El Forastero

Federico Gana


Cuento


Un día que conversaba tranquilamente con el viejo mayodormo Simón, de diferentes tópicos, este me dijo de repente:

—Sabe, señor, que nos ha llegado un peón nuevo.

Esta era, a la verdad, una buena noticia, porque los trabajadores andaban escasos y las labores de la estación eran múltiples y variadas.

—Y ¿cómo se llama ese peón? le pregunté.

—Se llama don Floro Retamal, murmuró con cierto airecillo socarrón que no me pasó inadvertido.

—Y ¿de dónde viene?

—De lejos, de las montañas de Longaví. Pero el hombrecito es viejo... continuó recalcando estas últimas palabras.

—Y ¿qué importa, si sabe trabajar?

—Es que apenas puede ya con sus huesos.

—Ocúpalo entonces en arar la viña.

—Tal vez no alcance a cargar con el arado.

—Ponlo a abrir desagües...

—Menos se podrá barajar con la pala; a la media hora estará cansado.

—Díle que arranque zarzamora o desgrane ese maíz que hay en la bodega...

—Quería decirle también que yo lo tengo alojado allá, en mi casa... Ahí está desde que llegó...

—¿Entonces es solo?

—Solo, señor, sin nadie en este mundo.

Comprendí sin esfuerzo, al llegar a esta parte de nuestra conversación, que Simón la había promovido con el único objeto de darme a conocer que él era también hombre caritativo, rumboso, persona, en fin, que se gastaba el lujo de tener alojados en su casa.

Un día que fui a dar una vuelta por las viñas, conocí al nuevo peón forastero. Era, en efecto un anciano como de sus ochenta años, de elevada estatura, algo encorvado por la edad y vestía con cierta decencia. Un viejo sombrero de pita cubríale la cabeza, gastaba manta de lana de guanaco y botas de alto tacón. Su rostro enflaquecido, pálido y estenuado, poblado de una larga barba blanca que le llegaba al pecho, era del más puro tipo peninsular, y me hacía pensar involuntariamente en si ese pobre peón anciano e inútil no sería tal vez algún descendiente directo de aquellos primeros soldados españoles, que llegaron a nuestra tierra en los remotos tiempos de la Conquista.

Como decía don Simón, el buen hombre tenía las fuerzas agotadas por los años. Cogía con sus largos brazos descarnados el grande arado americano, y a mí me parecía escuchar el crujido de sus viejas articulaciones, cuando, con angustioso esfuerzo, lo levantaba para hundirlo en la tierra reseca y dura. El flaco caballejo que guiaba con unas riendas de cordeles, se le extraviaba a cada instante entre las parras, enredándose aquí y allá, quebrando los sarmientos de la viña recién podada. Los demás trabajadores que componían la faena, en su mayoría jóvenes y vigorosos, labraban diez surcos, mientras el anciano, a duras penas, conseguía abrir uno, en medio de bromas y dicharachos:

—Este don Floro va a salir acabando con la viña...

—Deje tranquilo, abuelo, a ese pobre bruto; no ve que le está diciendo clarito: mejor estaría comiendo pasto, que no andar a encontrones con las parras...

—Ya se le arrancó otra vez...

Y el viejo, sudoroso, enrojecido, acezando, sin alientos, corría desalado, con los brazos tendidos, tras el caballo fugitivo. Después reanudaba silenciosamente la abrumadora y estéril tarea, indiferente, al parecer, a las risas y al barullo de toda aquella gente moza, robusta y alborozada.

Pasan días, llega el sábado, y con él el pago general de la peonada de la semana. Es ya la tarde. El mayordomo trae, como de costumbre, en su grasienta libreta, cuajada de números y jeroglíficos imposibles, las planillas de los peones que se agrupan en el corredor; y los va llamando uno por uno, al mismo tiempo que descifra trabajosamente los nombres y los días de jornal, y yo voy haciendo los pagos, apuntándolos en los libros. Simón, con aire grave, hace recomendaciones, da paternales consejos de moralidad práctica al entregar el dinero:

—Sordo, ándate de aquí derechito donde tu mujer, y llévale esa plata; no te vayas a emborrachar.

—Candelilla, estás muy alcanzado con la hacienda: debes diez pesos; toma dos y no me digas nada, porque entonces no te doy ni un centavo. No me dejes de salir el lunes para que te descargues.

Se siguen protestas, risas, murmullos, súplicas de los deudores:

—No tendremos ni para el pan de los chiquillos... exclaman algunos; pero Simón, que bien los conoce, guiña los ojos y permanece inflexible. Al fin, todos se retiran tranquilamente y, al parecer, resignados.

—¿Y usted, don Floro, cuántos días nos ha trabajado? dice el mayordomo, con cierto tonillo despreciativo, dirigiendo una mirada al anciano forastero que, de pie, apoyado en un pilar, permanece silencioso, dándole vueltas lentamente a su sombrero de pita.

—Ud. lo ha de saber mejor que yo, don Simón; para eso está aquí, contesta secamente el interpelado.

—Seis días, a un peso...

Le entrego a don Simón el dinero y éste se lo pasa al peón. El pago ha terminado y el mayordomo se retira.

La noche ha caído ya por completo y yo permanezco sentado todavía en el corredor, contemplando la nevada cordillera que tengo al frente, que parece muy cercana a través de los gruesos troncos de los álamos del camino y la calma profunda de los potreros silenciosos, llenos de sombra...

De pronto, de uno de los pilares, se desprende un bulto y se dirige hacia mí. Es el anciano peón en cuya presencia no he reparado; veo en la obscuridad brillar su larga barba blanca; avanza encorvado, respetuosamente, y dice con voz insegura:

—Señor, antes de retirarme, porque me voy a ir de aquí; quisiera decirle algo a su mercé...

—¿Por qué te vas? le pregunto.

—Porque... Luego lo sabrá... y, además... bien veo que ya no estoy para trabajar. Pero es de otra cosa de lo que quería hablarle...

Guarda silencio un instante, y en seguida continúa, elevando ligeramente el tono de su voz gastada, de anciano.

—Simón le habrá dicho que estoy alojado en su casa...

—Lo sabía, le contesto.

—Pues bien, quería decir a Ud. antes de irme, que yo tengo mis derechos para estar allá. Yo no soy un limosnero en esa casa.

Y en estas palabras vibra un indefinible, un profundo acento de orgullo contenido. Guarda silencio un instante, como para reunir sus ideas y continúa:

—Señor, aquí donde Ud. me ve y aunque parezca fantasía, yo también he sido lo que se llama un rico... He vivido en lo propio, y con casas y animales y sirvientes a quienes mandar. Esto hace años, señor, muchos años; éramos jóvenes entonces... Pasábamos buena vida trabajando y gozando en el trabajo... ¿Conoció Ud. al finado don Pancho Zurita? (Me habla de un rico propietario fallecido treinta años ha); yo le serví... Era un buen caballero... Todo lo que había al sur del pueblo era de él; y los potreros los tenía llenos de vacunos; no se mataban otros animales en la ciudad que los de él; allá, a su casa, iba todo el pobrerío a comprar la carne... Yo, señor, cuidaba del ganado, y nunca, puedo decirlo, le faltó una cabeza... Era un buen patrón; siempre alegre. ¿En qué fiestas faltaba? Si había carreras, ahí estaban sus caballos; si topeaduras, nadie le pasaba sus animales; y bueno para la diversión hasta con los hombres pobres... Muchos años le serví. Un día me dijo: «Floro, ¿quieres trabajar en lo propio»? Yo me quedé callado, mirándole. Después me dijo: «Tú eres un muchacho honrado y quiero que hagas plata. Andate de aquí a la Dehesa; elige a tu gusto 150 vaquillas y llévatelas por diez años para la cordillera... En medias». Entonces eran los tiempos en que las vacas valían catorce pesos... Me fui, pues, mi señor, a la montaña y allí me estuve diez años invernando en las casas de piedra, que es como decir bajo los peñascos y entre la nieve... Era buena vida aquella, señor, porque uno no tenía tiempo de pensar en el frió, ni en los hombres, al ver cómo iba cundiendo la crianza...

Al fin de aquellos diez años nos partimos con don Pancho, y le dije: Yo, señor, estoy hecho por allá; voy a ver modo de quedarme y comprar un pedazo de tierra; y así lo hice. Me compré un suelo que era para todo: para vacunos, para ovejas y para siembras. Edifiqué con mis manos una buena casa con su huerto y sus corrales, le planté un parrón para tener licor en los inviernos, y ahí estuve viviendo un tiempo largo...

Una vez, hace de esto muchos años, llegaron por allá unos jóvenes Norambuena, a quienes conocía. Eran carreteros y me pidieron alojamiento y talaje para sus bueyes; venían en lo propio; llevaban vino que vendían muy bien y buscaban corderos y cabros para llevarlos de retorno. Iban con las mujeres, los chiquillos y hasta con los perros. Yo los alojé y me estuve divirtiendo con ellos, porque casi siempre lo pasaba solo. Ellos eran mozos entonces, mucho más que yo, y amigos de la diversión. Una noche llegaron unos de la otra banda; ahí se hicieron amigos; se pusieron a tomar vino, a cantar y a bailar que era un contento. Después los argentinos sacan naipes y les ponen monte; y se cerraron a jugar que daba lástima, y como los carreteros no tenían la cabeza muy buena, aquí tiene, su mercé, que pierden hasta los bueyes de las carretas. Los argentinos les habían ganado todo. Y ahí se quedaban sin tener cómo volverse. Yo, que vi esto al día siguiente, les ofrecí prestarles bueyes para que se fueran a sus casas donde decían y pintaban que tenían de cuanto hay. Y así se fueron, señor... Pasó el tiempo y no me devolvieron los bueyes, y yo no ponía mucha atención en esto, esperando de día en día que llegaran; pero no llegaron nunca...

Después a mí me vinieron los tiempos malos y, y principié a empobrecer. Un caballero de Santiago compró un fundo grande, inmediato al mío; y como vió aquella tierra tan bien trabajada, se le abrió el apetito. Se fué al pueblo, vió abogado; el abogado le encontró no sé qué a la compra que yo había hecho, y, entonces, me metieron pleito. Y aquí tengo que venirme a la ciudad y principiar a padecer; todo era tragines y gastos en pago por los papeles y a los tinterillos, y así fué como fui vendiendo todas mis cosas. El abogado que yo tenía me lo compró el rico; el pleito lo salí perdiendo al fin, las costas me llevaron los animales que me quedaban, y, no mucho tiempo después, vinieron a quitarme aquellas tierras y me dejaron tan pobre como era antes, y sin amparo de nadie, porque don Pancho Zurita era muerto hacía años. Ya nada tenía que hacer en la cordillera, y entonces, resolví a venirme por acá y principié a noticiarme de los que me habían traído los bueyes para ver si se acordaban. Un día me dijeron que estaban en este fundo, en la casa de don Simón, que es su hermano.

Llego y nadie me conoce; pregunto por aquellos jóvenes y me anuncian que son muertos hace años; sale una mujer: era la viuda de uno de los finados; estaba vieja, enferma, llena de familia y trabajando al día para mantenerlos.

Al fin se acordó; nada tenía con qué favorecerme, porque ella estaba también de allegada en casa de don Simón. Al fin me ofreció alojamiento, y ahí me lo he pasado, todos estos días ayudándole en lo que podía, calentándome al fuego y mirando las cenizas... ¡Qué le había de decir si la veía tan pobre como yo!...

—Y ¿adonde te vas ahora? —le digo.

—A recoger algunas cosas que me quedan por ahí...

Guarda silencio nuevamente y luego agrega con humilde gravedad:

—Esto era todo lo que tenía que decirle, señor, porque yo no quería que usted se quedara creyendo que yo había estado de allegado por acá...

Se calla nuevamente y en seguida agrega en voz alta como hablándose a sí mismo, al ponerse en marcha:

—Ha estado de Dios que yo había de nacer y morir pobre...

Y con estas palabras se aleja andando a grandes zancadas que hacen temblar su largo cuerpo enflaquecido como el de una pobre bestia fatigada y enferma, y lo veo perderse así en la sombra vaga y borrosa del camino real...


Publicado el 15 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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