mis hijos?
¡Ay, bienaventurada yunta! Ya no existen. ¿Soy yo joven bastante para
proporcionarme el sustento? ¿De dónde? ¿Por qué, ¡oh Creonte!, me
anonadas así de un solo golpe? Me matarás, sin duda, si de aquí me
expulsas. No me rebajaré abrazando tus rodillas; no desmereceré de mi
antigua nobleza por adversa que me sea la fortuna.
CREONTE:
Bien has pensado en no estrechar mis rodillas, que yo no he de consentir
por eso que estés aquí más tiempo. Menester es que se lleven ya estos
muertos al palacio; arrojad sin sepultura, fuera de los límites de este
país, el cadáver de Polinices, que vino con otros enemigos a arruinar su
patria. Hágase saber a todos los tebanos que, cualquiera que fuere
aprehendido coronándolo o cubriéndolo con tierra, pagará con la vida su
delito. Tú, Antígona, enjuga ya las lágrimas que derramas por estos tres
cadáveres, y vuélvete al palacio, y vive como las vírgenes, esperando
el día en que dormirás en el lecho de Hemón.
ANTÍGONA:
¡Oh padre, cuántos son nuestros males! Más mereces tú que te llore que
los muertos: los infortunios que te agobian, ¡oh padre!, no son graves
ni leves, sino que eres horriblemente desdichado. A ti pregunto yo
ahora, ¡oh nuevo tirano!: ¿por qué condenas a un muerto inofensivo?
CREONTE:
Es orden de Eteocles, no mía.
ANTÍGONA:
Necia, sin embargo, y necio tú también que la obedeces.
CREONTE:
¿Cómo? ¿No es justo obedecer lo que se manda?
ANTÍGONA:
No, si es injusto e impío.
CREONTE:
¿Cómo, pues? ¿No será justo abandonar a los perros el cadáver de Polinices?
ANTÍGONA:
La pena que le impones no es legítima.
CREONTE:
Ha sido enemigo de su patria, cuando por su nacimiento no debía serlo.
ANTÍGONA:
¿Con su muerte no ha expiado su delito?
CREONTE:
Pero que además lo expíe careciendo de sepultura.
ANTÍGONA:
¿Por qué crimen, si reclamaba la parte de reino que le pertenecía?
CREONTE:
Ten entendido que este hombre no será enterrado.
ANTÍGONA:
Yo lo sepultaré aunque lo prohíba la ciudad.
CREONTE:
Te sepultarás con él.
ANTÍGONA:
Glorioso es, sin duda, que dos que se aman yazgan juntos en un mismo sepulcro.
CREONTE:
Prendedla y llevadla al palacio.
ANTÍGONA (abrazando el cadáver):
De ningún modo; no soltaré este cadáver.
CREONTE:
Lo ha decretado así un dios, ¡oh virgen!, no quien tú sospechas.
ANTÍGONA:
Y decretado está también que no se insulte a los muertos.
CREONTE:
Que nadie cubra este cuerpo con deleznable polvo.
ANTÍGONA:
¡Suplícote por mi madre Yocasta, que ves aquí!
CREONTE:
Vana es tu súplica; no lo conseguirás.
ANTÍGONA:
Déjame al menos que lo lave.
CREONTE:
También lo han prohibido los ciudadanos.
ANTÍGONA:
Siquiera vendaré sus mortales heridas.
CREONTE:
De ninguna manera honrarás a este muerto.
ANTÍGONA (abrazando de nuevo el cadáver):
Te besaré el rostro tan solo, ¡oh hermano!, el más amado.
CREONTE:
No llorarás por este, estando tan próximo tu himeneo.
ANTÍGONA:
¿Crees acaso que, mientras viva, me casaré con tu hijo?
CREONTE:
Mucho lo necesitas; ¿cómo, pues, osarás rehuirlo?
ANTÍGONA:
Se repetirá aquella noche de boda de las Danaides.
CREONTE:
¿Oís la criminal amenaza que me hace?
ANTÍGONA:
Sea testigo este acero: esta espada responderá de lo que digo.
CREONTE:
¿Por qué intentas oponerte a este himeneo?
ANTÍGONA:
Acompañaré en su destierro al más desdichado de los padres.
CREONTE:
Noble es tu propósito, pero poco prudente.
ANTÍGONA:
Y también moriré con él, para que lo sepas todo.
CREONTE:
Vete; no matarás a mi hijo; deja este país. (Retírase Creonte).
EDIPO:
Alabo, ¡oh hija!, tu decidida abnegación.
ANTÍGONA:
Y si yo me caso, ¿vivirás solo, padre mío?
EDIPO:
Sé aquí dichosa; yo sufriré mis males con paciencia.
ANTÍGONA:
¿Quién te cuidará ciego, ¡oh padre!?
EDIPO:
Cuando el destino me haga sucumbir, yaceré en tierra.
ANTÍGONA:
¿Qué fue de aquel Edipo y de sus preclaros enigmas?
EDIPO:
Murió: un día me hizo feliz, otro me perdió.
ANTÍGONA:
Luego yo debo compartir tus desdichas.
EDIPO:
Vergonzoso es para una hija ser desterrada con su ciego padre.
ANTÍGONA:
No, que es honroso para la hija modesta, ¡oh padre!
EDIPO:
Guíame para que palpe el cuerpo de tu madre.
ANTÍGONA:
Hela aquí; toca a esta anciana muy querida.
EDIPO:
¡Oh madre! ¡Oh esposa muy amada!
ANTÍGONA:
¡Vedla en tierra, moviendo a compasión, víctima de todos los males!
EDIPO:
¿En donde están los cadáveres de Eteocles y de Polinices?
ANTÍGONA:
Aquí yacen, uno junto a otro.
EDIPO:
Pon mi mano ciega en sus infortunados rostros.
ANTÍGONA:
Helos aquí; toca con ella a tus hijos exánimes.
EDIPO:
¡Oh cadáveres queridos, desdichados hijos de un padre también desdichado!
ANTÍGONA:
¡Oh Polinices, nombre muy amado!
EDIPO:
Ahora, ¡oh hija!, se cumple el oráculo de Apolo.
ANTÍGONA:
¿Cómo, pues? ¿Anuncias nuevos males?
EDIPO:
Que moriré en Atenas desterrado.
ANTÍGONA:
¿En dónde? ¿Qué torre del Ática te servirá de asilo?
EDIPO:
La sagrada Colono y el templo del dios ecuestre. Pero vamos, guía mis ciegos pasos, ya que deseas acompañarme al destierro.
ANTÍGONA:
Estrofa 1.ª — Anda, emprende tu mísera peregrinación; dame la
mano querida, ¡oh padre anciano! Yo te llevaré como el viento lleva a
las naves.
Aquí, aquí, anda hacia mí; aquí, aquí, pon tus pies, padre, que tus fuerzas son de vano fantasma.
EDIPO:
Estrofa 2.ª — Ya me voy, ¡oh hija! Guía mis pasos, desdichada.
ANTÍGONA:
Antístrofa 1.ª — Yo soy, yo soy la más mísera de las vírgenes tebanas.
Antístrofa 2.ª — A mis compañeras amadas dejo mis lágrimas para memoria, y me ausento errante de mi país natal, no como acostumbran las vírgenes. ¡Ay de mí! Famosa seré en el mundo por mis piadosos sentimientos, pues intento consolar a un padre desventurado.
EDIPO:
Estrofa 3.ª — Destierro infausto es el de un anciano a quien
expulsan de su patria. La justicia castiga los delitos de los mortales,
pero horrible, horrible es mi desgracia.
ANTÍGONA:
Antístrofa 3.ª — Mísera yo, que sufre afrenta mi hermano;
yacerá insepulto lejos del palacio de sus padres; mísero él, a quien yo
debo enterrar ocultamente, aunque muera.
EDIPO:
Estrofa 4.ª — ¿En dónde asiento mi trémulo pie? Dame el báculo,
¡oh hija! Yo soy el que adivinó los enigmas de la vencedora poetisa, y
la precipitó en el abismo.
ANTÍGONA:
Antístrofa 4.ª — ¿Recuerdas ahora la gloria que alcanzaste
triunfando de la Esfinge? ¡Olvida, olvida tu pasada dicha! Aguárdante
horribles sufrimientos, ¡oh padre!, y morir lejos de tu patria en
cualquier parte.