Nadie encendía las lámparas
Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.
La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua.
Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas.
Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería oír el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: “Soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés”.
Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color —como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta de polvos— le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: “Siéntense, por favor”. Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba —como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado— y dijo:
—Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí la maldad de contestarle:
—No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:
—Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta.
Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: “Parece que te hubieran lambido las vacas”. El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar:
—¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: “¿Y usted?, ¿tan femenino?”.
Pero le pregunté:
—¿Cómo se llama?
—¿Quién?
—El señor... recalcitrante.
—Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: “¡Y qué le vamos a hacer!”.
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al “femenino” sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco.
Y en seguida dijo:
—No estoy de acuerdo con ustedes.
—¿Por qué?
—... y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.
—¿Cómo?
—Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
—Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer.
Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
—Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener.
—¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores.
Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:
—Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
—¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
—Y usted, ¿no lo podría hacer?
—Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara.
Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.
Vino una de las tías —la que no tenía los ojos ahumados— a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:
—Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
—¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor —era demasiado dulce y me daba náuseas—, ella me preguntó:
—¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.
—No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.
—Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?
—Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué tocar; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo se habían amado hasta llegar a la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:
—Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.
El balcón
Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes.
Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste en seguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.
Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.
Después de un largo intervalo me dijo:
—Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.
No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido y yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.
De pronto me incliné hacia él —como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado— y se me ocurrió preguntarle:
—¿Su hija no puede venir?
Él dijo “ah” con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:
—Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación.
Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.
La gente del concierto desapareció en seguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en un vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
—Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:
—Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.
Comprendí en seguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.
Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente y estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. En seguida el anciano me explicó:
—La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un trecho que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y de adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y en seguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.
Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando al balcón vacío, dijo:
—Él es mi único amigo.
Yo señalé al piano y le pregunté:
—Y ese inocente ¿no es amigo suyo también?
Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de la cama de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocados todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaran un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:
—El piano era un gran amigo de mi madre.
Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos me detuvo:
—Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero en seguida volvió y me dijo:
—Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo, casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.
No pude dejar de preguntarle:
—Y yo ¿en qué vidrio caí?
—En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
—Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas —le contesté.
Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:
—¿Qué bebida prefiere?
Yo iba a decir “ninguna”; pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se habían reunido, como para una fiest de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones.
Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos; pero ellos tendrían que seguir sirviendo en silencio.
Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz —quería aprovechar hasta último momento el resplandor que venía de su balcón—, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir.
Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.
Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me pregunto:
—¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?
—¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros —aquí yo me reí y ella se quedó seria—; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda.
Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella. Por fin dijo:
—Yo compongo mis poesías después de estar acostada —ya, en la tarde había hecho alusión a esas poesías— y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.
Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
—A mi camisón blanco.
Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.
Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía era cursi; pero parecía bien medida; con “camisón” no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior; pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo “balcón” para rimar con “camisón”, y ahí terminó el poema.
Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar.
—Me llama la atención —comencé— la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había empezado a decir “es muy fresco” ella también empezaba a decir:
—Hice otro...
Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero.
Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa.
Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.
Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:
—Si esto no estuviera tan bueno —yo señalaba el plato—, le pediría que me dijera otro.
En seguida el anciano dijo:
—Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar, los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las “patas de gallo” se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo un saludo de medio cuerpo.
Milagrosamente todos habíamos quedado unidos, y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al empezar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano.
Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
—Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.
De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las “buenas noches”.
Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el del borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él —mi cuerpo— había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.
En seguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.
A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos y altos árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
—Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano preguntó:
—¿Y no puede divorciarse?
—No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.
Entonces el anciano dijo con mucha timidez:
—Ella podría decirles a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó enojada:
—¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!
Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser —se llamaba Tamarinda. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.
Cuando iba de vuelta pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.
Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
—Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden.
El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto; y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín; pero alcancé a oír que la hija decía:
—El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:
—Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz baja:
—¿Usted oyó?
Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:
—Sí, oí todo; ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba sombrero verde de alas tan anchas!
—¡Ah! —dijo el anciano—, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas.
Ella les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy muy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no le ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé terminar.
—De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.
Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
—Soy yo; quiero conversar con usted.
Encendí la lámpara, abrí una rendija en la puerta y ella me dijo:
—Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija el espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré en seguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano y yo salté en la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba: había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera.
La araña arrolló sus patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde.
Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.
A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme y tuve que prometerle volver después del concierto.
Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano: yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.
No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:
—Es necesaria su presencia aquí.
—¿Ha ocurrido algo grave?
—Puede decirse que una verdadera desgracia.
—¿A su hija?
—No.
—¿A Tamarinda?
—Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.
—¿Pero su hija está bien?
—Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.
—Bueno. Hasta luego.
En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó en seguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:
—Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y en seguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás.
Cuando llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.
—¿Así que le hizo mal esa luz?
—¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?
—¿Qué?
—¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquélla no era la luz del balcón!
—Pero un balcón...
Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a ella una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.
Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.
Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y en seguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra; pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:
—¿Vio como se nos fue?
—¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...
—Él no se cayó. Él se tiró.
—Bueno, pero...
—No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.
Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:
—Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
—¿Quién?
—¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.
—Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo.
Hay cosas que caen por su propio peso.
Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:
—Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.
—Pero escuche, ¿cómo es posible que?...
—¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?
—¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!
—Todo eso es muy suyo.
Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia el vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.
Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
—La viuda del balcón...
El acomodador
Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro —donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas—quedaba cerca de un río.
Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.
Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises; en seguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en penumbra la platea.
Después yo corría a contar las propinas; y por último salía a registrar la ciudad.
Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado: eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían bajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de mi cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguía despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.
Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito.
Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro; y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de casa comía en esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos; todas las caras se dirigían hacia él; pero no los ojos: ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oía picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras la sostenía el cristal de la copa.
A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alejamiento de los invitados. Cuando el “director” apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiara por haberse salvado su hija; yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a pocos centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía pero no les alcanzábamos la mano.
Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: “Me voy a morir”. En seguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.
Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano.
Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien, era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: “¡Apúrate, hipopótamo!”.
Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.
Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior. Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto.
Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi, en la pared empapelada de flores violentas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que me ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?
Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero —donde estaban grabadas mis iniciales pero no las había grabado yo—, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello; platitos atados en el calado del borde; tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver si me quedaba algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo.
Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.
Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.
Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de no mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.
En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ella vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.
El hall del gran comedor daba a una calle; pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo: era el único que andaba por allí a esas horas.
Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atreví a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:
—Me gustaría hablarle de un asunto particular; pero tengo que pedirle reserva.
—Usted dirá, señor.
—Yo... —ahora él miraba al piso y esperaba— tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad...
—Comprendo, señor.
—¡Comprende, no! —le contesté irritado—. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.
—Dije que comprendía sus palabras, señor; pero ya lo creo que ellas me asombran.
—Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación —la de los sombreros— y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.
—Pero, señor —decía él—, si en ese momento viniera...
—Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.
—¿Y para qué?...
—Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta; y en seguida le diré...
—Lo más pronto que pueda, señor...
Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:
—¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!
—Bueno, me basta, señor.
—Pero ponga algo que tenga en el bolsillo...
Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:
—¡Qué pañuelo sucio!
Él también se rió; pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía una mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara; y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:
—¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!
Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío. En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la cabecera —donde se ubicaba el dueño. El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando traía el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:
—¡Señor, usted me va a perder!
—Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.
—¿Pero qué quiere el señor de mí?
—Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.
Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:
—Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años...
A mí me daba pena; y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:
—Todo eso es inútil puesto que él no se enterará; además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta las tres.
—Señor, revuélvame la cabeza y máteme.
—No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.
Y en el instante de irme le repetía:
—Esta noche, a las dos, estaré en esta puerta.
Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: “Cuando él vea que no ocurre nada no sufrirá más”. Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí; y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.
Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no habría resistido la tortura de la amenaza, le habría contado todo al dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:
—Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso, y quiero tener el cuerpo cómodo.
Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar creí estar en el centro de una constelación.
Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubieran necesitado mucho tiempo. Apareció arrastrandoun colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro.
Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:
—Volveré a las tres.
Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo?
Mi luz anduvo vagando por aquel universo; pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato; pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo. Pero él la rechazó diciendo:
—Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.
En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe; pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre el que cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que en seguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último aquello descendió por las piernas y se anudó en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado; pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y el otro en el colchón.
Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisaba con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó al irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otra detrás de mí. Ahora me pude levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le temblaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que me decía porque le castañeteaban los dientes postizos.
Yo sabía que en la próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla.
Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas —que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella—; otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta.
Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.
Cada noche los hechos eran más parecidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas.
La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubieran podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido.
Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.
A veces el mayordomo me decía:
—¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto!
Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado toda por recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro.
Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: “Querido mío, yo te mentía...”. Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia.
Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era el vestido blanco de novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro.
En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había trasmitido al perro una idea, y él la había recibido con una sonrisa.
Era ésta: “Tú te dejas llevar; pero tú piensas en otra cosa”.
Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.
Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al río. Mis piernas estaban cansadas; pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en la dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaba a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas. Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente; yo también tropecé con una gorda que me dijo:
—Mirá por donde vas, imbécil.
Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza.
Me miró con cierta insistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor duda. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos, y en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación. Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro.
Yo nunca había tenido tanta excitación y, aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe qué desenlace.
Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas a un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda.
A mí me costaba decidirme a pensar en lo que me pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O tal vez esperar algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo —ni siquiera ella lo sabía—, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.
A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría.
Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como con un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer las señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra: primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. En seguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina; pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si en seguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo.
Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que le registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé a hacer de nuevo el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella.
Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido.
Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:
—Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó...
Apenas me quedé solo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño.
Detrás venía el mayordomo y dijo:
—¡Todavía está aquí!
Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos ésta: “No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación”. Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado.
Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:
—¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?
Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona.
Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:
—No, señor. Yo venía a ver estos objetos... y ella me caminaba por encima...
El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: “No esperaba esta complicación”.
El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprenderían. Quise reconquistar el orgullo y dije:
—Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.
Él también recobró su orgullo:
—No llamaré a la policía porque usted ha sido mi invitado; pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer.
Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle “mugriento”. Pero en seguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.
En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared; pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.
Menos Julia
En mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada sobre una pared verde pintada al óleo. El pelo crespo de ese niño no era muy largo; pero le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera; le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco de pana azul. Siempre estaba quieto y casi nunca hacía los deberes ni estudiaba las lecciones. Una vez la maestra lo mandó a la casa y preguntó quién de nosotros quería acompañarlo y decirle al padre que viniera a hablar con ella. La maestra se quedó extrañada cuando yo me paré y me ofrecí, pues la misión era antipática. A mí me parecía posible hacer algo y salvar a aquel compañero; pero ella empezó a desconfiar, a prever nuestros pensamientos y a imponernos condiciones.
Sin embargo, al salir de allí, fuimos al parque y los dos nos juramos no ir nunca más a la escuela.
Una mañana del año pasado mi hija me pidió que la esperara en una esquina mientras ella entraba y salía de un bazar. Como tardaba, fui a buscarla y me encontré con que el dueño era el amigo mío de la infancia. Entonces nos pusimos a conversar y mi hija se tuvo que ir sin mí.
Por un camino que se perdía en el fondo del bazar venía una muchacha trayendo algo en las manos. Mi amigo me decía que él había pasado la mayor parte de su vida en Francia. Y allá, él también había recordado los procedimientos que nosotros habíamos inventado para hacer creer a nuestros padres que íbamos a la escuela. Ahora él vivía solo; pero en el bazar lo rodeaban cuatro muchachas que se acercaban a él como a un padre. La que venía del fondo traía un vaso de agua y una píldora para mi amigo. Después él agregó:
—Ellas son muy buenas conmigo; y me disculpan mis...
Aquí hizo un silencio y su mano empezó a revolotear sin saber dónde posarse; pero su cara había hecho una sonrisa. Yo le dije un poco en broma:
—Si tienes alguna... rareza que te incomode, yo tengo un médico amigo...
Él no me dejó terminar. Su mano se había posado en el borde de un jarrón; levantó el índice y parecía que aquel dedo fuera a cantar. Entonces mi amigo me dijo:
—Yo quiero a mi... enfermedad más que a la vida. A veces pienso que me voy a curar y me viene una desesperación mortal.
—¿Pero qué... cosa es ésa?
—Tal vez un día te lo pueda decir. Si yo descubriera que tú eres de las personas que pueden agravar mi... mal, te regalaría esa silla nacarada que tanto le gustó a tu hija.
Yo miré la silla y no sé por qué pensé que la enfermedad de mi amigo estaba sentada en ella.
El día que él se decidió a decirme su mal era sábado y recién había cerrado el bazar. Fuimos a tomar un ómnibus que salía para afuera y detrás de nosotros venían las cuatro muchachas y un tipo de patillas que yo había visto en el fondo del bazar entre libros de escritorio.
—Ahora todos iremos a mi quinta —me dijo—, y si quieres saber aquello tendrás que acompañarnos hasta la noche.
Entonces se detuvo hasta que los demás estuvieron cerca y me presentó a sus empleados. El hombre de las patillas se llamaba Alejandro y bajaba la vista como un lacayo.
Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo... Él se rió y por fin dijo:
—Todo ocurrirá en un túnel.
—¿Me avisarás antes que el ómnibus pase por él?
—No; ese túnel está en mi quinta y nosotros entraremos en él a pie.
Será para cuando llegue la noche. Las muchachas estarán esperándonos dentro, hincadas en reclinatorios a lo largo de la pared de la izquierda y tendrán puesto en la cabeza un paño oscuro. A la derecha habrá objetos sobre un largo y viejo mostrador. Yo tocaré los objetos y trataré de adivinarlos. También tocaré las caras de las muchachas y pensaré que no las conozco...
Se quedó un instante en silencio. Había levantado las manos y ellas parecían esperar que se les acercaran objetos o tal vez caras. Cuando se dio cuenta de que se había quedado en silencio, recogió las manos; pero lo hizo con el movimiento de cabezas que se escondieran detrás de una ventana. Quiso volver a su explicación, pero sólo dijo:
—¿Comprendes?
Yo apenas pude contestarle:
—Trataré de comprender.
Él miró el paisaje. Yo me di vuelta con disimulo y me fijé en las caras de las muchachas: ellas ignoraban lo que nosotros hablábamos, y parecía fácil descubrir su inocencia. A los pocos instantes yo toqué a mi amigo en el codo para decirle:
—Si ellas están en la oscuridad, ¿por qué se ponen paños en la cabeza?
Él contestó distraído:
—No sé... pero prefiero que sea así.
Y volvió a mirar el paisaje. Yo también puse los ojos en la ventanilla; pero atendía a la cabeza negra de mi amigo; ella se había quedado como una nube quieta a un lado del cielo y yo pensaba en los lugares de otros cielos por donde ella habría cruzado. Ahora, al saber que aquella cabeza tenía la idea del túnel, yo la comprendía de otra manera.
Tal vez en aquellas mañanas de la escuela, cuando él dejaba la cabeza quieta apoyada en la pared verde, ya se estuviera formando en ella algún túnel. No me extrañaba que yo no hubiera comprendido eso cuando paseábamos por el parque; pero así como en aquel tiempo yo lo seguía sin comprender, ahora debía hacer lo mismo. De cualquier manera todavía conservábamos la misma simpatía y yo no había aprendido a conocer a las personas.
Los ruidos del ómnibus y las cosas que veía, me distraían; pero de cuando en cuando no tenía más remedio que pensar en el túnel.
Cuando mi amigo y yo llegamos a la quinta, Alejandro y las muchachas estaban empujando un portón de hierro. Las hojas de los grandes árboles habían caído encima de los arbustos y los habían dejado como papeleras repletas. Y sobre el portón y las hojas, parecía haber descendido una cerrazón de herrumbre. Mientras buscábamos los senderos entre plantas chicas, yo veía a lo lejos una casa antigua. Al llegar a ella las muchachas hicieron exclamaciones de pesar: al costado de la escalinata había un león hecho pedazos: se había caído de la terraza. Yo sentía placer en descubrir los rincones de aquella casa; pero hubiera deseado estar solo y hacer largas estadías en cada lugar.
Desde el mirador vi correr un arroyo. Mi amigo me dijo:
—¿Ves aquella cochera con una puerta grande cerrada? Bueno; dentro de ella está la boca del túnel; corre en la misma dirección del arroyo. ¿Y ves aquella glorieta cerca de la escalinata del fondo? Allí está escondida la cola del túnel.
—¿Y cuánto tardas en recorrerlo? Me refiero a cuando tocas los objetos y las caras...
—¡Ah! Poco. En una hora ya el túnel nos ha digerido a todos. Pero después yo me tiro en un diván y empiezo a evocar lo que he recordado o lo que ha ocurrido allí. Ahora me cuesta hablar de eso. Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas. Y en el momento del túnel me hace mal hasta el recuerdo de la luz fuerte.
Todas las cosas quedan tan desilusionadas como algunos decorados de teatro al otro día de mañana.
Él me decía esto y nosotros estábamos parados en un recodo oscuro de la escalera. Y cuando seguimos descendiendo, vimos desde lo alto la penumbra del comedor; en medio de ella flotaba un inmenso mantel blanco que parecía un fantasma muerto y acribillado de objetos.
Las cuatro muchachas se sentaron en una cabecera y los tres hombres en la otra. Entre los dos bandos había unos metros de mantel en blanco, pues el viejo sirviente acostumbraba a servir toda la mesa desde la época en que habitaba allí la gran familia de mi amigo. Únicamente hablábamos él y yo. Alejandro permanecía con su cara flaca apretada entre las patillas y no sé si pensaría: “No me tomo la confianza que no me dan” o “No seré yo quien les dé confianza a éstos”.
En la otra cabecera las muchachas hablaban y se reían sin hacer mucho barullo. Y de este lado mi amigo me decía:
—¿Tú no necesitas, a veces, estar en una gran soledad?
Yo empecé a tragar aire para un gran suspiro y después dije:
—Frente a mi pieza hay dos vecinos con radio; y apenas se despiertan se meten con las radios en mi cuarto.
—¿Y por qué los dejas entrar?
—No, quiero decir que las encienden con tal volumen que es como si entraran en mi pieza.
Yo iba a contar otras cosas; pero mi amigo me interrumpió:
—Tú sabrás que cuando yo caminaba por mi quinta y oía chillar una radio, perdía el concepto de los árboles y de mi vida. Esa vejación me cambiaba la idea de todo: mi propia quinta no me parecía mía y muchas veces pensé que yo había nacido en un siglo equivocado.
A mí me costaba aguantar la risa porque en ese instante Alejandro, siempre con sus párpados bajos, tuvo una especie de hipo y se le inflaron las mejillas como a un clarinetista. Pero en seguida le dije a mi amigo:
—¿Y ahora no te molesta más esa radio?
La conversación era tonta y me prometí dedicarme a comer. Mi amigo siguió diciendo:
—El tipo que antes me llenaba la quinta de ruido vino a pedirme que le saliera de garantía para un crédito...
Alejandro pidió permiso para levantarse un momento, le hizo señas a una muchacha y mientras se iban le volvió el hipo que le hacía mover las patillas: parecían las velas negras de un barco pirata. Mi amigo seguía:
—Entonces yo le dije: “No sólo le salgo de garantía, sino que le pago las cuotas. Pero usted me apaga esa radio sábados y domingos”.
—Después, mirando la silla vacía de Alejandro, me dijo—: Éste es mi hombre; compone el túnel como una sinfonía. Ahora se levantó para no olvidarse de algo. Antes yo derrochaba mucho su trabajo, porque cuando no adivinaba una cosa se la preguntaba; y él se deshacía todo para conseguir otras nuevas. Ahora, cuando yo no adivino un objeto lo dejo para otra sesión y cuando estoy aburrido de tocarlo sin saber qué es, le pego una etiqueta que llevo en el bolsillo y él lo saca de la circulación por algún tiempo.
Cuando Alejandro volvió, nosotros ya habíamos adelantado bastante en la comida y los vinos. Entonces mi amigo palmeó el hombro de Alejandro y me dijo:
—Éste es una gran romántico; es el Schubert del túnel. Y además tiene más timidez y más patillas que Schubert. Fíjate que anda en amores con una muchacha a quien nunca vio ni sabe cómo se llama.
Él lleva los libros en una barraca después de las diez de la noche. Le encanta la soledad y el silencio entre olores de maderas. Una noche dio un salto sobre los libros porque sonó el teléfono; la que se equivocó de llamado, siguió equivocándose todas las noches; y él, apenas la toca con los oídos y las intenciones.
Las patillas negras de Alejandro estaban rodeadas de la vergüenza que le había subido a la cara, y yo le empecé a tomar simpatía.
Terminada la comida, Alejandro y las muchachas salieron a pasear; pero mi amigo y yo nos recostamos en los divanes que había en su cuarto. Después de la siesta, nosotros también salimos y caminamos todo el resto de la tarde. A medida que iba oscureciendo mi amigo hablaba menos y hacía movimientos más lentos. Ahora la luz era débil y los objetos luchaban con ella. La noche iba a ser muy oscura; mi amigo ya tanteaba los árboles y las plantas y pronto entraríamos al túnel con el recuerdo de todo lo que la luz había confundido antes de irse. Él me detuvo en la puerta de la cochera y antes que me hablara yo oí al arroyo. Después mi amigo me dijo:
—Por ahora tú no tocarás las caras de las muchachas: ellas te conocen poco. Tocarás nada más que lo que esté a tu derecha y sobre el mostrador.
Yo ya había oído los pasos de Alejandro. Mi amigo hablaba en voz baja y me volvió a encargar:
—No debes perder en ningún momento tu colocación, que será entre Alejandro y yo.
Encendió una pequeña linterna y me mostró los primeros escalones, que eran de tierra y tenían pastitos desteñidos. Llegamos a otra puerta y él apagó la linterna. Todavía me dijo otra vez:
—Ya sabes, el mostrador está a la derecha y lo encontrarás apenas camines dos pasos. Aquí está el borde, y, aquí encima, la primera pieza: yo nunca la adiviné y la dejo a tu disposición.
Yo me inicié poniendo las manos sobre una pequeña caja cuadrada de la que sobresalía una superficie curva. No sabía si aquella materia era muy dura; pero no me atreví a hincarle la uña. Tenía una canaleta suave, una parte un poco áspera y cerca de uno de los bordes de la caja había lunares... o granitos. Yo tuve una mala impresión y saqué las manos. Él me preguntó:
—¿Pensaste en algo?
—Esto no me interesa.
—Por tu reacción veo que has pensado alguna cosa.
—Pensé en los granitos que cuando era niño veía en el lomo de unos sapos muy grandes.
—¡Ah!, sigue.
Después me encontré con un montón de algo como harina. Metí las manos con gusto. Y él me dijo: —Al borde del mostrador hay un paño sujeto con una chinche para que después te limpies las manos.
Y yo le contesté, insidiosamente:
—Me gustaría que hubiera playas de harina...
—Bueno, sigue.
Después encontré una jaula que tenía forma de pagoda. La sacudí para ver si tenía algún pájaro. Y en ese instante se produjo un ligero resplandor; yo no sabía de dónde venía ni de qué se trataba. Oí un paso de mi amigo y le pregunté:
—¿Qué ocurre?
Y él a su vez me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—¿No viste un resplandor?
—Ah, no te preocupes. Como las muchachas son pocas para un túnel tan largo, tienen que estar repartidas a mucha distancia; entonces, con esa linterna cada una me avisa donde está.
Me di vuelta y vi encenderse varias veces el resplandor como si fuera un bichito de luz. En ese instante mi amigo dijo:
—Espérame aquí.
Y al ir hacia la luz la cubrió con su cuerpo. Entonces yo pensé que él iba sembrando sus dedos en la oscuridad; después los recogería de nuevo y todos se reunirían en la cara de la muchacha.
De pronto le oí decir:
—Ya va la tercera vez que te pones la primera, Julia.
Pero una voz tenue le contestó:
—Yo no soy Julia.
En ese momento oí acercarse los pasos de Alejandro y le pregunté:
—¿Qué tenía aquella primera caja?
Tardó en decirme:
—Una cáscara de zapallo.
Me asusté al oír la voz enojada de mi amigo:
—Sería conveniente que no le preguntaras nada a Alejandro.
Yo pasé aquellas palabras con un trago de saliva y puse las manos en el mostrador. El resto de la sesión lo hicimos en silencio. Los objetos que yo había reconocido estaban en este orden: una cáscara de zapallo, un montón de harina, una jaula sin pájaro, unos zapatitos de niño, un tomate, unos impertinentes, una media de mujer, una máquina de escribir, un huevo de gallina, una horquilla de primus, una vejiga inflada, un libro abierto, un par de esposas y una caja de botines conteniendo un pollo pelado. Lamenté que Alejandro hubiera colocado el pollo como último número, pues fue muy desagradable la sensación al tantear su cuero frío y granulado. Apenas salimos del túnel Alejandro me alumbró los escalones que daban a la glorieta. Al llegar a la luz de un corredor mi amigo me puso cariñosamente la mano en el cuello como para decirme: “Perdona mi brusquedad de hoy”, pero al mismo tiempo dio vuelta la cabeza para otro lado como diciendo: “Sin embargo ahora estoy en otra cosa y tendré que seguir en ella”.
Antes de ir a su habitación me hizo señas con el índice para que lo siguiera; y después se llevó el mismo dedo a la boca para pedirme silencio. En su pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara en sentido contrario y nosotros no nos viéramos las caras. Él fue descargando su cuerpo en un diván y yo en el otro. Me entregué a mis pensamientos y me juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto.
Al rato me sorprendió la voz más baja de mi amigo, diciéndome:
—Me gustaría que pasaras todo el día de mañana aquí; pero siento tener que ofrecértelo con una condición...
Yo esperé unos segundos y le contesté:
—Si yo aceptara, tendría que ser, también, con una condición.
Al principio él se rió, y después dijo:
—Mira, cada uno apuntará en un papel la condición. ¿Aceptas?
—Muy bien.
Yo saqué una tarjeta. Después, como nuestras cabeceras estaban cerca, nos alargamos los papeles sin mirarnos. El de mi amigo decía:“Necesito andar solo, por la quinta, durante todo el día”. Y el mío:“Quisiera pasarlo encerrado en una habitación”. Él se volvió a reír.
Después se levantó y salió unos minutos. Al volver, dijo:
—Tu habitación estará encima de ésta. Y ahora vamos a la mesa.
Allí encontré un conocido: el pollo del túnel.
Al terminar la cena me dijo:
—Te invito a oír el cuarteto de don Claudio.
Me hizo gracia la familiaridad con Debussy. Nos recostamos en los divanes; y en una de las veces que fue a dar vuelta un disco, se detuvo con él en la mano para decirme:
—Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte.
El disco terminó y él siguió diciendo:
—Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen.
Esa noche él no me dijo nada más y cuando yo estuve solo en mi pieza, empecé a pasearme por ella; me sentía en una excitación dichosa y pensaba que el gran objeto del túnel era mi amigo. Precisamente, en ese momento él subía apresuradamente la escalera. Abrió la puerta, asomó la cabeza con una sonrisa y me pidió:
—Tus pasos no me dejan tranquilo; se oyen demasiado, allá abajo...
—¡Oh, discúlpame!
Apenas se fue yo me saqué los zapatos y me empecé a pasear en medias. Y él no tardó en volver a subir:
—Ahora peor, querido. Tus pasos parecen palpitaciones. Ya he sentido otras veces el corazón como si me anduviera un rengo en el cuerpo.
—¡Ah! Cuánto te habrás arrepentido de ofrecerme tu casa.
—Al contrario. Estaba pensando que en adelante me disgustaría saber que está vacía la habitación donde estuviste tú.
Yo le contesté con una sonrisa artificial y él se fue en seguida.
Me dormí pronto pero me desperté al rato. Había relámpagos y truenos lejanos. Me levanté pisando despacio y fui a abrir la ventana y a mirar la luz blancuzca de un cielo que quería echarse encima de la casa con sus nubes carnosas. Y de pronto vi sobre un camino un hombre agachado buscando algo entre plantas rastreras. Pasados unos instantes dio unos pasos de costado, sin levantarse y yo decidí ir a avisarle a mi amigo. La escalera crujía y yo tenía miedo de que él se despertara y creyera que era yo el ladrón. La puerta de su cuarto estaba abierta y su cama vacía. Cuando volví arriba no vi al hombre. Me acosté y volví a dormir. Al otro día, mientras bajé a lavarme, el sirviente me subió el servicio del mate; y mientras lo tomaba, recordé lo que había soñado: mi amigo y yo estábamos parados frente a una tumba; y él me dijo:“¿Sabes quién yace aquí? El pollo en su caja”. Nosotros no teníamos ningún sentimiento de muerte. Aquella tumba era como una heladera que imitara graciosamente a un sepulcro y nosotros sabíamos que allí se alojaban todos los muertos que después comeríamos.
Recordaba esto, miraba la quinta a través de cortinas amarillentas y tomaba mate. De pronto vi a mi amigo cruzar un sendero y sin querer hice un gesto de espía. Después me decidí a no mirarlo; y al pensar que él no me oía empecé a caminar por la habitación. En una de las veces que llegué hasta la ventana vi que mi amigo iba hacia la cochera; creí que fuera al túnel y me llené de sospechas; pero después él dobló para un lugar donde había ropa tendida y puso una mano abierta en medio de una sábana que yo supuse húmeda.
Nos vimos únicamente a la hora de la cena. Él me decía:
—Cuando estoy en el bazar deseo este día; y aquí sufro aburrimientos y tristezas horribles. Pero necesito de la soledad y de no ver ningún ser humano. ¡Oh, perdóname!...
Entonces yo le dije:
—Anoche deben haber andado perros por la quinta... esta mañana vi violetas tiradas en un camino.
Él sonrió:
—Fui yo; me gusta buscarlas entre las hojas un poco antes del amanecer.
—Entonces me miró con una nueva sonrisa y me dijo—: Había dejado la puerta abierta, y al volver la encontré cerrada.
Yo también me sonreí:
—Temí que fuera un ladrón y bajé a avisarte.
Esa noche regresamos al centro y él se sentía bien.
El sábado siguiente estábamos en el mirador y de pronto vi venir hacia mí a una de las muchachas. Creí que me quería decir un secreto y puse la cabeza de costado; entonces la muchacha me dio un beso en la cara. Aquello parecía algo previsto y mi amigo dijo:
—¿Qué es eso?
Y la muchacha le contestó:
—Ahora no estamos en el túnel.
—Pero estamos en mi casa —dijo él.
Ya habían llegado las otras muchachas; nos dijeron que estaban jugando a las prendas y aquel beso era un castigo. Yo, para disimular, dije:
—¡Otra vez no den castigos tan graves!
Y una muchacha pequeña me contestó:
—¡Ese castigo lo hubiera deseado para mí!
Todo terminó bien; pero mi amigo quedó contrariado.
A la hora de costumbre entramos en el túnel. Yo volví a encontrar la cáscara de zapallo; pero ya mi amigo le había pegado una etiqueta para que la sacaran del mostrador. Después empecé a tocar una gran masa de material arenoso. Aquello no me interesó; me distraje pensando que pronto se encendería la luz de la primera mujer; pero mis manos seguían distraídas en la masa. Después toqué unos géneros con flecos y de pronto me di cuenta de que eran guantes. Me quedé pensando en el significado que eso tenía para las manos y en que se trataba de una sorpresa para ellas y no para mí. Mientras tocaba un vidrio se me ocurrió que las manos querían probarse los guantes. Me dispuse a hacerlo; pero me detuve de nuevo: yo parecía un padre que no quisiera consentirles a sus hijas todos los caprichos. Y en seguida me empezó a crecer otra sospecha. Mi amigo estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las manos. Tal vez él les habría hecho desarrollar inclinaciones que le permitieran vivir una vida demasiado independiente.
Pensé en la harina que con tanto gusto mis manos habían tocado en la sesión anterior y me dije: “A las manos les gusta la harina cruda”. Entonces hice lo posible por dejar esa idea y volví al vidrio que había tocado antes; detrás tenía un soporte. ¿Aquello sería un retrato? ¿Y cómo podía saberse? También podría ser un espejo... Peor todavía. Me encontraba con la imaginación engañada y con cierta burla de la oscuridad. Casi en seguida vi el resplandor de la primera muchacha. Y no sé por qué, en ese instante, pensé en la masa de material que toqué al principio y comprendí que era la cabeza del león. Mi amigo le estaba diciendo a una muchacha:
—¿Qué es esto? ¿Una cabeza de muñeca?... ¿un perro?... ¿una gallina?
—No —le contestaron—; es una de aquellas flores amarillas que...
Él la interrumpió:
—¿Ya no les he dicho que no traigan nada?...
La muchacha dijo:
—¡Estúpido!
—¿Cómo? ¿Quién eres tú?
—Yo soy Julia —dijo una voz decidida.
—Nunca más traigas nada en las manos —contestó débilmente mi amigo.
Cuando él volvió al mostrador, me dijo:
—Me gusta saber que entre esta oscuridad hay una flor amarilla.
En ese momento sentí que me rozaban el saco y mi primer pensamiento fue para los guantes y como si ellos pudieran andar solos. Pero casi simultáneamente pensé en alguna persona. Entonces le dije a mi amigo:
—Alguien me ha rozado el saco.
—Absolutamente imposible. Es una alucinación tuya. ¡Suele ocurrir eso en el túnel!
Y cuando menos lo esperábamos oímos un viento tremendo. Mi amigo gritó:
—¿Qué es eso?
Lo curioso era que oíamos el viento pero no lo sentíamos en las manos ni en la cara. Entonces Alejandro dijo:
—Es una máquina para imitar el viento que me prestó el utilero de un teatro.
—Muy bien —dijo mi amigo—, pero eso no es para las manos...
Se quedó callado unos instantes y de pronto preguntó:
—¿Quién hizo andar la máquina?
—La primera muchacha: fue para allá después que usted la tocó.
—¡Ah! —dije yo—, ¿viste? Fue ella quien me rozó.
Esa misma noche, mientras cambiaba los discos, me dijo:
—Hoy tuve mucho placer. Confundía los objetos, pensaba en otros distintos y tenía recuerdos inesperados. Apenas empecé a mover el cuerpo en la oscuridad me pareció que iba a tropezar con algo raro, que mi cuerpo empezaría a vivir de otra manera y que mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante. Y de pronto, cuando había dejado un objeto y mi cuerpo se dio vuelta para ir a tocar una cara, descubrí quién me había estafado en un negocio.
Yo fui a mi cuarto y antes de dormir pensé en unos guantes degamuza apenas abultados por unas manos de mujer. Después yo sacaría los guantes como si desnudara las manos. Pero mientras pasaba al sueño los guantes iban siendo cáscaras de bananas. Y ya haría mucho rato que estaba dormido cuando sentí que unas manos me tocaban la cara. Me desperté gritando, estuve unos instantes flotando en la oscuridad y por fin me di cuenta que había tenido una pesadilla. Mi amigo subió corriendo la escalera y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
Yo le empecé a decir:
—Tuve un sueño...
Pero me detuve; no quise contarle el sueño porque temí que pudiera ocurrírsele tocarme la cara. Él se fue en seguida y yo me quedé despierto; pero al poco rato oí abrir despacito la puerta y grité con voz descompuesta:
—¿Quién es?
Y en ese mismo instante oí pezuñas que bajaban la escalera. Cuando mi amigo subió de nuevo le dije que él había dejado la puerta abierta y que había entrado un perro. Él empezó a bajar la escalera.
El sábado siguiente, apenas habíamos entrado al túnel, se sintieron unos quejidos mimosos y yo pensé en un perrito. Alguna de las muchachas se empezó a reír y en seguida nos reímos todos. Mi amigo se enojó mucho y dijo palabras desagradables; todos nos callamos inmediatamente; pero en un intervalo que se produjo entre las palabras de mi amigo, se oyeron con más fuerza los quejidos del perrito y todos nos volvimos a reír. Entonces mi amigo gritó:
—¡Váyanse todos! ¡Afuera! ¡Que salgan todos!
Los que estábamos cerca lo oímos jadear; y en seguida, con voz más débil, y como escondiendo la cara en la oscuridad, le oímos decir:
—Menos Julia.
A mí se me ocurrió algo que no pude dejar de hacer: quedarme en el túnel. Mi amigo esperó que salieran todos. Después, desde lejos, Julia empezó a hacer señales con su linterna. La luz aparecía a intervalos regulares, como la de un faro, mi amigo caminaba pisando fuerte y yo trataba de hacer coincidir el ruido de mis pasos con los de él. Cuando estuve cerca de Julia, ella decía:
—¿Usted recuerda otras caras cuando toca la mía?
Él hizo zumbar un rato la “s” antes de decir “sí”. Y en seguida agregó:
—... es decir... Ahora pienso en una vienesa que estaba en París.
—¿Era amiga suya?
—Yo era amigo del esposo. Pero una vez a él lo tiró un caballo de madera...
—¿Usted habla en serio?
—Te explicaré. Resulta que él era débil y una tía rica que vivía en provincias le pedía que hiciera gimnasia. Ella lo había criado. Él le enviaba fotografías vestido en traje de deportes; pero nunca hacía otra cosa que leer. Al poco tiempo de casado quiso sacarse una fotografía montado a caballo. Él estaba muy orgulloso con su sombrero de alas anchas; pero el caballo era de madera carcomida por la polilla; de pronto se le rompió una pata, y en seguida se cayó el jinete y se rompió un brazo.
Julia se rió un poco y él siguió:
—Entonces, con ese motivo, fui a la casa y conocí a la señora... Al principio ella me hablaba con una sonrisa burlona. El marido estaba con el brazo colgado y rodeado de visitas. Ella le trajo caldo y él dijo que estando así no tenía ningún apetito. Todas las visitas dijeron que realmente ocurría eso cuando se estaba así. Yo pensé que todos los concurrentes habían tenido fracturas y me los imaginé en la penumbra que había en aquella pieza con piernas y brazos de blanco y abultados por las vendas.
(Cuando menos lo esperábamos volvimos a oír los gemidos del perrito y Julia se rió. Yo temí que mi amigo lo fuera a buscar y tropezara conmigo. Pero a los pocos instantes siguió el relato.)
—Cuando él pudo levantarse caminaba despacio y con el brazo en cabestrillo. Visto de atrás, con una manga del saco puesta y la otra no, parecía que llevara un organillo y adivinara la suerte. Él me invitó a ir al sótano para traer una botella del mejor vino. La señora no quiso que fuera solo. Adelante iba él; llevaba una vela; la llama quemaba las telas y las arañas huían; detrás iba ella, y después iba yo...
Mi amigo se detuvo y Julia le preguntó:
—Usted dijo hace unos instantes que esa señora, al principio, tenía para usted una risa burlona. ¿Y después?
Mi amigo empezó a incomodarse:
—No era burlona solamente conmigo; ¡yo no dije eso!
—Usted dijo que era así al principio.
—Bueno... y después siguió como al principio.
El perrito gimió y Julia dijo:
—No crea que eso me preocupa; pero... me ha dejado la cara ardiendo.
Oí arrastrar el reclinatorio y los pasos de ellos al salir y cerrar la puerta. Entonces yo corrí y me apresuré a golpear la puerta con los puños y con un pie. Mi amigo abrió y preguntó:
—¿Quién es?
Yo le contesté y él tartamudeó para decirme:
—No quiero que vengas nunca más al túnel...
Iba a agregar algo, pero prefirió irse.
Esa noche yo tomé el ómnibus con las muchachas y Alejandro; ellos iban adelante y yo detrás. Ninguno de ellos me miraba y yo viajaba como un traicionero.
A los pocos días mi amigo vino a mi casa; era de noche y yo ya me había acostado. Él me pidió disculpas por hacerme levantar y por lo que me había dicho a la salida del túnel. A pesar de mi alegría, él estaba preocupado. Y de pronto me dijo:
—Hoy fue al bazar el padre de Julia: no quiere que le toque más la cara a la hija; pero me insinuó que él no me diría nada si hubiera compromiso. Yo miré a Julia y en ese momento ella tenía los ojos bajos y se estaba raspando el barniz de una uña. Entonces me di cuenta que la quería.
—Mejor —le contesté yo—. ¿Y no te puedes casar con ella?
—No. Ella no quiere que toque más caras en el túnel.
Mi amigo estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas y de pronto escondió la cara; en ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero. Yo le fui a poner mi mano en un hombro y sin querer toqué su cabeza crespa. Entonces pensé que había rozado un objeto del túnel.
La mujer parecida a mí
Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los terrones, iba tapando las huellas.
En dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y estaba a punto de caerme.
De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna cercana. Mis ojos eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y lejanas. Mi única ocupación era distinguir las sombras malas y las amenazas de los animales y los hombres; y si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los pastitos que se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran.
En las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no me detenía nunca. Había encontrado en el caballo algo muy parecido a lo que había dejado hacía poco en el hombre: una gran pereza; en ella podían trabajar a gusto los recuerdos. Además yo había descubierto que para que los recuerdos anduvieran, tenía que darles cuerda caminando. En esa época yo trabajaba con un panadero. Fue él quien me dio la ilusión de que todavía podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un balancín enganchado a una vara que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba como un minutero. Y así, sin tropiezos, y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iba pasando mis recuerdos.
Trabajábamos hasta tarde de la noche; después él me daba de comer y con el ruido que hacía el maíz entre los dientes seguían deslizándose mis pensamientos.
(En este instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó hace poco tiempo, cuando todavía era hombre. Una noche que no podía dormir porque sentía hambre, recordé que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta. Me las comí; pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz.)
Ahora, de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo. Mis pasos tienen un eco profundo; estoy haciendo sonar un gran puente de madera.
Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo; y otras veces ellos se desbordan.
En mi adolescencia tuve un odio muy grande por el peón que me cuidaba. Él también era adolescente. Ya se había entrado el sol cuando aquel desgraciado me pegó en los hocicos; rápidamente corrió el incendio por mi sangre y me enloquecí de furia. Me paré de manos y derribé al peón mientras le mordía la cabeza; después le trituré un muslo y alguien vio cómo me volaba la crin cuando me di vuelta y lo rematé con las patas de atrás.
Al otro día mucha gente abandonó el velorio para venir a verme en el instante en que varios hombres vengaron aquella muerte. Me mataron el potro y me dejaron hecho un caballo.
Al poco tiempo tuve una noche muy larga; conservaba de mi vida anterior algunas “mañas” y esa noche utilicé la de saltar un cerco que daba sobre un camino; apenas pude hacerlo y salí lastimado. Empecé a vivir una libertad triste. Mi cuerpo no sólo se había vuelto pesado sino que todas sus partes querían vivir una vida independiente y no realizar ningún esfuerzo; parecían sirvientes que estaban contra el dueño y hacían todo de mala gana. Cuando yo estaba echado y quería levantarme, tenía que convencer a cada una de las partes. Y a último momento siempre había protestas y quejas imprevistas. El hambre tenía mucha astucia para reunirlas; pero lo que más pronto las ponía de acuerdo era el miedo de la persecución. Cuando un mal dueño apaleaba a una de las partes, todas se hacían solidarias y procuraban evitar mayores males a las desdichadas; además, ninguna estaba segura. Yo trataba de elegir dueños de cercos bajos; y después de la primera paliza me iba y empezaba el hambre y la persecución.
Una vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio me pegaba nada más que cuando yo lo llevaba encima y pasábamos frente a la casa de la novia. Después empezó a colocar la carga del carro demasiado atrás; a mí me levantaba en vilo y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él, furioso, me pegaba en la barriga, en las patas y en la cabeza. Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho antes de poder esconderme en la noche. Crucé por la orilla de un pueblo y me detuve un instante cerca de una choza; había fuego encendido y a través del humo y de una pequeña llama inconstante veía en el interior a un hombre con el sombrero puesto. Ya era la noche; pero seguí.
Apenas empecé a andar de nuevo me sentí más liviano. Tuve la idea de que algunas partes de mi cuerpo se habrían quedado o andarían perdidas en la noche. Entonces, traté de apurar el paso.
Había unos árboles lejanos que tenían luces movedizas entre las copas. De pronto comprendí que en la punta del camino se encendía un resplandor. Tenía hambre; pero decidí no comer hasta llegar a la orilla de aquel resplandor. Sería un pueblo. Yo iba recorriendo el camino cada vez más despacio y el resplandor que estaba en la punta no llegaba nunca. Poco a poco me fui dando cuenta que ninguna de mis partes había desertado. Me venían alcanzando una por una; la que no tenía hambre tenía cansancio; pero habían llegado primero las que tenían dolores. Yo ya no sabía cómo engañarlas; les mostraba el recuerdo del dueño en el momento que las desensillaba; su sombra corta y chata se movía lentamente alrededor de todo mi cuerpo. Era a ese hombre a quien yo debía haber matado cuando era potro, cuando mis partes no estaban divididas, cuando yo, mi furia y mi voluntad éramos una sola cosa.
Empecé a comer algunos pastos alrededor de las primeras casas. Yo era una cosa fácil de descubrir porque mi piel tenía grandes manchas blancas y negras; pero ahora la noche estaba avanzada y no había nadie levantado. A cada momento yo resoplaba y levantaba polvo; yo no lo veía, pero me llegaba a los ojos. Entré a una calle dura donde había un portón grande. Apenas crucé el portón vi manchas blancas que se movían en la oscuridad. Eran guardapolvos de niños. Me espantaron y yo subí una escalerita de pocos escalones. Entonces me espantaron otros que había arriba. Yo hice sonar mis cascos en un piso de madera y de pronto aparecí en una salita iluminada que daba a un público. Hubo una explosión de gritos y de risas. Los niños vestidos de largo que había en la salita salieron corriendo; y del público ensordecedor, donde también había muchos niños, sobresalían voces que decían: “Un caballo, un caballo...”. Y un niño que tenía las orejas como si se las hubiera doblado encajándose un sombrero grande, gritaba: “Es el tubiano de los Méndez”. Por fin apareció, en el escenario, la maestra. Ella también se reía; pero pidió silencio, dijo que faltaba poco para el fin de la pieza y empezó a explicar cómo terminaba. Pero fue interrumpida de nuevo. Yo estaba muy cansado, me eché en la alfombra y el público volvió a aplaudirme y a desbordarse. Se dio por terminada la función y algunos subieron al escenario. Una niña como de tres años se le escapó a la madre, vino hacia mí y puso su mano, abierta como una estrellita, en mi lomo húmedo de sudor. Cuando la madre se la llevó, ella levantaba la manita abierta y decía: “Mamita, el caballo está mojado”.
Un señor, aproximando su dedo índice a la maestra como si fuera a tocar un timbre, le decía con suspicacia: “Usted no nos negará que tenía preparada la sorpresa del caballo y que él entró antes de lo que usted pensaba. Los caballos son muy difíciles de enseñar. Yo tenía uno...”. El niño que tenía las orejas dobladas me levantó el belfo superior y mirándome los dientes dijo: “Este caballo es viejo”. La maestra dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa del caballo. Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga recordó un enojo que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré sorprendido, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta de respeto para con los seres humildes. La maestra no debía haber dicho eso estando yo presente.
Cuando el éxito y las resonancias se iban apagando, apareció un joven en el pasillo de la platea, interrumpió a la maestra —que estaba hablándoles a la amiga de la infancia y al hombre que movía el índice como si fuera a apretar un timbre— y le gritó:
—Tomasa, dice don Santiago que sería más conveniente que fuéramos a conversar a la confitería, que aquí se está gastando mucha luz.
—¿Y el caballo?
—Pero, querida, no te vas a quedar toda la noche ahí con él.
—Ahora va a venir Alejandro con una cuerda y lo llevaremos a casa.
El joven subió al escenario, siguió conversando para los tres y trabajando contra mí.
—A mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando ese caballo a casa de ella. Ya las de Zubiría iban diciendo que una mujer sola en su casa, con un caballo que no piensa utilizar para nada, no tiene sentido; y mamá también dice que ese caballo le va a traer muchas dificultades.
Pero Tomasa dijo:
—En primer lugar yo no estoy sola en mi casa porque Candelaria algo me ayuda. Y en segundo lugar, podría comprar una volanta, si es que esas solteronas me lo consienten.
Después entró Alejandro con la cuerda; era el chiquilín de las orejas dobladas. Me ató la soga al pescuezo y cuando quisieron hacerme levantar yo no podía moverme. El hombre del índice, dijo:
—Este animal tiene las patas varadas; van a tener que hacerle una sangría.
Yo me asusté mucho, hice un gran esfuerzo y logré pararme. Caminaba como si fuera un caballo de madera; me hicieron salir por la escalerita trasera y cuando estuvimos en el patio Alejandro me hizo un medio bozal, se me subió encima y empezó a pegarme con los talones y con la punta de la cuerda. Di la vuelta al teatro con increíble sufrimiento; pero apenas nos vio la maestra hizo bajar a Alejandro.
Mientras cruzábamos el pueblo y a pesar del cansancio y de la monotonía de mis pasos, yo no me podía dormir. Estaba obligado, como un organito roto y desafinado, a ir repitiendo siempre el mismo repertorio de mis achaques. El dolor me hacía poner atención en cada una de las partes del cuerpo, a medida que ellas iban entrando en el movimiento de los pasos. De vez en cuando, y fuera de este ritmo, me venía un escalofrío en el lomo; pero otras veces sentía pasar, como una brisa dichosa, la idea de lo que ocurriría después, cuando estuviera descansando; yo tendría una nueva provisión de cosas para recordar.
La confitería era más bien un café; tenía billares de un lado y salón para familias del otro. Estas dos reparticiones estaban separadas por una baranda de anchas columnas de madera. Encima de la baranda había dos macetas forradas de papel crêpe amarillo; una de ellas tenía una planta casi seca y la otra no tenía planta; en medio de las dos había una gran pecera con un solo pez. El novio de la maestra seguía discutiendo; casi seguro que era por mí. En el momento en que habíamos llegado, la gente que había en el café y en el salón de familias—muchos de ellos habían estado en el teatro— se rieron y se renovó un poco mi éxito. Al rato vino el mozo del café con un balde de agua; el balde tenía olor a jabón y a grasa, pero el agua estaba limpia. Yo bebía brutalmente y el olor del balde me traía recuerdos de la intimidad de una casa donde había sido feliz. Alejandro no había querido atarme ni ir para adentro con los demás; mientras yo tomaba agua me tenía de la cuerda y golpeaba con la punta del pie como si llevara el compás a una música. Después me trajeron pasto seco. El mozo dijo:
—Yo conozco este tubiano.
Y Alejandro, riéndose, lo desengañó:
—Yo también creí que era el tubiano de los Méndez.
—No, ése no —contestó en seguida el mozo—; yo digo otro que no es de aquí.
La niña de tres años que me había tocado en el escenario apareció de la mano de otra niña mayor; y en la manita libre traía un puñadito de pasto verde que quiso agregar al montón donde yo hundía mis dientes; pero me lo tiró en la cabeza y dentro de una oreja.
Esa noche me llevaron a la casa de la maestra y me encerraron en un granero; ella entró primero; iba cubriendo la luz de la vela con una mano.
Al otro día yo no me podía levantar. Corrieron una ventana que daba al cielo y el señor del índice me hizo una sangría. Después vino Alejandro, puso un banquito cerca de mí, se sentó y empezó a tocar una armónica. Cuando me pude parar me asomé a la ventana; ahora daba sobre una bajada que llegaba hasta unos árboles; por entre sus troncos veía correr, continuamente, un río. De allí me trajeron agua; y también me daban maíz y avena. Ese día no tuve deseos de recordar nada. A la tarde vino el novio de la maestra; estaba mejor dispuesto hacia mí; me acarició el cuello y yo me di cuenta, por la manera de darme los golpecitos, que se trataba de un muchacho simpático. Ella también me acarició; pero me hacía daño; no sabía acariciar a un caballo; me pasaba las manos con demasiada suavidad y me producía cosquillas desagradables. En una de las veces que me tocó la parte de adelante de la cabeza, yo dije para mí: “¿Se habrá dado cuenta que ahí es donde nos parecemos?”. Después el novio fue del lado de afuera y nos sacó una fotografía a ella y a mí asomados a la ventana. Ella me había pasado un brazo por el pescuezo y había recostado su cabeza en la mía.
Esa noche tuve un susto muy grande. Yo estaba asomado a la ventana, mirando el cielo y oyendo el río, cuando sentí arrastrar pasos lentos y vi una figura agachada. Era una mujer de pelo blanco. Al rato volvió a pasar en dirección contraria. Y así todas las noches que viví en aquella casa. Al verla de atrás con sus caderas cuadradas, las piernas torcidas y tan agachada, parecía una mesa que se hubiera puesto a caminar. El primer día que salí la vi sentada en el patio pelando papas con un cuchillo de mango de plata. Era negra. Al principio me pareció que su pelo blanco, mientras inclinaba la cabeza sobre las papas, se movía de una manera rara; pero después me di cuenta que, además del pelo, tenía humo; era de un cachimbo pequeño que apretaba a un costado de la boca. Esa mañana Alejandro le preguntó:
—Candelaria, ¿le gusta el tubiano?
Y ella contestó:
—Ya vendrá el dueño a buscarlo.
Yo seguía sin ganas de recordar.
Un día Alejandro me llevó a la escuela. Los niños armaron un gran alboroto. Pero hubo uno que me miraba fijo y no decía nada. Tenía orejas grandes y tan separadas de la cabeza que parecían alas en el momento de echarse a volar; los lentes también eran muy grandes; pero los ojos, bizcos, estaban junto a la nariz. En un momento en que Alejandro se descuidó, el bizco me dio tremenda patada en la barriga. Alejandro fue corriendo a contarle a la maestra; cuando volvió, una niña que tenía un tintero de tinta colorada me pintaba la barriga con el tapón en un lugar donde yo tenía una mancha blanca; en seguida Alejandro volvió a la maestra diciéndole: “Y esta niña le pintó un corazón en la barriga”.
A la hora del recreo otra niña trajo una gran muñeca y dijo que a la salida de la escuela la iban a bautizar. Cuando terminaron las clases, Alejandro y yo nos fuimos en seguida; pero Alejandro me llevó por otra calle y al dar vuelta la iglesia me hizo parar en la sacristía. Llamó al cura y le preguntó:
—Diga, padre, ¿cuánto me cobraría por bautizarme el caballo?
—¡Pero mi hijo! Los caballos no se bautizan.
Y se puso a reír con toda la barriga.
Alejandro insistió:
—¿Usted se acuerda de aquella estampita donde está la virgen montada en el burro?
—Sí.
—Bueno, si bautizan el burro, también pueden bautizar el caballo.
—Pero el burro no estaba bautizado.
—¿Y la virgen iba a ir montada en un burro sin bautizar?
El cura quería hablar; pero se reía.
Alejandro siguió:
—Usted bendijo la estampita; y en la estampita estaba el burro.
Nos fuimos muy tristes. A los pocos días nos encontramos con un negrito y Alejandro le preguntó:
—¿Qué nombre le pondremos al caballo?
El negrito hacía esfuerzo por recordar algo. Al fin dijo:
—¿Cómo nos enseñó la maestra que había que decir cuando una cosa era linda?
—Ah, ya sé —dijo Alejandro—, “ajetivo”.
A la noche Alejandro estaba sentado en el banquito, cerca de mí, tocando la armónica, y vino la maestra.
—Alejandro, vete para tu casa que te estarán esperando.
—Señorita: ¿sabe qué nombre le pusimos al tubiano? “Ajetivo”.
—En primer lugar, se dice “adjetivo”; y en segundo lugar, adjetivo no es nombre; es... adjetivo —dijo la maestra después de un momento de vacilación.
Una tarde que llegamos a casa yo estaba complacido porque había oído decir detrás de una persiana: “Ahí va la maestra y el caballo”.
Al poco rato de hallarme en el granero —era uno de los días que no estaba Alejandro— vino la maestra, me sacó de allí y con un asombro que yo nunca había tenido, vi que me llevaba a su dormitorio. Después me hizo las cosquillas desagradables y me dijo: “Por favor, no vayas a relinchar”. No sé por qué salió en seguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más que preguntarme: “¿Pero qué quiere esta mujer de mí?”. Había ropas revueltas en las sillas y en la cama. De pronto levanté la cabeza y me encontré conmigo mismo, con mi olvidada cabeza de caballo desdichado. El espejo también mostraba partes de mi cuerpo; mis manchas blancas y negras parecían también ropas revueltas. Pero lo que más me llamaba la atención era mi propia cabeza; cada vez yo la levantaba más. Estaba tan deslumbrado que tuve que bajar los párpados y buscarme por un instante a mí mismo, a mi propia idea de caballo cuando yo era ignorado por mis ojos. Recibí otras sorpresas. Al pie del espejo estábamos los dos, Tomasa y yo, asomados a la ventana en la foto que nos sacó el novio. Y de pronto las patas se me aflojaron; parecía que ellas hubieran comprendido, antes que yo, de quién era la voz que hablaba afuera. No pude entender lo que “él” decía; pero comprendí la voz de Tomasa cuando le contestó: “Conforme se fue de su casa, también se fue de la mía. Esta mañana le fueron a traer el pienso y el granero estaba tan vacío como ahora”.
Después las voces se alejaron. En cuanto me quedé solo se me vinieron encima los pensamientos que había tenido hacía unos instantes y no me atrevía a mirarme al espejo. ¡Parecía mentira! ¡Uno podía ser un caballo y hacerse esas ilusiones! Al mucho rato volvió la maestra.
Me hizo las cosquillas desagradables; pero más daño me hacía su inocencia.
Pocas tardes después Alejandro estaba tocando la armónica cerca de mí. De pronto se acordó de algo; guardó la armónica, se levantó del banquito y sacó de un bolsillo la foto donde estábamos asomados Tomasa y yo. Primero me la puso cerca de un ojo; viendo que a mí no me ocurría nada, me la puso un poco más lejos; después hizo lo mismo con el otro ojo y por último me la puso de frente y a distancia de un metro. A mí me amargaban mis pensamientos culpables. Una noche que estaba absorto escuchando al río, desconocí los pasos de Candelaria, me asusté y le pegué una patada al balde de agua. Cuando la negra pasó dijo: “No te asustes, que ya volverá tu dueño”. Al otro día Alejandro me llevó a nadar al río; él iba encima mío y muy feliz en su bote caliente. A mí se me empezó a oprimir el corazón y casi en seguida sentí un silbido que me heló la sangre; yo daba vuelta mis orejas como si fueran periscopios. Y al fin llegó la voz de “él” gritando: “Ese caballo es mío”. Alejandro me sacó a la orilla y sin decir nada me hizo galopar hasta la casa de la maestra. El dueño venía corriendo detrás y no hubo tiempo de esconderme. Yo estaba inmóvil en mi cuerpo como si tuviera puesto un ropero. La maestra le ofreció comprarme. Él le contestó: “Cuando tenga sesenta pesos, que es lo que me costó a mí, vaya a buscarlo”. Alejandro me sacó el freno, añadido con cuerdas pero que era de él. El dueño me puso el que traía. La maestra entró en su dormitorio y yo alcancé a ver la boca cuadrada que puso Alejandro antes de echarse a llorar. A mí me temblaban las patas; pero él me dio un fuerte rebencazo y eché a andar. Apenas tuve tiempo de acordarme que yo no le había costado sesenta pesos: él me había cambiado por una pobre bicicleta celeste sin gomas ni inflador. Ahora empezó a desahogar su rabia pegándome seguido y con todas sus fuerzas. Yo me ahogaba porque estaba muy gordo. ¡Bastante que me había cuidado Alejandro! Además, yo había entrado a aquella casa por un éxito que ahora quería recordar y había conocido la felicidad hasta en el momento en que ella me trajo pensamientos culpables. Ahora me empezaba a subir de las entrañas un mal humor inaguantable. Tenía mucha sed y recordaba que pronto cruzaría un arroyito donde un árbol estiraba un brazo seco casi hasta el centro del camino. La noche era de luna y de lejos vi brillar las piedras del arroyo como si fueran escamas.
Casi sobre el arroyito empecé a detenerme; él comprendió y me empezó a pegar de nuevo. Por unos instantes me sentí invadido por sensaciones que se trababan en lucha como enemigos que se encuentran en la oscuridad y que primero se tantean olfateándose apresuradamente.
Y enseguida me tiré para el lado del arroyito donde estaba el brazo seco del árbol. Él no tuvo tiempo más que para colgarse de la rama dejándome libre a mí; pero el brazo seco se partió y lo dos cayeron al agua luchando entre las piedras. Yo me di vuelta y corrí hacia él en el momento en que él también se daba vuelta y salía de abajo de la rama.
Alcancé a pisarlo cuando su cuerpo estaba de costado; mi pata resbaló sobre su espalda; pero con los dientes le mordí un pedazo de la garganta y otro pedazo de la nuca. Apreté con toda mi locura y me decidí a esperar, sin moverme. Al poco rato, y después de agitar un brazo, él también dejó de moverse. Yo sentía en mi boca su carne ácida y su barba me pinchaba la lengua. Ya había empezado a sentir el gusto a la sangre cuando vi que se manchaban el agua y las piedras.
Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi libertad. Al fin decidí ir a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví y tomé agua cerca del muerto.
Iba despacio porque estaba muy cansado; pero me sentía libre y sin miedo. ¡Qué contento se quedaría Alejandro! ¿Y ella? Cuando Alejandro me mostraba aquel retrato yo tenía remordimientos. Pero ahora, ¡cuánto deseaba tenerlo!
Llegué a la casa a pasos lentos; pensaba entrar al granero; pero sentí una discusión en el dormitorio de Tomasa. Oí la voz del novio hablando de los sesenta pesos; sin duda los que hubieran necesitado para comprarme. Yo ya iba a alegrarme de pensar que no les costaría nada, cuando sentí que él hablaba de casamiento; y al final, ya fuera de sí y en actitud de marcharse, dijo: “O el caballo o yo”.
Al principio la cabeza se me iba cayendo sobre la ventana colorada que daba al dormitorio de ella. Pero después, y en pocos instantes, decidí mi vida. Me iría. Había empezado a ser noble y no quería vivir en un aire que cada día se iría ensuciando más. Si me quedaba llegaría a ser un caballo indeseable. Ella misma tendría para mí, después, momentos de vacilación.
No sé bien cómo es que me fui. Pero por lo que más lamentaba no ser hombre era por no tener un bolsillo donde llevarme aquel retrato.
Mi primer concierto
El día de mi primer concierto tuve sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí mismo. Me había levantado a las seis de la mañana. Esto era contrario a mi costumbre, ya que de noche no sólo tocaba en el café sino que tardaba en dormirme. Y algunas noches al llegar a mi pieza y encontrarme con un pequeño piano negro que parecía un sarcófago, no podía acostarme y entonces salía a caminar. Así me había ocurrido la noche antes del concierto. Sin embargo, al otro día me encerré desde muy temprano en un teatro vacío. Era más bien pequeño y la baranda de la tertulia estaba hecha de columnas de latón pintadas de blanco. Allí sería el concierto. Ya estaba en el escenario el piano; era viejo, negro y lo rodeaban papeles rojos y dorados: representaban una sala. Por algunos agujeros entraban rayos de sol empolvados y en el techo el aire inflaba telas de araña. Yo tenía desconfianza de mí, y aquella mañana me puse a repasar el programa como el que cuenta su dinero porque sospecha que en la noche lo han robado. Pronto me di cuenta que yo no poseía todo lo que pensaba. La primera sospecha la había tenido unos días antes; fue en el momento de comprometer mi palabra con los dueños del teatro; me vino un calor extraño al estómago y tuve el presentimiento de un peligro inmediato. Reaccioné yendo a estudiar en seguida; pero como tenía varios días por delante, pronto empecé a calcular con el mismo error de siempre lo que podría hacer con el tiempo que me quedaba. Sólo en la mañana del concierto me di cuenta de todas las concesiones que me hacía cuando estudiaba y que ahora, no sólo no había llegado a lo que quería, sino que no lo alcanzaría ni con un año más de estudio. Pero donde más sufría, era en la memoria. En cualquier pasaje que se me ocurriera comprobar si podía hacer lentamente todas las notas, me encontraba con que en ningún caso las recordaba. Estaba desesperado y me fui a la calle. A la vuelta de una esquina me encontré con un carro que tenía a los costados dos grandes carteles con mi nombre en letras inmensas. Aquello me descompuso más. Si las letras hubieran sido más chicas, tal vez mi compromiso hubiera sido menor; entonces volví al teatro, traté de estar sereno y pensar en lo que haría. Me había sentado en la platea y miraba el escenario, donde el piano estaba solo y me esperaba con su negra tapa levantada. A poca distancia de mi asiento estaban las butacas donde acostumbraban a sentarse dos hermanos amigos míos; y detrás de ellos se sentaba una familia que había criticado, horrorizada, un concierto en que habían tomado parte muchachas de allí; en pleno escenario las muchachas se agarraban la cabeza y después se retiraban del piano buscando la salida; parecían gallinas asustadas. Fue en el instante de recordar eso, cuando a mí se me ocurrió por primera vez ensayar la presentación de un concierto en lo que él tuviera de teatral. Primero revisé bien todo el teatro para estar seguro de que nadie me vería y en seguida empecé a ensayar la cruzada del escenario; iba desde la puerta del decorado hasta el piano. La primera vez entré tan ligero como un repartidor apurado que va a dejar la carne encima de una mesa. Ésa no era la manera de resolver las cosas.
Yo tendría que entrar con la lentitud del que va a dar el concierto vigesimocuarto de la decimonovena temporada; casi con aburrimiento; y no debía lanzarme cuando mi vanidad estuviera asustada; debía dar la impresión de llevar con descuido algo propio, misterioso, elaborado en una vida desconocida. Empecé a entrar lentamente; supuse con bastante fuerza la presencia del público y me encontré con que no podía caminar bien y que al poner atención en mis pasos yo no sabía cómo caminaba yo; entonces traté de pasear distraído por otro lado que no fuera el escenario y de copiarme mis propios pasos. Algunas veces pude sorprenderme descuidado; pero aun cuando llevaba el cuerpo flojo y quería ser natural, experimentaba distintas maneras de andar: movía las caderas como un torero, o iba duro como si llevara una bandeja cargada, o me inclinaba hacia los lados como un boxeador.
Después me encontré con otra dificultad grande: las manos. Ya me había parecido feo que algunos concertistas, en el momento de saludar al público, dejaran colgar y balancearse los brazos, como si fueran péndulos. Ensayé caminar llevándolos al mismo ritmo que los pasos; pero eso resultaba mejor para una parada militar. Entonces se me ocurrió algo que por mucho tiempo creí novedoso: entraría tomándome el puño izquierdo con la mano derecha, como si fuera abrochándome un gemelo. (Años después un actor me dijo que aquello era una vulgaridad y que la llamaban “la pose del bailarín”; entonces, riéndose, imitó los pasos de una danza y alternativamente se iba tomando el puño izquierdo con la mano derecha y después el puño derecho con la mano izquierda.)
Ese día almorcé apenas y pasé toda la tarde en el escenario. A la nochecita vino el electricista y combinamos las penumbras de la sala y la escena. Después me probé el smoking que me había regalado un amigo; era muy chico y me dejó inmovilizado; con él hubiera tenido que dar por inútiles todos los ensayos de naturalidad y soltura; además, en cualquier momento podía rompérseme. Por fin decidí utilizar mi traje de calle; todo tendría más naturalidad; claro que tampoco me parecía bien lo que fuera demasiado familiar; yo hubiera querido inventar, al mismo tiempo, algo extraño; pero yo estaba muy cansado y sentía en las axilas las lastimaduras que me había dejado el smoking.
Entonces me fui a esperar la hora del concierto en la penumbra de la platea. Apenas me quedaba un instante quieto me volvía el empecinamiento de querer recordar las notas de un pasaje cualquiera; era inútil que tratara de desecharlo; el único alivio consistía en ir a buscar la música y fijarme en las notas.
Un rato antes del concierto llegaron los dos hermanos amigos míos y el afinador. Les dije que me esperaran un momento y me encerré en el camarín, porque si no hubiese terminado el pasaje que repasaba no hubiera tenido un instante de tranquilidad. Después, cuando hablara con ellos, tendría la atención ocupada y no empezaría a recordar ningún otro pasaje. Todavía no había nadie en la sala. Uno de ellos se asomó a la puerta del decorado y miró el piano negro como si se tratara de un féretro. Y después todos me hablaban tan bajo como si yo fuera el deudo más allegado al muerto. Cuando empezó a entrar la gente, hicimos pequeños agujeros en el decorado y mirábamos al público un poco agachados y como desde una trinchera. A veces el piano, como un gran cañón, impedía ver una zona grande de la platea. Yo iba a ver un poco por los agujeros de los otros como un oficial que les fuera dando órdenes. Deseaba que hubiera poca gente porque así el desastre se comentaría menos; además habría un promedio menor de entendidos.
Y todavía tendría en mi favor todo lo que había ensayado en escena para la gente que no pudiera juzgar directamente la música. Y aun los que entendieran poco, dudarían. Entonces empecé a envalentonarme y a decirles a mis amigos:
—¡Parece mentira! ¡La indiferencia que hay para estas cosas! ¡Cuántos sacrificios inútiles!
Después empezó a venir más gente y yo me sentí aflojar; pero me frotaba las manos y les decía:
—Menos mal, menos mal.
Parecía que ellos también tuvieran miedo. Entonces yo, en un momento dado, hice como que recién me daba cuenta que ellos podrían estar preocupados y empecé a hablarles subiendo la voz:
—Pero, díganme una cosa... ¿Ustedes están preocupados por mí?
¿Ustedes creen que es la primera vez que me presento en público y que voy a ir al piano como si fuera a un instrumento de tortura? ¡Ya lo verán! Hasta ahora me callé la boca. Pero esperaba esta noche para después decirles, a esas profesoras que charlan, cómo “un pianista de café” —yo había ido contratado a tocar en un café— puede dar conciertos; porque ellas no saben que puede ocurrir lo contrario, que en este país un pianista de concierto tenga que ir a tocar a un café.
Aunque mi voz no se oía desde la sala, ellos trataron de calmarme.
Ya era la hora; mandé tocar la campana y les pedí a mis amigos que se fueran a la platea. Antes de irse me dijeron que vendrían al final y me trasmitirían los comentarios. Di orden al electricista de dejar la sala en penumbra; hice memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano derecha y me metí en el escenario como si entrara en el resplandor próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis ojos, era más fuerte la suposición con queme representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeban pensamientos como pajarracos que volaran obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario.
Había llegado a la silla y todavía no aparecían los primeros aplausos. Al fin llegaron y tuve que inclinarme a saludar interrumpiendo el movimiento con que había empezado a sentarme. A pesar de este pequeño contratiempo traté de seguir desarrollando mi programa. Miré al público de una manera más bien general y distraída; pero alcancé a ver en la penumbra el color blancuzco de las caras como si hubieran sido de cáscaras de huevo. Y encima del terciopelo de la baranda hecha de columnitas de latón pintadas de blanco vi sembrados muchos pares de manos. Entonces yo puse las mías en el piano, dejé escapar acordes repetidos velozmente y en seguida me volví a quedar quieto. Después, y según mi programa, debía mirar unos instantes el teclado como para concentrar el pensamiento y esperar la llegada de la musa o del espíritu del autor. —Era el de Bach y debía estar muy lejano—. Pero siguió entrando gente y tuve que cortar la comunicación. Aquel inesperado descanso me reconfortó; volví a mirar a la sala y pensé que estaba en un mundo posible. Sin embargo, al pasar unos instantes sentí que me iba a alcanzar aquel miedo que había dejado atrás hacía un rato. Traté de recordar las teclas que intervenían en los primeros acordes; pero en seguida tuve el presentimiento de que por ese camino me encontraría con algún acorde olvidado. Entonces me decidí a atacar la primera nota. Era una tecla negra; puse el dedo encima de ella y antes de bajarla tuve tiempo de darme cuenta que todo iba a empezar, que estaba preparado y que no debía demorar más. El público hizo un silencio como el vacío que se siente antes del accidente que se ve venir. Sonó la primera nota y parecía que hubiera caído una piedra en un estanque.
Al darme cuenta que aquello había ocurrido sentí como una señal que me ofuscó y solté un acorde con la mano abierta que sonó como una cachetada. Seguí trabado en la acción de los primeros compases. De pronto me incliné sobre el piano, lo apagué bruscamente y empecé a picotear un “pianísimo” en los agudos. Después de este efecto se me ocurrió improvisar otros. Metía las manos en la masa sonora y la moldeaba como si trabajara con una materia plástica y caliente; a veces me detenía modificando el tiempo de rigor y ensayaba dar otra forma a la masa; pero cuando veía que estaba a punto de enfriarse, apresuraba el movimiento y la volvía a encontrar caliente. Yo me sentía en la cámara de un mago. No sabía qué sustancias había mezclado él para levantar este fuego; pero yo me apresuraba a obedecer apenas él me sugería una forma. De pronto caía en un tiempo lento y la llama permanecía serena. Entonces yo levantaba la cabeza inclinada hacia un lado y tenía la actitud de estar hincado en un reclinatorio. Las miradas del público me daban sobre la mejilla derecha y parecía que me levantarían ampollas. Apenas terminé estallaron los aplausos. Yo me levanté a saludar con parsimonia, pero tenía una gran alegría. Cuando me volví a sentar seguía viendo las columnitas de la tertulia y las manos aplaudiendo.
Todo ocurría sin novedad hasta que llegué a una “Cajita de música”. Yo había corrido la silla un poco hacia los agudos para estar más cómodo; y las primeras notas empezaron a caer como gotas al principio de una lluvia. Estaba seguro que aquella pieza no iba más mal que las anteriores. Pero de pronto sentí en la sala murmullos y hasta creí haber oído risas. Empecé a contraerme como un gusano, a desconfiar de mis medios y a entorpecerlos. También creí haber visto moverse una sombra alargada sobre el piso del escenario. Cuando pude echar una mirada fugaz me encontré con que realmente había una sombra; pero estaba quieta. Seguí tocando y seguían en la sala los murmullos. Aunque no miraba, ahora veía que la sombra hacía movimientos. No iba a pensar en nada monstruoso; ni siquiera en que alguien quisiera hacerme una broma. En un pasaje relativamente fácil vi que la sombra movía un largo brazo. Entonces miré y ya no estaba más. Volví a mirar en seguida y vi un gato negro. Yo estaba por terminar la pieza y la gente aumentó el murmullo y las risas. Me di cuenta que el gato se estaba lavando la cara. ¿Qué haría con él? ¿Lo llevaría para adentro? Me pareció ridículo. Terminé, aplaudieron y al pararme a saludar sentí que el gato me rozaba los pantalones. Yo me inclinaba y sonreía. Me senté y se me ocurrió acariciarlo. Pasó el tiempo prudente antes de iniciar la obra siguiente y no sabía qué hacer con el gato. Me parecía ridículo perseguirlo por el escenario y ante el público. Entonces me decidí a tocar con él al lado; pero no podía imaginar, como antes, ninguna forma que pudiera realizar o correr detrás de ninguna idea: pensaba demasiado en el gato. Después pensé en algo que me llenó de temor. En la mitad de la obra había unos pasajes en que yo debía dar zarpazos con la mano izquierda; era del lado del gato y no sería difícil que él también saltara sobre el teclado.
Pero antes de llegar allí me había hecho esta reflexión: “Si el gato salta, le echarán las culpas a él de mi mala ejecución”. Entonces me decidí a arriesgarme y a hacer locuras. El gato no saltó; pero yo terminé la pieza y con ella la primera parte del concierto. En medio de los aplausos miré todo el escenario; pero el gato no estaba.
Mis amigos, en vez de esperar el final, vinieron a verme en el intervalo y me contaron los elogios de la familia que se sentaba detrás de ellos y que tanto había criticado en el concierto anterior. También habían hablado con otros y habían resuelto darme un pequeño lunch después del concierto.
Todo terminó muy bien y me pidieron dos piezas fuera del programa. A la salida y entre un montón de gente, sentí que una muchacha decía: “Cajita de música, es él”.
El comedor oscuro
Durante algunos meses mi ocupación consistió en tocar el piano en un comedor oscuro. Me oía una sola persona. Ella no tenía interés en sentirme tocar precisamente a mí. Y yo, por otra parte, tocaba de muy mala gana. Pero en el tiempo que debía transcurrir entre la ejecución de las piezas —tiempo en que ninguno de los dos hablábamos—, se producía un silencio que hacía trabajar mis pensamientos de una manera desacostumbrada.
Primero yo había ido una tarde a la Asociación de Pianistas. Los muchachos de allí me habían conseguido trabajo muy a menudo en orquestas de música popular, y hacía poco tiempo habían patrocinado un concierto mío.
Aquella tarde el gerente de la sociedad me llamó aparte:
—Che, tengo un trabajito para vos. Es poca cosa (ya había empezado a poner cara de segunda intención) pero puede resultarte de gran porvenir. Una viuda rica quiere que le hagan música dos veces por semana. Son dos sesiones de una hora y paga uno cincuenta por sesión.
Aquí se interrumpió y salió un instante porque lo habían estado llamando de la pieza de al lado.
Él creía que a mí me deprimiría lo de ir a trabajar por tan poco; y dijo todo medio en broma y en tono de querer convencerme, porque había poco trabajo y era conveniente que yo me prendiera de lo primero que encontrara.
De buena gana yo le hubiera confiado lo contento que estaba con aquel ofrecimiento; pero a mí me hubiera sido muy difícil explicar, y a él comprender, por qué yo necesitaba entrar en casas desconocidas.
Cuando él volvió yo estaba flotando en plena vanidad, pensaba que la viuda habría oído mi concierto, o mi nombre, o visto fotografías o artículos en los diarios. Entonces le pregunté:
—¿Ella me mandó buscar a mí?
—No, ella mandó buscar un pianista.
—¿Para hacer música buena?
—Yo no sé. Tú te arreglas con ella. Aquí está la dirección. Tienes que preguntar por la señora Muñeca.
La casa era de altos, balcones de mármol. Apenas entré al zaguán fui detenido por dimensiones desacostumbradas y mármoles más finos que los del balcón; eran colores indefinidos y aun estando allí parecían vivir en lugares lejanos.
Me miraban los cristales biselados de las puertas que daban al patio; ellas tenían poca madera y parecían damas escotadas o de talle muy bajo; las cortinas eran muy tenues y daban la impresión de que uno sorprendiera a las puertas en ropa interior. Detrás de las cortinas se veía, inclinándose apenas, un helecho casi tan alto como una palmera.
Hacía rato que había tocado el timbre cuando vi aparecer en el fondo del patio una inmensa mujer. Hasta que no abrió la puerta no quise convencerme de que traía colgando de los labios un cigarrillo rubio. Sin saludarme, preguntó:
—¿Usted viene de la sociedad de los pianistas?
Apenas le hube contestado abrió la puerta, se dio vuelta y caminó hacia el patio como indicándome que la siguiera. Yo tenía pegado en los ojos, todavía, el recuerdo de su boca en el momento de hablarme; los labios eran carnosos y entre ellos se bamboleaba el cigarrillo encendido. Me había hecho pasar a un rincón del patio que no era visible desde el zaguán. No bien me senté en un sillón que ella me había indicado con una mirada de párpados bajos, le pregunté:
—¿Usted es la señora Muñeca?
—Si la señora Muñeca lo oye decirme eso a mí, nos echa a los dos.
Pero no se aflija, tengo todo previsto.
Abrió la puerta que daba al comedor. En el vidrio había dibujado un paisaje de cigüeñas. La cabeza de la mujer daba a una altura del vidrio donde también había una cabeza de cigüeña que tenía un pescado en el pico y estaba a punto de tragárselo.
Yo apenas tuve tiempo de mirar el gran patio lleno de plantas y mayólicas de colores; en seguida apareció de nuevo la mujer rubia con un platillo de postre. Se sentó en una silla que había cerca de mi sillón y puso el platillo en otra silla. Entonces dijo:
—No debe tardar mucho. La acostumbré a que toque el timbre cada vez que llegue. Le dije que si dejaba la puerta abierta podían robarle algo.
Yo fui a hablar y no encontraba la voz; tardé como si hubiera tenido que buscar el sonido en algún bolsillo.
—Ella ha tenido buen gusto...
No me dejó terminar.
—El gusto no es de ella. Aquí vivía un “dotor”. A él se le murió una hija y le vendió la casa a ésta, que ya era viuda y rica desde jovencita.
Echó la ceniza del cigarrillo en el platillo de postre y yo creí que el platillo se caería.
—Lo que no tenía el “dotor” era piano. Lo compró ésta; y bastantes lágrimas que le costó.
Yo la miré, abriendo los ojos y tal vez la boca. Parecía que a ella le gustara mi manera de escuchar, porque después de tanto silencio despectivo estuvo de charla hasta que vino la dueña de casa. Lo que más la hacía conversar era algo que tuviera que ver con la señora Muñeca; aunque empezara hablando de otra cosa parecía que sin darse cuenta se fuera resbalando despacito hasta caer en el mismo tema.
Yo le pregunté:
—¿La señora Muñeca es alta como usted?
Se rió.
—Cuando vinimos aquí tuve que bajar todos los espejos; y la que me tengo que agachar soy yo.
De pronto y sin venir al caso volvió a lo del piano: era como algo que hubiera dejado cocinándose y ahora tuviera que seguir revolviendo.
—Buenas lágrimas le costó el piano. Lo compró para que tocara un novio que tuvo. Él hizo un tango y le puso “Muñeca”, por ella. Después, una noche en que él se iba para Buenos Aires y no quería que lo fueran a despedir, ella se encaprichó y fuimos las dos. Pero él llegó tarde al vapor; venía del brazo de otra y subieron corriendo “la escalerita”.
Yo hice el ademán de agarrar el platillo en un momento que creí que se caería. Ella comprendió y me dijo que no tuviera miedo; pero como tocaron el timbre salió corriendo con el platillo y se introdujo en el paisaje de las cigüeñas.
A los pocos instantes alcancé a ver una mancha violeta pegada a la puerta que daba al zaguán. Unas uñas impacientes golpeaban el vidrio. Cuando la mujer grande abrió, entró enseguida una mujer chica y le empezó a hablar del carnicero. A mí me parecía que un ojo de la recién llegada miraba hacia mí; yo la veía de perfil; aunque ya de edad no parecía fea; pero recuerdo lo que ocurrió cuando empezó a dar vuelta la cara lentamente y yo la empecé a ver de frente; era tan enjuta que fui recibiendo un chasco como el que dan las casas que uno ve de frente y después de pasarlas y mirarlas de costado resulta que no tienen fondo y terminan en un ángulo muy agudo. Casi podría decirse que aquella cara existía nada más que de perfil; y que de frente apenas era un poco ancha donde estaban los ojos; los tenía extraviados de manera que el izquierdo miraba hacia el frente y el derecho hacia la derecha. Para compensar la estrechez de la cara se peinaba haciéndose un gran promontorio; aparecían varios colores de pelo: negro, diversos matices del castaño y mechones sucios tendiendo al blanco. Encima de todo tenía un pequeño moño que en apretada síntesis era la muestra de todos los colores.
Cuando empezó a caminar hacia mí, nos miramos sin hablar; y así en todo el rato que ella empleó en cruzar el patio.
—¿Usted es el pianista? ¿Quiere pasar?
Llevó el promontorio hacia la puerta del comedor. A pesar de todo aquel pelo, apenas alcanzaba a las patas de la cigüeña del pescado en el pico. Cuando retiramos las sillas que estaban junto a la gran mesa, el ruido hizo un eco que parecía un rugido. Aquel comedor, oscuro por sus muebles y su poca luz, tenía un silencio propio. Daba pena que aquella mujer lo violara cuando me decía:
—En mi familia (movía los ojos y yo no sabía cuál mirarle, porque tampoco sabía cuál de ellos me miraba a mí), en mi familia, todos han respetado la música. Y yo quiero que en esta casa, dos veces por semana, se toque la música.
En seguida la llamaron porque había venido el carnicero. Se levantó agitando una gran cadena dorada que le daba varias vueltas por el pecho y que al final terminaba atada al costado izquierdo de la cintura.
Había, paradas en el trinchante, dos bandejas ovaladas que miraban al patio y de allí recogían la única luz que iba quedando en el comedor. También blanqueaban un poco los pescados de un cuadro que había encima del trinchante. Yo tenía adormecida la palma de la mano por que la había estado pasando por encima de la carpeta que ahora se veía de un color verde oscuro. Cuando ella volvió, yo traté de apresurar la entrevista.
—¿Qué clase de música desea la señora?
—¿Cómo qué clase de música? La que toca todo el mundo, la que está de moda.
—Muy bien. ¿Se puede probar el piano?
—Ya lo debía haber hecho.
—¿Dónde está?
—Detrás suyo. ¿No lo ve?
—No, señora, hay poca luz.
Arrimó una pantalla de pie al rincón donde estaba el piano. Tropezó y empezó a rezongar. Cuando encontró el enchufe, la luz dio sobre el color guindo de un piano chico. Después que lo probé y hube dicho otro “muy bien”, se me ocurrió preguntarle:
—¿Con qué intervalo debo hacer las piezas?
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿Cuántos minutos tienen que pasar después de terminar una pieza y...?
—Lo mismo que tardan en el café japonés.
Dije el último “muy bien” y me despedí hasta el día fijado.
La tarde que fui a tocar por primera vez, tampoco estaba la señora Muñeca. La mujer grande me hizo pasar al comedor y empezó a darme charla. Ella se llamaba Filomena, pero desde niña se había hecho llamar Dolly; era el nombre de una desdichada que se había tirado al mar en una película de aquel tiempo. Según pude averiguar después, ni ella ni la dueña de casa sabían que Dolly, en inglés, quería decir muñequita. Y, no sé por qué, temí sacarlas de esa ignorancia. Por último me habló de un hermano de la señora Muñeca. Ella le había hecho conseguir un empleo; y si seguía portándose “como es debido”, le escrituraría, a nombre de él, una pequeña casa que tenía en el Prado al lado de un chalet que también era de ella.
A mí se me había dormido la palma de la mano porque la había estado pasando por el cuerpo repujado de una silla vecina.
Cuando la señora Muñeca tocó el timbre yo llevé mi silla al piano, puse las músicas en el atril y la esperé, pronto para empezar. Apenas ella entró, se llevó las manos al costado izquierdo y sacó la punta de la cadena, donde tenía un pequeño reloj; aquello era tan desproporcionado como si hubiera atado un perrito con una cadena de aljibe. Ella me dijo: “Puede empezar”. Después se sentó en el otro extremo de la mesa y se le ocurrió, como a mí, pasar la mano por encima de la carpeta.
Yo empecé a tocar un tango y, antes de terminarlo, apareció la grandota; hablaba fuerte para cubrir el ruido del piano.
—Muñeca, ¿dónde dejó la caldera?
Muñeca tenía otro sentido de las cosas que estaban sucediendo; a ella se le había ocurrido hacer tocar música y la pagaba como algo serio, como si hiciera dar teatro para ella; y esta otra venía a interrumpir la función y a romper ese sentido de dignidad y de aristocracia que ella quería tener en su casa. Entonces se paró enojada y dijo:
—Nunca más vengas a gritar y a interrumpir la música.
La grandota dio media vuelta y se fue. Pero casi al instante la señora Muñeca volvió a llamarla gritándole:
—¡Dolly!
Y en seguida contestó la otra:
—¿Muñeca?
—Prepará el mate. La caldera está en el cuarto de baño.
Yo ya había terminado el tango; miraba los muebles y pensaba en el doctor. Aquella casa tenía algo de tumba sagrada que había sido abandonada precipitadamente. Después se habían metido en ella aquellas mujeres y profanaban los recuerdos. Encima del trinchante había un paquete de yerba empezado; y dentro de una cristalera para hacer entrar una botella de vino ordinario, habían empujado, unas encima de otras, las copas de cristal.
Dolly trajo en silencio lo que le habían pedido; yo empecé a tocar un “vals sentimental” y ya nadie habló más. La señora Muñeca tomaba mate, miraba hacia el patio y parecía, lo mismo que las bandejas, no hacer otra cosa que recibir la última luz. Yo no pedí que me encendieran la portátil de pie. Toqué algunas piezas de memoria y en los intervalos pensé en mis cosas. La señora Muñeca no sólo parecía que no oía la música, sino que había dejado el mate y una de sus manos quedó inmóvil encima de la carpeta.
En las sesiones siguientes, ya tenían todo preparado. Y después que la señora Muñeca tomaba los primeros mates y yo tocaba los primeros tangos, ella se quedaba inmóvil y yo pensaba en mis asuntos.
Cuando ya hacía más de un mes que trabajaba allí, volvió a ocurrir que la señora Muñeca no tenía preparado el servicio del mate. Llegó un poco nerviosa a donde estaba yo y me dijo que ella me oiría lo mismo desde otra pieza. Aquella tarde volvió a decir a Dolly que le preparara el mate y que la caldera estaba en el cuarto de baño. Cuando Dolly volvió la señora no estaba en el comedor. Entonces aprovechó para decirme:
—Hoy hace dos años que vimos al novio de Muñeca cuando subía la escalerita del vapor dándole el brazo a la otra. Así que tené cuidado y portáte bien.
A mí me hizo muy mala impresión que me tratara de tú y me disponía a reprochárselo cuando llegó la señora. Esa tarde ella aparecía y desaparecía como esas lloviznas que interrumpen el buen tiempo.
A los pocos días me mandaron buscar de la Asociación de Pianistas y el gerente me dijo:
—Estuvo aquí la señora Muñeca a pedir otro pianista. Dice que vos sos un tipo triste y que tu música no alegra. Yo le contesté: “Mire, señora, ése es el primer pianista de la asociación” y traté de convencerla diciéndole que cambiarías el repertorio y que tocarías con más vida.
Yo estaba deprimido. Y me fue violento ir a la sesión siguiente, pues tenía que tocar “con más vida” y además decirle a Dolly que no me tratara de tú. Pero, cuando llegué al comedor, ocurrieron cosas inesperadas. Estaba de visita el hermano de la señora Muñeca y resultó ser conocido mío. Enseguida se paró, me dio la mano y me dijo:
—¿Cómo está, maestro? Lo felicito; ya sé que tuvo mucho éxito en su concierto. Vi los artículos y las fotografías en los diarios.
Los ojos de Muñeca disparaban miradas para todos lados y parecía que aquella desviación fuera a propósito para desconfiar de todo el mundo. Entonces nos interrumpió exclamando:
—¿Cómo? ¡No me habían dicho que usted era una persona que salía en los diarios!
Siguió el hermano:
—¡Sí, cómo no! Y una vez salimos juntos en el mismo diario; estábamos separados nada más que por una columna. Fue aquella vez que me nombraron secretario del club.
Intervino Muñeca:
—Y que te felicitó el presidente. —Y después dijo—: Vení.
Yo tenía la cabeza baja y vi salir del comedor oscuro, primero el vestido violeta y, a poca distancia, los pantalones negros del hermano.
Después empecé a recordar el café donde yo tocaba cuando conocí a este muchacho. No sé por qué le llamaban “Arañita” y por qué él lo toleraba, ya que era tan bravo. Y ahora yo me había empecinado en hacer entrar a la señora Muñeca, con el vestido violeta, en la historia de este muchacho. Ella llegaba tarde a la idea que yo tenía de él; y aunque me hubiera sido más cómodo dejar este trabajo para otro día, no podía pasar sin imaginarme de nuevo todo lo que sabía de Arañita, pero agregándole esta hermana. También me parecía que era ella quien quería entrar en la historia; y tan a la fuerza como en un ómnibus repleto.
Aquel café estaba escondido detrás de unos árboles y debajo de un primer piso con balcones. Todo el que pretendiera entrar era detenido en la puerta. Apenas se ponía la mano en la manija, que era grande y negra como la de una plancha de sastre, ésta daba vuelta para todos lados sin ofrecer resistencia. Parecía que la puerta se riera de uno. Si a pocos pasos del vidrio había una persona —estando más lejos ya la suciedad del vidrio no permitiría verla—, es posible que la persona hiciera un ademán con el brazo como diciendo: “¡Véngase! ¡Empuje!”.
Entonces uno pegaba un empellón y la puerta rezongaba, pero cedía.
Después de estar adentro y apenas se daba la espalda a la calle, la puerta se vengaba descargando un golpe de resorte.
El humo tragaba mucha de la poca luz que daban unas lamparillas y mucho del color de los trajes. Además, se tragaba las columnitas en que se apoyaba el palco donde tocábamos nosotros. Éramos tres: “un violín”, “una flauta” y yo. Parecía que también había sido el humo quien hubiera elegido nuestro palco hasta cerca del techo blanco. Como si fuéramos empleados del cielo, enviábamos a través de las nubes de humo aquella música que los de abajo no parecían escuchar. Apenas terminábamos una pieza, nos invadía la conversación de toda aquella gente. Era un murmullo fuerte, uniforme, y en invierno nos llenábamos de modorra. Nos asomábamos sentados en la baranda del palco y no sé qué hacíamos tanto rato con los ojos sobre las cosas. De pronto mirábamos, simplemente, cómo allá abajo las cabezas se asomaban a los círculos blancos de las mesas de mármol y las manos llevaban hasta cerca de la nariz el café, que se veía como una pequeña mancha negra. Uno de los mozos era miope y andaba detrás de unos cristales muy gruesos; ellos le aconsejaban con mucha lentitud dónde podía encontrar una cosa; después la nariz oscilaba como una brújula hasta que se detenía apuntando a su objetivo. En una mano llevaba una bandeja y con la otra iba tanteando a la gente. Era divorciado, vuelto a casar y lleno de hijos chicos. Nosotros lo contemplábamos como a un vaporcito que navegaba entre islas, encallando a cada rato o descargando los pedidos en puertos equivocados.
Todo esto ocurría en la noche. Pero en la sección vermouth era muy distinto; y no sólo por saberse que aquélla era una hora de la tarde y no de la noche; y porque hubiera otro público y se tomaran otras cosas. A esa hora venía la gente del club político ubicado encima del café. Llenaban dos mesas del fondo y casi todos eran compañeros o admiradores de Arañita. Antes de poder conversar con él lo miraban desde lejos un buen rato y esperaban que él terminara de preparar los cocktails detrás del mostrador. A esa hora, solamente, se encendía una luz muy fuerte que iluminaba el blanco del saco, la camisa y los dientes de Arañita. Contra todo eso se oponía la corbata, las cejas, los ojos y el pelo de él, que era del más decidido negro. Y como color conciliador estaba el de su cara; era aceituna y apenas sombreado en algunas partes, sobre todo encima de las cejas, pues éstas hubieran resultado inmensas si no se las afeitara dejando apenas dos pedacitos parecidos al cordón de los zapatos.
Ninguna parte de la cara parecía moverse durante la ceremonia; ni se sabía cuál era el preciso instante en que él tomaba o dejaba una botella; la vista no alcanzaba a sincronizar el tiempo exacto en que él daba impulso a un objeto y el tiempo en que el objeto obedecía. Parecía que las botellas, los vasos, el hielo y los coladores tuvieran vida propia y hubieran sido educados en un régimen de libertad; no importaba que no obedecieran instantáneamente: ellos eran responsables y todo llegaría a su tiempo. En el único momento que los ojos podían saciar su grosera sed de ajuste era mientras Arañita sacudía enérgicamente la coctelera. En uno de esos momentos yo alcancé a pasar por una de las mesas del fondo y sentí decir: “Se conoce que es un hombre de carácter, ¿eh?”.
Arañita sabía cuál cocktail tenía más salida a una hora determinada. Entonces preparaba muchos vasos al mismo tiempo. Después de sacudir la coctelera repartía el líquido en cada vaso con un mismo movimiento del pulso; pero era tal la precisión, que uno pensaba en los secretos de la naturaleza; cada gota iba a su corral de vidrio como por un instinto de familia. Después de haber depositado la primera carga de la coctelera —que podía ser de gotas de una raza oscura—, preparaba otra de raza blanca y volvía a depositar en la misma forma las nuevas familias. Entonces llegaban los instantes tan esperados por nosotros. Él tomaba una cucharita de cabo largo; con pocos golpes giratorios cruzaba rápidamente las familias que había en cada vaso y surgía lo inesperado: cada vaso cantaba un sonido distinto y comenzaba una música de azar. Porque lo único imprevisible de cada día era la acomodación de vasos aparentemente iguales con el secreto de sonidos distintos.
De pronto veíamos a Arañita ponerse el saco, negro y ajustado, y el sombrero, de alas planas y duras como si fueran de acero. Daba vuelta por el lado de afuera del mostrador y el propio patrón —amigo y correligionario—le servía una caña. Ya los políticos iban saliendo y lo esperarían en el club. Varias veces, a esa hora, yo recordé algo que sabía de él. Había tenido una novia que una vez le pidió permiso para ir a un baile; aunque él se lo negó, ella lo mismo fue. Al poco tiempo él lo supo y cortó las relaciones con palabras que fueron como golpes secos. Una tarde ella vino al café; pero él la mandó despedir con un mozo. Y al poco tiempo ella se envenenó.
Al principio él era muy amigo de nosotros; pero un buen día dejó de saludarnos. En la baranda del palco había muchas bombitas de colores; y él era el encargado de encenderlas cuando empezaba la orquesta. Un día el “violín” descubrió que Arañita las encendía en el preciso instante en que sonaba el primer acorde de la pieza con que nosotros abríamos la sesión. Entonces, pensando en hacerle una broma, una noche hicimos todos al mismo tiempo un solo acorde cualquiera. El estampido del acorde junto con la luz llamó la atención de la gente y algunos aplaudieron. Pero Arañita caminaba rabiosamente detrás del mostrador y parecía próximo a saltar. No nos saludó más; pero mucho tiempo después y cuando yo ya no tocaba en el café, él me vio por la calle, me vino a saludar con una sonrisa muy franca y volvimos a quedar amigos.
Aquella tarde en el comedor oscuro también vino a saludarme, antes de irse, y me dijo:
—Puede estar tranquilo. En esta casa su empleo está seguro.
Menos mal. Ésta era una de las consecuencias del concierto. Pero en seguida pensé que tenía una preocupación y que en ese momento no recordaba cuál era. Pronto la encontré. Era que Dolly no debía tratarme de “tú”. Y precisamente en ese instante entró ella tendiéndome la mano. Había venido corriendo en puntas de pie. Yo no tuve más remedio que darle mi mano. Entonces ella me dijo:
—Te felicito. —Y salió corriendo.
En las sesiones siguientes Muñeca se volvió a sentar silenciosa a tomar mate en el comedor y yo pude pensar a gusto en mis cosas.
Después que Arañita hubo arreglado mi situación en casa de la hermana, Muñeca pasó mucho tiempo sin interrumpir mis pensamientos. Tomaba mate hasta que se le enfriaba el agua y después, dejando quietos sus ojos extraviados, ella también miraba sus recuerdos. Sin embargo, una tardecita que el comedor estaba muy oscuro y faltaba poco para terminar la sesión, Muñeca me habló. Yo en ese momento estaba lejísimo de pensar en ella. Cuando las palabras de Muñeca chocaron contra mí y el silencio se derrumbó, hice un movimiento brusco con los pies y le pegué al piano; la caja armónica quedó sonando y en seguida Muñeca soltó una carcajada chabacana. Después ella repitió sus palabras:
—Le preguntaba cómo se llama ese tanguito que tocó.
Mi primer impulso fue decirle el título; pero después pensé que si se lo decía —el tango se llamaba “¿Te fuiste? Ja, ja...”— ella pensaría que era una alusión al que se había ido con otra por la “escalerita” del vapor. Entonces prendí la luz y fui a llevarle el ejemplar; pero ella, comprendiendo mi intención, me atajó:
—No, no, dígamelo usted no más.
Lo pronuncié con una voz rara; ella me lo hizo repetir y enseguida dijo:
—¡Jesús! ¡Parece un nombre de carnaval!
Yo no deseaba que ese título le trajera malos recuerdos. Sin embargo a mí me atraían los dramas en casas ajenas y una de las esperanzas que me había provocado mi concierto era la de hacer nuevas relaciones que me permitieran entrar en casas desconocidas.
Una tarde que yo pensaba en el drama ajeno sentí en el comedor oscuro un fuerte olor a lechón adobado. Entonces le dije a Dolly:
—¡Qué olor a lechón! ¿Por qué no lo saca de aquí? Es una pena. ¡Un comedor tan lindo...!
Ella se enojó:
—¿Y el lechón no es un olor de comedor? ¿Querés que lo ponga en la sala?
Allí estaba, sobre el aparador, en una fuente esmaltada de color azul y tapado con un tul blanco. Dolly se había ido en seguida; pero al rato entró de nuevo y me dijo:
—Ya sé, querés comer lechón.
Yo empecé a protestar con fuerza pero ella me chistaba, quería cubrir mi voz y pretendía agarrarme las manos. Mientras yo las esquivaba y ella las perseguía, hacíamos a tientas dibujos en el aire y yo sentía en mi cara congestionada el viento que hacían las cuatro manos. Al fin puse mis manos en la espalda y me resigné a que Dolly hablara:
—Mirá: a las diez de la noche venís por la calle del fondo; allí hay un árbol con unas ramas gruesas que dan a la ventanilla de la cocina. No te hago entrar por el frente porque podrían chismear, y yo tengo novio y pienso casarme.
Quise interrumpirla, pero ella alcanzó a atraparme una mano. Yo la quité con brusquedad y mientras me quedé pensando en mi movimiento grosero, ella reanudó la explicación:
—Te subís al árbol y entrás a las diez; yo tendré pronto el lechón, un litrito de vino y verás qué fiesta vamos a hacer.
Por fin me dejó decir:
—¿Y si me oye Muñeca? ¿Voy a perder el empleo por un pedazo de lechón?
Me miró unos instantes en silencio y extrañada. Y después dijo:
—A las nueve y media yo ya he llevado a Muñeca a la cama completamente dormida y hasta podría desnudarla al otro día de mañana.
—¿Cómo? ¿Tiene sueño tan pesado?
Dolly se empezó a reír a gritos; después se sentó, desnudó los pies de unos zapatos rojos, los enrolló en las patas de la silla y me dijo:
—Apenas te vas, ella empieza a tomar vino; después come tomando vino; enseguida del postre sigue tomando vino y cuando está bien borracha la llevo a la cama.
Dolly miró mi cara, se entusiasmó y siguió diciendo:
—Mucho decir que haga las cosas como es debido, mucha aristocracia, mucho no dejarme conversar con nadie que la visite, ni siquiera con el hermano, y después se emborracha como una chancha.
Yo bajé la cabeza y en seguida ella me preguntó:
—¿Y en qué quedamos? ¿Venís a comer el lechón o no?
Yo empecé a improvisar disculpas torpes; una de las peores fue decirle que me podría caer del árbol; ella comprendió, arrugó la boca de un lado, se calzó y en el momento de irse me dijo:
—Andá, andá; a vos te arrancaron verde.
Una tarde, poco tiempo después, no salió a recibirme Dolly; apareció un criado de patillas, chaleco y mangas rayadas. Me entregó una carta en la que Muñeca me comunicaba la suspensión de mis servicios y me entregaba el dinero que me debía.
Después de esto pasé algún tiempo sin trabajo. Y hasta estuve por subir al árbol con la idea de ver a Dolly.
Una mañana de verano yo tenía mucho pesimismo y pensaba en todos mis fracasos. El concierto no sólo no me había dado dinero sino que no me había traído nada de lo que yo esperaba. Ni siquiera relaciones como para entrar en casas desconocidas; la única casa había sido la del comedor oscuro; allí apenas sospeché un drama cuando supe que Muñeca se emborrachaba; y Dolly no parecía una mujer que tuviera drama.
Arrastraba lentamente estos pensamientos paseando con las manos atrás por una avenida del Prado, cuando sentí que me hacían cosquillas en la palma de una mano. Me di vuelta y encontré a Dolly. Me dijo:
—Te vi pasar por casa y te seguí.
—¿Cómo? ¿Usted no está más en lo de Muñeca?
—Esa vieja se acordará de mí para toda la vida. Una tarde le dije: “Vaya buscándose otra porque mañana me voy”. Ella me contestó: “Y yo ¿qué te hice, ahora?”. Entonces yo le solté esto: “Ahora nada; pero me voy a casar... con su hermano”. Le vino un temblor raro y le empezó a salir espuma por la boca; porque esa misma mañana ella le había escriturado esta casita al hermano.
Habíamos seguido caminando. Pero cuando dijo lo de Arañita me paré a mirarla. Ella me tomó una mano y me dijo:
—Vení a ver la casita. A esta hora Arañita siempre está en el empleo.
Yo solté la mano y le dije:
—No, otro día.
A ella le volvió la rabia que tuvo cuando no quise subir al árbol y arrugó el labio de arriba para decirme:
—Andá, andá, pobre pianista.
El corazón verde
Hoy he pasado, en esta pieza, horas felices. No importa que haya dejado la mesa llena de pinchazos. Lo único que siento es tener que cambiar el diario que la cubre; hace tiempo que está puesto y le he tomado simpatía; es de un color verdoso, las letras grandes de los títulos son de color naranja y tiene la fotografía de unos quintillizos. Cuando la tarde estaba terminando y se apagaba un poco el gran calor, yo venía hacia mi pieza cansado de caminar. Había ido a pagar una cuota de un sobretodo comprado en invierno. Estaba un poco decepcionado de la vida pero tenía cuidado de que no me pisaran los vehículos; pensaba en mi pieza y recordé las cabecitas peladas de los quintillizos como si fueran las yemas de cinco dedos. Cuando ya estaba en mi cuarto con los brazos desnudos sobre el diario verde y un pequeño círculo de luz daba sobre los libros de colores, abrí una caja de lápices y saqué mi alfiler de corbata. Lo di vuelta entre mis manos hasta que se cansaron los dedos y distraídamente pinchaba el diario en los ojos de los quintillizos.
Primero ese alfiler había sido una pequeña piedra verde que el mar había desgastado dándole forma de corazón; después la habían puesto en un prendedor y el corazón había quedado emplomado entre un cuadrilátero del tamaño de un diente de caballo. Al principio, mientras yo lo daba vuelta entre mis dedos, pensaba en cosas que no tenían que ver con él; pero de pronto él me empezó a traer a mi madre, después a un tranvía a caballos, una tapa de botellón, un tranvía eléctrico, mi abuela, una señora francesa que se ponía un gorro de papel y siempre estaba llena de plumitas sueltas, su hija, que se llamaba Ivonne y le daba un hipo tan fuerte como un grito, un muerto que había sido vendedor de gallinas, un barrio sospechoso de una ciudad de la Argentina y donde en un invierno yo dormía en el suelo y me tapaba con diarios, otro barrio aristocrático de otra ciudad donde yo dormía como un príncipe y me tapaba con muchas frazadas y, por último, un ñandú y un mozo de café.
Todos estos recuerdos vivían en algún lugar de mi persona como en un pueblito perdido: él se bastaba a sí mismo y no tenía comunicación con el resto del mundo. Desde hacía muchos años allí no había nacido ninguno ni se había muerto nadie. Los fundadores habían sido recuerdos de la niñez. Después, a los muchos años, vinieron unos forasteros: eran recuerdos de la Argentina. Esta tarde tuve la sensación de haber ido a descansar a ese pueblito como si la miseria me hubiera dado unas vacaciones.
En muchos años de mi niñez nosotros vivíamos en la falda del cerro. La gente que subía la calle de mi casa llevaba el cuerpo echado hacia adelante y parecía que fuera buscando algo entre las piedras; y al bajar llevaban el cuerpo echado hacia atrás, parecían orgullosos y tropezaban con las piedras. De tarde mi tía me llevaba a unos morros que estaban cerca de la fortaleza. Desde allí se veían los barcos del dique, con muchos palos grandes y chicos como espinas de pescados. Cuando en la fortaleza tiraban el cañonazo de la entrada del sol, mi tía y yo empezábamos a bajar. Una tarde mi madre me dijo que me llevaría a casa de una abuela que vivía en la dársena y que vería un tren eléctrico; sin embargo esa mañana yo me había portado mal; me habían mandado a buscar almidón en caja; pero yo lo traje suelto y me retaron; al ratito me mandaron a buscar yerba y como yo la quería en caja, los almaceneros, que eran amigos de casa, me la pusieron en una caja de botines; pero yo había cometido otra falta: me volví a casa con “la plata” y me retaron porque no había pagado; al rato me mandaron a buscar fideos con un peso; yo traje los fideos pero no quise traer el cambio porque eso era traer la plata y me retarían; en casa se alarmaron porque no había traído el cambio y me mandaron a buscarlo; entonces los almaceneros escribieron en un papelito algo que tranquilizó a mamá. Decía: “El cambio está entre los fideos”.
Esa tarde todas las mujeres de casa quisieron ponerme un gran cuello almidonado que iba prendido a la camisa con botones de metal; la única que pudo fue otra abuela —ésta no vivía en la dársena ni llevaba en el pecho el corazón verde—; ésta tenía los dedos rechonchos y calientes y al metérmelos en el pescuezo para prenderme el cuello me había pellizcado la piel; yo me ahogué dos o tres veces y me habían venido arcadas.
Cuando salimos a la calle el sol hacía brillar mis zapatos de charol y a mí me daba pena tropezar con todas las piedras del camino; mi madre me llevaba de la mano y casi corriendo. Pero yo estaba contento y, cuando ella no contestaba a mis preguntas, me contestaba yo. De pronto ella me dijo:
—Cállate la boca; pareces el loco de siete cuernos.
Y en seguida pasamos por lo del loco. Era una casa sin revocar y muy vieja. En la reja de una ventana había latas atadas con alambres y detrás gritaba continuamente el loco llamando a la gente que pasaba. Él era grande, gordo y tenía una camisa a cuadros. A veces venía la mujer, que era chiquita y flaca, para hacerlo callar; pero en seguida él seguía gritando y de pronto los gritos eran roncos.
Después cruzamos frente a la carnicería: yo pasaba allí mañanas enteras esperando que me despacharan; la gente estaba callada; pero un mirlo cantaba fuerte, siempre el mismo canto, y yo me aburría mucho.
Al pie del cerro estaba la calle donde pasaba el tren de caballos; primero se oía la corneta y después el ruido de los caballos, las cadenas y el látigo largo para alcanzar al cadenero. Yo me hincaba en uno de los dos asientos largos para estar frente a la ventanilla. Y mucho rato después me tenía que tapar las narices porque pasábamos por los frigoríficos que había cerca de un arroyo. A veces, cuando el tren y los caballos hacían ruido sobre el puente, yo me olvidaba de taparme la nariz y en seguida sentía el olor. Esa tarde nos bajamos en el Paso Molino y mi madre entró en una confitería a conversar con la dueña.
Pasado un largo rato, la confitera dijo:
—Su niño mira los caramelos.
Y señalando los boyones me preguntaba:
—¿Quieres de éstos?... ¿De estos otros?
Yo le dije a mi madre que quería la tapa del boyón. Se rieron y la confitera me trajo la tapa de otro que se había roto hacía poco. Mi madre no quería que yo fuera con aquello por la calle; pero la confitera lo envolvió, lo ató y le puso un palito para agarrarlo.
Cuando salimos era de nochecita y yo vi en medio de la calle un zaguán iluminado; mientras mi madre me llevaba hacia él yo miraba los vidrios de colores. Ella me decía que era un tren eléctrico. Pero como yo lo veía de la parte de atrás seguía pensando que era un zaguán.
En ese instante tocaron un timbre, el “zaguán” soltó un suspiro fuerte y empezó a resbalar despacio hacia adelante. Al principio apenas se movía y las personas que alcancé a ver dentro de él iban quietas como muñecos dentro de una vidriera. Nosotros no llegamos a tiempo y al ratito el zaguán iba lejos y dio vuelta por entre unos árboles.
La casa de mi abuela quedaba en una calle cerca del puerto. Se entraba por un patio largo y teníamos que subir escaleras. Después pasamos por un comedor donde había una mesa con una fuente de pasteles. Mi madre me había encargado que no pidiera; entonces yo le dije a mi abuela:
—Si me dan, pido; si no, no.
A mi abuela le hizo mucha gracia y en una de las veces que me fue a besar le vi el corazón verde, se lo pedí y ella no me lo dio. Antes de cenar me dejaron jugar con una chiquilina que se llamaba Ivonne. La madre tenía en la cabeza un gorro de papel de diario y toda la cara y la pañoleta llenas de plumitas blancas muy chiquitas.
Esa noche antes de dormir vi en la pared una escalerita de luces que eran reflejo de las persianas. Después no me desperté a pesar de que todos se levantaron por el ruido que hizo la tapa del boyón cuando se resbaló de abajo de la almohada y se cayó al suelo. Al otro día, cuando tomaba el café con leche, sentía a cada momento un grito raro y me dijeron que era el hipo de Ivonne; parecía que ella lo hiciera por gusto.
Esa mañana ella me convidó para ir a ver un muerto en las piezas del fondo. La madre no quería dejarla ir porque tenía hipo. Yo miraba el gorro de papel de la madre y esa mañana el color de las plumitas era violeta. En seguida pensé en el muerto. Ivonne le decía a la madre:
—Mamá, es un muerto de confianza; es aquel viejito que vendía gallinas.
Ivonne me dio la mano y me llevó; yo tenía miedo y no soltaba la mano. El viejito estaba solo y tapado con un tul. Ivonne no sólo soltaba los gritos del hipo sino que quería apagar todas las velas que había alrededor del cajón. De pronto entró la madre, la agarró de un brazo y la sacó corriendo; y como yo estaba fuertemente agarrado a la mano de Ivonne, a mí también me llevaron.
Aquella misma mañana mi abuela me regaló el corazón verde; y hace pocos años, nuevos hechos vinieron a juntarse a esos recuerdos.
Yo estaba en una ciudad de la Argentina donde el encargado de arreglar mis conciertos había cometido errores desde el principio y al final no se había podido hacer nada. Mientras tanto tuve tiempo de ir descendiendo por todas las categorías de los hoteles del centro y al fin había caído en un barrio sospechoso de los suburbios, donde un amigo alquiló una pieza. A él los padres le habían mandado una cama y él me cedió un colchón. Hacía mucho frío y yo había gastado la mayor parte de mi dinero en comprar diarios viejos: los ponía abiertos encima de una cobija fina y arriba de ellos un sobretodo que me había prestado el encargado de mis conciertos. Una noche desperté a mi amigo con un grito feroz; yo también me desperté y me encontré poniendo una almohada en la pared: estaba soñando que allí había un agujero donde aparecía sonriendo un loco que tenía en la cabeza un gorro de papel de diario. Y después de pensar mucho en eso —no quería volver a dormirme porque tenía miedo de repetir la pesadilla— recordé el gorro de la mamá de Ivonne.
A los pocos días paseaba con tristeza entre las luces del centro de la ciudad, y de pronto decidí empeñar el corazón verde para ir al cine. Esa noche, después de la función me animé a pedirle dinero a otro amigo que tenía en Buenos Aires; ya le debía mucho, pero ahora me arriesgaría porque tenía casi arreglado un concierto en una ciudad vecina. Esa misma noche volví a pensar en el gorro de la mamá de Ivonne y decidí mandarle preguntar a la mía qué hacía aquella señora con las plumitas y el gorro de papel de diario. Es posible que mi madre lo hubiera sabido. También le dije que yo recordaba haber visto que la señora tironeaba algo que tenía en las faldas y yo había pensado que desplumaba a un animalito.
Cuando vino el dinero, rescaté el corazón verde y me fui a la ciudad vecina. Allí todo fue bien desde el principio y pude hospedarme en un hotel cómodo. Me habían dado una pieza con tres camas, una de matrimonio y dos de una plaza. Yo quería una pieza para mí solo y me dijeron que, efectivamente, esa pieza sería para mí solo y yo podía elegir la cama que quisiera. A la noche, después de una cena más bien exagerada, elegí la cama de matrimonio y puse en ella las frazadas de todas las camas. Los muebles eran de una vejez muy oscura y los espejos eran borrosos y veían mal la luz.
La tarde que di el primer concierto, tuve tiempo —antes que se cerraran los negocios— de comprar libros, lápices de colores para subrayarlos y un índice muy lindo al que después le buscaría aplicación. Apenas cené y me metí con los libros en la cama de matrimonio, pensé en el cine y no pude resistir a la tentación: me vestí de nuevo y fui a ver una película vieja en que unos enamorados se daban besos largos. Era muy feliz y no quería acostarme; fui a un café donde había un ñandú muy manso que vagaba a pasos lentos entre las mesas. Yo estaba distraído mirándolo y dando vuelta entre los dedos al alfiler de corbata cuando el ñandú vino apresuradamente hacia mí, me sacó de un picotón el corazón verde y se lo tragó. Mis ojos miraban con desesperación el alfiler bajando, como un bulto dentro de una media, por el cuello del ñandú; hubiera querido hacerlo correr hacia arriba; pero llegó el mozo con el café y me dijo:
—No se preocupe.
—¡Pero, señor! ¡Si es un viejo recuerdo de familia!
—Escuche, caballero —me decía el mozo levantando una mano como el vigilante que detiene un vehículo—; el ñandú se ha tragado muchas cosas y siempre las ha devuelto. Quédese tranquilo, que mañana o pasado yo le entregaré su alfiler como si nada hubiera ocurrido.
Al otro día vi en los diarios las crónicas de mis conciertos. Pero uno de ellos traía en primera plana un título que decía: “La estadía del pianista depende del ñandú”. Y el artículo estaba lleno de bromas.
Ese mismo día recibí carta de mi madre en que me decía que la mamá de Ivonne hacía cisnes de polvera, que los hacía de todos colores y que los tironeos serían para sacar las plumitas del paquete, porque a veces venían muy apretadas.
Al otro día el mozo del café me trajo el alfiler y me dijo:
—Ya le había dicho yo, señor: el ñandú es muy serio y devuelve todo.
Para otra vez que vaya a descansar a ese pueblito de recuerdos, tal vez me encuentre con que la población ha aumentado; casi seguro que allí estará aquel diario verde y los quintillizos a quienes les pinché los ojos con el alfiler.
Muebles "El canario"
La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volví a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:
—Con su permiso, por favor.
Y yo respondí con rapidez:
—Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
—Después a mí.
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
—¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda”. Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
—Hola, hola; transmite difusora “El Canario”... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas trasmisiones... etc., etc.
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar.
Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
—Como primer número se trasmitirá el tango...
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; les estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:
—¿No le agrada la transmisión?
—Absolutamente.
—Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.
—Horrible —le dije.
Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
—Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no le gusta la trasmisión se toma una de ellas y pronto.
—¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
—Y ahora trasmitiremos una poesía titulada “Mi sillón querido”, soneto compuesto especialmente para los muebles “El Canario”.
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
—Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
Yo lo apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
—Venga el peso. —Y después que se lo di agregó—: Dese un baño de pies bien caliente.
Las dos historias
El 16 de junio, y cuando era casi de noche, un joven se sentó ante una mesita donde había útiles de escribir. Pretendía atrapar una historia y encerrarla en un cuaderno. Hacía días que pensaba en la emoción del momento en que escribiera. Se había prometido escribir la historia muy lentamente, poniendo en ella los mejores recursos de su espíritu. Ese día iba a empezar: estaba empleado en una juguetería; había estado mirando una pizarrita que en una de las caras tenía alambres con cuentas azules y rojas, cuando se le ocurrió que esa tarde empezaría a escribir la historia. También recordaba que otra tarde que pensaba en un detalle de su historia, el gerente de la casa le había echado en cara la distracción con que trabajaba. Pero su espíritu le borraba esos feos recuerdos, apenas le venían, y él seguía pensando en lo que le hacía tan feliz y en lo que tan torpe le hizo no bien salió del empleo y se consideró libre; dejó que una parte muy pequeña de sí mismo se entendiera con las cosas exteriores y le llevara a su casa. Mientras se dejaba arrastrar por la pequeña fuerza que había dispuesto que lo guiara, se entregaba a pensar en su querida historia; a veces esa misma felicidad le permitía abandonar un poco su pensamiento dichoso, observar cosas de la calle y querer encontrarlas interesantes; y en seguida volvía a la historia; y todo esto dejándose arrastrar por la pequeña fuerza que había dispuesto que lo guiara.
Cuando estuvo en su pieza le pareció que si la acomodaba un poco antes de sentarse a escribir estaría más tranquilo; pero al mismo tiempo tuvo la impresión de que sus ojos, su frente y su nariz tropezarían con las cosas y las puertas y las paredes, y por fin decidió sentarse ante la mesita, que era baja y estaba pintada con nogalina. Después de sentarse, aun se tuvo que levantar para buscar una libretita donde tenía apuntada la fecha en que empezó la historia.
“El 16 de mayo era sábado, y serían aproximadamente las nueve de la noche cuando la conocí. Hace un momento recordaba el tipo que yo era aquella noche y cómo era mi indiferencia. También me imaginaba que si el tipo mío de ahora le dijera al tipo mío de aquella noche, al salir de casa de ella, que apuntara esa fecha por ser la de un gran acontecimiento, aquél le diría a éste que era un decadente y que había caído en un lazo vulgar. Sin embargo, mi tipo de ahora se ríe de aquél y no se detiene a pensar si aquél tenía o no razón; aun más: trata de recordar los menores detalles de aquél para reírse más, y para ver cuándo y cómo fue que aquél empezó a ser éste; pero aun más: a éste le interesa recordar a aquél porque así la recuerda también a ella; pero —hombre— aun más: a éste le interesa escribir esta historia para tener que preocuparse concretamente de ella, y ha escrito la fecha en que la conoció como lo podía haber hecho un enamorado vulgar, porque en esto, menos que en lo demás, no se avergüenza de no ser original. Por fin, la última advertencia: la fecha de esa noche la deduje con la ayuda de un gran amigo que me acompañó, esa noche y todas las otras, hasta que los dos nos convencimos de que ella me quería a mí y no a él.”
Al llegar a este párrafo se detuvo, se levantó y empezó a pasearse por la pieza. El sitio por donde paseaba era muy estrecho; hubiera podido apartar la mesita para que fuera más amplio; pero le gustaba llegar hasta la mesita y mirar el párrafo que había escrito. También hubiera podido continuar su tarea, pero sentía una secreta angustia: para escribir, al pensar en los hechos pasados, se daba cuenta de que se le deformaba el recuerdo, y él quería demasiado los hechos para permitirse deformarlos; pretendía narrarlos con toda exactitud, pero bien pronto advirtió que era imposible; y por eso lo empezó a torturar esa indefinida y secreta angustia.
Si tenía una secreta angustia porque se le deformaba el recuerdo, mucho más secreto, más íntimo fue el motivo por el cual al día siguiente ya no tuvo esa angustia. Ese motivo era el mismo que hacía que escribir la historia fuese para él una necesidad y un placer más intenso del que hubiera podido explicarse. Así como su espíritu le borró el feo recuerdo de que el gerente de la juguetería lo apartó bruscamente de sus más queridos pensamientos, así también su espíritu le escondió el motivo más hondo e implacable que entrañaba el deseo de realizar la historia. A pesar de él, su espíritu le ocultó ese motivo, valiéndose de las razones que nunca terminaba de exponer en el trozo que escribió. Pero él escribiría la historia porque ella no le amaba ya.
“Aquel tipo que era yo antes de conocerla, tenía la indiferencia del cansancio. Si yo la hubiera conocido mucho antes, mucho antes hubiera gastado mis energías en amarla; pero como no la encontré, esas energías las gasté en pensar: había pensado tanto que había descubierto lo vano y falso del pensamiento cuando éste cree que es él, en primer término, quien dirige nuestro destino. Y a pesar de saber esto, seguía pensando, mis energías seguían minando el pensamiento, y sentía el más antipático cansancio. Este tipo que soy yo, ahora descansa en la inquietud de amar a su antojo; pero desde el 19 de mayo —dos días después de empezar la historia— hasta el 6 de junio —el día en que yo mismo suspendí la historia porque al día siguiente salí muy temprano de la ciudad donde ella vivía—, en esos 22 días de entre esas dos fechas, descansé además en sus grandes ojos azules: también era grande la distancia que había entre sus ojos y las cejas; de ese espacio pintado de azul tenue y de esa bóveda azul, parecía descender eso que había en sus ojos, eso que me hizo descansar de mis pensamientos y amarla con toda la amplitud de mis ganas.”
Aunque su espíritu le escondía la causa de por qué escribía la historia, es posible que él haya sentido como el aliento de una desgracia que lo seguía de cerca. Precisamente, era su propio espíritu el que no dejaba que la impresión de que ella no le amaba ya se hiciera pensamiento, y entonces, además de querer tapar esa impresión con todas las razones con que explicaba la causa que tenía para escribir la historia, también se prendía de las fechas, porque sentía que en esa forma, comprometiendo las fechas, comprometía el tiempo y se aseguraba el amor de ella. Pero esa noche del 6 de junio, después que estuvo con ella, y cuando estaba conmigo en la pieza del hotel, hubo un momento en que yo vi la escondida y pequeña carga de duda que tenía en el espíritu: fue cuando hablándome de ella, y de quién sabe hasta cuándo no la volvería a ver, se fijó en el almanaque, y al ver el número 6 del día en que estábamos, dijo: “¡Pero qué 6!, parece un animal sentado... y con su cola muy enroscada”. Fue cuando dijo eso que yo vi esa escondida y pequeña carga de duda, y cuando él debió de haber sentido el aliento de la desgracia que lo seguía de cerca.
Hace muchos años, y cuando empezó a torturarle el pensamiento, también había descansado en unos ojos azules. De lo que escribió en aquella época elegí lo que mejor me dio la sensación de lo que él sabía de él. Eran tres trozos: La visita, La calle y El sueño.
LA VISITA
Esta noche tuve forzosamente que atender a unos pensamientos. En los momentos que estaba cansado quería dejarlos aunque fuera por unos instantes; pero bien sabía yo la importancia que tenían, y no podía dejar de atenderlos. Solamente descansaba cuando alguien me interrumpía para preguntarme algo; pero si yo pretendía hacer algo para distraerme, yo mismo me obligaba a no hacerme trampa: estaba bien que los abandonara cuando espontáneamente ocurriera algo que me obligara a interrumpirme, pero yo no debía buscar la oportunidad; por el contrario, aunque la oportunidad se me presentara y yo me quedara contento porque descansaba, debía lamentar la interrupción.
Me ocurría algo parecido cuando era niño y tenía que dar una lección que no sabía: si me venía tos me quedaba contento porque daba tregua a la tortura y porque a lo mejor, mientras tosía, podría ocurrir algo importante que me librara de la lección; pero si yo tosía a propósito, el maestro se daba cuenta. En aquel tiempo me hubiera parecido mentira que ahora, al ser grande, yo mismo me obligara a hacer una cosa como si tuviera al maestro dentro de mí.
Cuando se hizo muy tarde, llegó a mi casa, junto con mis hermanas, una muchacha rubia que tenía una cara grande, alegre y clara. Esa misma noche le confesé que mirándola descansaba de unos pensamientos que me torturaban, y que no me di cuenta cuándo fue que esos pensamientos se me fueron. Ella me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los pensamientos hacían gimnasia, y que cuando ella vino todos los pensamientos saltaron por las ventanas.
LA CALLE
Hoy me estuve acordando de una cosa que me pasó hace pocas noches. Esa
noche yo había encontrado una mujer, y los dos fuimos por una calle
solitaria. La calle tenía a los lados muros severos y blancos: serían de
fábricas o depósitos. Las veredas parecían haber nacido del pie de los
muros, y eran simpáticas; pero los focos, que también parecían haber
nacido de los muros, tenían sombreritos blancos y eran ridículos. Como
era una noche sin luna, ellos eran los únicos que alumbraban, y parecía
que solamente alumbraban el aire y el silencio.
Caminábamos despacio. Yo le había pedido a ella que por un rato no me hablara porque quería pensar en una cosa; pero no podía pensar en eso, porque la cabeza se me entretenía en comprender que cuando ya iba a terminar la luz de un foco nos esperaba con solicitud estúpida la luz de otro.
De pronto yo me detuve y me di vuelta para atrás porque en el fondo de la calle pasaba el ferrocarril. Ella dio unos pasos más antes de detenerse, y yo no sé qué pensaría. A mí me había interesado siempre el espectáculo del ferrocarril al pasar, y tal vez por eso me di vuelta y aproveché para verlo una vez más; pero esa noche no tenía ganas de verlo, me había dado vuelta sin querer: parecía que en ese mismo momento hubiera tenido dentro de mí un personaje que hubiera salido al exterior sin mi consentimiento, y que había sido despertado por la violencia del ferrocarril. Pero en seguida sentí que otro personaje, que también se había desprendido de mí, había quedado mirando en la misma dirección en que antes caminaba, que quería predominar sobre el anterior y que me empujaba hacia adelante. Si estos dos personajes no tenían sentido y querían huir, era porque yo, mi personaje central, tenía el espíritu complicado y perdido. Cuando me di cuenta de esto quise espantar los personajes, llegar a la realidad y hacer algo positivo: entonces me miré las manos. En seguida se me ocurrió —como un nuevo medio de llegar a lo normal, a la superficie común— avanzar hasta ella, aprovechar que la calle era solitaria y besarla: entonces, después que besé su cara tan rara, me di cuenta que me había pasado lo mismo que con el ferrocarril, que no tenía ganas de besarla, que la había besado el personaje que miró para atrás. Y en seguida, cuando reaccioné y quise ser positivo de nuevo y la tomé a ella del brazo para seguir caminando, sentí que me volvía a tomar el personaje que huía hacia adelante. Después de caminar unos pasos, me paré a pensar en lo que me pasaba, saqué un cigarrillo, me lo puse en los labios, y como el esmerilado de la caja de fósforos estaba gastado y yo frotaba inútilmente, la dejé a ella en la mitad de la calle y me fui a frotar el fósforo contra el muro.
Cuando dejamos esa calle y yo seguía acordándome de lo que me pasó, pensé que la calle no había quedado como antes; que en uno de los muros había quedado la cicatriz de un fósforo, y que éste había permanecido sin apagarse en la vereda que nacía de ese muro. Más tarde pensé, como si despertara de un sueño y entendiera lo que en él pasó, que los muros severos y blancos habían cruzado sus miradas a través del aire y el silencio que alumbraban los focos de sombreritos ridículos. Sin embargo, no puedo decir cómo eran el aire y el silencio en esa noche y en esa calle. A pesar de todo me parece que cada vez escribo mejor lo que me pasa: lástima que cada vez me vaya peor.
EL SUEÑO
En un pedazo grande de sueño, yo me encontraba en un dormitorio y era de noche. La silla en que yo estaba sentado había quedado arrimada a una gran cama, y en esa cama y entre las cobijas estaba sentada una joven. La joven era de esa edad insegura, entre niña y señorita; se movía continuamente y acomodaba y jugaba con cosas que a ella le parecería que a mí me interesaban; a mí me parecía mentira que ella, estando preocupada en cosas de niña y teniendo ese placer que tienen las niñas cuando están acomodando cosas y en continuo movimiento, también sintiera el placer casi puramente espiritual de un amor profundo como el que yo sabía que ella sentía por mí. A veces parecía que ella se daba cuenta de lo que yo pensaba y que eso lo hacía a propósito: le gustaba que yo la mirara mientras hacía eso. Pero de pronto interrumpía su juego y ponía su cara muy cerca de la mía; en ese momento, en su cara había un poco de tristeza, de súplica y de dolor precoz; pero de pronto me daba un beso corto y seguía jugando como antes; eso me hacía pensar que predominaba en ella el placer de su juego, de ese juego que yo no sabía bien a qué ni con qué era, y al que atendía y fingía interés como se atiende y se finge interés a los niños cuando en realidad son ellos, más que sus juegos, los que nos interesan. Entonces yo la miraba como a una niña y le perdonaba esas cosas que ella hacía como hacemos con los niños cuando no saben que molestan: ella se movía mucho, y me molestaba al inquietar durante tanto rato los rayos de luz y la sombra que salían de una lámpara portátil de pantalla verde que quedaba del lado contrario del que estaba yo. Mi manera de perdonarla tenía también cierta malicia, cierta indulgencia interesada, porque yo sabía que después que yo hubiera atendido a su juego durante un buen rato, le pediría que me besara y ella me colmaría de besos y de mimos. Sin embargo, al momento me encontré besándola, y sentía que no la amaba, que no estaba en una situación franca conmigo mismo y que hacía por encontrar agradable un compromiso complicado en que me había metido; entonces la besaba en las mejillas, donde le corrían abundantes lágrimas, y yo hacía lo posible por esquivar esas lágrimas, porque al encontrarlas me creía en el deber de sorberlas, y el líquido era cada vez más salado y abundante.
Tan pronto me encontraba en la silla y muy arrimado a la cama, como me encontraba a una distancia imprecisa de la cama y me veía a mí mismo sentado en la silla y con un traje claro. Cuando yo estaba en la silla y ella se hallaba cerca de mí, yo sentía la realidad de las cosas sin darme cuenta que la sentía, y además tenía el espíritu angustiado.
Tan pronto me sentía contemplándola a ella, como sentía que hacía cosas que no eran las que yo quería hacer. Otras veces ella jugaba muy lejos de mí, en todos sus movimientos no había el más leve ruido, y esos movimientos se parecían a los de las películas pasadas sin música.
Pero entonces tenía conciencia de ese silencio y de mi mutismo —yo no debía de hablar nada—, porque en vez de estar yo junto a la cama de ella, debía de estar otro que era el novio que los padres conocían y con quien le permitían hablar.
Cuando yo estaba retirado de la cama y me veía a mí mismo sentado en la silla y con el traje claro, me sentía menos angustiado, y ella y el “yo” que yo veía a esa distancia imprecisa eran una cosa más íntimamente conciliada.
En una de las veces que yo me hallaba cerca, ella tenía el cuerpecito de un niño de meses y su cabeza era muy grande; jugaba con un papel y tan pronto se lo ponía sobre los hombros o se lo ceñía al cuerpecito; el papel crujía fuertemente; los padres, que estaban en la habitación próxima, se inclinaron sobre los pies de la cama de ellos, y desde allí nos veían —porque la puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba abierta. De pronto, en la habitación de nosotros apareció la madre, en camisa, y me dijo: “No esperaba este triunfo de usted”. ¡Cuánto sufrí por eso!... Sentí mi traición, y el dolor de la persona traicionada al concederme el triunfo... Mi sombrero estaba tan pronto en un sitio como en otro; yo no lo podía tomar ni salir; pero en seguida dije:
—Escuche, señora —y se me ocurrió esta mentira—: Estoy muy enamorado de una amiga de su hija; y al pasar por aquí, pensé que su hija me diría cosas de la mujer que amo; entonces, como vi luz, me atreví a llamar y ella me hizo pasar. Cuando terminé de decir esto, ella lloraba desconsoladamente, y lo que yo había dicho se iba haciendo verdad...
“Al despertarme me ocurrió lo de muchas veces: empezaba a darme cuenta de por qué habían ocurrido algunas cosas, y esas soluciones me caían como fichas: los padres se habían despertado por el ruido que hacía el papel al crujir; ella lloraba porque sabía que yo amaba a otra, etc. Pero lo que más me asombró al despertarme fue comprobar que la madre de ella era mi propia madre.
También recordé lo que me sucedió antes de dormir y al terminar el sueño: pensaba en las leyes físicas y humanas y veía pasar mis deseos por mí, como nubes por un cielo cuadriculado. Al ir pasando al sueño, esa red se rompía; pero yo seguía pensando y sintiendo como si estuviera entera: los pedazos rotos estaban como enteros; y había un cuadro tan bien escondido debajo de otro, que la madre de ella era la mía...”
El joven no quiere ir describiendo los hechos en el mismo orden que ocurrieron; tampoco quiere hablar de los personajes que tuvieron que ver con la mujer que amaba: ni siquiera los de su familia. Pero se le ha antojado describir la nariz de ella, aunque le resultara ridículo.
“En muchos de los instantes que viví cerca de ella, concentré toda mi atención y toda mi adoración en su nariz. También me parecía que muchos extraños pensamientos que vagaban por el aire se metían por mi cabeza y me salían por los ojos para ir a detenerse en su nariz.
Entonces creía que su manera de sentarse, erguida; su manera de levantar la cabeza, adelantando la barbilla, y todo lo físico y espiritualmente bello que había en su persona, era un ardid de su naturaleza para preparar y llevar al espíritu a adorar su nariz.
La nariz de ella sobresalía de su cara, como un deseo apasionado; pero ese deseo estaba insinuado disimuladamente, y hasta un poco recogido después de haber sido insinuado; y este recogimiento parecía hecho con un poco de perfidia. Cuando la miraba de frente y sus grandes ojos azules estaban entornados, su nariz parecía haber sido muy sensible a las lágrimas que salieron de aquellos ojos y que se habían secado en ella; también las lágrimas parecían haber dejado rastros en dos pequeñísimos bultitos pálidos que brillaban en la misma punta de su nariz.
En los momentos que era yo quien le insinuaba mis deseos apasionados—pero por medio de palabras, y palabras que salían a ser oídas como saldrían a bailar por primera vez hombres grotescos y tímidos—, su nariz parecía que oía, y como sus ojos estaban casi cerrados, también parecía que era la nariz la que veía; y cuando asomaba la cabeza a la ventana para ver lo que ocurría en la calle, parecía que la nariz esperaba a que llegaran lentamente a posarse sobre ella unos impertinentes.”
“No puedo dedicarme a pensar por qué necesito explicar cómo anduvo hoy vagando en mí un terrible pensamiento. Pero lo cierto es que ahora quiero desparramarlo en esta página.
Primero me senté en mi cama y miré la mesita pintada con nogalina; después miré muchas cosas de mi cuarto... —Me doy cuenta que tengo deseos de decir cómo son todas las cosas que hay en mi cuarto, para tardar en recordar exactamente cómo llegó hasta mí ese pensamiento; pero no me torturaré tanto, porque es la primera vez que tengo que recordar esto—. De pronto sentí en el alma un espacio claro, donde vagaba una especie de avión. Voy a suponer que mis ojos miraran para adentro en la misma forma que para afuera; entonces, al ser esféricos y moverse para mirar hacia dentro, también se movían mirando hacia fuera, y por eso yo miraba los objetos que había en mi cuarto, sin atención: yo atendía al avión que andaba adentro y en el espacio claro.
Después resultó que la parte de los ojos que miraba para afuera y sin atender, miró —como hubiera podido mirar un enamorado vulgar—una fotografía de ella que estaba en la mesita pintada con nogalina; entonces, en vez de atender al avión de adentro, atendí a la foto de afuera. Después quise volver a ver el avión, pero éste se había perdido en el espacio claro; entonces yo dije para mí: ‘Ya volverá, y si tarda es porque debe de estar cargando algo’. Cuando volvió, no sólo me pareció que traía carga, sino que no era el mismo. También sentí que se dirigía a mí, a mi estúpida persona de aquel momento; y lo único que atiné fue a sacarme un trapo de otro lugar del alma, y a hacerle señas de que siguiera... pero le debo de haber hecho señas de que se detuviera, porque llegó hasta mí, y me rompió la cabeza y todos los escondidos lugares de mi estúpida persona.”
Creo que me durará mucho tiempo el asombro de lo que me pasó hoy: he visto al joven de la historia y me ha dicho que no tiene más ganas de seguir escribiéndola y que tal vez nunca más intente seguirla.
Yo lo siento mucho; porque después de haber conseguido esos datos que me parecen interesantes, no los podré aprovechar para esta historia. Sin embargo guardaré muy bien estos apuntes; en ellos encontraré siempre otra historia: la que se formó en la realidad, cuando un joven intentó atrapar la suya.