En las Montañas

Federico Gana


Cuento


A Nicolás Pena


Me parece verlo todo aun, pero tan confusamente, tan lejano, y sin embargo...

Allí está el pequeño chalet, y, a la entrada, el jardincillo y la senda de arrayanes en flor; al frente, los hornos del establecimiento de fundición, enormes y negros; más allá, los tapiales y los potreros, los verdes potreros de alfalfa junto al río Cachapoal, cuyo sordo ruido me parece escuchar todavía.

Y estoy allá, en la ribera de ese río, entre aquellas grandes piedras violáceas, lamidas por el agua espumosa, tan lisas, tan extrañas... ¡Cómo brillan sobre la arena los guijarros de colores! Los hay rojos como la sangre, blancos como el alabastro y obscuros como el hierro. ¡Cómo caen y desaparecen en la corriente, lanzados por mi mano infantil; con qué ruido metálico chocan contra los grandes peñascos!

Y veo el sauce seco al lado de los corrales; y también estoy yo, allá arriba, encaramado en sus últimas ramas, como un conquistador, rodeado de rapaces harapientos de ambos sexos que, admirados de mi audacia, permanecen desde abajo contemplándome con la boca abierta. Voy a hacer una prueba, una maroma nunca vista... Los niños gritan, agitando atemorizados las manecitas; la rama cruje... mi pie resbala, y caigo, caigo pesadamente sobre la dura tierra. No es nada, me voy a levantar al instante; no es nada, y mis rodillas permanecen como clavadas en el suelo. Los niños corren hacia la casa dando alaridos; una sirviente viene azorada; trato de levantarme, y ruedo de nuevo por el suelo. La sirviente extiende un gran pañuelo verde y negro y me lleva, como en un saco, mientras aprieto los dientes para no gritar y dos gruesas lágrimas resbalan por mis mejillas...


* * *


Me veo en el interior de la casa. Al frente está el ancho parrón que da sombra a todo el patio. Mi cuerpo se hunde en las hojas secas que tapizan el suelo al pie de los grandes sauces, que se inclinan sobre el baño; mi cabeza reposa en las rodillas de Regina.

Regina es morena y pálida. Tiene los ojos verdes y los labios rojos y frescos.

Y Regina y yo estamos rodeados de tencas, de tordos, de zorzales que corren y saltan a nuestro alrededor, o que se acercan abriendo el pico y agitando las alas... Regina hunde la mano en el delantal y les da de comer a los golosos, que se atropellan y nunca se hartan. Y yo siento un placer inefable contemplando el cielo azul que parece hacerme guiños a través de las ramas, y el triste, el querido rostro de Regina, mientras ella me pasa la mano por mis largos cabellos de niño. Me apoyo en su blando regazo, y duermo, duermo...

Despierto y oigo voces. Es Regina que habla con Pancho a través de la tapia que da al campo. Yo quiero y admiro a Pancho, porque es el más valiente y el más joven de los arrieros, porque en invierno desafía la nieve de las altas cordilleras para traer la carga de los metales, coge nidos para regalármelos y también porque ha visto leones y aun se dice que ha cazado uno.

Me parece escuchar: Señorita, le traigo lo que me pidió, los carpinteros.

Regina se pone de pie rápidamente y se dirige a la tapia, por encima de la cual asoma la roja e imberbe cara del muchacho bajo una chupalla rota, amarrada a las orejas como un sombrero de mujer. Ella avanza dando saltitos: es alta, esbelta y viste como una señorita su traje de percal blanco y rosa. Llega a la tapia y Pancho le pasa cuidadosamente el nido. ¡Cómo se admira Regina, cómo brilla su rostro de alegría, contemplando los animalillos! ¡Cómo brillan también más rojas que nunca las mejillas de mi amigo, cuando Regina le dice: —¡Cuántas gracias, don Pancho! Usted es muy bueno... No tengo con qué pagarle; y, por fin, le pasa la mano por encima de la pirca.

Pancho se aleja arreando sus burros. Oigo el ruido de la campanilla de la tropa, mezclado con una canción...

La tarde cae, y Regina acaricia siempre en silencio mis cabellos, mientras por sus ojos obscuros pasa como una sombra de tristeza...


* * *


El invierno ha llegado y la fundición principia. Durante la noche, alguien entreabre la ventana, y veo, allá, lejos de la casa, una larga fila de hombres que parecen demonios alumbrados por las llamas.

Charlan, ríen y cantan, mientras van arrojándose de mano en mano los trozos de leña que alimentan el fuego en el interior del horno insaciable. En lo alto del cañón de ladrillo brilla siempre una llamita pálida y siniestra, que se destaca con extraña claridad, como otra luna, sobre el azul sombrío del firmamento. La noche está tranquila, fría y perfumada. ¡Oh! ¡qué hermoso, murmura Regina a mi lado cerrando la ventana, y yo me duermo arrullado por las canciones y las risas de los horneros que velan.

La primera nieve ha principiado a caer silenciosamente: el campo está blanco y sin vida; el río, desbordado, brilla, allá, a la distancia, con reflejos de cobre, y mientras rugen sus aguas embravecidas, silba el viento, y la noche parece envolver en una sombra azul y fúnebre la muda extensión del valle; yo estoy en casa de la lavandera escuchando junto al brasero las historias y los cuentos del anciano capatáz, don Isidro.

Los chicos se estrechan a sus pies, con los rostros enrojecidos por el fuego, ávidos de curiosidad; Regina, a mi lado, sonríe dulcemente a la llama, y Pancho está sentado frente a ella en un piso bajo. La luz da de lleno en sus gruesas facciones de adolescente, en sus negros y brillantes ojos, animados no sé por qué ardiente destello de audacia.

Se habla de leones, y el viejo continúa, después de chupar largamente su cigarro, tendiendo las manos callosas sobre las brasas:

—El hombre hacía mucho tiempo que andaba buscando al león. Por fin, se encontraron. El león tenía hambre y principió a hacerle gracias, y se le tendía como un gato... El hombre, que era valiente, se acercó. No tenía sino un puñal. Después no se supo lo que hubo; pero, eso sí, al día siguiente se encontró al hombre muerto, y no muy lejos al animal con el cuchillo clavado en el corazón.

Calla el narrador, y en el silencio, se oye el agudo silbido del viento y el ruido profundo del río lejano.

Y Pancho dice, entonces, sonriéndose a sí mismo, con voz ronca:

—¡Yo sí que he visto una buena! Don Isidro ¿se acuerda de don Simón, el campañista que se heló hace años?

El viejo hace una señal afirmativa y el muchacho prosigue rápidamente.

Un día que fui a cargar leña, lo encontré por el cerro. El hombre andaba con toda la compañía de aquellos perros que parecían terneros. Los brutos llegaban a bailar de gusto, y me gritó:

—Pancho, ya lo encontré; ahora sí que no se me arranca.

—¿Qué, don Simón? le contesté.

—Pues el que se comió las vacas! (y se reía el hombre).

—¿Y por dónde anda? le volví a decir.

—Por allá, lejos, ¿ves? entre aquellos quillayes grandes, me dijo; seguía riéndose. Cuando de repente ¡ha vuelto la bestia! y entonces, don Isidro, ¡quién lo hubiera creído! vengo a ver que traía el león muerto colgando a las ancas del caballo. Para qué le cuento el gusto, que tuve y la bulla que hubo en la casa cuando llegamos con el regalo.

Al oir esta relación, el viejo sonríe y se soba las manos; los chicos palmotean y se levantan en tropel, acercándose al narrador, y Regina dice en voz baja: Y usted, don Pancho, cuando anda por esas serranías ¿no tiene miedo que el león baje y se lo coma?

—Y ¿para qué estaba éste, entonces? contesta el muchacho, alzándose bruscamente la manta y mostrando la cacha de un puñal que lleva al cinto, mientras fija en Regina su mirada ardiente.

Regina baja los ojos y guarda silencio, clavando en el fuego una mirada vaga y sombría.

Se oye una voz aguda y lejana; Regina se pone de pie precipitadamente, diciendo: Me llaman, adiós, don Pancho; y en seguida, sonriéndose:

—No se arriesgue tanto, pues, por los cerros.

Después se estrechan la mano un instante, como avergonzados. Por fin ella me envuelve en su tibio pañuelo y me alza en brazos, mientras el muchacho, siguiéndola hasta la puerta, murmura con voz apagada. —¡Quién fuera el patroncito!


* * *


Ya ha llegado la primavera y con ella el pago general de la faena de invierno. Desde por la mañana, veo a mi padre en el escritorio inclinado sobre unos grandes cuadernos, mientras en el corredor se estrechan los mineros. ¡Qué divertidos son los trajes! ¡Qué negras las caras! Y las venas de los brazos robustos parecen cuerdas.

A la entrada de los potreros se ha construido una gran ramada el día anterior; y allá hay grandes toneles de vino y mujeres pintarrajeadas sobre un elevado tabladillo. Ya la fiesta comienza, y desde la casa se oyen las voces agudas de las cantoras, los gritos y los ruidos de las castañuelas.

Yo, que he andado atisbándolo todo cuidadosamente, he visto por una rendija del pajal a Juan, el criado de la casa, conversando con gran interés con el cocinero, y empinándose a cada instante una botella. Estaban muy alegres. La fiesta continúa y hay gran animación en todo lo que me rodea. De cuando en cuando, llega un borracho hasta la verja a pedir dinero con voz insegura; pero se le despide, y el hombre se aleja tambaleándose y murmurando algo entre dientes.

La noche llega; el tumulto y la algazara aumentan cada vez más.

Una gran luz parece envolver como en una aureola a la ramada lejana, una luz que alumbra intensamente la fachada de la casa. Son las fogatas encendidas por los mineros.

Estoy sentado en mi alta silla, junto a la mesa, mirando coser a mi madre; pero mis ojos se cierran.

De repente, se oyen unos gritos, unos gritos que parecen sollozos.

Regina está apoyada en la puerta, y poniéndose la mano en el corazón, como si la respiración le faltase, exclama con voz ahogada:

—Señorita ¡qué desgracia tan grande! En el pago... han herido a Pancho... lo han muerto!... Ya lo traen; aquí lo traen; aquí viene ¡Dios mío!

Y allá, a la puerta del jardín, se ven luces. Todos corren hacia afuera: los sirvientes se agrupan, exclamando:

—Aquí lo traen.

Y las luces avanzan siempre. Yo me deslizo por entre las piernas de todos.

Ya está aquí.

Sobre unas angarillas, traídas por dos mineros, viene un bulto. Con la luz indecisa de dos velas que vacilan con el viento, veo algo que me hace estremecer: es el rostro de Pancho, de mi amigo. Está blanco como un lienzo; los ojos están abiertos y fijos; las cejas se fruncen, y respira a cada instante ruidosamente.

Todos se inclinan hacia él y lo contemplan fijamente, en silencio.

Regina está ahí también, de pie, detrás de todos; pero no se acerca al herido; permanece inmóvil, con la mirada fija con profunda atención en la espalda de los mineros que tiene delante, mientras todo su cuerpo se agita convulsivamente.

Alguien ordena se envíe a buscar al médico, mientras otros proponen se mande buscar a la médica; pero los hombres que traen las angarillas mueven la cabeza, murmurando sordamente algo en voz baja.

Se lo llevan a la casa de la lavandera, se lo llevan, y el corredor queda obscuro y desierto. La casa está trastornada, se dan órdenes en voz alta y se oye ruido de caballos.

Voy a la pieza de mi madre, y la encuentro llorando. Me paseo indeciso por el corredor y, por fin, me dirijo a la cocina.

Y al entrar, con la luz mortecina del fogón veo brillar algo muy blanco, allá, entre las sombras, en un rincón.

Me acerco más.

Es Regina. Está de bruces en el suelo y me parece que murmura algo, golpeando su cabeza contra el pavimento.

Le tomo una mano, diciéndole:

—Regina, Regina ¿qué tienes?

Me rechaza con violencia, exclamando:

—Déjeme llorar ¡por Dios!... déjeme llorar... y continúa cuchicheando, como si contara un secreto a la tierra:

—¡Oh! Dios mío ¡Pancho!


Publicado el 15 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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