Convalecía de una larga y peligrosa enfermedad, y me hallaba blandamente extendido entre colchas y almohadones, sobre una poltrona, en el salón de mi casa. El doctor acababa de partir después de aplicarme una fuerte dosis de morfina que calmara mi malestar.
Afuera caía lentamente una lluvia fina y silenciosa, y yo aspiraba con deleite de sediento aquel penetrante olor a tierra húmeda, a viento mojado. El cielo de ceniza, pesado, triste, que divisaba a través de los cristales, se avenía bien con las vaguedades de mis sensaciones de enfermo. De cuando en cuando, levantaba el brazo enflaquecido para fumar mi cigarro, y mientras la onda de humo me envolvía, soñaba perezosamente.
La conciencia de mi debilidad me penetraba de una amargura indefinible y deliciosa, que parecía destilar dulcemente en lo mas hondo de mi corazón, cuyo secreto creía estar próximo a descubrir. Tal vez mi alma iba a estallar en un espasmo de aquel divino deleite soñado no sabía dónde y, sin embargo, la impresión se desvanecía como arrastrada por las leves espirales de humo... El tictac monótono de un grande y antiquísimo reloj de bronce, que me miraba impasible con su esfera borrosa desde lo alto de un gran baúl de mármol negro, llegaba a mis oídos y me adormecía en el silencio de aquel gran salón desierto.
Mis párpados se cerraban, mi cerebro se oscurecía. Abrí los ojos una última vez, con esfuerzo; vi con tristeza un pedazo de cielo gris, traté, de llevar a la boca el cigarro; pero mi brazo cayo pesadamente hacia atrás.
* * *
Encontrábame en el mismo sitio y en la misma postura; pero mis
sensaciones ¡cuánto habían cambiado! la torpe somnolencia de poco antes,
había sucedido una lucidez extraña, llena de inquietudes y temores.
Producíame miedo aquel gran salón solitario. Todo lo que me rodeaba
tenía un tinte siniestro; me sentía cercado de peligros; volvía los ojos
con terror hacia los antiguos muebles, hacia los grandes retratos,
sobre los que se deslizaba la pálida luz invernal; hundía con angustia
mis miradas en las profundidades grises y sombrías de los espejos;
habría querido huir de aquel destello lívido que caía del cielo y
chispeaba lúgubremente en las molduras negras, en los dorados, y hacía
resaltar grandes sombras sobre el pavimento.
Aquellas sombras crecían y se espesaban con una rapidez increíble; parecían juguetear y perseguirse vertiginosamente sobre la alfombra... Al fin me envolvían como en un negro y denso vapor, dejándome sumergido en una obscuridad profunda. Una palpitación extraordinaria, un cuchicheo indefinible me rodeaba. De pronto vi, como a través de un anteojo de teatro invertido, abrirse en las tinieblas un pequeño agujero tras el cual se veía una pálida claridad, y allá al fondo, bien lejos, creí divisar dos negras figuritas humanas que avanzaban lentamente hacia mí por algún estrecho corredor; marchaban unidas paso a paso, envueltas en aquella claridad sobrenatural que yo jamás viera antes brillar sobre la tierra; a veces se detenían un instante y parecían confundirse en un abrazo íntimo que de aquellas figuras no hacía sino una sola; después se separaban para continuar avanzando. Y el péndulo del gran reloj de bronce parecía regular siempre con su áspero tictac, y aquellas lejanas siluetas avanzaban siempre hacia mí por aquel interminable corredor. Y yo me preguntaba con pavor: ¿Llegarán al fin donde yo estoy? Creí que murmuraban confusamente unas frases incoherentes empapadas en amarguras, que mi alma comprendía, que había escuchado no sabía dónde. ¿Te acuerdas...?
En otros tiempos... en otros tiempos... de aquellas miradas... de aquel perfume divino... de aquel amor que no vivió, ¡ay!, sino en nuestra imaginación... ¡de aquél que murió y que jamás renacerá!
Mi corazón palpitaba con violencia, las lágrimas humedecían mis mejillas. ¿Lloraba acaso por un bien perdido para siempre, enterrado hacía largos años? No lo sabía y mi terror aumentaba.
Una ráfaga de viento heladísimo pareció borrar las tinieblas, las negras figuritas, todo, y entonces me vi de nuevo, con desagradable impresión, tendido en mi silla. Pero ahora, allá en el, rincón más obscuro de la sala, donde la sombra era más espesa, había una figura blanca. Un velo vaporoso al que la luz de invierno daba brillantes destellos de plata, la envolvía confusamente. Habría querido levantarme de mi silla para consolar a esa extraña figura inmóvil y muda, que parecía sufrir lo que yo mismo sufría, pero una fuerza invisible me ataba a mi asiento.
De improviso vi con extrañeza que aquella figura blanca se erguía y, deslizándose como una bruma de primavera sobre la alfombra, se aproximaba al gran reloj de bronce... Escuche un chasquido seco y sordo que resonó lúgubremente. El péndulo callaba, callaba, y me pareció escuchar en el silencio una frase que parecía resonar en lo más hondo de mi corazón:
—¡Siempre! ¡Siempre!