Esta fresca mañana de febrero, en el campo, mañana de sol suave y cielo azul, sin una nube, trae a mi recuerdo imágenes de mi lejana adolescencia.
Me veo joven, lleno de vida y esperanza en el porvenir; como en una rápida cinta cinematográfica acuden sin cesar a mi imaginación hechos olvidados, paisajes, emociones, tan vivas, de entonces, que me parece sentirlas todavía.
Veo la casa vieja, el estero que la bordeaba, los sauces que le daban sombra, las aguas que corrían sin ruido entre las raíces descubiertas de las pataguas, de los arrayanes, el sol que en grandes rayos penetraba curioso entre el ramaje, escucho el canto de las aves que perturban la calma de esas mañanas.
Y llegan y me rodean mis amigos de entonces, los mejores, mis perros de caza.
Fueron tres: Marqués, el primero y más presente en mi memoria; Duque y Mario. De estos últimos recuerdo solamente que el primero era un español, de aguas, de largas orejas, que todo el día pasábalo sumergido en el estero cercano, y del segundo, un pointer café, de gran alzada y maestro en la caza de la perdiz.
Marqués era un bravo francés, de patas cortas y vigorosas, ancho de pecho, blanco, tachonado en la espalda, la cabeza y las orejas de grandes manchas café.
Recuerdo con claridad cómo nos hicimos amigos. Recorríamos con mi padre los potreros del fundo una tarde fría, nebulosa y desagradable de otoño. Marqués corría a nuestro alrededor, rastreando nerviosamente el terreno. De pronto se detuvo y principió a husmear el terreno con cuidado, muy lento, con los ojos encandilados, fijos; avanzaba quedo, como si temiese que las espinas hicieran mal a sus patas. Mi padre descendió del caballo con la escopeta empuñada. De pronto el perro quedó inmóvil, con el cuello rígido, la cola tiesa, hacia arriba, mientras todo su cuerpo se estremecía nerviosamente; una de sus manos la elevaba en alto.
Mi padre dijo entonces fuerte: “Anda, busca”, y el animal dio un salto en ademán de atrapar algo. De un pequeño matorral, alzóse, silbando, una perdiz. Sonó un tiro y el ave continuó su vuelo libre, perseguida furiosamente por Marqués, que no obedecía a los llamados de mi padre.
Y así volaron tres perdices a las que mi padre errara. Entonces él, corriendo, me dijo: “Estamos de mala hoy, caza tú”, y me tendió la escopeta y algunos tiros.
Era la primera vez que yo cazaba.
Y siguieron las cacerías. Recuerdo algunas de las peculiaridades de Marqués. Cuando rastreaba una pieza en un reguero seco, hacía una breve parada en el lugar donde husmeara el rastro; en seguida, rápidamente, corría, agazapándose en los desmontes del reguero, y, al final de esta carrera, en la que había tratado de sobrar al ave, que huía, asomábase de súbito para que la pieza le viese y quedase inmóvil. Después volvía atrás y rastreaba cuidadosamente toda la cuerda de este arco de círculo. Jamás dejó de encontrar y parar a la perdiz con esta maniobra, que era ya su táctica acostumbrada. Cuando rastreaba dos perdices, hacía la parada de muestra, echando la cabeza apoyada en las manos delanteras, mirando a uno y otro lado. Esta parada original, permitíame hacer con facilidad admirable “tiros reales” que aumentaban mi fama de cazador por aquellos contornos, y halagaban mi juvenil amor propio.
Cuando cazábamos cerca de esos montes que se alzan en los lugares pantanosos, le veía entrar cauteloso, siguiendo un rastro, en la sombra espesa de la maraña. Yo esperaba afuera para no humedecerme los pies con el agua que fluía de las innumeras vertientes que corrían al pie de los arrayanes, de los maquis, de los laureles, de los
lingues, de los peumos, de los canelos, de los helechos, y de las lianas, de toda esa numerosísima flora de nuestros bosques del sur. Escuchaba atento su ajetreo; su respiración agitada, anhelante; el ruido de las ramas que se quebraban a su paso. Después, largos silencios. Al fin, un agudísimo grito de ave; un instante después veíale aparecer entre el ramaje, con una perdiz aleteando moribunda en el hocico, que había cazado solo. Tal vez no era Marqués un perro maestro, pero yo admiraba esta astucia, esta inteligencia naturales que hacían más estrecha nuestra unión.
Un día de invierno había partido antes que amaneciera, bajo la luz de las estrellas, a cazar a “El Canelillo”, situado en la base de las montañas, a tres leguas, más o menos, del fundo de mi padre. La mañana era heladísima, las riendas me quemaban las manos. La excursión había sido buena; mi morral venía lleno de perdices, de poroteros, de tórtolas, de patos. Marchábamos de regreso, al galope, cayendo la noche, por el extenso y abierto llano de Panimávida; Marqués corría al lado de mi caballo. De pronto miré a los Andes y no les vi. Rodeábame una niebla espesa y me sentía de pronto perdido en el llano; no sabía en qué dirección marchaba; ya seguía corriendo mi camino, ya cambiaba de rumbo. Después de numerosas y rápidas carreras en distintos sentidos, detúveme a reflexionar. Me dije: Estoy perdido, no sé dónde está el norte, ni el sur; pero alguno de estos caminillos me llevará a alguna parte. Tomé, pues, resueltamente una senda que creí me llevaba a la base de las montañas de donde acababa de partir, y, caso curioso, ésta era la dirección buena, la que me llevaba al fundo de mi padre. Llegamos a la casa después de las doce de la noche.
Al día siguiente observaba yo al perro tendido, lamiéndose, sin una queja, los dedos gastadísimos de las patas y rehusando todo alimento.
Y pasó tiempo después de esa excursión, y un amanecer de invierno resolví repetirla. Mi padre habíame pedido regresara temprano, porque me necesitaba para algo del fundo; resolví regresar antes que el sol se pusiera; además, la cacería había sido, como de costumbre, muy buena.
Montado en mi caballo, hacía los últimos gestos de despedida a don Ramón, el dueño del fundo, y llamé a Marqués, el que, observaba con extrañeza, permanecía sordo a mi llamado, en el alto corredor, moviendo suavemente la cola y mirándome con sus ojos llenos de luz. Don Ramón me dijo:
—Parece que el perro no quiere irse con Ud.; no lo sigue; ¿por qué no lo lleva amarrado?
Hizo traer una cuerda y lo atamos; pero el animal gruñía y mordía furiosamente el cordel. Estaba visto que no quería partir conmigo. Entonces dije a don Ramón:
—No sé lo que le pasa a este animal; no quiere seguirme, cúidemelo esta noche de los guardianes suyos para que no lo maten, manana enviaré al mozo por él.
Al día siguiente di la orden y el muchacho me dijo.
—¿El Marqués? Si llegó al amanecer, con la fresca.
Y yo pensé: He aquí una prueba clara de inteligencia completa en un animal; no quiso acompañarme porque recordaba los padecimientos sufridos cuando yo me perdiera en el llano y resolvió hacer el viaje solo, cómodamente.
De regreso al fundo, de uno de mis frecuentes viajes a Santiago, dirigí la mirada por el extenso patio de las casas. Mi padre que, como de costumbre, paseaba por el corredor, me dijo.
—¿Buscas al Marqués? Ya no está aquí; lo atacó la hidrofobia y hubo que darle un tiro para que no padeciese más el pobre animal.