El Gran Simpático

Felipe Trigo


Novela Corta



I

Daban las diez, en una torre del pueblo, y Alfredo aligeró —camino de la estación. La noche clara, calmosa. La luna alta. Ladraban los perros de las eras. Jadeaba Alfredo Gil (pisando su menuda sombra) con la maleta pesadísima y el lío del gabán y los bastones. Además, llevaba la merienda y un encargo de chorizos.

Se iba para no volver, y... nadie le despedía.

¡No!... Oyó lejos, detrás, un conjunto de voces juveniles.

Deberían de ser los amigos. Quizá las primas, también, con vecinas de la calle —porque algunas voces eran atipladas.

Apretó el paso, apretó el paso... arrastrando por el polvo un cabo del cordel, mal atado a la maleta, y dándose con ésta en los talones. No quería que le mirasen transportando su equipaje, aunque hubiesen de verle después en tercera.

¡Oh, la maleta de los dramas!

Se burlarían de él, como aquí, en la corte... pero ¡allá iba!

Tropezó, cayó... y rodó todo por el polvo. Rodaron desempaquetados los chorizos.

El pobre sonrió. Menos mal que no se le desató la maleta. Restituyó los chorizos, según pudo, al medio Heraldo, y prosiguió la marcha con más prisa.

Con más ánimo.

Tropezar, creíalo él conveniente. Siempre los obstáculos habíanle sido ventajosos. ¡Le nacía tal ansia, tal fuerza tenaz para vencerlos y seguir del lado allá con nuevas gallardías!

«Cuando sea célebre —pensó—, este ridículo detalle de mi biografía parecerá gracioso».

Y tan resuelto a no dejarse alcanzar por los de atrás, como a no juntarse con otro grupo que divisó delante, torció, ya cerca de la estación, por el atajo. Entraría dándole el rodeo a la empalizada.

Era mejor. Así, descansando un poco, podría sacudirse las rodillas, situar bonitamente los trastos frente al muelle, donde solían caer la cabeza del tren y los terceras, y despedirse con más dignidad de sus paisanos.

Algo le costó subir la guijarrosa cuesta. Se resbalaba.

Pero, aun antes de limpiarse, tan luego como estuvo al lado de las vías, le sorprendió advertir el inmediato anden lleno de gente... Y sufrió un dolor, recordando que esta noche llegaba Gabrielito Torres... de Cádiz, con la carrera terminada.

Sí; toda esta gente, y los que venían detrás, acudían a esperar a Gabrielito... al Gran simpático, como te llamaban, por cariño, y porque él, cuando ponía púlpito de Anatomía y de Higiene en las tertulias, no se olvidaba jamás de nombrar y concederle gran importancia «en la vida nerviosa al gran simpático...»

¡Qué fácil todo para este hombre!

Decían que se iría inmediatamente a Madrid, bajo la protección de una marquesa amiga de un amigo de sus padres.

Amargado Alfredo, no quiso acercarse a la gente.

Sentóse en la maleta.

Sino que silbó el correo y tuvo que ir a la taquilla. Por fortuna, las elegantes señoritas, los señores respetables, los amigos y la familia, en fin, de Gabrielito, se arremolinaron hacia el otro extremo del andén, donde solían quedar los primeras.

Apenas un conocido, Peña, el viejo boticario, que iba detrás, le vio y dignase dirigirle la palabra:

—¡Conque te marchas, hombre!

—Sí, señor.

—¡Estás loco! ¡Mira que irte a Madrid de escribiente, cuando tenías aquí tu cátedra!... ¡Bien ha hecho en disgustársete tu tío, demonio!

Y se alejó, reuniéndose a los demás, con aquella especie de crispación de fiesta magna que inundaba en la espera a todo el mundo.

«Mi cátedra» —burlóse Gil amargamente.

En Villaleón le llamaban cátedras a las de un mal colegio que a cada señor licenciado deparábale cinco alumnos y nueve duros al mes.

El tren entró, con su larga rastra de coches atestados de viajeros. No hubo vivas, en verdad; mas sí gritos de amigos y de viejas sirvientes saludando a Gabrielito.

—¡¡Gabrielito!!

—¡¡Gabrielito!!

—¿Dónde viene Gabrielito?

Esto era allá, del lado del depósito —abalanzándose impacientes a revisar las portezuelas, prendidos al estribo, algunos, antes que parase el tren; alegría aldeana, manifestada locamente, en un solo clamor, al descubrirá Gabrielito...; y la mayor parte de los que venían en el tren, sorprendidos por el tumulto, pusiéronse a las ventanas... Aquí, en cambio, del lado de los furgones de sardinas, el solitario profesor subía a las duras tablas de otro coche su equipaje.

La recepción tenía los caracteres de una manifestación. Alfredo se asomó a verla, entre dos guardias civiles y un chalán que ocupaban las ventanillas inmediatas.

Ya estaba Gabrielito en tierra, rodeado, sofocado por la gente. Se le veía pasar de unos brazos a otros brazos..., y todos querían abrazarle a la vez, hermanas, amigos, parientes... señoras también bastante guapas y acaso de no muy próxima familia, porque notábasele al gentil recién llegado, al aceptar sus achuchones, cierta cortedad.

—¡Gabrielito!

—¡Gabrielitol

—¡Hombre, Gabrielito!

—¡Hijo, Gabrielito!

Un tumulto. Y con Gabrielito, del mismo coche, cuya puerta tapizada veíase abierta a la luz del interior, había descendido otro sujeto menudo, feo, insignificante, de quien pocos hacían caso. Gil reconoció a Policarpo Carballo, procedente asimismo de Cádiz, y con sobresaliente también en su título de médico. No se oía, sin embargo, más que un nombre: «¡Gabrielito, Gabrielito!»... Del contraste saltaban para Gil ideas consoladoras; eran Carballo y él propio los dos jóvenes más chicos y feos, y hasta sin gracia, de Villaleón; los dos más ariscos, por lo tanto, y concentrados en sí, fuera de casinos y tertulias.. ¿Si Carballo le igualara al mismo tiempo en pobreza, nada tendrían que envidiarse mutuamente; pero tenía algún capital la familia de Carballo.

El entusiasmo seguía, acrecido de sí mismo:

—¡Gabrielito!

—¡Hombre, Gabrielito! ¡El Gran simpático!

—¡Trae esa mano, Gabrielito!

Gil oyó que le preguntaba de pronto un guardia, como cayendo en la cuenta y pronto a bajar y presentarle al viajero sus respetos:

—Oiga... ¿No será el hijo de Maura?

—¡No! —le respondió breve Gil, absorto en sus reflexiones.

—¡Zerá er diputado der distrito! —apuntó al lado opuesto el chalán.

—¡O el hijo del diputado! —dijo el otro guardia—. Pero, ¿por qué le dicen Gabrielito si es más grande que una torre?

Esta vez les explicó Gil, más galante:

—Es un chico de aquí, que vuelve con la carrera concluida.

Aplicóse a revisar, puesto que se acercaba de cara y lentamente el gran grupo, qué señoritas estaban. ¡Todas!... a pretexto de amistad con las hermanas de Gabriel, y además de gala, vestidas. como para misa de once. Concha y Petra..., Emerenciana..., Sol Villarreal..., Amparito..., las de Lúgigo..., Micaela Pérez... ¡Anda, y la viuda de Ostrogón!... ¡Qué sinvergüenza!

Le estrujaban. Le rifaban.

De pronto vio Alfredo una cosa que le retorció las entrañas.

¡Oh, lo que nunca habría creído! ¡Nunca!

¡La Doria, vergonzante en un grupeto de artesanas, estaba allí, bajo el reloj!...

¡También la Doria!

¡También!... Mirando a Gabriel, desde lejos, no obstante la vigorosa y natural oposición de los padres de ella, por comprender que no la querría para casarse el fatuo Gabrielito... Y vino a recibirle con amigas, furtivamente... la joya del pueblo... la Doria ingrata que trajo loco tantos años a este pobre profesor... hoy emigrante, quizás no poco, por sus desprecios. Gil la habría llevado al altar con vida y alma... ¡tesoro de belleza!, y más atento a la honradez que a la modestia de aquella casa de labradoritas de dos yuntas...

¡Oh, la Doria!... Mas... ¡cuánto estaría sufriendo, no advertida siquiera por Gabriel, ebrio de triunfo!

Ya se lo llevaban por la puerta de salida... Y el tren, silbando, partió...; y parecíale, al menudo profesor, como si el diablo, que le hizo a él feo y ridículo, le arrancase de la carne la última ilusión de su Doria...mientras ella quedábase allí torva y en pena bajo el reloj... quizás llorando; mientras lloraba él, al menos, una positiva lágrima de lumbre...; trémulo sobre el temblor del tren, que ya corría y le arrancaba asimismo a las plataformas del cruce una carcajada diablesca, estridente, colosal... corrida atrás a lo largo de los coches...

II

Para el convite se habían habilitado el largo salón de bajo techo, pintado al temple, tiempo atrás, por Gabriel, y el gabinete del otro lado del pasillo. Mas era tal la concurrencia, que había gente también por la cocina, por la escalera, por las salas altas, donde quedaba un rato suspenso el baile. A lo largo de las mesas no cabían, atestadas, sino las muchachas y las mamás, con tal cual mancebo predilecto —teniendo los demás que resignarse a mirar y comer dulces y esperar las botellas de jerez en ambulantes grupos por las puertas.

Felices, de entre estos del pasillo, los que lograban sacar una bandeja en triunfo. Algunos obsequiaban a las criaditas, borrachos ya..., no muy quietas las manos, por supuesto. Dentro, estallaban las risas con algo de más compostura, aunque con el mismo cosquilleo sensual de locos regocijos, por el inevitable apretamiento que imponía, entre las bellas señoritas, ya bastante alegres de champagne de Reims, el ir y volver de los jóvenes repartiéndoles los fiambres y las copas.

—¡Que me rompes, hombre!

—¡Que se lleva usted mi tul!

—¡Oh, perdone, Joaquinita!

—¡Déme de aquello! ¿Fuagrás?

Se fumaba. En las cajas de cigarros no quedaba uno. La mayor parte de las bocas masculinas, ocupadas las manos en alto con platos y licores, mordían los habanos sin haberles quitado la sortija de papel. El ramo central de hortensias se había caído dos veces, y lo menos diez las botellas, manchando faldas de seda y arrancando agudos gritos.

—¿Qué? ¿Le ha callado a usted... hasta lo interior? —preguntó en cierto momento Gabriel, al oído de Sol Villarreal, viéndola alzarse en pellizcos el delantero de la falda, y tirada en risa la cabeza atrás como una loca.

—¡Hasta lo... que no puede decirse! —replicóle ella sin cesar de reírse y apenas esquivando de su alrededor la respuesta.

Borracha perdida. Por más que no necesitaba del champaña, la bella Sol, un tanto disconforme con sus veintisiete años sin boda, para estas ingeniosidades.

Concha, la dulce, habíase llevado casi violenta a Gabrielito. Le monopolizaba. Sin ser su novia precisamente, era como su predestinada de familia, desde antiguo.

Le retenía en el hueco de una ventana: allí dos sillas apartadas, algo fuera del infierno donde nadie se entendía con nadie.

—¡No me gusta, sabes, que estés con Sol!

Se admiraba Gabrielito. ¡La dulce! ¡La discreta!... También alegre. De otro modo, a él, sobre quien no tenía derechos, no osaría ponerle prohibiciones. Pero esta noche, sin saber a punto fijo si ello le placía, Concha mostrábale un bello mareo sentimental de fuegos, de licores y de valses.

—¡Tonta! ¿Por qué?

—Porque no. Es una coqueta... ¡y más que una coqueta!

—Bien. No volveré.

—Y además, ¡estoy muy triste!

—¿Muy triste? ¡Nadie lo diría!

—¡Muy triste! —repitió la morenita gentil, puyo pelo partíase en bandas—. Lo que es fiesta para los demás, es pena para mí... porque se da en tu despedida.

—¡Bah, no! En alegría de mis padres, porque he acabado la carrera.

— Pero en despedida al propio tiempo... puesto que te irás a Madrid el mes que viene.

—¡Oh, quién sabe!

—A Madrid... a ejercer tu carrera... a no volver...

— Oh, no, Concha, ¡quién sabe!... Yo mismo no lo sé. ¡Estoy tan a gusto en nuestro pueblo... me habéis recibido tan bien... que en estos ocho días que llevo aquí tengo mis dudas, mis serias dudas, acerca de si le daré a mi padre con su plan en las narices! ¡Mi padre es el único obstinado en que me vaya a conquistarme un porvenir, tú lo sabes!

Brilló con tal ímpetu en la joven el dolor y la esperanza, que le cogió a Gabriel con las dos suyas la mano.

—Di, ¿por qué no me juras que te quedas? ¿Por qué no me...?

No pudo seguir. Voces y siseos enérgicos imponían silencio. En el centro de la mesa y a instancias de Sol Villarreal, se había levantado el viejo poeta del pueblo, D. Sebastián, para leer un romance compuesto en loor de Gabrielito. Claro es que se reclamó a éste a primer término; y como le llevaron a tirones, y le ofrecían tres damas otra silla, Concha quedó perdida entre la gente.

Logrado el silencio —si bien no en el pasillo ni en el frontero gabinete, donde las mamás predominaban— el poeta se caló las gafas y empezó a leer.

Concha no atendía. Desde el sitio que habíanla dejado, en una punta de la mesa, comparaba a Gabriel con los otros. Sólo él ostentaba, de frac, esta elegancia inimitable. Algunos, de levita; y la mayor parte de corriente y moliente americana... ¡Con qué trazas de brutos, los más!

¿Y dónde andaría Carballo?... No había vuelto Concha a verle desde primera noche. Le recordaba, porque le nombró el poeta, en alusión caritativa, pero justa, ya que el pobre era tan listo y buen estudiante como el propio Gran simpático. Renata e Inesita, las hermanas de Carballo, no ocultaban en las caras su contrariedad por la mezquina alusión del larguísimo romance.

Pero ¡bah!... Gabriel lo anublaba todo siempre en torno suyo, como un astro. Contemplándole Concha con arrobo, veía su figura de Apolo fuerte, atlético, lleno a la vez de imperio y de ternura, de enérgica arrogancia de león y de majestad inteligente; dudó que pudiera haber sobre la tierra un hombre más hermoso... Tenía veinte años, y la misma esbelta corpulencia perfecta que si tuviese treinta y cinco; el mismo aire desdeñoso, protector, acariciador... fuerte e irresistiblemente acariciador, que un Don Juan «consumado»... Era fino y firme su mentón; sus labios rojos, puros como un caramelo al transparente; su bigote audaz, de sedas de la gracia; sus dientes deslumbrantes de húmeda blancura; su nariz brava y decidida; sus ojos claros, de azul de hortensia, leales y francos, con la franqueza osada indicadora de toda una vida poderosa, bajo la noble frente despejada que coronaba el pelo de ricitos de oro obscuro.

Tuvo una ovación el poeta, medio en guasa; pero él la agradecía con inocencia infantil. Se le dieron copas, y al estruendo se agolpó más gente por las puertas. Pidió alguien en seguida que dijera versos suyos Gabrielito, y le corearon todos.

No hubo otro remedio. Se levantó Gabriel, y se tendió un silencio devoto —porque el flamante doctor era, además, con su talento pasmoso, poeta, cronista, autor dramático, pintor... cuanto le diese la gana... ¡Qué hombre! Pero no recordaba más: quería al mismo tiempo, siempre oportuno, contraponer la nota de la brevedad y la ligereza a aquella lata del poeta trasnochado, y únicamente recitó, con voz sonora, que era por sí sola una delicia, una cancioncilla, compuesta en Cádiz para un proyectado sainete:


Yo tenía en mi ventana
tiestos con flores;
hizo frío una mañana,
y se helaron.
En el corazoncito mío
tenía amores;
y en una noche de estío
se abrasaron.
Ni frío ni calor
quieren las flores,
quiere el amor.
 

¡Viva Gabrielito! ¡Olé por el Gran simpático!

La ovación fue ahora un escándalo. Se le dió champaña. Tres damas que se le acercaron, con flores, de distintos puntos del salón, dejaron abandonados a sus respectivos caballeros; y de éstos, uno que lo entendía protestábale a un grupo, por lo bajo, de que «aquello fuesen seguidillas ni versos bien medidos»...

Concha, por su parte, molesta con tantas preferencias femeniles a Gabriel, deseó libertarle (¡oh cómo comprendía la dificultad de enamorarle!) de tales estrechuras y de su prisión entre audaces... entre coquetas..., porque se le habían vuelto a rodear Sol Villarreal y Carolina Ostrogón, nada menos! ¡Ah, la tal viuda suelta y buena moza... aun teniendo en la fiesta a su don Luis... si bien éste allá por la otra sala, para el buen ver de su señora! Se dirigió, pues, Concha a la hermana mayor de Gabrielito, y le propuso volverse todos arriba, a continuar el baile.

Dieron la voz sobre el desastre de la mesa, en que mal quedaban cuatro dulces:

—¡Rigodones! ¡Hala, las parejas!

Sirviendo de guías, y seguidas por las otras hermanas de Gabriel, salieron, subieron la escalera en avalancha.

Solamente Gabriel permaneció en la mesa con la arrogante Carola, con la viuda...

Quedaba una copa de champaña y bebían de ella, los dos, pequeños sorbos. Carolina hablábale a Gabriel con cierta confianza maternal, porque le trataba desde niño:

—Tú, Gabrielito... harás una solemne tontería marchándote del pueblo. ¿Dónde estarías, hombre, mejor?... Ve por mi casa, mañana... y todos los días, cuando quieras tú..., que no has vuelto... y... ¡que no porque una viva sola es un lobo!... Digo... a menos que te lo parezca... yo... de puro fea y de puro vieja...

—¡Oh, usted... Carolina! —replicaba con su aplomo imperturbable, con su plena conciencia de dominio Gabrielito—: ¡qué poco miedo me dieran los lobos si fuesen como usted!... Al contrario, temibles por...

¿Por... qué?

¡Por... otras cosas! ¿Quiere usted que se las diga?

Ella sonrió y se levantó:

—No, mañana. Yo voy arriba. Mira tú qué sandeces... Vivo sola, y solos estaremos en mi casa; ¡pero aquí, menos solos... nos criticaría la gente!

Salió, y quedóse Gabriel pensativo. No tendría Carola los treinta años que ella pregonaba, sino treinta y seis o treinta y ocho...; mas era una real moza. Y nada fácil, aunque alegre... ¿Habría roto con don Luis?... No. Pero esta noche se le disputaban todas como nunca...

Una voz sonó a su espalda:

—¡Hola! ¿Qué haces?

Era Conchita.

—Nada, mujer. Pensando... que es casi seguro que no me iré de entre vosotros. ¿Te complace?

Concha se estremeció de alegría:

—Oh, Gabriel... ¿De verdad? Dímelo, anda... ¡júralo!, ¡júralo!

—¡Casi que te lo juro, mujer!

Y Dios sepa qué nueva expansión de ingenuas caricias cortó, sobre el contento loco de ella, la llegada de un nuevo personaje.

Concha, turbada, a vuelta de algunas frases, partió. El que había llegado, torvo y silencioso, desde un rincón de la cocina, donde estuvo largo tiempo aislado de la gente, era un desdeñado pretendiente de Concha: Carballo. Traía el sombrero. Tenía sueño. Se despedía. Y se marchó —luego de aceptarle a Gabriel un reproche de huraño y un dulce.

III

Ocho meses apenas, y Villaleón era suyo. Nadie hubiera podido conquistar más en menos tiempo. Suya la mejor clientela. Suya la flor de las mujeres. Suya la simpatía de los casinos. Quizás, quizás, andando el tiempo, le sacarían diputado... o, mejor dicho, sin quizás... tan pronto como le diera un poco por intervenir en la política.

La jaca hizo un asombro. La acarició Gabriel, refrenándola, con palmadas en el cuello.

—¡Hola, Morita!

La obligó de nuevo al paso castellano. Un poco chica para él; pero briosa, bien cuidada. Conocían el chocar de sus cascos en las piedras todas las muchachas. Había dado la consabida vuelta al salir: calle de San Salvador, Carolina... siempre entreasomada a su balcón de enredaderas para decirle: «¡hasta la noche!...»; calle del Real, la Leonarda, la maestrita, que estaba si cadía o non cadía...; calle de Atarazanas, Concha.

Bueno; Concha mostrábase un poco ofendida con todo esto de la viuda y las demás. ¡Era lo mismo! Si a él le habían retenido en el pueblo unas y otras, los suyos no eran huesos para este camposanto. Emigraría... acaso antes de un año, ganándose una cátedra en San Carlos... casándose con alguna millonaria de Madrid... en el supuesto de que no se decidiera al fin por la política, a base de Villaleón, para escalar en las Cortes, con su oratoria fluente y su enorme simpatía, la subdirección, el ministerio... ¡quién supiese!

Entre tanto dejábase querer aquí, de ellas, de todos; y en cuanto tuviese calma, metodizada su vida, volvería a estudiar para la cátedra.

Porque, era cierto: ni un segundo libre. Durante la mañana, la clientela... Villaleón en masa, con rabia del Policarpo infeliz que había logrado media docena de pobretes, y con ira de los viejos compañeros torpes, a quienes trataba él en las consultas a limpio zapatazo...; ¡no sabían una palabra! Luego de comer, al Círculo de la Concordia, donde se le formaba corro para oírle en no importaba qué cuestiones. Nueva visita ligera de la tarde, y el paseo a caballo, y las tertulias de las niñas...,y la vuelta al Círculo después de cenar... Y a media noche por filo... desentendiéndose de amigos y admiradores... su Carolinita —hasta el amanecer...

¡Qué encanto de viuda!... ¡Con don Luis y sin don Luis! Él, las noches, y todo el ardor de la fogosa... Don Luis, las tardes... hallándola sin duda harta, y para su bien, ¡el pobre viejo!... ¡Ah, cuando la maestrita cayese!... La gente ya lo daba por tan cierto como esto de Carola, de cuya casa habían le visto salir en más de cuatro madrugadas... Además, se le quejaba un poco la clientela; ¡claro, con tal vida... ni le encontraban los enfermos graves por la noche, ni hacía temprano la visita!... Todo se lo pasaban, por listo y simpático, no obstante. Ya se enmendaría. Tenía derecho a una temporada de expansiones, después de sus estudios... ¿Cómo, por otra parte, resistirse a tanta invitación?

Ahora iba, lo mismo que desde hacía tres tardes —siempre saliendo del pueblo por el lado opuesto—, a la huerta del Salazo. Quizás debió permanecer junto a aquel pobre agonizante para inyectarle cafeína... ¡Qué diablo de enfermos!... ¿No iba un médico a disponer de sus horas íntimas, de sus dulces secretos de ilusión?... ¡Y en cosa de ilusiones, ninguna como la Doria!

Hizo, al pensarlo, tal repeluzno de ventura, que se encabritó la jaca. La dominó y continuó camino adelante, como hacia aquel lago de cielo verde y rosa que había dejado el crepúsculo.

Pan comido, la Doria. Ciega por él. Resuelta. Pronto cadería... y valía más que la maestrita y Carola juntas, cien veces. Pero ciega, ciega. Sabedora de que él no iba a casarse, le importaba tres cominos. ¡Bendito Dios! Una chiquilla propiamente que la Venus cuando joven, una virgen mismamente del altar... un cromo..., y ¡para él!, despreciando labradores de su clase, bodas con catedráticos, como Alfredo Gil, tan listo; dinero que le ofrecían don Luis, don justo-Antonio, Alfonso Caravaca... todos los ricachos.

Gabriel, que era un filósofo, fue largo rato meditando si no valdría en el mundo, más que las riquezas que tenían estos idiotas; más que el talento mismo que tenían también los pobres Policarpo y Alfredo Gil fracasados, la hermosura natural que tenía él como nadie. En Cádiz, por ejemplo, Policarpo matábase estudiando; él un poco apenas en el curso, por cumplir, y luego apretar de firme en Mayo; los sobresalientes, iguales; los premios iguales...; mucho deberíale de esto Gabriel a su despejo; pero más, quizá, a la irresistible simpatía que a los profesores les metía en el corazón.

Suspiró. Creyó que había para mujeres un nefasto adagio, que era cierto del revés para los hombres: «¡Oh, feliz del que nace hermoso!»... Y el hilo mágico de la felicidad le tornó a la Doria.

Sus padres, por quitarla del peligro, en cuanto llegó el que la volvía taramba, mandáronla a la huerta con los tíos. Bastó que le sorprendieran su correspondencia con la niña. ¡Vaya una carta la que la cogieron, si fue aquella en que contestaba él a la cita que le daba Doria cuando llevase a cocer el pan en casa de la mujer del horno!... ¡Y qué tíos, además, estos hortelanos! Él, borracho. Ella burriciega y cayéndose de vieja. Mucho fuera que con cuatro cuartos a tiempo para vino, el buen Colás no acabara incluso por guardarles las espaldas.

Sin embargo, por lo pronto ateníase Gabriel a la secreta y pintoresca esquela aquella de su Doria, mandada anteayer con un rapaz de la huerta. La sacó, dándose el gustazo de releerla a la última luz del crepúsculo:

«Me an traído al Salazo como sino si me quieres porque yo te quiero y peor si me se o ponen. Si me quieres ven entre dos luces y rronda al rrededor. La primer noche que pueda me escapo a verte y tu me estaras en la halameda hasta las nuebe. No te importe los perros que son mansos que no hacen mas que ladrar si no saltas la tapia que no tienes que saltarla para nada».

Besó la esquela. Guardó la esquela. Y tuvo que parar la jaca, porque le llamaba un hombre que corría detrás como un demonio.

Llegó. Era un hermano del herrero enfermo. Y el herrero se moría... se ahogaba, sin que supiera qué hacerse con él don Gregorio, el otro colega de Gabriel...

Maldiciendo éste de una profesión que así forzaba a volverse repentino desde un cielo a una muerte, partió con el hermano del enfermo, ya que no le pudo disuadir. Por el camino, trotando la Morita y el otro galopando, confirmábale el pronóstico fatal:

—La ciencia, Rufo, hasta cuando se declara vencida por culpa del destino humano, que no nos hizo inmortales, prevé el funesto desenlace de un modo matemático. Ya os anuncié que moriría esta noche.

La casa estaba llena de gente. Tratábase del herrero más querido en Villaleón, y el infeliz se ahogaba por segundos. Se le hizo paso a Gabriel como a un dios. «¡Sólo él podría salvarle!» Animó al enfermo, con aquella mirada azul y con aquella voz segura, que ya daban por sí solas la esperanza. Le inyectó éter.

Salió después a la cocina, y anunció ante el pobre don Gregorio, que a todo decía amén:

—¡Se muere! La ciencia nada puede ante un corazón destrozado... que se rinde, que se agota. ¡Oh, si fuese dable cambiar un corazón como una pieza de herrería! ¿Creéis vosotros...?

Le atajaron. Alguien había dicho en el portal: «¡Ya está aquí don Policarpo!...», y todos fueron en masa a recibirle.

El hermano del herrero se acercó a Gabriel, para decirle en disculpa:

—¿Sabe?... Como usted no parecía... le avisamos esta tarde. Cuestión de mi señora... desde que nos salvó al muchacho. ¡Ya ve usted que las mujeres!... Pero él no quiso venir hasta que usted no estuviese, y le hemos vuelto a avisar.

—¡Ah, bien, bien! —contestó Gabriel contrariado.

Nunca le había pasado esto. Salió al encuentro del colega, del compañero de Cádiz, y le pasó junto al enfermo.

—¡Velo! —le indicó.

Presenció con una risita de lástima el interrogatorio, el reconocimiento... que no acababa nunca. ¡Pobre Rigoleto... (Gabriel le había puesto Rigoleto... burro sabio... porque no daba pie con bola en clínica, malgré su sabiduría); pobre Rigoleto... tanto examen para tener que decir que las liaba este hombre!

—¿Analizaron la orina? —preguntó con petulancia Rigoleto.

—¡No! —respondió ingenuamente asustado don Gregorio.

¡La orina! Gabriel ni contestó. Se alzó de hombros.

Un minuto después estaban en la sala para la consulta, rodeados por la gente. Gabriel hizo un discurso brillantísimo, al cual iba asintiendo don Gregorio. En resumen: endocarditis reumática, estrechez de la mitral... aneurisma pasivo de Corvisat, como terrible y presente consecuencia.... y defunción... antes que llegase el día, a pesar de todas las esparteínas, y cafeínas, y... trinitrinas del mundo... «Dinamita... ¿saben?... ¡Eso que les dije a ustedes que era dinamita!»

—¡Sí, dinamita! —recogió con algo de involuntario sarcasmo el nuevo compañero, por más que se había dirigido Gabriel a los parientes. Y a continuación, porque don Gregorio, del todo conforme, renunciaba a hablar, dijo Policarpo modesto y breve, pero firme:

—Señores, este hombre se asfixia. Su enfermedad me impresiona, más que como una cardiopatía, como un mal de Bright. La lesión, primitiva y principalmente al menos, está en los riñones, no en el corazón. Es de toda urgencia librarle de su enorme derrame de las pleuras si hemos de salvarle.

—¡Salvarle! —saltó Gabriel—. ¡Derrames... en las pleuras!... ¡Vamos, hombre!

Pero su sarcasmo tenía un viso de terror. No era tan torpe para desconocer que, aturdido siempre con sus cosas, no había reconocido ni una vez con la necesaria calma al enfermo. Sin embargo, comprendió con rapidez que era tarde para no aferrarse con denuedo a su error, si lo había.

La discusión sobrevino acre, con aires de pelea. Mas como de una parte fallábase la muerte a plazo de horas, y de otra la salvación, la familia se apresuró a aceptar el cuarto médico en discordia que propuso Policarpo.

Llamaron a don Antonio López. Opinó con Policarpo. Un trocar hundido en el costado derecho del paciente, hizo saltar, ante los ojos foscos de Gabriel, un chorro de agua clara, como el de una mágica fuente maldita.

Una hora después, la leve operación terminó; casi un cubo de agua en un rincón; casi sentado y sonriente el enfermo, que respiraba con toda libertad, animadísimo... Y Gabriel, detrás de la asombrada concurrencia, abrumado de bochorno... contemplaba el cubo... mientras Policarpo había pasado a ser el dios del milagro indiscutible...

«Pero... Señor, ¿cómo había podido no pensar en un tan estupendo derrame de las pleuras?...»

Y miraba el cubo.

Contemplaba el cubo.

IV

Se venía susurrando desde julio; pero hasta estos días, ya en meses mayores la Doria, y con los escándalos del padre, no fue la comidilla del pueblo. En La Concordia, como cuando traía la Prensa bombas o el asesinato del rey de Portugal, había gente a las diez de la mañana.

Un grupo de jóvenes en una mesa. En otra, solo, con los respetos de hermano del cacique máximo, don Heliodoro —o séase , según llamaban todos, «por detrás», a este mastodonte con cabeza de sandía, y que acostumbraba a matizar sus charlas torpes con unos guturales jús breves y secos, como el gruñido con que un cerdo se interrumpe cuando come en el dornajo.

, tomando una copa de coñac, informaba acerca de la Doria, fidedignamente, como hombre que, por su hermano, conocía al detalle cuanto tenía relación con la política o con la justicia del pueblo. Además, era un alto moralista, aunque pudiesen creerle los demás un bárbaro contento con beber, y comer lomo y cazar liebres y perdices.

—¿Jú?... bueno... pues ahí tenéis que la Doria es una bestia y el padre un animal. Mira que a quién no se le ocurre tomar el cornezuelo... que ya veis si se lo hubiese dado Gabrielito... Pues, no señor... ¡jú!... Por no bajarse a pedírselo, la imbécila... por más que, como es natural, ya no la mirase Gabriel... Pues ni apretarse el corsé... ¡tan fresca! ¡Es una caballería!... Y claro, el padre, jú, enterado esta semana por la madre... le dió a la chica una pelfa que a poco más si la destronca... ¡jú!...

—Oiga usted, don Heliodoro —preguntó uno de los oyentes, desde la otra mesa—: ¿pero es verdad, al fin, que el padre se fue a ver al padre de Gabriel?

—Toma, claro, ¡pobre Alondro! ¡Es un animal!... ¡Mira que la embajada!... ¡Quiere que se casen! Primero le habló al mismo Gabrielito... y el Gran simpático... jú... ¡qué concho!, me lo mandó por juncia... ¡es natural! Luego se le encajó con la misma copla al padre... sobre si responsabilidades, y si qué sé yo, y si había mediado o no promesa matrimoniesca... ¡Concho, jú, aunque la hubiese; pues no, que va uno a decirle otra cosa a una muchacha... antes!... ¡Qué barbaridá!... Pues, bueno, antier tomó el tren el Alondro, y ¡hala!, se me planta no sé dónde a buscar un abogado, que le dice que de parte, porque la Doria es menora... ¡Jú, recóile con las menoras... sabiendo más que Lepijo! Pero el animal, va y qué hace, se vuelve y ¡pum! derecho al juez ayer mañana.

—¡Hombre! ¡Hombre! —comentaron en el grupo, intrigados por el sesgo judicial de la cuestión.

Les calmó Heliodoro protectoramente:

—¡Cá, hombre, quiá! ¡Que si te gustan los peces! La cosa, claro, a caraperro de la ley, y suponiendo que supondrié... que supusiéramos que al Gran simpático se le probase el nene como suyo... ¡natural que le daban un disgusto! ¿Jú? Pero como no estaría ni medio regular que estas sotas de artesanas saliesen cada día jimplando por señores, ni menos ni más que si no tuviesen los señores que casarse con señoras, mi hermano, ¡jú!... Es natural, al juez, que vino a consultarle el caso, como todos, le mandó que mandase al Alondro a freír chicharras... Además, amigo, que aquí todo hay que sustanciarlo en política, ¡creo yo!... y si el Alondro da tres votos, jú, no iba mi hermano a ser tan burro que se indispusiese con el padre de Gabriel, que junta treinta y nueve: y allá que sepa cada Doria ser un poco menos...

Le interrumpieron:

—¡Sit... el Alandro!

Se le vio llegar, por la ventana. Se le vio entrar. Saludó el Alondro lleno de recelo, y fue a sentarse en otra mesa distante, de un rincón.

Pidió café con leche, y hubo un silencio. Traía su traje pardo de las fiestas. Era pequeñín e inofensivo, y comprendíase bien que había entrado a esta hora en La Concordia, creyéndola sin nadie, para descansar en una de sus ingratas peregrinaciones desde la casa del juez a la del cura, a la del cacique... a las de cuantos pensara él que pudiesen aconsejarle o apoyarle en su gran tribulación. Pero revelaba en la faz el desaliento y todos le miraban con un respeto involuntario. Todos, menos , que no tardó en increparle con su dura y fuerte voz de maza:

—Hola, Alondro... Se anda en el negocio de la chica, ¿eh?... Y qué, ¿vienes de ver a mi hermano?

La soez irreverencia de tal pregunta, en público, irritó al Alondro, que contestó con hosquedad:

—¡Sí que vengo!

—¿Y qué te ha dicho, hombre?

—Pues... m'ha dicho... ¡lo que valié más que no se le pudiá decir a naide si queara un poco de vergüenza en este pueblo!

—Hombre, Alondro, jú... —se revolvió Heliodoro burlón y desabrido—, miá que lo que te dices de vergüenza, quizás que tenga que ver con... algunas, más que con mi hermano... ¡Si no se la dejasen perder!... Jú... y haberlas educado de otro modo... ¿O tiene mi hermano la culpa?

—Quién la tenga, no sé yo... pero mos debían dejar pa veriguarlo a cá uno su derecho. ¡Me paice a mí!

—Nadie te lo quita, hombre. Si lo tienes, búscalo. Ya sé que estuviste a consultarle a un abogado forastero. ¡Ganas de perder la guita!

—Como habré de dir al juez d'istrución, y a la Audencia, y a los diarios, y al mesmo rey s'hiciese farta.

—Música, Alondro... ¡te van a sacar los cuartos, jú!... ¡Déjate de cantimploras!... Si es menora tu hija, porque tiene diez y siete años... ¡figúrate si no habrá menoras... lo mismo... en el mundo!... ¡Anda, mira que si todas se casasen!... Además; ¿qué vais a pedir vosotros, de engaños ni de ná, si hay quien dice que tu propio cuñao Colás les estuvo sirviendo de pantalla? ¿Es también menor tu cuñao... por un si acaso?

El infeliz enrojeció, tragó la nueva injuria y guardó silencio, bebiéndose el café. Se levantó en seguida y partió, triste y corrido, no sin saludar brusco al paso:

—¡Queden ustés con Dios, señores!

Su dolor dejó por la sala un mudo aire piadoso.

Sin embargo, lo rompió brutal Heliodoro con una carcajada.

—¡Bah, éstos, lo que buscan siempre, es que los unten!... ¡Y qué bruto, jú! ¡Mira que ponerse enfrente de mi hermano!.. ¡jú, jú, jú!...

—¡Claro!

—¡Claro!

—¡Qué bruto!

Comentaron sometidamente humildes los del corro.

En Villaleón era incomprensible que «se moviese ni la hoja de un árbol sin la poderosa voluntad del máximo cacique».

Y a tiempo se había marchado el Alondro, calle abajo. De la calle arriba llegó Gabriel. Traía un pequeño estuche de caoba, y pidió un ajenjo, en la mesa de Heliodoro. Solamente para la enorme simpatía del Gran simpático borrábanse las vallas de distancias y respetos con caciques y hermanos de caciques. Verdad que él sabía como ninguno contenerse en cortesía.

En cambio, una consideración afable hacia Gabriel hizo que no se le hablase «del asunto». Y que no le preocupaba, veíase en su arrogancia habitual, en su sonrisa confiada y seductora.

Despertó curiosidad el estuche. Iba a practicarle una importante operación a una chiquilla: hidropesía del vientre...

—Qué, ¿qué traen hoy los periódicos?

—Nada; política... y líos...

—Y una noticia, ¿sabes? ¿Lo has visto?... Alfredo Gil que ha estrenado una obra en Madrid.

—¡Sí, en un cine, pobrecillo! —protegió Gabriel—. Mirad, pues no creáis... ¡me alegro!... ¡El pobre Alfredo! Porque no es tonto... Pero, ¡ah, el teatro en Madrid!... Anoche precisamente estuve yo pensando una tragedia: Covadonga... una especie de grandiosa reconstitución del espíritu patrio, como ha hecho Gabriel D'Annunzio en Italia con La nave... También tengo planeadas dos comedias modernísimas, al modo de Benavente: una como Los intereses creados... otra como Señora ama, de costumbres del lugar... ¡Sobre todo, Covadonga sería una cosa estupenda!

—¡Pues hombre... escríbela!

—Ya veremos, ya veremos. ¡A ver dónde hablan de Alfredo! ¿Lo trae también El Liberal?

Y tomando El Liberal, que uno se apresuró a acercarle, leyó Gabriel el suelto del estreno.

—¡Pobrecillo! —volvió a sancionar piadosamente, porque era el suelto lisonjero.

Se levantó, recogió su caja, consultando el reloj, y partió hacia casa de la enferma.

Iba trémulo, pero heroico. Practicaría por vez primera la paracentesis. Odiaba por delicadeza y sensibilidad de temperamento la Cirugía, pero no dejaba de comprender, desde la operación del herrero (que hoy trabajaba en su tienda tan campante), que Rigoleto le iba pisando a él médicamente los talones. Le inquietaba la veleidad y como la alucinación del público ante los triunfos operatorios del otro, que ya le había cogido la mitad de la clientela... ¡Como si no fuese la cirugía más

ien de matarifes, a pesar de sus éxitos directísimos y rápidos! Se imponía la cátedra. Iba estudiando algo. Su ideal cifrábase en una clientela de gran ciudad, donde pudiera especializar la Medicina.

Y apretó el paso, en un esfuerzo de voluntad, ya que, entre tanto, no debiera dejar esta operación —a menos de seguir con Rigoleto la cuesta abajo de una desairada competencia.

Sí, justamente él, que desde la noche fatal aquella de la toracentesis, no había dejado de soñar con hidropesías y derrames por todas partes, debía darse el parabién, por encontrarse al fin con este de esta chica, para darle en la cabeza a Rigoleto.

Llegaba y sintió frío al ver tanta gente en la casa. Él mismo había cuidado de trompetear la operación. Era la pobre niña, delgadita, de un pastor. Tuberculosis. Tendría a lo sumo quince años, y aparentaba doce. Al verla ya tendida en la larga mesa dispuesta una hora antes, volvió a reconocerla Gabriel... Sacó el instrumental. Quemó alcohol en jofainas, desinfectándolo; tendió gasas y algodones... Y la muchacha, que vigilaba todo esto, dio de pronto un grito y sufrió un desmayo.. Gabriel palideció. Los instrumentos temblaban en sus manos... y al volver la muchacha en sí, y oírla gritar desaforadamente que a ella no la operarían... acabó el operador de desconcertarse por completo.

—¡Cómo, Herminia... antes tan valiente!

Sujeta de brazos y pies por la familia, Gabriel volvió a reconocerla. Hubiese dado media vida por saber si contenía agua aquel abombado vientre. Percutía, y la sensación de ola líquida no era clara. Al revés, el tumor parecíale ahora macizo, pestoso... ¿quiste hidatídico?

Sudaba. Al fin, sentándose, a pretexto de que tomara la chiquilla un caldo con jerez, resolvió una cosa extraña: ¡que viniese Rigoleto!... «Mataba dos pájaros de un golpe: forzarle a presenciar la operación... y tenerle a mano por si acaso».

Lo manifestó. Se suspendió todo hasta que lo buscasen. Cuando le vio entrar, recobró Gabriel su confianza... ¡le habría abrazado!

—Sí, ¿sabes?... Un caso de paracentesis... Pero la chica está tan débil que temo el síncope... Vale más que estés tú aquí.

Policarpo, siempre concienzudo, reconoció a la muchacha. Pero desde la frente a los pies... ampliando sus tactos a ciertas intimidades que obligaron a salir a los hombres. Movía la cabeza... Preguntaba... «Qué edad tiene? ¿Tiene novio?... «Últimamente se retiró a un cuartito con Gabriel, y le lanzó sin ambajes:

—Gabriel, ahí no hay nada que operar. Esa chiquilla está encinta. Y de tiempo. Milagro será que no descuide esta semana. ¡Adiós!

—Pero... ¡Poli!

—Pero, ¡nada! ¡Lo que digo... y lo que tú puedes ver con sólo que...!

—Pero, ¡Poli! ¡Hombre!

—Nada... ¡Adiós! ¡Convéncete si quieres!...

V

—¡Contra! ¡Mirad!... ¡Un triunfo en la Zarzuela, de Alfredo Gil! —comentó Peña, el farmacéutico, en la reunión de La Concordia.

Se leyó. Le dedicaban los diarios sendas columnas. Nada de cine esta vez; y ovación, música de Vives, deorado de Blancas y Muriel... Obra ¡que le daría al autor dinero y nombre!

Gabriel palidecía. Él, en cambio, estaba fracasado como médico desde aquel último desastre con la pastorcita dichosa..., que ya tenía, lo mismo que la Doria, su chico en brazos. Apenas le quedaban, y por puro compromiso, veinte igualas.

Ni el recuerdo de su público y reciente y fugaz triunfo de amor con la maestrita, servía sino para desazonarle de sí mismo.. No obstante, al terminar de leer las reseñas de incondicional aplauso en los periódicos, él protegió con su sonrisa «al pobre Alfredo».

E inmediatamente, desilusionado de la política sin corazón, y de la Medicina sin entrañas, habló de literatura, del alto y serio arte dramático, de Covadonga...

Firmemente se propuso, desde pocos días después, compartir su actividad entre la preparación para la cátedra y la tragedia d'annunziana. Más, gracias al ocio en que le habían dejado hasta sus aventuras galantes: porque horriblemente disgustada la maestrita de haber sabido en seguida que se sabía «su deshonra», no le volvió a mirar, y se le desigualó con una carta de insultos; y despechada la viuda de Ostrogón por esta nueva infidelidad del amante (ella, que a fuerza de ser guapa la Doria, le perdonó lo de la Doria), se le incomodó y se le desigualó asimismo. Le quedaba, apenas, Sol Villarreal... la baqueteada coqueta que hacíase desear con tanta desvergüenza como habilidad —creíalo ella— de vistas de matrimonio...

Un contratiempo le estropeó tan bello plan de trabajo. Llegó un cinematógrafo excelente, y que traía además una atracción. Por las esquinas, cruzando vistosamente los carteles, pusieron otros rojos con el retrato de una estrella.

Y Gabriel, que no faltaba una noche, asistió pronto también a los ensayos de la estrella, por las tardes, en unión de los tres o cuatro consabidos que le ponían sitio, con sus rumbos de dinero, a cuantas virtudes ambulantes pasaban por Villaleón: don Luis, don Justo-Antonio, Alfonso Caravaca...

La Bicharraquito armó la gorda. Aunque un poco averiada, se pintaba como un ángel, y tenía postales y trajes caprichosos. Hacíales cara a los tenorios metálicos del pueblo (frase despectiva de Gabriel); pero se fijó en el Gran simpático. Fue un escándalo. Entre todos, respondiendo de la empresa, y en convenio con el amo del lujoso barraeón (que aunque instalado para todo el otoño, traíala sólo por diez días), en escrito documento le afirmaron por dos meses la contrata. A última hora, los más jóvenes la llevaban de noche a La Concordia; y hubo quien dijo que ofrecíanla don Luis y don Justo-Antonio, en competencia, cuarenta duros, cincuenta duros. Mas como ella ganaba cuatro diariamente, así que se vio garantida para sesenta días en su trabajo, se decidió por Gabriel.

Rindiérase o no la artista a los antojos de don Justo y de don Luis —pues esto permaneció en el misterio—, no fue por ello menos cierto que Gabriel, venciendo a todos, y único además «no comprendido en aquellas garantías», quedó como único y absoluto y bien notorio amante de la bella...

¡Oh, La Bicharraquito! ¡Oh, sus lujos de capas y sombreros! ¡Qué efecto en Villaleón!

Jamás fue removida tan profundamente la conciencia colectiva. Primero, ante el impudor del Gran simpático, nada reparoso en lucirse con ella al balcón de la fonda, en la calle principal, iniciaron las familias una mancomunada protesta con deserción del cine; y hubo, a la vez, en los señores principales, entre don Luis, don Justo-Antonio, Alfonso Caravaca, Ramoncito Sánchez, un principio de desdén, de verdadero desprecio hacia Gabriel en los casinos... Sin embargo, como ellos justamente tenían la responsabilidad del contrato, y la necesidad de pagar si se arruinaba el barracón, a la tercer noche de entrada floja y al primer aviso del dueño, acordaron volver con las familias, dando ejemplo a todo el pueblo.

—¡Contra! ¡Como que saldríamos a dos mil reales cada uno! — había protestado Peña, el viejo boticario, metido por amistad en el compromiso, y... «sin comerlo ni beberlo».

Otro raro efecto causado por la presencia de la artista, fue la desaparición de la Doria, de la noche a la mañana.

La Doria, a quien se le había muerto el niño días atrás, había ido asimismo perdiendo la vergüenza. Salía a misa, últimamente, y al paseo, vistiendo como nunca. Pero sobre todo, desde que llegó el cine y se supo el lío de Gabrielito, no faltaba a las funciones por las noches. Con cuantos lujos podía, y con su estampa y su cara de bonita insuperable —más bonita por los trances que la habían redondeado en espléndida mujer—, dijérase que pretendía humillar a la elegante, mas también ajada bailarina... Eran risas nerviosas las suyas, al ver a La Bicharraquito « timándose» con Gabriel... Eran envidias mortales de aquellas botas de seda y de aquellas acampanadas faldas por las corvas... Y hoy, de improviso, enterado el pueblo por el simplón del Alondro, que ponía el grito en la luna, he aquí a las gentes pasmadas al saber que la Doria se hubo escapado de su casa a media noche, en el rápido... probablemente hacia Madrid... a meterse también a cupletista... o a echarse del todo a la vida...

—¡Jú! ¿No te decía yo, Alondro?... ¡Si la que enseña la oreja!... —comentábale al padre (que había vuelto a pedirle consejo al cacique), el hermano de éste, don Heliodoro. Y le añadía: —¡Déjala ya, hombre; qué guardia civil ni qué detenerla; no seas tonto! ¡Jú! ¡Si de todos modos es igual!

Se comentó el caso unos días. No se comprendía bien la fuga de la Doria sin cuartos. ¿Quién se los dió?... Por sus amigas y el cartero se supo que ella recibía cartas de Madrid desde tiempo antes. Tal vez Alfredo, el pequeño ex catedrático. Relacionando antecedentes, diose el supuesto por probable. Alfredo, que anduvo loco por la Doria, debió de haberla escrito al saberla deshonrada, o por piedad, y para casarse con ella, el muy bobo; o quizás mejor para tenerla de querida, haciéndola cómica, ahora que él tenía mano en los teatros...

¡La Bicharraquito!... ¿Era posible que así trastornase a un pueblo honrado una mujer?... Hasta las hermanas de Gabriel, las más miradas, llevaban ya sombreros de pluma grande, como La Bicharraquito, a misa de once. Se transigía con ella. Se perdonaba a Gabriel, con sólo haberse recatado un poco más en el balcón de la fonda, y devolvíasele toda su personal consideración de Gran simpático.

—¡Oh! —le comentaba Peña, el farmacéutico, al padre de Gabriel, paseando por la Ermita—. ¡En la vida no hay más que ser guapo, convéncete! Dicen que lo dice tu hijo: «feliz del que nace hermoso». Y es verdad, al revés que en las mujeres... ¡pues ya ves, tocante a éstas, la pobre Doria!

—¿Sí? —rechazaba triste el padre de Gabriel.

Veremos mi hijo, con su simpatía, cuando yo estire la pata y repartan los hermanos cuatro tierras! ¡Ojalá fuese tan feo como Alfredo, como Policarpo... y con lo listo que es, el mismísimo diantre!

* * *

Una mañana de invierno, fría y lluviosa, los carpinteros daban el primer destructor mazazo en el barracón que fue el alegre estruendo de la plaza tantas noches. El órgano de muñecos había partido dos días antes. La Bicharraquito también, contratada para Martos.

Y se aburría el Gran simpático, sin enfermos, sin querida, sin gana de estudiar ni de escribir la tragedia.

Fue un Diciembre insoportable. Viento, barro, nieve y rosario en las iglesias.

Bien porque hubiese Gabriel agotado las mujeres fáciles del pueblo, que le odiaban, además, tan villanamente abandonadas unas por otras y todas por La Bicharraquito, o ya porque el escarmiento de escándalo que iba unido a las aventuras con él las contuviese, lo cierto era que no volvió a encontrar quien le quisiese.

Ni novias ni nada. Concha negábale el saludo, y Sol Villarreal, además de no recibirle, obligó a su tiíta a que las desigualase.

En Enero, Gabriel convenció a su padre (no sin trabajo) de que únicamente en Madrid podía prepararse bien para oposiciones a una cátedra.

El viaje quedó acordado.

Y si no tantas precisamente como habían ido a recibirle, y a pesar del tiempo, dos noches después de Reyes, en la estación había, con los amigos, buen golpe de muchachas —incluso Concha-acompañando a las hermanas de Gabriel. Al paso, además, había advertido él detrás de los cristales a Sol Villarreal, y a la viuda de Ostrogón en su balcón de enredaderas...

¡Sí, aunque como médico no era de sentir, partía del pueblo algo que al fin le pertenecía orgullosamente! ¡Algo como un monumento de arrogancia y de belleza! ¡El Gran simpático!

VI

¡Madrid!

No lo conocía. Primero le pareció un Cádiz inmenso. Luego un Villaleón de cinco pisos. Y se preparó a conquistarlo.

Una fonda, calle Espoz y Mina, treinta duros, y veinte para libros y gastos al mes.

Aquí la vida era breve y rápida. De apariencias y de farsa. Compróse una chistera —un huit reflets— por ocho duros, y se puso una tarde de levita para visitar a la marquesa. No lo consiguió. El portero le dijo que tendría que solicitarlo por escrito... ¡Vamos, hombre...; en «audiencia» como si fuese él un cesantillo!

¿Y para esto había comprado su huit reflets?

Algunos estudiantes paisanos le acompañaron en los primeros días. Por ellos supo que la Doria, traída efectivamente por Alfredo Gil, se le había largado, así que se vio con cuatro trapos, a París..., y nada menos que con un conde... Supuso que Alfredo le odiaría, y no le buscó. Cortó, además, su relación con los paisanillos estudiantes, y se encerró en la fonda a estudiar como «un becerro».

Su frac, su chistera, su levita, yacieron colgados tranquilamente en el armario.

No salía ni al café.

Se compró una cafetera rusa, y... tuvo algo de «apaño» con una criadita de la fonda.

Todo... por no salir. Por estudiar, por estudiar.

Y estudiaba.

Pero a la fonda, de pronto, quiso el diablo que llegara una familia... de mil diablos. Un jugador, su amante, y la más que gitana hija de la amante. Tiraban el dinero como agua. Estaban de joyas hasta el pelo, y de la hija también hasta el pelo. La hija dormía falsete al medio con Gabriel y comía en la mesa al lado de Gabriel. Los «padres» querían pescarle a todo trance..., sin duda. Y una tarde le convidaron a automóvil, y una noche al teatro... Él quiso corresponder, llevándolos a Tournié una tarde, y le impidió pagar el jugador. «¡Cómo! ¡Estaría bueno que pagasen los hijos de familia!» Tenían, en fin, landó de abono, y acabó Gabriel por pasarse la vida en el landó...

* * *

Tres meses después, la tarde en que el exprés de Barcelona se llevó a esta gente, Gabriel, libre de un peso colosal, volvía de la estación de despedirlos. La gitana niña, Constancia, era su novia... y algo más. O, mejor dicho, «lo había sido», puesto que no pensaba ni escribirla, y hasta se mudaría de fonda —por si volviesen — sin dejar las señas de la antigua.

A esto se dedicó toda la tarde.

Al día siguiente estaba en otro gabinete de la calle de Cedaceros.

Vida nueva.

¡Qué otros tres meses perdidos! Consideró que faltaban veinte días para las oposiciones y se aterró. Imposible acabar de prepararse.

Resolvió firmar en las de médicos de baños. Volvía a estudiar como un loco; mas fuese por aquella obsesión de gustadas grandezas de automóviles, o por el corto plazo y la novedad de la Química, hacíase un lío completamente.

En el primer ejercicio le asombró un encuentro: ¡Rigoleto!... ¿Cómo? ¿Había venido de Villaleón a la sordina, según él hacía todas las cosas? ¡Oh, Rigoleto! ¡También opositor! Se saludaron, mas no se buscaron en los días siguientes. Gabriel, por refregarle la grande simpatía que logró con rapidez entre los jueces, entre los mismos compañeros, llevó diariamente a San Carlos su huit reflets y su levita irreprochable.

Creyó morir, sin embargo, al terminarse los ejercicios: Primer puesto... ¡Rigoleto!... Segundo... —Tercero... Séptimo... ¡Nada, ninguno él, a pesar de su elegancia!

Yació tres días en la cama de la fonda como un muerto, como un tonto, como un hombre a quien Madrid, en nombre de la vida universal, le cerraba definitivas sus puertas... ¡Qué afrenta en el pueblo! ¿A qué volver? ¿Cómo presentarse a su familia?

Se tiraba de los pelos leyendo en los periódicos la lista de los opositores aprobados, con Rigoleto a la cabeza... ¡¡Qué diría Villaleón!!

Una carta de suicida le escribió a su madre. Le pedía por Dios que le dejasen en Madrid algún tiempo más, hasta que lograse algo... algo.... Con la generosa respuesta telegráfica a la cuarta noche, salió de casa y se fue a Apolo, donde había un estreno, como pudo haber ido al Viaducto.

Gran éxito. Aplaudían desde el principio, y el alma poética de Gabriel se fue tomando de entusiasmo. ¡Esto era triunfar... y no la Medicina, con tanto hueso y tanta porquería! Recordaba los couplets que él hizo en Cádiz: «Yo tenía en mi ventana tiestos con flores...» Temperamento de artista el suyo, fue sin duda un lamentable error dejarle estudiar la... Y quedóse estupefacto: llamado el autor, en ovación gloriosa, apareció en la radiante escena... ¡¡Alfredo Gil!!... una, diez... catorce veces...

—¡Seré escritor!... —se dijo esta noche en la fonda, con la fe ciega del que por fin acierta su destino.

Y trémulo, alzado en grandeza sobre el mismo Alfredo, cuya imagen de hombre flaco y chiquitín no se le borraba de los ojos, vislumbraba para sí un arte digno de las águilas... ¡D'Annunzio!... ¡La novela?... ¡La tragedia!... ¡El alto periodismo!.

VII

Ahora llevaba veinte días escribiendo su comedia. Le parecía mejor debutar con una comedia de costumbres, modernísima, en tres actos, que no con género trágico. Se había hecho socio del Ateneo y se pasaba en la biblioteca las horas. Leía a Shakespeare... Luego el teatro francés. Una noche, amigo, sin saber cómo, de un joven periodista, le leyó, llenándole de sincera admiración, la mitad del primer acto. El periodista le aconsejó que, puesto que tardaría bastante en concluir la obra, no estaría de más que «se fuese haciendo nombre en los periódicos». Buscó Gabriel en sus papeles, y halló tres cuentos cortos. Entonces, por no pedirle al reciente amigo el favor de colocarlos, y visto que no le recibían los directores de periódicos, se acordó de la marquesa. Le escribió, incluyéndole la tarjeta de aquel amigo de su padre, y que lo era de la marquesa también.

Señalado para la entrevista un viernes, fue Gabriel. La marquesa no era vieja, como él se figuró; sino una rubia y casi bella dama de treinta años. Sobre todo limpia, ¡qué limpia!, y lujosa, y perfumada. Él se dijo ser autor dramático, y ella mostrósele amable... ¡Ah, si una gran señora no fuese cosa de tanto respeto para un pobre autor como Gabriel, habríase prevalido del irresistible cielo de sus ojos! Azules también los de la marquesa, diríase que acariciaban. Ella se iba a San Sebastián al día siguiente.

—¿Usted no sale este verano? ¿No irá a San Sebastián!

—Sí, señora, tal vez —mintió Gabriel al impulso de la confiada «alternativa aristocrática» que parecía otorgarle la marquesa.

—Oh, pues si va usted... tendré mucho gusto en que nos veamos. No deje de buscarme...

Le dio una carta para Ruiz Montero, el ex ministro. La escribió de su puño y letra, en el lindo gabinete de sedas claras y le llamaba en ella «mi buen amigo» a Gabriel.

Triste Gabriel en su feliz aturdimiento, por no poder descifrar lo que estas galanterías de la marquesa pudieran significar para el plebeyo, y por no poder ir, sobre todo, a San Sebastián..., procuró «no atormentarse de nuevo con locuras»... Se atuvo a la carta, y luego a otra que le dió Ruiz Montero para el director de El Liberal; y publicó los cuentos... «Gratis, ¿sabe? —había dicho en el periódico—; busco nombre. No necesito de esto, para vivir, por fortuna».

—¿Quién es éste? ¿Quién es éste? —preguntaban en el Ateneo los jóvenes literatos, al ver por segunda vez la firma de Gabriel.

—Pues uno que viene arriba —informó el que ya le conocía— ¡Un hombre de talento, y principalmente, simpático!

—Sí; ¿sabéis que no están mal?

—¡Tienen un tono estos cuentos!

—¿Por qué no nos lo presenta?

Subió por Gabriel su amigo y lo presentó a la tertulia. Todos quedáronse prendados de su arrogancia, de su elegancia, de su irresistible simpatía. Su voz era una música, y su talento muy claro.

—Tiene usted las condiciones todas para triunfar —sancionó uno de ellos cuando a la hora de cenar partieron juntos.

Y como acordaron ir al teatro, no escribió en su comedia Gabriel aquella noche.

A los tres días hablábanse de tú. Entre estos hombres ilustrados no tenía Gabriel para qué adoptar los aires doctorales que en Villaleón. Se manifestaba como un juvenil camarada franco, y se encontraba con ellos «lo mismo que el pez en el agua».

En una carta a su madre, expresó:

«Sí, sí, madre mía de mi alma: ya habréis visto en El Liberal mi nombre. Estoy en mi elemento. No se puede imaginar qué a gusto. Me quieren todos, y triunfaré, no lo dude. Yo no debí ser médico jamás...» Sin embargo, la engañaba, por el padre, añadiendo que «no descuidaba tampoco su carrera...»

Y le querían, en verdad, cuantos le hablaban dos veces.

Todo el Ateneo. Se hizo «el amo» y el «alma de la amenidad de las tertulias». Poníales una nota de vida y de frescura su presencia. Le llamaban Gabrielito y el Gran simpático, pronto prodigadas sus intimidades en derroche cautivante de franqueza. Por las siestas, le esperaban los del corro de sillones de la obscura y fresca galería de los retratos; paseaban por las tardes, y pasábanse las noches, al volver de Parisiana o Recoletos, en la Maison Dorée, hasta que casi amanecía. Claro es que acostándose tan tarde y levantándose a las doce, para almorzar y partir con los amigos, quedaron en suspenso la comedia y aun los cuentos. ¡No importaba! Lo esencial era cultivar las relaciones. ¿Qué más nombre ni importancia le diesen los periódicos que este trato directísimo con lo mejor de las letras?... Hasta personajes, allí en el Ateneo: diputados, senadores, ex ministros campechanos... que le festejaban lindamente.

Hubo dos banquetes. Uno para un escultor, otro para un novelista americano; y brindó Gabriel con elocuencia. La Prensa citó, cariñosa, a Gabriel entre tantos ilustres comensales. —Porque se extendía la simpatía del Gran simpático fuera del Ateneo también.

En sólo un mes, y por más que la época no fuese la mejor, pues hallábase medio Madrid veraneando, las amistades de Gabriel con literatos, con periodistas, se multiplicaron al extremo de no poder dar, sin un saludo, cuatro pasos por las calles.

—¡Gabrielito!

—Hola, Gabrielito; ¿cómo va?

—¡El Gran simpático!

Lo mismo el director de un rotativo, que un político o un cómico de fama.

Mujeres también, de aquellas que convertían la Maison Dorée en jardín, a última hora. Sino que esto, incluso contando sobre la irresistible simpatía y las breves crónicas galantes que les dedicó Gabriel a algunas, en España Nueva, costábale algo caro. Coches, cenas, flores..., aunque nada fuese más, ni siempre triunfo completo; pero aumentando en los amigos (que de todas lo creían) la envidiosa admiración.

Al fin, una celebradísima beldad, la Matilde Irréis, se decidió por él y le lució en su milord a todas horas. Era alta, dulce, inteligente, tocaba la guitarra, pintaba crisantemos y se apasionaba por lo bello y distinguido.

Gabriel recordó con asco a La Bicharraquito.

Se le reproducía en Madrid la vida de Villaleón, pero sublimada en grandezas. Con un definitivo triunfo práctico, además; porque así como todos aquellos admiradores juntos del Casino de su pueblo no habrían podido hacerle ni siquiera concejal, sin la voluntad del cacique, cualquiera de éstos, a nada que se lo indicase, podría nombrarle redactor de un gran periódico, o diputado, de un golpe, sometiendo cien caciques a los puntos de su pluma o al rigor de su oratoria.

«Mamá, yo no sé si decidirme a la vez por la política. Tal vez me afilie con Canalejas...» escribió otro día. El éxito le tenía nervioso y exaltado, como si tomase diarias quince tazas de café de los Cafés.

«Bueno, hijo mío; eso, tú verás —contestó su madre, ilusionada asimismo por la Prensa—; lo que sí desea tu padre es que ganes algo, porque no tiene dinero».

Y justamente la Matilde Irréis, aun en calidad de generosa, mientras estuvo por todo Agosto ausente su «editor», fue para Gabriel motivo de disgustos con el padre. Tuvo que pedirle pecuniarios suplementos... ¡Demonio con las cenas y las flores!... porque estas menudencias, al menos, no parecería ni medio bien que lo pagase la espléndida.

En Octubre, con el regreso del «editor» de Matilde, y de mucha gente, y con la apertura de teatros, quiso Gabriel reglamentarse. Desde el charolado carruaje retornó al eterno encanto aquel de los amigos; mas reservó tres horas cada noche, de vuelta de la Maison, para continuar la comedia... Se dormía a tales horas. Se resistía escribiendo hasta el saludo del sol, y, mal que bien, allá iban las escenas...

Era para Fernando Mendoza —ya también su conocido.

VIII

Pero otra nueva sorpresa, y por cierto formidable, le desconcertó igualmente este trabajo. En uno de los más lujosos trenes que reanimaban la calle de Alcalá, descubrió una tarde a la Doria. ¡A la Doria!... ¡Pero qué Doria, gran Dios!...

—¡Sí, la Doria! ¡Esa es la Doria! —le manifestaron los amigos—. Sin duda llega de París. ¿Es la misma que decías?

—¡La misma! —confirmó Gabriel, aturdido por el fausto versallesco de ella y por su centuplicada hermosura.

Habría podido contestar que no... porque ¡cuán otra esta mujer que la hija aquella del Alondro! Comprendió que fuese célebre.

Pocas mañanas después, averiguados por Gabriel la casa y los hábitos de Doria, que vivía como una dama, subía al elegante primero de la calle Monte-Esquinza. Se anunció como «un amigo», sin anticiparle el nombre. Un lujo de duque, el salón. Doria apareció con una bata de duquesa y con el pelo suelto. Le pareció tan limpia como la marquesa, como la Matilde Irréis... en esta impresión de limpieza que le obsesionaba como no vulgar en las mujeres. La escena fue de odios y recuerdos. Sólo que Doria, irritada, rebelde, no le echó... como creyó él que iba a hacer, o a arañarle, al ímpetu primero de sorpresa. La despreocupación seguía formando su carácter. Se sentó y acabó por sonreír con extraño diabolismo.

—«Bien... y ¿qué quieres? ¿Verme? Pues ven, hijo, si te place, de dos a tres por las tardes; no tengo más hora, y a esa salgo en coche. ¿Qué quieres, que te vuelva yo a querer?... Pues hijo, ve si puedes; pero te aviso que actualmente mi cariño es algo más caro y difícil... Sí, sí, inténtalo, que será muy divertido; ¡quién lo duda!... Era guapa, y eras guapo y eras rico... ¡natural que tú me despreciases... después! Por eso, nada de odio. ¡Te debo al fin este lujo!... Tú... o cualquiera: ¡qué más daba, si soy feliz y había nacido derecha para serlo!... Fíjate, pues: sigo guapa y sigues guapo; pero la rica soy yo. Mira, no me vengo de París con las...manos vacías... precisamente... (las tendió llenas de joyas...) y esta lanzadera me la regaló anteayer Alfredo... de quien no quise atender proposiciones aceptables. ¡Oh, sí, han dado en decir, no siendo tú, que valgo mucho... y lógico parece que yo sea ahora quien, de ti, se digne ver si se deja conquistar!»

Gabriel partió con los ojos abrasados de belleza, pero sonriéndose a su vez de la infantil vengativa cándida que pronto caería en sus brazos.

A la otra tarde inició el asalto en regla. Doria, coqueta, consintiéndole al descuido ciertas confianzas, no le dejó terminarlo. Él suplicó, se enfadó, volvió a suplicar... Rabió de veras... «¡Ah, la casta heroína de su enojo, que no lo supo ser de su virtud!»

Bien; querría decirse que debiera mudar de plan en las siguientes; con la cocota, romántico —como para la Matilde Irréis—. A la cocota le placería el amor romántico que la inocente no tuvo... La cercó, en idealidades y respetos, a prueba tenacísima del sonreír de burla triunfadora con que le iba ella escuchando, y sólo desistió cuando la oyó contestarle siempre a carcajadas:

—No, hombre, no. ¡Mira que a mí con idealismos!

Gabriel se desconcertaba. Terco, sin embargo, en otras tardes cambió la táctica, desplegando, sin tocarla ya ni la punta de los dedos, porque ella no lo consentía, cuadros de perversa seducción en fantásticos delirios...

—No, hombre, no. ¡Si ya ves que es de lo que estoy más harta!

¿Cómo hacer, entonces? El coche llegaba a llevársela con otro en lo mejor de los coloquios.

Continuó visitándola. Desfallecido, derrotado, no sabiendo ya ni qué decirla, limitábase a mirarla con la ternura dolorosa de un perro fiel molesto.

Un primero de mes, al recibir el desdichado su dinero (junto con el de un plazo de arriendos de su padre), tomó, de los veinte duros de sus gastos, quince...; buscó por las casas de préstamo, y compró y le llevó a la esquiva una sortija con chispas de diamante... Ella sonrió y la soltó en el tocador:

—¡Hombre... se le voy a dar a mi criada!

—¡Doria!

—¡Cómo! ¿Pero es que esperas tú... que yo me ponga eso?

La aguardaba el coche. Gabriel, que había venido jadeante y con retraso, salió detrás, sin el valor, al menos, de llevarse la sortija. Se fue a la fonda y consideró largo rato las dos mil pesetas del arriendo... ¡No! Le contuvo su honradez; le contuvo su bondad, incapaz de darle tal disgusto a la familia...; y le contuvo también, y sobre todo, la evidencia de que no convencería a la Doria, como tampoco Alfredo Gil con su lanzadera de brillantes, con una sortija más. ¡Sí, sí, veíalo claro! ¡Ambiciosa y para el mejor postor, como todas las vendedoras de placeres!... ¡Su misma venganza era una celeste música que se vendría con rapidez abajo si Gabriel tuviese lo que un conde... De hermoso a hermosa, perdía él. «Feliz del que nace hermoso... y con dinero», habría que adicionarle al adagio, por él tergiversado para el hombre. Y para la mujer, otra forma: «Feliz de la que nace hermosa... y sin vergüenza!...» Esta negativa condición bastábale a una hermosa para convertir en mina y triunfo su hermosura; mientras que a él, la suya de Apolo, le estaba siendo maldición que le estorbaba todas las serias empresas.

El fin de la ridícula aventura. Resolvió no verla más. Fue esta misma tarde a pagar el arriendo, por quitarse tentaciones... y halló que el señor que debía tomarlo estaba ausente de Madrid. No supo dónde meterse luego, sin un céntimo propio. ¿Providencial?... Trabajaría. Se encerró en la fonda y decidió emprender la conquista del nombre y la fortuna. Lloró su alma de poeta, enternecida por este irrevocable propósito de bien, y pensando en su excelente madre.

Pero la soledad y la fiebre de trabajo hiciéronle pronto persuadirse de que adora a Doria Y que su afán consistía en poder llevarla los mil duros, los dos mil acaso que le hubiese producido en un mes el estreno... Y la impaciencia le hizo terminar la comedia en quince días. Una cosa así como entre de Maeterlinck e Ibsen.

Salió con su manuscrito una noche y recorrió tres teatros. Un brevísimo calvario, en cuya salida, al revés que en la entrada del infierno, leyó el lasciate ogni... terrible. El Español, la Comedia y la Princesa, avanzada ya la temporada, tenían estrenos de más. Cosecha de sonrisas, en resumen, por parte de los tres amables directores... sus amigos...

—¡Cá, hombre, no lo creas! —le comentó otro amigo literato—. ¡Lo que hay es que tú no tienes nombre!

—¡Cómo! ¡Que yo no tengo nombre! —dijo Gabriel asombrado.

—Bueno, digo de cartel —repuso el otro, por no arrancarle la ilusión de que un nombre literario fuese el ser en Madrid personalmente conocido de las gentes, como Garibaldi, por ejemplo; y aconsejó, lleno de amistosa simpatía hacia el Gran simpático: —¡Como les llevases una recomendación de fuste, ya verías!

Gabriel se dio en la frente un puñetazo, recordando a la marquesa.

Se vistió su levita y su huit reflets, y la vio a los pocos días. Siempre tan gentil... como extasiada al mirarle. Acordaron que ella escuchase la comedia, y la nueva tarde de la lectura, con té y brioches en el bello saloncito, observó el lector que la marquesa, ¡tan limpia, tan limpia!... le prestaba más atención a él mismo que a la obra... «¡El pasaje aquel de los carneros...!», hubiese podido decirle también ingenuamente. Pero su orgullo de autor quedó aplacado bajo su orgullo de hombre... de buen mozo... y no supo si alegrarse... ¡Qué limpia, qué limpia esta marquesa!

Le gustó, con o sin carneros, la comedia. Era lega, sin embargo, la auditora, y propuso una nueva reunión, con asistencia del director del teatro.

El jueves próximo llegó el de la Princesa al saloncito; mas con una hora de retraso, que forzosamente aprovecharon ella y Gabriel en intimar; prefirió que la llamase Josefina, amistosamente, y dio detalles del marido, hombre demasiado de sport, a quien no veía a lo mejor en dos semanas.

—¡Hola! Qué bien nos hizo esperar. ¡Las siete! ¡Una hora justa! —increpó ella amable al director, cuando entraba.

—No, perdón; exacto, señora marquesa...: la cita fue a las siete.

Y como enseñaba en prueba la carta, ella tuvo que confesarse tan aturdida que hubiese avisado a Gabriel, «equivocadamente», para las seis.

Entendió Gabriel, y agradeció con una líquida mirada, que ella le recogió sonriente. «¡Bravo, suya una marquesa... y obra al teatro!» Temblaba, restituyendo a su brevedad primitiva el adagio para hombre, y asombrado de su total olvido de la Doria... ¡Ah, una marquesa... una marquesa!

Por mirarla, por ver que, en efecto, ella le estaba derramando siempre la ávida dulzura azul de sus ojos (¡feliz del que nace hermoso!), comprendía el autor que ni entonaba bien la lectura. El juego resultó tan evidente, que hasta el director de la Princesa lo advirtió.... y tampoco atendía gran cosa. ¿Fue por esto? ¿Fue porque no le dió Gabriel expresión a las escenas? ¡Bah! La cuestión estuvo en que sucedieron al final dos cosas raras: una, que el director «halló bellísimo el asunto de la obra, pero mal ejecutado», e indicó reformas, muchas reformas; otra, que no le importó a Gabriel apenas, aunque las reformas eran tales que equivalían a escribir de nuevo los tres actos.

—Ya sabe usted que yo recibo los jueves, a las seis. ¿Hasta el jueves?

—Hasta el jueves —prometió Gabriel, besándole la mano a la marquesa.

A las seis en punto, en cuanto llegó el jueves, estaba el dramaturgo en el hotel. Josefina le recibió completamente sola todavía.

—¡Oh! Pero... ¿de veras le dije a usted que a las seis? ¡Si es a las siete! ¡Qué cabeza, qué cabeza!

—¡Tan hermosa, tan artística! —arriesgó Gabriel, sentándose en un muelle diván, a invitación de la dama, como para... la escena del sofá.

Y a poco se tira una plancha, echando mano instintivamente a su cadena sin reloj, al hablar de horas. Al reloj, empeñado el lunes, le debía las cien pesetas con que tomó coches y butacas de teatro, en toda la semana, por buscar a la marquesa. Declaró que nada había hecho en la comedia. No sabía qué le pasaba, que le era imposible trabajar. Únicamente había releído los tres actos, y... tenía razón el director: mal planeados. Saltó una idea, de Josefina: «En la Abadía de los reverendos padres del Palmar, al pie de Guadalajara, alquilaban celdas. ¿Por qué el autor no se iba a una, a fin de escribir con la calma necesaria, lejos de los ruidos e inquietudes de la corte? Justamente ella posela una finca allí, y quería llevar a sus niñitas un mes, por indicación del médico». —Temblaba, temblaba Gabriel. ¡Qué limpia la marquesa! Ofreció partir. Ahogado de emoción y de respeto, de miedo a malograr con impaciencias su ventura, no habíase atrevido ni a pedirle un beso en prenda a Josefina, cuando llegó la primera invitada.

* * *

Cuestión a resolver por Gabrielito en la soledad de su fonda y ante las dos mil pesetas del arriendo. Cuestión ardua, cuestión transcendental: ¿debía él irse al Palmar con siete duros, confesándole a la amada, aun antes de tenerla, que era poco menos que un mendigo; o al revés, continuar apareciéndosele en hombre de posición y de prosapia, sin más que utilizar «estos billetes»?.Su padre los repondría. Él, cuando dominase el corazón de Josefina... ¡ah, de una auténtica gran dama, Grande de España!, estrenaría en la Princesa y restituiría a su padre.

—Sí —terminó enérgico y en voz alta, de puro convencido— ¡Todo menos irme al Palmar sin dinero y sin un buen traje de campo... como el de D'Annunzio en el retrato aquel... ¡Se hermanan tan mal el amor y la miseria!...

Su empresa era completamente d'annunziana.

Levantado tempranito al otro día, recorrió medio Madrid comprándose un traje de campo, polainas de cuero barnizado, flexible inglés con plumita de faisán, canana, cartuchos, bolsas, una escopeta marca Jabalí... y hasta un sétter con cadena que llevaba por la Puerta del Sol un golfo.

—¡Se vende el perro, se vende!

El perro, quince duros. Pero elegantísimo... ¡Ahora, si cazaba o no cazaba... le era igual! ¡El cazaba a la marquesa!... ¿Iba a andar regateando un... marqués amante-consorte?

A las tres y cuarenta y cinco de la tarde tomaba el tren. Ya instalado en la perrera el sétter, miraba él desde la ventana la animación de los viajeros. Otros trenes acaban de partir. De pronto divisó Gabriel a una mujer hermosísima que llamaba la atención de todo el mundo. Era Matilde Irréis, y no teniendo él tiempo de bajar, porque iba a salir su convoy, la siseó discretamente:

—¡Eh! ¡Matilde, Matilde!

Acercóse ella al estribo.

—¡Niño! ¿Dónde vas?

—De viaje, ¿sabes? ¿Y tú?

—¡Anda!... Pues de despedir a «mi editor». Acaba de marcharse para Roma... y yo también me iré pronto... ¡Digo, ahora que yo pensaba buscarte y que nos pasáramos un mes... ¡Quédate!

—No puedo.

—¿Vuelves pronto? ¿Cuándo? ¿Adónde vas?

Sonaba el pito. El diálogo se precipitaba.

—¡No sé, no sé! Mira... voy al Palmar, provincia de Guadalajara. Es un convento donde alquilo un cuarto, y que está por la estación siguiente a Alcalá. ¿Por qué no vas un día... antes de marcharte a Roma?

— No sé, no sé. ¿Dices que cae por Alcalá?

—Sí.

—¡Quizás vaya!

Hablaban ya a voces, en marcha el tren. Gabriel se dejó caer en el asiento, y... lamentó su ligereza. Sin embargo, sonrió. ¿Ligereza? ¡Bah, no iría Matilde... y. si fuese, por un día, su marquesa podría ver que era hombre a quien buscaban las mujeres!

Este vehementísimo deseo, indudablemente, fue el que le inspiró la invitación... en honor de Josefina. Pero le pesaba, le pesaba... o...

En fin, no sabía si le pesaba. Y lo probable sería que ni volviera a acordarse Matilde.

IX

Gabriel había venido a reformar con calma su comedia.

A los ocho días no había empezado aún. A los diez, tampoco.

¡Qué limpia su marquesa! Tenía las rodillas mismas tan blancas como el seno, y los pies, como la lengua de dulces y suaves.

La inmortalidad y la divinidad debían de ser algo así como un idilio campestre con marquesa —en que el sétter los seguía jugando con un grifón.

Ni D'Annunzio... ni...

Le parecía éste un país de príncipes y hadas.

De cuando en cuando llegábanle cartas de Villaleón, remitidas desde Madrid, como una tosca realidad absolutamente incomprensible... En una le noticiaba su madre que Policarpo Carballo (Rigoleto), que se hacía rico a todo escape y compraba fincas, iba a casarse con Concha..., antes de irse este verano al balneario de que era director... ¡Concha, bah! ¡Su ex novia!... A cualquier cosa le llamaban en un pueblo una guapa y una rica...

Rompía estas cartas, que solía encontrar cuando volvía de noche a la celda, y no las contestaba siquiera.

Esta sentimental Josefina, apasionada hasta el delirio por «su Apolo», o despreocupada hasta lo inverosímil, se había traído servidumbre de confianza: el ama de la niña pequeñita, una doncella y un cochero.

Y la Abadía, era Abadía.... pero una fonda en regla al mismo tiempo, independiente. ¡Maldito si veía a los frailes para nada! La finca y la Abadía distaban un kilómetro. A no ser por previsión elemental, él pudiera haber instalado enteramente su equipaje en el harto más confortable palacete de su rubia. Pero, no; se separaban, generalmente, por las noches, y tampoco Josefina venía jamás a la Abadía. Él la buscaba desde la hora de almorzar. Él se instalaba con ella.

Coronas, escudos por todas partes: en el papel de cartas, en los platos, en las sábanas, en las camisas y en los alfileres con que se sujetaba Josefina las batas japonesas...

¿No era todo ello más que de él? ¿No era más suya y para siempre Josefina, que si fuese su marido?... Y más aún, sin contar con el frenesí de la blonda enamorada, mientras más testigos tuvieran de su amor en los sirvientes: del marido podría ella incluso separarse con un divorcio; del amante, nunca..., sujeta por el «secreto de su honra».

Si Gabriel fuese un miserable, y no un poeta, podría explotarla. Pero... ¡bah, al contrario! Cuando le invitaba Josefina a escribir, a trabajar, el pobre autor, tan pobre y tan noble en el fondo, incluso mentíala por altivez. Como al director de El Liberal, y movido por el mismo invencible sentimiento de no mendigar socorros o favores, decía que él «no necesitaba, para vivir, del arte».

Era el decoro de esta pasión, nacida y crecida entre blasones, y que no debía caer en pequeñeces. Algunas noches, sin embargo, viendo a su rendida amante rubia y rosa dormir, alumbrada por el farol elegantísimo, él se estremecía reflexionando que, cuando volviesen a la corte y tuviera que alternar con ella entre grandezas, no le bastarían los veinte duros de sus gastos... Entonces meditaba escenas de la comedia y acariciaba el oro trimestral que hubiesen de valerle sus estrenos. Ganando tanto Alfredo Gil con su vil «género chico...», ¿por qué no ganar doble en el «grande» y con otra dignidad?

Hubo, para mayor agrado, hasta sus nubes leves en este sereno cielo de ventura. Josefina era celosa, absorbente...; y él, no por mortificarla, sino por confirmarse ante ella en el papel de hombre acaudalado y pródigo, le refería sus últimos lances galantes:

—Sí, ¿sabes?... ¡La Doria! La sostuve antes que nadie, allá por mi país. ¡Yo la lancé como... estrella!

—¡Ah!

Josefina conocía a la Doria de verla en los teatros con su lujo escandaloso. Se quedó muy grave, contemplándola en un antiguo retrato recortado, donde sólo había conservado Gabriel la cabeza, para suprimirle el traje de percal.

—Sí, ¿sabes?... Y a la miss Pearl Saunders, ¿no la conociste? ¿La domadora de Apolo? Pues fue mi amiga también.

—¡Ah, sí!

De miss Pearl, no era cierto; Gabriel únicamente había ido una noche con ella a Tournié; pero se lo mentía a su marquesa, como a la sazón a los amigos.

Josefina le miraba sin hablar, seria, muy seria.

Ocurría la sedente escena bajo un sauce, al borde de un pequeño lago artificial, esperando la hora del almuerzo, y ella conservaba, con una mano en la hierba, crispadamente, el retrato de la Doria. Gabriel le admiraba, en tal eléctrica quietud, la atención de alarma dolorosa que mete más un amor en las entrañas; recordó a Matilde Irréis, y pensó cuán bien cayese aquí su presencia en teatral confirmación de semejantes aventuras... ¡Sí, sí, ella, de tren a tren, en la Abadía!... ¡Josefina con más o menos tardías noticias del paso de la hermosa, o viéndola quizá!... ¡Y aun tal vez violenta escena entre las dos de enamoradas!... «¡No vendrá!» —pensó en seguida tristemente; y deplorándolo, le habló de la Matilde, luego de sacar de la cartera su retrato:

—Mira... ¿la conoces?... ¡Otra amiga que sostuve! La Matilde Irréis.

A esta no la recordaba Josefina. La miró; aparecía sentada en un rústico sofá, vestida de blanco y con los brazos sobre el respaldo abiertos. Cruzó por su frente otra envidia de belleza. Sonrió y rompió los dos retratos. Estaba pálida. Gabriel besó las finas y blancas manos destructoras y arrojó a la hierba los pedazos, por sí mismo. Ni con una sola palabra comentó el trance la celosa pasional, que le habló inmediatamente de otras cosas.

El delicioso pensamiento, sin embargo, del encuentro de las dos enamoradas, quedó en Gabriel como una tentación. Nada más que con haber visto la efigie de Matilde, le abrazó luego en la siesta su marquesa con ansias nuevas, locas... Pues el encuentro, o si no el encuentro, el paso fugaz de la rival por la Abadía, en la prometida visita de una tarde (y pronto sabida por la aristócrata celosa al verle en falta junto a ella), vendría a significar: para la aristócrata, la insensatez de pasión consiguiente al saber que a él le asediaban las bellezas; y para la bella bohemia y generosa con coche de alquiler, la evidencia de que igual a él se le entregaban las lindas y rubias marquesas con trenes propios.

Sí, tenía esta noche Gabrielito la misma lúcida excitación insomne que si se hubiera tomado diez cafés de los Cafés. Todo le hacía ansiar la aventura, incluso su naturalísima bondad: no haberle escrito a Matilde, que tanto cariño le tuvo, y cuando ella se iba a Italia, lo estimaba indigna grosería. Y cogió un papel (por cierto con corona de marquesa, en oro y en relieve —de tres pliegos que se trajo una noche para copiarle a Josefina versos), y le escribió; no llamándola, precisamente, por no poner de parte suya imprudencias voluntarias; pero sí diciéndola que continuaba aquí, en cumplimiento del deber que la fatalidad le impuso, haciéndolos encontrarse en la estación aquella tarde.

La de este pueblo estaba cerca del Palmar. Y como se despertó Gabriel al día siguiente antes de las ocho, hora en que iba al cruce de trenes un carruajillo de la fonda, lo tomó y fue a echar la carta por sí mismo. Se había vestido aprisa, y le duró dentro del coche el aturdimiento del sueño. Ya en el andén, le despejó la serenidad de la mañana; entonces se aterró y rompió la carta... ¡había estado loco sin duda! Los trenes se juntaron. LIenóse la pequeña cantina de viajeros. Él, como única disculpa a la debilidad de su carácter, a la gran debilidad que le había hecho tantas veces cometer tantas imprudencias, se formuló un nuevo apotegma filosófico: «La jactancia de los secretos de amor, podrá constituir un social perjuicio, casi siempre irreparable; pero no un agravio, porque lleva rendido en el fondo un honor de orgullo para la perjudicada»... Además, sabía Gabriel que este perenne conflicto entre el orgullo propio y el perjuicio ajeno era demasiado fuerte para la mayor parte de los hombres: apenas habría algunos, bien raros, que no diesen, por uno u otro modo, a los cuatro vientos las más secretas deshonras de las pobres deshonradas...

Y una voz de ensalmo, de ensueño, de fantasma, cortó su elucubración:

—¡Hola, niño!... ¿Me esperabas? ¿Sabías...?

Se volvió Gabriel y se quedó espantado..., a punto de creer en Lucifer y en toda la telepatía: era, la que estaba delante de sus ojos, Matilde Irréis.... alta, blanca, negro el pelo, con un traje color eminencia, y la pluma, del sombrero cayéndole hasta un leve boa marrón que revolaba con la brisa... Pero la escala de sus asombros había llegado a la cima una hora después, en la celda, al ver que era de Matilde todo el equipaje que había transportado en la vaca el cochecillo; venía por ¡seis días! (¡atiza!), ya definitivamente despedida de Madrid...

—No me esperabas, ¿eh?... ¡No me esperabas, ladrón!... ¡Y mira que sin escribirme... ¿Creías que iba a acordarme sólo con oírte «¡el Palmar!», en un segundo?... Bueno, te disculpo porque no sabías mi casa ahora... Ni yo tampoco la tuya; pero, buscando, buscando, la hallé, y me informaron de esto... ¿A qué cartas en seguida, si perdí, en buscarte, una semana?... La mejor carta, yo... ¿no te parece?

Gabriel tuvo que aceptar a la bellísima viajera como una pesadumbre de gloria, de hechizo... No sabía qué hacer... Por lo pronto le enseñó los pedazos de la carta, que había conservado en el bolsillo «por respeto a la corona»... «Te había escrito, mira: la rompí porque tenía tu antigua dirección, ¿sabes?... Y además, yo te esperaba siempre, cada día»... Luego, y asimismo de un modo provisional, hasta que reflexionase, aprovechó una breve ausencia de Matilde en el tocadorcillo de la alcoba, y le escribió otra breve carta a Josefina: «Estoy ligeramente enfermo, alma mía, con algo de fiebre, y me quedo en cama hoy. Mañana, como siempre, te veré». Al enviarla con un chico, se alegró de que nunca la marquesa (por conocerla los frailes), osara venir al Palmar... Y con tal respiro se entregó por todo el día a su Matilde...

Al anochecer supo que había enviado la marquesa a un mozo para preguntar por el enfermo. Dos veces: una a las tres y otra a las cinco de la tarde.

Al otro día pensó que acaso todo pudiera arreglarse sin violencias. Era viernes. Matilde iba a marcharse el lunes. Pretextándola que reformaba su comedia por la soledad del campo, o que necesitaba unas horas cada tarde para ir meditando y apuntando escenas, le podría dedicar diariamente algún tiempo a su marquesa rubia de su alma...,a quien le excusaría también la brevedad con la convalecencia de la fiebre... La primera parte, no sin extrañeza de Matilde, se salvó en triunfo. Y fue a la finca... solo, libre...; pero le falló el segundo intento: «Estaba en cama la señora marquesa y no le pudo recibir». —¡Cómo! ¿Sabía ya algo?... Por si acaso, aturdido Gabriel ante el rígido portero, aparentó creerle... Después de todo, ganaba tiempo... y ojalá que el enfado durase así, al menos, por tres días.

Al otro volvió, igualmente por la tarde.

La finca estaba cerrada de puertas y ventanas. Un guarda le informó de que se había marchado, en el tren de las once, la familia.

Gabriel quedóse frío. Luego, volviéndose lento al Palmar, se consoló. Era preferible. Evitado el escándalo, él se aguantaría hasta el lunes con Matilde —haciéndose el enojado también con la marquesa, haciéndose el loco, y ya vendrían en Madrid las dulces escenas... de explicación y de perdón.

Y los dos días siguientes fueron deliciosos, porque le contó todo a Matilde, enseñándole retratos de la aristocrática rival, y ella le agradeció el haber vencido, hasta sin saberlo ni pedirlo, a una marquesa.

X

Gabriel llegó a Madrid el lunes a las cuatro de la tarde. A las cinco se había plantado su huit reflets y estaba en el hotel de Josefina... que no le recibió. El martes no le recibió tampoco y dejó una carta. El miércoles se la devolvieron sin abrir. Y el jueves, finalmente, la doncella que estuvo en el Palmar, le advirtió, por encargo de su ama, «que no volviera a molestarse».

Mas he aquí que el jueves también recibió una carta tremebunda: era de su padre, que noticioso de la falta del pago, por el dueño de las tierras, imprecaba al hijo duramente. En vez de mandarle la mensualidad, le remitía diez duros para el tren — advirtiéndole que si pensaba seguir en Madrid lo hiciese por cuenta propia; y Gabriel, con toda su alma tierna enternecida, lloró el disgusto de su casa y reconoció como harto justa semejante decisión.

Le mataba la amargura. Hizo balance, y se encontró, de las dos mil, con mil cincuenta y cinco pesetas... Y la idea fue súbita, en uno de sus bravos arranques de nobleza: cogió un papel, confesó breve su culpa, prometió vivir de su trabajo, y aun restituir «la diferencia» pronto; y metiendo en el sobre todos los billetes, incluso el que acababan de enviarle, se marchó a escape al correo para enviárselo a su padre en valores declarados...

A la media hora, con su levita y su huit reflets, volvía por la Puerta del Sol con tres pesetas cincuenta en el chaleco. Su orgullo de Cortés que quema sus naves... se había quebrantado un tanto.

«¡Se vende el perro, se vende!» —podría pregonar también, si no se le hubiese olvidado el sétter allá por campos del Palmar.

En último resultado, y para un apremio, quedábanle la escopeta marca Jabalí y demás arreos de caza.

Mas no se imaginó que los tuviese que vender tan pronto. Al segundo día dejaba por perfectamente averiguado que, entre sus valiosas relaciones con literatos, con directores de periódicos y con altos personajes, no había uno que le pudiese proporcionar un mal destino, ni una plaza de redactor... al menos con la prisa deseada. Por todos los chirimbolos le dieron treinta duros; esto es, la quinta parte de lo que le costaron hacía un mes.

Su esperanza se volvió hacia Josefina. El frac hizo en el Español y en el Real sus últimos prodigios... La encontró una vez, por fin; la asaeteó con los gemelos, y ella no le hizo durante toda la noche caso alguno... ni para mal ni para bien. ¡Oh, ella que podría hacerle estrenar en la Princesa!

Un fatídico domingo, vio dejarse empeñar la levita: nueve duros.

Al jueves próximo, el frac... cinco duros... ¡y este sí que fue el último desastre!... «De... sastre» —sonrió Gabriel, haciendo todavía un chiste bien amargo.

Y se encerró en la fonda. El chiste era macabro. Arrancados la levita y el frac, de su elegancia de Apolo, era como si le hubiesen cortado a un águila las alas. Se sentía en derrota irremediable. En definitiva derrota, ante un triste porvenir. Veía sólo en derredor la hipocresía y la falsedad humanas —en amigos, en mujeres... Odió entonces su hermosura. Recordó a la Doria, y no podía olvidar a la marquesa... a la Matilde... Luego fueron por su mente desfilando todas las demás mujeres a quienes había servido de más o menos vivo capricho en una suerte de sensual prostitución... ¡en baja prostitución asquerosa y miserable, sin el grande amor siquiera, ni una vez, que era la vida y que yacía enterrado en su alma de poeta; sin otra dignidad, en él mismo, que la de la ramera de burdel a quien se busca en bestia hermosa para un simple placer de los sentidos!... Así le habían tenido su marquesa, su Matilde, su Doria, su Carola, su Bicharraquito y su maestra y sus criadas del hotel...; así le habían sorbido los sesos y el tiempo, por guapo él... ¡oh, el Gran simpático!, mientras que el feo Alfredo conquistábase nombre y fortuna, y el feo e insignificante Rigoleto, director de baños, fuerte propietario a la vez, se llevaba con la Concha alma y amor que él no quiso... ¡Lloraba, lloraba el in feliz sobre una carta de su madre... única verdad de amor que le quedaba a él sobre la tierra!... « Vente, hijo mío... te puedes colocar de titular en cualquier pueblo de aquí cerca...» ¡Oh!

Mas ¿qué hacía en Madrid, ni cómo estarse? ¿Su carrera? Literato... Por hábito, desdichadamente, no era capaz de meterse a ganar tiempo, de mancebo de botica, y menos de lanzarse a una bohemia destrozada. En cambio, por nobleza, sería más incapaz aun, como quizás tanto granuja, de convertirse en chulo de la Doria, de otras, si no, por su estilo..., o de explotar en chantages a Josefina, aprovechando sus retratos y recuerdos...

Bien. Se iría a Villaleón. Refugiaría su derrota en cualquier inmediato pueblecillo, y en la boda con cualquier aldeana con borregos...

* * *

A la otra tarde, un destartalado simón le conducía con un baúl menos que cuando entró en Madrid, y sin sombrerera de copa. Maldito si necesitaría frac ni levita para titular de un pueblecillo. A fin de comprar el billete siquiera de segunda, había vendido las obras completas de D'Annunzio... Iba dulcemente resignado; pero la fatalidad hizo, cruel, que encontrase en un soberbio milord a Doria con... Alfredo...! por la calle de Alcalá...

Sintió en el corazón la puñalada... ¿Le vieron?... Él se escondió... cual si esquivara de la mirada de ambos fealdades repulsivas.

«¡Infeliz del que nace hermoso!» —murmuró.

Y mientras el viejo cochecete siguió arrastrando con sus ruidos de herrería, él pensaba hasta qué punto no le hubieran de creer, allá en su futuro pueblecillo (adonde iba a enterrarse a los veintitrés años de por vida), cuando contase que había sido en este enorme Madrid el amante de celebridades y marquesas...


Publicado el 10 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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