Felisberto Hernández vuelve a recurrir a los recuerdos de su infancia para desgranar intuiciones y evocaciones, en concreto, las clases de piano con Celina, su profesora. Esta obra recibió el premio del Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay y el autor llegó a considerarla su preferida.
Como estábamos en invierno, pronto era la noche. Pero las
ventanas no la habían visto entrar: se habían quedado distraídas
contemplando hasta último momento, la claridad del cielo. La noche subía
del piso y de entre los muebles, donde se esparcían las almas negras de
las sillas. Y entonces empezaban a flotar tranquilas, como pequeños
fantasmas inofensivos, las fundas blancas. De pronto Celina se ponía de
pie, encendía una pequeña lámpara y la engarzaba por medio de un
resorte, en un candelabro del piano. Mi abuela y yo al acercarnos nos
llenábamos de luz como si nos hubieran echado encima un montón de paja
transparente. En seguida Celina ponía la pantalla y ya no era tan blanca
su cara cargada de polvos, como una aparición, ni eran tan crudos sus
ojos, ni su pelo negrísimo.
Cuando Celina estaba sentada a mi lado yo nunca me atrevía a
mirarla. Endurecía el cuerpo como si estuviera sentado en un carricoche,
con el freno trancado y ante un caballo. (Si era lerdo lo castigarían
para que se apurara; y si era brioso, tal vez disparara desbocado y
entonces las consecuencias serían peores.) Únicamente cuando ella
hablaba con mi abuela y apoyaba el antebrazo en una madera del piano yo
aprovechaba a mirarle una mano. Y al mismo tiempo ya los ojos se habían
fijado en el paño negro de la manga que le llegaba hasta la muñeca.
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Publicado el 14 de febrero de 2025 por Edu Robsy.
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