La Capa Encarnada

Federico Gana


Cuento


(De las Memorias de un Bohemio)


...Así, escribiendo lo que me pasa por la cabeza, me olvido de lo presente y mi alma parece entibiarse con el recuerdo. Viejo y pobre estoy ahora, y esta mañana de invierno me hace sentirme más viejo, más solo y más pobre que nunca.

La pieza donde estoy hospedado ahora, que no tiene alfombra en el suelo ni papel en las paredes, solo me cuesta una miseria, y hace varios meses que debo el arriendo. ¿Lo pagaré alguna vez?

Como estoy solo, entre algunos amigos pobres paso estas escaseces, y así va corriendo mi vida. ¡Ah! ¡qué vida, Dios mío!

Con los años, y más que con los años, con la soledad, no tengo fuerzas para pensar en hacer algo. Es tan difícil encender e entusiasmo cuando uno no tiene nada que le aliente.

Y así voy por las calles pascando mi levita raída y mi cabeza gris, sin saber a dónde ir.

Ahí, en la pared blanqueada de cal, colgando fúnebremente de un clavo, está mi viejo paletó de invierno. ¡Cuántos anos, cuántos inviernos han pasado sobre los dos!

En otro tiempo, cuando lo compre, yo era casi tan pobre como ahora; pero, en fin, había algo que hacer, algo en que pensar...

Trabajaba yo en una imprenta, la de la primera “Linterna” que se fundó. ¡Con cuánto entusiasmo, ingenuidad y alegría se escribía entonces sobre la libertad, la igualdad, la fraternidad! Ahora todo eso está viejo y gastado como ese pingajo mugriento.

Yo tenía en el diario la sección de la tijera, hacía de cuando en cuando algunas traducciones del francés y contrataba avisos, de todo lo cual solía sacar mis ochenta pesos al mes.

Debo decir aquí que ya en aquella época estaba solo, porque mi madre había muerto y jamás llegué a conocer a mi padre.

Poco después de entrar a la imprenta, me trasladé de la casa de pensión en que estaba hospedado, uniéndome a una jovencita con la que me casé en un día de hermoso sol.

Era muchos años menor que yo y creo que me quería algo, pues no vaciló en abandonar a su madrastra y en seguir mi suerte. Se llamaba Anita.

Parece que la veo todavía con su cuerpo delgado y frágil, sus grandes ojos sombríos, que semejaban de terciopelo entre las largas y espesas pestañas negras alumbrando la blancura enfermiza de la tez.

Había estado de aprendiz en la tienda de una modista y sabía hacerse mil cosillas elegantes.

¡Cuánto placer experimentaba yo entonces en llevar, a veces, de paseo, colgada de mi brazo, a aquella muchacha tan joven, tan delicada, vestida como una señorita! Sus palabras, la tierna expresión de su mirar, el murmullo de su voz, vienen a mi memoria siempre como un dulce perfume de amor infantil desvanecido. Yo la miraba como alguien a quien tenía forzosamente que proteger y guiar: la veía tan sola, tan indefensa contra la vida.

Era un poco terca y orgullosilla, y, en su carácter, los caprichos y las inconsciencias de la niñez se mezclaban con el fuego de un alma prematuramente apasionada.

La escasez de mis emolumentos periodísticos, combinada con ciertas aficiones al lujo que le desarrollaran sus gustos de modistilla, producían en nuestro modesto hogar constantes y rápidas tempestades.

Mis ochenta pesos volaban entre sus manecitas derrochadoras, pero yo me sentía feliz en medio de mis protestas al hacerle el sacrificio de mis gustos más apremiantes. Muchas veces me privé de fumar y aún de beber cerveza durante un mes, para poder comprarle un sombrero o un lazo de cintas.

Tengo presente aún uno de nuestros mayores disgustos.

El invierno de 18.. fue extremadamente riguroso, y yo, con las economías de varios meses, había llegado a comprarme un paletó de abrigo en una cala de ropa hecha. El día que me lo puse por primera vez, recuerdo que nos dimos el lujo de ir a lunetas, a un circo de arrabal. ¡Cuán orgullosos y felices nos sentimos esa noche!

Algunos días después de la compra del paletó, Anita principió a hacerme notar tímidamente que una capa gris que tenia, estaba muy vieja, y que ya no se usaban de ese color sino rojas, y, al efecto, llevóme varias veces a un tenducho de trapos que había en la esquina de nuestra calle, para mostrarme diferentes clases de paños encarnados que podían servir para el objeto. Me aseguraba también que ella misma haría la obra de mano, que todo no costaría nada...

Pero la compra del paleto había dejado mis bolsillos vacíos, y encontrábame además con varias deudas encima.

Una noche que me recogía temprano a casa, al pasar, como de costumbre, frente a una casa de préstamos que había en el camino, tuve una inspiración. Entré sin vacilar a la agencia, y, despojándome de mi flamante paletó, lo deposité sobre el mostrador. El agenciero me dio algún dinero en préstamo, y con el corazón palpitante, olvidado del frío de la noche, con una angustia de felicidad me dirigí a la tienda y compré sin regatear algunas varas de paño encarnado. ¡La capita encarnada! ¡Cómo veía danzar ante mis ojos la dulce, la ardiente capita encarnada que iba a oprimir sus delicados hombros, que iba a acariciar sus bracitos de niña!

Llegué a la casa silencioso, con aire malhumorado. Me senté sin decir palabra cerca de nuestra mesa redonda, y, repentinamente, desabrochándome el vestón, saqué el paño rojo que llevaba oculto, y lo tiré ahí, bajo la luz de la lámpara.

Ella se quedó inmóvil, estupefacta; después se abalanzó sobre el paño, lo tocó febrilmente con sus delgadas manos, exclamando:

—¡El paño, el paño! —al mismo tiempo que se colgaba de mi cuello y me atraía la cabeza...

Sin embargo, las lluvias de aquel invierno arreciaban, mis deudas iban en aumento y yo no sabía ya qué hacer.

Muchas veces, en la imprenta, tiritando de frío, tuve que refugiarme cerca del calor de la máquina de vapor para desentumecerme.

Por fin, un día obtuve de un amigo tipógrafo un pequeño préstamo y con ese dinero conseguí sacar mi paletó.

Poco tiempo después hizo un hermoso sol y me dirigí en cuerpo a la imprenta.

A mi regreso, en la tarde, busqué mi paletó; pero no apareció en parte alguna. Anita, que lo había buscado también empeñosamente conmigo en los sitios más inverosímiles, me confesó al fin que ella, urgida de dinero, lo había enviado nuevamente a la casa de préstamos.

Permanecí silencioso, ahogando a duras penas mi profundo malhumor.

Ella, entretanto, alegaba con altanería inusitada su derecho perfecto, la conveniencia manifiesta de su acción.

Entonces yo le eché en cara con amargura su proceder, su egoísmo, su ingratitud...

Me contestó que ella bastante había sufrido con nuestra pobreza, que no estaba para morirse de hambre...

Le repliqué que yo no permitía que sufriese más por causa mía; que me marchaba en el acto para que quedase libre, y me dirigí resueltamente a la puerta.

Al salir yo, abrió ella primero y corrió hacia la calle, gritando entre sollozos que ella era la que se marchaba para siempre, que la perdía, que nunca la volvería a ver.

La tomé con fuerza de los brazos y la hice entrar violentamente a la casa; cerré la puerta y me alejé, a pasos precipitados, mientras a la distancia oía sus lamentos y gritos inarticulados.

Esa noche vagué sin rumbo. Al día siguiente, en la tarde, paseábame tristemente por la imprenta. Echábame en cara mi proceder: imaginaba a la pobre muchacha, sola, errante, desamparada, vagando por las calles...

Tarde ya en la noche, me dirigí a verla, y tal era mi angustia, que al dar vuelta cada esquina me parecía que iba a encontrarme con ella.

Llegué en puntillas cerca de la casa; vi luz en la parte superior del ventanucho de nuestra única pieza; me acerqué, conteniendo el aliento, a la puerta. Estaba entreabierta; la empujé sin ruido y entre pisando fuerte. Ella estaba sentada junto a la mesa, cosiendo, en la misma actitud en que la encontrara tantas veces, tal como cuando le trajera el paño encarnado.

Continuó sin alzar la cabeza, como absorbida afanosamente en su costura; pero comprendí que me dirigía una mirada baja, de reojo.

Me senté silenciosamente frente a ella y me quedé contemplándola. El corazón me latía con violencia; las lágrimas, la ira, la desesperación, el orgullo, me sofocaban. Y ella continuaba, entretanto, tranquila su costura sin levantar la cabeza ni pronunciar una sola palabra. Hice un doloroso esfuerzo para dominar mis puños, que se tendían nerviosamente hacia aquella figura inmóvil, y me dirigí lentamente a la puerta.

Al poner mi mano en el picaporte, oí rápidas pisadas detrás de mí y, al volverme, sentí un fuerte golpe en la mejilla, como la impresión de un latigazo Y entonces, con la luz débil que venía de la lámpara, vi los grandes ojos de Anita resplandecientes de alegría, su boca sonriente y su mano retirada de mi mejilla para apoyarla en mi hombro.

—Tonto, tonto —repetía con su vocecilla de niño enfermo, restregando con fuerza su pálido rostro, sus negros cabellos, contra mi pecho, como si buscara en él un eterno refugio.


Publicado el 28 de junio de 2022 por Edu Robsy.
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