Regresaba de cazar una fría tarde de invierno y marchaba al lento paso de mi caballo al lado de la línea férrea, por un camino vecinal bordeado de sauces llorones. A mis espaldas, dejaba las azules montañas de la costa, donde el sol acababa de ocultarse, y a mi frente se extendía el caserío del vecino pueblo de L.; más allá divisaba el panorama de la cordillera de Los Andes, que se destacan cubiertos de sombrías brumas, entre los largos y caprichosos filos de las pardas alamedas de los potreros y los caminos lejanos.
El día anterior había llovido, y todo lo que la vista abarcaba estaba cubierto de grandes charcas que brillaban rojas y sombrías, como transparentes manchas de sangre recién vertida, al reflejar el cielo poblado de espesos arreboles. De cuando en cuando, la rama de un árbol, que rozara al pasar, dejaba caer sobre mí una helada lluvia de pequeñas gotas de agua.
El día había sido bueno y mi morral iba repleto de patos y becasinas; pero me sentía fatigado, pues estaba en pie desde el amanecer, la caminata había sido larga y deseaba con ansias llegar luego a casa. Mi perro corría en libertad cerca de mí, husmeando nerviosamente entre las plantas acuáticas de los fosos que bordeaban la carretera. El verde de los campos se obscurecía poco a poco; plañideros balidos de ovejas, escapándose de algún lugar cercano, el ruido de una locomotora que se alejaba de la estación, el mugido de una vaca llamando a su cría, turbaban sólo la calma del anochecer. De repente, dominando todos estos rumores, resonó pausado y vibrante el son claro y distinto de la campana de la Iglesia del pueblo, que llamaba a la oración; y me imaginaba confusamente que las sombras se espesaban y caían con más rapidez alrededor de mí.
Esa sensación obscura e indefinible de inconsciente melancolía que infunde siempre el crepúsculo, parecía penetrar más hondamente en mi corazón, borrando por un instante todas las alegres impresiones de aquel día de caza. Dejé caer las riendas sobre el cuello de mi caballo y me entregué a vagas meditaciones...
Cuando volví de mi abstracción, todo a mi alrededor parecía haberse obscurecido de súbito: las aguas de los pantanos que atravesaba tenían un reflejo sombrío, casi negro; los tonos de las nubes, de rojos que eran habíanse tornados en cárdenos y violáceos, y grandes manchas obscuras teñían la nieve de las lejanas montañas. Sobre mi cabeza, añosos sauces entrelazaban sus ramas, haciendo más densa la obscuridad; una helada bruma se elevaba lentamente de la tierra, velando a intervalos el paisaje.
Encontrábame ya en los linderos del fundo a donde me dirijía, y a lo lejos divisaba la borrosa silueta del arbolado que circundaba las calas, cuando no lejos de mí oí resonar una voz gruesa, de acento imperioso e irritado que decía:
—Vamos andando luego, y dejarse de lamentaciones. Allá, donde el juez, alegarán todo lo que quieran.
Bajo las desnudas ramas de un gran peral que se erguía al lado de una choza derribada y abandonada, en una especie de plazoleta cubierta de trozos secos, había un individuo a caballo en el que reconocí al administrador del fundo que atravesaba, don Manuel Tapia.
Montaba, como de costumbre, un hermoso caballo de pequeña alzada, de pura raza chilena, y la indecisa luz del crepúsculo me permitía ver su elevada estatura, su flamante indumentaria de huaso, y su rostro anguloso y duro, encuadrado en la larga e hirsuta patilla negra. No lejos de él, había dos bultos sombríos e inmóviles, que tenían a sus pies unos grandes haces de leña cuidadosamente listos.
—Vea, señor, me dijo don Manuel, aquí tiene a los que no me dejaban un palo en la cerca nueva; veinte veces la he hecho recargar de ramas para que no se pasaran los animalesy siempre se la llevaban. Hacía mucho tiempo que andaba siguiéndoles las pisadas a los ladrones, hasta que hoy los he venido a pillar con las manos en la masa.
Mientras don Manuel hablaba así, yo observaba en silencio a los delincuentes.
Eran éstos un anciano y una mujercilla, a quienes conocía desde mi niñez, como inquilinos de aquel fundo.
En medio de la vaga penumbra que nos rodeaba, distinguía sus cabellos blancos, sus cuerpos descarnados, casi desnudos, débiles, temblorosos, cubiertos de andrajos; sus rostros surcados de arrugas, labrados por los años, la miseria y el trabajo. El viejo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, permanecía silencioso y absorto, como extraño a lo que le rodeaba, pareciendo ocuparse únicamente en doblar y retorcer una pequeña ramilla de árbol entre sus manos, entre sus manos callosas; la anciana, con la diestra apoyada en la mejilla, contemplaba fijamente los haces de leña tendidos a sus pies, sumergida en honda y dolorosa meditación. Entre tanto, don Manuel continuaba su filípica y decía con acento burlón y amenazador:
—Y ¿quién hubiera creído que este viejo don Núñez, que ya está para rendir sus cuentas a Dios, había de andar en estas cosas todavía? ¡Pero del cogote lo he de tener en la barra toda la noche para que aprenda a andar robándome la leña!
Al escuchar estas palabras, la anciana salió bruscamente de su abstracción, e irguiendo su encorvado cuerpecillo avanzó rápidamente hacia donde yo me encontraba, temblequeteando, al mismo tiempo que tendía hacia arriba sus largos brazos descarnados y sarmentosos, con violentos y convulsivos ademanes.
Por fin, exclamó con voz ahogada, silbante, en la que había una mezcla de sollozo y de alarido.
—¡Don Manuel, don Manuel, no acrimine más por Dios a ese pobre viejo que no se puede defender! Si hay culpa, yo la tengo... y le explicaré. ¡Pero Ud. tiene el corazón como las piedras; Ud., que también ha sido pobre!
Después volvióse bruscamente hacia mí y continuó.
—Patroncito, Ud., a quien he conocido desde mediano se compadecerá de estos pobres gusanos miserables...
Inclinó su enmarañada cabeza blanca, meditó un instante, y, en seguida, agregó:
—Señor, el año pasado se nos murió el último de los niños, Nicasio, el que salía con Ud. y lo acompañaba a cazar ¿se acuerda? Le dió la picada y no duró tres días. Así fué como nos quedamos solos con Núñez. Esto era a la entrada de este invierno.
Una mañana, me acuerdo como si fuera ahora, Núñez, cuando se iba al trabajo viéndome que lloraba callada, me dijo: «Cruz ¿qué sacas con aflijirte así, a toda hora? Ya los niños se murieron; hay que conformarse con la voluntad de Dios... pero considera que ahí nos queda todavía ese pobre huachito, el hijo de Nicasio». Tenía sólo tres años, señor, y ya nos acompañaba a todas partes como un corderito. Cuando trajinaba por la casa y lo tomaba en brazos y se reía conmigo, me acordaba de mis hijos... Un día, hace de esto pocos meses, mientras el patrón estaba en Santiago, don Manuel, aquí presente, manda llamar a Núñez y le dice:
—«Hombre, tú ya no tienes peones.
—No, pues, señor, desde que se murió Nicasio.
—Pues me buscas otra posesión porque necesito la que tienes.
—Y yo ¿no soy peón entonces? le contestó Núñez. Don Manuel se rió, y le dijo:
—Estás tan viejo que no pagas ni el pan que comes.
Y no hubo remedio, señor, porque nos tuvimos que ir. Piense, caballero, que aquí nos habíamos criado y trabajado, que aquí había vivido siempre nuestra familia como en lo propio... Al llegar a esta parte de su relación la anciana, don Manuel volvióse hacia mí y me dijo en voz baja:
—Lo que dice esta mujer es cierto, señor. Si yó hubiese sido el patrón los habría dejado aquí. Pero los negocios, son los negocios al cabo; y en un fundo bien tenido los que no trabajan están demás —terminó con voz fuerte y decidida.
—Sí, don Manuel, continuó la anciana; por esos negocios que Ud. dice, tuvimos que salir de la hacienda a pedir un pan por los caminos para no morirnos de hambre. Ahora vivimos en un pajar que nos han dado aquí cerca para pasar este invierno. Allí estamos. Yo salgo todos los días por el pueblo a conseguir algo, porque a Núñez, por lo viejo, no lo quieren admitir en ninguna parte. Ayer, Núñez se fue temprano a buscar trabajo; yo salí después, y dejé en la casa al niño, durmiendo. Llegaba a medio día con muchas cosas que me habían dado, cuando veo una humareda muy grande; creo que es incendio y siento un olor como cuando están asando carne. Entro: veo la pieza blanca de humo y una cosa negra en el suelo. Era el niño, señor. Lo tomo en brazos... lo remezco... era todo una llaga viva, vienen los vecinos... le echan agua., pero no vuelve, porque el pobre angelito estaba frío hacía tiempo. Ya en la tarde principiamos a arreglarlo todo para el velorio; me trajeron flores y ramas verdes. Cuando llegó este pobre viejo en la noche y vió las luces encendidas y todo aquel arreglo, la gente y que yo tenía al niño hecho una compasión en los brazos, se quedó parado en el umbral, sin habla... y no se atrevía a entrar. Al fin se sentó junto al fuego, y ahí se quedó toda la noche con la cabeza agachada. Le hablaba; no me respondía. Así está desde ayer. Hoy en la tarde le dije: ahora nos hace falta la leña para hacer la fogata; considera que hoy es el último día que lo vamos a tener en casa, y mañana bien temprano hay que llevarlo allá, abajo... Pareció que me entendía y me siguió para acá, donde nos pusimos a recoger estas ramas secas que estaban botadas por el suelo. Esta es la pura verdad, patroncito.
Calló la anciana, inclinó con fuerza la cabeza sobre el pecho, y me pareció escuchar después un sordo y profundo rumor de sollozos sofocados.
Cuando terminó esta larga relación, que fué pronunciada con voz trémula y entrecortada, y en ese tono elevado que parece un cantar monótono y plañidero, tan común en nuestros campesinos del sur, yo me volví hacia don Manuel que permanecía con la cabeza desdeñosamente echada atrás, y le dije:
—Don Manuel, déjelos irse... ¡Al fin es una insignificancia!
Por toda respuesta, don Manuel se volvió hacia los dos ancianos y les dijo rudamente:
—Eso les pasa por dejar a los chiquillos solos en la casa. ¡No aprenden nunca...! Ahora tomen su leña y váyanse luego.
Ellos, no bien escucharon estas palabras, cuando con una agilidad de la que no se les habría creído capaces, se abalanzaron hacia los haces de leña, se los echaron a la cabeza y mascullando bendiciones y agradecimientos se marcharon rápidamente.
Entre tanto, don Manuel murmuraba entre dientes al ponernos en camino:
—Con este sistema, vamos a tener cerca alguna vez.
Y mientras me alejaba en medio de la calma religiosa de la noche, que caía rápidamente, me parecía que el cielo contemplara amenazador e implacable a la tierra envuelta ya en las sombras, velada por la niebla inmóvil que cubría por completo la muda extensión de los campos. Volví la vista hacia atrás, y allí, en lo alto de la línea férrea, divisé todavía a los dos ancianos que, encorvados, con sus grandes haces de leña a la cabeza, se perdían poco a poco en la bruma, como dos fúnebres siluetas de miseria y sufrimiento, bajo el cielo tempestuoso donde principiaba a brillar el oro de las primeras estrellas.