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Se sentó pesadamente en una silla, dejó a un lado su bastón, apoyó los codos en las rodillas y la barba entre las manos, y así permaneció inmóvil, contemplándome en silencio.
¡Pobre vieja! Desde que saliera de sus brazos cuando era pequeñuelo, nunca olvidó de venir a visitarme a la hora que yo despertaba. Allí se quedaba largo rato, embelesada, velando mi sueño tranquilo de adolescente, y yo, al mirar aquel pobre rostro arrugado y marchito, destacándose del marco de plata de la blanca cabellera, sentía elevarse del fondo de mi memoria recuerdos, cosas borrosas, lejanas.
Esta mujer era una crónica doméstica viviente de nuestra corta familia. No sé por qué recordé esa mañana una prueba de su afecto a todos nosotros, que mi imaginación me representaba con extraña claridad.
Tenía un hijo de un matrimonio contraído en la juventud. Murió el marido y quedó ella con el único hijo. El muchacho creció travieso, perezoso, calavera. Un día se fugó de la casa. Pasaron muchos años sin que de él se tuviese noticia alguna. En cierta ocasión apareció repentinamente. ¡Qué inmensa fue la alegría de la anciana!
3 págs. / 6 minutos.
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Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.
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