Bebíamos en silencio nuestro café aquel amanecer de invierno en casa del secretario del juzgado en aquel proceso criminal, homicidio con reincidencia.
El fusilamiento del delincuente debía verificarse en algunos instantes más; el coche del juzgado nos esperaba a la puerta. Sobre la mesa estaba el expediente, y yo leí in mente estas palabras escritas sobre la portada con grandes letras negras: “Pascual Ortiz.—Homicidio”.
Sabía vagamente el hecho: primer asesinato con ensañamiento, condena a 20 años de presidio; segundo asesinato, en las salas de trabajo de la Penitenciaría, condena a la pena de muerte, que debía cumplirse ese día.
Cierta malsana y juvenil curiosidad profesional de abogados despreocupados como éramos mi amigo y yo entonces, nos había incitado a pedir a nuestro colega Pedro Reyes que nos invitase esa mañana a presenciar el macabro espectáculo.
Y ahí estábamos ahora ante la próxima e inevitable muerte de un ser humano desconocido, hablando futilezas.
Reyes sacó de pronto su reloj y nos dijo, tomando nerviosamente el voluminoso legajo que había sobre la mesa: “Vamos, ya es hora”.
Instalados en el coche, guardábamos silencio, siempre sugestionados tal vez por la impresión que se reflejaba en el bondadoso semblante de Pedro Reyes, que miraba con fijeza hacia un punto indefinido del horizonte, mordiéndose con fuerza los labios.
El coche dejaba atrás los barrios elegantes del centro comercial de Santiago, las calles de Dieciocho, Castro, doblaba por Ejército y bordeaba el oriente del Parque Cousiño. Al contemplar nuestro amigo la libre extensión de los campos del parque envueltos a esa hora matinal en las brumas de ese amanecer nebuloso, su rostro abstraído se contrajo, sus ojos leales y puros parecieron mirar hacia adentro, como atacados de un súbito estrabismo, lanzó un hondo suspiro y exclamó en voz baja, estrangulada:
—Les aseguro, amigos, que yo, que soy el actuario en esta causa —y éstrechó con fuerza el expediente—, es la primera vez que me veo por la ley obligado a leer una sentencia a un hombre que va a morir, y les declaro que esto es horrible, horrible para mí, que no puedo, no está en mí.
Inclinó la cabeza y se cubrió la frente con las manos.
Guardábamos silencio mi amigo y yo ante este dolor.
De pronto, mis miradas se fijaron en la Penitenciaría, cercana ya, y observé con extrañeza que en el agudo palo de bandera del edificio no había el trapo negro que anuncia una ejecución capital, y, además, que en ese instante volvía hacia nosotros un coche de posta en el que vi a dos frailes dominicos cuyos hábitos talares blanco y negro divisaba perfectamente a la distancia.
Entonces dije en voz baja, rápida, anhelante, dirigiéndome a Reyes, como si pensara en voz alta:
—No hay bandera negra... Veo a dos padres dominicos que se van, que regresan en este instante.
Nuestro amigo alzó la cara, hizo un lento movimiento negativo con la cabeza, y exclamó:
—¡Un indulto! No es posible; tendría que habérseme comunicado a mí primero, que soy el secretario de la causa. Lo contrario sería una grave incorrección administrativa.
Sin embargo, un resplandor de angustiosa esperanza se reflejaba en su semblante.
Ya llegábamos a la puerta de la prisión: Reyes descendió rápido y se internó en el edificio; un instante después aparecía en la entrada, y, agitando en la mano un papel, nos gritaba con voz ahogada:
—¡Indultado! ¡Indultado!
Descendimos presurosos, y entonces vimos a nuestro amigo conversando con gran animación con un caballero grueso, entrado en años, de bigote gris, que llevaba una gorra con una inscripción en la visera, y escuchamos este diálogo:
—¿Y cómo no se me ha comunicado a mi primero el indulto?
—Sólo en este instante llega un ordenanza de la Moneda con la nota; tal vez un olvido del secretario; tal vez el temor de que la ejecución se verificara. El reo nada sabe aún.
—¿Y dónde está?
—En la capilla todavía. No he tenido tiempo sino de despedir a los padres —termina el grueso caballero de gorra.
Reyes, con el rostro pálido, desencajado de alegría, dice:
—Vamos, vamos luego, señor director, a darle la noticia.
Y todos nos dirigimos hacia el interior de la Penitenciaría; las pesadas puertas de hierro se abren rápidas para nosotros, movidas por las manos de los carceleros, como en los cuentos de hadas.
Entretanto, escucho la relación del caballero grueso, que nos refiere rápidamente la breve historia del criminal. Dice:
—Ortiz no ha cometido un primer delito bajo, ruin, repugnante, robo o algo semejante, sino que todo se debió a la rabia de ver a su hermana golpeada por su marido. Le dio a este cuatro puñaladas y además unos puntapiés al cuerpo ya agonizante. Lo condenaron entonces por homicidio con ensañamiento, a veinte años. Aquí se ha portado como un santo: un hombre callado, trabajador, sin vicios, siempre triste, sin una queja contra nadie; todos lo querían, hasta los peores.
Cuando, don Pedro, ¿no le toma cariño el jefe del taller de carpintería?, hombre bueno, pero de carácter muy variable y que tenía la costumbre de franquearse con los reos. De ahí vino todo. Hace pocos días, el jefe, viendo a Ortiz que estaba callado, suspenso ante el banco, tal vez pensando distraído en sus cosas, le da, por broma sin duda, un puntapié, diciendo, con ese tono con que se les habla a los reos: “¿Qué haces ahí, hombre, que no trabajas?” Entonces, me contaron, se volvió Ortiz, lo miró un rato en silencio, y, levantando un formón que tenía en la mano, se lo hundió hasta el mango en el corazón. Este fue el segundo crimen, por el que lo iban a fusilar ahora. ¡Ustedes no saben, caballeros, cuánto me alegro de este indulto! —terminó el jefe de la prisión, dirigiéndose a nosotros.
Ya llegamos ante la modesta capilla donde los reos de muerte esperan la hora de su ejecución. Un pequeño crucifijo entre dos grandes cirios encendidos, sobre un humilde altar improvisado, presidía aquella escena de angustiosa expectativa.
Y en el silencio y la vaga y fría penumbra de la mañana, vimos todos que, frente a ese altar pobrísimo, había un hombre arrodillado en un reclinatorio. Estaba de espaldas a nosotros, y vi, vagamente, sus piernas engrilladas, su cabeza caída sobre el pecho, hundido en los anchos hombros. Al rumor de nuestros pasos alzó la cabeza y, al ver al jefe de la prisión, se puso de pie trabajosamente sosteniendo con las manos el bramante atado a los grillos. ¿Creía, tal vez, que había llegado su ultima hora? Lo examinábamos todos con curiosidad: era un muchacho de elevada estatura, vigorosamente constituido, de rostro bronceado, al que el reciente insomnio, la angustia y la vida recluida de presidio, daban un color terroso. Bajo las fruncidas cejas brillaban unos grandes ojos de color acero, de frío reflejo, la nariz aguileña, lo rizado del cabello negrísimo y cierto ceño duro, severo, desdeñoso, dábanle un aspecto de inolvidable belleza varonil.
El jefe de la prisión se acercó al reo y le dijo:
—Ortiz, en este instante llega de la Moneda el indulto para usted. Lo felicito y me congratulo de ello, porque, si es verdad que usted ha cometido dos homicidios, por los que está aquí, no son debidos sino a su carácter de fiera de usted, que cualquiera cuestión la quiere arreglar con la violencia. Y ese carácter lo tendrá en esta cárcel algunos años más —terminó severamente el director de la Penitenciaría.
Al escuchar estas palabras, avanzó Pedro Reyes. Su rostro estaba lívido, y sus labios, que se agitaban, dijeron:
—Amigo, le felicito de todo corazón, porque ha sido indultado de la pena de muerte; usted no es de aquellos criminales malos a los que no puede dárseles la mano. Démela.
Y le tendió abierta al reo su derecha, que temblaba.
Ortiz fijó en el secretario la mirada de sus fríos ojos claros, vi que se velaban suavemente; sus párpados se cerraron un instante, y al fin desenlazó las cruzadas manos, y tendió la suya terrosa, humilde, hacia nosotros, que la estrechamos todos, sintiendo no sé qué extraño calor en el corazón.
Y observé que el jefe de la prisión se pasaba la mano por los ojos.
Salimos.