La noche caía rápidamente sobre el lago de Tiberiades; millares de estrellas resplandecían ardientes en el cielo negro y se reflejaban temblorosas en las aguas. Una claridad blanquecina coronaba como un tenue nimbo pálido las sombrías y boscosas montañas del Herunn, de Cafarnaum y de Betsaida; y una fresca brisa cargada con los penetrantes aromas del azahar, de los tamarindos y de las yerbas silvestres, venía de lo alto de las colinas.
En la calma profunda del anochecer, escuchábanse tan sólo los plañideros balidos que se escapaban de los apriscos, el lento y acompasado rumor de los remos de alguna barca pescadora que surcaba el lago, el sordo cuchicheo de las olas mordiendo las riberas.
En una playa estrecha y arenosa, hacia las márgenes de las tierras de Filipo, frente a Magdala y Tiberiades, había algunos hombres reunidos alrededor de una fogata. No lejos de ellos veíase, emergiendo de los cañaverales de la orilla, la negra silueta de una barca.
Los rojizos resplandores del fuego iluminaban los rostros atezados y curtidos por la intemperie de aquellos hombres, sus robustos cuerpos cubiertos de píeles de carnero y de andrajosas y desgarradas túnicas de telas groseras. Casi todos eran jóvenes; y, a juzgar por las redes que estaban tendidas a su lado, pescadores de aquellos contornos.
Hablaban en voz baja, con rápidas frases, como consultando unos con otros algo grave que los preocupase extrañamente, mientras iban tendiendo al calor del fuego algunos trozos de carne de pescado.
De pronto uno de ellos, hombre de frente estrecha y gruesas facciones, que permanecía con la mano en la mejilla y la mirada perdida en un punto indefinido, dijo con voz áspera y breve en la que vibraba una sorda irritación, volviendo el rostro hacia sus compañeros.
—¿Por qué lo persiguen siempre? Todos dicen que es el hijo de David, el Rabbí verdadero, el que nosotros los pobres esperamos desde hace tantos años. ¡Qué mal les hace! ¿No resucitó a la hija de Jairo, no ha sanado a los ciegos de nacimiento, a los leprosos, no nos ha cumplido lo que nos dijo aquella mañana cuando nos llamó en Betsaida?
—Andrés —dijo otro de los pescadores cuya cabeza principiaba a encanecer— tú no sabes de esto, porque no has estado en Jerusalén. Lo persiguen porque allá, en la sinagoga, les ha dicho que de nada servían las abluciones; que era necesario principiar por lavarse los pecados. No lo entienden, no quieren entenderlo; ¡lo persiguen porque arrojó a los mercaderes del templo porque ellos no pueden hacer milagros!...
— Sí, Pedro, dices verdad, lo persiguen porque le tienen envidia —terminó diciendo el que antes había hablado clavando su mirada vaga y ardiente en el fuego.
Un adolescente de negros ojos dilatados en los que brillaba un intenso resplandor, dijo entonces con voz baja, inclinándose al oído del que llamaran Andrés.
—Yo estaba presente en Cafarnaum cuando vino el centurión a pedirle que devolviese la salud a su hijo. ¡Cómo brillaba su rostro de alegría cuando le dijo que se fuese a su casa y allá encontraría lo que había venido a buscar! ¡Con qué sonrisa nos dijo: “Ha tenido fe, y por eso ha sido escuchado”. Y desde entonces yo lo sigo!...
— Sí, Juan, tenemos que seguirlo hasta el fin de nuestra vida, dijo Pedro alzando lentamente los ojos al cielo.
Y Andrés agregó con voz ahogada, como hablándose a si mismo:
—Desde que estoy con él, me parece que no sintiera ni el hambre ni el frío, ni la sed; todo es alegría para mí. En la casa de mi padre, cuando todos hablan, no puedo escuchar lo que dicen, porque sólo pienso en él. A veces cuando estoy solo, de noche, en la barca, me parece que lo veo venir hacía mí en la obscuridad como si estuviera vivo... ;Qué extraño es todo esto!
Mientras Andrés hablaba así, le escuchaban todos absortos, como bebiendo ávidamente sus palabras; sólo Pedro se había cubierto la frente con las manos pareciendo meditar al mismo tiempo que escuchaba.
Pon fin alzó el rostro donde brillaban las lágrimas, y dijo con voz temblorosa:
—¡Cómo ha cambiado todo para nosotros ahora! Antes de conocerle éramos como ciegos que íbamos a tientas llenos de temor y de tristeza. ¡Y ahora!... ahora tenemos ojos para verle, manos para ayudarle y pies para seguirle. Aún me parece verlo aquella noche aquí en el lago... ¡Con qué majestad terrible avanzaba, rodeado de luz y de rayos, sobre las aguas, en medio de la tempestad! ¡Qué éramos nosotros, qué el mar y el cielo, ante aquella grandeza!... Aún me parece escuchar aquellas palabras que nos hicieron estremecer, cuando me llamó y yo fui hacia él sobre las olas. Jamás olvidaré cuando me levantó hacia sí de entre las aguas, con una inmensa fuerza, y me dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has temblado? Desde ese instante a nada temo sobre la tierra; ¡mi cuerpo, mí alma, mi vida, son suyos para siempre!...
Mientras Pedro hablaba, los demás guardaban silencio e inclinaban la cabeza absorbidos por el recuerdo del milagro.
De pronto se estremecieron; rápidas pisadas resonaban hacia el lado de las colinas. Una figura alta y blanca avanzaba hacia los pescadores. Todos la contemplaban con temerosa mirada. Un hombre joven aún, vestido con una blanca túnica de paño burdo orlada de azul, estaba frente a ellos; una especíe de turbante de lino atado a la frente, cubríale la cabeza poblada de largos y ensortijados cabellos castaños que le caían a la espalda y sobre el pecho. En su rostro moreno y enflaquecido resplandecían intensamente sus grandes ojos tenebrosos que irradiaban la tristeza, la dulzura y el ensueño. Una corta barba nazarena, de ese tinte rojizo que suele tomar el cabello expuesto siempre a la intemperie, rodeábale el óvalo de la cara; en sus labios entreabiertos había una expresión grave, misteriosa, llena de melancolía y de bondad. De pie frente a los pescadores parecía interrogarles... y de pronto les dijo con una voz clara y musical, serena y firme:
—¿De qué hablabais?
Tardaron un instante en responder, como consultándose con la mirada, y por fin Pedro dijo con una voz apagada:
—De vos, maestro; de los milagros. Nos preguntábamos por qué os perseguían siempre.
Él, mientras Pedro hablaba, sonreía dulcemente, como si supiese todo aquello; por fin replicó:
—¿No sabéis entonces que nadie es profeta en la tierra en que ha nacido?
Después de estas palabras, envolvió a todos en una larga mirada dolorosa y profunda, impregnada de compasión y de ternura, y se sentó no lejos de ellos, mirando el lago que estaba al frente. Inclinó la cabeza sobre el pecho, y pareció abismarse en sus reflexiones.
Los pescadores habían callado; contemplaban fijamente, con los ojos agrandados y una expresión de vaga angustia pintada en los semblantes, la inmóvil figura del Maestro que meditaba. Al frente, las negras aguas del lago teñíanse poco a poco de largas franjas de una luz blanca y movediza, que daba a las olas al esparcirse un siniestro color violáceo; la luna roja y enorme subía lentamente tras de las montañas de Gerghesa.
De pronto, el Maestro alzó la cabeza volviendo de su abstracción; y, como si hablara consigo mismo, murmuró suavemente:
—¿Cuál será la virtud más grata a los ojos del Señor?
Después clavó su mirada penetrante e interrogadora en los pescadores...
Ellos guardaban silencio, meditando al parecer sobre aquella pregunta.
Por fin, Pedro dijo:
—Maestro, ¿os acordáis de la mujer cananea? Ella vino a vos en demanda de la salud de su hijo y vos la rechazasteis una vez. Volvió nuevamente, y con lágrimas os suplicaba que la atendierais, nosotros os pedimos que la escuchaseis y nos contestasteis: “Yo no soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Por fin llegó hasta vos. Aún la veo a vuestros pies, cuando en medio de los sollozos os pedía que la socorrierais, y vos nada decíais. Después le dijisteis: “Aguarda que se sacien los hijos. No parece bien tomar el pan de los hijos para dárselo a los perros”. Y ella os contestó: “Es verdad, señor pero a lo menos, los cachorrillos comen debajo de la mesa las migajas que dejan caer los hijos”. Y entonces, vos, que queríais probar su virtud le dijisteis al fin: “¡Oh! mujer, grande es tu fe; hágase como lo deseas”. Y su hijo se salvó. Esa mujer tenía la fe y la humildad, Señor.
Después de este relato, el Maestro callaba contemplando embebido, al parecer, la claridad de la luna que rielaba en las inquietas olas del lago. Andrés dijo entonces:
—Señor, yo conocí a un hombre de Idumea que tenía muchos rebaños y dinero. Como en nada trabajaba, por ser grande su fortuna sólo pensaba en gozar de la vida y en divertirse. Una vez, un hombre pobre que estaba inválido para el trabajo y no tenía cómo alimentar a su mujer enferma, corrió a su encuentro pidiéndole, con grandes lamentos, que lo socorriese. Entonces el hombre sacó varias monedas y se las dió. Pasó el tiempo; y una vez que el hombre rico estaba poseído del vino, tuvo una gran riña con uno de sus compañeros, y sacando del cinto un puñal se lo hundió en el corazón a su adversario. Después huyó. El pobre había presenciado oculto la reyerta; y entonces fuese donde yacía el cadáver, tomó el cuchillo, que estaba clavado en el pecho del muerto, guardólo entre sus vestidos y se tiñó de sangre la túnica. Al día siguiente lo tomaron los soldados; y como confesara que él había sido el asesino, fué crucificado y murió en los tormentos sin decir una palabra. Maestro, ¿qué decir de la virtud de ese hombre?
Jesús guarda silencio.
—Y Juan dijo:
—Había una vez en Fenicia un comerciante que traficaba en telas de seda y de púrpura. Mucha era su fortuna, y se creía feliz. Una vez tuvo que hacer un viaje a Tiro para traer mercancías. Su esposa y gran número de amigos fueron a despedirlo a la orilla del mar con grandes demostraciones de tristeza; pero la esposa alegrábase en el fondo de su corazón por el viaje, porque no lo amaba y deseaba quedar libre de él; y los amigos sólo lo querían por su dinero. La tarde estaba fría y tempestuosa, el mar agitado y sombrío. Cuando, por fin, se embarcó en el esquife que debía llevarlo al navio, todos se retiraron rápidamente. En la playa desierta sólo quedó, mirando el mar y el buque que se perdía entre las olas, el perro fiel de la casa, en quien nadie había reparado. Las olas habían crecido y un furioso viento de tempestad agitaba las aguas. Ya la noche había caído, cuando el perro se lanzó de lo alto de las rocas al mar para seguir a su amo, a quien creyó en peligro de perecer. Pero la tempestad fué en aumento, el cíelo se puso negro; y el animal siguió siempre en la obscuridad, sobre el mar, luchando con las olas que lo llevaban lejos de la orilla. Al fin sus fuerzas se agotaron y pereció, sin que su amo supiese jamás que había muerto por salvarlo.
Juan guardó silencio, clavando en el Maestro su mirada que interrogaba... Entonces Jesús volvió lentamente su rostro triste y severo hacia los pescadores, y, posando en ellos la mirada de sus ojos profundos, húmedos de lágrimas, dijo:
—He ahí la abnegación ignorada, y, a veces, estéril, de los humildes, de los inocentes y los pobres que son caros al Señor.
Y sus palabras resonaron claras y armoniosas en el dulce silencio de la noche. Ya la luna había salido por completo tras de las colinas, y su gran disco rojizo bogaba en la atmósfera dorada y vaporosa, iluminando todo el valle de Galilea.