De bastante mal humor subí a caballo aquel día para acudir al llamado de mi vecino. Poco me preocupaba la política entonces, y menos me he aficionado a ella después, de modo que no me hacía nada de gracia aquello de ir a servir de secretario ad honorem en la junta electoral de la que mi vecino era digno presidente. Pero mi buena forma de letra y el estar cursando leyes en aquella época, me condenaban a hacerles todo el trabajo burocrático a los buenos caballeros que debían actuar ese día como vocales en la instalación preparatoria de aquella junta electoral extraordinaria.
Taloneando perezosamente mi caballejo, pasé, al tranco, bajo la ancha y ruinosa portada del fundo y salí al camino real.
Eran las nueve de la mañana de un tibio y caluroso día de principios de Abril. El sol, un sol de estío, caldeaba de tal manera el aire y la tierra suelta del hondo camino, que parecía fuera la hora de la siesta. A través de los álamos polvorientos y de los sauces, divisaba los potrerillos del fundo en que me encontraba y los del vecino que a mi frente se extendían. Los viñedos, cargados de racimos, tenían un reflejo metálico bajo los rayos del sol; las chácaras habían sido cosechadas ya, y grandes bandadas de jilgueros se levantaban chillando, a cada instante, de entre los secos despojos de los maizales. A la distancia, divisaba el oro brillante de los rastrojos, destacándose sobre el fondo verde y fresco de las alamedas y de los potreros empastados.
Después de marchar despacio como unas diez cuadras, llegué al lugar donde me esperaba mi vecino y sus señores vocales. Encontrábame en presencia de una casa de campo, que conservaba huellas de cierta elegancia pasada; pero ahora la esbelta reja de madera que rodeaba el jardincillo del frente se caía a trechos, carcomida por la polilla y la humedad; el pasto crecía en los senderos, las malezas cubrían los prados donde antes se cultivaban las flores, y un viejo sauce, que servía como de ramada para atar los caballos, había tendido tan desmesuradamente sus espesas ramas sobre el techo, que éste aparecía hundido a trechos y cubierto de hojas secas.
En el corredor, a través de las enredaderas, vi, paseándose, a mi vecino don Rafael La Puente que, al parecer, me esperaba con impaciencia.
Al divisarme, salió hasta el caminillo de entrada, con su habitual viveza, haciéndome amistosos signos de bienvenida mientras me aproximaba.
Era hombre, don Rafael, como de sus cincuenta años, pero su escasa estatura, su escuálido cuerpo y el cabello y las barbas que aun tenía negras, hacían que pareciese mucho más jóven. Además, su constante alegría, la inquietud nerviosa que siempre parecía dominarle, y el hecho de haberse quedado soltero, le permitían contarse todavía entre los galanes del pueblo.
Hacía tres años que arrendaba el fundo vecino al nuestro y se había dedicado a la agricultura, después de retirarse del ejército con el grado de mayor. Pero, según se decía, su ignorancia en materias de campo era absoluta, uniéndose a esto que más se ocupaba de intrigas políticas lugareñas y de pasar alegremente la vida, que de sus trabajos agrícolas.
Estas eran las causas del abandono en que tenía la hacienda y del desorden que reinaba en el interior de su casa, que se veía siempre llena de alegres compañeros de placer, atraídos por su desprendimiento y juvenil buen humor.
—Aquí lo estamos esperando, señor letrado, para que nos fabrique esas actas; me dijo sonriéndose y estrechándome cordialmente la mano. —Por aquí, adentro, están los compañeros desayunándose para pasar el rato; agregó. Y, con estas palabras, entramos a una vasta sala casi desmantelada y sin alfombra, que, a juzgar por ciertos trozos de molduras que en el techo se veían y por algunos retazos de papel con flores doradas que aun quedaban en las murallas, debió de haber sido el salón de aquella casa en otros tiempos.
En un extremo de esa habitación, alrededor de una mesa de escritorio, divisé a los cuatro señores vocales ocupados, a lo que se veía, en la grata tarea de vaciar un gran jarro de vino, después de haber hecho los honores competentes a un asado, cuyos restos estaban sobre la mesa. Estos caballeros permanecían sentados en perezosas actitudes de aburrimiento, como adormecidos por las frecuentes libaciones y la abundancia proverbial de esos desayunos campesinos. Como de costumbre, Pedrito Sepúlveda, el amigo inseparable y obligado comensal de don Rafael, les servía oficiosamente de Ganimedes y parecía hacer todo el gasto de la conversación. Su rostro anguloso, picado de viruelas, estaba enrojecido por el vino, y en sus pequeños ojos negros, en las profundas arrugas que surcaban su prematura calva, brillaba una expresión taimada y socarrona de contagiosa alegría.
Al verme, se puso de pie, con el vaso en la mano, exclamando:
—¡Por fin! ya apareció el hombre que nos va a sacar de apuros!
Saludé a los demás vocales, probé el vino que se me ofrecía, e inmediatamente me dispuse, en otra pequeña mesa, a ocuparme de mi trabajo, prestando atención a la conversación mientras lo ejecutaba.
Rodaba ésta, lenta y sin interés, sobre el matrimonio, tema traído tal vez al tapete por la obligada asociación de ideas que despertaba la presencia, entre los vocales, de don Ramón Alegría, caballero como de sus sesenta años, viudo dos veces y célebre en el pueblo por sus dificultades domésticas y sus desdichas conyugales, las que parecían no haberlo escarmentado aún, puesto que acababa de casarse nuevamente con una bonita muchacha de dieciséis años.
La rozagante figura de don Ramón irradiaba la salud, la vida y el contento; sus ojos claros y bondadosos se humedecían a cada instante, escuchando las picantes bromas que se le hacían, mientras su rostro colorado, del que parecía iba a brotar la sangre, se congestionaba en un acceso de risa y de tos, como el de un niño a quien se hiciera cosquillas.
—Este es el varón fuerte, el gallo que nos da el ejemplo a nosotros, pobre solteros, le decía Pedrito, palmoteándole cariñosamente el hombro. Y con ésta ya van tres; y de seguro que ya se estará preparando para enterrarla y seguir con la cuarta. ¡Hay que mandarlo a la exposición!
—De envidia hablan, replicaba don Ramón, echando hacia atrás su blanca cabeza y arrellenándose en la silla.
—Y claro que de envidia... ¡ya nos quisiéramos encontrar en su lugar! le contestaba don Rafael.
—Sólo los viciosos y los flojos se quedan solteros; lo que es los hombres de trabajo, se casan, continuaba don Ramón, mirando desdeñosamente al techo.
—Lo que falta ahora es que se nos case don Jacinto, decía Pedrito; con estas palabras aludía a un viejo como de ochenta años, de rostro escuálido, pobremente vestido, cuyo silencio y encogimiento denunciaban a las claras la humildad de su condición.
—Esas cosas sólo las hace don Ramón, que es valiente —contestaba titubeando el interpelado.
Nó; quien debe casarse de entre nosotros, hablando formalmente, es don Modesto, para que nos deje muestras de la madera. Yo, como militar y patriota, lo celebraría.
—Yo me casé, don Rafael, hace ya muchos años, y... ¡con nueve! lo que todavía no ha hecho don Rafael.
Quien así contestaba con una voz grave y gutural, era don Modesto Arredondo. Vestido con una elegante y fina manta de lana de vicuña, que hacía resaltar la excesiva prominencia de su abdomen y la amplitud desmesurada de sus espaldas, don Modesto ofrecía el más puro tipo de nuestros huasos acomodados. Frisaría en sus cincuenta años; pero su barba, que ya blanqueba, sus morenas y colgantes mejillas de tonos violáceos, las numerosas arrugas que cruzaban su estrecha frente y el aspecto de fatiga que se advertía en sus grandes ojos soñolientos, echábanle más edad. Al verlo así, con la cabeza inclinada sobre el pecho, con los ojos medios cerrados, parecía sumergido en un dulce ensueño gastronómico. Contábanse de él, a este respecto, excesos y hazañas dignas de Pantagruel, después de los cuales siempre se quedaba completamente tranquilo. Esta cualidad verdaderamente admirada en nuestros campos, su honradez, su buen juicio y la experiencia que en materias agrícolas tenía, dábanle gran prestigio y autoridad en aquellos contornos.
—Sí, mi señor don Rafael, es la verdad —repetía gravemente don Modesto— estoy casado con ocho! Puede decirse que desde que tengo uso de razón trabajo para mis hermanas solteras; ellas forman la familia que hay que sostener, y por eso no me he casado nunca de veras.
Después de estas palabras, don Modesto dirigió una mirada vaga y triste a través de la ventana, por la que se divisaba el árido y abandonado jardín; en seguida, contempló un instante el destruido techo de la habitación, cuyas desclavadas tablas amenazaban caer sobre las cabezas de los circunstantes, y, por último, alzando su gruesa mano empuñada, exclamó con voz profunda:
—¡Y pensar, señor, que yo he edificado esta casa, donde antes no había sino piedras y espinales!
—Entonces, don Modesto ¿usted también ha trabajado en este fundo? —le preguntó don Rafael.
—Sí, don Rafael —repuso brevemente don Modesto— esto fué mío. Ese jardín lo planté yo... Ahí han jugado mis hermanas cuando eran chicas. Pieza a pieza levanté este edificio... Usted sabe, don Ramón, lo que nos cuesta a los que no somos ricos todo esto: primero hay que reunir los materiales poco a poco, y así lo demás. ¡Cuánto placer no da cuando se ven subir las murallas!... Y después, cuando uno se encuentra adentro... Cuando se estrenó este salón en que estamos, me acuerdo que dimos una fiestecita. Mis hermanas sabían tocar... vinieron casi todos los vecinos... ¡entonces estaba recién pintado, nuevecito... y nos divertimos hasta el amanecer... ¡Con qué placer me fui acostar esa mañana!...
—¿A quiép le compró esta propiedad? —le interrumpió don Rafael.
—No la compré, don Rafael; la recibí como herencia de mi padre; pero entonces no era sino un pedazo de terreno pedregoso, sin agua, sin cierros, sin casas... yo lo hice lo que es ahora... No tenía capitales; pero un día, hace de esto algunos años, me encontré en la feria con Daniel Rubio. Conversando, de repente me dijo: «Don Modesto, usted es hombre trabajador ¿quiere que hagamos un negocio? —¿Cuál? —le pregunté. —Tengo por ahí unos quince mil pesos que no hallo qué hacer con ellos; tómelos usted y váyase a la Argentina a traer vacas; vamos en medias». Pues me fui a la Argentina, mi señor, y compré vaquillas. Cuatro meses anduve durmiendo a puro suelo por la Pampa. Entonces yo era joven y podía hacer esas gracias. Llegué con mi ganado y casi triplicamos el capital. Con esta plata se me ocurrió darle agua al fundo, y después de mucho estudiar me salí con la mía. ¡Qué pastos aquellos! ¡Qué gusto tan grande daba verlo todo verdecito, donde antes llegaban a doler los ojos con la sequedad! Y aquí seguí trabajando firme, porque este asunto del campo, don Rafael, es una rueda que nunca se para...
Al terminar, don Modesto cerró a medias los ojos, mientras sus cejas se contraían levemente.
—¿Y cómo fué a dejar esta propiedad tan bonita? le preguntó don Rafael.
Al oir estas palabras, don Modesto se estremeció violentamente en su asiento y, mirando hacia el suelo, murmuró entre dientes, con voz ahogada:
—¡Ah! don Rafael, no me quisiera acordar mejor de lo que ya no tiene remedio... Guardó silencio un instante, como entorpecido, entregándose a su habitual somnolencia, y, en seguida, agregó, dando un hondo suspiro:
—¡Bien sabe Dios que yo no tuve la culpa de aquella ruina! Como es público lo que pasó entonces, bien se puede contar para que no se piense otra cosa. Sepúlveda ¿Ud. debe de acordarse de Miguel, mi hermano? Fué de su tiempo. Yo hice hombre a ese muchacho; yo lo mandé a Santiago a estudiar. Y habría querido sacar de él un abogado o un médico que hubiese hecho algo por la familia; pero él se empeñó en ser comerciante.
De Santiago volvió con muy buena letra y sabiendo bastante de cuentas. Aquí, en el pueblo, se ocupó luego en «La Bola de Oro», como interesado en el negocio. Al poco tiempo, se me presentó pidiéndome que lo ayudara para poner tienda aparte. Las hermanas se empeñaron; era despierto, muy amable, y todos hablaban muy bien de él. Le di fianza en el Banco para todo lo que quiso. Sus negocios marchaban tan bien, que yo mismo me quedaba espantado. Tenía la tienda más elegante y surtida de todo el pueblo.... todos le compraban.
Después adquirió un sitio y edificó la primera casa de altos que hubo aquí. Trasladó su negocio allá, porque decía que estaba estrecho... Me ofrecía plata... les hacía regalos a mis hermanas.... Todo lo quería comprar. Durante algún tiempo, pasábamos por los más ricos... Pero, señor, todo era mentiras, y más mentiras, y hojarasca, y deudas, y robos...! ¡Esto son los Bancos, esto es el Comercio! De nosotros viven, de nuestra sangre, de nuestro trabajo, de la tierra que nos da el trigo segado con nuestro sudor...! ¡Qué sabía yo, qué sabemos nosotros que todo lo compramos con plata, de estos negocios, de estos enredos y de estas farsas!
Y vino, al fin, lo que tenía que venir... los apuros... los pleitos...; la quiebra, señor!... la vergüenza que nos aplastó a todos!... Él tuvo que mandarse cambiar; por allá está con un empleo.
Yo no lo sentía por mí, sino por mis hermanas...
No quisiera acordarme del día que nos vinieron a embargar... ¡Cuándo tuvimos que irnos! A los pobres viejos, yo trataba de engañarlos; pero ellos, muy bien sabían que ya no volverían más aquí... Después, una murió... Y yo mismo, cuando paso por este camino, vuelvo la cabeza, porque me hace daño mirar estos campos...
Y ahora, continuó con voz enronquecida, ¡vivimos en lo ajeno!... Pero Dios me ha de dar fuerzas para recuperar algún día estas tierras de mi padre... esta casa!
Puso, al terminar, su mano temblorosa en el borde de la mesa, dirigió la mirada obscurecida por toda la habitación y se calló. Mi trabajo había terminado hacía rato; un largo silencio seguía a esta relación, y aprovechándome de él, me despedí rápidamente.
Y mientras me alejaba, me parecía que un soplo fatigoso de angustia y desesperación se escapaba de esa vieja casa arruinada y triste... de los verdes campos lejanos.