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Este texto, publicado en 1930, está etiquetado como Cuentos, colección.
Cuentos, colección.
16 págs. / 28 minutos / 200 KB.
10 de febrero de 2025.
Una tarde, cuando yo tenía quince años, volvió a casa la madre de Ana. Resultó que Ana había estado hasta hacía poco en un manicomio: los médicos habían dicho que aquello era pasajero y le encargaron descanso y aire puro; por eso es que vino la madre de ella a pedirle a la mía que la dejara estar un tiempo con nosotros. A los pocos días, en una mañana de sol que yo salía a la quinta me encontré con Ana y la madre; Ana tenía una risa parecida a la de antes; se reía esperando mi sorpresa, pero lo hacía con más delicadeza y parecía menos salvaje; estaba altísima, delgada y muy linda; después nos reíamos los dos porque no nos animábamos a besarnos, pero intervinieron las madres con los recuerdos y todo se produjo. Al poco rato me parecía mentira que Ana hubiera estado loca; estaba mucho más corregida, más prudente, pero yo la seguía viendo predispuesta a distraerse y mirar todo con una curiosidad desfachatada; al mismo tiempo parecía que tenía miedo y pesar de ser así, porque le habrían dado muchos pellizcones para corregirla, pero yo esperaba que de pronto se abandonara a la curiosidad. Una noche Ana traía los platos muy ligero; estaba muy seria y tenía la cara muy congestionada. Al poco rato de comer la hicieron acostar, y después nos acostamos nosotros; mi hermano y yo dormíamos en una habitación chica y había que pasar por ella para ir al cuarto de baño; en la mitad de la habitación había un perchero de pie muy grande. A las dos de la mañana Ana cruzó en camisa la habitación de nosotros; iba al cuarto de baño y llevaba una vela en la mano; cuando volvió, se paró cerca de mi cama y me miró fijo; de pronto se sonrió y la sonrisa también se le quedó fija; a su insistente sonrisa de loca se le agregaban las sombras que la luz de la vela le hacían en la cara; entonces en el primer momento tuve el comentario pronto y sentí el destino como los demás; sentí toda la sangre en la cabeza, tuve la necesidad de corresponder a su sonrisa y debo haber hecho una mueca parecida a la de ella. Pasaron unos momentos; tuve la sensación de que estaba haciendo equilibrio en quedarme completamente como ella o quedarme tranquilamente como yo, pero la reacción se produjo: empecé a pensar que el comentario trágico de aquello no podía hacérselo a nadie en aquel momento, que tendría que esperar al otro día; entonces les contaría todos los detalles sin olvidarme de la luz de la vela en la cara, y me reiría del asombro que les produciría. De pronto se me fueron estas reflexiones que me pasaron muy rápido y empecé a sentir el destino de mi manera especial —entre tanto Ana seguía igual. En mi manera de sentir el destino me parecía que Ana con su risa miraba a la Tierra dar vueltas, pero era tan natural que Ana de acuerdo con su fisiología se encontrara así como que la Tierra diera vueltas. Después empecé a sentir todas las cosas que había en la pieza y la sonrisa de Ana con la simultaneidad rara: había cuatro cosas que formaban un acorde, dos figuras paradas: el perchero y Ana, y dos acostadas: mi hermano y yo. El perchero parecía meditabundo y no tenía nada que ver con nosotros a pesar de estar allí; Ana con su locura fija me miraba a mí y no se sabía si pensaría algo; mi hermano dormía y el misterio de su sueño no tenía nada que ver con nosotros tres; y yo sentía mi destino con la simultaneidad rara.