Reveladoras

Felipe Trigo


Novela corta



I

Gloria se peinaba al espejo, sostenido en la pared contra el tajo de la carne. Al otro extremo de la amplia galería, tirado en el canapé de mimbres, aguardaba Rodrigo a su hermana con los cromos, para pegarlos en las hojas nuevas del álbum que ya tenían orlas de platilla.

— ¡Gloria!

— ¿Qué?

— Que venga mi hermana.

Continuó la doncella pasando el peine de metal por los puñados de su pelo rubio, sacudido y abierto en manojos ondulantes sobre los brazos desnudos. La sofocaba el resol, filtrado en aquel ángulo desde un metro de altura, por la inmensa lona que entoldaba el patio.

— ¡Gloria!

— ¿Qué?

— ¿No has oído?

— Menos genio, ¿entiendes?... Me dijo que esta siesta no podría venir y me dió los cromos. Cógelos; aquí los tienes en el banco. — Pues tú los traes, ¡hala!

— ¡Uaaá! — hizo Gloria, volviéndose y enseñándole la lengua.

¿De dónde habría sacado la señora estos dos hijos tan bobos? Muchas noches se venían a la cocina a ver cómo pelaban patatas ella y la otra compañera, Vicenta; y si no estaba también la vieja ama Charo, les contaban ambas, por reírse, cuentos verdes... ¡por reírse al mirar la cara de tonto de Rodrigo, que no entendía, y la cara de Petra... ¡que ya los iba entendiendo de más y se disgustaba algunos ratos... «porque decían aquellas cosas delante del niño»!

¡Bah, qué niño... que cogía en el canapé más que un gastador!

Le estaba viendo Gloria en el espejo, sin dejar de peinarse.

Pero volvió él a llamarla con imperio y se levantó al fin, sin prisas, de más confiada en la bondad del muchachote, guapo como una niña e inocentón hasta lo increíble, a pesar de sus trece años.

A la vez que le irritaba a Rodrigo tener siempre que enfadarse antes que le obedecieran las criadas, le entristecía el desvío de su hermana para él, cada día más grande. Por eso rezumaban lágrimas sus ojos cuando se le acercó Gloria llevándole los cromos en el delantal, mal cubiertos los senos por el justillo suelto. — ¿Lloras porque no viene la señorita? — le increpó parándose en burlesca admiración.

— ¿Qué señorita?

— ¡Toma! ¡Qué señorita! ¡La señorita Petra! Tu hermana. Me mandan que la llame así. ¿No has visto que le preparan trajes largos?... ¡Tú eres tonto!

— ¡Mejor!

— No puede venir, porque está escribiendo una carta a... una carta para... Esto no me lo dijo ella, pero yo lo sé... Porque está escribiendo una carta... ¡una carta en papel de flores!

Se sentó al borde del canapé, a fin de vaciar los cromos en el asiento.

— Vaya, ¿a que no sabes a quién le escribe? ¿No lo sabes?... ¡Tú eres tonto, hombre!

— ¡Mejor! — gritó de nuevo Rodrigo, cerrando los párpados por deshacer las lágrimas.

— ¿Crees que una señorita de quince años va a pasar su vida jugando a las muñecas? Tendrás que jugar solo. Y di, vamos a ver, ¿a que no sabes tampoco por qué este invierno te sacaron la cama del cuarto? ¿Por qué quitaron de la habitación de Petra tu cama? ¿No dormíais juntos?

— ¡Pero han dicho que porque estuve malo y volverán a llevarme!

— ¡Bah, no sabes nada, chiquillo! ¡Si tú mirases!... Y te da miedo por las noches, y tu ama vieja te dice cuentos al dormirte, y te dará el pecho todavía. ¡Pobre niño chiquitín! — exclamó en seguida, pasando una mano al otro lado del canapé para inclinarse a Rodrigo y estamparle un beso —. ¿Quieres jugar conmigo? ¿Quieres? ¡Vamos, di!... ¡O quieres teta! ¡Verás, toma... yo soy tu ama!

Mientras él se tapaba disimulando el llanto y esquivándola, Gloria, doblándose hacia él, cubríale con el cabello la cabeza como en un fanal.

Un puñetazo descargó Rodrigo en aquel seno blanco y duro, cuyo contacto en la boca le había causado impresión de asco insuperable.

— ¡So puerca! ¡Cochina! ¡Ahora se lo diré a mamá!... Y le diré también que sales a peinarte al fregadero y llenas de pelos los platos. ¡So puerca! ¡Puerca!

Corrió lleno de ira, gruñendo, con los puños apretados, tropezándose en los muebles y sin hacer caso a la doncella que, allí sentada, al aire sus blancos senos de rubia, reíase llamándole y le indicaba que no despertase a la señora... ¡Vaya, ni que no supiese que el ama Charo le daba tetita al dormirle! ¡Pobre nenín, que ya no jugaría más con la hermana!...

II

Sin embargo, le había visto escapar tan decidido que, temiendo que el simplote fuera a contarlo, resolvió observar por allí dentro. Cogió su blusa en la cocina y se abrochó. Se anudó el cabello.

En el recibimiento no halló a nadie, ni en la sala. Todo estaba a oscuras y silencioso y cerrado el cuarto de doña Luz... Cuando se retiraba la llamó Petra, entreabriendo la puerta del tocador. Volvió «la señorita» a cerrar. La mandó sentarse. «Concluía.»

También se sentó Petra a escribir, doblada afanosamente en la mesita llena de pliegos rotos, con los pies cruzados a un lado de la silla, descubriendo al borde de la falda los tobillos y los zapatos finos como guantes. La hermosa trenza de azul de acero, en fuerza de ser negra, caíale por la espalda sobre el matine de medio luto.

Cerró la carta en un sobre y fué hacia la doncella, tímida, dulce, encendida por adorable rubor. — ¿Para quién es? — preguntó teniéndola en alto por un pico con dos dedos —. ¡Acierta!

— Para el señorito Román — respondió sin vacilaciones Gloria.

— Tómala. Se la das a la noche.

Guardando la carta, Gloria sonreía: un par de duros valdríala del rumboso pretendiente.

— ¡Le dice usted que sí, por supuesto!

— Lo has conseguido. Seremos novios — respondió la gentilísima chiquilla estirándose en la butaca, donde había ido a caer, como quien descansa de un trabajo —. Bien, ¿y qué?... Ahí le digo que le quiero, lo cual no es cierto, porque mal puedo quererle cuando no le he hablado nunca... ¡No creo que va a gustarme que digamos esta correspondencia en que se empeña mi amiga Pura, porque es la novia del amigo de éste... y en que te empeñas tú sin saber por qué!

— ¡Ah, «señorita»! (bueno, me dicen que te llame así, me da lo mismo...) Usted le querrá cuando le trate y le hable en la Alameda estas noches, después que pase la Virgen y se haya usted puesto de largo, quitándose del todo el luto. Allí, la música; las mamas se sientan bajo los árboles, y las niñas, de claro como palomas, vueltas y más vueltas a los jardines y de punta con sus novios las que lo tienen. Luego el teatro, luego los bailes... y la reja en casa de alguna amiga... Luego... ¡ah, usted no ha vivido, señorita, aún! — ¿Has tenido tú muchos?

— ¿Novios? ¡Regular!

— ¿A qué edad el primero?

Sepultóse Gloria en sus recuerdos, perdida en confusas lejanías.

— A los trece años — dijo luego —. Pero aquél puede decirse que no lo tuve yo, sino qué... me tuvo. En realidad, era el novio de una prima mía; un maquinista del tren. Estaba yo sola una tarde y entró él... me dijo que era guapa y me reí; me dijo que me quería y me reí... y...

Soltó una carcajada, contenta de poder jugar con intenciones equívocas que Petra no entendiese.

— Y nada... que me quiso aquella tarde, como si hubiese sido su novia..., ¡más!... Sólo que tenían hecho el ajuar mi prima y él, y al mes se casaron; se marcharon. Después me puse en relaciones con un señorito muy guapo — continuó, apresurada para aturdir a Petra con su sonrisa maligna y no dejarla preguntar —, el señorito de mis amos. Ya se ve; le entraba el chocolate todas las mañanas, y el señorito acabó por enamorarse. Una noche fuimos de máscara al baile, cenamos y me achispé un poco... ¡Le digo a usted que se divierte una de veras con los novios!

Petra estaba violenta, casi avergonzada de no sabía qué adivinaciones terribles, que no podía en modo alguno conciliar con la tranquila jovialidad de la criada. — ¡Bien!... ¡Vosotras... tenéis otra libertad! — repuso para atajar la conversación con un asomo de reproche digno, seco, que picó a Gloria.

— ¡Cómo! ¿Más libertad? ¿Y las señoritas?... He servido desde entonces a bastantes, y podría contar de señoritas largo y tendido. ¡Oh! En estas cosas no hay señorío que valga, y no es preciso ir a los bailes... ¿Conoce usted a Salvadora Villarreal?

— De vista.

— Pues a la reja, Salvadora Villarreal, cuando yo servía en su casa frente al Parque... ¡qué! ¡a media noche la dejó en camisa el novio!

— ¡En camisa!... ¡Oh, Gloria!

— Pero así como le digo a usted, yo que lo sé, porque se me vino llorando a mi cuarto a despertarme, ¡si usted no conoce el mundo, señorita!..., llorando a suplicarme que saliese a pedirles sus ropas a aquellos tres: al novio y dos amigos del novio, que habían sido también los novios primeros, todos en broma y en jarana por apuesta... saliendo, cuando ya estaba ella desnuda, de unos árboles.

— ¡Oh! ¡Calla! ¡Calla, Gloria!... ¡¡Qué sinvergüenza!!... ¡Eso es mentira, Gloria!... ¡¡Se necesitaría ser indecente para eso!!

Habíase levantado la chiquilla con nerviosa indignación, y Gloria se acercó para cogerle la barba, siempre sonriente...

— ¡Pobre Petrita! La verdad es que no me acostumbro a llamarte de usted. Daré tu carta a la noche- ¡Tú irás aprendiendo de lo que una novia es capaz poco a poco!

Dándola un sonoro beso, escapó.

Petra se desplomó en una butaca. Vaga repugnancia de no sabía qué perspectivas ingratas la invadía. Sintió impulsos de llamar a la doncella y romper la carta. Aquella carta escrita, en verdad, porque su criada y sus amigas de colegio se obstinaron; inútil, falsa, mala, puesto que mentía en ella, y puesto que por ella, como si efectivamente fuese el principio de una reprochable acción, huía y se escondió de Rodrigo y de su madre.

Le entraban ganas de llorar, sofocada por la visión de la novia en camisa, a la reja, vista a la vez por el novio y por los otros escondidos en los árboles... ¡vista también por Petra, aquí, a través de sus candores de ángel, a modo de odiosa pena de sonrojo y de deshonra al final de un sendero de pecados de amor, negro como la noche!...

III

Mas quien había llorado arriba, en la azotea, adonde subió en fuga de la ingratitud de la hermana que no quería nunca jugar, fué Rodrigo, escupiendo, pasándose lleno de ira la mano por los labios, a fin de borrarse la impresión sosa v abominable del pecho que, burlándose de él como si fuera un bebé, había intentado darle Gloria. Se acordaba de que ya otra vez hizo lo mismo, ¡la puerca!

Luego lo olvidó todo Rodrigo durante la siesta, matando avispas y calcando un mapa.

Cogía el ancho de la casa la azotea. Allí tenía el velocípedo, con amplitud para correr. Hacia el patio, desde una balaustrada llena de macetas, la continuaba el tejado de la galería. Unos camaranchones abuhardillados que servían para trastos y para evitarle al piso de abajo el calor le aislaban completamente de la calle. Petra teníala convertida en jardín, con sus flores, y Rodrigo en gimnasio al extremo lindante con la iglesia; por el otro una tapia de dos metros establecía la frontera con la azotea de la fonda, que en la pintoresca fachada principal ostentaba el rótulo de Hotel de las Colonias.

De silla y de mesa a un tiempo, en que instalaba sus papeles y sus pinturas, servíale al niño uno de los sofás de ladrillo que a lo largo de los desvanes se embutían entre puerta y puerta. Iba iluminando el mapa. De improviso derramó el vaso del agua, sobrecogido por un tremendo campanazo que le sonó encima. Daba las seis el reloj del Carmen. El dibujo se le había mojado... Tras de contemplarlo lastimosamente, decidió tenderlo al sol, en el suelo, sobre un periódico... Esperaría: tomó carrera y se prendió y subió de ríñones al trapecio, quedando sentado tranquilamente, en balanceo suave, caída la cabeza contra el cordel, en tanto contemplaba allá arriba las campanas que le asustaban siempre.

Eran los tejados de la parroquia — un pueblo singular y desierto como un cementerio de bárbaros panteones — la única decoración que le abstraía allí, donde el horizonte se estrechaba en cercanos muros por todas partes. Siguiendo el pretil que daba al patio, y perpendicular a la azotea, una estrecha explanada corría sobre la parte del edificio destinada a vivienda del párroco. En una rampa de cal se abrían tres escalerillas irregulares salvando el desnivel de los cruceros; y a partir de ellos, y de una linterna cuyas ventanas de visillo verde resaltaban sobre las pizarras de la media naranja del baptisterio, empezaba un laberinto de encrucijadas y angosturas como senderos que ascendían y bajaban en declives rápidos por encima de las bóvedas, detrás de los antepechos y cornisas y entre las cúpulas laterales y el gran cimborrio que volaba en el espacio cortando el azul con su panza colosal de renegridas tejas.

Otra escalera adosada al muro del cimborrio, en semicaracol, llevaba a la terraza del alto campanario que hacía de torre, donde los arcos, abrumados por nidos de cigüeñas, lucían los ladrillos como heridas sangrando en la argamasa. Nada de adornos ni de arquitecturas; se trataba del revés — que sólo Dios debía ver — del techo de un viejo templo, por dentro remozado y coquetón para los fieles; los andenes eran de hormigón, desconchado igual que las paredes, para bien de lagartijas; y en grietas, pilastras, tejadillos y agujeros, toda una fauna de volátiles se conmovía cada vez que venía a turbar el reposo de la siesta el poderoso vibrar de las campanas, tañidas por el rodaje del reloj o por los monagos colgándose en la sacristía de las maromas.

De memoria se sabía Rodrigo aquellos vericuetos. Saltando el tabique — gracias a que apenas si subía allí de mes en mes el sacristán — los recorría a menudo en divertidas cacerías de cernícalos y gorriones; cuando no por el placer de trepar y descolgarse como en una excursión entre montañas — o mejor aún por sentarse en la torre bajo la campana gorda y contemplar el panorama de la ciudad y de los campos. La soledad se le metía en el alma, causándole una especie de crispatura de terror que le gustaba y que aguantaba bien, particularmente por las tardes, cuando el alegre escándalo de las aves le rodeaba en los aires y a lo lejos oía cantar en la galería a sus criadas; porque hay que confesar que nunca de noche, aunque se hallase a gusto tomando el fresco en la azotea, pudo a solas soportar la visión de las moles oscuras, ni siquiera al resplandor de la luna, que las azulaba con azul fantástico haciendo fosforescer reflejos de cristales y arrojando de cúpula a cúpula siniestras manchas de sombra bajo el alto cielo...

IV

Le obligó a volverse en el trapecio un ruido de botellas que se quebraban y de perros ladrando.

Vió por la tapia del hotel una naranja lanzada al alto... y en seguida otra... y otra... que empezaron a cruzarse en un subir y bajar gracioso. Momentos después no eran tres, sino seis o siete las naranjas, trazando por el aire un arco en que se perseguían sin cesar...

Incapaz de resistir la curiosidad, se arrojó del trapecio. Iba a verlo. De puntillas y cargado con la escalera blanca de la percha, la adosó al tabique, comenzando cautelosamente a subir.

Una niña estaba en la terraza de la fonda, rubia como las muñecas, cuya melena rizada le caía sobre el guardapolvo de dril ondulando en el gentil balanceo de los brazos y sujeta por una diadema de piedras verdes. Estaba de espaldas. No le sintió. Las naranjas volaban como una guirnalda sobre su cabeza, dilatándose, extendiéndose, ciñéndosele otra vez hasta parecer que le llegaba a rodar por las sienes, obedientes a las rosadas manos que las impulsaban con ligereza de encanto — mientras que el talle flexible y firme se tendía o se doblaba, ora sobre la punta de los pies erguida, ya a uno y otro lado, o con el busto atrás y la cara al cielo, rodilla en tierra, en tan violenta flexión, de todo el cuerpo, que tocaban el zapato blanco las puntas de la áurea cabellera... Y siempre la hermosísima criatura rodeada por aquel aro girador que parecía extasiarla fingiendo los anillos de una rojiza serpiente... Cerca de un banco, tenía una cítara y un arpa. Enfrente la contemplaban, atados y mimosos, dos perros de San Bernardo.

Cada vez que la niña, arrodillándose, echaba atrás la cabeza, Rodrigo se ocultaba tras la tapia. Por último le vio; los perros gruñían y habían ladrado. Ella interrumpió su juego. El, deslumbrado por la brillantez singularísima de aquel rostro, se quedó mirándola también. Había recogido en la falda las naranjas y enseñaba los encajes azules de su enagua de seda, a media pierna, estallando la vigorosa pantorrilla en el calcetín escocés.

— ¡Molk! ¡schut! — le gritó dando en el suelo una patada al perro, que refunfuñaba aún.

Inmediatamente sonrió a Rodrigo, dedicándole una reverencia.

— ¿Quién te enseña eso? — preguntó éste animado por la plácida jovialidad.

— Yo lo aprendo — respondió la muchacha con acento extranjero, dulcísima la voz y amable.

— ¡Será muy difícil, ya lo creo!

— ¡Oh! Aquí en el suelo, no; se hace. Es que quieren que lo haga en panneau sobre Stern, que galopa muy alto.

— ¿Cómo?

— Corriendo encima del caballo.

— Pues te caerás. ¿Quién te coge a ti?

— Nadie. Voy de pie encima. ¿No me has visto en el circo?

Redobló hacia la niña su curiosidad. Se acordó de haber leído anuncios por las esquinas con la llegada de una compañía ecuestre.

— ¡Ah! ¿Tú eres titiritera, entonces?

— Acróbata y excéntrica musical — rectificó la niña con una suerte de ofendido orgullo.

Soltó las naranjas en el banco, se sentó al extremo y cogió la cítara.

— ¿Ves? Toco esto, y el violín, y el arpa, y en botellas y copas de agua. Hago el volteo también en mi jaca Káiser. Me llamo Elia Deval. Miss Elia. ¿Has visto los carteles? Pues... ¡yo soy!

Callaba Ricardo, admirado y un poco ahora con ganas de reír ante la nueva reverencia llena de cortesanía y de gracia que acompañó la chiquilla a su presentación. Lista, desenvuelta, tan rubia, tan rubia y linda, estábale haciendo recordar las princesitas encantadas de los cuentos que él leía. Y le parecía una mascarita miss Elia, una muñeca que se riese y que tuviese los ojos de cristal verde y hechos de dientes de nácar. Pero ¡qué bonita!... Cuidado que lo era de verdad su hermana Petra, y, o ésta le ganaba, o es que le chocaba a Rodrigo la animación de feria de sus colores... La cítara tenía incrustaciones de marfil y níquel y las cuerdas de plata. El arpa era dorada y roja.

Cruzadas las piernas, el codo en el respaldo y en la mano reclinada la cabeza, prosiguió Elia su presentación. Su madre era inglesa, pero ella vino de Londres a los tres años. Llevaba nueve en España. Estaba ahora con otras de la compañía: la tenía Grossi (un clown italiano) y la equilibrisa Andrée, que conoció a su madre, muerta por un caballo en Lisboa. No había tenido padre nunca. Andrée la quería bien; Grossi la pegaba cuando la caía Káiser. Del clown eran aquellos perros y los cuidaba; valía cada uno seis mil francos. Se trabajaba en el circo de más: por las tardes ensayo, y de noche concluían las funciones muy tarde...

— Y tú, ¿eres español?

Esta vez serió Rodrigo. Le hizo gracia la pregunta; como si a la edad de ellos se pudiera ser español, ni inglés, ni nada. Y contestó modestamente:

— He nacido en esta casa. Pero, anda, luego tocas. Vuelve a hacer eso: ¿cómo se llama?

— Juegos icarios. ¿Nunca lo has visto?

— Nunca he ido al circo ni al teatro. Hace ocho años que murió papá, y luego una tita mía, y hemos estado de luto. ¿Qué haces para que no se caigan las naranjas?

— ¡Cogerlas! Para aprender hay que acostumbrarse poco a poco.

— Si te viese aprendería. Le diré a mamá que me lleve al circo. ¿Vais a estar mucho?

— No sé.

— ¿Vives ahí en la fonda?

— Aquí vivo.

Tras una pausa, interrogó ella a su vez:

— Y tú, ¿qué eres?

— ¿Yo? — repuso el niño sonriendo —. Nada.

Sólo que en seguida sintió vergüenza, delante de una muchacha más pequeña que ya tenía una profesión, y queriendo, además corresponder a sus galanterías, puntualizó (con una modestia llena de arrogancias para el porvenir) que no era nada aún, pero que estudiaba y sería gobernador , como fué su padre. El señor cura, don Alberto, le daba lección en casa, pues aunque iba a examinarse de segundo curso en el Instituto, tenía matrícula de enseñanza libre. Por las tardes paseaba con el señor cura, y antes con la mamá y con la hermana, al machón de la fábrica de electricidad, o a la vía, donde hacían tijeras y sables aplastando alfileres al pasar el tren. Habían estado cerca de cuatro años en su cortijo de El Galapagar, al morir su padre; mas tuvieron que venir para que fuese Petra al colegio de las monjas, y allí se había ido ella echando amigas... Por eso no había visto nunca el circo, y salía ya con el señor cura casi siempre...

Subiendo de la galería se oyeron voces.

— ¿Ves? Me llaman. Don Alberto va a venir. Anda, juega un poco a las naranjas, que te vea.

Le obedeció Elia, sonriosa y dulce, con su hábito de artista complaciente con el público. Y empezó a explicarle, arrojando las naranjas despacio:

— Mira, así... y se coge ésta con cuidado... Y ésta... Y ésta... ¡Lo aprenderías, no es difícil! Hazlo con dos primero... Fíjate: se tira una... cuando baja la otra... La una... la otra... Sin mirar la mano, arriba sólo... Y si se quiere, atiende, se van pasando de mano... tira la derecha... coge la izquierda... Así... Así... Así... A ver si puedes. ¡Tómalas!

Le echó las dos naranjas, que cogió Rodrigo sucesivamente al vuelo, con lo cual cobró ánimos. Afirmándose en la escalera, lanzó primero una y luego otra por el aire... Ambas le botaron en el pecho, rodando a los pies de Elia, que reía.

El se reía igualmente, discípulo dócil, en confesión de ineptitud.

Y le vió ella de pronto desaparecer, como un muñeco de sorpresa.

— Bueno, ¡adiós! — había dicho.

V

Partía escapado a buscar a Petra y subirla para que viese también a miss Elia, tan pequeñita, y que sabía hacer tantas cosas y tenerse de pie sobre caballos al galope. Le dirían a la mamá que los llevase al circo.

Un rumor de conversaciones le detuvo en el recibimiento.

Su hermana y su madre estaban con amigas que cada vez venían con más frecuencia..., que venían ya casi todas las tardes. A la izquierda vió por la tijera de la puerta, en el balcón, a Petra, acompañada por Aurora Reina, que se le había vuelto antipática desde que le dijo un día, igual que Gloria, «marica» y «Periquito entre ellas», mandándole que las dejase y se fuese a jugar con los amigos. ¡Cómo si él, que nunca salía sino con el cura, pudiera tener amigos ni los quisiese tampoco!

No se atrevió a entrar; se acercó a la derecha hasta la puerta del saloncillo, donde estaba su madre, y conoció por la voz a doña Nieves, la mamá de Aurora. Estaba también Josefina, aquella señorita alta y guapa, más joven que ninguna, y que le cargaba a él por sobona y besucona... ¡cogiéndole sin cesar sobre la falda para acariciarle igual que a una niña de seis años!

Por el llavero las veía y oía que le decía a su mamá doña Nieves:

— Tiene usted a la muchacha boba de puro no separársela de al lado... ¡y hay que vivir, querida! Serán indispensables en la aldea lutos de siete años; mas no aquí. Se ha metido usted a vieja antes de serlo. Quien se aísla de la sociedad, se olvida, y las amistades valen lo mismo que el dinero. ¡Cada cosa a su edad, amiga Luz! Así como así, ese chico que la ronda es lo más distinguido de la ciudad; una suerte para ella si llegase a casarse. ¡Déjesela a mi Aurora, que lo entiende!

Comprendió Rodrigo que estorbaría si entraba, que también doña Nieves le mandaría a jugar como otras veces. Se alejó en busca del ama Charo, para vestirse, llevando la sensación de que sobraba por todas partes dentro de su casa en cuanto iban estas gentes extrañas a apoderarse de las salas y los balcones y a hablar de cosas que ni le importaban, ni por último debía escuchar... A Josefina y doña Nieves, tan festejadas por los demás, no podía soportarlas Rodrigo. Diríase que habían venido a apoderarse de todo, a mandar en él, en su casa, en su hermana y en su madre. Le ayudó el ama a vestirse. Llegó el señor cura y pasearon esta tarde por el fuerte de San Juan, cogiendo lirios. Antes de dormirse esta noche estuvo pensando mucho rato cómo diantre podría la titiriterilla jugar con seis naranjas a un tiempo...

VI

Sintió a la niña en su azotea y corrió a la tapia.

— Buenas tardes, Elia,

— Buenas tardes, Rodrigo.

Elia subía infaliblemente después de comer a cuidar los perros, los monos y las dos catalas. Rodrigo la vió ir a su oficio, de jaula en jaula, riñendo a Gut, que trepaba por la alambrera y no dejaba nada a los otros; acariciando a Molk, que gruñía y estiraba la cadena, moviendo la lanosa cola por plantarla las manazas en los hombros.

No la interrumpía Rodrigo hasta que ella distribuía los dos panes despedazados en su falda. La castigaría el clown de hacerlo mal... y ya en las tardes anteriores habíale contado Elia a su amiguito la crueldad con que la pegaban por cualquier cosa: cuando en los ensayos sobre su jaca andaban torpes, le tendían indiferentemente el látigo a la jaca o a ella... Y había llorado la pobrecilla refiriéndolo, haciendo llorar al niño también.

Otra tarde manifestó temores de no poder hacer por la noche, en la gran batuda, un salto mortal de costado que querían que diese y que habían ensayado poco. La iban a hundir a latigazos, dentro, como siempre que lo hacía mal en la función, y por más que el director la mimaba en la pista al ver que reía cariñosamente el público...

— Oye — propuso Rodrigo lleno de piedad —, ¿no has visto mi gimnasio? Ahí está, y un trampolín con arena. Lo malo será que te caigas, si es eso tan difícil; pero si crees que no, ven... ¡ensaya en mi gimnasio!

El estorbo estaba en la tapia, porque Elia no tenía escalera. Sin embargo, halagada por la invitación, bien pronto la pequeña artista halló modo de mirar si servía el gimnasio. Una silla rota, sobre la que colocó dos viejos cajones de petróleo, permitió formar una movible torre a que se encaramó en seguida. «¡Magnífico!» ¿Y no le reñiría la familia de Rodrigo?

— Aquí no viene nadie por la siesta, con este sol.

— Pues ¡hala!

De un salto, apoyada en las manos, quedó sentada en el caballete, una pierna, luego otra... y se tiró ágil desde arriba, aun antes que Rodrigo tuviese tiempo de brindarle la escalera.

— ¡Caramba! ¡Se conoce que eres gimnasta!

— ¡Oh, verás! Y eso que no podré así. Espérate. ¿Tienes una cuerda?

La encontraron y se ató a la cintura el vuelo de la falda cruzándoselo entre los muslos y transformándolo en un gracioso pantalón.

En seguida ensayó, causándole al amiguito admiración y espanto con sus molinetes en la barra, de donde se arrojaba disparada en vueltas por el aire; con sus dominaciones en las anillas, con sus equilibrios en el trapecio, en que de pronto, a un ¡hip! salvaje, daba caídas atrás con todo el cuerpo para quedarse colgada de los pies con la hermosa melena de oro barriendo el suelo. El trampolín le produjo a Rodrigo mayor miedo todavía, porque no se trataba de simples saltos mortales, sino de lanzarse recta por el alto y dar la vuelta como una varilla flexible, o bien de ir a caer de cabeza y saber doblarse con vigoroso empuje a media vara del suelo, en forma que se pusiera de pie después de haber rodado sobre la nuca y la espalda; el salto de costado, principalmente, debía de ser de inmensa dificultad, pues aunque Elia se despedía bien sobre la pierna derecha no podía revolverse por el aire sin perder la lateralidad, cosa que la desesperaba y que la hacía caer de mal modo algunas veces.

— ¡Pero eso es un disparate, tú! ¡Vas a hacerte daño! — repetía el jovencillo, alarmado y rebosando lástima.

Le brotaron las lágrimas una vez que su amiguita fué trompicando hasta arrastrar la cara por la arena, empujándole a él, que cayó también, porque había intentado inútilmente detenerla. — ¡Mira! ¿Sabes?... Eso no quiero verlo. No quiero que lo hagas.

Y como estaba plantado ante el trampolín para impedirlo, ella replicó:

— Ya te decía que no podré a la noche. Descompondré la batuda, porque los que vienen detrás o han de pararse o me caerán encima. ¡Van a pegarme mucho!

Sólo entonces comprendía el muchacho el horror de aquel oficio. No bastaba que la delicada muñeca de ojos verdes fuese una artista notable en muchas cosas: se la pedía siempre más, que hiciese más, que lo hiciese todo, y, si no, le daban palos y latigazos como a la jaca... El corazón se le oprimía. Por último, sacó el pañuelo y se alejó a llorar en un rincón, a llorar amarga y desconsoladamente. Elia se sentó en el trampolín y lloró en silencio.

Pero a Rodrigo le ahogaba la indignación al mismo tiempo que la pena, y volvió a acercarse:

— Oye, tú. Y si ellos no son ni tu padre ni tu madre, ¿por qué tienen que pegarte?

— ¡Yo no tengo a nadie más que a ellos, desde que se mató mi madre! — respondió Elia, separándose el pañuelo y mostrando entre las lágrimas una sonrisa.

Su acento de experiencia dura de la vida contrastaba con su celeste candor amoroso de angel en los ojos, y puesto que Rodrigo comprendió la dolorosa necesidad de que aprendiese, él mismo la invitó de nuevo, poniéndosela enfrente para evitarle caídas fuera de la arena, ayudándola con inocentes consejos que la hacían sonreír y contemplando, en fin, el brutal espectáculo de aquel salto imposible con la solemne atención que si estuviese viéndola prepararse para un sacrificio trágico de muerte.

VII

Desde entonces se quisieron como dos hermanos, y se reunían todas las tardes en la azotea, saltando la pared.

Por eso, en cuanto Elia terminaba de cuidar a los animales, acercábase a la tapia y preguntaba sonriente:

— ¿Subo?

— Sí, sube.

Un momento después estaban juntos en la azotea de Rodrigo.

— Tengo que decirte una cosa — díjola éste una tarde —: que te veré en el circo. Nos lleva mi mamá en la semana que viene, el día de la Virgen, que nos quitamos el luto.

Elia se alegró. ¡Claro! ¡Qué tontería no haber visto nunca el circo! Se debía ver todo, y por eso le gustaba viajar a ella. Muchos circos, muchos teatros había visto. Estuvo en Londres, en Berlín, en Lisboa, en Barcelona, en Madrid, y se había embarcado también, de chiquitilla, para ir a los Estados Unidos. Lo que le gustó más fué Zaragoza, porque tuvo amiguitas en el hotel, y tampoco esta ciudad le disgustaba, aunque era una población pequeña.

La oía él, abrumado por el aire cosmopolita de su charla, mirándola extático y perdido en misterios de lejanías, igual que a las muñecas finas traídas de París. Sentado en uno de los sofás de ladrillos, en tanto que la muchacha hablaba paseando, sin cesar de moverse y jugueteando con sus cintas o mirándose los pies, preguntábale cosas de los viajes, de las grandes ciudades, cuyos nombres recordaba de la Geografía como una relación de cosas inexistentes. Pero lo cierto es que miss Elia no sabía dar cuenta apenas de las ciudades visitadas, en no siendo de las fondas o los circos, y confundía a Berlín, por ejemplo, con Lisboa, sin estar cierta de si éste o aquélla eran la capital de Prusia, cosas que hacían sonreír a Rodrigo.

— Toma.

Le dió un puñado de caramelos.

— Gracias — replicó la niña galantemente.

Por fortuna, no tuvieron necesidad de pegarla en las pasadas noches al repetir la gran batuda con su salto lateral.

— ¿Haréis música esta noche?... Tú tienes dos cosas: mira el programa.

— Sí, dos números: uno de música.

— ¿Y el otro?

— El volteo en Káiser para acabar la función. — ¡Ah, lo que es menester es que lo hagas cuando yo vaya! Tengo ganas de verte en el caballo.

De pronto, propuso la niña coger nidos de los tejados de la iglesia, como dos tardes más atrás, en una excursión realizada por ambos animosamente.

Escalaron la tapia.

Al encontrarse en la azotea de la parroquia, sonreían, guiándose el uno al otro de la mano, sin atreverse a hablar hasta que se alejaron de un tragaluz que ya Rodrigo había dicho que caía a las habitaciones del cura. Pronto se perdieron al lado opuesto de las cúpulas, siguiendo la tortuosa senda trazada en la rampa de un crucero. Allí no se corría peligro de que los descubriesen, porque aquella parte daba a otra calle y el edificio de enfrente era un convento arruinado.

El cimborrio los protegía con su sombra colosal y el piso estaba resbaladizo y húmedo. Registraban los agujeros en las paredes, en las cornisas, en los tejadillos, de donde espantaban los gorriones. Se alzaban indistintamente el uno al otro en brazos para mirar las grietas. De cuando en cuando un cernícalo o un avión cruzaban fugitivos, trazando rápidos zigzás por el aire. Las salamandras rampaban por los muros con sus cuerpos gelatinosos, del mismo color que el hormigón.

Pero el peligro que surgió inopinadamente, bloqueando a Rodrigo en el ángulo inclinado de la esquina, donde el antepecho desaparecía para hundirse la cornisa en los adornos de una voluta sobre la calle, fué un avispero que con una caña acababa de levantar registrando tejas. Centenares de avispas voltejeaban irritadas, y el muchacho, antes que le atacasen, atravesó por entre ellas defendiéndose a manotazos de las más bajas para unirse a Elia y correr en seguida los dos, porque el enjambre los perseguía buen trecho.

Habían ido a refugiarse al campanazo, sin cesar de correr escalera arriba y ahogando sus carcajadas. Buen rato llevaban de caza, sin haber logrado más que nidos secos. Y se sentaron bajo la campana gorda.

Elia y Rodrigo estaban a gusto allí, cada uno a un lado de la ventana, recibiendo el aire fresco de la altura y mirando la gran profundidad del murallón. Dominaban la ciudad y los campos y les arrancaba gritos de alegría el espectáculo de las empequeñecidas cosas.

— ¡Oh, mira, mira ahí, en la plaza! ¡Qué chiquititos los árboles y los hombres debajo, como hormigas!

— ¡Ah, fíjate! El tranvía parece de juguete, ¿verdad?

Se veían los patios y las azoteas llenas de macetas, en montón interminable de casas blancas y azules, entre las que parecían estrechísimas y torcidas algunas calles. Rodrigo indicaba los sitios y los edificios más altos. Un gran paseo al extremo de la población eran los jardines del Parque, donde había estanques con peces rojos y muchas rosas; un edificio alto y viejo, la Universidad, y el Instituto, otro caserón, frente a la fábrica de hielo. Por otra parte, en un lugar pintoresco, y destacándose soberbiamente, se divisaba el gran colegio de monjas, y más allá, la Plaza de Toros. Después extendieron la vista por las llanuras interminables de la campiña, donde el Guadalvira, después de rodear en un trazo de S a la ciudad, se escondía entre huertas, volviendo a reaparecer cada vez más perdido en la distancia.

— ¿Ves el río? ¿Aquella isla de sauces? Pues allí está nuestro cercado El Galapagar, donde he pasado yo mucho tiempo.

Contaba sus correrías allí, trepando a las encinas con su hermana Petra, igual que con Elia ahora por los tejados. Tenían un barco y una hamaca, y pasaban las horas de calor bajo los sauces de la isla, columpiándose y matando mosquitos...

— ¿Ves que parece aquello una manchita verde? Pues es grande, y los sauces, cuando se está debajo, parecen todavía más altos que de aquí a arriba de este campanario...

Al mirar Elia hacia arriba, siguiendo la indicación, creyó que se le desplomaba el cielo. Un cañonazo había estallado sobre su frente, poblando el aire de temblores metálicos. Se había abatido con terror en la poyata del ajimez, quedando sus hombros contra el pecho del muchacho..., que sonreía.

Era la campana gorda, tocando a vísperas, y como ella lo había comprendido en seguida, reíase también, de modo que no hizo sino sobrecogerla ya un poco el segundo campanazo. Sin tiempo de separarse de su amigo, miraba la campana y seguía riendo...

— Escucha. Haz así.

Mientras la campana continuaba tocando, le ponía y le quitaba alternativamente a Elia las manos en los oídos para quebrantar en picado ritmo el zumbido formidable. Cuando ella se levantó tuvo que desenredar un rizo de su melena, preso en un botón de la blusa de Rodrigo.

— Oye, tú eres tan guapa como mi hermana — dijo éste.

Elia sonrió.

— Madame Andrée dice que soy como mi madre.

— ¿Estabas tú cuando a tu madre la mató el caballo?

— Sí, estaba. Y me acuerdo. Fué Kinder, un potro negro que tenemos todavía, con un lucero en la frente. Mi madre montaba a la alta escuela, con traje de amazona, también negro. Saludaba al concluir un ejercicio, pero se conoce que el director hizo seña distraídamente a la orquesta, y así que Kinder oyó el galop, partió de un salto, que arrojó contra una columna a mi madre...

— ¿Qué hiciste tú? — ¿Yo? Ya ves, era muy pequeña... Corrí gritando y vi que no tenía sangre cuando se la llevaban. Unos caballeros del público me cogieron en brazos, asegurándome que se había desmayado solamente.

Doblaba la niña la cabeza, recordando, y Rodrigo no insistió, mostrando con el silencio el respeto a sus dolores. Pero quiso cortarlos al fin, y le rogó que le explicase algunos números de la función de esta noche, cuyo programa volvió a sacar.

Elia empezó, con su humildad galante de siempre:

— Mira, la Hija del Aire son vuelos en dos trapecios , colocados sobre una red. Suben los Leotard, dos hermanos, y en seguida ella...

VIII

Sólo que los sorprendió la voz de Gloria en la azotea, llamando:

— ¡Rodrigo! ¡Rodrigo!

Gloria extrañó no verle; pero, guiada por el rumor de la conversación no lejana, no tardó en descubrirlos en la torre. ¿Quién acompañaba a Rodrigo?

Ellos se escondieron.

Maliciosa, Gloria insistió en llamarle, advírtiéndole que le había visto.

Y entonces Rodrigo tranquilizó a su amiguita, empezando a descender con ella.

Apareció él primero por lo alto de la tapia. Detrás, Elia, que no osaba apearse hasta que el muchacho lo hiciese, y miraba a Gloria sonreír:

— Bueno, ¿y qué? ¿Qué quieres tú?... Esta es una niña que vive en la fonda — explicó Rodrigo, a caballo en la pared —. ¿Para qué me llaman?

No obstante, sentía enojo de rubor por haber sido descubierto; él, que, sin saber por qué, les había ocultado a su mamá y a Petra las entrevistas de la azotea..., ¡él, que no le había dicho a nadie del mundo que soñaba con su linda amiguita por las noches!

— Está el sastre, y van a probarte un traje — respondió Gloria.

Añadiendo con burla:

— Puedes presentarle esta niña a tu mamá, que te admirará viendo cómo cazas por los tejados las amigas.

— ¿Quieres? — le preguntó a Elia Rodrigo, ingenuamente, sin notar que bromeaba la doncella.

¡Oh, no! Ya era tarde. Elia tendría que ir al circo para los ensayos: la reñirían luego, al saber que, sin permiso, había estado en casa extraña.

Se desternillaba Gloria de risa, sin perder ojo a la galantería con que el señorito llevó a la muchacha rubia de un lado a otro, escalera al hombro, para ayudarla a saltar las tapias.

Después bajaba bromeando con Rodrigo cruelmente, poniéndole de mal humor al darle la enhorabuena por la novia que se había echado al estilo de los gatos..., tan linda y que de tal modo entendía la conveniencia de permisos, según que hubiese de visitar por dentro o por las azoteas las casas de vecindad...

— Bueno, hombre; si hay cría, yo os ofrezco de padrino a Barbastristes. Cantará el Miarramamiau...

IX

Llegó, al fin, la por Rodrigo tan ansiada víspera de la Virgen.

Doña Luz había resuelto ir al circo esta noche, por no hacerle perder a Petra el paseo en fiesta a la siguiente.

A las nueve paró a la puerta el landó de Josefina. Venía sola.

Subió y la pasó a un gabinete la otra criada de la casa, Vicenta.

— Las señoritas están concluyendo de arreglarse.

Vestía la arrogante mujer del diputado un traje princesa de seda kaki, bordado de oscuras pasamanerías. Soltó la leve estola de gasas, que traía al brazo, y se sentó en el sofá, frente a la luna de la coqueta enguirnaldada.

Sonrió a su imagen gentilísima. Dos grandes brillantes destellaban en el carmíneo lóbulo de sus orejas, arropadas por el pelo sombrío y pesado.

Pero sonrió con amargura, con una amargura infinita de vida y juventud perdidas: pasábase el marido los meses en Madrid, a pretexto de las Cortes, a pretexto de perpetuos asuntos del distrito. ¿Se había casado para abandonarla tan cruelmente, porque necesitasen los electores o no un agente de negocios?...

Se hallaba nerviosa, llevaba ahora cincuenta días en una soledad desesperada de amor..., con aquella suegra fiscal y con aquel sacristanesco secretario viejo en casa, en este maldito pueblo de cascara de nuez, donde todo se sabía y donde infundía la mujer del diputado veneraciones de santa consagrada en un altar..., en un fanal...

Y la santa se acostaba, no dormía, dándole vueltas al martirio de su temperamento de brasa en aquel lecho inmenso y solitario. Esto no se lo perdonaría al marido, y tanto menos cuanto que, aun en sus raras temporadas de campestre descanso de «hombre público» (¡qué no haría él por Madrid!), se convertía el diputado en enamorado ardientísimo..., que la fatigaba, que la rendía: exactamente lo mismo que al principio de su matrimonio, cuando, en fuerza de locuras sin nombre, la despertó el hábito de estas ansias infinitas.

Llegaba alguien.

Rodrigo, que se puso como un hombrecito enfrente, alargándola la mano:

— Buenas noches... Es tarde, ¿verdad?... Pues todavía no acababan mamá y Petra de vestirse.

— ¡Hola, Rodrigo! Tienes prisa tú, ¿no es cierto? Descuida, que está el coche abajo... Pero ¡qué crecido estás, demonio! Siéntate: dame un beso.

Le tiró de la mano y le dejó caer sentado encima de su falda, derramándole en seguida una verdadera lluvia de besos.

— ¡Caramba! ¡Si eres todo un hombre, Rodrigo!... ¿Cuántos años tienes?

— Trece.

El niño intentó ponerse al otro lado del asiento, un poco aturdido y con una inquietud por toda su carne, transmitida desde aquel trémulo regazo que le sostenía mórbido y abrasador; con una inquietud aspirada en la fiebre de los besos y en el intenso perfume de las gasas de aquel pecho que él aplastaba con su hombro, porque el brazo de Josefina le ceñía tenazmente la cintura. No advertía ella su afán, y persistió en retenerle. Esto le daba rabia: no era él tan pequeñito para que las criadas y las amigas de su madre se empeñasen en seguir tratándole como cuando le rizaban el pelo vestido de muchacha.

— ¡Trece años! ¿Y tienes novia? ¡Porque a los trece años eres tú muy capaz de tener novia, chiquillo!

Acabó esto de ponerle encarnado, y ella entonces reíase y le volvía a besar... para desenojarle.

— ¡Pobre Rodrigo! ¡Qué ojazos tienes, por Dios! ¡Estás tú más desarrollado que muchos...! Haces gimnasia, ¿eh? ¡Se te conoce! No, no, y pronto habrá que dejar de besarte delante de gente a ti..., ¿sabes?..., de tan hombrón que vas siendo... ¡Bien pronto! ¿Te has fijado en que tienes ya hasta tu cierta sombra de bigote?

Habíale derribado sobre el brazo izquierdo en su transporte de afecto, y, mientras con la otra mano le sujetaba la barba, inclinábase a besarle las mejillas de tiempo en tiempo, riendo siempre, entre exclamaciones joviales,

— ¡Rodrigote!... ¡Muchachón!

Era una prisión dulce que le torturaba. El niño, como una amapola, tenía bajos los ojos y sentía en su cuerpo, a través de la seda crujiente y resbaladiza, el calor de Josefina..., santo como el del regazo mismo de su madre, de quien esta señora era amiga, y que, sin embargo, le llenaba de vergüenza y confusión..., de no sabía qué cosa que pugnaba desde su sangre por no romper en su cerebro como una revelación maravillosa y consciente de algún enorme misterio de la vida.... Y sentía también, cuando aquellos besos le estrujaban jugosos la boca, una cosa extraña que le violentó más..., y que no podía explicarse...; algo así como si le besara con besos que..., en fin, ¡no sabía..., con besos que nunca le habían dado a él!.., ¿A qué venía todo esto?... Precisamente por ser tan «besucona» esta señora le fastidiaba y no la miraba nunca frente a frente, por vergüenza, o por rabia, o por lo que quiera que fuese...

De pronto, se lo quitó ella de encima. Se había abierto la puerta, apareciendo Gloria, que, al notar el brusco ademán, se detuvo azorada, vacilando sin marcharse...

— Entra, entra, muchacha. ¿No están? ¿Qué quieres?

— Los guantes de la señorita. Sí, están ya arregladas.

Veíanse encima de un mueble los guantes.

Mientras fué Gloria a cogerlos, Josefina se dobló hacia Rodrigo aún y le dio un maternal beso en la frente.

— Es graciso eso, chiquillo. Pero, en fin, en el coche seguirás contándolo... ¡Nos vamos!

Se puso en pie y salió inmediatamente que Gloria, llevándose la manteleta al brazo.

Y como Rodrigo no había contado nada, continuó un momento desplomado en el sofá, sofocado de calor y con los ojos muy abiertos, cuan si quisiera, en un agudo empeño de su vida, penetrar aquel inmenso misterio que hubiese, fugaz, aleteado alrededor suyo.

X

Alcanzó en la escalera a todos.

En el landó, abierto por la hermosa noche, se sentó cerca de su hermana y enfrente de su madre. Esta llevaba al lado a Josefina, hablándola de que había despedido a la cocinera a causa de su empeño en echarle ajos a la sopa. «Tan terca, que los echaba machacados últimamente para que no se viesen..., y sabía siempre la sopa en su casa a fósforos...».

Cuando pasaba el coche junto a los escaparates de los comercios, miraba el niño con recelo a Josefina, siempre con su conversación de la cocinera. Pero descubrió al final de una calle las luces del circo, y ya no pensó sino en lo que iba a ver, en su amiguita Elia, que correría sobre el caballo.

Exactamente igual que se había Rodrigo asombrado cuando le explicó don Alberto que las estreellas eran mundos mayores que este mundo nuestro, que le parecía un globo colosal rodeado de un cielo con chispas de luz, así ahora le asombraba, con no menos intensidad, pese a la pequeñez de la comparación, que este circo, por junto a cuya fachada vieja había pasado muchas veces, tuviera dentro un recinto capaz de contener tantos dorados, tantas luces y tanta gente que se reía en un escándalo de carcajadas a la vista de los clowns... Luego había verdaderas diversiones fuera de su casa. Luego Elia tenía razón, y el mundo de la alegría era más grande, más amplio que aquel mundo que él creyó reducido a sus sauces del islote, a su azotea con la vecindad de las cúpulas del Carmen y a sus paseos con el señor cura camino del Vivero.

Una despierta inquietud le hacía girar la cabeza con ojos investigadores, como quien iba aprendiendo a sospechar un misterio oculto en cada una de las insignificantes cosas. Y aunque no pensaba ya en los besos y la mentira de Josefina, dijérase que en la boca habíale ella infundido gran parte de su curiosidad esta noche. En la gloria de claridad vertida por los globos eléctricos y por las baterías de bombillas que, de columna a columna, recorrían la altura, veía los demás palcos como una orla movible de gasas y abanicos y trajes claros ciñendo la pista y los círculos de sillas de su alrededor. Detrás se agolpaban los espectadores en la valla que limitaba el paseo con la barrera blanca de la gradería, por cuya niebla de luz subían las filas de cabezas a perderse en multitud informe sobre el rojo sombrío del decorado.

Rodrigo lo miraba todo. Le atraían los saltos y las bofetadas de los clowns, vestidos de púrpura y con grandes soles a la espalda; pero el estruendo de las carcajadas del gran público, rodando de las gradas como descargas de fusilería, le hacía volverse atrás, muy serio. Después descubría en la penumbra del techo trapecios colgados y extraños aparatos sujetos por cables de alambre, que cruzaban el espacio en todas direcciones, y, siguiendo el desorden de su atención, desde los antepechos calados de la galería alta y desde los arabescos y purpurinas de las cenefas, caían sus ojos en el telón del escenario, allá enfrente, donde un pálido celaje, visto entre pintados cortinones de raso y terciopelo, prestaba su frescura a un grupo indolente de diosas. Una parecía más rubia, en primer término, deperezándose con los brazos en alto y erguida la espalda sobre la hermosa cadera de perfil; precisamente, por dos veces, desde aquella mórbida desnudez pasó la mirada de Rodrigo a los labios de Josefina, yendo, al fin, como en fuga, a los juegos y extravagancias de los payasos.

XI

En cambio, la curiosidad de muchos espectadores de los palcos y de las sillas parecía tener al de Rodrigo por objeto. Buscaban los lentes a Petrita, divina con su pelo oscuro partido en bandas y su vestido claro que le aprisionaba el talle, graciosamente apoyado en la almohadilla escarlata de la baranda del antebrazo, cubierto por el guante, entre cuyos blancos dedos brillaba el nácar de los gemelos. Buscaban también a Josefina, con su arrogancia de mujer hermosa y su distinguida altivez de virtuosa dama, sentada junto a la noble doña Luz, que vestía severamente de negro.

Al entrar, habían contestado acá y allá los saludos de algunas personas de su amistad. Aurora y su madre estaban con la familia del gobernador; Pedro Lujan, en el palco del teniente coronel Romero, y Luis Contreras, en una silla de primera fila, cerca del callejón de las cuadras, donde, cuando terminaron los clowns, una doble fila de criados con librea azul dejó calle a un equilibrista, mientras la orquesta rompía en un vals lento. También estaba en sillas Román de Herrera, el joven estudiante de último de Leyes y ya novio de Petra. — ¡Tonta, mírale! ¡Vuelve la cabeza! — la aconsejaba Josefina,

Y como en la disposición que se habían sentado quedaba Petra dándole al novio la espalda, esperó que el equilibrista concluyese y le propuso a la joven cambiar de sitio con el pretexto de «favorecer a los enamorados» . No tardó en descubrir algo ingrato: cerca de Román ocupaba otra silla el maldito notario eclesiástico..., el único hombre que, con su capa de beato, osaba hacerle la corte...; ¡pero qué hombre, gran Dios!... Le observaba mirarla con descaro a través de unos enormes gemelos negros de latón, por debajo de los cuales, y entre sus manos morenas y huesudas, no se descubrían sino la boca grande de macho cabrío, con dientes amarillos, rodeada de hirsuta y rizosa barba de azabache. El cráneo, completamente calvo, excepto por encima de las orejas, relucía como una vieja calavera bruñida y puntiaguda.

Era la primera vez que le veía sin sombrero, y llegaba Josefina al colmo de la repugnancia. El hombre aquel que, a fuerza de cinismo, quería imponérsele, sin disimular siquiera su fealdad, la llenaba de ira. Pasaba de los cincuenta años y, ¡oh, adorador macabro!..., ¿no juzgaba siquiera indispensable para merecerla ni aun limpiarse aquellas uñas largas y achocolatadas por el tabaco, que lucían festones de negrísima porquería?

Rabiosa contra él, cayeron sus ojos en Rodrigo, muy atento a ver cómo cambiaba el espectáculo.

XII

Sonó la música. La formación de fracs de bayeta azul dió paso a dos nuevos artistas. Rodrigo, sentado entre Petra y Josefina, miró el programa: Hermanos Leotard, los hijos del aire. Vestían igual raso celeste, sembrado de lentejuelas de acero; apenas se delataba el distinto sexo por la cabellera, más rubia y más larga, y las piernas menos musculosas de ella. De la misma estatura y casi de la misma edad, era igualmente rosado el rostro de ambos jovencillos, a quienes acogió un largo aplauso, que duraba todavía cuando, desde la red, treparon a los trapecios, maroma arriba, allá a quince metros del suelo.

El resplandor de los globos heríalos de cerca como lunas, y cuando, poco después, se balanceaban por entre las baterías eléctricas, sus cuerpos rielaban de reflejos como unos peces del aire incendiado en luz.

Rodrigo, con ambos codos en la barandilla y la barba en las manos, estaba absorto por el arriesgadísimo ejercicio. Había callado la orquesta, y miss Leotard se arrojó al trapecio oscilante de su hermano, donde le esperaba éste en corvas, asiéndola por las muñecas. Inmediatamente tornó a desprenderse hacia su trapecio, cogido al vuelo con admirable precisión; al despedirse de uno al otro, lanzaba, pequeños gritos, resonantes sobre el silencio del circo como los gritos de la lechuza en los templos a media noche.

Igualmente, Petra parecía maravillada con el espectáculo, que la hizo olvidarse de su novio y de la dignidad, un poco violenta, que quiso antes adoptar al verse adulada por la admiración extraña. Esto contrariaba sin duda a Román, sólo fijo en ella. Pero Petra surgía aquí, niña como era, con todo el candor de su alma excitado en la piedad de un peligro, en medio de las ansias egoístas que su belleza despertaba a los hombres y por completo ajena ahora a tales artificiosos enamoramientos y a tales pleitesías. Los gritos seguían cayendo de la altura secos, imperativos, solemnes, cual avisos de alerta ante la muerte, y el cuerpo ligero de la artista cruzaba el espacio, mientras algunas señoras bostezaban en sus plateas y algunos caballeros se aburrían con elegancia leyendo los periódicos. Seguía callando el gran público, sobrecogido en un entusiasmo mudo de terror, y Petra y Rodrigo volvieron un instante a sentirse juntos por su antigua infantil atención de cariño.

— ¡Oh, se cae! — exclamaron una vez que la Leotard se arrojaba, dando vueltas, a los brazos de su hermano, y, hermanos ellos también, se estrecharon instintivamente la mano sobre la falda de Petra, permaneciendo así en alianza de amor y mostrando siempre, con la mirada arriba, la pureza de ángeles en el blanco azulino de sus ojos. Vieron, al fin, a los voladores suspendidos uno del otro, inmóviles, para lanzar otro grito siniestro y precipitarse, en una vigorosa contracción, cada cual por un lado, al vacío, cabeza abajo, dando volteretas en la caída hasta la red, que se hundió al recibirlos, rebotándolos y haciéndoles rodar como pobres pajarillos enredados en las mallas... La ovación fué delirante. Se les hizo salir a la pista muchas veces.

— ¿Ves, mamá? — dijo piadosamente Rodrigo —. ¡Los harán empezar de nuevo y pueden matarse!

Doña Luz había seguido el trabajo con lágrimas en los ojos, pensando que quizá también estuvo mirando a las pobres criaturas su madre, ahogada por el dolor.

Sin embargo, no significaban los aplausos más que la ternura del público, y los Leotard desaparecieron.

Venía el descanso. Un mozo lo anunciaba, enseñando desde la pista la tablilla.

XIII

Todo el circo se removía. Los pasillos se llenaban de gente. Petra volvía a mirar en derredor a su novio, que parecía reconvenirla desde lejos por el olvido de diez minutos; a sus amigas, que reían y charlaban por los palcos; a los jóvenes, que la contemplaban. Al lado allá de la pista descubrió al ayudante del general con otros señores. Un caballero viejo y de color de pimienta la faz, entre las mechas de canas, quería comérsela con los ojos... Todo esto la obligó a entrar nuevamente en la realidad. Adoptó su aire indiferente y grave. No, no iban allí las jóvenes bonitas a ver ni admirar ninguna cosa, según acababa de repetirle Josefina, sino a convencerse de que eran lindas y demostrarlo, a ocuparse de los otros, a estudiar el modo de conseguir mayores admiraciones para fingir desdeñarlas... La magia que producen siempre los espectáculos en que el juego del arte se une al juego solemne con la vida la abandonó bien pronto, igual que se le borraba el misticismo de las oraciones cuando iba a la iglesia con Aurora, que la distraía. Tornaba Rodrigo a mirar la diosa desnuda del escenario los dorados, las luces, los labios de Josefina..., la diosa otra vez..., las sonrisas de su hermana a no sabía quién..., y entre tanto la madre los observaba a ambos, o, mejor dicho, hacía en ellos reposar sus ojos de caricia, contenta porque se le antojaba estar más con los dos cuando no estaba la aturdida y absorbente Aurora, útil, a pesar de todo, según decían, para ir habituando a Petra a la sociedad.

En el palco entraron el teniente coronel y su hija. Visita de entreacto. Por el lado de las sillas se acercó a saludar Pedro Lujan. Las conversaciones se empeñaron pronto: de secretillo, entre Petra y su amiga, y general, para los demás. Pero estaba triste, más nerviosa, la mujer del diputado, que se irritaba al ver de pie al notario, encañonándola con sus gemelos monstruosos. En un rato que doña Angeles dialogó con el artillero, se acercó a Rodrigo y conversó con él acerca de si le iba gustando el circo.

XIV

Llegaba el momento de gran expectación para Rodrigo. Los timbres anunciaban el principio de la segunda parte, cuyo primer número pertenecía a Elia. Fijándose bien, pudo ver su melena rubia entre el tropel de criados y artistas a la puerta de la cuadra, donde un gran caballo blanco en panneau asomaba la cabeza.

Emprendió la música un galop, se formaron las filas de sirvientes, y corriendo, de improviso, aparecieron en la pista un clown gigantesco y otro minúsculo, de frac granate y calzón flojo de seda, tocando los violines y persiguiendo el gigantón a la niña. El público prorrumpió en un aplauso a Elia, y Rodrigo la encontraba muy graciosa con sus movimientos continuos de electrizada y su sonrisa en la mancha bermellón de los labios. El también la aplaudía. Pero no podía verle la pequeña artista, que no paraba un segundo, sin cesar rodando o corriendo con Grossi, mientras que los violines seguíanle a la orquesta su ritmo desenfrenado. Era un vértigo, un agitarse diablesco de remolinos en pasos de baile inglés, con zapatazos sobre la tabla, en saltos y contorsiones, en encuentros, a cuyo tropiezo rechazábanse rodando para erguirse y correr otra vez sin cesar la música, cada vez más viva, más apremiante... Y, tocando siempre, tan pronto se veía a miss Elia en marcha triunfal por las piernas y el pecho adelante del clown, tendido al modo de Gulliver en sueño, como a él de pie y esperando que por el muslo se le encaramase encima para arrojarla desde los hombros en salto mortal, o ya persiguiéndola y escapándose la clownesa por lo alto de la barrera, tirándose mutuamente los violines, que les caían al vuelo clavados bajo la barba, alcanzándola y colgándosela al brazo para que tocase cabeza abajo, despidiéndola y haciéndola caer de pie como los gatos, hasta que, por último, la recibió sobre la cabeza, espaldas arriba, y música, y galop, y Grossi y miss Elia desaparecieron, cual habían entrado, en un torbellino de sorpresa, que no dió tiempo al público más que para aplaudir y reírse locamente.

Palmoteaba Rodrigo, uniendo su gozo a la aclamación general; Grossi y Elia volvían, saludaban tranquilos ya, sin violines. Y una, dos, tres veces, fué Rodrigo, el niño, ¡qué bien lo advertía Josefina!, quien recibió los besos llenos de gracia de la menuda artista, entusiasmada de triunfo.

«¡Caramba, claro que podía saltar tapias sin escalera!»

Y puesto que Petra y Josefina parecían interrogarle acerca de aquellas preferencias, que habían hecho volver la cabeza a algunos, tuvo que explicar:

— Sí, somos amigos. Vive en el hotel y nos hemos visto en la azotea. ¡No tiene madre la pobre!

— ¡Aaah!... ¡Bien, bien, niño! — prorrumpió la mujer del diputado largamente, quedándose pensativa.

Empezaba otra cosa.

XV

El caballo blanco salió a la pista, y mientras que lo paseaba un sirviente hacía muecas un payaso, que se puso en seguida a enamorar a la bailarina que debía montarlo. Salvo que la artista, rubia también, era una gentil alemana, que gustaba a los jóvenes de las sillas, este número aburrió evidentemente con sus saltos y sus aros de papel que la bella écuyère iba rompiendo.

Pero de pronto el circo quedó a oscuras, porque en el escenario, donde el telón se había levantado, debía bailan serpentinas la hermosa Armida Barton, una de las principales atracciones de la fiesta. Sonó la orquesta en las tinieblas, viéronse en la escena relámpagos de luz Drumont y en dos haces de claridad, enfocada desde los bastidores, apareció, como incendiada en fuegos metálicos, una especie de gran mariposa. El público rompió en largo aplauso frenético, y después se hizo nuevamente el silencio, donde brotaba, como un conjuro, el hilo de aquella música lejana.

Rodrigo hallaba fantástico el cuadro. No se movía. Los reflejos de hoguera, los cambios de colores, los torbellinos de olas rojas, azules, verdes, amarillas, qué envolvían aquel cuerpo esplendente de hada, entrevisto apenas en los giros de su manto fúlgido y volador, le dieron la impresión de un sueño hermoso, de fuegos fatuos en una noche infinita y negra. A lo mejor desaparecía la artista en un jirón de resplandores de grana, en una llamarada rota que se extinguía, y luego volvía a reaparecer en otro ángulo de la escena con los fulgores tenuísimos, fosforescentes como la estela de un astro, creciendo en ráfagas de luz cambiante para abrirse de nuevo en seno de incendiado y furioso mar, cuyo oleaje la arrebataba y la hundía. Así fué un largo rato que le arrobó de encantó.

Cuando desapareció del todo y calló la orquesta y la blanca luz del circo inundó a los espectadores, provocándoles a una rabia desesperada de aplaudir, se alegró Rodrigo, porque esto sí hallábalo extraordinariamente bello y le gustaría que lo repitieran toda la noche, aunque fuese... Mas su afán le engañaba: el público no quería ver sino el cuerpo de la bailarina, no en balde anunciada y célebre como hermosa. Volvió la oscuridad afuera y volvió a la escena la artista, arrebujada en su manto centelleante de gloria bajo el chorro de plata luz. Sonrió, abrió el manto y apareció su cuerpo desnudo, de un rosa translúcido y suave, en la gruta que le formaban las sedas pálidas donde se recogía la claridad nacarina de una colosal madreperla.

Y permanecía así, inmóvil, enseñándose, con su rosetón de pedrería en la diadema de la frente; desnudo, completamente desnudo el cuerpo incomparable.

Es decir, completamente desnudo para Rodrigo y Petra, que no conocían las mallas de matiz de carne con que cubría las suyas Armida. Para Rodrigo, sobre todo, que ya, aturdido y avergonzado, no volvió a palmetear cuando, al cubrirse la mujer, renació el escándalo que exigía mirarla nuevamente. Había que complacer. Era la condición del éxito..., y otra vez después, y otra, y otra, y resonaban besos, y aquello no tenía término..., y hasta la sonrisa y los brazos se le cansaban de extender el manto, en una fatiga humilde para satisfacer la rabia sensual de tantos ojos.

Pero estábase acordando de la novia desnuda que, según Gloria, se mostraba al novio y sus amigos. No le pareció ya tan inverosímil, puesto que esta mujer se mostraba aquí, delante de la gente; Rodrigo, por su parte, acordándose del pecho de Gloria y de los labios de Josefina, cuya respiración en la oscuridad estaba sintiendo, se preguntaba a qué venía esto..., por qué motivo querían verle el cuerpo a una mujer... Y la respuesta bullía en su sangre, en su corazón, en su cabeza ardorosa, como el principio, aún vago e indeterminado, de un contagio de la sensualidad feroz que hacía en aquel instante respirar con violencia a tantos hombres. «¡Oh, por qué, por qué le había besado Josefina y por qué miraba él también, a su pesar, el cuerpo de Armida Barton!»

A brotar terminantemente iba la respuesta, precisa, levantada en clara idea por los instintos quede su ser entero le subían al cerebro, despertados por la femenina desnudez... Iba a brotar, iba a saltar la idea triunfante de un gran misterio más de la vida... Pero cayó el telón para no alzarse, y el misterio sólo quedó quebrantado en el corazón del niño.

La luz blanca del circo le hizo apoyar la frente sobre la mano para descansar.

XVI

Halló desprovisto de interés, ni más ni menos que el público, extenuado bajo la pasada obsesión del imperio de un deseo, cuanto seguía del espectáculo. Hércules levantando pesas y doblando barras, caballos en libertad, un hombre que imitaba con perfección notable cantos de pájaros...

— «¿Por qué se quería ver el cuerpo de Armida? ¿Por qué habían sonado tantos besos en lo oscuro?»

Pero Josefina, más que nadie, se hallaba fatigada, inquieta. Ya antes había, hecho alguna indicación de cansancio.

Se le ocurrió algo de improviso, puesto que se levantaba.

— Ven, Rodrigo; llévame. Quiero saludar a la gobernadora... Un momento, ¿eh? — se disculpó con doña Luz —. Luego vuelvo.

Levantóse el niño. La siguió.

Pudo ella ir por la galería de los palcos, pero prefirió salir y dar la vuelta por el corredor desierto de fuera de la sala. No llevaba prisa.

— ¿De modo que tú eres amiguito de esa joven, y la sonríes y te sonríe?

— Sí — respondió breve Rodrigo.

— ¿Que vive en la fonda de al lado de tu casa? ¿Y os veis en la azotea?

— Sí.

— ¿Todos los días?

— Todas las tardes. Por las siestas.

El la examinaba perplejo.

Acortó ella el paso más aún, pero marchó en silencio.

Luego dijo sin mirarle, muy despacio y observándose las puntas de los pies al andar:

— Tú, Rodrigo, debías decirle a tu criada, a esa Gloria, que no estabas sentado en mí ni yo te besaba antes..., sino que te me habías acercado para ver esta pulsera mía que tiene una virgen del Pilar...

— Y... ¿para qué? — interrogó con miedo el muchacho.

— Para que sí — continuó ella más lenta y cortada —. Ya te lo diría si tú quisieses ir, como antes, a mi casa, a comer alguna vez. ¡Ya no vas nunca!

Puesto que él no replicaba, ella prosiguió:

— Te lo diría... Es decir, te reñiría, Rodrigo... porque tú eres ya un hombre... ¡un hombre!... no un niño... y me has besado antes de un modo singular... — ¿Yo? — protestó la última inocencia del muchacho.

Pero llegaban.

— ¡Sut! — impuso ella.

Y abrió la portezuela del palco.

Tardó Rodrigo buen rato en llegar al suyo, de vuelta por la galería, como borracho, vacilante...

Se calmó. Le desvaneció la turbación el espectáculo ansiado, al volver a la pista.

XVII

Ya piafaba en ella la jaquita negra llena de cascábeles y atalajada de correajes blancos. Elia apareció de jockey, como un muchacho, con la ancha blusa y la gorra de raso verde, encaracolada de tirabuzones la melena. Enviaba besos, saludaba a Rodrigo. Inmediatamente, sin haber cesado de hacer piruetas y reverencias, se acercó a Káiser, montó y, al son de la música, se emprendió un galope. Festejaba al público, a Rodrigo también, al pasar con la gorra en la mano, tan linda la muchacha, tan graciosa, que cautivaba a todo el mundo con su sonrisa dulce. En mitad del ruedo estallaba la larga fusta del director.

No tardó Rodrigo en observar que la jaca, sin embargo, se paraba después de cada trabajo, o galopaba más aprisa o más despacio, antes obedeciendo a la orquesta que al látigo. De rodillas vió repentinamente a Elia sobre el ancho lomo de Káiser a la carrera, mientras se sujetaba con las manos a las correas con asa que le servían para variar de posición. Menos mal; así era difícil una caída, con tal de que se cogiese bien... Pero como de repente vió que en uno de los vaivenes del cuerpo de Elia, que seguía los violentos impulsos del caballo, ella se arrojaba hasta tocar tierra con la punta de los pies, botando en seguida encima y repitiendo esto en dos vueltas a la pista, empezó a juzgar menos sencillo el ejercicio. Parado Káiser, Elia se volvía siempre a saludar a Rodrigo, hasta que arrancaba a un nuevo ritmo de la música. Rodrigo recordó el potro negro que mató a la madre de su amiguita en Lisboa.

Faltábale recorrer la escala entera de la admiración. Por algo se anunciaba a Elia como «asombrosa artista» en tan grandes letras como a la Barton. Aquella niña de once años ejecutaba todo lo que en esta clase de trabajos se había hecho hasta entonces por jockeys de veinte. Por eso, prescindiendo de nimiedades, viósela de pie sobre la jaca, azuzándola con ¡haps! ¡haps! de fingido espanto, mientras retenía la brida y parecía, encorvada, vacilar siguiendo los impulsos del galope; viósela erguirse después, los brazos hacia arriba, triunfante y flameando la gorra al recoger los aplausos.

Luego se dedicó a una tarea incomprensible para Rodrigo: agachábase, desabrochaba una correa y la lanzaba atrás en la carrera: se inclinaba y volvía a quitar otro arnés; y, en fin, abrazada al ancho cuello del animal, cuyos ojos combos llameaban, le despojó de los cascabeles y de la brida, dejándolo en pelo — para seguir ella encima en un pie, como amazona de los aires, mientras Káiser, alargando la cabeza, corría veloz con la nariz abierta y la crin tendida, al modo de un fugitivo salvaje de las pampas. Un salto mortal... otro... Y el público palmeteaba y enronquecía de vítores... hasta que al tercer salto quedó Elia, desde el caballo, en el centro de la pista, graciosa, sonriente...

La ovación era enorme. Rodrigo se ahogaba, mirando casi con ira de dolor a Elia, que le sonreía. Su alma protestaba de estos ejercicios vertiginosamente bárbaros, que parecían reservarle exclusivamente a ella.

¿Y no había terminado aún? ¿A qué nueva y mayor atrocidad iban a obligarla, puesto que aquélla había ido en una gradación hacia lo horrible?

Se trataba de un salto que desde la arena la quedara de pie sobre el caballo a escape. Siendo la artista tan pequeña, se necesitaba que Káiser corriera cuanto podía, a fin de que al tenderse e inclinarse en el círculo de la pista, se hiciese más accesible. Ya el aire loco de la orquesta y los latigazos del director le había lanzado, velocísimo, como una centella, en la lluvia de tierra que despedían los cascos. Elia, que comprendió sin duda la congoja de su amigo, procuró tranquilizarle con una sonrisa más dulce, ebria y segura de sí, con el halago incesante de los aplausos. Se perfiló con Káiser, corrió y se lanzó sobre él, dando un penetrante grito... Y el grito encontró inmediatamente un eco formidable y espantoso en el circo entero, que se levantó de horror: se había visto a Elia resbalar sobre la jaca... entre sus patas después, allí sacudida y pisoteada y lanzada al centro de la pista, exánime.

Fué un segundo. Káiser se paró dando botes, y el director y unos cuantos artistas se precipitaron hacia la niña...

Lloraba y pateaba Rodrigo, desesperado, en el tumulto del público. Lloraba mucha gente. Lloraban las señoras en las plateas... A través de las lágrimas, cuando, iniciada por la compasión una dispersión general. Petra, doña Luz y Josefina, recogida al paso, salían, vió todavía Rodrigo la gorrita verde de la niña a un lado, mientras que a ella la transportaba un grupo de gente — entre cuyos cuerpos descubríase, colgando, llena de sangre, la rubia cabecita.

— «¡Como su madre!» — pensó Rodrigo refregándose los ojos con el pañuelo después que hubo el grupo desaparecido en el interior... Sentíase cobarde para escapar a verla, a besar a la pobre amiguita suya.

— «¡Como su madre!»

Una noticia le llegó en la puerta. Una noticia que aumentó su aflicción y que le hizo llorar más por el miedo a que muriese:

— «¡Vivía miss Elia!»

XVIII

Sigilosa, riente, perversa la curiosidad en su cara abrió el falsete Gloria y entró en la alcoba. Rodrigo volvió sobre la almohada la cabeza.

— ¡Qué! ¡El agua, hombre!

— Pues ¿y mi ama Charo?

— Durmiendo. ¿Qué tal de circo? ¿Quieres tú que las viejas velen a estas horas?

Colocó en la mesa de noche la copa y la botella.

No se iba Gloria, riéndose entre mirar al suelo y a alguien que estuviese fuera del falsete.

— ¿Quién es? — preguntó receloso Rodrigo.

Vicenta, la otra criada, entró de puntillas con la misma expresión maligna en su ancho semblante de bruta picado de viruela.

Se contemplaban las dos, invitándose mutuamente a preguntar algo, y un puf de reprimida risa las doblaba contra las rodillas.

Por último se le encaró Gloria en cómica seriedad de maestra que reprende:

— ¡Y muy bien, niñito! De modo que no le basta a usted andar de caza por los tejados, como los gatos con dolor de muelas, sino que se esconde con las señoras guapas que visitan a mamá. ¿Puede saberse qué hacían ustedes en el gabinete?

Un poco más que comprendió en otros días las intenciones de Gloría, mas no del todo, comprendió Rodrigo esta pregunta; y en los ojos de Gloria veía una picaresca decisión tan intensa que le alucinaba.

Enrojeció en oleadas de vergüenza que le llenaron de un fuego dulce las mejillas y las sienes.. Despertaba su asombro de marea de vida. Sorprendíale que le ruborizase el hallar sorprendida y escandalizada a Gloria por los besos de Josefina, y fijo en Gloria seguía, hipnotizado con el presentimiento de aquel gran misterio fugitivo en la desnudez mágica de la Bastón. Tal misterio se le aparecía otra vez en la actitud burlesca de estas dos mujeres, que llegaban calladas en el silencio, cual si los rezos de antes de dormir le hubiesen conjurado esta noche alrededor de la cama blanca dos diablos en lugar de dos arcángeles.

— ¿Qué te hacía doña Josefina? — preguntó también Vicenta con igual cínica pudibundez.

Y esta fué la señal para que Gloria se desatase en horrores, queda la voz a fin de no despertar en la contigua alcoba al ama Charo:

— ¡Doña Josefina! O a ella él. Es un santito más largo que el día la juncia. ¡Mírale, que no ha roto un plato!... ¡Claro! Le va mejor de niño chiquitín, con sus trece añazos en el rabo: porque así, a lo tonto a lo tonto, se deja besar y tentar por las señoras, y se arrima a las faldas que es una bendición de Dios. Y no le arriendo yo la ganancia con el tonto a las... muy zorras que lo soban y lo besuquean, creyendo que no sabe lo que se pesca, cuando a lo mejor baja de los tejados aprendiendo con las titiriteras a encargar niños a París. Si te lo traen, nosotras iremos al bautizo, ¿sabes?... Y otra vez le dices a doña Josefina que cierre por dentro, tú, para no tener que poner a la gente colorada...; lo mismo que te avisamos que ésta y yo cerramos desde esta noche por dentro, no sea que despertemos a lo mejor contigo entre las patas.

— ¡Uaá!... ¡Puercas! — gritó el chiquillo en el colmo de la ira, sentándose en el lecho y dispuesto a llamar —. ¡So puercas!

Pero cuando buscaban sus ojos algo que tirarles, ya las dos habían salido en un huracán de faldas, con un holgorio de risas y de pisotones que se perdió a lo largo del pasillo.

Rodrigo permaneció sentado, ambas manos atrás, apoyadas sobre el almohadón, en la misma posición rabiosa que le dejaron.

Un gesto de dolor, de torcedura, contraía su frente y dilataba sus labios, con los dientes apretados, con los ojos fijos en la contemplación áspera y brusca de un cuadro desagradable.

La revelación quedaba hecha por estas reveladoras; la revelación del gran misterio que había hervido algunas veces en la sangre del niño.

Pero quedaba hecha de un martillazo. De un modo brutal, forzado; ni siquiera con la violencia pasional que horas antes pudo surgir de otras reveladoras — dicha a besos entre los labios de una mujer hermosa, ni aun con la violencia de un cuerpo desnudo visto repentinamente entre disculpas de músicas y colores... Quedaba hecha con la violencia repugnantísima, canallesca y grosera de las palabras saltando en burla, en escarnio.

¡Por eso quedaba triste el niño sintiéndolo, pero sin comprender que le habían arrebatado de la vida un goce supremo e infinito de virginidad, a que le llevaban por poéticas e insensibles gradaciones para más tarde los ojos verdes de otra niña: ¡la Naturaleza!

XIX

Eran demasiadas emociones y por demás contrarias.

Amaneció con fiebre.

— Fiebre cerebral — dijo el médico —, que le retuvo en el lecho dos semanas.

Tenía delirios, y en sus delirios no podía estar la pobre hermana junto al lecho... poique decía el enfermo cosas incoherentes — con demás coherencia en el asombro de Petra — de «besos», de «bocas de mujer», de «Gloria que le daba el pecho...», de «una niña que se mataba en un caballo...»

Lloraba Petra, riñendo a Gloria en la puerta de la alcoba muchas veces:

— ¡Tú, sí... tú le has dicho todo eso! ¡Tú... como a mí!

La muchacha se disculpó rabiosa, contando cómo la había sorprendido una noche besándole como loca, «ardiendo, la muy...», a doña Josefina. Y como Petra veía a Josefina entrar y sentarse a velar al enfermo muchos ratos... se iba a su cuarto y lloraba... lloraba... por no sabía qué inocencias perdidas de ella y de su hermano, perdidas para siempre.


* * *


Seguía pasando Josefina al lado de él las tardes, fiel cariñosa del ahijado del marido, y, cuando en algunos ratos salían Petra y doña Luz, besaba, besaba al débil convaleciente... que se dejaba besar con espanto de delicias, y que la devolvía los besos, habiendo aprendido, además, a alejarla él mismo de la almohada si llegaba gente.

— Sí, ¿sabes?... Los domingos vete a comer a casa, tonto. Son los días que paso más sola... y me aburro... porque la madre de tu padrino come siempre ese día con su hija Estrella... ¿No irás?

— ¡Sí, sí iré! — decía en un temblor solemne Rodrigo.

En sus insomnios de estas noches, eran dos los fantasmas que poblaban sus visiones: uno, el de Elia, pura y dulce, blanca, muy blanca; otro, terrible, el de Josefina, de lumbre, de llamas, como el de la Armida Barton desnuda para que la viesen las gentes... Pero la idea de que él podría, quizá... ¡quizá!, ver así él solo a la mujer de su padrino, le llenaba de atrayentes horrores infinitos.


* * *


Cuando Rodrigo se levantó, supo que la compañía del circo se había marchado, ya bien Elia del todo de sus heridas en la frente. Se lo decía Josefina sonriendo, y él... ¡ahora sí!, miraba de un modo siniestro y singular a Josefina, prometiéndola obediente ir a comer a su casa.

Se levantó, por fin, una mañana y subió dos días después a la azotea, recorriendo la iglesia, extático, horas enteras en la torre, con la contemplación de los horizontes lejanos por donde había desaparecido Elia.

Una tarde encontró su nombre, RODRIGO, grabado sobre los ladrillos del caballete en la tapia que caía al hotel.

Elia lo había escrito con una piedra y un clavo.

Su despedida.

Y algo así como el epitafio de una candidez, trazado por la niña rubia que pronto también la perdería... entre clowns y entre caballos.


Publicado el 3 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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