Siempre que se perdía un animal cualquiera en el fundo, caballo, vaca o buey, mi padre jamás dejaba de decir con fría y desdeñosa ironía:
—Vayan a preguntarle a don Santiago; él sabe dónde está —y el animal casi siempre aparecía.
El comandante de policía rural, que lo era en esa época don Pedro Jarabrán, solía detenerse a reposar de sus largas correrías por la campaña en nuestra casa. Era un hombre ya entrado en años, de grueso y caído bigote gris, y, a falta de uniforme, usaba siempre el viejo traje que llevara años ha en la famosa campaña del año de 1879 contra los peruanos.
Sentábase pesadamente en la larga banca de totora bajo los corredores, a la sombra de las enredaderas, y, después de quitarse el kepí y enjugarse la estrecha frente sudorosa, entablaba largas charlas, refiriéndonos detalles curiosos que a su profesión se referían, de lo que pasaba en la comarca.
—Santiago, Santiago Arriagada —nos decía una vez recordando—. Conozco mucho a ese muchacho; fue mi compañero en el Liceo antes de la campaña. Nunca quiso estudiar. Pertenece, como ustedes saben, a una muy buena familia de aquí; pero no se pudo sacar nada de él. Ustedes lo conocen: es vivo, simpático, con inteligencia para todo lo que hubiese querido ser. En ese entonces todo se le volvía borracheras y malas juntas con la gente peor del pueblo. Luego empezaron a hablar de él; principió por pilatunas y tunanterías y terminó por ser un perfecto bandido. Después que la familia lo echó de la casa, supimos que se había ido a Talca. Allá se juntó con Ciríaco Contreras y otros de esa pandilla y trabajaron juntos en los Cerrillos de Teno. Ustedes no saben lo que eran los Cerrillos antes de que se tendiese la línea férrea al sur: una verdadera Calabria, donde se dejaba o la bolsa o la vida, y a veces las dos. Era el camino obligado de los que venían de Santiago. Para este viaje, que se hacía sólo por necesidad apremiante y que duraba varios días, había que prepararse: los viajeros se confesaban, hacían sus testamentos y se armaban y aprovisionaban como para una larga campaña militar. Nada sé de lo que hizo Santiago entonces, ni quiero saberlo. Robaría y asesinaría como lo hicieron sus compañeros. Acá se supo solamente que había estado muchas veces en la cárcel, pero que nunca logró probársele nada; es astuto, desconfiado como un zorro y sabe más leyes que un juez de letras. Durante la guerra contra el Perú, lo vi enrolado en el regimiento Santiago —el de los bandidos, como le llamaba el ejército entero—, porque se componía de lo mejorcito que había en las cárceles y los presidios. En esta escuela, ustedes comprenderán cómo adelantaría Santiago en su profesión. En el pueblo, la familia deseaba, naturalmente, que no volviese; pero terminada la guerra, Santiago regresó al pueblo, muy tranquilo, y a poco compró una propiedad cerca de la montaña. Todos decían que la plata que pagó por ella eran las economías de sus granjeos en el norte. En el pueblo puso una carnicería, en la que vende carne de animales robados en otros departamentos y que él tiene a talaje en su propiedad. Ahí está trabajando tranquilo desde entonces. Ustedes saben lo que es el dinero: amigos no le faltan ni le faltarán. Es hombre de consejos, de influencia en el Gobierno. Ya se sabe lo que es nuestra política. Cuando se le ocurre, con una carta para un Consejero de Estado amigo, consigue lo que quiere: indultos, ventajas, empleos para sus amigos. Antes de las elecciones hay que hablar con él para que ayude, con el conocimiento que tiene de toda la gente mala de la provincia, y no me extrañará que el día menos pensado lo elijan municipal y suba a la Alcaldía del pueblo.
En otra ocasión, don Pedro refirió algo de las primeras hazañas juveniles de don Santiago.
—Vengo —dijo— de casa de las señoras Jaque. ¿No conocen ustedes esta familia? Es una de las antiguas de acá: rica, de raíz conservadora; antes tenía muchas propiedades. Era gente buena, metida en su casa, que sólo se ocupaba de ganarse la vida con el trabajo de sus tierras. Ahora, más pobre, solamente les queda una pequeña propiedad, “Los Maquis”. Todos los hombres han muerto; unos en la guerra, otros de enfermedades. Hoy, no sé por qué, alguien nombró a Santiago. Entonces la señora Magdalena, la más joven de las tres hermanas Jaque, que estaba sentada cosiendo cerca de una ventana, levantó la cabeza y dijo:
—¿Todavía vive ese pícaro bandido?
—¿Y por que lo llama así, señora? —le contesté yo.
Entonces la señora, abandonando la costura, se acercó a mí, y me dijo:
—Digo que es bandido, porque yo lo vi saltear con estos ojos que se comerá la tierra.
Yo escuchaba todo oídos. Continuó:
—Vivíamos, estas viejas y yo, en nuestra propiedad “La Brisa”, a orillas del Maule. La que gobernaba la casa y el fundo era mi abuela, que se llamaba Adelaida Yáñez. Lo mandaba todo: recibía la plata, pagaba los peones, se entendía con los inquilinos y los medieros. Lo que recibía lo guardaba ella, porque entonces no había Banco en el pueblo. Un día llegaron unos abasteros a comprar unas vacas gordas y las pagaron. El trato se hizo delante de unos peones que vieron entregar el dinero y contarlo. Pues, señor, esa misma noche, cuando dormíamos a todo sueño, sentimos unos golpes muy grandes. En un Jesús las puertas estuvieron en el suelo (al día siguiente vimos varios sacos con piedras de que se valieron para forzarlas), y éstas que me escuchan y mi abuela, amarradas de pies, manos y bocas, tumbadas de cabeza en las camas. De mí no hicieron caso, porque, como ya les dije, apenas me levantaba del suelo y andaba entre las piernas de aquellos bandidos que lo registraban todo. Salí al corredor y, en la puerta, vi a un joven alto, rubio, de manta corta, que estaba riéndose. De adentro le decían:
—Don Santiago, la plata no aparece.
Y él les contestaba muy tranquilo:
—Búsquenle a la vieja.
—No aparece; no quiere decir...
—Háganle algo...
Después oía los gritos de la pobre vieja, que aquellos facinerosos martirizaban.
—¡No quiere decir nada!
—¡Mátenla!
Y entonces, don Pedro, escuche un grito tan grande que me parece sentirlo todavía en mis entrañas.
Después Santiago les decía:
—Regístrenla entera.
Al fin alguien dijo de adentro:
—Aquí está.
Habían encontrado al fin todo el dinero entre los vestidos de mi pobre abuela.
Santiago, que era el capitán de aquellos rotos bandidos, cayó preso, pero no se pudo probarle nada y poco después salía libre.
Un día, don Pedro nos refirió algo interesante sobre la vida doméstica de don Santiago.
—Ustedes sabrán —dijo— que Santiago es casado hace años. Sé estas cosas porque he andado metido en todos los detalles de cómo se realizó este matrimonio. ¿Conocen ustedes el fundo “Arrayanes”, que está cerca de Villa Alegre? Allí vivía hace tiempo una familia de la capital, de donde no se vendría por rica a enterrarse en el campo, porque pasaba muy retirada. Era gente religiosa, observante, jamás faltaba a la misa de los domingos. Componíase esta familia del padre, de la madre, una señora anciana, y de tres hijos: dos hombres, que eran los menores, y la señorita Julia Díaz. Yo la conocí. Me parece verla: alta, esbelta, rubia, algo pecosa, de cuerpo erguido, muy agradable de cara y modales como los de un hombre. Ella lo mandaba todo en la casa; jamás estaba desocupada, ya cosiendo, ya lavando, ya dando órdenes a los peones; muchas veces la encontré por los potreros presidiendo los trabajos. Todos la querían; tendría de veinticinco a veintiséis años.
Un día, estaba muy tranquilo en la comandancia cuando entró don Pedro, así se llamaba el padre de la señorita Julia. Era un caballero alto, muy serio, de pocas palabras. Esa vez estaba más serio que nunca. Me dijo:
—Vengo a hablarle, comandante, de algo muy delicado, muy grave, y que espero usted reserve. La Julia, mi hija, me la ha robado el bandido de Santiago Arriagada. Ella salió ayer a presidir los trabajos de la siembra; llegó la noche y la Julia no apareció. Yo sabía que este bribón andaba rondando; muchos trabajadores lo habían visto, y yo creía que estaría combinando algún salteo. Hágame el gran servicio de buscarme, con sigilo (que nadie sepa esto), a mi pobre hija. Ya ve usted, comandante, que es la única, y comprenderá cómo estará mi corazón con esta pena horrible.
Me puse en campaña y lo supe todo. Santiago había hecho robar por varios de su partida a la señorita Julia y la tenía en su casa, en el fundo que tiene cerca de la montaña.
Allá fui un día y vi a la pobre chiquilla. Nadie la habría conocido: estaba blanca como un papel; los ojos le brillaban como los de una loca; la voz la tenía ronca. Me dijo:
—Comandante, dígales a mis padres que yo le prometí a Dios, cuando estaba en Santiago, en el convento, no ser sino de un solo hombre en el mundo; me han robado, me han maltratado, he sido violentada; pero he jurado no separarme nunca, nunca de este hombre. Dígales a los viejos que no hagan nada, que piensen que me he muerto.
Y la pobrecita inclinó la cabeza. Di a don Pedro el recado. El caballero nada hizo y todo quedó en silencio. Desde entonces han pasado diez años y la vida de Santiago cambió completamente. Antes todo se le volvía fiestas, juergas y borracheras; después del rapto se lo pasaba metido en su casa sin verse con nadie, y yo creo que el crédito que ha ido cobrando poco a poco, lo debe a la unión y al matrimonio (porque se casó hace años) con esta santa señorita —termina don Pedro con un leve suspiro.
* * *
Una mañana de verano, el cuidador de animales vino a decir a las
casas que, de la partida de bueyes en engorda, había notado al amanecer
la desaparición de una yunta: el Aguanés y el Golondrina.
Mi padre, que se paseaba fumando por el corredor, dijo como de costumbre:
—Vayan donde don Santiago; él debe saber de esto —y al advertir mi presencia—: ¿Por qué no vas tú? Te servirá de paseo.
Y partí para la montaña.
Era una hermosa y dulce mañana de octubre, húmeda de rocío, de frescura y de aroma campestre. Ante el rápido galope de mi vigoroso caballo de pura raza chilena, desaparecía el camino, lleno de baches, cortado por numerosos canales a ras de tierra, que hacían detener un instante mi rápida marcha.
Por fin, tenía ante mí la vasta llanada de Panimávida, cubierta de tupidos pichingales, de romerillos, surcada de numerosas sendas y terrosos caminillos que en todos sentidos se cruzaban.
Después de un viaje como de dos horas, en que marché siempre al galope, ya a la sombra de altas alamedas, ya al sol entre cercados de alambre, gozando con la vista de los potreros dilatados en que pacían innumerables animales vacunos, tenía ante mí los primeros contrafuertes de la montaña: colinas boscosas de maquis, de robles jóvenes, de peumos, de grandes y añosos espinales. Observé, que el amplio camino se angostaba y se convertía en una senda estrecha, pantanosa, bordeada de espeso membrillar, que cruzaba sus ramas sobre mi cabeza y me hacía inclinarme a cada instante sobre mi montura para continuar la marcha. De pronto, aquel estrecho camino subía y, al fin, vi que ante mí abríase un claro soleado. Bruscamente, en el faldeo de la montaña rojiza, vi alzarse una pequeña y vieja casa a la sombra de escasos sauces; ni una flor, ni una enredadera colgaban de los ennegrecidos pilares de aquella casa, que se erguía a todo sol con sus paredes blanqueadas de cal, cubierta de desconchaduras y de moho, sobre un nido de ortigas y de malezas, a la vera del camino, que tal vez seguiría serpenteando montaña arriba.
A la sombra de uno de aquellos grandes sauces, vi a un hombre vestido con una corta blusa blanca y pantalones obscuros, que en ese instante, de espaldas a mí, ocupábase empeñosamente en arrancar con toda fuerza la piel de un cordero que pendía atado con una cuarta de hierro de una de las gruesas ramas del sauce. Aquel hombre era vigoroso a juzgar por la anchura de sus espaldas y la facilidad con que despellejaba al animal, y yo vi que entre los dientes tenía apretado un cuchillo de esos que usan nuestros matanceros y cuyo mango y larga punta asomaban a ambos lados de su cabeza vuelta.
—¿Cómo está, don Santiago? —le dije en voz alta.
El hombre volvióse rápidamente. Imposible habría sido definir la edad de aquel sujeto: su rostro, quemado por el sol, cubierto de numerosísimas arrugas de un color de bronce viejo; sus largas y entrecanas patillas de dos haces; sus grandes ojos negros que me sonreían con afecto y con una humildad que a mí se me antojaba socarrona, eran simpáticos y agradables.
Se me acercó, tomó la brida de mi caballo y guardó silencio un instante, clavando en mí una mirada sonriente, fija, como diciendo:
—¿Para qué me necesita?
—Venía a verlo, don Santiago, por encargo de mi padre. Anoche han desaparecido dos bueyes de la engorda y vengo a pedirle nos ayude a encontrarlos.
Entonces el rostro de don Santiago tomó una expresión grave, reflexiva, y abandonando la brida que tenía cogida, tomó entre sus grandes manos musculosas, cubiertas de grueso vello, la ación de mi silla inglesa, y principió a hacer jugar distraídamente la hebilla. Yo, entretanto, observando esas manos vigorosas, pensaba:
—¡Cuántas veces estas manos se habrán teñido de sangre!
Me preguntó en tono seco, breve, imperioso:
—¿Quién dio la noticia?
—El capataz.
—¿Cuántos eran los animales de la engorda?
—Doscientos cincuenta.
—¿Cómo dio la noticia?
—Que faltaban los bueyes Aguanés y el Golondrina.
Don Santiago abandonó la hebilla de la ación, cruzó las manos sobre el vientre e inclinó la cabeza un instante mirando el suelo, como si buscase en el algo que se le acabase de perder.
Después me dijo en voz baja:
—¿Cómo se llama el capataz?
—Floro Retamal.
Al escuchar este nombre, alzó la cabeza y fijando en mí una mirada en que me pareció que sus ojos negros se obscurecían aun más, me dijo rápidamente:
—Llévenlo a Retamal a la policía y díganle al comandante que le averigüe, porque él fue quien entregó los bueyes y él sabe a quién.
—¿Por qué? —le repliqué.
—Por la razón de que es imposible que un hombre pueda recordar, con tanto animal, cuál es el color de los que le han robado, si él mismo no ha andado en todo.
Despedíme de don Santiago. Al dar vuelta mi caballo vi, allá lejos, en lo alto del corredor, sentada en un pequeño sofá, a una mujer vestida de negro. Leía inclinada sobre un libro, mientras las grandes masas de sus cabellos castaños brillaban al sol de la mañana y velaban su rostro, borroso a la distancia. Era la señora Julia Díaz de Arriagada, esposa de don Santiago.
Averiguóse el robo en la forma que don Santiago aconsejara y los animales aparecieron.
* * *
Un frío día de invierno fui al pueblo a no recuerdo qué
diligencia. Al pasar frente a la botica y droguería de las señoritas
Díaz, vi a un hombre que conversaba animadamente con las dueñas. Aquel
hombre cabalgaba hermoso caballo negro; la larga manta de Castilla que
envolvía su grueso busto, el gran sombrero echado atrás, negros eran
también. Y en el apuesto jinete reconocí a don Santiago Arriagada.
En el instante que yo pasaba, decía con voz gruesa, cortante, como si tratase llamar la atención:
—¿Entonces, señoritas, no venden en su negocio alguna agua con que lavar frentes manchadas, como la mía?
Me detuve. Ante el silencio y la estupefacción de las señoritas Díaz y las pocas personas que, entre tímidas y curiosas, se detenían a observar esta escena extraña, don Santiago clavó vigorosamente sus grandes espuelas de plata en el vientre del animal y lo sofrenó con fuerza. El animal se encabritó un instante y avanzó después piafando, arqueando el cuello airosamente, arrancando chispas de las piedras de la calle, hacia la plaza del pueblo, casi desierto en ese instante.
Y don Santiago, al divisar a nuestro amigo don Pedro Jarabrán, que por ahí descuidadamente transitaba al lento paso de su desmayado caballo, con un impulso violento de su gran cuerpo musculoso hizo avanzar al inteligente animal hasta el pecho del caballo del comandante, sujetando la brida con los dientes, mientras sus manos hurgaban nerviosamente bajo la manta. Por fin, sacó un revólver que apuntó al pecho del viejo, mientras su izquierda blandía un largo puñal.
Jarabrán, al verse tan inopinadamente agredido, alzó fríamente sus desnudas manos indefensas; sus ojos brillaban como fuego bajo las cejas cerdosas. Dijo tranquila y serenamente:
—Santiago, tú sabes muy bien que a mí no me amedrentas.
En seguida agregó con voz fuerte, entre paternal y amistosa:
—Déjate de payasadas, Santiago; yo te conozco; vamos a tomar una copa, mejor, como amigos, y entrégame esas armas.
Al escuchar estas palabras, don Santiago se estremeció, inclinó la cabeza, bajó el revólver y humildemente lo pasó a Jarabrán; el largo puñal lo arrojó lejos de sí. Un guardián que por ahí transitaba, se inclinó a recogerlo. Y los transeúntes vieron a Jarabrán y a don Santiago que, al lento paso de sus caballos, se dirigían juntos hacia la parte sur del pueblo.
Días después don Pedro decía, comentando esta escena insólita:
—Estas mañas de Santiago las conozco mucho, hace años; son para despistar a la justicia. Hace dos días que se ha cometido un salteo en Caliboro, del que habrá sacado la parte del león, como acostumbra siempre.
* * *
Una heladísima tarde regresaba con mi amigo Domingo García de una
cacería que había durado desde el amanecer hasta que el sol se puso.
Nuestros morrales venían repletos de casi todas las variedades de la fauna volátil de la región: perdices, becasinas, patos, catas, zorzales. Estábamos alegres, fatigados, hambrientos; comentábamos con animación todas las peripecias de la excursión, que resultó nueva e interesante porque casi todo el día habíamoslo pasado recorriendo afanosamente la grande y boscosa quebrada de Diuquén. Allí las perdices se levantaban a cada instante hacia arriba, hasta llegar a las altas cimas de los litres, de los peumos, de las pataguas, de los maquis, donde nuestros tiros, rapidísimos y que casi nunca dejaron de hacer blanco, las abatían. Desembocábamos en el llano de Panimávida, cuando Domingo me dijo:
—Pasemos a comer algo a la “Madrugada”.
Era una taberna campesina que yo conocía mucho de nombre, pero en la que nunca me detuviera. Veía brillar a lo lejos una casa lejana.
—Allí es —me dijo mi amigo y apuramos el galope.
Era domingo ese día y a nuestra llegada a la taberna vimos que estaba dividida en dos departamentos, uno destinado a la gente decente, dos piezas que servían de restaurante con pretensiones de cantina, no muy limpias en verdad, y un comedor estrecho donde había una mesa y varias sillas, y el otro, vasto corralón, donde se jugaba a la rayuela, al monte y brisca y que servía de posada para las carretas. A nuestra llegada, un grupo de huasos borrachos topeaban y revolvían sus caballos en la gruesa y larga vara que guarnecía la casa.
Descendimos de nuestros caballos y nos instalamos en el comedor, al lado de la mesilla, llamando con las manos. A nuestra llamada salió una mujer anciana y achacosa, que nos sirvió lentamente, lanzando suspiros que parecían gemidos, y que, por de pronto, nos trajo un gran jarro de pitarrilla, que nosotros apuramos con avidez, mientras nos preparaba algo que saciase nuestro apetito. Desde donde nos encentrábamos sentados escuchábamos el ruido de las bolas, el chocar de los vasos, dichos y carcajadas groseras. Una quincha de ramas pegada a la mesilla que ocupábamos, nos separaba del corralón vecino, donde a esa hora hormigueaba tal vez la peonada recién pagada esa mañana.
Reanimadas nuestras fuerzas por la pitarrilla, continuábamos comentando con Domingo nuestra cacería, haciendo proyectos para otras partidas, protestando de la tardanza de la vieja en servirnos, cuando a través de la quincha llegó a nuestros oídos una conversación que nos parecía un murmullo, charla íntima, confidencial, sostenida en voz baja, profunda; y al escuchar estas palabras, pronunciadas claramente: “¿No sabías, entonces, cómo mataron a don Santiago?”, pegamos curiosos nuestros oídos a la quincha y escuchamos este diálogo:
—No sabía nada, don Anselmo, nada, nada. Yo creía que andaría en la Argentina.
—Pues en un viaje a la otra banda fue donde le dieron el bajo al patrón.
—¿Y cómo fue?
—Yo supe esto por uno que vino de allá y habló con el Alma en Pena. Él fue quien lo mató.
—¿Y por qué?
—Me preguntas por qué así, así no más. Yo no debía contarte esto, porque eres un chiquillo para mí, que puedo ser tu abuelo; pero al acordarme que fue amigo y compañero de tu padre, te lo voy a decir a ti muy en secreto, ahora que estamos juntos. El Alma en Pena, sobre todo, era el hombre de don Santiago. ¿Quería el patrón hacer alguna de las suyas? A buscar el Alma en Pena; los dos se entendían y todo les salía bien con él: fuera robo, muerte, salteo, rapto, cualquiera payasada, él buscaba la gente, las armas, recibía la plata, hacía la repartición, y a don Santiago, tan tranquilo en su casa, le llegaba su parte sin que le faltase nunca un cobre. Después que se hacía la cosa, “El Alma” las padecía, es cierto, pero nunca
decía esta boca es mía, le hicieran lo que le hicieran. Yo que soy viejo y sé estas cosas, te puedo asegurar que el Alma en Pena le fue fiel a don Santiago como un perro hasta el día en que el patrón le faltó. ¿Te acuerdas del salteo de la “Niebla”, cuando mataron a don Nicanor Rojas y a su hijo? Pues la justicia llamó a don Santiago y el patrón no sé por qué se vio afligido y dio indicios del Alma, que fue, la verdad, quien lo hizo todo. Pues me agarran al Alma; tú comprenderás todo lo que le hicieron padecer. Al fin de un año que estuvo preso, salió libre. Don Santiago se metió en su favor. Así me lo han contado a mí. Me dicen que cuando salió, don Santiago lo fue a ver y le dijo: —Alma, yo te he librado la vida; te he dejado libre—. El Alma, tú sabes lo callado que es, le escuchaba con la cabeza agachada. Don Santiago le volvió a decir: —Yo te debo mucho a ti; pero ahora me lo debes todo a mí. En pocos días más tenemos que hablar de un negocio en la Argentina—. El Alma, callado siempre, porque sabía que don Santiago había dado las señas. El que me contó esto me dijo: “Yo encontré al Alma en Pena en Chosmalal, una vez que había tomado sus copas, porque, como Ud. sabe, bueno no habla nunca nada, y me dijo: —Él me había hecho una a mí; yo no perdono; él lo sabía. Vino a convidarme para ir juntos a buscar animales para traerlos de contrabando por el resguardo del Melado, donde yo conozco todos los pasos. Esto lo hacía para aguacharme y ¡yo no había perdonado! Le dije que sí. Cuando estuvimos en camino, don Santiago, viendo que yo venía callado, me hablaba, me hablaba. Así pasaron tres días; yo sabía que me conoce y me tiene miedo cuando me ve así. Al fin un día, con el sol alto, y ya muy cerca de la línea con Argentina, vi a don Santiago que al desensillar el overo tendía los pellones sobre la enjalma, y se tapaba con la manta para dormir. Pasó un rato y cuando estuve cierto que estaba bien dormido, porque le tiré unas piedrecitas desde lejos, y no se meneaba, agarré un risco tan pesado que apenas me lo podía y se lo dejé caer en la cabeza. ¡Así me las pagó todas! Después fui a buscar el caballo, lo degollé, lo arrastré hasta donde estaba don Santiago; hice una fogata y quemé los dos cuerpos, hasta que no quedó más que ceniza. Después las eché, para acá, trayéndome todo lo que valía a las ancas de mi bestia”. Así murió, Gregorio, mi pobre patrón. A mí nunca me hizo nada. Yo lo quería porque lo conocía desde niño y había andado en tantas cosas con él. Era también tan generoso con uno cuando lo veía en la mala y tan atrevido para los negocios. Poco antes que se robara a la señorita Julia, lo encontré un día por el camino de Llancanao y me llamó:
—Anselmo, ¿en qué te ocupas ahora?
—Estoy cuidando unos animales, por aquí cerca —le contesté.
—Vente conmigo —me dijo—. Tú eres un hombre callado, de confianza.
Yo sabía que a todos los niños les decía siempre:
—Al que ande contando por ahí mis cosas, lo mato como a un perro.
Me fui con él, Gregorio, y la casa la encontré cambiada. Antes tenía allá unas mujeres con las que se pasaba tomando; ahora me encontré de dueñas a las dos beatitas Lamillas; tú sabes lo rezadoras que son. Al día siguiente de llegar yo, la casa estaba limpia como un cristal; las beatas, llenas de imágenes y de santos, y vamos rezando. Cuando llegó la señora Julia, yo estaba allá hacía dos días y me hacía el sordo para no entender sino lo que convenía. Para qué te cuento lo bien que he pasado ese tiempo, que es el más feliz de mi vida. Don Santiago parecía otro; no se sentía; la señora lo quería. ¡Cómo la engañaba! Muchas veces lo vi a él de rodillas a sus pies, tomándole las manos, como si le pidiera perdón. Cuando pasaba algunos días fuera, nunca dejaba de mandarme llamar a casa de unos inquilinos a cambiarme ropa, para que no quedase rastro de dónde había andado. Cuando llegaba a las casas, ella lo miraba, lo miraba; parecía querérselo comer con aquellos ojos tan bonitos que tiene la señora. Algunas veces tenía sus palabras con el patrón, pero ella mandaba; entonces él se iba a sentar bajo aquel sauce viejo que hay cerca de las casas y se ponía con las dos manos en la cara. Allí se lo pasaba mucho rato hasta que volvía llamándola:
—Julia, Julia, ¿dónde estás?
El patrón no podía vivir sin ella. Ahora ella le servía: la casa, como un espejo, las siembras, las cosechas, todo a tiempo. Un día echó a las Lamillas. Les dijo: —No quiero aquí gente cuentista—, y se fueron las pobres beatitas. Nunca, nunca en todo el tiempo que estuve en la casa mientras don Santiago vivía, la vi ir a la iglesia del pueblo. ¡Pobre señora! Yo, que soy un viejo malo, perverso, la compadecía. Cuando uno que venía de la Argentina trajo la noticia de la muerte de don Santiago, yo estaba allí, en el corredor. Parece que la veo: cerró los ojos, apretó las manos y la boca la movía como si rezara; se paró después y se fue a encerrar a su pieza, y yo que pasaba por la ventana, la vi mucho, mucho tiempo arrodillada frente a una Virgen de bulto. Al día siguiente me mandó poner el coche para ir al pueblo. Llegamos a la iglesia; entró a la sacristía; estuvo mucho rato adentro, y yo pensaba que se habría ido a confesar. Cuando salió, la cara la tenía como si hubiese llorado. Era la primera vez desde que trajeron la noticia. Yo estoy siempre allá; la sirvo en todo: de mozo, de cochero. Ahora va siempre al pueblo; pero no a ver nadie, a pesar de que la han venido a visitar muchas personas principales: la intendenta, la mujer del juez, el alcalde. Sólo va a ver al cura señor Merino, con el que conversa horas, y siempre que viene trae los ojos hinchados de llorar. Todos dicen que se va a entrar de monja; yo lo creo, a pesar que ha quedado tan joven, tan bonita, tan rica con toda la plata que le ha dejado el patrón. El otro día, por la mañana, cuando me daba sus órdenes, me quedó mirando mucho rato, y me dijo:
—Anselmo, ¡tú debes haber padecido mucho en tu vida!
Yo agache la cabeza. Qué le iba a responder. Y me volvio a decir:
—¡Pobre viejo! Yo he sufrido mucho más que tú.
Y sus ojos, tan bonitos, se llenaron de lagrimas.
—Hay viudas así, Gregorio, en este pícaro mundo —terminó el llamado Anselmo.