Aquella tarde de invierno regresaba del pueblo vecino al fundo, de donde partiera a buscar noticias, los diarios, la correspondencia, algo, en fin, para desvanecer el aburrimiento de mis monótonos y solitarios días campesinos; pero aquel poblacho de casas bajas, aplastadas, sucias, de callejas ruinosas, desiertas, llenas de agua y barrizales; aquella pequeña botica de las señoritas Díaz, club del pueblo, donde me detuviera a saber cualquier hecho interesante, aumentaban mi nerviosa hipocondría; los desocupados que acostumbraban reunirse ahí, habíanme mirado con un aburrimiento igual o mayor que el mío, interrogándome, además, ansiosamente, si sabría algo de nuevo.
Marchaba, pues, lentamente por la ancha y desierta avenida de las afueras del pueblo; las bridas flojas caían sobre el cuello de mi caballo. Sobre mi cabeza, gruesas, desgarradas nubes negras preñadas de agua, a través de las cuales divisaba alguna estrella en el azul borroso, dejaban caer sobre mí tal cual grueso goterón; si volvía la vista, divisaba en el creciente crepúsculo una bruma espesa de humo y de nieblas que se elevaba lentamente de ese pueblo maulino edificado entre pantanos y basurales.
Después de marchar buen rato por esa avenida, encontrábame a la salida del pueblo, en los últimos arrabales.
Trasmonté la línea férrea, miré a mi derredor y vi que tenía delante los caminos rurales, el campo libre.
La noche había caído ya por completo; ante mí se extendían los potreros sumergidos en la húmeda sombra.
A mi derecha, en algunas casitas de paja, de inquilinos, con su vara el frente, su estrecho corredor, principiaba a encenderse fuego al ras del suelo; veía entre las sombras y la luz trozos de cabezas, de brazos, de manos tendidas sobre las brasas que alumbraban vivamente las llamas; escuchaba gruesas voces: “El patrón me dijo...”, “Yo le contesté entonces”; carcajadas groseras, ladridos; más allá, el silencio profundo de los campos.
De pronto escuché una voz de mujer, alta y armoniosa, que dominaba todo rumor, que parecía cernirse muy lejos; era una voz juvenil, apasionada y cálida en las notas graves, purísima y cristalina en las altas, que dominaba con majestuosa seguridad. Cantaba:
Yo canto el cantar eterno,
el cantar del querer bien:
ámame mucho, que así amo yo.
Canto el cantar de la vida,
porque vivir es querer.
Detuve mi caballo; la canción continuaba:
Así en la noche que calla,
para que se oiga mejor,
canta el ruiseñor sus quejas
con melancólica voz.
Amame mucho, que así amo yo,
terminaba imperiosamente aquella voz, y yo sentía que este
estribillo expresado con voz juvenil, era grave, hería las más intimas
fibras de mi ser, de todos los seres capaces de comprender y de sentir
el amor.
“Porque vivir es querer”, decía aquella voz con altruismo y desgarrador acento, y en este acento vibraban todos los matices de un alma heroica, sin freno, dispuesta a morir por el objeto amado; el amor y la muerte se unían; el mundo, las miserias terrenas desaparecían. Me imaginaba a la artista que tales acentos lanzaba, como un ser único capaz él solo de sentir y de engendrar el amor.
Imaginábala también como una mujer alta, esbelta, radiante de juventud, de vida y de belleza, una de esas mujeres con las que se ha soñado en los lejanos días de la adolescencia.
En el silencio que seguía, parecíame que aquella voz continuaba vibrando como la campana de un Angelus lejano.
Miraba curiosamente a mi derredor orientándome para descubrir de qué parte venía aquella voz.
Ahora escuchaba, no lejos de mí, los acordes de un arpa.
Ahí, cerca, había un rancho de paja pequeño y destartalado; de ahí se escapaban los sonidos débiles de aquella arpa. Me dirigí rápido hacia allí; descendí del caballo, até la brida a la vara, e inclinándome, me encontré en el corredor estrecho; la única puerta de aquel rancho era bajísima; tuve que encorvarme para entrar.
Observaba curiosamente el interior: un pequeño chonchón de parafina colocado sobre un mesón mugriento difundía en la pequeña estancia débil claridad amarillenta. El recinto estaba lleno de gente sentada en una banca circular de tablas y en pequeños pisos de totora. Casi todos eran peones a jornal, de las inmediaciones; reconocía a algunos trabajadores del fundo, regadores, carreteros, carrilanos, peones vagabundos. Casi todos estaban ebrios, algunos dormían profundamente, otros roncaban con la cabeza apoyada en la quincha o en el hombro paciente de algún vecino; muchos, de pie, gesticulaban. A mi llegada se tendieron algunos vasos; varios peones que conocía se quitaron los sombreros que tenían encasquetados.
Con la vaga penumbra, en un rincón vi una gran arpa; tras ella, en pequeño banco, distinguí, a través de los grandes brazos y la rejilla de cuerdas del instrumento, la esmirriada figura de una jorobadita.
Imposible habría sido definir la edad de aquella criatura: de la enorme joroba surgía un rostro pálido, demacrado, de aspecto enfermizo; rubios cabellos encuadraban desordenadamente aquella faz; los grandes ojos azules tenían una expresión intensa, como si reflejaran un dolor incurable; los labios, muy rojos, parecían torcerse en una mueca de hambre y de sed inextinguibles. Las pálidas, las pequeñas manecitas, tañían suavemente las cuerdas.
A mi llegada, principiaba otra canción:
Hay momentos en la vida
que parece que la calma
se apodera de nuestra alma
para nunca más salir.
Hay momentos en la vida
que van y vuelven a ir
hermosos y fugitivos
como las hojas de abril.
Hay momentos en la vida
que no se pueden sufrir:
ausente de un bien que se ama,
es imposible vivir.
Y en la voz que cantaba esta canción nada había de ese acento
nasal, de esa deformación del lenguaje, ese ritmo monótono acostumbrado
en nuestros cantares populares.
Al llegar a las notas altísimas del estribillo final de esta vieja canción maulina, un grupo de borrachos se levantó en tropel de sus asientos, y, en coro, se dirigió adonde la cantora, con los grandes vasos tendidos hacia ella, invitándola, a porfía, a que bebiese, pero ella rechazaba la violenta invitación, haciendo repetidas señas negativas con las débiles manecitas, mientras en sus grandes ojos azules reflejábase siempre esa expresión de dolor incurable que observara al entrar. De pronto sus vagas miradas advirtieron mi presencia y algo como un relámpago de familiar alegría dibujóse en sus pupilas, en sus labios que sonreían.
Uno de aquellos borrachos me dijo alegremente:
—¡Canta bien esta chiquilla, patrón! ¿Quiere que le toque una cueca?
Hice una señal negativa con la cabeza.
Me hacía mal ese espectáculo: esos cantos tan bellos, tan puros, en medio de esa inmunda borrachera. Me dirijo en silencio adonde la infeliz criatura, deposito en el ojo del arpa algunas monedas y sin que nadie me detenga voy a tomar mi caballo.
Lluviosos días siguieron a aquella tarde, y una mañana de invierno en que el cielo era azul, sin una nube, en que el pasto y las desnudas ramas de los árboles resplandecían de brillantes gotitas de agua, hacía mi acostumbrado viaje al pueblo.
Los ranchos negruzcos parecían tener un aire de fiesta bajo los rayos del sol, húmedos vapores brotaban del suelo, de los pantanos; los pájaros saludaban gozosos la llegada del buen tiempo.
Reconocí entre esos ranchos aquél en que me detuviera aquella tarde. La lluvia había humedecido el barro de la quincha de ramas y de greda. Gruesos goterones brillaban en la totora del techo, negruzco de humedad. La puerta estaba abierta de par en par; el sol entraba a torrentes en la pequeña mansión.
En la estrecha habitación, desierta ahora, una mujer morena, de regular edad y abultadas facciones, vestida de negro, conversaba de pie a la puerta con un trabajador. Este, en el rostro moreno, congestionado, tenía una expresión suplicante, humilde.
La mujer negaba, terca, irritada.
—No; hoy no fío; déjate de borrachera; ándate a trabajar mejor luego, en vez de estar molestando.
El aludido encasquetóse bruscamente la vieja chupalla y se alejó en silencio con desmayado andar.
En el fondo del patiecillo del rancho donde la tierra negreaba húmeda y fangosa aún bajo los rayos del sol, vi, sentado en un piso, a un antiguo regador del fundo. Con el sombrero de paja caído sobre los ojos parecía meditar profundamente.
En un rincón vi la grande arpa solitaria, rodeada de los pisos de totora.
Hice una leve inclinación a la mujer y me dirigí a ese viejo peón que yo sabía hacía tiempo que no trabajaba a causa de los años y del reumatismo que le dejara las piernas muertas.
—Camilo, ¿y la niñita que cantaba aquí la otra noche? —le pregunté.
El anciano alzó bruscamente la cabeza y en voz baja, cavernosamente, se dirigió a la mujer vestida de luto.
—¿No oyes, mujer, lo que pregunta este caballero?
La mujer contesta con tono airado, despreciativo, brutal, como si hablara a otra persona:
—¡Ya se va a poner a hablar este viejo y no va a acabar nunca!
Al escuchar estas palabras, el anciano hace un ademán desdeñoso con la cabeza y dirigiéndose a mí continúa con voz aguda, cortante, alta, en la que trata de manifestarme, tal vez, una autoridad desconocida siempre en aquella casa:
—Ahí se lo pasaban tomando, señor, noche a noche, y canto y canto, y baile y baile; no había descanso, ni sueño, ni nada... Yo, que me levanto al aclarar, encontraba siempre a la chiquilla sentada en el banco, sin dormir y dale que dale al arpa. Una mañana la llamo desde aquí donde estoy ahora; veo que no se mueve y que tiene los bracitos enredados en el arpa, y tan callada. Me voy arrastrando, arrastrando, le toco la cabeza fría, las manos frías también; tenía los ojos abiertos, la cara blanca como un papel y parecía sonreír tan tranquila... La remezo; entonces se cae de lado; la tomo con este brazo y se dobla toda hacia la tierra. Así quedó hasta que llegó la gente. ¡Estaba muerta, señor!
—¿La niñita era pariente tuya, Camilo?
—Era mi nieta, hija de la Regina, esa muchacha que se me arrancó para Santiago hace años. De allá había vuelto muy enferma y con esta niñita; decía que era hija de un caballero principal de Santiago, que la habían engañado..., mil cosas. Aquí vino a morirse de calentura la pobre. Después, mi otra hija, la Candelaria, ésa que está ahí en la puerta escuchando, principió con esta fiesta. Decía que el negocio iba muy bien, y yo veía que esto iba a acabar mal al cabo En el día, cuando no había gente, la pobrecita se lo pasaba callada, sin moverse, con los ojos muy abiertos, como entumida de frío... Parecía que no vivía en el mundo; muchas veces la vi en aquel rincón toser y llevarse el delantal a la boca; lo sacaba siempre lleno de sangre; yo la tomaba a veces en brazos y la tenía mucho tiempo bajo esta manta para que se abrigara y durmiera. Y ésa, que está ahí en la puerta, nunca me escuchó: “Llama al médico”. “Dale remedios”. “No la dejes cantar tanto”, le decía yo; pero ella, empecinada en ganar plata, continuaba con esta fiesta. Y esos cantos que atraían tanta gente, que hasta las personas principales se paraban a escucharlos, tenían que hacerle mal. ¡Ah! ¡al fin se la llevaron, señor!
Y el anciano inclina suavemente la cabeza y se cubre la cara con sus nervudas manos temblorosas.
La mujer vestida de luto escucha este relato con los ojos fijos tenazmente en el suelo.
Salgo rápidamente de aquel tugurio.
Afuera ríe el sol.