El Escarabajo

Federico Gana


Cuento


Escuchad lo que un picaflor refería a unas violetas mientras aleteaba y bailaba alegremente en el aire embriagado de luz, de perfumes de flores recién abiertas, chupando insaciable la miel con su larga lengua. Les decía:

—Mirad, amigas mías, ese rosal, ese viejo rosal que está allá abajo, lleno de polvo, abrasado por el sol, muriéndose de sed, con sus raíces carcomidas. Hubo un tiempo en que él y yo fuimos íntimos amigos, pero entonces estaba cubierto de frescas verdes hojas y de rosas más rojas que el rubor de las doncellas. Ahora, ya lo veis, el pobre viejo marcha rápido hacia la tumba, ya no tiene sino una que otra escuálida florecilla y sarmientos secos que dan lastima y repugnancia, y vosotras sabéis que a mí me agradan la juventud, la belleza y los colores alegres que vosotras poseéis en grado eminente, mis dulces amigas.

Al pie de ese rosal vivía, no hace mucho tiempo, una familia de escarabajos, cuyo nombre no sé ni quiero saber, porque la ciencia me repugna, pero lo que no se me ha olvidado era que brillaban sobre la tierra y sobre las hojas como las esmeraldas y que tenían reflejos de arco iris. Os confieso que eran tan bellos esos colores, que varias veces la envidia se deslizó en mi corazón, y que de buena gana hubiera cambiado mi diadema tornasol por su brillante corselete.

Componíase aquella familia de cuatro animalitos, la madre y tres hijos; el padre había muerto a consecuencia de un accidente muy común en esta raza de escarabajos que se arrastran; un día el jardinero le puso el pie encima y...

La madre y sus hijos vivían felices a pesar de su orfandad; nuestra buena madre Tierra les daba todo lo que necesitaban para su sustento y conservación; cómodas y abrigadas habitaciones entre las raíces del rosal y abundante alimento en los mil gusanillos incautos que se aventuraban cerca de su vivienda. Su corselete impermeable y durísimo les libraba del frío y de la necesidad de usar y lucir lujosos trajes.

La menor de las tres hermanas tenía un espíritu inquieto, ardiente... Muchas veces, marchando sobre el fresco césped en busca de su comida, había experimentado sensaciones indefinibles, extraños deseos de saber, de conocer muchas cosas, y como ella misma no se daba cuenta con fijeza de lo que habría querido, sufría y se quedaba a veces meditabunda.

Una mañana de primavera, antes que el sol hubiese aparecido tras de las montañas lejanas, paseábase solitaria a inmediaciones de la casa maternal. Habiendo visto un pequeño gusanillo que venía arrastrándose torpemente por una de las ramas del rosal, se lanzó en su persecución y subió rápidamente tras el; pero apenas había dado algunos pasos, se detuvo llena de turbación. Allá arriba, a través de las enmarañadas ramas negras, brillaba, resplandecía algo muy azul. ¿Y que era lo que había allá arriba? Habría querido ir sin demora a conocerlo, a hundirse en aquel húmedo, sombrío, desconocido y lejano azul que parecía llamarla a ella, la pobrecilla que se veía sin fuerzas para llegar hasta él. Y permanecía, en tanto, arrobada, llena de desesperación, hasta que vio aquello, de azu que era, se teñía en un tenue color de oro. Una inmensa y universa explosión de cantos, de luz, de perfumes, de armonías, parecía saludar aquel áureo y extraño resplandor.

Y el animalillo, hundido en el polvo, embriagado de ternura y agradecimiento, adoraba y bendecía aquella gloria suprema.

Su alma se estremecía de dolor y de ternura al pensar en que por fin había descubierto el objeto de sus inciertos deseos: era esa luz, esa luz lejana lo que ella soñaba poseer.

Mientras su madre y sus hermanas jugaban sobre la yerba húmeda bañada por el sol de la mañana, ella, encerrada en el rincón más obscuro de su morada subterránea, daba curso a sus pensamientos. Soñaba sueños de suprema felicidad vagando en aquellos distantes horizontes, en una vida nueva y espléndida, llena de eterno amor, de eterna juventud, y para ello era menester subir más arriba y estrechar aquello que tan dulcemente palpitaba entre las ramas y las hojas verdes.

Un día le oprimió el corazón una angustia inmensa: una mariposa que iba aquí, allá, conversando con las flores, se detuvo cerca de ella, bañada en la húmeda grama de su cuerpecito fatigado y ardiente. Después, inconstante, tendió el vuelo haciendo zigzag en el aire, y ella la vio alejarse allá por fin, llegar a la cima del rosal, posarse sobre una hoja y confundir sus variados colores, sus ridículos colores, con el azul, con el eterno azul.

En la noche, mientras todo dormía, salió furtivamente, como un criminal, de su agujero subterráneo. Su corazón palpitaba de miedo y de placer al encontrarse en medio del silencio y la obscuridad.

Principió a subir trabajosamente el rugoso tronco del rosal. Cada excrecencia de la corteza era un precipicio para sus débiles fuerzas. Al paso el camino estaba cubierto de espinas agudísimas que herían y destrozaban su pobre cucrpccillo fatigado: su sangre blanca corría, pero ella experimentaba un placer amargo, una voluptuosidad secreta. El aliento le faltaba; se detuvo un instante a descansar y se vio rodeada de tinieblas y siguió adelante ciegamente. De repente sintió que el rosal entero se agitaba como si fuera a ser arrancado con violencia. La lobreguez de la noche era turbada por luces rápidas y lejanas que iluminaban siniestramente la tierra, y la llama de inmenso amor que quemaba su alma le daba siempre nueva fuerza.

Largo, largo tiempo marchó rabiosamente en medio del viento tempestuoso, el estallido del rayo, la lluvia y la obscuridad; al fin, sus fuerzas estaban agotadas. Hizo un último y desesperado esfuerzo, y entonces sintió que marchaba sobre una superficie desigual y sedosa; un perfume penetrante llegaba hasta lo más hondo de su ser despedazado; se dejó caer extenuada en una cavidad que se abrió repentinamente a sus pies; le pareció que descendía a lo largo de una pared blanda y suave y que el perfume que aspiraba iba en aumento. Llegó al fondo de aquella cavidad desconocida y allí se apodero de ella una laxitud, un bienestar inmenso, y se quedó profundamente dormida.

Al despertar, vióse recostada en el cáliz de una rosa purpúrea que había abierto durante la noche; sus pétalos, cuajados de rocío, temblorosos de amor y de felicidad, parecían acariciarla llenos de timidez y de ternura y decirle: “¡Oh, buena amiga, no te vayas: comparte con nosotros el primer beso de la aurora!”

Y el animalillo gozaba en su corazón, y permanecía mudo de sentimiento.

Les habría dicho:

“¡Ah!, buenos amigos; yo os amo; yo moriré por vosotros, si lo queréis; pero por ahora necesito llegar a un país azul que he visto desde la tierra”.

Y en ese instante ella vio algo que tenía claridades de llama, diáfanos tonos de la primera luz, perfumes de inocencia, sueños jamás soñados. Y enloquecida, trémula, sin aliento, ahogada por la dicha, trepó a lo alto de una hoja de rosa que temblaba.

—¡Por fin! Aquí está el azul, el profundo azul.

Un viento de nieve soplaba de las lejanas montañas, que despertaban entre la bruma de los valles y el resplandor, verdoso, diáfano de la mañana; un viento de nieve venía de la inmensa y verde extensión, de las dormidas alamedas, de las sombrías lagunas.

Entonces ella avanzó más arriba aún, y se sintió perdida, rodando, en el espacio, arrebatada para siempre en una agonía de inmensa felicidad por el viento glacial que la acercaba al azul, siempre al azul.


Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.
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