El Clavel Rojo

Federico Gana


Cuento


A Francisco Contreras


Si, me dijo, continuando mi amigo, donde Ud. me ve yo también me he ocupado de letras, hace ya muchos años escribí versos, prosa y hasta afronté la publicación, pero como todo pasara inadvertido y no diera ni honra, ni dinero, aquí me tiene Ud. sembrando papas y tratando de hacer plata, para vivir tranquilamente lo mejor que se pueda. Por ahí, en mis cajones, conservo aún algo inédito, revuelto entre papeles; y ya que Ud. me dice que piensa publicar un libro de novelas cortas, le traeré uno de estos días algunos de esos ensayos, para que vea modo de aprovecharlo dándole la forma que quiera.

Quien así me hablaba en una hermosa mañana de primavera, allá en el fundo, era uno de tantos ensayistas como se encuentran en nuestra tierra, de esos que después de soñar mucho y tentarlo todo sin éxito alguno, terminan por marcharse al campo a olvidar en él muchas heridas ocultas, muchas ilusiones fracasadas.

Le acepté el ofrecimiento; y hé ahí esas breves e ingenuas impresiones, casi iguales a las que me obsequiara mi büen amigo.


* * *


Ya he cumplido catorce años y la vieja casa de campo está como encantada para mí en estas vacaciones.

A mi desatinada turbulencia de otro tiempo, ha sucedido una gravedad extrema. Mi vida ahora obedece como a la ley de un ritmo; estoy tranquilo, acaso triste, pero mi tristeza a nadie hace mal, y yo me siento tan hondamente enorgullecido.

Me paso las horas perdidas sumergido en pensamientos vagos y profundos, pero tan armoniosos. El vuelo de un insecto que atraviesa el espacio, el perfume de una hoja de madreselvas, me sumergen en éxtasis sin fin.

Siento que mi alma comprende, por fin, su objeto, y me digo: ya está hecho todo, nada tengo que esperar. La vida se pasará así...

Comprendo que soy superior a todos; hablo como soñando, desdeñosamente. Ellos no saben mi secreto, pienso; y callo y me sonrío con ternura.

No me muevo de la casa en todo el día; me paseo largo rato, tranquilamente, por mi piececilla de estudiante, sin hacer nada, deteniéndome a veces delante del espejo; y, por fin, siento el deseo de ir una vez más a la pieza de mi madre.

Allí están ella y mi prima Natalia, ocupadas en costuras y en tejidos. Natalia tiene quince años y ha venido a pasar las vacaciones con nosotros. Mi madre dice sonriéndose, al verme entrar:

—Natalia, ocupa a este flojo en desenredar tu madeja.

Yo me acerco, me siento junto a mi prima en una silleta baja y tiendo los brazos, mientras ella me rodea cuidadosamente las muñecas con la madeja y principia a formar la pelota de lana.

Y yo al mirarla, comprendo vagamente mi secreto; mi corazón palpita y se abre contemplando las pesadas madejas de sus cabellos negros peinados a la colegiala, su tersa frente, sus grandes ojos claros, que fija de tiempo en tiempo en mí detenidamente y en cuyo fondo, límpido y sereno, donde brillan rayos de ternura, me parece que se refleja todo mi sér.

De repente mi brazo tiembla; la madeja se enreda, me esfuerzo en desenredarla, mientras mi prima me dirije una mirada baja, con la que parece darme las gracias por lo que he hecho. Me inclino aturdidamente a recoger la madeja, mis cabellos rozan el percal del vestido de Natalia y me alzo estremecido con las mejillas encendidas de felicidad.

Y después, paseándome por el comedor, pienso

—¡Ah! vivir así... contemplar sus ojos... ¡No te pido más, Dios mío!

Pero un día viene un médico del pueblo vecino a visitar a uno de mis hermanos.

Después del examen del enfermo, el doctor hace sus últimas recomendaciones en el viejo salón de la casa. Es un joven elegantemente vestido, de pequeña estatura, ojos vivos y risa simpática. Habla con aire de afectada desenvoltura y gestos fatigados, pronunciando a medias las palabras técnicas, y contempla sonriente a mi prima, que da vueltas lentamente a su alrededor, con una espresión atenta, como si ella sola pudiese comprender lo que él dice. Ella también, de pie, parece abandonarse muellemente a la admiración que produce, y dirige al médico una mirada clara y luminosa, cargada de confianza y de interés. Yo estoy sentado junto al piano y comparo, con humillación, mis gruesos pantalones de invierno, mi manchada chaqueta de brin y mis grandes y rojas manos de muchacho, con el elegante y tranquilo aspecto del doctor; un tumulto de punzantes inquietudes se alza con violencia en el fondo de mi corazón; y levantándome bruscamente de mi asiento me dirijo a mi habitación y me encierro con llave.

Me paseo agitado por la pieza, pronunciando en voz alta frases entrecortadas:

—Todo acabó... no la miraré más. Todo ha acabado, me repito.

Siento que es menester hacer algo, algo muy grande... Ella verá...! Pero no la miraré... Es menester ahora pensar seriamente... Obrar sin demora. Estudiaré... me digo.

Y dirigiéndome gravemente a mi mesa de estudio, sobre la que está mi pequeña biblioteca, escojo entre mis librejos una vieja gramática francesa. (He fracasado en el examen ese año). Es menester recuperar el tiempo perdido, pienso, tendiéndome sobre el sofá y abriendo sosegadamente la gramática.

Y leo, leo largo tiempo sin entender; las letras danzan confusamente ante mi vista; y pienso en que ya todo está perdido para mí y en que soy horriblemente desgraciado; me esfuerzo en exagerar mi desgracia: una compasión infinita por mi inmensa desventura se apodera de mí; un nudo amargo parece subirme a la garganta; mis ojos se nublan, mientras las lágrimas inundan sin cesar mis mejillas; y, por fin, abrumado de dolor y exhausto de lágrimas, me quedo dormido con la gramática sobre las narices. Despierto sobresaltado. Alguien empuja la puerta y tamborilea impaciente en los vidrios.

A través de los cristales, donde se reflejan los últimos rayos del sol poniente, diviso confusamente, con alegría mezclada de amargura, el rostro de mi prima bajo una gran chupalla de paja. Viene, como de costumbre, a invitarme a salir a pasear por la viña cercana. Siento que después de lo ocurrido ese día, es menester mostrarme con ella frío y desdeñoso. Abro la puerta.

—Apúrate, vamos luego, que se hace tarde, me dice, golpeando el suelo con el pie; y salimos.

La tarde está tibia y serena. El viento se duerme poco a poco en las copas de los álamos; pequeñas nubes inmóviles bordean el horizonte; el sol se pone sin rayos, y sobre la cordillera, que parece fundirse en el azul, la luna llena, como un gran escudo de plata sube lentamente en una atmósfera pesada de vapores.

Frente a nosotros la viña se extiende envuelta en una ligera bruma.

Mi prima marcha lentamente delante de mí, hollando con cuidado la yerba, irguiendo la cabeza como para respirar mejor. En su mano lleva un gran clavel rojo, con el que juega distraída; de cuando en cuando clava en mí una larga y cándida mirada.

Yo la sigo en silencio con la cabeza baja, haciendo saltar las piedrecillas con los pies. Mientras ella va y viene entre las parras, yo me he sentado en un reguero y contemplo el sol poniente. Y oigo que ella exclama:

—Mira, aquí hay uvas maduras ya. Aquí tengo un racimo casi negro.

El sol se ha puesto; y una gran mancha de oro empañado queda sobre la cordillera de la costa; los árboles, los potreros lejanos y la viña se empequeñecen poco a poco. Mi prima, cansada de correr, está a mi lado silenciosa, Yo contemplo a hurtadillas su perfil inmóvil, sus grandes ojos dilatados fijos en el espacio, sus largos cabellos sueltos bajo la chupalla de paja, la pequeña mano que sostiene la mejilla, fundiéndose todo en la sombra y experimento una angustia vaga e infinita.

De repente ella murmura en voz baja, sin volver la cabeza, como hablándose a sí misma:

—¿Por qué estás triste hoy? ¿No me has dicho que yo era tu mejor amiga...?

Entonces me inclino hacia ella y le digo:

—Oye; confiésame esto: ¿Te casarías con ese doctor? Y ella me contesta sin mirarme:

—¡Qué ideas tienes! ¿No viste, entonces, que era viejo?

En seguida busca en sus cabellos el clavel que traía de la casa, me lo tiende en silencio y continúa contemplando el horizonte envuelto ya en las sombras de la noche.


Publicado el 15 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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