Estaba de Más...

Federico Gana


Cuento


(Apuntes de un muchacho)


Un pequeño ruido que sentí me despertó, mas no por completo, y me hizo pasar del profundo sopor en que me hallaba sumergido, a una agradable somnolencia.

Todo lo veía como a través de una gasa vaporosa: el ancho rayo de sol que se filtraba por los vidrios de mi ventana, las siluetas de los muebles, el color abirragado del papel de la pieza, el gran cuadro al óleo que representaba a nuestro santo popular, fray Andrés, que la mano piadosa de mi madre colocara frente a mi cama, a manera de ejemplo plástico para mi cumplida conversión al catolicismo apostólico y romano, el gato negro que se restregaba con voluptuosidad contra las patas del catre, roncando dulcemente, y que era el matutino visitante que me había despertado abriéndome la ventana.

Con ese dulce semisueño dejaba yo transcurrir el tiempo; buscaba mil cosas agradables y confusas.

De pronto, vi que la puerta movíase con suavidad, y me pareció, en seguida, escuchar un ruido sobre la alfombra: eran unos pasos vacilantes que yo conocía muy bien.

Mis ojos nublados de sueño, vieron entonces a la vieja Micaela, que avanzaba trabajosamente encorvada, con la cabeza hundida en los hombros, apoyándose en su bastón, hacia una silla que había a los pies de mi lecho. En sus manos traía algo así como un papel o pequeño envoltorio que no pude distinguir con claridad.

Se sentó pesadamente en una silla, dejó a un lado su bastón, apoyó los codos en las rodillas y la barba entre las manos, y así permaneció inmóvil, contemplándome en silencio.

¡Pobre vieja! Desde que saliera de sus brazos cuando era pequeñuelo, nunca olvidó de venir a visitarme a la hora que yo despertaba. Allí se quedaba largo rato, embelesada, velando mi sueño tranquilo de adolescente, y yo, al mirar aquel pobre rostro arrugado y marchito, destacándose del marco de plata de la blanca cabellera, sentía elevarse del fondo de mi memoria recuerdos, cosas borrosas, lejanas.

Esta mujer era una crónica doméstica viviente de nuestra corta familia. No sé por qué recordé esa mañana una prueba de su afecto a todos nosotros, que mi imaginación me representaba con extraña claridad.

Tenía un hijo de un matrimonio contraído en la juventud. Murió el marido y quedó ella con el único hijo. El muchacho creció travieso, perezoso, calavera. Un día se fugó de la casa. Pasaron muchos años sin que de él se tuviese noticia alguna. En cierta ocasión apareció repentinamente. ¡Qué inmensa fue la alegría de la anciana!

Al muchacho, en la dura lucha por la vida que llevara, se le había asentado el seso: traía hábitos de trabajo; sus negocios marchaban bien; no se había casado y venía a ofrecer a su madre una casa, una posición desahogada, modesta sí, pero más tranquila, como la que sus años y achaques reclamaban.

Mi madre lloraba pensando en la separación; el hijo —me parecía verlo— permanecía cohibido, sentado en la punta de una silla, dándole vueltas a su sombrero, con la cabeza inclinada, y repitiendo a media voz:

—Usted lo verá, madre; yo seré su apoyo, la casa de su hijo es la suya... Usted no tendrá nada que trabajar —y la viejecita callaba, indecisa, con los ojos llenos de lágrimas.

La puerta se abrió y entró la pequeña Matilde; observó la seriedad de todos y murmuró:

—¿Qué tienes, Ita? ¿Por qué lloras?

Mi madre le replicó:

—Quiere irse de la casa, Matilde.

Al escuchar estas palabras, la niña se estrechó con fuerzas contra las rodillas de la anciana, y tirándola del vestido, como si temiese que se fuese a escapar, le dijo:

—¡Ita, no te vayas! ¡Yo no quiero!

La Micaela paseó por todos nosotros la mirada de sus ojos azorados, como demandando protección contra la orden formulada por esos labios infantiles. Después se inclinó a tomar entre sus brazos trémulos al cuerpecillo que se oprimía contra ella, confundió su cabellera blanca con los bucles rubios de la niña, y exclamó, dirigiéndose a su hijo:

—Andrés, yo no puedo irme. Tantos años en esta casa. Esta niña Ya lo ves.... —Y guardó silencio.

Poco tiempo después, aquel hijo murió de viruela.

En tanto que estos recuerdos venían a mi memoria, la Micaela permanecía inmóvil en su asiento.

Por fin abrí los ojos, completamente despierto.

En el rostro de la Micaela reflejábase una angustia infinita; sus ojos marchitos, animados por un fuego sombrío, estaban secos, fijos, inmóviles. Al ver que yo estaba despierto, se acercó a mi cabecera, y tratando de sonreir, me dijo con una voz misteriosa:

—Oyeme... Ya no vendré a verte más. Ya me voy... Esta es la última vez.

—¡Cómo! ¿Por qué te vas? —le dije sorprendido.

Entonces ella, acercando su rostro al mío, dirigiendo miradas escrutadoras por toda la habitación, prosiguió:

—Escucha, pero no se lo digas a nadie, porque no quiero que haya disgustos en la casa. La culpa la tiene tu madrastra, esa mujer que se ha venido a hacer dueña de todo en la casa. Dice que soy una vieja chismosa e inútil, que no sirvo para nada, y tu padre, que no ve sino por sus ojos, me echa también como un perro. Me echan porque soy vieja, porque estoy enferma y ya no puedo trabajar. Me botan a la calle como una basura, a mí, que crié a tu madre, que los he visto crecer a todos. Dicen que en el hospicio se pasa muy bien; pero en el cementerio se pasa mejor, porque, yo lo sé, esto me ha muerto... ¡Me han muerto!

Y sin alientos para proseguir, apoyó, próxima a desfallecer, su rugosa mano en el borde de mi lecho, e inclinando su rostro bañado en lágrimas, permaneció un instante agitando su cabeza blanca.

Después continuó:

Aquí te traía algo —y de debajo de su raído pañuelo sacó el objeto que yo no había podido distinguir cuando entrara, y me lo pasó precipitadamente.

No era aquello una cosa de valor: era una manchada, rota y vieja estampa, de ésas que en nuestros portales se venden a diez centavos y representan a una Virgen del Carmen, rodeada de una panoplia de cañones amarillos y de espadas verdes.

—Tú que eres en la casa el único que no me aborrece... acuérdate —terminó pasándome la imagen.

No pudo continuar La voz se le ahogó en la garganta, y así permaneció un instante, moviendo convulsivamente los labios, de los que no se escapaba sonido alguno. De pronto, se lanzó sobre mi y me estrechó con fuerza entre sus brazos temblorosos.

Después se alejó temblando, olvidada del bastón, apoyándose en los muebles. Un instante después, escuché el ruido de un coche que se alejaba. Era ella que partía para el hospicio.

Muchas veces a la hora en que despierto, me ha parecido ver dibujarse, entre la bruma confusa que se extiende ante mis ojos cargados de sueño, un dulce rostro de anciana que me sonríe con ternura; pero todo no es sino una ilusión de mis recuerdos, pues la buena viejecita hace ya muchos años que reposa para siempre de males y de ingratitudes.


Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.
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