A una sombra
A ti, sombra severa y venerada, sombra noble, romántica y caballéresca, este libro concebido en los albores de mi lejana adolescencia.
La casa
Es de la vieja casa de campo en que corrieron mis años de adolescencia, de donde me vienen estas impresiones. No sé por qué las evoco; será, tal vez, como un homenaje a ciertas imágenes lejanas.
Aquel enorme techo de tejas, hundido en parte, erizado de malezas; aquellas espaciosas habitaciones casi desmanteladas en las que yo creía advertir a mi regreso en el verano un perfume de humedad tan familiar, tan querido... Y luego, el descubrir tantas cosas inesperadas en los cajones de los armarios antiguos: la querida escopeta de dos cañones desarmada desde mi partida, mi sombrero viejo de anchas alas, una huasca, espuelas. Ahí ¡cuán bien se iba a deslizar el tiempo!
Después, sentado en el corredor en una gran silleta de paja fabricada en el fundo, veía, allá en el fondo del patio, a mi viejo perro de caza, Mario, que venía hacia mí como humillado, estremeciéndose de placer...!
La Maiga
A Rene Brickles
Aquella mañana de invierno me sentía poseído de una incomprensible hipocondría.
Sentado frente al escritorio, trataba de contraer mi atención sobre el cuaderno de cuentas del fundo, que tenía abierto ante mí; pero al mirar por la ventana el día brumoso y obscuro, los húmedos ramajes de los pinos y naranjos del jardín, que se destacaban sobre un cielo de leche, volvía a sumerjirme otra vez en mi triste somnolencia, en mi inmotivado abatimiento.
—Hoy no hago nada, no puedo hacer nada, pensé, levantándome bruscamente de mi asiento y desperezándome.
En ese instante, la puerta del escritorio se abrió, y mi perro de caza, Mario, un gran pointer de pelo café, se lanzó con su acostumbrada violencia sobre mí, haciéndome las más exageradas caricias.
¿Qué haré hoy? pensaba, conteniendo de las orejas y las patas al nervioso animal que me manchaba el traje con su piel mojada por el rocío de la mañana. Por un instante me regocijó la idea de salir a cazar; pero me sentía fatigado para emprender una marcha, y, además, el pasto estaría demasiado húmedo aun.
Entonces me acordé de mi buen amigo, el párroco de la vecina aldea de Y. Iría a hacerle una visita matinal. Veía con la imaginación su redonda, seria y arrebolada cara de fraile gastrónomo; y me alentaba con la idea de desvanecer mi aburrimiento con su alegre charla y su grueso vinillo moscatel, que conservaba todo el áspero sabor del lagar de cuero.
Mandé ensillar mi caballo, y un instante después salía.
El caballo se estremecía de frío y de impaciencia bajo el corredor.
Subí rápidamente, y partí al galope.
Una espesa y fría neblina cubría toda la extensión del horizonte. A ambos lados se extendía la uniforme línea gris de los álamos desnudos de follaje, mojados por la constante llovizna, goteando el agua sobre la tierra negra y fangosa del camino real. De cuando en cuando, un sauce, una gran mata de zarzamora, asomaban sus obscuras siluetas entre la bruma; y más allá, la sucesión de potreros tapizados de trigo naciente, de terrenos recién arados, de cercas de espino, de alamedas y de vegas, teñían la niebla con vagos tonos verdes, sombríos, amarillentos y blanquecinos. Las perdices se llamaban alegremente en los cercados, y algunos zorzales pasaban muy altos, silbando, sobre mi cabeza...
A poco andar, el camino declinaba bruscamente, desembocando en un ancho y fangoso estero cubierto de lamas y batrales; sus aguas tenían un débil reflejo de acero bajo la bruma.
La niebla principiaba a romperse rápidamente, recogiéndose como un inmenso telón de teatro hacia las montañas lejanas. Sobre los surcos obscuros y los pantanos, vagaban todavía algunos tenues vapores; el aire adquiría una intensa claridad bajo las nubes espesas, y un soplo de extraña calma parecía adormecer todo el paisaje.
Después de pasar el estero, en un alto árido y pedregoso, divisé el cementerio del lugar. Por encima de las tapias ruinosas, entre viejos sauces y rosales, asomaban algunos mausoleos: enormes columnas truncadas teñidas de cal, ángeles de yeso, grandes cruces negras con adornos de papel blanco. ¡Pobres muestras de la vanidad lugareña!
En el corredor de la sucia y pobre casita del sepulturero, una mujer, embozada en un pañuelo rojo, soplaba el fuego, mientras sus hijos harapientos con los pies desnudos, jugaban en el camino real.
Al dar vuelta un recodo, me vi detenido de improviso por una pequeña partida de hombres a caballo.
Era un entierro de pobres, en descanso.
Reconocí a algunos inquilinos de las haciendas vecinas.
Permanecían casi todos inmóviles sobre sus flacos caballejos, espoleados y sudorosos.
En sus rostros tostados por el sol, bajo las gorras de algodón azul o los sombreros de anchas alas, vagaba una expresión de tristeza afectada, soñolienta, casi sonriente...
Observé sin dificultad que casi todos esos dolientes ecuestres estaban ebrios; el alcohol bebido durante la noche y la madrugada, mientras se velaba el cadáver, los excitaba tal vez a esa inconsciente melancolía.
Me acerqué a uno de ellos, un viejo de luenga barba gris, un campañista de uno de los fundos colindantes, y le pregunté en voz baja:
—¿A quién llevan?
—Es a la Maiga, señor, la hija de don Manuel, el que vive en las «Tres esquinas»,—me respondió, sacándose lenta y respetuosamente su agujereado sombrero.
Dirigí la mirada a mi alrededor, y entonces vi sobre la tierra negra del camino unas angarillas sobre las que se amontonaba un bulto envuelto en una tela sucia y harapienta. En la parte superior del cuerpo, que tal vez correspondía al seno, había atada una pequeña cruz blanca de madera de álamo; y a poca distancia, los angarilleros sentados en el suelo, con las mangas arremangadas, fumaban tranquilamente sus cigarrillos de hoja.
Contemplaba casi sin atrever a moverme, como entumecido de frío, las angarillas, el bulto negruzco, inmóvil, esos hombres tan pobres...
La Margarita, la Maiga: y una imagen de mujer venía a mi memoria... Yo la había conocido en otro tiempo. Un día nebuloso y frío como éste, en que, acompañado de algunos amigos jóvenes y alegres, iba de caza, me había detenido a beber una copa en la fonda donde vivía aquella muchacha.
Me parecía ver aún su enmarañada cabellera castaña, sus largas trenzas, sus grandes ojos pardos inclinados ante las bruscas galanterías de mis compañeros de caza, mientras ella sostenía respetuosamente el platillo, esperando que bebiésemos, sonriéndose como avergonzada...
Miré una vez más hacia la tierra, y entonces advertí unos pequeños zapatos manchados de barro que sobresalían de la mortaja.
No sé si la calma de ese día de invierno o el silencio de aquel cortejo campesino me inclinaban a la contemplación; el hecho es que permanecí inmóvil sobre mi caballo, observando minuciosamente los detalles de la escena.
En medio del círculo de jinetes, había dos individuos desmontados, con la cabeza descubierta, a poca distancia del cadáver.
El uno era don Manuelito, el propietario de la chingana de las «Tres Esquinas», a quien apodaban el Peuco en los alrededores, a causa de ciertas rapacerías antiguas y modernas. Era un viejecillo flacucho y encorvado, con ese aspecto sucio y miserable que se advierte generalmente en nuestros campesinos ancianos. Vestía una larga manta vieja y deshilachada, unos pantalones de mezcla muy cortos y unas ojotas embarradas. Su rostro escuálido y anguloso, sus ojos pequeños, oblicuos y vivaces; sus cejas que se alzaban a cada instante con un movimiento nervioso y maquinal; su escasa barbilla gris y la contracción de sus delgados labios, le daban una expresión de malicia siniestra. Dirigía rápidas y penetrantes miradas en todas direcciones, como inquiriendo la causa de todo aquello; de cuando en cuando, pasaba lentamente su gruesa mano de trabajador por la cabeza amarrada con un pañuelo de rayas coloradas.
El otro individuo era un muchacho de elevada estatura, esbelto y desgarbado, de rostro muy moreno, y al parecer de unos veintidós a veintitrés años.
Su traje de campesino casi nuevo, la pequeña manta de colores resaltantes, el sombrero de pita, las grandes espuelas enchapadas en plata y un pañuelo de seda azul que llevaba anudado al cuello, formaban vivo contraste con la pobreza de la indumentaria de los otros dolientes. Permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada y los brazos caídos. Sus ojos, enrojecidos y dilatados, fijos con persistente atención en el cadáver que tenía delante, brillaban como ascuas bajo las cejas fruncidas. Su barba, un poco alargada, temblaba convulsivamente.
De pronto, el muchacho alzó bruscamente la cabeza, dirigió la mirada hacia un punto indefinido, lanzando un hondo suspiro, exclamó con voz fuerte:
—¡Ya la Maiga no aposentará más por estas tierras!
Y luego, volviendo lentamente hacia el viejo su rostro contraído que parecía animarse con una sonrisa, agregó con acento de dulce y dolorosa reconvención:
—Don Manuel, don Manuelito, si Ud. me hubiese escuchado cuando le hablé, esto no habría sucedido. Ud. se acordará de cuando fui a su casa y le dije lo que había.
El viejo, al oir estas palabras, volvió violentamente la cabeza a otro lado, y dijo con tono breve y seco:
—Y qué sacas con venir a hablar de eso ahora!
El muchacho insistía dulcemente:
—Pues ahora es cuando hay que hablar, don Manuel, para que se sepan las cosas, ahora que es el último día... Ud. lo sabía muy bien que la Maiga y yo estábamos palabreados.
El viejo movió despreciativamente la cabeza, murmurando entre dientes:
—A buen caballero le iba yo a entregar mi hija.
Y en seguida agregó, irónicamente, en voz alta:
—Ya que estás hablando tanto ¿por qué no cuentas aquí cuánto tiempo estuviste en la cárcel?
Al escuchar esto, el muchacho le dirigió al viejo una mirada torva, cargada de contenido rencor, y le dijo con voz sorda y amenazadora:
—Don Manuel, don Manuel, no me venga a decir esas cosas...
De repente, su vista, turbada por el alcohol y la cólera, me percibió, y entonces, alzando violenta y descompasadamente los brazos, echando atrás la cabeza en ademán de súplica, avanzó hacia donde yo me encontraba, dando traspiés, enredado en las espuelas y gritándome a grandes voces con ese acento agudo y discordante del ebrio excitado por la pasión:
—¡Mi señor, mi caballero, por favor no se vaya; oiga, óigame, porque don Manuel me quiere avergonzar aquí, y yo voy a contarle a Ud. lo que ha hecho él!
Llegó cerca de mí, y apoyando pesadamente uno de sus brazos en el cuello de mi caballo, mientras accionaba con el otro, principió a hablarme con voz monótona y entrecortada:
—Mi caballero, —y ahí están todos para que atestigüen si no es cierto lo que digo— cuandó vivía mi padre, fui un día a ver a don Manuel y le dije: Don Manuel, yo he palabreado a su hija de matrimonio, y vengo a saber si Ud. consiente. Y él me dijo que sí, al principio; pero, después, como le llegaba gente a su casa y la Maiga les cantaba, y como vió que también venían caballeros a gastar por ella, me dijo que nó. Al poco tiempo supe que el negocio iba muy bien, porque los caballeros venían por la Maiga, y andaban detrás de ella con el consentimiento de don Manuel, que le pegaba a su hija porque no era condescendiente. Cuando me contaron que don Manuel la había entregado a un caballero, por plata que recibió, y ya mi padre era muerto, la Maiga se quería venir conmigo, pero yo no quise nunca. Y ella sufría por mí, y me mandaba recados de que fuese a verla. Casi siempre la encontraba por el camino, muy elegante, y se sonreía, y como que quería hablarme; pero yo, que tenía partido el corazón, le picaba las espuelas a mi caballo, porque ella había andado en cosas que no podía aguantar. Después, lo vendí todo y me puse a remoler por culpa de ella, hasta que le di una puñalada a uno, y me metieron a la cárcel; y ahí he estado padeciendo, señor, y todo a causa de este hombre que vendió a su hija y me ha hecho desgraciado!
Y ahora, mi caballero, dígame si no tendré razón para avergonzar a este viejo delante de todo el mundo, ahora que vamos en este entierro a dejar a la Maiga, que se murió de pena porque yo no me acerqué a ella... porque me quería!
Al terminar, dejó caer violentamente la cabeza sobre el cuello de mi caballo, restregó con desesperación la frente contra las crines, y prorrumpió en un largo e inarticulado gemido de borracho...
Lo aparté suavemente y me alejé al galope...
En las montañas
A Nicolás Pena
Me parece verlo todo aun, pero tan confusamente, tan lejano, y sin embargo...
Allí está el pequeño chalet, y, a la entrada, el jardincillo y la senda de arrayanes en flor; al frente, los hornos del establecimiento de fundición, enormes y negros; más allá, los tapiales y los potreros, los verdes potreros de alfalfa junto al río Cachapoal, cuyo sordo ruido me parece escuchar todavía.
Y estoy allá, en la ribera de ese río, entre aquellas grandes piedras violáceas, lamidas por el agua espumosa, tan lisas, tan extrañas... ¡Cómo brillan sobre la arena los guijarros de colores! Los hay rojos como la sangre, blancos como el alabastro y obscuros como el hierro. ¡Cómo caen y desaparecen en la corriente, lanzados por mi mano infantil; con qué ruido metálico chocan contra los grandes peñascos!
Y veo el sauce seco al lado de los corrales; y también estoy yo, allá arriba, encaramado en sus últimas ramas, como un conquistador, rodeado de rapaces harapientos de ambos sexos que, admirados de mi audacia, permanecen desde abajo contemplándome con la boca abierta. Voy a hacer una prueba, una maroma nunca vista... Los niños gritan, agitando atemorizados las manecitas; la rama cruje... mi pie resbala, y caigo, caigo pesadamente sobre la dura tierra. No es nada, me voy a levantar al instante; no es nada, y mis rodillas permanecen como clavadas en el suelo. Los niños corren hacia la casa dando alaridos; una sirviente viene azorada; trato de levantarme, y ruedo de nuevo por el suelo. La sirviente extiende un gran pañuelo verde y negro y me lleva, como en un saco, mientras aprieto los dientes para no gritar y dos gruesas lágrimas resbalan por mis mejillas...
* * *
Me veo en el interior de la casa. Al frente está el ancho parrón
que da sombra a todo el patio. Mi cuerpo se hunde en las hojas secas que
tapizan el suelo al pie de los grandes sauces, que se inclinan sobre el
baño; mi cabeza reposa en las rodillas de Regina.
Regina es morena y pálida. Tiene los ojos verdes y los labios rojos y frescos.
Y Regina y yo estamos rodeados de tencas, de tordos, de zorzales que corren y saltan a nuestro alrededor, o que se acercan abriendo el pico y agitando las alas... Regina hunde la mano en el delantal y les da de comer a los golosos, que se atropellan y nunca se hartan. Y yo siento un placer inefable contemplando el cielo azul que parece hacerme guiños a través de las ramas, y el triste, el querido rostro de Regina, mientras ella me pasa la mano por mis largos cabellos de niño. Me apoyo en su blando regazo, y duermo, duermo...
Despierto y oigo voces. Es Regina que habla con Pancho a través de la tapia que da al campo. Yo quiero y admiro a Pancho, porque es el más valiente y el más joven de los arrieros, porque en invierno desafía la nieve de las altas cordilleras para traer la carga de los metales, coge nidos para regalármelos y también porque ha visto leones y aun se dice que ha cazado uno.
Me parece escuchar: Señorita, le traigo lo que me pidió, los carpinteros.
Regina se pone de pie rápidamente y se dirige a la tapia, por encima de la cual asoma la roja e imberbe cara del muchacho bajo una chupalla rota, amarrada a las orejas como un sombrero de mujer. Ella avanza dando saltitos: es alta, esbelta y viste como una señorita su traje de percal blanco y rosa. Llega a la tapia y Pancho le pasa cuidadosamente el nido. ¡Cómo se admira Regina, cómo brilla su rostro de alegría, contemplando los animalillos! ¡Cómo brillan también más rojas que nunca las mejillas de mi amigo, cuando Regina le dice: —¡Cuántas gracias, don Pancho! Usted es muy bueno... No tengo con qué pagarle; y, por fin, le pasa la mano por encima de la pirca.
Pancho se aleja arreando sus burros. Oigo el ruido de la campanilla de la tropa, mezclado con una canción...
La tarde cae, y Regina acaricia siempre en silencio mis cabellos, mientras por sus ojos obscuros pasa como una sombra de tristeza...
* * *
El invierno ha llegado y la fundición principia. Durante la
noche, alguien entreabre la ventana, y veo, allá, lejos de la casa, una
larga fila de hombres que parecen demonios alumbrados por las llamas.
Charlan, ríen y cantan, mientras van arrojándose de mano en mano los trozos de leña que alimentan el fuego en el interior del horno insaciable. En lo alto del cañón de ladrillo brilla siempre una llamita pálida y siniestra, que se destaca con extraña claridad, como otra luna, sobre el azul sombrío del firmamento. La noche está tranquila, fría y perfumada. ¡Oh! ¡qué hermoso, murmura Regina a mi lado cerrando la ventana, y yo me duermo arrullado por las canciones y las risas de los horneros que velan.
La primera nieve ha principiado a caer silenciosamente: el campo está blanco y sin vida; el río, desbordado, brilla, allá, a la distancia, con reflejos de cobre, y mientras rugen sus aguas embravecidas, silba el viento, y la noche parece envolver en una sombra azul y fúnebre la muda extensión del valle; yo estoy en casa de la lavandera escuchando junto al brasero las historias y los cuentos del anciano capatáz, don Isidro.
Los chicos se estrechan a sus pies, con los rostros enrojecidos por el fuego, ávidos de curiosidad; Regina, a mi lado, sonríe dulcemente a la llama, y Pancho está sentado frente a ella en un piso bajo. La luz da de lleno en sus gruesas facciones de adolescente, en sus negros y brillantes ojos, animados no sé por qué ardiente destello de audacia.
Se habla de leones, y el viejo continúa, después de chupar largamente su cigarro, tendiendo las manos callosas sobre las brasas:
—El hombre hacía mucho tiempo que andaba buscando al león. Por fin, se encontraron. El león tenía hambre y principió a hacerle gracias, y se le tendía como un gato... El hombre, que era valiente, se acercó. No tenía sino un puñal. Después no se supo lo que hubo; pero, eso sí, al día siguiente se encontró al hombre muerto, y no muy lejos al animal con el cuchillo clavado en el corazón.
Calla el narrador, y en el silencio, se oye el agudo silbido del viento y el ruido profundo del río lejano.
Y Pancho dice, entonces, sonriéndose a sí mismo, con voz ronca:
—¡Yo sí que he visto una buena! Don Isidro ¿se acuerda de don Simón, el campañista que se heló hace años?
El viejo hace una señal afirmativa y el muchacho prosigue rápidamente.
Un día que fui a cargar leña, lo encontré por el cerro. El hombre andaba con toda la compañía de aquellos perros que parecían terneros. Los brutos llegaban a bailar de gusto, y me gritó:
—Pancho, ya lo encontré; ahora sí que no se me arranca.
—¿Qué, don Simón? le contesté.
—Pues el que se comió las vacas! (y se reía el hombre).
—¿Y por dónde anda? le volví a decir.
—Por allá, lejos, ¿ves? entre aquellos quillayes grandes, me dijo; seguía riéndose. Cuando de repente ¡ha vuelto la bestia! y entonces, don Isidro, ¡quién lo hubiera creído! vengo a ver que traía el león muerto colgando a las ancas del caballo. Para qué le cuento el gusto, que tuve y la bulla que hubo en la casa cuando llegamos con el regalo.
Al oir esta relación, el viejo sonríe y se soba las manos; los chicos palmotean y se levantan en tropel, acercándose al narrador, y Regina dice en voz baja: Y usted, don Pancho, cuando anda por esas serranías ¿no tiene miedo que el león baje y se lo coma?
—Y ¿para qué estaba éste, entonces? contesta el muchacho, alzándose bruscamente la manta y mostrando la cacha de un puñal que lleva al cinto, mientras fija en Regina su mirada ardiente.
Regina baja los ojos y guarda silencio, clavando en el fuego una mirada vaga y sombría.
Se oye una voz aguda y lejana; Regina se pone de pie precipitadamente, diciendo: Me llaman, adiós, don Pancho; y en seguida, sonriéndose:
—No se arriesgue tanto, pues, por los cerros.
Después se estrechan la mano un instante, como avergonzados. Por fin ella me envuelve en su tibio pañuelo y me alza en brazos, mientras el muchacho, siguiéndola hasta la puerta, murmura con voz apagada. —¡Quién fuera el patroncito!
* * *
Ya ha llegado la primavera y con ella el pago general de la faena
de invierno. Desde por la mañana, veo a mi padre en el escritorio
inclinado sobre unos grandes cuadernos, mientras en el corredor se
estrechan los mineros. ¡Qué divertidos son los trajes! ¡Qué negras las
caras! Y las venas de los brazos robustos parecen cuerdas.
A la entrada de los potreros se ha construido una gran ramada el día anterior; y allá hay grandes toneles de vino y mujeres pintarrajeadas sobre un elevado tabladillo. Ya la fiesta comienza, y desde la casa se oyen las voces agudas de las cantoras, los gritos y los ruidos de las castañuelas.
Yo, que he andado atisbándolo todo cuidadosamente, he visto por una rendija del pajal a Juan, el criado de la casa, conversando con gran interés con el cocinero, y empinándose a cada instante una botella. Estaban muy alegres. La fiesta continúa y hay gran animación en todo lo que me rodea. De cuando en cuando, llega un borracho hasta la verja a pedir dinero con voz insegura; pero se le despide, y el hombre se aleja tambaleándose y murmurando algo entre dientes.
La noche llega; el tumulto y la algazara aumentan cada vez más.
Una gran luz parece envolver como en una aureola a la ramada lejana, una luz que alumbra intensamente la fachada de la casa. Son las fogatas encendidas por los mineros.
Estoy sentado en mi alta silla, junto a la mesa, mirando coser a mi madre; pero mis ojos se cierran.
De repente, se oyen unos gritos, unos gritos que parecen sollozos.
Regina está apoyada en la puerta, y poniéndose la mano en el corazón, como si la respiración le faltase, exclama con voz ahogada:
—Señorita ¡qué desgracia tan grande! En el pago... han herido a Pancho... lo han muerto!... Ya lo traen; aquí lo traen; aquí viene ¡Dios mío!
Y allá, a la puerta del jardín, se ven luces. Todos corren hacia afuera: los sirvientes se agrupan, exclamando:
—Aquí lo traen.
Y las luces avanzan siempre. Yo me deslizo por entre las piernas de todos.
Ya está aquí.
Sobre unas angarillas, traídas por dos mineros, viene un bulto. Con la luz indecisa de dos velas que vacilan con el viento, veo algo que me hace estremecer: es el rostro de Pancho, de mi amigo. Está blanco como un lienzo; los ojos están abiertos y fijos; las cejas se fruncen, y respira a cada instante ruidosamente.
Todos se inclinan hacia él y lo contemplan fijamente, en silencio.
Regina está ahí también, de pie, detrás de todos; pero no se acerca al herido; permanece inmóvil, con la mirada fija con profunda atención en la espalda de los mineros que tiene delante, mientras todo su cuerpo se agita convulsivamente.
Alguien ordena se envíe a buscar al médico, mientras otros proponen se mande buscar a la médica; pero los hombres que traen las angarillas mueven la cabeza, murmurando sordamente algo en voz baja.
Se lo llevan a la casa de la lavandera, se lo llevan, y el corredor queda obscuro y desierto. La casa está trastornada, se dan órdenes en voz alta y se oye ruido de caballos.
Voy a la pieza de mi madre, y la encuentro llorando. Me paseo indeciso por el corredor y, por fin, me dirijo a la cocina.
Y al entrar, con la luz mortecina del fogón veo brillar algo muy blanco, allá, entre las sombras, en un rincón.
Me acerco más.
Es Regina. Está de bruces en el suelo y me parece que murmura algo, golpeando su cabeza contra el pavimento.
Le tomo una mano, diciéndole:
—Regina, Regina ¿qué tienes?
Me rechaza con violencia, exclamando:
—Déjeme llorar ¡por Dios!... déjeme llorar... y continúa cuchicheando, como si contara un secreto a la tierra:
—¡Oh! Dios mío ¡Pancho!
Casa vieja
De bastante mal humor subí a caballo aquel día para acudir al llamado de mi vecino. Poco me preocupaba la política entonces, y menos me he aficionado a ella después, de modo que no me hacía nada de gracia aquello de ir a servir de secretario ad honorem en la junta electoral de la que mi vecino era digno presidente. Pero mi buena forma de letra y el estar cursando leyes en aquella época, me condenaban a hacerles todo el trabajo burocrático a los buenos caballeros que debían actuar ese día como vocales en la instalación preparatoria de aquella junta electoral extraordinaria.
Taloneando perezosamente mi caballejo, pasé, al tranco, bajo la ancha y ruinosa portada del fundo y salí al camino real.
Eran las nueve de la mañana de un tibio y caluroso día de principios de Abril. El sol, un sol de estío, caldeaba de tal manera el aire y la tierra suelta del hondo camino, que parecía fuera la hora de la siesta. A través de los álamos polvorientos y de los sauces, divisaba los potrerillos del fundo en que me encontraba y los del vecino que a mi frente se extendían. Los viñedos, cargados de racimos, tenían un reflejo metálico bajo los rayos del sol; las chácaras habían sido cosechadas ya, y grandes bandadas de jilgueros se levantaban chillando, a cada instante, de entre los secos despojos de los maizales. A la distancia, divisaba el oro brillante de los rastrojos, destacándose sobre el fondo verde y fresco de las alamedas y de los potreros empastados.
Después de marchar despacio como unas diez cuadras, llegué al lugar donde me esperaba mi vecino y sus señores vocales. Encontrábame en presencia de una casa de campo, que conservaba huellas de cierta elegancia pasada; pero ahora la esbelta reja de madera que rodeaba el jardincillo del frente se caía a trechos, carcomida por la polilla y la humedad; el pasto crecía en los senderos, las malezas cubrían los prados donde antes se cultivaban las flores, y un viejo sauce, que servía como de ramada para atar los caballos, había tendido tan desmesuradamente sus espesas ramas sobre el techo, que éste aparecía hundido a trechos y cubierto de hojas secas.
En el corredor, a través de las enredaderas, vi, paseándose, a mi vecino don Rafael La Puente que, al parecer, me esperaba con impaciencia.
Al divisarme, salió hasta el caminillo de entrada, con su habitual viveza, haciéndome amistosos signos de bienvenida mientras me aproximaba.
Era hombre, don Rafael, como de sus cincuenta años, pero su escasa estatura, su escuálido cuerpo y el cabello y las barbas que aun tenía negras, hacían que pareciese mucho más jóven. Además, su constante alegría, la inquietud nerviosa que siempre parecía dominarle, y el hecho de haberse quedado soltero, le permitían contarse todavía entre los galanes del pueblo.
Hacía tres años que arrendaba el fundo vecino al nuestro y se había dedicado a la agricultura, después de retirarse del ejército con el grado de mayor. Pero, según se decía, su ignorancia en materias de campo era absoluta, uniéndose a esto que más se ocupaba de intrigas políticas lugareñas y de pasar alegremente la vida, que de sus trabajos agrícolas.
Estas eran las causas del abandono en que tenía la hacienda y del desorden que reinaba en el interior de su casa, que se veía siempre llena de alegres compañeros de placer, atraídos por su desprendimiento y juvenil buen humor.
—Aquí lo estamos esperando, señor letrado, para que nos fabrique esas actas; me dijo sonriéndose y estrechándome cordialmente la mano. —Por aquí, adentro, están los compañeros desayunándose para pasar el rato; agregó. Y, con estas palabras, entramos a una vasta sala casi desmantelada y sin alfombra, que, a juzgar por ciertos trozos de molduras que en el techo se veían y por algunos retazos de papel con flores doradas que aun quedaban en las murallas, debió de haber sido el salón de aquella casa en otros tiempos.
En un extremo de esa habitación, alrededor de una mesa de escritorio, divisé a los cuatro señores vocales ocupados, a lo que se veía, en la grata tarea de vaciar un gran jarro de vino, después de haber hecho los honores competentes a un asado, cuyos restos estaban sobre la mesa. Estos caballeros permanecían sentados en perezosas actitudes de aburrimiento, como adormecidos por las frecuentes libaciones y la abundancia proverbial de esos desayunos campesinos. Como de costumbre, Pedrito Sepúlveda, el amigo inseparable y obligado comensal de don Rafael, les servía oficiosamente de Ganimedes y parecía hacer todo el gasto de la conversación. Su rostro anguloso, picado de viruelas, estaba enrojecido por el vino, y en sus pequeños ojos negros, en las profundas arrugas que surcaban su prematura calva, brillaba una expresión taimada y socarrona de contagiosa alegría.
Al verme, se puso de pie, con el vaso en la mano, exclamando:
—¡Por fin! ya apareció el hombre que nos va a sacar de apuros!
Saludé a los demás vocales, probé el vino que se me ofrecía, e inmediatamente me dispuse, en otra pequeña mesa, a ocuparme de mi trabajo, prestando atención a la conversación mientras lo ejecutaba.
Rodaba ésta, lenta y sin interés, sobre el matrimonio, tema traído tal vez al tapete por la obligada asociación de ideas que despertaba la presencia, entre los vocales, de don Ramón Alegría, caballero como de sus sesenta años, viudo dos veces y célebre en el pueblo por sus dificultades domésticas y sus desdichas conyugales, las que parecían no haberlo escarmentado aún, puesto que acababa de casarse nuevamente con una bonita muchacha de dieciséis años.
La rozagante figura de don Ramón irradiaba la salud, la vida y el contento; sus ojos claros y bondadosos se humedecían a cada instante, escuchando las picantes bromas que se le hacían, mientras su rostro colorado, del que parecía iba a brotar la sangre, se congestionaba en un acceso de risa y de tos, como el de un niño a quien se hiciera cosquillas.
—Este es el varón fuerte, el gallo que nos da el ejemplo a nosotros, pobre solteros, le decía Pedrito, palmoteándole cariñosamente el hombro. Y con ésta ya van tres; y de seguro que ya se estará preparando para enterrarla y seguir con la cuarta. ¡Hay que mandarlo a la exposición!
—De envidia hablan, replicaba don Ramón, echando hacia atrás su blanca cabeza y arrellenándose en la silla.
—Y claro que de envidia... ¡ya nos quisiéramos encontrar en su lugar! le contestaba don Rafael.
—Sólo los viciosos y los flojos se quedan solteros; lo que es los hombres de trabajo, se casan, continuaba don Ramón, mirando desdeñosamente al techo.
—Lo que falta ahora es que se nos case don Jacinto, decía Pedrito; con estas palabras aludía a un viejo como de ochenta años, de rostro escuálido, pobremente vestido, cuyo silencio y encogimiento denunciaban a las claras la humildad de su condición.
—Esas cosas sólo las hace don Ramón, que es valiente —contestaba titubeando el interpelado.
Nó; quien debe casarse de entre nosotros, hablando formalmente, es don Modesto, para que nos deje muestras de la madera. Yo, como militar y patriota, lo celebraría.
—Yo me casé, don Rafael, hace ya muchos años, y... ¡con nueve! lo que todavía no ha hecho don Rafael.
Quien así contestaba con una voz grave y gutural, era don Modesto Arredondo. Vestido con una elegante y fina manta de lana de vicuña, que hacía resaltar la excesiva prominencia de su abdomen y la amplitud desmesurada de sus espaldas, don Modesto ofrecía el más puro tipo de nuestros huasos acomodados. Frisaría en sus cincuenta años; pero su barba, que ya blanqueba, sus morenas y colgantes mejillas de tonos violáceos, las numerosas arrugas que cruzaban su estrecha frente y el aspecto de fatiga que se advertía en sus grandes ojos soñolientos, echábanle más edad. Al verlo así, con la cabeza inclinada sobre el pecho, con los ojos medios cerrados, parecía sumergido en un dulce ensueño gastronómico. Contábanse de él, a este respecto, excesos y hazañas dignas de Pantagruel, después de los cuales siempre se quedaba completamente tranquilo. Esta cualidad verdaderamente admirada en nuestros campos, su honradez, su buen juicio y la experiencia que en materias agrícolas tenía, dábanle gran prestigio y autoridad en aquellos contornos.
—Sí, mi señor don Rafael, es la verdad —repetía gravemente don Modesto— estoy casado con ocho! Puede decirse que desde que tengo uso de razón trabajo para mis hermanas solteras; ellas forman la familia que hay que sostener, y por eso no me he casado nunca de veras.
Después de estas palabras, don Modesto dirigió una mirada vaga y triste a través de la ventana, por la que se divisaba el árido y abandonado jardín; en seguida, contempló un instante el destruido techo de la habitación, cuyas desclavadas tablas amenazaban caer sobre las cabezas de los circunstantes, y, por último, alzando su gruesa mano empuñada, exclamó con voz profunda:
—¡Y pensar, señor, que yo he edificado esta casa, donde antes no había sino piedras y espinales!
—Entonces, don Modesto ¿usted también ha trabajado en este fundo? —le preguntó don Rafael.
—Sí, don Rafael —repuso brevemente don Modesto— esto fué mío. Ese jardín lo planté yo... Ahí han jugado mis hermanas cuando eran chicas. Pieza a pieza levanté este edificio... Usted sabe, don Ramón, lo que nos cuesta a los que no somos ricos todo esto: primero hay que reunir los materiales poco a poco, y así lo demás. ¡Cuánto placer no da cuando se ven subir las murallas!... Y después, cuando uno se encuentra adentro... Cuando se estrenó este salón en que estamos, me acuerdo que dimos una fiestecita. Mis hermanas sabían tocar... vinieron casi todos los vecinos... ¡entonces estaba recién pintado, nuevecito... y nos divertimos hasta el amanecer... ¡Con qué placer me fui acostar esa mañana!...
—¿A quiép le compró esta propiedad? —le interrumpió don Rafael.
—No la compré, don Rafael; la recibí como herencia de mi padre; pero entonces no era sino un pedazo de terreno pedregoso, sin agua, sin cierros, sin casas... yo lo hice lo que es ahora... No tenía capitales; pero un día, hace de esto algunos años, me encontré en la feria con Daniel Rubio. Conversando, de repente me dijo: «Don Modesto, usted es hombre trabajador ¿quiere que hagamos un negocio? —¿Cuál? —le pregunté. —Tengo por ahí unos quince mil pesos que no hallo qué hacer con ellos; tómelos usted y váyase a la Argentina a traer vacas; vamos en medias». Pues me fui a la Argentina, mi señor, y compré vaquillas. Cuatro meses anduve durmiendo a puro suelo por la Pampa. Entonces yo era joven y podía hacer esas gracias. Llegué con mi ganado y casi triplicamos el capital. Con esta plata se me ocurrió darle agua al fundo, y después de mucho estudiar me salí con la mía. ¡Qué pastos aquellos! ¡Qué gusto tan grande daba verlo todo verdecito, donde antes llegaban a doler los ojos con la sequedad! Y aquí seguí trabajando firme, porque este asunto del campo, don Rafael, es una rueda que nunca se para...
Al terminar, don Modesto cerró a medias los ojos, mientras sus cejas se contraían levemente.
—¿Y cómo fué a dejar esta propiedad tan bonita? le preguntó don Rafael.
Al oir estas palabras, don Modesto se estremeció violentamente en su asiento y, mirando hacia el suelo, murmuró entre dientes, con voz ahogada:
—¡Ah! don Rafael, no me quisiera acordar mejor de lo que ya no tiene remedio... Guardó silencio un instante, como entorpecido, entregándose a su habitual somnolencia, y, en seguida, agregó, dando un hondo suspiro:
—¡Bien sabe Dios que yo no tuve la culpa de aquella ruina! Como es público lo que pasó entonces, bien se puede contar para que no se piense otra cosa. Sepúlveda ¿Ud. debe de acordarse de Miguel, mi hermano? Fué de su tiempo. Yo hice hombre a ese muchacho; yo lo mandé a Santiago a estudiar. Y habría querido sacar de él un abogado o un médico que hubiese hecho algo por la familia; pero él se empeñó en ser comerciante.
De Santiago volvió con muy buena letra y sabiendo bastante de cuentas. Aquí, en el pueblo, se ocupó luego en «La Bola de Oro», como interesado en el negocio. Al poco tiempo, se me presentó pidiéndome que lo ayudara para poner tienda aparte. Las hermanas se empeñaron; era despierto, muy amable, y todos hablaban muy bien de él. Le di fianza en el Banco para todo lo que quiso. Sus negocios marchaban tan bien, que yo mismo me quedaba espantado. Tenía la tienda más elegante y surtida de todo el pueblo.... todos le compraban.
Después adquirió un sitio y edificó la primera casa de altos que hubo aquí. Trasladó su negocio allá, porque decía que estaba estrecho... Me ofrecía plata... les hacía regalos a mis hermanas.... Todo lo quería comprar. Durante algún tiempo, pasábamos por los más ricos... Pero, señor, todo era mentiras, y más mentiras, y hojarasca, y deudas, y robos...! ¡Esto son los Bancos, esto es el Comercio! De nosotros viven, de nuestra sangre, de nuestro trabajo, de la tierra que nos da el trigo segado con nuestro sudor...! ¡Qué sabía yo, qué sabemos nosotros que todo lo compramos con plata, de estos negocios, de estos enredos y de estas farsas!
Y vino, al fin, lo que tenía que venir... los apuros... los pleitos...; la quiebra, señor!... la vergüenza que nos aplastó a todos!... Él tuvo que mandarse cambiar; por allá está con un empleo.
Yo no lo sentía por mí, sino por mis hermanas...
No quisiera acordarme del día que nos vinieron a embargar... ¡Cuándo tuvimos que irnos! A los pobres viejos, yo trataba de engañarlos; pero ellos, muy bien sabían que ya no volverían más aquí... Después, una murió... Y yo mismo, cuando paso por este camino, vuelvo la cabeza, porque me hace daño mirar estos campos...
Y ahora, continuó con voz enronquecida, ¡vivimos en lo ajeno!... Pero Dios me ha de dar fuerzas para recuperar algún día estas tierras de mi padre... esta casa!
Puso, al terminar, su mano temblorosa en el borde de la mesa, dirigió la mirada obscurecida por toda la habitación y se calló. Mi trabajo había terminado hacía rato; un largo silencio seguía a esta relación, y aprovechándome de él, me despedí rápidamente.
Y mientras me alejaba, me parecía que un soplo fatigoso de angustia y desesperación se escapaba de esa vieja casa arruinada y triste... de los verdes campos lejanos.
Paulita
¿Llueve, Paulita? le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueño.
—Lloviendo toda la noche sin descansar, señor, me contesta, al mismo tiempo que deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café. En seguida, cruza los brazos sobre el pecho y se queda inmóvil contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial. Yo, desde mi lecho, diviso confusamente allá, afuera, las siluetas de ios árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que borbotean sin término en las charcas.
—Con este tiempo tan malo, los animales y los pobres son los que padecen; agrega Paulita, contemplando tristemente embebida el paisaje.
Después se vuelve hácia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy impuesta como llavera del fundo que es desde hace largos años.
Es una viejecita de pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana que apenas le cubre la cabeza y el cuello. Sus cabellos grises, ásperos y fuertes, su color obscuro y bilioso, su estrecha frente y los pómulos y las mandíbulas muy pronunciadas, denuncian a las claras su origen araucano. Sólo los ojos son grandes, negros, rasgados e inteligentes.
Por fin le digo.
—Y ha sabido de José?
Al escuchar estas palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz baja, confidencialmente:
—De José, de Josesito, mi hijo! sí, señor, ¿cómo no había de saber? Está muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también que anda muy elegante, que parece todo un caballero. Yo lo decía que Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: «Aquí tiene, madre, para que se compre todas sus faltas». Después, cuando salía a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin vicios... Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano enflaquecida, suspira débilmente, y fijando sus ojos dilatados en el suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
—Y ahora ¡tan lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?...
—¿Y le ha escrito desde que se fué? ¿Le ha mandado algún recuerdo?
Al escuchar estas palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito, cierra a medias los ojos y contesta con voz estrangulada, sonriendo pálidamente.
—Sí... siempre me escribe... desde que se fué, ahí tengo las cartas... se las traeré para que las vea... Es tan atento... También me ha mandado algunos engañitos. Dice que no se viene, porque no quiere llegar pobre aquí. —Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la abierta ventana, y continúa:
—Y pensar que ya va para los tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una, verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos! Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y abatida, y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:
—¡Ah! señor ¡qué crimen mas grande es la pobreza, porque si yo hubiese tenido algo, José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora, termina con voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.
Trata de proseguir, pero la voz se lé ahoga en la garganta; su boca se contrae convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos, y resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con acento entrecortado por los sollozos:
Y él... allá... al fin del mundo... y yo tendré que morirme aquí como un perro; porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho las manos, como tratando de desembarazarse de algo que la ahogara, se da vuelta, y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro contraído inclinado hacia tierra y la trémula cabeza hundida en los hombros.
* * *
Pocos días después de esta escena, estoy sentado frente a mi
escritorio leyendo tranquilamente los diarios, que acaba de traer el
correo de la mañana. Por la abierta ventana penetran los tibios rayos
del sol de invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento
gotear de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito
estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros
saludando alegremente al buen tiempo. Grandes, espesas nubes blancas se
divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose inmóviles
sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso, embriagante de
vida, cargado con el acre perfume de las yerbas silvestres y de la
tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi pecho. Todo lo que me
rodea, parece nuevo, brillante, claro: los campos, las casas, los montes
distantes, hasta la blanca torrecilla del Cementerio lugareño que
contemplo, en lontananza, a través de los álamos negruzcos. Yo me siento
también ágil, ligero y alegre, con el corazón henchido de no sé qué
vaga, indefinible esperanza.
De repente, siento que la puerta de la habitación se abre suavemente; rápidas pisadas que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra. Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un pequeño envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego algo importante. Con la luz fuerte y clara que penetra por la ventana, su rostro aparece demacrado, pálido y enfermizo; sus grandes ojos negros, circundados de profundas ojeras violáceas, brillan intensamente con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe enigmática, maliciosa... Se inclina a mi oído y me dice misteriosamente:
—Hoy me ha llegado carta de él, sabe? Aquí la traigo para que la vea.
—¡Ah! José le ha escrito —le digo.
Me hace un repetido signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que se busca nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
—Léamela, señor, para ver qué es lo que ha puesto ahí.
Es una breve carta que principia con el consabido: «Espero que al recibo de ésta se encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí bueno, a sus órdenes. Esta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar. Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el mar.
«También le diré que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me acuerde de usted y de todos. También quería decirle que el negocio mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este invierno y se acuerde de su pobre hijo. —José Morales.»
Mientras deletreo pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios, parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.
De cuando en cuando, durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.
Al terminar, le devuelvo su tesoro, diciéndole:
—José es un buen muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.
—Ingrato él —me contesta con una expresión de extravío en la mirada— ¡cuándo es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda; y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí„ sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con aire inquieto, sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!
—Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.
—Si ya va a llegar muy pronto, me Contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.
Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.
* * *
Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.
Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:
—Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?
—Lo único que hay de nuevo, señor —me contestó— es que doña Paulita está en las últimas.
—¡Cómo! —le dije sorprendido— ¿y qué tiene?
—Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era; pues se lo pasaba los días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaqueciendo de día en día que era una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar... Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera, y entonces sí que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama... Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaunción y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
—Vamos a verla —le digo, hondamente conmovido con la noticia.
Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individúo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.
En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aun, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientes de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.
Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se operaba por instantes en su sér; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre...
—Paulita —le digo en voz baja —¿me conoce?
Al escuchar estas palabras, su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas, y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto. De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil; destellos fujitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las obscuras pupilas, cuál los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse; su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño.
—José... Josesito... ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo?... Acércate... pero... ¡tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te pierdes ahora?... ¡Abrázame... así... Y tan elegante!... ¡Dios te bendiga!... Pero ya te vas... ¡No vuelves mas!
Después lanza un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el mas allá tenebroso...
Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
—Pobre José ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!
El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:
—José, buen hijo, señor! cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre...
—¿Cómo? le digo, mirándolo sorprendido...
—Sí, señor —agrega— porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más de que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero...
—¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?
—Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
—¿Y los regalos?
—Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir...
¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer! y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá, en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando, al parecer, con la barba apoyada entre las manos.
El forastero
Un día que conversaba tranquilamente con el viejo mayodormo Simón, de diferentes tópicos, este me dijo de repente:
—Sabe, señor, que nos ha llegado un peón nuevo.
Esta era, a la verdad, una buena noticia, porque los trabajadores andaban escasos y las labores de la estación eran múltiples y variadas.
—Y ¿cómo se llama ese peón? le pregunté.
—Se llama don Floro Retamal, murmuró con cierto airecillo socarrón que no me pasó inadvertido.
—Y ¿de dónde viene?
—De lejos, de las montañas de Longaví. Pero el hombrecito es viejo... continuó recalcando estas últimas palabras.
—Y ¿qué importa, si sabe trabajar?
—Es que apenas puede ya con sus huesos.
—Ocúpalo entonces en arar la viña.
—Tal vez no alcance a cargar con el arado.
—Ponlo a abrir desagües...
—Menos se podrá barajar con la pala; a la media hora estará cansado.
—Díle que arranque zarzamora o desgrane ese maíz que hay en la bodega...
—Quería decirle también que yo lo tengo alojado allá, en mi casa... Ahí está desde que llegó...
—¿Entonces es solo?
—Solo, señor, sin nadie en este mundo.
Comprendí sin esfuerzo, al llegar a esta parte de nuestra conversación, que Simón la había promovido con el único objeto de darme a conocer que él era también hombre caritativo, rumboso, persona, en fin, que se gastaba el lujo de tener alojados en su casa.
Un día que fui a dar una vuelta por las viñas, conocí al nuevo peón forastero. Era, en efecto un anciano como de sus ochenta años, de elevada estatura, algo encorvado por la edad y vestía con cierta decencia. Un viejo sombrero de pita cubríale la cabeza, gastaba manta de lana de guanaco y botas de alto tacón. Su rostro enflaquecido, pálido y estenuado, poblado de una larga barba blanca que le llegaba al pecho, era del más puro tipo peninsular, y me hacía pensar involuntariamente en si ese pobre peón anciano e inútil no sería tal vez algún descendiente directo de aquellos primeros soldados españoles, que llegaron a nuestra tierra en los remotos tiempos de la Conquista.
Como decía don Simón, el buen hombre tenía las fuerzas agotadas por los años. Cogía con sus largos brazos descarnados el grande arado americano, y a mí me parecía escuchar el crujido de sus viejas articulaciones, cuando, con angustioso esfuerzo, lo levantaba para hundirlo en la tierra reseca y dura. El flaco caballejo que guiaba con unas riendas de cordeles, se le extraviaba a cada instante entre las parras, enredándose aquí y allá, quebrando los sarmientos de la viña recién podada. Los demás trabajadores que componían la faena, en su mayoría jóvenes y vigorosos, labraban diez surcos, mientras el anciano, a duras penas, conseguía abrir uno, en medio de bromas y dicharachos:
—Este don Floro va a salir acabando con la viña...
—Deje tranquilo, abuelo, a ese pobre bruto; no ve que le está diciendo clarito: mejor estaría comiendo pasto, que no andar a encontrones con las parras...
—Ya se le arrancó otra vez...
Y el viejo, sudoroso, enrojecido, acezando, sin alientos, corría desalado, con los brazos tendidos, tras el caballo fugitivo. Después reanudaba silenciosamente la abrumadora y estéril tarea, indiferente, al parecer, a las risas y al barullo de toda aquella gente moza, robusta y alborozada.
Pasan días, llega el sábado, y con él el pago general de la peonada de la semana. Es ya la tarde. El mayordomo trae, como de costumbre, en su grasienta libreta, cuajada de números y jeroglíficos imposibles, las planillas de los peones que se agrupan en el corredor; y los va llamando uno por uno, al mismo tiempo que descifra trabajosamente los nombres y los días de jornal, y yo voy haciendo los pagos, apuntándolos en los libros. Simón, con aire grave, hace recomendaciones, da paternales consejos de moralidad práctica al entregar el dinero:
—Sordo, ándate de aquí derechito donde tu mujer, y llévale esa plata; no te vayas a emborrachar.
—Candelilla, estás muy alcanzado con la hacienda: debes diez pesos; toma dos y no me digas nada, porque entonces no te doy ni un centavo. No me dejes de salir el lunes para que te descargues.
Se siguen protestas, risas, murmullos, súplicas de los deudores:
—No tendremos ni para el pan de los chiquillos... exclaman algunos; pero Simón, que bien los conoce, guiña los ojos y permanece inflexible. Al fin, todos se retiran tranquilamente y, al parecer, resignados.
—¿Y usted, don Floro, cuántos días nos ha trabajado? dice el mayordomo, con cierto tonillo despreciativo, dirigiendo una mirada al anciano forastero que, de pie, apoyado en un pilar, permanece silencioso, dándole vueltas lentamente a su sombrero de pita.
—Ud. lo ha de saber mejor que yo, don Simón; para eso está aquí, contesta secamente el interpelado.
—Seis días, a un peso...
Le entrego a don Simón el dinero y éste se lo pasa al peón. El pago ha terminado y el mayordomo se retira.
La noche ha caído ya por completo y yo permanezco sentado todavía en el corredor, contemplando la nevada cordillera que tengo al frente, que parece muy cercana a través de los gruesos troncos de los álamos del camino y la calma profunda de los potreros silenciosos, llenos de sombra...
De pronto, de uno de los pilares, se desprende un bulto y se dirige hacia mí. Es el anciano peón en cuya presencia no he reparado; veo en la obscuridad brillar su larga barba blanca; avanza encorvado, respetuosamente, y dice con voz insegura:
—Señor, antes de retirarme, porque me voy a ir de aquí; quisiera decirle algo a su mercé...
—¿Por qué te vas? le pregunto.
—Porque... Luego lo sabrá... y, además... bien veo que ya no estoy para trabajar. Pero es de otra cosa de lo que quería hablarle...
Guarda silencio un instante, y en seguida continúa, elevando ligeramente el tono de su voz gastada, de anciano.
—Simón le habrá dicho que estoy alojado en su casa...
—Lo sabía, le contesto.
—Pues bien, quería decir a Ud. antes de irme, que yo tengo mis derechos para estar allá. Yo no soy un limosnero en esa casa.
Y en estas palabras vibra un indefinible, un profundo acento de orgullo contenido. Guarda silencio un instante, como para reunir sus ideas y continúa:
—Señor, aquí donde Ud. me ve y aunque parezca fantasía, yo también he sido lo que se llama un rico... He vivido en lo propio, y con casas y animales y sirvientes a quienes mandar. Esto hace años, señor, muchos años; éramos jóvenes entonces... Pasábamos buena vida trabajando y gozando en el trabajo... ¿Conoció Ud. al finado don Pancho Zurita? (Me habla de un rico propietario fallecido treinta años ha); yo le serví... Era un buen caballero... Todo lo que había al sur del pueblo era de él; y los potreros los tenía llenos de vacunos; no se mataban otros animales en la ciudad que los de él; allá, a su casa, iba todo el pobrerío a comprar la carne... Yo, señor, cuidaba del ganado, y nunca, puedo decirlo, le faltó una cabeza... Era un buen patrón; siempre alegre. ¿En qué fiestas faltaba? Si había carreras, ahí estaban sus caballos; si topeaduras, nadie le pasaba sus animales; y bueno para la diversión hasta con los hombres pobres... Muchos años le serví. Un día me dijo: «Floro, ¿quieres trabajar en lo propio»? Yo me quedé callado, mirándole. Después me dijo: «Tú eres un muchacho honrado y quiero que hagas plata. Andate de aquí a la Dehesa; elige a tu gusto 150 vaquillas y llévatelas por diez años para la cordillera... En medias». Entonces eran los tiempos en que las vacas valían catorce pesos... Me fui, pues, mi señor, a la montaña y allí me estuve diez años invernando en las casas de piedra, que es como decir bajo los peñascos y entre la nieve... Era buena vida aquella, señor, porque uno no tenía tiempo de pensar en el frió, ni en los hombres, al ver cómo iba cundiendo la crianza...
Al fin de aquellos diez años nos partimos con don Pancho, y le dije: Yo, señor, estoy hecho por allá; voy a ver modo de quedarme y comprar un pedazo de tierra; y así lo hice. Me compré un suelo que era para todo: para vacunos, para ovejas y para siembras. Edifiqué con mis manos una buena casa con su huerto y sus corrales, le planté un parrón para tener licor en los inviernos, y ahí estuve viviendo un tiempo largo...
Una vez, hace de esto muchos años, llegaron por allá unos jóvenes Norambuena, a quienes conocía. Eran carreteros y me pidieron alojamiento y talaje para sus bueyes; venían en lo propio; llevaban vino que vendían muy bien y buscaban corderos y cabros para llevarlos de retorno. Iban con las mujeres, los chiquillos y hasta con los perros. Yo los alojé y me estuve divirtiendo con ellos, porque casi siempre lo pasaba solo. Ellos eran mozos entonces, mucho más que yo, y amigos de la diversión. Una noche llegaron unos de la otra banda; ahí se hicieron amigos; se pusieron a tomar vino, a cantar y a bailar que era un contento. Después los argentinos sacan naipes y les ponen monte; y se cerraron a jugar que daba lástima, y como los carreteros no tenían la cabeza muy buena, aquí tiene, su mercé, que pierden hasta los bueyes de las carretas. Los argentinos les habían ganado todo. Y ahí se quedaban sin tener cómo volverse. Yo, que vi esto al día siguiente, les ofrecí prestarles bueyes para que se fueran a sus casas donde decían y pintaban que tenían de cuanto hay. Y así se fueron, señor... Pasó el tiempo y no me devolvieron los bueyes, y yo no ponía mucha atención en esto, esperando de día en día que llegaran; pero no llegaron nunca...
Después a mí me vinieron los tiempos malos y, y principié a empobrecer. Un caballero de Santiago compró un fundo grande, inmediato al mío; y como vió aquella tierra tan bien trabajada, se le abrió el apetito. Se fué al pueblo, vió abogado; el abogado le encontró no sé qué a la compra que yo había hecho, y, entonces, me metieron pleito. Y aquí tengo que venirme a la ciudad y principiar a padecer; todo era tragines y gastos en pago por los papeles y a los tinterillos, y así fué como fui vendiendo todas mis cosas. El abogado que yo tenía me lo compró el rico; el pleito lo salí perdiendo al fin, las costas me llevaron los animales que me quedaban, y, no mucho tiempo después, vinieron a quitarme aquellas tierras y me dejaron tan pobre como era antes, y sin amparo de nadie, porque don Pancho Zurita era muerto hacía años. Ya nada tenía que hacer en la cordillera, y entonces, resolví a venirme por acá y principié a noticiarme de los que me habían traído los bueyes para ver si se acordaban. Un día me dijeron que estaban en este fundo, en la casa de don Simón, que es su hermano.
Llego y nadie me conoce; pregunto por aquellos jóvenes y me anuncian que son muertos hace años; sale una mujer: era la viuda de uno de los finados; estaba vieja, enferma, llena de familia y trabajando al día para mantenerlos.
Al fin se acordó; nada tenía con qué favorecerme, porque ella estaba también de allegada en casa de don Simón. Al fin me ofreció alojamiento, y ahí me lo he pasado, todos estos días ayudándole en lo que podía, calentándome al fuego y mirando las cenizas... ¡Qué le había de decir si la veía tan pobre como yo!...
—Y ¿adonde te vas ahora? —le digo.
—A recoger algunas cosas que me quedan por ahí...
Guarda silencio nuevamente y luego agrega con humilde gravedad:
—Esto era todo lo que tenía que decirle, señor, porque yo no quería que usted se quedara creyendo que yo había estado de allegado por acá...
Se calla nuevamente y en seguida agrega en voz alta como hablándose a sí mismo, al ponerse en marcha:
—Ha estado de Dios que yo había de nacer y morir pobre...
Y con estas palabras se aleja andando a grandes zancadas que hacen temblar su largo cuerpo enflaquecido como el de una pobre bestia fatigada y enferma, y lo veo perderse así en la sombra vaga y borrosa del camino real...
El clavel rojo
A Francisco Contreras
Si, me dijo, continuando mi amigo, donde Ud. me ve yo también me
he ocupado de letras, hace ya muchos años escribí versos, prosa y hasta
afronté la publicación, pero como todo pasara inadvertido y no diera ni
honra, ni dinero, aquí me tiene Ud. sembrando papas y tratando de hacer
plata, para vivir tranquilamente lo mejor que se pueda. Por ahí, en mis
cajones, conservo aún algo inédito, revuelto entre papeles; y ya que Ud.
me dice que piensa publicar un libro de novelas cortas, le traeré uno
de estos días algunos de esos ensayos, para que vea modo de aprovecharlo
dándole la forma que quiera.
Quien así me hablaba en una hermosa mañana de primavera, allá en el fundo, era uno de tantos ensayistas como se encuentran en nuestra tierra, de esos que después de soñar mucho y tentarlo todo sin éxito alguno, terminan por marcharse al campo a olvidar en él muchas heridas ocultas, muchas ilusiones fracasadas.
Le acepté el ofrecimiento; y hé ahí esas breves e ingenuas impresiones, casi iguales a las que me obsequiara mi büen amigo.
* * *
Ya he cumplido catorce años y la vieja casa de campo está como encantada para mí en estas vacaciones.
A mi desatinada turbulencia de otro tiempo, ha sucedido una gravedad extrema. Mi vida ahora obedece como a la ley de un ritmo; estoy tranquilo, acaso triste, pero mi tristeza a nadie hace mal, y yo me siento tan hondamente enorgullecido.
Me paso las horas perdidas sumergido en pensamientos vagos y profundos, pero tan armoniosos. El vuelo de un insecto que atraviesa el espacio, el perfume de una hoja de madreselvas, me sumergen en éxtasis sin fin.
Siento que mi alma comprende, por fin, su objeto, y me digo: ya está hecho todo, nada tengo que esperar. La vida se pasará así...
Comprendo que soy superior a todos; hablo como soñando, desdeñosamente. Ellos no saben mi secreto, pienso; y callo y me sonrío con ternura.
No me muevo de la casa en todo el día; me paseo largo rato, tranquilamente, por mi piececilla de estudiante, sin hacer nada, deteniéndome a veces delante del espejo; y, por fin, siento el deseo de ir una vez más a la pieza de mi madre.
Allí están ella y mi prima Natalia, ocupadas en costuras y en tejidos. Natalia tiene quince años y ha venido a pasar las vacaciones con nosotros. Mi madre dice sonriéndose, al verme entrar:
—Natalia, ocupa a este flojo en desenredar tu madeja.
Yo me acerco, me siento junto a mi prima en una silleta baja y tiendo los brazos, mientras ella me rodea cuidadosamente las muñecas con la madeja y principia a formar la pelota de lana.
Y yo al mirarla, comprendo vagamente mi secreto; mi corazón palpita y se abre contemplando las pesadas madejas de sus cabellos negros peinados a la colegiala, su tersa frente, sus grandes ojos claros, que fija de tiempo en tiempo en mí detenidamente y en cuyo fondo, límpido y sereno, donde brillan rayos de ternura, me parece que se refleja todo mi sér.
De repente mi brazo tiembla; la madeja se enreda, me esfuerzo en desenredarla, mientras mi prima me dirije una mirada baja, con la que parece darme las gracias por lo que he hecho. Me inclino aturdidamente a recoger la madeja, mis cabellos rozan el percal del vestido de Natalia y me alzo estremecido con las mejillas encendidas de felicidad.
Y después, paseándome por el comedor, pienso
—¡Ah! vivir así... contemplar sus ojos... ¡No te pido más, Dios mío!
Pero un día viene un médico del pueblo vecino a visitar a uno de mis hermanos.
Después del examen del enfermo, el doctor hace sus últimas recomendaciones en el viejo salón de la casa. Es un joven elegantemente vestido, de pequeña estatura, ojos vivos y risa simpática. Habla con aire de afectada desenvoltura y gestos fatigados, pronunciando a medias las palabras técnicas, y contempla sonriente a mi prima, que da vueltas lentamente a su alrededor, con una espresión atenta, como si ella sola pudiese comprender lo que él dice. Ella también, de pie, parece abandonarse muellemente a la admiración que produce, y dirige al médico una mirada clara y luminosa, cargada de confianza y de interés. Yo estoy sentado junto al piano y comparo, con humillación, mis gruesos pantalones de invierno, mi manchada chaqueta de brin y mis grandes y rojas manos de muchacho, con el elegante y tranquilo aspecto del doctor; un tumulto de punzantes inquietudes se alza con violencia en el fondo de mi corazón; y levantándome bruscamente de mi asiento me dirijo a mi habitación y me encierro con llave.
Me paseo agitado por la pieza, pronunciando en voz alta frases entrecortadas:
—Todo acabó... no la miraré más. Todo ha acabado, me repito.
Siento que es menester hacer algo, algo muy grande... Ella verá...! Pero no la miraré... Es menester ahora pensar seriamente... Obrar sin demora. Estudiaré... me digo.
Y dirigiéndome gravemente a mi mesa de estudio, sobre la que está mi pequeña biblioteca, escojo entre mis librejos una vieja gramática francesa. (He fracasado en el examen ese año). Es menester recuperar el tiempo perdido, pienso, tendiéndome sobre el sofá y abriendo sosegadamente la gramática.
Y leo, leo largo tiempo sin entender; las letras danzan confusamente ante mi vista; y pienso en que ya todo está perdido para mí y en que soy horriblemente desgraciado; me esfuerzo en exagerar mi desgracia: una compasión infinita por mi inmensa desventura se apodera de mí; un nudo amargo parece subirme a la garganta; mis ojos se nublan, mientras las lágrimas inundan sin cesar mis mejillas; y, por fin, abrumado de dolor y exhausto de lágrimas, me quedo dormido con la gramática sobre las narices. Despierto sobresaltado. Alguien empuja la puerta y tamborilea impaciente en los vidrios.
A través de los cristales, donde se reflejan los últimos rayos del sol poniente, diviso confusamente, con alegría mezclada de amargura, el rostro de mi prima bajo una gran chupalla de paja. Viene, como de costumbre, a invitarme a salir a pasear por la viña cercana. Siento que después de lo ocurrido ese día, es menester mostrarme con ella frío y desdeñoso. Abro la puerta.
—Apúrate, vamos luego, que se hace tarde, me dice, golpeando el suelo con el pie; y salimos.
La tarde está tibia y serena. El viento se duerme poco a poco en las copas de los álamos; pequeñas nubes inmóviles bordean el horizonte; el sol se pone sin rayos, y sobre la cordillera, que parece fundirse en el azul, la luna llena, como un gran escudo de plata sube lentamente en una atmósfera pesada de vapores.
Frente a nosotros la viña se extiende envuelta en una ligera bruma.
Mi prima marcha lentamente delante de mí, hollando con cuidado la yerba, irguiendo la cabeza como para respirar mejor. En su mano lleva un gran clavel rojo, con el que juega distraída; de cuando en cuando clava en mí una larga y cándida mirada.
Yo la sigo en silencio con la cabeza baja, haciendo saltar las piedrecillas con los pies. Mientras ella va y viene entre las parras, yo me he sentado en un reguero y contemplo el sol poniente. Y oigo que ella exclama:
—Mira, aquí hay uvas maduras ya. Aquí tengo un racimo casi negro.
El sol se ha puesto; y una gran mancha de oro empañado queda sobre la cordillera de la costa; los árboles, los potreros lejanos y la viña se empequeñecen poco a poco. Mi prima, cansada de correr, está a mi lado silenciosa, Yo contemplo a hurtadillas su perfil inmóvil, sus grandes ojos dilatados fijos en el espacio, sus largos cabellos sueltos bajo la chupalla de paja, la pequeña mano que sostiene la mejilla, fundiéndose todo en la sombra y experimento una angustia vaga e infinita.
De repente ella murmura en voz baja, sin volver la cabeza, como hablándose a sí misma:
—¿Por qué estás triste hoy? ¿No me has dicho que yo era tu mejor amiga...?
Entonces me inclino hacia ella y le digo:
—Oye; confiésame esto: ¿Te casarías con ese doctor? Y ella me contesta sin mirarme:
—¡Qué ideas tienes! ¿No viste, entonces, que era viejo?
En seguida busca en sus cabellos el clavel que traía de la casa, me lo tiende en silencio y continúa contemplando el horizonte envuelto ya en las sombras de la noche.
Candelilla
Un mediodía de primavera, mi padre que se paseaba, como era su costumbre, por el corredor interior de las casas del fundo, me dijo:
—Tienes que ir luego a los potreros de abajo, a Los Montes, porque don Calixto me ha mandado decir que mi medianía estaba mala y se le pasaban mis animales. Anda con el Candelilla para que te señale bien.
Llamé en voz alta y tendí mis miradas por el largo corredor, en cuyo extremo se agrupaban los peones que esperaban el pago, y no vi entre ellos, al llamado Candelilla. Allí estaban, afirmados en los pilares o paseándose y mirando cavilosos el suelo, algunos trabajadores que conocía desde la niñez.
El viejo don Bartolo; el hercúleo Juan Sierra; el Chercán, vejete pequeflito apergaminado, vestido de andrajos; el borracho y fiel regador del potrero de Santa Teresa, don Sosa; Núñez, el bodeguero; éstos eran, puede decirse, los criollos, los aborígenes del fundo; pero Candelilla no estaba.
El apodado Candelilla, a causa tal vez de sus ojos claros y rubios cabellos, era una especie de vagabundo, casi siempre invisible para mí, y muy popular en esos contornos. Sabía yo vagamente que era algo así como un ayudante intermitente del cuidador de animales, sin sueldo y con ración, solamente cuando trabajaba; que muchas noches llegaba a la cocina de las casas a comer cualquier cosa de los restos; que en los veranos, cuando llegaba la época de los cortes y cosechas de trigo, emigraba al sur, a Traiguén, la Victoria, la Frontera, en busca de trabajo, llegando, después, en invierno y entradas de primavera, a refugiarse al calor del fogón hospitalario de las cocinas, como tantos otros.
De pronto, del grupo de peones una voz ronca, alegre, burlona, de acento despreciativo, dijo:
—Patrón, allá viene el Candelilla...
Se escuchaban risas contenidas...
Dirigí la vista por todo el amplio patio plantado de enormes eucaliptos y pequeños duraznos florecidos, tapizado de yerba sobre la que corrían y picoteaban las gallinas, encuadrado por diversas construcciones muy bajas. Cocheras, mediaguas para las caballerizas y las carretas, graneros, la gran bodega del fundo con su único portón y allá, al fin del patio, vi a Candelilla que salía de la cocina y avanzaba hacia el corredor con la cabeza descubierta.
Se detuvo frente a mí con un afectado ademán de de respetuosa obediencia. Yo examinaba ahora con interés el aspecto de ese hombre que antes había mirado con indiferencia. Era un individuo de regular estatura y anchas espaldas, delgado, recio. Vestía una ropa a la que el largo uso había dado un color indefinible; sus pies estaban calzados con ojotas. Y a pesar de la tibieza del día, cubríale el torso una gruesa manta de invierno rota y deshilachada.
Se inclinaba humilde ante mí, pero sus redondos ojos verdes, muy claros, fijábalos con risueña expresión interrogativa en mi semblante. Imposible habría sido definir la edad de aquel sujeto, pues los ásperos y lucientes cabellos, el grueso mostacho, las espesas cejas de un rubio claro, denunciaban la juventud, al par que las hondas mejillas fatigadas, sueltas, picadas de viruelas; la estrecha, frente en que las marcadas arrugas parecían cicatrices, hablaban de largos años de trabajos y padecimientos. Y ahora su gruesa boca fruncíase en una sonrisa como la de un niño que acabase de cometer una falta, de la que pidieran perdón.
Le expliqué, rápidamente, lo que teníamos que hacer; y mientras me ponía las espuelas, le pregunté:
—¿Hay mucho barro todavía, allá, abajo?
—Algo queda señor, porque el invierno ha sido malo.
Subimos a caballo; y al montar Candelilla la flojísima yegua, casi inválida, que cabalgaba, del grupo de peones, alguien le dijo con voz fuerte:
—¡No se te vaya a cargar la bestia!
Candelilla sonrió vagamente a la broma, mostrando su gruesa dentadura amarillenta.
Marchábamos lentamente aspirando con delicia el puro aire campesino. Mi vista se extendía por el vasto potrero de las casas donde pacía el terneraje; a lo lejos, al sur, divisaba el caserío del pueblo que se proyectaba amontonándose a los pies de los enormes murallones de cal y ladrillo de la Iglesia inconclusa aun; en el confín de la costa sucedíanse los cercados de perales florecidos de blanco, de sauces cubiertos de hojitas nuevas, los grandes álamos, las tupidas zarzamoras; aquí y allá los pequeños ranchos de paja de los inquilinos, destacaban, con profunda claridad, sus manchas sombrías sobre el cielo pálido y tranquilo. En lo alto una red finísima de nubes cubría el azul, el aire era tibio y suave. Los terneros, separados de sus madres, jugaban no lejos de mí sobre el césped brillante y manchaban el paisaje de colores vivos; bandadas de jilgueros, de diucas, de loicas, de tordos, gozaban de la tibieza de la yerba, de la tierra y de la luz y se alzaban a cada instante ante mis pasos. Por todas partes los grandes charcos de las lluvias del invierno reciente, brillaban días de campo inmóviles como espejos resplandecientes. Y yo sentía que una dulce embriaguez se apoderaba de mí gozando de ese hermoso día; recordaba cosas lejanas de la niñez.
Y seguimos atravesando potreros y potreros, unos destinados a la engorda, cubiertos de espeso trébol y vallica; otros, recién arados que esperaban la próxima siembra de chacras.
Al fin llegamos a nuestro destino, el potrero de Los Montes o La Crianza, como indistintamente se le denominaba. Y vi a Candelilla esforzándose en vano por bajar las gruesas varas de un tranquero; me desmonté de mi caballo y entre los dos corrimos, con dificultad, los pesados largueros.
Le dije sonriendo;
—¡Estás muy falso, hombre!
—Es que este brazo lo tengo malo, me contestó, indicándome, con su izquierda, la mano derecha, en la que observé, inmediatamente, una grande y profunda cicatriz en la muñeca y algunos dedos encogidos y engarrotados.
—Y, ¿de qué te vino eso?
—Fué de un balazo que me pegaron hace años.
Aquí en el hombro tengo otro, continuó, y por eso no tengo fuerzas.
—¿Dónde te pegaron esos balazos?
Su alegre rostro se iluminó con una sonrisa tímida, su gruesa nariz aguileña, más encendida y avinada que de costumbre con el reciente esfuerzo, parecía alumbrarle la cara.
Contestó entre dientes:
—Ahí le contaré eso más tarde...
Y yo, atravesando el hondo y sombrío estero cubierto de espeso bosque que aun nos separaba de Los Montes, pensaba en que tales desperfectos debían haber sido causados por una riña precedida de una colosal borrachera, como acostumbraba mi acompañante.
El potrero a que entrábamos formaba extraño contraste con los que acabábamos de atravesar. La espesura era allí inculta, selvática, virgen; las pataguas, los arrayanes, el maqui, el canelo y el litre crecían silvestres, libres y opulentos en las hondonadas pantanosas; las tórtolas y las torcazas, que aun no emigraban a la montaña, volaban lentamente, descuidadas, de árbol en árbol, sobre nuestras cabezas; de cuando en cuando oíase a la distancia el golpe seco y duro de los picos carpinteros, que labraban sus nidos en las altas y secas ramas de los árboles muertos.
Al desembocar en los claros, veíamos uno o varios terneros de la crianza, que pacían tranquilamente las altas yerbas y nos miraban inmóviles, confiados, con sus grandes y negros ojos purísimos. Todo era allí sombra, frialdad, silencio interrumpido por un movimiento leve, por el grito o el arrullo de un ave, el rumor de una rama agitada por un animal, y después era más profunda la tranquilidad misteriosa de esa pequeña selva.
Atravesando por estrechos senderos, baches y ciénagas, inclinándonos sobre nuestras monturas para deslizamos a través de la espesa maraña del bosque, llegamos por fin a las medianías.
Candelilla me mostró, cuidadosamente, los deslindes del vecino y los de mi padre, y llegué con mi ocular inspección al convencimiento de que la medianía en mal estado era la del mañoso don Calixto.
Fatigados de marchar por atajos, pantanos y boscosos vericuetos, llegamos por fin a un pequeño alto donde crecían algunos maitenes jóvenes, cubiertos de espesos quintrales. Alrededor de las rojas flores, color de sangre fresca, de los hermos parásitos, zumbaban bandadas de picaflores que volaban siempre inquietos yendo rápidos de un árbol a otro; lanzando estridentes gritos de alegría, de íntima embriaguez. A los pies de los hermosos árboles silvestres, veíase la tierra suelta pisoteada y revuelta por los animales que venían a revolcarse bajo sus frescas sombras.
El sol muy bajo ya sobre las montañas de la costa, lanzaba sus rayos últimos; el cielo despejado de nubes era de un azul profundo, purísimo; una helada brisa venía del bosque cercano.
Candelilla se acercó a mí; permanecimos silenciosos a la sombra de los árboles. Le dije:
—Cuéntame al fin cómo te pegaron esos balazos.
Su rostro animado, alegre, enigmático, sus ojos ingenuos, casi infantiles se ensombrecieron, parecía haber envejecido de súbito; se sacó el viejísimo sombrero, rascóse fuertemente la cabeza, suspiró, e inclinando el rostro exclamó, como hablándose a sí mismo:
—¡Yo he sido muy padecido, patrón! Si le contara...
Yo escuchaba atento...
Alzó la cabeza, miró vagamente a su alrededor, y continuó:
—Yo nací aquí, en este fundo. De aquí son mis padres; mi familia vivía en esta tierra cuando el dueño era el finado don Antonio Pando.
A la muerte de don Antonio, los hijos y las hijas se empobrecieron, según hablaba la gente, porque había poco trabajo entonces, apenas para poder comer un pan. Yo estaba aquí cuando llegó el patrón de hoy que les compró a todos los Pando... Yo era joven como el patrón, como su padre; era el quesero en este fundo, continuó alzando orgullosamente la voz al recuerdo de aquellos felices tiempos de juventud, de abundancia... Me ocupaban en todo: ¡qué Camilo, aquí, que Camilo acá! ¡con qué gusto trabajaba!
Meditó un instante, y en seguida continuó con una voz misteriosa, con los ojos brillantes, encendidos, tal vez al recuerdo de una felicidad lejana, perdida para siempre.
—Ud. no debe acordarse de todo esto, porque era muy mediano, apenas se levantaba del suelo. Un día llega la señora de Santiago. ¡Qué bulla en la casa con los arreglos, qué trajines! Traía una chiquilla, la Tránsito, muy joven y nada mal parecida. Nos veíamos a cada instante... Pasó el verano; y cuando la señora se volvió para Santiago, aquí me quedé yo con la Tránsito. Me casé con ella, pues, señor. En esto viene la guerra del Perú y principian a enganchar gente en el pueblo. Entonces no entraba nadie a la fuerza. ¡Cómo se llenaba el cuartel! Hacía dos meses no más que me había casado, cuando un sábado que, le confesaré, andaba con mi copa desde temprano, ¿no me da por ir a meterme a la estación? Pues allí había una bolina de gente y músicas, porque pasaba un batallón de los que iban a pelear al norte. Los enganchadores muy amables, y copa y copa con todo el mundo. Sale un futre y se monta a un carro y dice que la patria la tienen traicionada, que la van a cautivar, que todos tenemos que correr a defenderla porque somos sus hijos, que nuestra sangre es poca para darla; y aquí me tiene Ud. perdido y embarcado para la guerra por las palabras de ese futre. Mi mujer, a la que noticiaron de que me iba, alcanzó a llegar cuando el tren ya estaba andando. Y así la vi, señor por la última vez, llorando sin consuelo y levantando los brazos como si quisiera sujetarme! Vino la noche en el camino, ya no había remedio! ¡Qué sacaba con arrepentirme!
Cuando llegué al norte, me destinaron al 2.° de línea, y en él hice la campaña con mi finado comandante Ramírez.
Guardó silencio un instante profundamente absorto en sus recuerdos, y, en seguida continuó con grave acento:
—Y allá fuimos mandados a pelear en esa traición de Tarapacá. Los que sabían, dijeron que después de San Francisco, a los cholos los íbamos a agarrar como gallinas, que iban de derrota. Y vamos marchando, niños, muy contentos por aquellos desiertos que parecían brasas encendidas, brasas, patrón, en la cabeza, en las espaldas y en la boca reseca como una yesca. ¡Hubiera visto, señor, algunos compañeros que quedaban rezagados, buceando el agua en la arena, con las dos manos, como locos!
Cuando tuvimos el enemigo al frente ya no nos quedaba agua en las caramayolas; el sol siempre en la cabeza y la boca amarga como la hiel. Y bala y bala. De repente mandan bajar a una quebrada; ahí está el agua, decían; los compañeros corren sin obedecer orden ninguna y se ponen de boca a beber hasta empiparse, cuando a los dos lados de la barranca aparecen los cholos como moscas, que nos estaban cateando. ¡Hubiera visto patrón! Todos los sedientos quedaron ahí muertos como patos en bandada. Yo con mi teniente Arrieta y un subteniente Valenzuela, logramos guarecernos de las balas que caían como granizo, en una casita de tejas que había arriba. Allí había muchos de los traicionados.
Los cholos los teníamos siempre tan cerca que les veíamos las caras y les escuchábamos las voces. Nos tenían rodeados; las balas atravesaban las murallas de adobe y el que se asomaba a la puerta era hombre muerto. Mi capitán Necochea estaba allí herido de muchos tiros y pedía a gritos agua y que lo mataran, y nosotros sin poder darle nada, saltábamos por encima de él y disparábamos defendiendo la vida a más y mejor. De repente, por una ventana veo, patrón, como en una estampa, que mi estandarte, el estandarte del 2.° se lo está peleando la guardia del regimiento con una niebla de cholos, no a tiros, sino a culatazos, guantadas y tirones, pedacito a pedacito. ¡Qué le diré patrón! Al ver esto sentí yo lo mismo que el día que me enganché allá en el pueblo y habló el futre de la estación; y, casi sin saber cómo, corrí solo hacia mi estandarte como si me hubiese vuelto loco. Iba corriendo con el fusil bien apretado cuando escucho una descarga cerrada y siento aquí, en el pecho como si me hubiesen dado un trancazo tan fuerte que me hizo dar mil vueltas y perder los sentidos. Cuando volví en mí y levanté la cabeza, ya no estaban los que peleaban y del estandarte no había ni señas. Ahí cerca no vi sino un rimero de muertos hechos pedazos y chorreando sangre. Con la descarga me hicieron las dos heridas en la muñeca y en el hombro. ¡Así fué cómo me pegaron estos balazos, patrón!
Después, en la campaña, me vino esa fiebre de tiritones que todavía me da y me mandaron a Chile.
Cuando llegué aquí me encontré solo, sin casa y sin mujer, porque la pobre Tránsito se había muerto de viruela. Y así estoy solo desde hace más de veinte años, sin nadie en este mundo, viviendo aquí y allá. ¡Qué hacerle! Esa habría sido mi suerte!
—Y ¿qué sacaste de la guerra?
—Nada más que este brazo malo y las malditas tercianas que no me dejan, contestó sencillamente.
Durante esta relación, el sol se puso; el crepúsculo manchaba ya de sombras el horizonte; las primeras estrellas principiaban a brotar dulcemente en el cielo. Regresamos en silencio.
Y al llegar a las casas le digo:
Pasáme tu mano.
Me la tiende en silencio y yo estrecho con fuerza, en la obscuridad aquella diestra mutilada de un héroe humilde e ignorado como tantos otros...
Confidencias
La trilla había terminado por fin ese día. Y en la tarde, mientras las primeras estrellas principiaban a brotar, dulcemente, del cielo sin nubes, yo estaba muellemente recostado en la enorme era de paja.
Hasta mí llegaban en la calma del atardecer, los rumores del hondo camino real vecino: traqueteos de carretas, cantares vagos, ladridos de perros, todo envuelto en confusas nubes de polvo. A mis espaldas, en la región de los potreros y las vegas, principiaban las ranas y sapos a ensayar su melopea al crepúsculo. Contemplaba tranquilamente sumergido en suave embriaguez, el gran motor mudo e inmóvil; el enorme cono de trigo que se ensombrecía poco a poco, las casas bajas del mayordomo, que tenía al frente; la enorme masa de los Andes, que servían de fondo a las múltiples alamedas que se proyectaban muy pequeñas. Ahí cerca escuchaba el suave rumor de las aguas del estero deslizándose suavemente, besando las húmedas raíces de los grandes sauces llorones. Todo era tranquilidad, dulzura, preludios del hondo silencio de la noche.
De pronto, muy cerca de mí, en el gran montón de paja, escuché una conversación. Era un diálogo lento, desmayado, interrumpido por suspiros, bostezos, largos intervalos de silencio. Eran dos trabajadores que se hacían confidencias.
—Sí, Juan, decía uno, es buena, buena mujer la Tomasa. Yo la conocí cuando estaba casada con don Sosa. ¡Qué vida la de ella! Lavar, planchar, coser, hacer la comida; recogerlo todos los sábados borracho de los negocios donde iba el caballero y traerlo a él y a su yegua, a su casa en la tarde. Nunca pedía un cinco ni decía una palabra: ella bastaba para todo; y tú te acuerdas lo «chatre» que andaba el viejo; todos los sábados camisa limpia, ropa nuevecita; parecía un caballero! Y cuando se enfermó, qué de trajines para cuidarlo, para el entierro! Y, ¿cómo fué, Juan, cuando se concertaron?
—Aquella noche, don Bartolo había ido a las Tres Esquinas; no tenía cobre porque todo lo debía a la hacienda; llegan unos niños y me convidan con un trago de ponche, y vamos poniéndole... Tanto le puse que, según me contaron, como andaba mal comido hacía días, ahí me quedé dormido cerca de la vara. Pasa la Tomasa, me ve, me remece —usted sabe las fuerzas que tiene— me levanta... y yo a tastabillones, y así del brazo me lleva hasta su casa con mi sombrero bien apretado en la mano. Cuando al día siguiente desperté durmiendo en el corredor, al lado de la quincha, ella estaba parada frente a mí, don Bartolo, con un mate en la mano. Cuando me dijo muy seria: Juan, sírvase este matecito, le hará bien —yo no sé qué me dió de decirle: Tomasa, ¿quiere que me quede aquí para que vivamos juntos siempre? Al oirme ella se alejó callada, pero vi que le había gustado; y así me he ido quedando todos estos días allá hasta que me resolví. ¿Qué le parece?
—Muy bien, Juan; como te dije, la Tomasa es una mujer de esas que mandan. Tú eres solo, no tienes a nadie por estos contornos; es cierto que ella es mucho mayor que tú, podría ser tu madre, pero, mejor, porque te librará de los peligros. ¡Qué vida vas a llevar! Te envidio. Tú trabajarás para ti y ella para ti y para ella, como debe ser. El hombre no debe casarse sino cuando sea su conveniencia. Y yo, fíjate, Juan, yo que ya soy un viejo, ¿qué hice? ¡la «burrá» del siglo. Hace varios años de esto. Llega la señora de Santiago y trae una chiquilla nada fea, muy elegante, parecía que no pisaba en el suelo. Y ahí le da al patrón y a la señora, porque yo me reía con la chicuela, que nos habíamos de casar; y así se hizo. Para qué te digo nada todo lo que tuve que padecer con ella después. —¡Que yo no estoy acostumbrada a esto! —¡Que yo soy una señorita! —¡Qué hombre más borracho! Y ella cuidándose sola, y el pobre Bartolo echando los pulmones para mantenerla a ella y al sartal de chiquillos que vinieron después. Para qué te cuento los pleitos y las patadas. —¡Que voy donde el juez para que nos separemos! Y esto era de todos los días. ¡Naranjas! Y ahora que está vieja y ha puesto ese tambo que tiene, a mí no me gusta, porque todo seré yo, pero que le anden con historias a las chiquillas, eso sí que no lo aguanto! Pero ella manda. —¡Que el negocio; que no seas bruto; que lo echas todo a perder. —En fin, que estoy viejo, enfermo y fregado por haberme casado con una china aseñorada! No diré que sea mala, Juan, porque todo lo hace por vivir. Muchas veces el patrón me dice riéndose cuando me paga: ¿cómo le va, don Bartolo, con la María? Y yo tengo que contestarle: ahí lo pasamos, patrón, entre un garrotazo y una patada. ¡Cásate, cásate luego con la Tomasa, Juan! ¿Qué te falta?
—Algunos mediecitos a los que ella va a juntar, y después ir donde el cura don Delfín, para que nos ponga las bendiciones.
Y mientras escuchaba este diálogo íntimo, me imaginaba a los dos interlocutores: Juan Sierra, muchacho de veintitantos años, alto, de anchas y gruesas espaldas, de tipo araucano, peón solitario y vagabundo, que, de cuando en cuando, aparecía por la hacienda, y don Bartolo Sepúlveda, inquilino del fundo, vejete de setenta años, célebre en el lugar por sus eternas y risibles reyertas con su mujer, la vieja María.
La noche había caído ya por completo: infinitas estrellas brillaban en el negro cielo sin luna; la inmensa vía láctea parecía titilar, también, acercándose a la tierra.
Y en el profundo silencio, aquella banal conversación de dos gañanes campesinos que hablaban, confidencialmente, de sus pequeñas vidas miserables, ofrecíame un interés tan hondo como los millares de mundos resplandecientes que rutilaban sobre mi cabeza.
Un carácter
A Gustavo Valledor S.
Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maulé, vecina al pueblo donde yo vivía.
El reo está frente al juez. Es un hombre como de cuarenta y cinco a cincuenta años, de larga y espesa barba negra, nariz aplastada, frente estrecha, carnosa, surcada de arrugas, ojos bizcos y mandíbula inferior saliente y temblorosa. Su cuerpo es fuerte y robusto, aunque deforme: los brazos extremadamente largos, las espaldas anchas y gruesas y las piernas muy cortas, torcidas en forma de arco. Viste un raído y manchado pantalón de mezcla, una camisa de tocuyo y un harapo en forma de manta. Los pies desnudos. Ha entrado cojeando a causa de los grillos y de su natural deformidad, con la cabeza baja y la frente contraída, como sumergido en una profunda abstracción.
Al llegar al medio de la sala, ha levantado la vista y paseado una larga mirada por toda la habitación.
El juez lo contempla fijamente y le pregunta:
—¿Cómo te llamas?
Tarda un instante en contestar y, al fin, responde con voz ruda y sonora:
—No sé.
—¡Cómo! ¿No sabes?
—En el pueblo me llaman Juan, «Juanito», contesta con indiferencia.
—¿Y tu padre?
—No tengo padre.
—¿Y tu madre?
—No tengo madre.
—¿No tienes pariente alguno, entonces?
—Soy solo —dice sencillamente y vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho.
El juez permanece un instante en silencio. En seguida le dice:
—¿Tú mataste al señor Gómez?
—Sí, señor, yo lo maté; yo le deshice la cabeza a garrotazos hasta hacerle saltar los sesos y quebrarle todo el cuerpo con ese palo que hay sobre la mesa. Mucho tiempo lo esperé para matarlo detrás de la cerca... Ahí me pasé varios días. Bien sabía que al fin había de verlo solo. Y cuando lo vi que venía para su quinta me le fui encima con ese palo y le pegué hasta dejarlo convertido en una masa. ¡Así lo hice, señor juez!
Al terminar, la mandíbula inferior del reo tiembla ligeramente.
Un largo silencio sigue a estas palabras.
—¿No sabías, entonces, que te habían de fusilar?
—Sí, lo sabía, señor, pero lo que hice hecho está y ¡ni el mismo Dios lo podría deshacer! Pero antes que me condenen, quiero decir algo a Su Señoría. Diré lo que tengo aquí, en el pecho. A nadie importa lo que tengo que decir, pero escúcheme, se lo ruego. Él era un caballero principal, muy rico. Sí, él tenía mucha plata y casas, y padre, madre, mujer, muchos hijos. Todos lo querían a «él». Él comía bien, siempre; andaba abrigado. Debía pasarlo muy bien, digo yo. Yo no he dicho antes nada, por esto. Ahora yo no tenía que comer, sino lo que me daban, he tenido frío y hambre y nadie, nadie se ha acordado de mí. Yo he padecido todo sin quejarme. Y ¿qué hubiera conseguido? ¡Nada!
Pues, ahora quiero que Su Señoría oiga esto que voy a decir, y es que yo, que no tenía a nadie, porque, como ya lo dije, soy solo, había recogido del agua a un perro que se estaba ahogando, y le di que comer y lo crié... Diez años vivimos juntos; y me acompañaba por los caminos a pedir limosna; y cuando no había qué comer, él no se separaba de mí hasta que venían los días buenos. Y ahora pregunto yo: ¿Los hombres hacen esto? Nó. Cuando falta la comida ellos se separan. Mil veces le pegaron a él por defenderme a mí. Me cuidaba, y yo lo quería más que a todo en el mundo. Sabía que una vez muerto él, nadie se acordaría ya más de mí, nadie jugaría conmigo, porque todos me odian y me desprecian. Y ahora, dígame Su Señoría: por qué él, que era un caballero, a quien nada le faltaba, y yo un miserable infeliz, que no le había hecho ningún mal ¿por qué vino y me buscó para matar al animal?... ¿Porqué él, que era tan rico, vino a quitarme mi única riqueza?
El animal era juguetón y un día que el caballero pasaba frente al camino, le salió a ladrar. Entonces él sacó un trabuco y lo hirió, y lo mató. Murió, pues, y ¡quién lo creyera! al morir me conoció y meneaba la cola como haciéndome cariño!...
Se detiene un instante para tomar aliento; en seguida se inclina hacia adelante como avergonzado, y toma entre sus manos una de las hilachas de la manta y principia a retorcerla con fuerza entre sus dedos. Después continúa, con voz sorda:
—Ahora, yo quedé solo, y todo por culpa de ese hombre a quien jamás había hecho daño. ¿Para qué me servía la vida sin mi perro? Para nada. Y entonces creí que lo debía matar como él mató al animal: sin compasión, sin compasión. Y así fué, señor juez, como lo esperé y lo maté a palos!
Hice mal, lo sé, pero esa ha sido mi suerte; él mató al animal, yo debía matarlo a él. Porque yo siento aquí —continuó golpeándose con fuerza el pecho— algo que nadie puede comprender. Yo sólo lo sé, y me lo guardo, y me callo. Y no diré más.
Pronuncia esta especie de discurso, alzando grotescamente sus largos brazos, con voz grave y profunda e iluminado su horrible semblante por una sonrisa forzada.
El juez, entre tanto, se cubre la frente con las manos y parece reflexionar profundamente.
Crepúsculo
Regresaba de cazar una fría tarde de invierno y marchaba al lento paso de mi caballo al lado de la línea férrea, por un camino vecinal bordeado de sauces llorones. A mis espaldas, dejaba las azules montañas de la costa, donde el sol acababa de ocultarse, y a mi frente se extendía el caserío del vecino pueblo de L.; más allá divisaba el panorama de la cordillera de Los Andes, que se destacan cubiertos de sombrías brumas, entre los largos y caprichosos filos de las pardas alamedas de los potreros y los caminos lejanos.
El día anterior había llovido, y todo lo que la vista abarcaba estaba cubierto de grandes charcas que brillaban rojas y sombrías, como transparentes manchas de sangre recién vertida, al reflejar el cielo poblado de espesos arreboles. De cuando en cuando, la rama de un árbol, que rozara al pasar, dejaba caer sobre mí una helada lluvia de pequeñas gotas de agua.
El día había sido bueno y mi morral iba repleto de patos y becasinas; pero me sentía fatigado, pues estaba en pie desde el amanecer, la caminata había sido larga y deseaba con ansias llegar luego a casa. Mi perro corría en libertad cerca de mí, husmeando nerviosamente entre las plantas acuáticas de los fosos que bordeaban la carretera. El verde de los campos se obscurecía poco a poco; plañideros balidos de ovejas, escapándose de algún lugar cercano, el ruido de una locomotora que se alejaba de la estación, el mugido de una vaca llamando a su cría, turbaban sólo la calma del anochecer. De repente, dominando todos estos rumores, resonó pausado y vibrante el son claro y distinto de la campana de la Iglesia del pueblo, que llamaba a la oración; y me imaginaba confusamente que las sombras se espesaban y caían con más rapidez alrededor de mí.
Esa sensación obscura e indefinible de inconsciente melancolía que infunde siempre el crepúsculo, parecía penetrar más hondamente en mi corazón, borrando por un instante todas las alegres impresiones de aquel día de caza. Dejé caer las riendas sobre el cuello de mi caballo y me entregué a vagas meditaciones...
Cuando volví de mi abstracción, todo a mi alrededor parecía haberse obscurecido de súbito: las aguas de los pantanos que atravesaba tenían un reflejo sombrío, casi negro; los tonos de las nubes, de rojos que eran habíanse tornados en cárdenos y violáceos, y grandes manchas obscuras teñían la nieve de las lejanas montañas. Sobre mi cabeza, añosos sauces entrelazaban sus ramas, haciendo más densa la obscuridad; una helada bruma se elevaba lentamente de la tierra, velando a intervalos el paisaje.
Encontrábame ya en los linderos del fundo a donde me dirijía, y a lo lejos divisaba la borrosa silueta del arbolado que circundaba las calas, cuando no lejos de mí oí resonar una voz gruesa, de acento imperioso e irritado que decía:
—Vamos andando luego, y dejarse de lamentaciones. Allá, donde el juez, alegarán todo lo que quieran.
Bajo las desnudas ramas de un gran peral que se erguía al lado de una choza derribada y abandonada, en una especie de plazoleta cubierta de trozos secos, había un individuo a caballo en el que reconocí al administrador del fundo que atravesaba, don Manuel Tapia.
Montaba, como de costumbre, un hermoso caballo de pequeña alzada, de pura raza chilena, y la indecisa luz del crepúsculo me permitía ver su elevada estatura, su flamante indumentaria de huaso, y su rostro anguloso y duro, encuadrado en la larga e hirsuta patilla negra. No lejos de él, había dos bultos sombríos e inmóviles, que tenían a sus pies unos grandes haces de leña cuidadosamente listos.
—Vea, señor, me dijo don Manuel, aquí tiene a los que no me dejaban un palo en la cerca nueva; veinte veces la he hecho recargar de ramas para que no se pasaran los animalesy siempre se la llevaban. Hacía mucho tiempo que andaba siguiéndoles las pisadas a los ladrones, hasta que hoy los he venido a pillar con las manos en la masa.
Mientras don Manuel hablaba así, yo observaba en silencio a los delincuentes.
Eran éstos un anciano y una mujercilla, a quienes conocía desde mi niñez, como inquilinos de aquel fundo.
En medio de la vaga penumbra que nos rodeaba, distinguía sus cabellos blancos, sus cuerpos descarnados, casi desnudos, débiles, temblorosos, cubiertos de andrajos; sus rostros surcados de arrugas, labrados por los años, la miseria y el trabajo. El viejo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, permanecía silencioso y absorto, como extraño a lo que le rodeaba, pareciendo ocuparse únicamente en doblar y retorcer una pequeña ramilla de árbol entre sus manos, entre sus manos callosas; la anciana, con la diestra apoyada en la mejilla, contemplaba fijamente los haces de leña tendidos a sus pies, sumergida en honda y dolorosa meditación. Entre tanto, don Manuel continuaba su filípica y decía con acento burlón y amenazador:
—Y ¿quién hubiera creído que este viejo don Núñez, que ya está para rendir sus cuentas a Dios, había de andar en estas cosas todavía? ¡Pero del cogote lo he de tener en la barra toda la noche para que aprenda a andar robándome la leña!
Al escuchar estas palabras, la anciana salió bruscamente de su abstracción, e irguiendo su encorvado cuerpecillo avanzó rápidamente hacia donde yo me encontraba, temblequeteando, al mismo tiempo que tendía hacia arriba sus largos brazos descarnados y sarmentosos, con violentos y convulsivos ademanes.
Por fin, exclamó con voz ahogada, silbante, en la que había una mezcla de sollozo y de alarido.
—¡Don Manuel, don Manuel, no acrimine más por Dios a ese pobre viejo que no se puede defender! Si hay culpa, yo la tengo... y le explicaré. ¡Pero Ud. tiene el corazón como las piedras; Ud., que también ha sido pobre!
Después volvióse bruscamente hacia mí y continuó.
—Patroncito, Ud., a quien he conocido desde mediano se compadecerá de estos pobres gusanos miserables...
Inclinó su enmarañada cabeza blanca, meditó un instante, y, en seguida, agregó:
—Señor, el año pasado se nos murió el último de los niños, Nicasio, el que salía con Ud. y lo acompañaba a cazar ¿se acuerda? Le dió la picada y no duró tres días. Así fué como nos quedamos solos con Núñez. Esto era a la entrada de este invierno.
Una mañana, me acuerdo como si fuera ahora, Núñez, cuando se iba al trabajo viéndome que lloraba callada, me dijo: «Cruz ¿qué sacas con aflijirte así, a toda hora? Ya los niños se murieron; hay que conformarse con la voluntad de Dios... pero considera que ahí nos queda todavía ese pobre huachito, el hijo de Nicasio». Tenía sólo tres años, señor, y ya nos acompañaba a todas partes como un corderito. Cuando trajinaba por la casa y lo tomaba en brazos y se reía conmigo, me acordaba de mis hijos... Un día, hace de esto pocos meses, mientras el patrón estaba en Santiago, don Manuel, aquí presente, manda llamar a Núñez y le dice:
—«Hombre, tú ya no tienes peones.
—No, pues, señor, desde que se murió Nicasio.
—Pues me buscas otra posesión porque necesito la que tienes.
—Y yo ¿no soy peón entonces? le contestó Núñez. Don Manuel se rió, y le dijo:
—Estás tan viejo que no pagas ni el pan que comes.
Y no hubo remedio, señor, porque nos tuvimos que ir. Piense, caballero, que aquí nos habíamos criado y trabajado, que aquí había vivido siempre nuestra familia como en lo propio... Al llegar a esta parte de su relación la anciana, don Manuel volvióse hacia mí y me dijo en voz baja:
—Lo que dice esta mujer es cierto, señor. Si yó hubiese sido el patrón los habría dejado aquí. Pero los negocios, son los negocios al cabo; y en un fundo bien tenido los que no trabajan están demás —terminó con voz fuerte y decidida.
—Sí, don Manuel, continuó la anciana; por esos negocios que Ud. dice, tuvimos que salir de la hacienda a pedir un pan por los caminos para no morirnos de hambre. Ahora vivimos en un pajar que nos han dado aquí cerca para pasar este invierno. Allí estamos. Yo salgo todos los días por el pueblo a conseguir algo, porque a Núñez, por lo viejo, no lo quieren admitir en ninguna parte. Ayer, Núñez se fue temprano a buscar trabajo; yo salí después, y dejé en la casa al niño, durmiendo. Llegaba a medio día con muchas cosas que me habían dado, cuando veo una humareda muy grande; creo que es incendio y siento un olor como cuando están asando carne. Entro: veo la pieza blanca de humo y una cosa negra en el suelo. Era el niño, señor. Lo tomo en brazos... lo remezco... era todo una llaga viva, vienen los vecinos... le echan agua., pero no vuelve, porque el pobre angelito estaba frío hacía tiempo. Ya en la tarde principiamos a arreglarlo todo para el velorio; me trajeron flores y ramas verdes. Cuando llegó este pobre viejo en la noche y vió las luces encendidas y todo aquel arreglo, la gente y que yo tenía al niño hecho una compasión en los brazos, se quedó parado en el umbral, sin habla... y no se atrevía a entrar. Al fin se sentó junto al fuego, y ahí se quedó toda la noche con la cabeza agachada. Le hablaba; no me respondía. Así está desde ayer. Hoy en la tarde le dije: ahora nos hace falta la leña para hacer la fogata; considera que hoy es el último día que lo vamos a tener en casa, y mañana bien temprano hay que llevarlo allá, abajo... Pareció que me entendía y me siguió para acá, donde nos pusimos a recoger estas ramas secas que estaban botadas por el suelo. Esta es la pura verdad, patroncito.
Calló la anciana, inclinó con fuerza la cabeza sobre el pecho, y me pareció escuchar después un sordo y profundo rumor de sollozos sofocados.
Cuando terminó esta larga relación, que fué pronunciada con voz trémula y entrecortada, y en ese tono elevado que parece un cantar monótono y plañidero, tan común en nuestros campesinos del sur, yo me volví hacia don Manuel que permanecía con la cabeza desdeñosamente echada atrás, y le dije:
—Don Manuel, déjelos irse... ¡Al fin es una insignificancia!
Por toda respuesta, don Manuel se volvió hacia los dos ancianos y les dijo rudamente:
—Eso les pasa por dejar a los chiquillos solos en la casa. ¡No aprenden nunca...! Ahora tomen su leña y váyanse luego.
Ellos, no bien escucharon estas palabras, cuando con una agilidad de la que no se les habría creído capaces, se abalanzaron hacia los haces de leña, se los echaron a la cabeza y mascullando bendiciones y agradecimientos se marcharon rápidamente.
Entre tanto, don Manuel murmuraba entre dientes al ponernos en camino:
—Con este sistema, vamos a tener cerca alguna vez.
Y mientras me alejaba en medio de la calma religiosa de la noche, que caía rápidamente, me parecía que el cielo contemplara amenazador e implacable a la tierra envuelta ya en las sombras, velada por la niebla inmóvil que cubría por completo la muda extensión de los campos. Volví la vista hacia atrás, y allí, en lo alto de la línea férrea, divisé todavía a los dos ancianos que, encorvados, con sus grandes haces de leña a la cabeza, se perdían poco a poco en la bruma, como dos fúnebres siluetas de miseria y sufrimiento, bajo el cielo tempestuoso donde principiaba a brillar el oro de las primeras estrellas.
La señora
A Antonio Bórquez Solar
Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi
mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de
tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba
a mi fatigado caballo, me producían una ansja devoradora de llegar, de
llegar pronto.
Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:
—Pero al fin ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?
—Es allí cerquita, a la vuelta de aquella alameda, me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.
A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violacea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.
Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento en que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.
En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Muchos de estos viajes me proporcionaron la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años; varias veces regresé de estas peregrinaciones sintiendo no sé qué dulce nostalgia en el corazón, a la que tal vez no era extraña cierta cabellera negra o rubia que divisara, a la despedida, en el corredor, a través de la reja y los naranjos de una casa de campo... Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero; y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.
De esta certidumbre provenían tal vez mi cansancio y mi mal humor.
A medida que avanzaba, el paisaje principiaba a variar. Añosos álamos y sauces daban sombra al camino; divisaba verdura, chácaras, pastales de trébol, animales vacunos, aguas corrientes... De cuando en cuando, tras la alameda, asomaban algunos humeantes ranchos de inquilinos.
—Ya estamos en lo de don Daniel —me dijo el mozo.
Y yo me interesaba, contemplando el buen cultivo de la tierra, la excelencia de los cierros, mil pequeños detalles que revelaban la vigilancia y el trabajo de una mano avezada a las labores de la agricultura.
—¿Cuántas cuadras tiene el fundo? pregunté al mozo.
—Trescientas cuadras regadas. Principió arrendando, y ahora con su trabajo ha comprado estas tierras —me contestó.
Llegábamos ya al fin de la alameda, y un instante después tenía ante mí una reja de madera pintada de blanco, a través de la cual se divisaba una huerta de hortalizas y un edificio, con esa arquitectura sencilla y primitiva, peculiar en nuestras antiguas construcciones campesinas: enorme techo de tejas, bajas murallas, anchos y sombríos corredores.
—Aquí es —me dijo el mozo, y pasando frente a la casa entramos por una ancha puerta de golpe que daba a un caminillo bordeado de acacias.
En el fondo de este camino, bajo la sombra de una ramada, al lado de un caballo ensillado, veíase un hombre con la cabeza inclinada, ocupado, al parecer, en arreglar una correa de la brida.
A pesar de los furiosos ladridos de un perro que salió a recibirnos y que mi mozo se esforzaba en espantar, el hombre continuaba afanado en su trabajo.
—¿Don Daniel Rubio está en casa? pregunté con voz fuerte.
El hombre alzó la cabeza, fijó en nosotros una mirada tranquila y me contestó sosegadamente, con cierta reticencia:
—Con él habla...
Quien así me respondía era un individuo alto, obeso, poderosamente constituido. Representaba de cuarenta y cinco a cincuenta años, y vestía el traje común a nuestros mayordomos de haciendas: pequeña manta listada, chaqueta corta, pantalones bombachos de diablo fuerte, enormes espuelas y sombrero de paja de anchas alas. Su rostro cobrizo, de facciones gruesas y duras, singularizábase por el estrabismo y la inmovilidad de una de sus negras pupilas que parecía cristalizada, mientras la otra tenía un brillo y una vivacidad extraña. Contemplando esta fisonomía, involuntariamente me pasó por la cabeza esta frase vulgar: «No me gustaría encontrarme con este sujeto por un camino solitario».
—Nos han dado noticias que tenía bueyes —le dije.
—Sí, hay algunos —me contestó con indiferencia, volviendo el rostro a un lado.
—¿Podríamos verlos? —agregué.
Por toda respuesta tomó las riendas del caballo, que a su lado estaba, subió rápidamente y, seguido de nosotros, se dirigió al interior del fundo.
Durante nuestra excursión por los potreros, tuve ocasión de observar que mi acompañante era persona inteligente, en todo lo que a campo se refería; y esto lo demostró más de una vez en el curso de la conversación que sostuvimos con motivo del negocio de los bueyes. Sus modales eran rudos, como de hombre de pocas letras; sus palabras breves y terminantes; pero, a través de toda esta exterioridad poco agradable, había en su persona no sé qué aire de honradez y de seriedad que, insensiblemente inspiraba respeto, ya que no simpatía.
Por fin el negocio se arregló satisfactoriamente, y la noche caía ya en el horizonte, cuando regresamos a la casa.
—Todo lo que usted ha visto lo he formado yo con estas manos —dijo don Daniel, respondiendo a mis felicitaciones por el buen pie en que veía su hacienda.
—Usted se quedará a alojar —agregó; e interrumpiendo mis excusas llamó a un trabajador que por ahí andaba, ordenándole que desensillara los caballos.
Y, después, me dijo:
—No se apure, que hay donde tender los huesos.
Pero antes que todo, vamos a mascar algo, que ya es hora; y nos dirigimos a la casa.
Después de atravesar el obscuro corredor, entramos a una pieza que daba al pasadizo y que servía de comedor.
La lámpara estaba encendida y la sopa humeaba sobre una pequeña mesa, puesta con gran decencia y limpieza. No parecía aquel un comedor de soltero. Aquí y allá, sobre el mantel inmaculado, había grandes maceteros con flores frescas y hojas verdes; las servilletas tenían cierto arreglo peculiar; el vino brillaba en las garrafas de vidrio, y en las paredes vi diferentes estampas de santos que no dejaron de llamarme la atención.
A una indicación de don Daniel, me senté, sin cumplimiento, a la mesa; pero luego tuve que ponerme de pie precipitadamente, porque frente a mí se abrió una puerta y entró una persona. Era una anciana de cabellos blancos y elevada estatura, vestida de negro.
Me hizo una ceremoniosa reverencia, mientras don Daniel nos presentaba:
—La señora Carmen Mancilla, el señor...
En seguida ella se sentó a la cabecera de la mesa.
Yo observaba con interés a la recién venida.
En su rostro extenuado y pálido, con esa palidez luminosa de algunas personas extremadamente ancianas, en su hundida boca, en su fina nariz aguileñal, en sus grandes ojos claros, vagaba una expresión de dulce tranquilidad. Parecía sonreír a cierto alegre pensamiento interior, mientras servía trabajosamente la sopa con sus largas manos temblorosas, donde resaltaban las venas y los nervios.
Se detuvo un instante, contemplándome curiosamente, como si buscara un tema de conversación, y, por fin, me dijo con una vocesita cascada:
—El señor, si no he oído mal, se llama (aquí dijo mi nombre) y debe ser pariente de los señores... (nombró a unos tíos abuelos míos, enterrados antes de mi nacimiento).
Al escuchar mi respuesta afirmativa, continuó con gran animación:
—Yo los conocí mucho cuando eran solteros... venían siempre a casa de mi marido. Entonces recibíamos mucha gente. ¡Qué alegres eran! Daniel ¿te acuerdas del baile que dió el gobernador? Pero, es verdad, tú no estabas con nosotros todavía. Bailamos hasta el amanecer, y en el corredor quemaban voladores. Recuerdo que a mi me hicieron bailar cueca. Pero entonces los jóvenes eran muy corteses... Sus tíos, siempre que venían a vernos, nos traían grandes regalos...
Mientras la señora hablaba así, don Daniel la contemplaba con aire cohibido y obsecuente, echándose en silencio los bocados y sirviéndose, a cada instante, grandes vasos de vino. La única pupila que podía mover estaba inquieta, húmeda y brillante, y parecía decirme: —Escúchela con atención que vale la pena.
Y ella, al mismo tiempo que continuaba su charla con alegre volubilidad, me servía los platos con toda clase de miramientos, dirigiéndome signos de inteligencia, como indicándome que esa conversación sólo nosotros podíamos comprenderla.
De repente me dijo:
—¿Qué ha sido de esos jóvenes, de sus tíos? Sé que uno se casó en Santiago, y que ha tenido muchos hijos.
—¡Han muerto todos, señora, hace muchos años!
Al escuchar estas palabras, me contempló estupefacta, suspiró hondamente, se puso la palma de la mano en la barba, inclinó su cabeza blanca y pareció abismarse en sus reflexiones.
A medida que la comida llegaba a su fin, hacíase más notable el contraste que formaban los modales finos, insinuantes, casi aristocráticos de esa viejecita, con los desmañados y selváticos de mi huésped. Observé que el rostro de éste estaba encendido por las frecuentes libaciones y que poco a poco salía de su mutismo hablando de diferentes tópicos.
Por fin, la anciana se levantó de su asiento y me tendió su fría y descarnada mano, diciéndome:
—Usted se queda esta noche aquí. Voy a arreglar algo allá adentro... En seguida volvióse hacia mi huésped e inclinándose a su oído, le dijo en voz baja:
—No bebas mucho. Cuidado con las enfermedades...
Cuando ella salió, el tosco y moreno semblante de don Daniel parecía iluminarse con una sonrisa, sus pupilas se velaban dulcemente y sus gruesos labios temblaban como si deseara decirme algo.
Comprendí que el vino principiaba a hacer su efecto.
Al fin, rompí el silencio diciéndole:
—¿La señora no es su madre?
—Nó.
—¿Su parienta tal vez? Y perdone...
Don Daniel aproximó en silencio una botella, llenó hasta los bordes los vasos, bebió el suyo de un sorbo, y, limpiándose los labios, contestó:
—Nó, señor, la persona que usted ha visto no es mi madre, ni mi parienta, es la señora, la señora de esta casa —concluyó con un acento en que vibraba cierto orgullo indefinible, dando un ligero golpe sobre la mesa.
Después se pasó la mano por la cabeza como indeciso, y mirándome fijamente, con aire resuelto, siguió diciendo:
—Como usted lo ha de saber al fin, si es que ya no lo sabe, voy acontarle lo que hay en esto. Y para principiar, le diré que yo, aquí donde usted me ve, no he conocido padre ni madre; soy de esos que nacen en cualquier parte, sin saber cómo. Hasta la edad de siete años lo he pasado por ahí, como los perros sin amo. Un día vino esta señora, me recogió y me llevó a su casa. Allí he crecido, señor, sirviéndole a ella y a sus hijos; y no me avergüenzo... Ella me puso la cartilla en la mano, ella me enseñó lo que poco que sé y me mandó a la escuela, porque era una señora como ahora no las hay. Después yo salí a buscar la vida y trabajé en lo que me vino a mano: se necesitaba un albañil, allí estaba yo; se necesitaba un herrero, pues a buscarme; y así fui formando mi capitalito. Eso sí, no me he casado nunca, porque las mujeres... en fin, no hablemos de ellas. Pasaron los años y los años; y yo siempre iba a ver a mi señora, llevándole cualquier regalito. Al fin su marido murió y sus hijos se casaron. El caballero había sido gastador, como caballero que era, y no dejó casi nada. Después los pleitos, los tinterillos y todo lo demás que usted sabe, fueron llevándose lo poco que quedaba, y aquí tiene usted a mi señora sin tener un mal pan que llevar a la boca. Yo, que estaba arrendando entonces este fundo, que después fué mío, sabiendo que ella estaba en casa de una amiga, digamos como de limosna, me fui allá, me presenté y le dije: —Señora, no permito que usted ande sufriendo. Véngase a su casa, a la casa de su chino, que ahí nada le faltará. Usted será la señora, como siempre lo ha sido. No me desprecie. Y ella se levantó, la pobre vieja y vino y me abrazó llorando, y aquí tengo a mi viejecita hasta que se muera: ella es mi madre, todo lo que tengo en el mundo... Y si yo trabajo y gano algo, es para dárselo a ella!
Al terminar este relato, don Daniel inclinó su gruesa cabeza gris y se cubrió la frente con las manos.
Después se levantó bruscamente, me dirigió una mirada torva y murmuró entre dientes:
—Usted estará cansado y ya es hora de dormir.
Y en silencio fué a indicarme la pieza que se me había preparado.
Al día siguiente desperté temprano. En el corredor oía ruido de espuelas. Me vestí con presteza y salí de mi habitación. Allí estaba don Daniel paseándose.
Tomamos el desayuno hablando de cosas indiferentes. Por fin, me despedí y monté a caballo.
Alegremente cantaban los pájaros. El fresco aire de la mañana parecía infundirme una vida, una fuerza extraña.
Y pensaba vagamente en que tal vez esa alegría, que sentía desbordar en mí con los primeros rayos del sol, la debía a haber estrechado la mano de ese hombre de cuya casa partía.