Un mediodía de primavera, mi padre que se paseaba, como era su costumbre, por el corredor interior de las casas del fundo, me dijo:
—Tienes que ir luego a los potreros de abajo, a Los Montes, porque don Calixto me ha mandado decir que mi medianía estaba mala y se le pasaban mis animales. Anda con el Candelilla para que te señale bien.
Llamé en voz alta y tendí mis miradas por el largo corredor, en cuyo extremo se agrupaban los peones que esperaban el pago, y no vi entre ellos, al llamado Candelilla. Allí estaban, afirmados en los pilares o paseándose y mirando cavilosos el suelo, algunos trabajadores que conocía desde la niñez.
El viejo don Bartolo; el hercúleo Juan Sierra; el Chercán, vejete pequeflito apergaminado, vestido de andrajos; el borracho y fiel regador del potrero de Santa Teresa, don Sosa; Núñez, el bodeguero; éstos eran, puede decirse, los criollos, los aborígenes del fundo; pero Candelilla no estaba.
El apodado Candelilla, a causa tal vez de sus ojos claros y rubios cabellos, era una especie de vagabundo, casi siempre invisible para mí, y muy popular en esos contornos. Sabía yo vagamente que era algo así como un ayudante intermitente del cuidador de animales, sin sueldo y con ración, solamente cuando trabajaba; que muchas noches llegaba a la cocina de las casas a comer cualquier cosa de los restos; que en los veranos, cuando llegaba la época de los cortes y cosechas de trigo, emigraba al sur, a Traiguén, la Victoria, la Frontera, en busca de trabajo, llegando, después, en invierno y entradas de primavera, a refugiarse al calor del fogón hospitalario de las cocinas, como tantos otros.
De pronto, del grupo de peones una voz ronca, alegre, burlona, de acento despreciativo, dijo:
—Patrón, allá viene el Candelilla...
Se escuchaban risas contenidas...
Dirigí la vista por todo el amplio patio plantado de enormes eucaliptos y pequeños duraznos florecidos, tapizado de yerba sobre la que corrían y picoteaban las gallinas, encuadrado por diversas construcciones muy bajas. Cocheras, mediaguas para las caballerizas y las carretas, graneros, la gran bodega del fundo con su único portón y allá, al fin del patio, vi a Candelilla que salía de la cocina y avanzaba hacia el corredor con la cabeza descubierta.
Se detuvo frente a mí con un afectado ademán de de respetuosa obediencia. Yo examinaba ahora con interés el aspecto de ese hombre que antes había mirado con indiferencia. Era un individuo de regular estatura y anchas espaldas, delgado, recio. Vestía una ropa a la que el largo uso había dado un color indefinible; sus pies estaban calzados con ojotas. Y a pesar de la tibieza del día, cubríale el torso una gruesa manta de invierno rota y deshilachada.
Se inclinaba humilde ante mí, pero sus redondos ojos verdes, muy claros, fijábalos con risueña expresión interrogativa en mi semblante. Imposible habría sido definir la edad de aquel sujeto, pues los ásperos y lucientes cabellos, el grueso mostacho, las espesas cejas de un rubio claro, denunciaban la juventud, al par que las hondas mejillas fatigadas, sueltas, picadas de viruelas; la estrecha, frente en que las marcadas arrugas parecían cicatrices, hablaban de largos años de trabajos y padecimientos. Y ahora su gruesa boca fruncíase en una sonrisa como la de un niño que acabase de cometer una falta, de la que pidieran perdón.
Le expliqué, rápidamente, lo que teníamos que hacer; y mientras me ponía las espuelas, le pregunté:
—¿Hay mucho barro todavía, allá, abajo?
—Algo queda señor, porque el invierno ha sido malo.
Subimos a caballo; y al montar Candelilla la flojísima yegua, casi inválida, que cabalgaba, del grupo de peones, alguien le dijo con voz fuerte:
—¡No se te vaya a cargar la bestia!
Candelilla sonrió vagamente a la broma, mostrando su gruesa dentadura amarillenta.
Marchábamos lentamente aspirando con delicia el puro aire campesino. Mi vista se extendía por el vasto potrero de las casas donde pacía el terneraje; a lo lejos, al sur, divisaba el caserío del pueblo que se proyectaba amontonándose a los pies de los enormes murallones de cal y ladrillo de la Iglesia inconclusa aun; en el confín de la costa sucedíanse los cercados de perales florecidos de blanco, de sauces cubiertos de hojitas nuevas, los grandes álamos, las tupidas zarzamoras; aquí y allá los pequeños ranchos de paja de los inquilinos, destacaban, con profunda claridad, sus manchas sombrías sobre el cielo pálido y tranquilo. En lo alto una red finísima de nubes cubría el azul, el aire era tibio y suave. Los terneros, separados de sus madres, jugaban no lejos de mí sobre el césped brillante y manchaban el paisaje de colores vivos; bandadas de jilgueros, de diucas, de loicas, de tordos, gozaban de la tibieza de la yerba, de la tierra y de la luz y se alzaban a cada instante ante mis pasos. Por todas partes los grandes charcos de las lluvias del invierno reciente, brillaban días de campo inmóviles como espejos resplandecientes. Y yo sentía que una dulce embriaguez se apoderaba de mí gozando de ese hermoso día; recordaba cosas lejanas de la niñez.
Y seguimos atravesando potreros y potreros, unos destinados a la engorda, cubiertos de espeso trébol y vallica; otros, recién arados que esperaban la próxima siembra de chacras.
Al fin llegamos a nuestro destino, el potrero de Los Montes o La Crianza, como indistintamente se le denominaba. Y vi a Candelilla esforzándose en vano por bajar las gruesas varas de un tranquero; me desmonté de mi caballo y entre los dos corrimos, con dificultad, los pesados largueros.
Le dije sonriendo;
—¡Estás muy falso, hombre!
—Es que este brazo lo tengo malo, me contestó, indicándome, con su izquierda, la mano derecha, en la que observé, inmediatamente, una grande y profunda cicatriz en la muñeca y algunos dedos encogidos y engarrotados.
—Y, ¿de qué te vino eso?
—Fué de un balazo que me pegaron hace años.
Aquí en el hombro tengo otro, continuó, y por eso no tengo fuerzas.
—¿Dónde te pegaron esos balazos?
Su alegre rostro se iluminó con una sonrisa tímida, su gruesa nariz aguileña, más encendida y avinada que de costumbre con el reciente esfuerzo, parecía alumbrarle la cara.
Contestó entre dientes:
—Ahí le contaré eso más tarde...
Y yo, atravesando el hondo y sombrío estero cubierto de espeso bosque que aun nos separaba de Los Montes, pensaba en que tales desperfectos debían haber sido causados por una riña precedida de una colosal borrachera, como acostumbraba mi acompañante.
El potrero a que entrábamos formaba extraño contraste con los que acabábamos de atravesar. La espesura era allí inculta, selvática, virgen; las pataguas, los arrayanes, el maqui, el canelo y el litre crecían silvestres, libres y opulentos en las hondonadas pantanosas; las tórtolas y las torcazas, que aun no emigraban a la montaña, volaban lentamente, descuidadas, de árbol en árbol, sobre nuestras cabezas; de cuando en cuando oíase a la distancia el golpe seco y duro de los picos carpinteros, que labraban sus nidos en las altas y secas ramas de los árboles muertos.
Al desembocar en los claros, veíamos uno o varios terneros de la crianza, que pacían tranquilamente las altas yerbas y nos miraban inmóviles, confiados, con sus grandes y negros ojos purísimos. Todo era allí sombra, frialdad, silencio interrumpido por un movimiento leve, por el grito o el arrullo de un ave, el rumor de una rama agitada por un animal, y después era más profunda la tranquilidad misteriosa de esa pequeña selva.
Atravesando por estrechos senderos, baches y ciénagas, inclinándonos sobre nuestras monturas para deslizamos a través de la espesa maraña del bosque, llegamos por fin a las medianías.
Candelilla me mostró, cuidadosamente, los deslindes del vecino y los de mi padre, y llegué con mi ocular inspección al convencimiento de que la medianía en mal estado era la del mañoso don Calixto.
Fatigados de marchar por atajos, pantanos y boscosos vericuetos, llegamos por fin a un pequeño alto donde crecían algunos maitenes jóvenes, cubiertos de espesos quintrales. Alrededor de las rojas flores, color de sangre fresca, de los hermos parásitos, zumbaban bandadas de picaflores que volaban siempre inquietos yendo rápidos de un árbol a otro; lanzando estridentes gritos de alegría, de íntima embriaguez. A los pies de los hermosos árboles silvestres, veíase la tierra suelta pisoteada y revuelta por los animales que venían a revolcarse bajo sus frescas sombras.
El sol muy bajo ya sobre las montañas de la costa, lanzaba sus rayos últimos; el cielo despejado de nubes era de un azul profundo, purísimo; una helada brisa venía del bosque cercano.
Candelilla se acercó a mí; permanecimos silenciosos a la sombra de los árboles. Le dije:
—Cuéntame al fin cómo te pegaron esos balazos.
Su rostro animado, alegre, enigmático, sus ojos ingenuos, casi infantiles se ensombrecieron, parecía haber envejecido de súbito; se sacó el viejísimo sombrero, rascóse fuertemente la cabeza, suspiró, e inclinando el rostro exclamó, como hablándose a sí mismo:
—¡Yo he sido muy padecido, patrón! Si le contara...
Yo escuchaba atento...
Alzó la cabeza, miró vagamente a su alrededor, y continuó:
—Yo nací aquí, en este fundo. De aquí son mis padres; mi familia vivía en esta tierra cuando el dueño era el finado don Antonio Pando.
A la muerte de don Antonio, los hijos y las hijas se empobrecieron, según hablaba la gente, porque había poco trabajo entonces, apenas para poder comer un pan. Yo estaba aquí cuando llegó el patrón de hoy que les compró a todos los Pando... Yo era joven como el patrón, como su padre; era el quesero en este fundo, continuó alzando orgullosamente la voz al recuerdo de aquellos felices tiempos de juventud, de abundancia... Me ocupaban en todo: ¡qué Camilo, aquí, que Camilo acá! ¡con qué gusto trabajaba!
Meditó un instante, y en seguida continuó con una voz misteriosa, con los ojos brillantes, encendidos, tal vez al recuerdo de una felicidad lejana, perdida para siempre.
—Ud. no debe acordarse de todo esto, porque era muy mediano, apenas se levantaba del suelo. Un día llega la señora de Santiago. ¡Qué bulla en la casa con los arreglos, qué trajines! Traía una chiquilla, la Tránsito, muy joven y nada mal parecida. Nos veíamos a cada instante... Pasó el verano; y cuando la señora se volvió para Santiago, aquí me quedé yo con la Tránsito. Me casé con ella, pues, señor. En esto viene la guerra del Perú y principian a enganchar gente en el pueblo. Entonces no entraba nadie a la fuerza. ¡Cómo se llenaba el cuartel! Hacía dos meses no más que me había casado, cuando un sábado que, le confesaré, andaba con mi copa desde temprano, ¿no me da por ir a meterme a la estación? Pues allí había una bolina de gente y músicas, porque pasaba un batallón de los que iban a pelear al norte. Los enganchadores muy amables, y copa y copa con todo el mundo. Sale un futre y se monta a un carro y dice que la patria la tienen traicionada, que la van a cautivar, que todos tenemos que correr a defenderla porque somos sus hijos, que nuestra sangre es poca para darla; y aquí me tiene Ud. perdido y embarcado para la guerra por las palabras de ese futre. Mi mujer, a la que noticiaron de que me iba, alcanzó a llegar cuando el tren ya estaba andando. Y así la vi, señor por la última vez, llorando sin consuelo y levantando los brazos como si quisiera sujetarme! Vino la noche en el camino, ya no había remedio! ¡Qué sacaba con arrepentirme!
Cuando llegué al norte, me destinaron al 2.° de línea, y en él hice la campaña con mi finado comandante Ramírez.
Guardó silencio un instante profundamente absorto en sus recuerdos, y, en seguida continuó con grave acento:
—Y allá fuimos mandados a pelear en esa traición de Tarapacá. Los que sabían, dijeron que después de San Francisco, a los cholos los íbamos a agarrar como gallinas, que iban de derrota. Y vamos marchando, niños, muy contentos por aquellos desiertos que parecían brasas encendidas, brasas, patrón, en la cabeza, en las espaldas y en la boca reseca como una yesca. ¡Hubiera visto, señor, algunos compañeros que quedaban rezagados, buceando el agua en la arena, con las dos manos, como locos!
Cuando tuvimos el enemigo al frente ya no nos quedaba agua en las caramayolas; el sol siempre en la cabeza y la boca amarga como la hiel. Y bala y bala. De repente mandan bajar a una quebrada; ahí está el agua, decían; los compañeros corren sin obedecer orden ninguna y se ponen de boca a beber hasta empiparse, cuando a los dos lados de la barranca aparecen los cholos como moscas, que nos estaban cateando. ¡Hubiera visto patrón! Todos los sedientos quedaron ahí muertos como patos en bandada. Yo con mi teniente Arrieta y un subteniente Valenzuela, logramos guarecernos de las balas que caían como granizo, en una casita de tejas que había arriba. Allí había muchos de los traicionados.
Los cholos los teníamos siempre tan cerca que les veíamos las caras y les escuchábamos las voces. Nos tenían rodeados; las balas atravesaban las murallas de adobe y el que se asomaba a la puerta era hombre muerto. Mi capitán Necochea estaba allí herido de muchos tiros y pedía a gritos agua y que lo mataran, y nosotros sin poder darle nada, saltábamos por encima de él y disparábamos defendiendo la vida a más y mejor. De repente, por una ventana veo, patrón, como en una estampa, que mi estandarte, el estandarte del 2.° se lo está peleando la guardia del regimiento con una niebla de cholos, no a tiros, sino a culatazos, guantadas y tirones, pedacito a pedacito. ¡Qué le diré patrón! Al ver esto sentí yo lo mismo que el día que me enganché allá en el pueblo y habló el futre de la estación; y, casi sin saber cómo, corrí solo hacia mi estandarte como si me hubiese vuelto loco. Iba corriendo con el fusil bien apretado cuando escucho una descarga cerrada y siento aquí, en el pecho como si me hubiesen dado un trancazo tan fuerte que me hizo dar mil vueltas y perder los sentidos. Cuando volví en mí y levanté la cabeza, ya no estaban los que peleaban y del estandarte no había ni señas. Ahí cerca no vi sino un rimero de muertos hechos pedazos y chorreando sangre. Con la descarga me hicieron las dos heridas en la muñeca y en el hombro. ¡Así fué cómo me pegaron estos balazos, patrón!
Después, en la campaña, me vino esa fiebre de tiritones que todavía me da y me mandaron a Chile.
Cuando llegué aquí me encontré solo, sin casa y sin mujer, porque la pobre Tránsito se había muerto de viruela. Y así estoy solo desde hace más de veinte años, sin nadie en este mundo, viviendo aquí y allá. ¡Qué hacerle! Esa habría sido mi suerte!
—Y ¿qué sacaste de la guerra?
—Nada más que este brazo malo y las malditas tercianas que no me dejan, contestó sencillamente.
Durante esta relación, el sol se puso; el crepúsculo manchaba ya de sombras el horizonte; las primeras estrellas principiaban a brotar dulcemente en el cielo. Regresamos en silencio.
Y al llegar a las casas le digo:
Pasáme tu mano.
Me la tiende en silencio y yo estrecho con fuerza, en la obscuridad aquella diestra mutilada de un héroe humilde e ignorado como tantos otros...