Lo Irreparable

Felipe Trigo


Novela corta



I

Athenógenes Aranguren de Aragón entró.

No era un juez como cualquiera. Ni por el nombre, que ya tenía en sí mismo una marca de rareza, ni por su traza y su traje. Joven, muy guapo, listo. Y fino y exageradamente elegante como un goma de Madrid.

Juez y todo, por sus años, que llegaban mal a veintisiete, habíase relacionado en la ciudad, tan pronto como llegó, con muchachos de buen tono. Con unos que tenían automóviles, con otros que tenían coches, y con otros, en fin, que tenían al menos bicicletas y caballos. Era conservador.

Al verle se le hizo sitio en el corro de la estufa. Los más humildes callaron. Los más selectos dirigiéronle sonrisas y afables acogimientos. Porque sobre estos muchachos ricos de los coches y los galgos, tenía Athenógenes, que ya había sido por tradición de su familia un gran sportsman en León, el prestigio de su talento y su carrera.

— ¡Hola! ¿Qué?

— ¿Qué hay? — ¿Qué se sabe en el Juzgado?

— ¿Qué se cuenta del Pernales?

— ¿Nuevas noticias?

— ¡Atiza esa estufa, Quintín!

El bello juez, rubio, que traía esta noche brillantes en la corbata y americana de cinta, sacó primero una larga cajetilla de cigarros color té, brindó, encendió luciendo su preciosa fosforera, y púsose en seguida a contar lo que sabía de los bandidos. El Pernales y el Chato de Mairena continuaban por tierras de Arahal; y lo de los otros tres de la dispersa banda, que se habrían corrido a Extremadura, según la Prensa, era incierto. Belloteros, puestos en fuga por los guardias al pie de Almendralejo, los que habían dado lugar a tal alarma. Belloteros. Es decir, rúrales raterillos, ladrones de bellotas.

Pero el caso estaba en que reinaba el pánico por estos días en Almendralejo, en Zafra, en Azuaga, y en esta pequeña ciudad tan tranquila, de donde tenía el honor de ser reciente juez Athenógenes. Un dato que sus convecinos le tomaban muy en cuenta para calcular acerca de la seguridad en los campos (porque hallaban natural que un juez no lo hablase todo en público), desprendíalos, por una parte, de verle toda esta semana atareadísimo desde que corría el rumor de los ladrones, y, por otra, de notar que no salía a cazar, ni en automóvil con los buenos camaradas que solían llevarle siempre. — ¡No! ¡bueno! ¡claro! — le explicaba él propio a los íntimos, con perfecta lógica forense —. Lo uno es consecuencia de lo otro. Tengo que hacer, porque tanto cuesta descubrir una verdad como comprobar que es mentira; y teniendo que hacer, no puedo ir en automóvil.

— ¡Hombre, pues mire, qué demonio! — deseó el fresco y hercúleo Teodoro Vega —. A mí me gustaría que vinieran los bandidos.

— ¡Coile! ¿Para qué?

— Vaya qué gusto!

— ¡Que viniesen! ¡Que fuese positivo que ya andaban por aquí!... Para salir tras ellos en seguida. Si no queríais seguirme, unos cuantos en mi automóvil y en los de estos dos, con los Winchesters, yo me iría a esperarlos, en mi dehesa, armando a los criados... ¡Es tan aburrida la vida sin algo excepcional!

— ¡Hombre, no seas loco!

— ¡Vaya, tú estás un poco de aquí, Teodorito! Le llamaban Teodorito por cariño y, no obstante su aspecto de clown inglés, dulce y simpático, pero fuerte como un roble. La gente grave ¡vamos, la verdad! creía de buena fe que estaba un poco loco; los jóvenes, en cambio, le admiraban y emulaban. En una ocasión había hecho el Don Tancredo con un toro, por apuesta. En otra, por gusto, hallándose imponentemente crecido el río, pilló un barco de pescador y se fué corriente abajo, rascando molinos y presas quince leguas. Además, se subía al techo por liso rincón de una pared, y apostó otra noche a que se tiraba por el puente... lo cual hubiese hecho si le dejan.

— Bueno, escucha, mira; tú, pues si es que quieres guerras y emociones, vete al moro, ¡qué contra!..., y nos dejas en paz con tus deseos.

Esto lo afirmó la prudencia de don Luis, hombre adinerado y tal cual supersticioso. Y como él, unos cuantos viejos, sin duda, quedáronse pidiendo a Dios que el conjuro del loco aquel no se efectuase.

El resto de la velada, a esta hora del bock de anochecer, y siempre la dirección de Athenógenes, fué, por los más resueltos, dedicada a idear colectivos planes de defensa en el caso de invasión de los bandidos, y proyectos de defensa personal, variados, según locomotase cada uno en auto, en carruaje, a caballo, en bicicleta.

Y a las seis, como sonaban las campanadas en el Carmen, llamando para la novena, el joven juez se levantó.

— ¿Vamos? — invitó a Teodoro y a Marcial.

— ¡Vamos! — respondieron éstos.

Y partieron, dejando sin su tono aristocrático a la sala del Casino.

Los viejos empezaron inmediatamente a bostezar y quejarse del reúma.

Dos jóvenes formaron su partida de ajedrez junto a la estufa, asistidos por tres más, de mirones.

— ¡Atiza esa lumbre, Quintín!

II

Con sus amigos, el juez y otros grupos de jóvenes más jóvenes, esperaban en el atrio. Sólo volvían a meterse en el templo para oír el coro de muchachas, el Ave María, cantado por Margot como un arcángel, y el sermón.

La gran pluma verde de Emeria no estaba aún (habíanlo comprobado) entre aquella ola de sombreros, que preferían el frente de la puerta. Y se la vió llegar: la pluma verde.

— ¡Emeria!

Llegaba rezagada, con su madre.

Athenógenes, Teodoro y Marcial hicieron calle frente al muro. Cruzaron ellas, fueron galantemente saludadas y saludaron a su vez, con miradas preferentes a Athenógenes. Marcial había tratado de estudiar el saludo de Athenógenes. Era un modo especial de descubrirse, de girar el sombrero a la derecha, alzando el codo. ¡Chic de veras!... O sic — que tampoco estaba cierto Marcial de cómo se decía.

Las vieron perderse en la cancela. Auténticos los terciopelos y joyas de la madre. Sin trampa ni cartón las sedas y brillantes de la hija. Y guapas ambas, hasta el punto de igualdad, sobre sus naturales diferencias de juvenil esbeltez y de matronesca frescura, que el juez, a no ser por sus miras de instalarse, de casarse, habría dudado mucho entre las dos.

De la mamá, viuda viajera impenitente a playas, a Madrid, a sus asuntos de arriendos y de minas, unas veces sola y las menos por la niña acompañada, contábanse historietas tan vagas como múltiples; pero en rigor, nadie podía señalarle un amante, un preferido, en esta minúscula ciudad timorata y pagada de conveniencias. ¿Era realmente una lista aventurera que sabía y podía «guardar las formas» (¡oh!, subrayaba aquí el inverso equivoco Teodoro), o sólo tal vez una «cosmopolita» cuya despreocupación de ademanes y de charla la vendían como informal?... En todo caso, sus buenos miles de duros le afianzaban el respeto de las gentes y el segundo puesto de la estimación general... porque el primero por su honradez y sus millones correspondíale de derecho a Margot y a la familia de Margot. ¡Bah!, sí, ¡esto, indiscutible! Margot, ligeramente menos linda que Emeria, era imponderablemente más honesta, más pura y angélica de corazón y de alma; y su padre, senador y máximo cacique.

— ¿A que no saben ustedes el último golpe de Emeria? — ¿Cuál? ¿Qué?

— ¡Venga, Marcial!

— Hombre..., ¡es un poco fuerte! En secreto... porque es un poco fuerte... Aparte de que, como fué conmigo, que soy casi pariente y la trato desde así..., la confianza lo disculpa.

— ¡Venga! ¡Venga!

— Pues nada, esta tarde, tocaba ella el piano y entré, púseme detrás a oírla, volviéndole la hoja. Por el espejo advirtió lo fijamente que yo le miraba el cogote... ¡No sé si habréis notado que tiene unos ricitos rubios que encantan! «¡Qué miras? ¿Qué piensas?» preguntó de pronto, cesando de tocar y girando la banqueta. «¡No, no te lo digo! contesté; ¡me tendrías que dar un bofetón!» «¡Pues dilo!» «¡Que no!» «¡Que sí!» «¡Que no, mujer que es... una barbaridad!» «¡Pues la dices o no habérmela anunciado!» «¿Y no te enfadarás?» «¡Según, porque tú eres muy bruto!... pero, ¡venga!» «Bueno... pues viéndote el pelo de la nuca, estabas haciéndome pensar... si lo tenderás tan rubio en los sobacos!...» Me clavó los ojos, irritada; optó por sonreír y volvió las manos al teclado susurrando con clara vocecita pudorosa antes de seguir los valses: «¡Un poquitín menos rubio!... ¡Pero qué brutísimo y qué reteexcusado que eres, hombre!»

— ¡Jo, jo, jo!... ¡La niña! — admiró Teodoro a carcajadas. — ¿Veis, después de todo, qué ingenio? — atenuó el casi pariente —. ¿Veis qué mezcla de pudor y de malicia? ¿Qué te parece, Athenógenes?

— ¡Un poco fuerte... un poco fuerte, Marcial! — repuso el juez, bien apurado entre sus intentos de boda con la chica y las dudas de que fuera... una cualquier cosa. En su pensamiento cobró Margot mayores devociones... ¡Margot, la millonaria! ¡La ideal y la difícil! ¡La que no se le presentaba, al menos, tan clara como Emeria, por lo que no osaba decidirse a cortejarla, con el riesgo de un rechazo y de quedarse sin ninguna!

¡Oh, Emeria, más bonita y rica, hija única de viuda, cuya mitad del capital él poseería inmediatamente! Sin embargo, sabiendo que no desconocían estos amigos sus intentos con Emeria y que él antes dejaría que lo matasen que cometer una bajeza, una indignidad... antes que casarse con ella por los cuartos a costa de la más leve concesión al indecoro... érale dable suponer que, en realidad, Marcial no le diese al incidente sino el valor de una gracia... de un «rasgo ingenioso», que más hablara de la dúctil y elegante educación de la chiquilla que no de su fondo perverso. Y para saberlo, en vez de pedirle al amigo hecha su opinión, prefirió inquirirla con el sesgo sutil de otra pregunta:

— Oye, Marcial... y tú, ¿qué crees?... si en lugar de contenerte en el vello del sobaco... le hubieses nombrado, con descaro... el otro... (porque claro es que esa fué tu intención, por ella adivinada)... ¿te habría contestado lo mismo?

Inmediato y decisivo el efecto. El semipariente protestó con gravedad:

— ¡Hombre, no!... ¿Veis? ¡Ya me pesa el habéroslo contado!... Ni confianza ni música: una indecencia, y entonces sí que me larga el bofetón y llama a su madre y no vuelven más ni a recibirme.

— ¡Hombre, sí! — apoyó en el mismo tono Teodorito, que era, aunque aturdido, bondadoso e hidalgamente justiciero —. La niña tiene cosas... pero ¡nada más! Nadie hay en este pueblo que pueda decir contra ella ni tanto. Vamos, de su formalidad... de su verdadera conducta, ¡a pesar de sus cuatro o cinco novios y sus rejas! Con decirte, Athe, que a mí mismo me dejó porque dice que estoy loco... Si no, ¡vaya si me caso!

— Y a mí porque cree que soy «muy bruto»; o lo que es lo mismo, como me escribió desde Caldas: «materialote y descarado» — confesó Marcial —. Y a Segundo Jaime, porque dice que es muy feo; y a Román, por chico... ¡Es una romántica!

— ¡Y una caprichosa! Pero en cuanto a su honra, a lo que se llama su honor, apreciadísíma. Justamente creo que así es como se prueba una mujer, ¡qué demonio!

Hubo un silencio. Encendieron un pitillo, y el joven juez se alzó el cuello del gabán porque hacía frío, y era hombre él que se cuidaba.

Luego, ya satisfechos los dos amigos de haberle establecido bien la reputación de Emeria al forastero, no vieron el menor inconveniente en proseguir celebrando las frases y las gracias de la rubia ingeniosísima. Montaba a caballo, y una tarde se cayó en su dehesa, luciéndole el pantalón a los pastores: ella lo contaba, luego, celebrando con risas el lance y la ruborosa torpeza de los pobres hombres cuando quisieron levantarla... Otro día, en una excursión campestre «borrical», ella llevaba una burra, y el simple de Bonifacio Tul, un garañón que iba alborotado. «Arre, burra!», trataba Emeria, adelantando a los demás, de alcanzar siempre a Bonifacio, por amolarle..., y había que oírla referir con qué gedeónica sandez pedíala Bonifacio que no dijese burra, al menos... «que no dijese burra... a fin de no recordársela al jumento!»

Además, en lo que ambos podrían contar, como tales novios, de la reja, fuera no acabarse: siempre tenía una burla oportuna, de audacia en apariencia, de discreta eficacísima defensa en realidad, para cortarles a todos en su misma iniciación cualquier atrevimiento... Al que pretendía besarla, le sacaba una muñeca: «Anda, besa ahí... ¿qué más da? Te advierto que yo la quiero más que a ti y que la doy mil besos cada día.» Les encajaba, quieras que no, la muñeca, y les obligaba a besar, hasta cansarlos, los que llamaba ella «sus besos delegados»... Y lo más gracioso aún era que los pobres novios no tenían por qué tomarse la molestia de jactarse de estas... concesiones, porque se lo espetaba ella la primera a todo Cristo en las tertulias.

— ¿Comprendes, Athe — dijo ahora Marcial —, que Emeria nos resulte una extraña virtuosa muy terrible?... ¡Oh, sí, es una fresca... de pico! Nada la asusta: como a éste, que antes deseaba que viniesen ladrones. También ella, la otra noche, viende un Nuevo Mundo con el retrato de Trianero, que, como sabéis, es guapote y es el que aseguran que anda por aquí, soltó en casa de Margot y delante de todas las muchachas asustadas: «¡Ay, hijas, pues a mí no me importaba que me llevase este hombre!» Y señores, lo peor, ¡ved lo que son las mujeres cuando una hace la guía!..., lo peor es que acabaron la mayor parte por hallar elegante y fino al forajido... ¡Discusión de media hora contra mí y contra Vallés: se lo podéis preguntar!

— De modo — comentó Teodoro únicamente — que va a resultar que estamos todos deseando que vengan los ladrones... Sólo que yo, Marcial, no es... de pico, ni para que me lleven, sino para cargármelos si puedo.

— Hombre, ¡claro!, ni comparación...

Se oyó el Avemaría. La orquesta la preludiaba. Entráronse los tres. La voz de Margot llenaba el templo.

Y Athenógenes, recibiéndola en el alma como una fascinación, y recibiendo como otra fascinación de sus ojos las francas y entregadas miraditas de Emeria, luchaba con sus indecisiones, no sabiendo por cuál de ellas resolverse.

III

La Prensa, apoyada en gubernativas afirmaciones absolutas, había desmentido que en la provincia de Badajoz estuviesen ni hubiesen estado nunca los bandidos. El Pernales seguía por junto a Carmona; y al Trianero, la Guardia Civil acababa de batirlo en Huelva. Rateros harapientos, en suma, los que engendraron la alarma; hambrientos infelices que robaron mulas y bellotas tiempo atrás.

La tranquilidad reflorecía. El principio de una primavera hermosa llenaba de gente estos campos. Los cazadores del perdigón salían al alba, y al anochecer, solos, sin temor alguno ya a los forajidos. Las carreteras tornaban a animarse con los automóviles, con los carruajes en que paseaban su alborozo las muchachas, con los caballos tordos, negros, blancos, con las bicicletas.

Grú... grú... grú...» avisaba atrás un automóvil.

Era el Dion Bouton de Marcial. Segundo Jaime, que iba en su faetón con Athenógenes, apartó la jaca a la derecha.

— ¡Adiós!

— ¡¡Adiós!!

— Arsa... ¡qué rayo!

Segundo y el juez se quedaron entre la nube de polvo y gasolina. No conocieron a los acompañantes de Marcial, por las caretas.

— Irán a Badajoz.

— O a la feria de Alburquerque.

Caminaba despacio el faetón. El objeto de Segundo esta tarde cifrábase en confidenciar con Athenógenes. El, último novio de Emeria, que le dejó sin motivo, «la seguía adorando como un asno», según propia confesión. Sabía, lo mismo que los otros íntimos del juez, las vacilaciones de éste con respecto a Emeria y a Margot; y sin confesarlo, reconocía que los ojos de la ingrata, durante toda la novena, habían sido sobrado cariciosos para el temible rival.

— Bien — reanudó sus confidencias, apenas ocultando el egoísmo de pasión que le guiaba —, pues yo te afirmo, Athe, que exageran ésos en lo de la impasibilidad y las dificultades de Margot. Frecuento su casa, como sabes, y sé que le gusta hablar de ti. Su padre también te tiene en mucho; no sólo porque con el tuyo es compañero de Senado, sino porque le haces falta como juez, y porque admira tu elocuencia desde la discusión del Casino. ¿Qué? ¡Que es rica la muchacha!... ¿Acaso, Dios, no tienes tú con tu carrera y tu familia un brillante porvenir?... ¿Qué más quieren?

— Aparte — puntualizó Athenógenes — de que tampoco deja uno de tener donde caerse muerto.

— ¡Ea! ¿no ves...? Que ¡vaya, lo digo! yo que tú... Margort, sólo Margot... ¡y te la calzabas! Lo que hay, y valga esto por secreto, es que te teme Marcial, porque la quiere..., porque es él, desde hace mucho, quien abriga la esperanza de esa boda!

— ¡Hombre!

— ¡Oh, si ella le hubiera hecho caso alguna vez! Pero a él, y a otros tres o cuatro, les mantiene en ilusión el estar todos lo mismo. Margot nunca ha aceptado de nadie relaciones.

— ¿Y eso por qué? — se apresuró a indagar el forastero —. ¿No es chocante en una mujer de veinte años? ¿No será que no entre en sus cálculos casarse... o que la reserven para un matrimonio de familia?

— No. Es que es formal. La muchacha más buey más sencilla de la tierra. ¡Un ángel, en una mujer de primerísima! No quiso novios por no tontear como las otras; cuando se resuelva, será cosa de saber lo que se hace y de no perder el tiempo, estoy seguro. ¡Ah, si fuesen todas así!

Esta lamentación, tras los férvidos elogios, hizo que se acordase Athenógenes de Emeria. Cierto de su ventaja sobre Jaime, y deseando completar de ella los informes, deslizó: — Qué, Emeria... ¿es algo más loquilla?

— Hombre, como loquilla en el sentido malo, no. Pero, en fin, le gusta divertirse... y dice cosas... tonterías, y ha tenido novios..., novios, ¡antes que yo! No obstante, juraría que es a mí al que quiere... por más que estemos reñidos y ella juegue a darme rabias con... otros, y sería capaz de apostarme la cabeza a que solamente se casa conmigo.

Athenógenes, advirtiéndole el acento de fieros disimulos, comprendió que era un celoso — un terrible celoso quizás —. Mas no era él, en cambio, hombre que se atemorizase fácilmente, y le preguntó con ironía:

— Pues di... si mira a... otros, ¿cómo sabes que te quiere?

— De una muchacha — repuso Jaime — ¡eso se sabe siempre cuando se la ha hablado un año por la reja!

Su tono esta vez fué definitivamente fanfarrón, alabancioso — cual si guardase un secreto de los que obligan de veras.

El joven juez le acosó:

— También la habló Marcial por la reja, y Román y Teodorito!

— Pero es que hay rejas y rejas... y modos de... ¡Oh, amigo! ¡Permíteme que me calle!

— ¿Te dió a besar la muñeca?

A la afable burla, Jaime respondió excitado:

— Me dió a besar... o a no besar... ¡lo que a nadie!, ¡lo que ahora mismo pongo el pescuezo a que...! Oye, escucha — se atajó de pronto —, debo callar y me callo. No es que afecte a su honor seriamente lo que aludo; pero sí te probaría, si lo supieses, que ella quiere a aquel a quien le concedió tales favores. ¡Y hablemos de otra cosa!

Le dió un fustazo a la jaca, que en su libertad había acabado por pararse a comer ramas de un tronco, y Athenógenes respetó delicadamente la tardía prudencia del amigo. El uno dedicábase a guiar. El otro, mirando cómo al trotar erguía la breve cola el caballo, a deducir sobre una proporción entre la fealdad de Jaime y la gentileza de Emeria, la posible gravedad de los favores. ¿Serían de tal índole que se la imposibilitasen a él? ¡Cuan lejos el bello juez se encontraba, con sus designios de boda, de honorable establecimiento, cuyas bases tendrían que ser la pureza de un cariño y el sólido resplandor digno de una posición que aún más abrillantase la suya... del furtivo cazador de dotes. La indecisión le seguía. Margot, sí, más adorable, más noble; pero problemática. Emeria, más salada como mujer, y ofrecida enteramente. No había por qué descontar a ésta... aún. El celoso, por vanidad, y «porque se la dejasen libre», abultaría probablemente el valor de los favores. ¡Le adivinaba! Descubríaselo, asimismo. la ruptura de relaciones por la propia Emeria... ¿es que tan sin más ni más una mujer despide a un novio que «la ha comprometido»?

Sonó otro coche, detrás, oído desde el faetón hasta ya casi alcanzado por la cascabelería de la jaca, y al volverse los jóvenes vieron la victoria tronco miel en que venía Margot con su madre. Emparejáronse un momento, y al saludo y a la atención clavada de Athenógenes correspondió Margot con una larga sonrisa. Eran muy veloces los caballos miel, y se adelantó la victoria; mas no sin que una sombrilla cielo se alzase un poco y sin que unos ojos cándidos y grandes volviesen a mirar.

— Vaya, ¿lo ves? ¿Te convences? — dijo contento Segundo.

Y contento, loco al fin el juez, de alegría, porque ciertas sonrisas de bocas qué no suelen sonreír son una entrega, se limitó a responderle:

— ¡Arrea! ¡Síguela, Segundo!

La jaca trotó y galopó no lejos de los caballos miel toda la tarde. Unas veces los seguía, otras los pasaba; y cruzábanse miradas y palabras y cumplidos un instante entre la victoria y el faetón. Si el haber sido vistos al regreso el bello juez y Margot, en juego tal, por todos los demás coches, no hubiese sobrado para extender en los días siguientes la nueva de que ambos se gustaban, habría sido bastante Segundo Jaime, que se encargó de irlo diciendo, y a «su ingrata» la primera.

Las amigas dábanle norabuenas a Margot. El bello juez, el Ángel caído, según le nombraban todas dulcemente (porque además de parecer un ángel rubio, sabíase que en León, por hablar con una novia, se cayó desde un tejado), no había vuelto a pasar por la calle de... la otra.

Margot defendíase de tales plácemes, ruborosa y encantadamente, no porque rabiase la otra, pues no era vanidosa ni tenía por qué entablar rivalidades, sino porque le gustaba el juez...; porque la enamoraban del juez la belleza, la finura, la elegancia...; porque sabía que también a sus padres les placía del juez el talento y sus dotes de mundo insuperables... Y el nombre del juez, reservado de amigas en sus labios, secreto en el corazón, le sonaba a música divina: Athenógenes Aranguren de Aragón... ¡Digno del de ella! Margarita Rivadalta de Figuero... No, no compondrían sino muy bonitamente, como las dos personas mismas, en pareja... Y se reía, se reía acordándose de cuentos o de historias que corrían sobre algunas bodas imposibles, sólo por los nombres; por ejemplo, el tan sabido de un Cilla con una Mier, que resultaría para la pobre esposa Mier de... ¡qué barbaridad!

Pero un día, a los bien pocos, ya no pudo esquivarse a los plácemes de nadie. En plena calle Campoamor y en pleno anochecer, los había visto a la reja todo el mundo.

No eran gente que buscase sombras, y justamente daba el foco de El Águila Real frente a la ventana. En el cuarto de hora que Athenógenes hízola escuchar su gentil declaración, pudo por primera vez gozarse en contemplarla cerca y a su antojo. Era una cara de paz, de nobleza, de pureza... un poco redonda, entre los obscuros y abundantísimos rizos del helénico peinado, y blanca como una hostia. Ligeramente cortada la nariz; los ojos grandes, enormes, de una inocencia apasionada que chispeó en algunas frases; y la boca aristocrática. Su cuerpo... ¡ah, su cuerpo, sobre todo!... En esto llevábale ventaja a Emeria...: una candorosa poderosa estatua de macizas esbelteces, de elásticas y flexibles gallardías...

IV

Llegó el perro ladrando, terrible, y uno de los jinetes le descargó un latigazo. Gimió el perro; pero mordió más enfurecido los corvejones del potro. «¡Mata ese perro!», mandó el que delante cabalgaba, y a la orden, el de atrás, eligiendo bien el sitio, gracias a la clara luna y a la ceguedad del animal, lo atravesó con el chuzo.

El perro quedóse agonizante en el camino.

El potro, la yegua y las dos mulas armaban poco ruido en el polvo.

— ¿De modo, Rascao, que el guarda...?

— Er guarda, ahí, en la cazita. Laz majadaz eztán ar lado allá der río, a má e media legua, y no verán ná loz paztorez manque ze arme fregao. Loz zeñorez en la finca, allí... y en er bajo el aperaor y tres mozos.

Desde los últimos olivos vieron por la loma la casita del guarda, la alameda, y en lo alto la casa principal con seis balcones, entre la corralada y el jardín.

El jefe se apeó. Los otros le imitaron. — ¡Atai aquí las bestias!

Las bestias fueron atadas a los troncos. Revisó cada cual en su cintura sus pistolas, sus cuchillos; requirió cada uno su escopeta, exceptuando el Rascao, que sólo llevaba armas cortas, y avanzaron.

Olía a tomillo. El rocío del hierzabal mojábales los pies. El jefe vestía coquetamente gorra de liebre, marsellés, faja carmín y polainas.

— Niños, ¡ojo! — previno —. Si se pué no matar, no se mata. ¿Pa qué?

Llegaron a la caseta, y se apostó tras la esquina con el Raigón y el Obispo, mientras llamaba el Rascao.

El guarda despertó:

— ¿Quién va?

Salía su voz a través del ventanillo, y el Rascao corrióse un poco:

— Zoy yo, señó Gabrié... ¡Levánteze! Zoy yo, er escardaor Damián, que ha extao eztoz díaz con oztedez.

— ¿El andaluz?

— Zí, zeñó; er mezmo. Que me afuí pal pueblo ezta mañana, de pazo pa mi tierra, como zabe ozté... y man dao un recae urgente pal zeñó. Yo creo que es un telegrama.

— ¿Pa qué señor?

— Toma, pa don Anicanó Rivadalta...; pa quién va zé?

— Ya abro, hombre, ya abro. Aguate a que me vista. Pero, de todas las maneras, qué raro es que te l'haigan dao a ti. ¿No había más quien lo trújese? ¿Y cómo estaba tú por la zuidad habiéndote dío par pueblo?

— ¡Pues ezo, zeñó Grabié!... Qu'es der pueblo er mandao; y de la guardia ceví, que jué a veme a la posá, con esto de los laironez... Aluego se conoce que recibión er telegrama anocheció; y zabiendo ya que yo zé aquí, por ajorrarse traelo, m'han buscao de propio... ¡Vaya zi no hay ziete leguas, que a poco me pierdo cien veces!

Hubo una pausa. Lo más difícil de la diplomática misión quedaba hecho. Se oyó al guarda conversar con su mujer, y luego la puerta.

— ¡Trá cá hombre! — pidió Gabriel, tomándole el papel al Rascao —. ¡Cuarquiá despierta al amo a estas horas.

El Trianero, el Obispo y el Raigón escucharon que Gabriel volvía a cerrar con llave; es decir, que aprisionaba a su mujer y a los chiquillos, suprimiéndoles unos más que atar si acudían al zafarrancho.

Los dejaron alejarse treinta pasos, y como sombras de la sombra, por detrás de la vivienda, tomaron la alameda, que seguía de cerca y paralelamente la ruta de los dos. No había sacado escopeta Gabriel. Bien calculado el momento, a distancia igual de ambas casas, desviáronse a su alcance, con mañas de lobo, de cancho en cancho y de matujo en matujo. — ¡Alto al Trianero! — le intimaron por detrás.

El guarda se volvió. Se vió apuntado por tres bocas de escopeta, al tiempo que el Rascao se le abalanzó y le sujetaba fuertemente. Su asombro, su pánico, le dejaron tan sólo proferir un grito prolongado y sordo..., un grito que se da ante los fantasmas. Y la cosa fué sencilla: el aterrado, el que más que sujetado era sostenido por el otro, en vez de bocas de escopeta tuvo en un segundo sobre el pecho tres puñales. Incapaz siquiera de pedir clemencia, le oyó al Trianero, que le asestaba un negro pistolón:

— Te vuela la cabeza si no hases tó cuanto te diga... ¡y sin chistar! No se trata de martratal a naide, ¿estamos? Tus amos serán sagraos pa nosotros, que no queremos más que pasta. Tú te allegas, llamas a quien puea abrí, y dises lo der telegrama...; y en cuanti la puerta esté franca, s'acabó tu comisión. ¡Arrea p'alante y a portase..., que de ti y de tos los probes somos amigos nosotros y ná desagradesíus! ¡Amárrale, Raigón!

Raigón le ató los codos, le empujaron, y echaron a andar tras él.

Acabaron de animarle y de instruirle por el resto del trayecto. Pero aún su voz temblaba, cuando tuvo que decir en la reja a que llamó por su indicación un bandido:

— Abre, Tanasio, que están aquí los siviles con un parte pa l'amo.

Un minuto después, Tanasio, de espanto ante ....

V

En la ciudad caía la nueva como una ceniza de volcán que fuese cerniendo el aire. Se supo por cien soplos, aun antes que llegase la familia, a las once. Desde el hermético landó, tirado por mulas de labranza, y no por los magníficos caballos, pasó a encerrarse en su mansión la familia consternada. Un grupo, en trágica manifestación silenciosa, siguió al coche, viéndolos entrar. La casa quedó con las puertas en duelo. El adminisrador recibió las visitas de cuantos fueron a testimoniarles el pesar, y a inquirir también detalles con una curiosidad conmovida y perversa.

Primero había corrido que los muertos fueron dos: el guarda y una sirviente..., y atropelladas todas las mujeres. Al fin, por las criadas mismas, que llegaron por la tarde en un carro, se aclaró que sólo murió la cocinera, ahogada por los trapos de la boca y a consecuencia de tener en la narices pólipos que no la dejaron respirar. En cuanto a atropellada, sólo lo fué la señorita..., la pobre señorita Margot — aun al alba encontrada como muerta y con inequívocas señales cuando llegaron los pastores.

La hirviente excitación que a todos causaba la desgracia en conjunto, con sus enormidades de audacia y de crueldad, en las calles, y en la plaza, y en los círculos, hizo que nadie al pronto reparase en la impresión tremenda que hubiera podido producirle al juez, como novio de la joven. Hablaban los más del juez, únicamente para transmitirse que había partido en automóvil hacia el sitio del suceso, con cuatro guardias civiles. Teodorio, en otro automóvil, y con otras dos parejas de guardias, le acompañó. El objeto era poner a la benemérita con toda rapidez cerca de donde pudiesen empezar la busca de los forajidos — que resultaban trece, según las referencias.

¡Horrible! ¡Horrible!... El cadáver de la cocinera llegó a las cinco y doce. Y fué el joven Morcillo, escribiente de notario, que ordinariamente pasaba para todo el mundo inadvertido, quien hoy, como único corresponsal de la Prensa madrileña en la ciudad, anotaba exacto los detalles. Celebró entrevistas con los que fueron llegando de la dehesa, y habíale expedido ya largos despachos al Heraldo. Los grupos le interrogaban. El se desentendía, corriendo con sus cuartillas al telégrafo. El lápiz lo llevaba en la mano también.

Mas no sólo el Heraldo, sino toda la Prensa de Madrid, trajo la extensa y más que ingenua información del escribiente. Tras de relatado el asalto y descrita en varios telegramas las escenas de pillaje, llegaban las de violación : Los terribles bandoleros, no contentos con el festín que celebraron en el comedor de la suntuosa vivienda, quisieron completar su obra de iniquidad ultrajando a las mujeres. Cuatro o cinco volvieron al piso inferior, donde habían dejado atadas a las tres sirvientes, y mataron a una y violaron a dos. Tres o cuatro saciaron sus deseos bestiales con la mujer del guarda. Y en fin, algunos, sin respetar siquiera la pureza y el honor de la honorable familia, dirigiéronse a las habitaciones principales, donde en castos lechos yacían inermes los virginales pudores de un ángel y de una santa matrona.»

Esto causaba el público estupor. No eran lo mismo las cosas comentadas secreta y fragmentariamente que en letra de molde. El escribiente recorría los círculos, orondo con la importancia de su corresponsalía.

Pero otro telegrama, a seguida, y de dos horas después, decía urgente:

«Acabo de hablar con las criadas que vuelvan del cortijo, muy bellas, por cierto, y debo rectificar mis últimas noticias. Ni ellas, ni la mujer del guarda, ni la muy respetable esposa del excelentísimo Sr. D. Nicanor Rivadalta, sufrieron ultraje personal alguno por parte de los forajidos. La única víctima de estos miserables, en tal concepto, parece que cobra una mayor aureola de martirio con la grandísima piedad que a la ciudad entera le infunden su delicadeza y su desdicha.»

¡Bravo! ¡Se felicitaba al escribiente! ¡al corresponsal! ¡Muy bien contado todo, y con buen estilo!..., y el escribiente, perdonado de oficina, se pasó la tarde en triunfo, en héroe, ampliando picantes pormenores que suprimió el Heraldo en lo relativo a cómo encontraron los pastores a la joven, y fumándose uno tras otro los puros de a medio real con que a porfía le agasajaban.

Al anochecer recibió un premiosísimo recado de Rivadalta.

Desde la casa del prócer se le vió ir muy triste al telégrafo, y luego desapareció.

Al otro día volvían a traer una rectificación importante el Heraldo y todos los periódicos:

«Por culpa de las inevitables exageraciones con que ayer fuí recogiendo las noticias, incurrí en algunos graves errores de información, que hoy desmiento en absoluto. La banda de malhechores no cometió ni intentó comenter ningún acto de impudor contra mujer alguna de las que estaban en la finca.»

El telegrama defraudaba en no poco el interés de la catástrofe. El corresponsal se sumió en su notaría. Todos comprendieron el motivo de la entrevista aquella con Rivadalta, o con el grave administrador, y se dividieron los juicios. Unos, apoyados en lo que para dejar más depurada su virtud pregonaban con respecto a la señorita Margot las dos criadas, afeábanle al gran cacique el haber hecho que Morcillo desmintiese un hecho tan notorio. Otros no hallaban tan notorio el hecho, en verdad, y sostenían que únicamente y mejor que nadie lo sabrían la interesada y su padre, que hacíanlo desmentir. ¿Iba a estar el honor de una familia a la merced de un pelagatos?... Además, encontrábanle a los primeros telegramas, releyéndolos, y sin contar con lo que les quitó discreto el Heraldo un sin fin de tonterías... como inermes... y virginales pudores de la niña y la mamá.

— ¿Qué?... — resumiendo se preguntaban, sin embargo, hasta los más graves y sesudos —. ¿Había sido Margot ultrajada o no?... ¿Podría ni siquiera dilucidarlo el juez con la declaración de los pastores?... Porque éstos a buena cuenta sólo aducirían que la hallaron en el lecho descubierta y desmayada..., con señales, que lo mismo podían ser de una violación que de un estado fisiológico. Y ante la duda, ante la duda tremenda que para el juez y para ellos quedaría por siempre insoluble, acudía a sus pensamientos, por primera vez, la idea de Athenógenes como tal novio de Margot...

¡La idea del pavoroso conflicto moral que se les echaba encima a los dos enamorados!

VI

Por lo pronto, el juez, así que salió del tráfago de ios primeros días, pensó en procesar bonitamente a Morcillo, por calumnia. Nunca nadie podría decir más oportuno (si Margot, la ideal Margot, fuese mujer al alcance del desdichado escribiente) aquello de... imposible la hais dejado para vos y para mí. Procesarlo y reventarlo con los rigores de la ley. Pensó después que los procesos por calumnia sólo se siguen a instancia de parte; pensó que estos castigos de los delitos que afectan a la honra son demasiado leves con relación al irreparable daño que causan, y resolvió — señorito él de los que bajo la apariencia delicada guardan músculos de hierro — prescindir de su personalidad jurídica, considerarse como novio nada más, y aplicarle rápida y expeditamente el correctivo.

Al efecto, le buscó una noche y le dió seis puñetazos y cuatro o cinco puntapiés... Luego, entre el acogotado contra la pared de la calleja y el indignado vengador, vinieron las explicaciones Morcillo, con el pañuelo en la nariz para recogerse la sangre, y tentándose la espinilla y un chichón de la frente (creía que habíale pegado con llave), alegaba que él se limitó a recogerlo que dijeron todos aquel día; que había dado las noticias en lo referente a Margot, con toda clase de piedades y respetos, y hasta sin nombrarla; y que, por fin, rectificó absolutamente.

Y el buen corresponsal, prometiendo no meterse en nuevas aventuras, se fué a su casa con el pañuelo en las narices, cojeando, e incapaz de comprender cómo hubieran podido incomodarse todos éstos, después de haber él derrochado tanta poesía y tanta discreción en la supuesta desgracia de la joven... ¡Oh, sí, cuando el padre le llamó, bien sabe Dios que él iba pensando que sería para decirle: Morcillo, estoy agradecidísimo a usted por el respeto y la bella forma literaria con que ha contado lo de mi hija en los periódicos... En cambio, por las criadas, de quienes ni aludió a su previo estado de pureza, ni comentó elegiacamente la desdicha, suponiendo también que hubiera sido cierta, nadie sacó la cara. ¡Así es el mundo!

Athenógenes había tirado en sentido opuesto y cruzaba por delante del Casino. Vió grande animación a través de las ventanas. No se atrevió; no quiso entrar. Seguramente cortaría discusiones lamentables acerca de su novia. La honra de ella andaría de boca en boca de estas gentes, de la ciudad, de toda España, gracias al corresponsal mentecato. Y si alguno osara interrogarle, tendría que proceder con él igual que con Morcillo. ¡Oh, el honor de una mujer, desde el punto y hora en que llega a discutirse!

Venció las ansias de saber qué se diría y se encaminó a su fonda. Allí, encerrado a las nueve de la noche, hízose servir la cena en el cuarto. Le daba ira que el buen nombre de Margot, de su adorada Margot, de su futura, de su tesoro de bondades y purezas, y que a él solo competía juzgar, estuviese irremediablemente sirviendo para públicas e idiotas discusiones. Dábale al mismo tiempo una plena conciencia de bochorno, de fracaso, el no haber sabido capturar a los bandidos..., el no haber acertado siquiera a cortarles el paso hacia comarcas distantes. Otra hazaña de ellos, de las que no dejan duda, acababa de indicarlos en Sierra Morena, junto a Obejo. Y también ahora la audaz banda del Trianero le había robado a un personaje, cual si fuera su propósito anublar las tristes glorias del Pernales y el Vivillo.

Tomando el té, obstinábase una vez más en dejar bien definida su situación ante los hechos. Problema, en realidad, nada simple. Para enjuiciar, hasta la base faltaba. ¿Habían o no habían ultrajado la pureza de Margot? No la veía desde antes de irse al campo. Cuando se cruzó con el coche, en la mañana siguiente a la desgracia, respetó aquellas cerradas portezuelas: y en las declaraciones del sumario la dispensó de comparecencia personal, por cortesía.

Su padre y su madre, con todo pormenor, depusieron sobre el robo, pero sin formular quejas de otra índole ni aludir a nada más; y ni los criados ni la gente de los chozos, que, según el público rumor, había sido la propaladora del delicadísimo incidente, dijeron de él ni una letra. Fué inútil que el juez, ya prevenido, y con el afán y el tacto que puedan suponerse, tratara de inducirlos en sentido tal: o no era cierto, y sí obra inicua de un malvado (¡de alguno de los fracasados pretendientes de Margot!), o tenían ya repasada por el amo su lección de prudencia los testigos.

De prudencia, sí, después de todo — él lo comprendía —. Porque realmente a nada práctico habrían de conducir reclamaciones legales de esta clase contra hombres cuya pena no podría agravar ningún delito... ¡carne de horca!...

Don Nicanor, pues, hizo bien. Y ésta era «la verdad oficial» — que nada le decía a Athenógenes de la verdadera realidad de la verdad.

En la duda, en la espantosa duda, Margot se le ofrecía con alternativas bien tristes, pero bien distintas entre sí, de una virgen purísima en cruel martirio de calumnia, o de un ángel en horror y en tormento de impureza y de mancilla, con las alas rotas..., con las blancas alas plegadas por el zarpazo de un monstruo. Habíala él manifestado delicadamente su pesar en una carta, y ella le contestó a los tres días con otra digna y breve, en que la emoción se contenía en la gratitud, pero delatada en el papel por huellas de lágrimas. Tampoco, claro es, la carta de ella le resolvía la duda — y menos esta segunda, recibida hoy, en no muy presurosa aunque sí muy sentido respuesta a la segunda de él, y en las que ya ninguno, por piadoso olvido hacia lo ingrato, aludía siquiera a la horrenda noche.

La casa de ella permanecía cerrada. ¿Por el susto, que aun tuviera a Margot y su madre sobrecogidas y nerviosas, o... por pena inconsolable de... lo irreparable?

No recibían ni a las amigas más... íntimas. Exteriormente, la vivienda, con sus puertas y ventanas en tijera, su silencio siniestro, asemejábase a una mansión luctuosa de donde se ha despedido a un ser querido para siempre.

¡Todo enigma, en fin, frente al apasionado por tanto ambiente de tragedia, y alrededor de la enamorada y trágica infeliz! Porque era indudable: no sólo aquel dulce charlar en la reja y los paseos, de los primeros días de relaciones, habíales dado una compenetración de almas perfecta; no sólo aquella correspondencia dichosa que le sostuvo ella desde el campo, en que las cartas de tres o cuatro plieguecillos perfumados se cruzaban diariamente; no sólo aquellas dos visitas de él en coche, con Segundo Jaime, que le permitieron verla y hablarla idílicamente entre encinas, les había encendido la plena simpatía de amor ancho, profundo, sereno como un lago, sino que, para aumentárselo hasta una tensión irresistible, había surgido una catástrofe poblada, con respecto a él, de melodramáticos misterios!

Y, sin embargo, él, que como juez debía conformarse con la «verdad oficial», como hombre de corazón y como caballero tenía derecho a la verdad completa — cualquiera que ésta fuese, y aun suponiendo que la una con respecto de la otra hallárase truncada.

Preguntárselo a Margot por carta y aun invitarla a explicarse con vagas alusiones, era imposible. Abrir una especie de subrepticia información con sobornos de pastores y criadas, indigno. Mas... ¿por qué el padre de Margot, sabiéndole novio de ella, no pudiendo alegar tampoco ignorancia de lo que falso o verdad había pregonado la Prensa, y como caballero también, no le llamaba a su casa y hablábale particularmente?... Si era cierto, para quitarle a su silencio cuanto antes la complicidad resignada que de este modo cobraría; si no, para tranquilizarle de una vez, franco, leal..., pues dicho se está que habría de fiarse el hidalgo enamorado de la palabra hidalga de un hombre que por su familiar tradición y por su fama simbolizaba toda la hidalguía!

Sin embargo, también llegaba a un punto de incidencias que, aumentándole a él la confusión, disculpaba la conducta de don Nicanor Rivadalta. Sus reservas quizás obedecieron al enojo y al desprecio que le inspirase el juez, el torpe juez que había dejado escaparse a los bandidos, el ilustre prócer había efectuado a Madrid dos viajes para recabar del ministro la captura, para ponerle a él a sus órdenes casi un tercio de la Guardia civil... de a pie, de a caballo...! y ¡oh, dolor!..., he aquí cuando se creía a los forajidos estrechamente acorralados por los mausers en los montes del Batán..., que saltan en Sierra Morena! ¡Había para que le menospreciase un hombre ávido de venganza y de castigo, y más si la ofensa miserable cayó en su honra!

Pero ¿y si, al revés, todo se redujo al susto, a la pobre cocinera muerta y a dos o tres mil duros robados? ¿Y si entonces, concediéndole don Nicanor al hecho, desde el punto de vista caballeresco, menos impotancia, juzgase innecesaria e inoportuna cualquier rectificación particular, tras de la que públicamente exigió de Morcillo en los periódicos? ¡Oh, cuán sutiles, en verdad, estas cuestiones de honor!... Aun siendo evidente que la reserva del padre podía en recta lógica hacerle sospechoso de cómplice egoísmo, no lo era menos que una oficiosa satisfacción confidencial para con quien al cabo no tenía ningún carácter de «novio admitido oficialmente», y aun en el caso de que Margot no hubiera sufrido agravios, implicase el opuesto riesgo: el de dar a sospechar que se humillaba ante el futuro yerno por recurso, por doblez... mintiéndole para atraparle bajo el honor de una palabra!

Volvíase loco Athenógenes. En último resultado, no le quedaba más que este mismo consuelo de no ser «novio oficial» todavía. Disponía de una cierta libertad, al menos, para espejar y proceder según el giro de las cosas. La nueva nota de escándalo que habría de significar en la catástrofe su ruptura con Margot, si fuese necesaria, tendría mucha menos importancia que si estuviese próxima la boda o él siquiera admitido en la casa por los padres.

Una sola verdad aparecíasele clara entre tantas dudas: de no haber tenido ya relaciones antes del suceso, libraríase de solicitádselas ahora, por lo que pudiera tronar.

Pero, ¡ah, qué dos cosas asimismo tan distintas el deber y el corazón! Si aquella idea de libertad le calmaba con respecto al porvenir, con respecto a su facilidad perfecta para esquivarle a su decoro toda sombra, de nada, en cambio, le servía contra la zozobra que Margot le ponía en el pecho.

¡Margot! ¡Margot! ¡La ideal y la adorada! ¡La infortunada tal vez!

Púsose de pie, cogió el sombrero y salió — como otras noches — a ver la casa de Margot.

Ya en la calle, evitó la de Pizarro para no encontrarse amigos en las puertas de las tiendas. ¿Qué dirían de su novia los amigos? ¿Qué de él y sus amores? ¿Qué murmuraciones y juicios acerca del honor de Margot, acerca de la delicadeza de él propio, serían las que cortasen los grupos tan pronto como él se aproximara?... ¡Ah, sí, sí; el Casino dábale horror como un infierno en donde estuviesen sacando tiras de las honras!... Sino que ¿qué hacer?... ¡Así era el honor de cada uno! ¡Algo sin lo cual hay que morir y que de cada uno tienen y guardan o destrozan a su arbitrio todos los demás.

Llegó a la casa. Cogía entera la manzana, y complacióse en rondarla por la calle Hernán Cortés, adonde caía el dormitorio de ella!

Todo silencio, tinieblas. Athenógenes púsose a fumar y paseaba. Además, tosía. Si le oyese..., que sí le oiría...; si quisiera salir a la reja un instante, en sus ojos de alma buena, inocentísimos, y con sólo el fulgor del cigarro, podría leerle lo que nada ni nadie más le podría decir..., lo que hubiera pasado en el cortijo.

No había luz ni en las rendijas. Osó tocar en los cristales, tan inútilmente como en las noches anteriores. La aterrada debía dormir con su madre en otra alcoba.

¡Pobre Margot!

Se la imaginaba llorando, asustada, abrazada estrechamente a la mamá, con el terror del recuerdo de aquellos hombres negros y con el terror, aún más hondo y más frío en su misma pureza inmaculada, de haber visto su deshonra en todos los periódicos.

¡Oh, claro! Una virgen de quien dícese que no lo es..., un ángel de mujer que estima su honor más que la vida... y que no puede demostrarle que es calumnia, calumnia vil, a toda España, más que con una rectificación sin firma siquiera, sin fuerza.

¡Bien dados, aunque harto pocos, estaban los trompazos al corresponsal! Deploraba no haberle roto de veras las narices.

Y volvía a pensar en Margot, que lloraría, que lloraría..., víctima de un mentecato que quiso darse tono telegrafiando sandeces.

¡Pobre Margot!

Fumaba, paseaba, y otras veces, figurándosela a través de la pared en los brazos de su madre, no podía dejar de figurársela también en el lecho del cortijo, visto por él en el horrendo desorden que conservó por la mañana..., cortadas y anudadas aún a los barrotes del lecho las cuerdas..., lecho de castidad para los ensueños de un ángel... y que..., tal vez, sobre el ángel tornó un macabro asesino en revolcadero de impudicia...

Esto le partía el corazón, tal que si él hubiera asistido a la escena y el feroz criminal hubiérale dejado en el corazón el cuchillo al entregarse a la hazaña repugnante.

Esto, cual si él, de pie, inmóvil por terrible sortilegio, conservase todavía el cuchillo y fuese eterna la escena, hacía perdurar ante sus ojos el cuadro demoniesco... ¡Pobre Margot!

Pesábale haber tenido que contemplar aquella casa del cortijo, aquella muerta, aquel destrozo de muebles, aquella alcoba, sobre todo, que era el santuario profanado de su amor y su esperanza... Y pesábale porque esto le prestaba una implacable viveza mayor a sus dolores. Quisiera no verla, y, despierto y dormido, veía la escena horrible como en un cinematógrafo infernal.

Margot, acaso apenas trasvelada al dulzor y entre las luces rosa de la larga carta que hubo escrito para él, y que él mismo halló al día siguiente en la mesita. Todo silencio en la noche. Todo amorosa calma en la casa. De pronto, golpes; el guarda que, llamando abajo, la despierta. Luego, rumores sordos, algún ronco rugir que no supiese ella si era del viento, y luego, nada... Pero Margot, inquieta, vigila atenta en su cama, y no ha vuelto a dormir... Oye pasos, que bien pudieran ser de un gato, o papeles que arrastran no se sabe qué por las tinieblas, y algún tropezón de alguien contra un mueble cerca, en el oscuro corredor, la incorpora a las almohadas... Mira la puerta a la vaga luz del crucifijo, y un escalofrío debe correr por su nuca..., porque la puerta se mueve, porque la puerta es empujada por invisible mano... Después, ¡ah!, un espasmo de horror en los ojos y en la sangre: los dedos grandes y negros de la mano han cogido el borde de la puerta, y entre ambas hojas asómase en silencio la hoja de un cuchillo y la espantosa cabeza de un ladrón.

Un grito, otros gritos fuera, de la madre, de su padre...; más gritos abajo, por la casa entera, llena de bandidos..., y la infeliz se desmaya... ¡Sí, fueron simultáneos los gritos, según las declaraciones! ¿Por qué tenía él datos tan exactos para reconstituir todo esto...? Y Athenógenes, el juez hombre aquí y con casi una lágrima en los ojos, con la indignación y la ira en el pecho, seguía forjándose la visión tremenda en la parte también que todos tal vez le callaban... El asesino la ató, primero, los brazos y los hombros; luego, los pies..., y al descubrirla..., al tocar con sus manotas coriáceas la carne blanca, la carne pura de la virgen...; al contemplar brutal la hermosa desnudez de la pobre desmayada..., debió de fulgurar en sus ojos la codicia y en su boca sucia un beso... Al poco rato, Margot, la pureza, la hermosura entera de Margot, despertaría del desmayo, de miedo bajo el peso de la bestia... ¡Despertaría ahogada por las barbas, por el monstruo horrible y repulsivo, por el contacto brutal que haría volver en sí de no importa qué desmayos de horror a toda honesta..., y, tras breve lucha de indignación y de locura, volvería a caer inerte en otro más hondo desmayo, en que al espanto se juntasen el asco y la ignominia y la vergüenza de quien va a morir en un doble e inmundo asesinato... de la honra y de la vida.

Que esto debió así suceder y no en orgía de lujuria de borrachos luego del festín...; que sólo un desalmado, el que la ató, y no todos, había abusado de ella, decíaselo con bien triste consuelo al pobre novio el hecho de no haber sufrido atropello alguno las criadas... Una de éstas, en efecto, con el afán de desmentirlo al menos para sí, y con el incuidado y con el honrado impudor que sólo a ciertas educaciones les permiten ciertas pruebas, habíase hecho reconocer por un médico.

¡Ah, pobre Margot, pobre divina guardadora de pureza... para el abyecto desposorio de un criminal asesino..., sobre otra cámara donde yacía ya una estrangulada..., junto a otras estancias donde ella misma no sabría si estaban apuñalando a su madre, a su padre, que no la pudo defender!

¡Bah, sí; le parecía a Athenógenes que de su Margot sólo quedó allá, en la finca, este espectro de desgracia..., y que esta otra real, que lloraba al lado opuesto de estos muros, era una especie de infeliz asesinada que unos brazos crueles del destino habían arrojado a un abismo!

La pena hízole alejarse de la casa.

Fué a la suya y se acostó.


* * *


Un día recibió el juez un anónimo: «Se sabe que sostienes vergonzosamente las relaciones con Margot. ¡Amigo, valen mucho sus millones!» Lo estrujó y lo despreció, dominando el como latigazo de nieve que le había tendido por los nervios. Pero creyó que podría olvidar el cobarde escrito y al cobarde comunicante, y no fué así. Le preocuparon muchas horas. En resumen, vino como a probarle la pureza de su novia, porque el hecho de mostrarse alguien interesado en que no siguiese él las relaciones respondía al supuesto de que ese mismo alguien, a raíz de la catástrofe, hubiera sido el inventor de la mentira vil.

Otro día recibió otro anónimo. Este traía letra de mujer: «Está probado que eres un sinvergüenza, que no buscabas por Margot más que los cuartos. Antes, habiéndote casado con ella, lo podrías disimular. Ahora no, hijo, me parece.» Y era de mujer también el espíritu de la cruda injuria. Es decir, que coincidían los pretendientes fracasados y las amigas envidiosas de Margot. ¡Pobre Margot! ¡Cada cual sacaba de su honra un pedazo entre los dientes!

Le preocupó más esta vez. Veía con tristísima evidencia que, siendo pura o no siéndolo Margot, y desde el momento en que su honra no la tiene cada uno, sino que se la tienen las gentes, era una irremisible deshonrada. Honra: concepto social; pues bien, la pobre Margot lo tenía perdido, y aunque él, por íntima persuasión y generosidad de su conciencia, se casase con ella sin escrúpulos, no por eso sería menos verdad que él se casaría con un ángel, con una santa, con una mártir...; pero con una deshonrada.

Amargándole en grado mayor todavía la impresión de esta verdad, tan absurda como innegable y formidable, él, que, como buen hombre de orden y como excelente abogado, era un casuísta, tuvo consigo propio que convenir en que había elegido a Margot, al llegar a esta ciudad, con propósitos de boda, no porque fuese la más bella de todas las muchachas ni porque fuese la más buena, aunque, al fin, esto hubiese resultado, sino por ser la más rica. Emeria, por ejemplo, superaba en perfección de cara a Margot, y aun más linda que Emeria, indiscutiblemente, era Paquita (beldad como de postal), la hija del humilde escribano de actuaciones.

Claro estaba que no podían en su elección tampoco reprocharse violentas concesiones de fealdad, porque Margot distaba más que mucho de no ser una mujer encantadora, y bien claro veía al mismo tiempo que el factor de su riqueza fué tomado en cuenta por una suerte de afinidad de rango..., por una indudable caballerosa idea de ennoblecer más sus prestigios, si cabía, con el fausto que da siempre la desahogada posición. ¡Culto exterior de otro culto interno de hidalguías! Pero por lo mismo, si una obligación de caballero hízole atender a tal nobleza, dominándole hasta los locos impulsos libres del corazón, otra obligación de caballero imponíale ahora el caso de aceptar o no aceptar lo que pudiera convertírsele en oprobio.

¡Ah, si las rígidas delicadezas de su respetabilidad, de su alta educación, no le impidiesen a Margot que la reconociesen los médicos, igual que a la criada, colgando en plena plaza una tablilla!... Gran pena entonces (porque cada cosa de éstas le iban aumentando al bello juez la certidumbre de que ella estaba pura) para los fracasados pretendientes y las amigas envidiosas..., cualquiera de los cuales habría escrito el anónimo. Emeria, no; era una aturdida, a quien todo le importaba dos cominos: ya hablaba con otro forastero por la reja..., con un capitán de la Remonta; ya le estaría dando la muñeca a besar...


* * *


Otro día, la Prensa, con títulos de gala, trajo otra larga información, que fué para la ciudad de inmenso regocijo y cruel para Athenógenes. Los cuatro famosos criminales el Trianero, el Rascao, el Obispo y el Raigón, habían sido capturados junto a Córdoba.

¡Cómo comprendió el infortunado juez, casi pesaroso de sus golpes a Morcillo, la indiferencia del ajeno mal ante la vanidad de un triunfo resonante! De una manera inversa, hoy, antes estos periódicos, que le acusaban de torpe sin querer, él, sufriendo la tristeza de la suerte de otro compañero, hubiera dado algo por que no cogieran nunca a los bandidos..., así robaran y matasen a media Andalucía... Muy torpe, sí, muy torpe, y más estúpido que el corresponsal. Por haber contribuido él a afirmar que no estaban en Extremadura los cuatro malhechores, cuando estaban, además, en su distrito, se fué al campo la familia de Rivadalta, y ocurrió lo que ocurrió; luego, ni supo vengarla por su mano, aun hallándose interesado tan cordialmente...


* * *


Y una noche, por la parte más oscura de la calle Zurbarán, y deferente, por último, Margot a las súplicas del novio, que ahogábase sin verla, que decíala en cada carta que necesitaba verla y hablarla para no acabar de creer, al no consentir sin motivo en ello, y por sus respuestas vagas y breves, que le iba perdiendo el cariño, ella consintió en salir a la ventana.

Fué una espera de ansiedad y fué un momento el de acercarse, cuando sonaron los cristales, casi fantástico, casi terrible..., como en quien va a mirar galvanizada una muerta en su tumba o a verla resucitada. Margot vestía de oscuro, y se mantuvo, como en espasmo y paralización de espectro, de pie, entre las hojas de la vidriera y en el marco de negro fondo, sin acercarse a la reja. Le tendió él una mano, y ella, al darle la suya y sentírsela estrechada..., lloró, lloró profusamente, doblando la cabeza al pañuelo que en la otra alzó. Athenógenes dió un beso de piedad en la pobre mano que temblaba.

No habían cambiado una frase aún, ni siquiera de trivial saludo, en la emoción profunda que a él hacíale respetarla el llanto. Pero, al levantar el rostro la infeliz, el novio recibió toda la sorpresa. Estaba demudada y era otra. La velutina con que, quizá por gentileza, había querido ocultarle los destrozos de su faz, quedaba lavada por las lágrimas. Unas ojeras muy grandes, unos pómulos salientes, una boca seca, árida, cansada.. Una tísica, bella, sí, más bella acaso que nunca, por el sufrir ennoblecida; pero espectro..., espectro de sí propia. ¡Una vida arruinada, asesinada..., que se comprendía que no escribiese a quien tampoco ya pudo estarla escribiendo con reflejos inmediatos de su alegría y de su hermosura, sino aquellas líneas breves e inciertas!

Tuvo Athenógenes completa la visión de la horrenda noche, cuyo fatídico despojo en esta mujer se le ofrecía trágicamente a la triste luz de una farola de la calle, y, sin querer, le habló de los bandidos.

— ¿Sabes?... ¡Los han preso! ¡Los ahorcarán!

Margot lloró de nuevo más inconsolable. Esta salutación de piedad, de noble ansia de venganzas que, al fin, dedicábala su novio, le había ido al corazón rectamente. Quiso el piadoso compartirle las penas, los recuerdos imborrables, y exclamó, tras un silencio:

— ¡Cuánto sufrirías aquella noche! ¡Oh, Margot! ¡Mi Margot!

La vió en seguida temblar..., sintió que le retiraba la mano en una indecisión de convulsiones, y quedóse él envuelto en el profundo respeto del horror de la infeliz..., sin saber ni qué decirla para no agrandárselo. La mano había ido a reforzar en el pañuelo, con la otra el vano empeño de atajar el llanto inagotable. La frente y los hombros habían tenido que apoyarse contra el bastidor de la ventana..., y se diría que iba a caerse...

— Pero, Margot, ¿qué te pasa? — acorrió, metiendo los brazos por los hierros, con el fin de sostenerla, el que un momento lo temió.

Sino que ya ella había recobrado por sí misma el equilibrio, y exclamó, tras otro instante en que contuvo los raudales de sus lágrimas:

— ¡Vete, por Dios! ¡No estoy buena! ¿Lo estas viendo? Me mareo... Por eso no quería salir a hablarte... ¡Vete! ¡Estoy muy mal!

— ¡Oh, sí, bien, mi Margarita!... ¡Pobre! Entrate..., y cuídate y olvida... ¿Quieres que avise en el portal a una criada para que te lleve?

— No... ¡Adiós!

Sin prisa, al fin, ella le cogió una mano y se la estrechaba con fuerza.

Se la estrechaba con fuerza, con fuerza..., con un frío en la mano suya y con una infinita avidez que heló a Athenógenes.

— ¡Adiós! ¡Adiós! — repetía ella —. ¡¡Adiós!!

Y, lejos de soltarle, oprimíale más, toda recta y fija ante él, con una inmovilidad de mármol, hasta darle miedo. Tenía esto la traza de una eterna despedida. Ni las lágrimas, que volvían a verterse en abundancia, eran capaz de quitarle su quieta, su intensa fijeza loca a aquellos ojos.

— ¡¡¡Adiós!!! — le lanzó por última vez al invadido por la nieve que ella le había ido transmitiendo desde el alma.

Y se arrancó de un tirón en la oscuridad..., demasiado firme, demasiado enérgica..., sin haber cerrado siquiera los cristales.

El, contemplando el fondo impenetrable y tenebroso donde un momento hubo de marcarse el cuadro de luz de la puerta por donde huyó la infeliz, tuvo por otro instante el ansia de gritar..., ¡de llamarla!..., ¡de llamarla!... Luego giró, tomó la acera arriba y se afirmó plenamente en la conciencia:

«¡Sí! ¡Fué ultrajada aquella noche!»

Pero el ultraje, cuya persuasión absoluta le llegaba a través de tanto dolor de amor, de tanta dignidad, de tanta heroica nobleza, no podría él decir ahora si le consagraba más a ella para siempre... ¡tanta era la congoja de su pecho!

Llegó a la fonda y le escribió, durante cuatro horas, una carta de franquezas ultrahumanas, en que prometíase con orgullo como esposo de la mártir, héroe él también.

Por la mañana, al despertarse, la rompió. Y le escribió otra de hábiles y frívolos cumplidos. La mañana volvíale su serenidad al pensamiento. Era asaz trascendental para darla por bien resuelta en una hora de lirismos la resolución, que, de tomarla, aún más profundamente heroica y noble, habría de ser bien meditada.

Ya lo pensaría.

VII

Cansado el doctor Pardo (el viejo y bondadoso doctor de la familia) de recetarle a Margot antiespasmódica y bromuro, cansados los padres de ella de no ver en cuatro meses ningún alivio en la insomne, en la perpetua aterrada, habían resuelto llamar a un célebre especialista de enfermedades nerviosas madrileño, y éste acababa de dejar el coche que fué por él a la estación.

Rivadalta le recibió en el despacho, donde ya estaba Pardo agualdándole también. Quiso, no menos que a Pardo en idéntica ocasión, informarle previamente, y expresó, con la digna e impávida franqueza que exigían su afrentoso infortunio y el mal de su pobre Margarita:

— Doctor, recordará que asaltó mi casa de campo el Trianero. La impresión nuestra fué tremenda; pero, sobre todo, en mi hija. En los periódicos leería usted que uno de los asesinos la ultrajó..., y es cierto, por desgracia. No podría el infierno mismo haber juntado más horrores contra una niña, y pienso que basten para determinar lesiones graves orgánicas en el sistema nervioso más fuerte. Fíjese en la enferma. Aquí Pardo, que nos quiere, y a quien por tal razón acaso ciega el optimismo, obstínase en creer en los efectos de un gran susto, que, al cabo, hubieran de pasar; mi hija, sin embargo, naturaleza enérgica, capaz de haber ido reponiéndose de un trastorno funcional, se va agotando poco a poco. Debe de haber más que neurosis, más que un simple abatimiento moral de tan pertinaces consecuencias, aun con ser tan hondo el motivo. Degeneraciones medulares..., principio de tabes..., melancolía..., ¡algo!... Pasen a verla.

— ¡Oh, bah, bah! — rechazó afable el buen Pardo, guiando al compañero —. ¡Visiones, señor de Rivadalta!

Pasillo adelante, admiraba la exacta fe de informador escrupuloso con que el gran senador les decía a los médicos el percance de su hija, como si omitiéndolo temiera que no bastase a explicar cualquier neuropatía el solo horror por los ladrones y asesinos. Además, hoy, escuchándoselo otra vez, acababa de sufrir una inquietud. Una inquietud, en verdad, que relacionaba de improviso con el abultamiento de vientre que iba notándosele a la joven... ¿Embarazo?... ¡Ah, y él que ni siquiera pensó en una contingencia tan posible! ¡El, que de tan absurda la idea de que la Naturaleza dejase germinar una vida en un ángel por el monstruoso crimen de un bandido..., ni remotamente habríala sentido cruzar por su mente!... Y aquí, ya al pie de la salita en donde Margot y su madre esperaban, detuvo al famoso especialista y le previno, por si acaso, curando él propio su reputación en salud.

— Compañero, tengo para mí que la pobre niña ésta quedó encinta..., ¡de seguro! Tan horrible lo encuentro, que no he querido reconocerla ni indicárselo a los padres.

Entraron.

Quince minutos después, al padre, en el despacho, dejábanle firme el diagnóstico: «Estado de gestación».

Le consternó la noticia. Le anonadó. Le sorprendió — más aún que al médico al sospecharla rato antes — como una cosa real..., bien real, puesto que ambos la afirmaban en nombre de la ciencia...; pero absolutamente incomprensible... No movió ni un músculo de su faz, hombre que sabía guardarse dentro sus íntimas batallas. Le dió al ilustre neurópata mil duros, le dejó irse a una fonda y en cuanto estuvo solo abrumóse en el sillón y lloró...; lloró como lloran los hombres las catástrofes inmensas..., las desdichas insondables.

Su esposa le encontró llorando. Venía a saber el juicio del doctor..., y él se lo dijo en crudo, en un solo sollozo de llama viva de dolores, que le evaporó las lágrimas. Quedaba en sofocación de insensatez, y fué la infeliz doña María quien se llevó suavemente el pañuelo a los ojos para continuar un llanto de silencio. — ¡Sí! — dijo después —. ¡Me lo figuraba! ¡Nos lo figuramos..., también ella! No había querido decirte mis temores por ahorrarte tanta pena horrible..., inútil si no hubiese sido al fin verdad!

Mirábanse como en el fondo de un abismo de desgracia y de ignominia, y, sin hablar, transmitíanse su seco horror mutuamente. Era, en el lujo del despacho, la impresión de aislados, de contaminados, de condenados para siempre por una lúgubre fatalidad... Era... ¡su hija... madre de engendro de una bestia del infierno! Eran... ¡ellos dos... abuelos de un hijo de ladrón, de asesino..., de un hijo de la horca!... ¡Era el pus de toda la infamia y la vileza mezclándose a la sangre de honor y del limpio orgullo para dar una flor híbrida, fatídica, maldita!

— ¡Déjame, Mary, te lo ruego! — pidió últimamente el marido —. ¡Yo tengo que pensar!

Partió ella como una sombra, y él detrás cerró con cerrojillos y llaves las cinco puertas de la biblioteca y el despacho, donde quería entregarse a una meditación que no turbara, a ser posible, ni su recuerdo del mundo.

A las cinco de la tarde volvió a abrir e hizo llamar al viejo médico, en cuya amistad y rectitud confiaba.

Su plan era un plan de dudas solamente.

El doctor Pardo llegó alarmado por la urgencia, y el grave prócer, cerrando por dentro otra vez, hízole ocupar una butaca. Sentóse en otra y preguntó:

— Don Vicente, en este caso, ¿qué se le ocurre que hagamos?

Comprendió el médico que no se le pedían ahora opiniones terapéuticas, sino reglas de conducta general..., de índole moral acaso, y él, que, preocupadísimo también, habíale dado cien vueltas al problema, se alegró de poder formularle al noble y respetable amigo sus consejos:

— Señor Rivadalta..., yo, puesto en su lugar y aprovechando la consulta de hoy, que no ha dejado de despertar curiosidad, pues las gentes se interesan por ustedes, haría que los criados se enterasen de la verdadera situación de Margarita. Nada de reservas. Ellos lo propalarían por la ciudad, y lo que, de otro modo, con una larga ausencia de ustedes, por ejemplo, pudiese tomar, de descubrirse, visos de misterio peligroso (¡porque quién va a quitarle su torpeza a la malicia!), tomaría la forma de una respetuosa y franca piedad hacia el infortunio. El viaje, sí, inmediatamente después que las gentes vean que no se les ha ocultado lo que pasa: a Niza o a Suiza, a un país lejano, donde la enferma encontrase aire y libertad, olvido de este ambiente sobre todo, y en el que, además, podría quedarse a vivir definitivamente con su familia... Esto, en mi parecer, traeríales la ventaja...

— No es eso, don Vicente — le atajó con su reposo digno el senador —; por cuanto respecta al estado de mi hija, y no obstante aquella rectificación en los periódicos (pues si bien no hay por qué ocultarles su desgracia a aquellos que deban saberla o que la sepan buenamente, no hay tampoco por qué darle un cuarto al pregonero), desde luego, yo mismo ruego a usted que a quienes le pregunten por ella les diga la verdad. Pero..., no es eso lo que quiero consultarle. Es... que sobre tal verdad queda la aún más triste, a plazo bien cercano, del hijo de un bandido, de un asesino que ya está esperando al verdugo..., en la casa mía, en mi hogar..., en el recuerdo horrible e imborrable de mi pobre hija, aunque lo ausentásemos de ella para siempre, sin que contra una tortura así valga trasladarse al otro extremo de la tierra..., y yo digo: si lo que el ángel de mi vida tiene en sus entrañas no es un ser, sino la ponzoña de un crimen..., ¿hasta qué punto, don Vicente, los respetos sociales y legales de su ciencia debieran impedirle extraer esa ponzoña?

— ¡El aborto! — clamó, contrariado, el doctor, tocado, sin embargo, por el razonamiento poderoso.

— Sí — dijo Rivadalta —, llámele quirúrgicamente como quiera. ¡El aborto! Usted considérelo desde su deber profesional, y vea si, incluso antes y después, pudiera, a placerle así, publicarlo en todas partes..., porque, en cuanto a mí, lo conceptúa tan sólo como una operación por mordedura de serpiente, y de la cual me importa únicamente conocer los riesgos.

Arduo el problema para el buen doctor, que sudaba, no habituado a conflictos mentales de esta especie, vió su áncora de salvación en la que el mismo dialéctico terrible con «los riesgos» le tendía.

Sacó el pañuelo, limpió las gafas, volvió a ponérselas y manifestó:

— Señor de Rivadalta, si he de hablarle con franqueza, no le negaré que creo también que su hija, en trance tan horrendo y singular, probablemente constituye un caso de intervención que aprobarían las Academias. En efecto, si por salvar la vida de la madre en pulmonías, en cardiopatías, en los tifus, en simples tumores pelvianos que impidiesen salir a la criatura, los médicos estamos autorizados y obligados a provocar el aborto, no menos atendible resulta librar a una inocente del fruto de una infamia. ¿Qué más tumor para impedir que nazca esa criatura que su mismo padre y el crimen que la engendró?... Esto es evidente; pero debemos convenir, amigo mío, en que estamos ante un problema magno, nuevo, cuya propia horrible absurdidad, imposible casi de prever ni de sospechar siquiera, le había dejado fuera de los cálculos médico-juristas; debemos reconocer asimismo que su delicada condición tendría que hacerlo objeto de complejísimas consultas, no ya individualmente a compañeros míos de gran autoridad, quienes habrían de encontrarse tan atados como yo, sino a científicas corporaciones de renombre y de prestigio, y hasta quizá a los teólogos y al Papa, por lo que de metafísico el asunto encierra sobre sí en el nuevo ser deben ser Dios o los hombres los que juzguen y castiguen culpas de su padre..., y, convenido esto, señor de Rivadalta, añadirle todavía los riesgos de la material intervención. ¡Ah, los riesgos! ¡Espantosos! Cuanto se habla de suaves medios eficaces es mentira, y, drogas aparte, queda la operación, con su feroz mortalidad de ochenta y cinco por ciento... Fíjese en que por algo la ciencia la reserva para casos de gravedad desesperada. Con ella se juega siempre el todo por el todo..., y no creo que Margarita, no creo que usted, su mismo padre, esté en la situación de tener que reprocharse el cerrar acaso con la muerte la hazaña que empezó un desalmado.

Callóse el médico, satisfecho de su serena lógica y de su elocuencia, mayores de lo que él pensó, y aun sobradas para oponerse a lo que el noble senador hubo arrancado de sus desesperaciones, y éste no necesitó escucharle más; le despedía, dándole las gracias.

Llamó inmediatamente Rivadalta a su mujer y le planteó la definitiva conducta en estos términos:

— El doctor Pardo acaba de salir. Aconseja, por higiene, que llevemos al campo a Margarita. Esto, como médico. Como amigo, y reflejando sin duda la que será opinión general dentro de poco, piensa que nos puede convenir marcharnos de este pueblo para siempre. Le parece bien Niza, Italia..., el extranjero. A mí, absolutamente todo ello me parece mal. Le he propuesto el aborto, y, moral y técnicamente, lo rechaza. Pienso que harían lo mismo cuantos honrados doctores consultásemos, y son ellos, en suma, los únicos que podrían librar a mi deseo, a tu deseo quizá, formalmente peligroso, además, para nuestra hija, de la crueldad de haber querido corregir con un crimen otro crimen. Pero como nuestra ausencia de aquí con cualquier motivo habría de ser ocasionada a hacer pensar que hubiéramos logrado por malos medios lo que por los correctos y legales se nos niega; como nuestro definitivo traslado haría creer, y más cuanto más lo efectuásemos a lejanas tierras, que nos guiaba el pensamiento de buscarle un honorable marido a Margot, ocultando su desgracia..., aquí nos quedaremos, aquí nacerá el ser infortunado y él será, carne, por mitad, al fin, de nuestra carne, el que sea llevado inmediatamente al extranjero..., a una pensión, a un colegio, en donde, sí, lejos de nosotros y hasta de saber jamás siquiera que existimos, crezca y lo eduquen y puedan lanzarlo a la vida libre de económicas miserias. ¡Supongo, Mary mía, que tú apruebas este plan!

La noble dama, que tenía blancas platas en el pelo desde hacía unos meses, abrió los brazos, recibió los de él y lloraron juntos..., mucho tiempo, de pie, temblando..., temblando de recíproca piedad en la resignación con su desgracia.

Luego, juntos también, fueron a ver a la pobre Margarita.

La noble dama preveníale a su marido que, por caridad, aunque el bien hubiera poco de durarle, ella le había ocultado a la infeliz el juicio de los médicos... ¿A qué tan pronto confirmarla su vergüenza nueva y su eterna condenación a la tortura?

VIII

La noticia había corrido alzando asombros.

Tiene un límite la alegría del ajeno mal, aunque se arraigue entre humildes, como un público y grato y magnánimo derecho a las feroces compasiones por los fuertes, y, al principio, todo el mundo conceptuó excesiva la desgracia que ya marcábale aquel siniestro embarazo a la familia respetable. Ni los más proféticamente lúgubres, al comentar la situación y el porvenir de la pobre deshonrada, habían previsto la espantosa contingencia. Tratárase de lo mismo con un novio, y se habría supuesto desde luego; tratárase aún de un atropello por un criado, y también; lo que no podía sospecharse, cual no lo sospecharon tampoco Rivadalta y el doctor, era que la Naturaleza fuese a ser tan bestial, tan estúpidamente indiferente a las antítesis sociales, que dejara formarse un sér en una virgen aterrada bajo el crimen de un bandido.

La animación del Casino llegó al colmo. En los primeros días se pensó de un modo unánime que el influyente prócer debía de hacer ahorcar ante su casa a los cuatro bandoleros. Pero después, y puesto que la unanimidad agotaba pronto el tema, sobrevinieron discusiones. Hubo quienes sustentaron, contra una respetable mayoría, que don Nicanor estaba en el caso de indultar al Trianero de la horca, con el fin de quitarle, al menos, esta última afrenta de su padre al hijo de su hija, y hubo hasta quienes sostuvieron la osada idea de que debía gastar su influencia y la mitad de sus millones para libertarle y casarle con Margot. ¿Qué? ¡Aunque nunca se reuniesen! ¿Es que no merecía la pena redimir al padre por el hijo? ¿Es que pudiera ella casarse con ninguno que, moralmente, valiese más que otro cochino ladrón a la olilla de los cuartos?

¡Pobre Margot, lanzando su deshonor a España, a Europa, al Mundo, entre los trágicos incidentes de un proceso!... Los periódicos traían largos relatos del juicio oral desde Córdoba, y se aludía al Trianero determinadamente, con respecto al atropello de la joven, porque él mismo, no se sabe si de manera espontánea o a preguntas de los jueces, con toda clase de detalles, refirió la escena repulsiva.

Estas ruidosas polémicas y disputas del Casino, por otra parte, ya las había presenciado muchas veces Athenógenes, con la triste dignidad, con la dolida indiferencia que es de suponer. Además, algunas no habían tardado en comprobarle que sus pasadas dudas de solitario caviloso pecaron de caballerosidad. El, efectivamente, que a la carta aquella cortés tuvo por respuesta el silencio, un silencio heroico y penoso, un silencio de púdica mártir que le había dicho lo bastante con su trágico llanto de la reja; él, que supo respetar este silencio sublime, aceptándolo como un grado más de la libertad que, siempre noble, Margot le devolvía..., quedóse en una situación de espera y sufrimiento, ambigua, intolerable, que, por colmo de inesperada y desdichadísima fortuna, vino también a resolverle enteramente la infeliz con su embarazo. ¡Ah, sí!, esto le desconcertó y le liberó..., porque, sobre notorizar horriblemente su deshonra..., con el hijo de la desgracia y del crimen implicábale un baldón de infamia que no podría aceptar un caballero. Entonces, como un hombre que sale, al fin, de un palacio de ilusiones que se le hundió y le sofocaba, trató sencillamente de olvidar..., volvió a su antigua vida, volvió al Casino, y el Casino, con su neta cristalización del juicio público, hízole ver cuan bien encajaban la norma social y su conducta.

La discusión de una noche, tan pronto como se habituaron las tertulias a la presencia del bello juez, y tan luego como, gracias a él mismo, dieron por sabido que de tiempo atrás no seguía las relaciones, recayó ardorosa sobre el punto de saber si debía o no conceptuarse deshonrada a una muchacha de quien se abusa a la fuerza. — Porque, claro, bueno — delimitaba Teodoro, con la simpática ingenuidad que hacíale siempre defender causas perdidas y con el prestigio que le daba en toda esta cuestión de los ladrones el haberse mantenido en su dehesa más de un mes con seis mozos y tres rifles —, hay muchachas que se dejan «abusar a la fuerza» por el novio, por ejemplo, o, lo que es igual, que quieren sin querer y el diablo después que lo deslinde. Pero no se trata de esto, no. ¡Una mujer atada, desmayada, en pleno horror de muerte y de pillaje!

— Pues lo mismo, Teodorito — replicaba don Pascual, con su grande autoridad de abogado viejo y propietario —; aparte de que la una inspiraría desprecio y la otra compasión, lo mismo, hijo, lo mismo. Una y otra, la deshonra, el deshonor, ¡lo irreparable!

— Hombre, ¿en qué consiste entonces el honor?

— ¡En la pureza!

Teodoro, más acostumbrado a intuir por una especie de infantilismo salvaje de su corazón que no a raciocinar sus intuiciones, se desorientaba. Y no se le ocurrió poner más que esto:

— ¡Luego:... somos unos sinvergütnzas todos los que estamos aquí!

Se rieron todos al ver la torpe turbación de su derrota después de haber puesto bien el problema, como ocurríale casi siempre, y ni aquel Luisito López, a quien él convidaba al automóvil, osó tomar su partido. — ¡Hijo, Teodoro, hijo..., que desbarras! — recogió piadosa y lentamente don Pascual, resumiendo el pensar de la reunión —. El honor, para los hombres, podrá estar en donde esté. Para las mujeres, si tú no dispones otra cosa, y mientras ellas, como Dios manda, no se casen, tiene que seguir estando en la virginidad, que prueba materialmente su pureza. Eso será todo lo sensible que tú quieras, Teodorito; pero es así. Y, siendo así, ¡calcula!

— Pero ninguna mujer — se resolvió Teodoro todavía, en un rayo de vislumbre —, ¿qué culpa tiene de que lleguen y la aten y la...?

— Oye — le cortó don Pascual, dándole una palmada en el muslo —, ¿tienes tú un reloj?

— Sí, señor.

— Suponte que lo tiras porque quieres. ¿Qué te pasa?

— ¡Que me quedo sin reloj!

— Suponte que sales de aquí y te lo quitan los ladrones. ¿Qué sucede?

— Que me quedo sin él lo mismo, si no puedo darles dos patadas.

— Pues ¡eso, eso! — recogió don Pascual triunfante —. ¡Eso pasa a la mujer! ¿Tiene su honor y lo tira?... ¡Lo perdió! ¿Tiene su honor y se lo roban? ¡Sin él queda!... Desgracia es que se lo quiten, mas no menos lo ha perdido y no lo tiene. Y con la diferencia, hijo, de que no puede recobrarse ni a patadas ni ahorcando a los ladrones, por lo cual resulta un robo irreparable y por lo cual pudo el poeta decir: que es de vidrio la mujer..., etc.

Enmudeció, erguido entre el general y admirador silencio hacia su lógica, y estuvo por decir al ver al mozo sin recordar que era verano:

— ¡Atiza esa lumbre, Quintín!

Y Athenógenes, aun concediéndose que era vulgarota la argumentación de este señor para una cosa tan sencilla, para una cosa que él había meditado con mucha más profundidad, durmió esta noche en su fonda como un santo.

A partir de este día, y particularmente desde que, por haber terminado en Córdoba el proceso, también aquí fué recobrándose el normal ambiente, poco a poco, su voluntad de olvidar hizo prodigios. Volvió a correr en automóviles y volvió a bailar con las muchachas por la Pura y por la feria. Como juez, ni aun habíale molestado el involuntario enojo que pudiese quedarle al senador, quien, renunciando su acta, parecía retirado de la política y del mundo. Una infinita piedad volvía a inspirarle la casa palacio-tumba de Margot, con ella dentro, gestando, gestando siempre aquella vida de ponzoña de reptil, y pasaba cerca de ella, por lo mismo, lo menos posible. Tanto, que hizo su camino forzado, desde la plaza a la fonda, por la calle de Emeria.

He aquí la razón de que la viese y saludase muchas veces. He aquí, asimismo, por qué diariamente tenía que recordar la negra fatalidad que, al fin, le hacía quedarse sin la una y sin la otra. Por espacio de dos meses, en su vuelta del Casino, allá a las doce, algunas noches pudo sorprender al capitán besando la famosísima muñeca..., y... ¡sí, sí, otra noche..., ¡lo juraría!..., besando en la propia boca de la dueña resalada!... Esto le dió envidia, con franqueza. Y, a más de envidia, una ligerísima inquietud pocas noches después... ¡La reja sola! ¡Sola!... En suma, que había terminado el capitán su comisión de la Remonta, que se había marchado de la ciudad y que Emeria, riendo, pregonaba que ni estaba ni habían estado en relaciones... ¡Amigos, por charlar, por divertirse!...

¡Ah, qué diversión con besos en la boca! Y esta fué la leve inquietud del rubio juez, porque vacante Emeria, y si no precisamente perdonándole el desprecio, el antiguo agravio, era lo cierto que no dejaba ahora de sonreírle alguna vez al contestarle los saludos. Conocedor de las mujeres, pensó que estas sonrisas de ella pudieran ser la trampa de una coqueta que ansiara su declaración por desairarle. Pero, y esto aparte, a él, aquellos besos, ¿debieron honorablemente y de antemano hacerle desistir de toda idea de boda?... ¡Bah! Lo resolvió: ¡en modo alguno! ¡Pobres muchachas, si hasta se las hubiese de conceptuar deshonradas por un solo beso en una reja! ¡Pobres mujeres, si su honor hubiese de ser igualmente destrozado por el beso a un novio o porque ferozmente las violase un asesino!... ¡El beso, además — de la que no se los daba a los de aquí —, a un forastero... a un hombre listo quizá, que sabe Dios cuánto rogaría para lograrlo y que ni aun podría perjudicarla, si falta fuese, blasonando el agraciado de ello a cien leguas de distancia...

Athenógenes menudeó la necesidad de ir desde el Casino hasta la fonda y viceversa. Emeria le sonreía, le sonreía... y le esperaba siempre im un balcón... Y tanto a ella obedecía esta movilidad del juez como a su asco de oír barbarizar, acerca de Margot, en la célebre tertulia del Casino.

Cada día once resurgía Margot en actualidad con motivo de llevarle todos la cuenta de los meses de embarazo. Entraba en el octavo. Se bromeaba de esto. Convertida la piedad en bruto escarnio, hubo quien puso en duda que una mujer impasible pueda quedarse embarazada. Y desmayada, menos. Se recordó que el Trianero era buen mozo, y se recordó que les había gustado en retrato a las muchachas, Margot inclusive! ¡Oh, Margot, Margot, quién hubiera de decirlo!... ¿no podría ser que, ya sin otro remedio que sufrirle aquella noche, el susto se le hubiese trocado en alegría por un momento? ¡Ah, Margot, Margot! — tuvo también que lamentar su ex novio saliendo por librarse de tanta estupidez... Y esta tarde, justamente, junto a la esquina de Emeria, se encontró a Segundo, que le esperaba y quería hablarle. Fueron por el faetón y salieron. El infeliz celoso llegó al fondo de la cuestión en seguida. Primero, ruegos; después, sombras de amenaza con el fin de que se le dejase a Emeria en paz y que el bello juez supo contener más que bravamente. Por último, replegado Jaime, en vista de esto, a su humildad, le declaró al amigo que Emeria estaba, por los secretos de marras, comprometida a casarse con él: «sus favores habían llegado hasta dejarle entrarla una mano en los pechos...»

— ¡Áaah! — recibió Athenógenes pasmado, en verdadera alarma. Pero ambos por la noche separáronse sin que hubiese logrado el infeliz más que esa exclamación. Al día siguiente el juez tenía resueltas de un modo favorable para Emeria sus nuevas dudas, porque por más que Jaime no mintiese y aunque residiera en el alma más que en el cuerpo mismo de una mujer su pureza, bastaba el hecho de haber esta Emeria sabido mantenerse entre los peligros de su ventana y sus novios sin ceder a cosas graves, a cosas de las verdaderamente irreparables, para acreditarse de pura, para seguir manteniendo incólume su honor. Si el que trató de calumniarla o de venderla le dijo al rival sus secretos por presentársela indigna, no se fijó el pobrccillo en que así mejor la defendía y la ponderaba.

¿Qué mejor prueba de ello que quererla él para casarse? ¿Se iba a casar con una indecorosa? ¿No se casarían con ella a escape Teodoro, y hasta Marcial, enamorado y todo de Margot, y que antes que aceptar a esta desdichada dejaría que le matasen? ¿No era ella, Emeria, en fin, la que dejaba a los novios?

Cogió un papel, lo perfumó y le escribió una declaración sentidísima — ya que la escarmentada lista, por si acaso, ni se dejaba ver por él en los paseos y en las tertulias.

El alguacil que llevó la carta, trajo al cuarto de hora una respuesta tan breve como terrible, como cruel: Emeria le despreciaba en cuatro líneas; pero ¡con esa ferocidad de la alegría de una venganza que no admite discusiones!

Y Athenógenes, con la misiva ante los ojos, y cual si oyese ya en el pueblo la general carcajada — ¡oh, si conocía algo a las mujeres! — comprendió que también él, meses antes con Emeria, incurrió en lo irreparable.

En su fría desolación quedaban dudas, confusiones solamente.

Emeria, ¿era perversa?

¿Era honrada?

¿Podía a un tiempo una mujer ser honrada y perversa?

¿Era tan noble, tan buena como Margot?

¿Podía ser menos buena como Margot y más digna que Margot?

¿Podía ser un ángel Margot y al propio tiempo indigna? ¿Dónde radicaba, pues, y qué era el honor de las mujeres?

Las dudas, las confusiones, le componían un problema de tal modo colosal, abrumador, que probablemente engendrarían en él, si había de resolverlo, un gran filósofo.


* * *


Un día se supo en la ciudad que dos especialistas de Madrid, pagados a peso de oro, habían llegado para cuidar a Margot en su próximo alumbramiento.

Y por la tarde se supo que había recibido Rivadalta un telegrama de un ministro, que decía:


«Tengo triste satisfacción participarle que, denegado indulto que obispo y pueblo de Córdoba solicitaron favor bandidos, mañana serán ejecutados.»


Las gentes se estremecían de horror.

Tal vez cuando estuviese naciendo el hijo, su padre estuviese echando la negra lengua en la horca.


Publicado el 2 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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