Descargar ePub «Por los Tiempos de Clemente Colling», de Felisberto Hernández

Biografía, autobiografía


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Este texto, publicado en 1942, está etiquetado como Biografía, autobiografía.


  Biografía, autobiografía.
63 págs. / 1 hora, 51 minutos / 233 KB.
13 de febrero de 2025.


Fragmento de Por los Tiempos de Clemente Colling

Si volvemos de donde era mi casa que quedaba en la calle Gil y caminamos en dirección a Suárez, antes de llegar a la esquina pasaremos por un cerco de ladrillo que está muy viejo, negruzco y con musgo de muchos verdes. Una persona mayor verá por encima del cerco —yo, para ver, daba saltitos— pavos entre algunos árboles y un gallinero de tejido de alambre blanqueado. Una vez hicieron allí un pozo muy hondo, al que bajaba a leer un loco que no quería sentir ruidos. Siguiendo por la vereda nos encontraremos con la casa de la esquina, que tiene muchas ventanas que dan a la calle Gil. Pero la última ventana, antes de llegar a Suárez, es pintada en el muro. Y detrás de la ventana pintada estaba la pieza donde vivía el loco. A mí me costaba pensar en algo terrorífico, porque entre los barrotes pintados, había pintado también un color azul de cielo, y aquella ventana no me sugería nada grave. Sin embargo el loco estuvo por matar con un hacha a la madre, que era paralítica y siempre estaba sentada en un sillón. Afortunadamente acudieron las tres hijas. Y después el loco pasaba algún tiempo recluido y otro tiempo con ellas. Era una persona delicadísima, culta y afable. Una vez me dio un ratón de chocolate y yo le miraba agradecido la pera corta y peinada en dos. ¡Pero ellas! ¡Qué noblemente ideales eran! Por esas tres longevas yo alcancé a darle la mano a una gran parte del siglo pasado. No sería muy difícil, hojeando revistas de aquel tiempo, encontrar un dibujante “original” que hubiera dibujado un cigarrillo echando humo y que del humo saliera una silueta como la de ellas. La cintura lo más angosta que fuera posible, el busto amplio, el cuello encerrado entre ballenas pequeñas que sujetaban el tejido blanco. —En aquel tiempo mi atención se detenía en las cosas colocadas al sesgo; y en aquella casa había muchas: los cuadros blanqueados del alambre del gallinero, los cuadritos blancos del tejido del cuello sujeto por ballenas, el piso del patio de grandes losas blancas y negras y los almohadones de las camas—. Después, encima de la cabeza otra gran amplitud, como un gran sombrero, pero este montón estaba hecho con el mismo pelo que salía de la cabeza —o mitad pelo propio y mitad pelo comprado; el seno también solía ser de medio y medio. Encima del pelo iba el verdadero sombrero, generalmente inmenso; y encima del sombrero, plumas —como las del pavo del fondo, o de otras aves, creo que nunca de gallina, a no ser que fueran teñidas. Los sombreros también solían cargar frutas, creo que uvas, y eran sujetas con pinchos larguísimos que tenían una gran cabeza de metal o piedras vistosas o carey. Los pinchos cruzaban todo el peinado, el sombrero —con flores, frutas o lo que fuera— y volvían a aparecer del otro lado sobrándoles largos pedazos que terminaban en puntas agresivas. Desde el ala del sombrero hasta el cuello, y a manera de mosquitero, un tul muy estirado, que dejaba tras él y en penumbra provocadora y atrayente, la cara, que a su vez estaba cubierta de polvos. Ese conjunto era una aparición fantástica, en la que el espectador podía detener un buen rato su contemplación. Una vez, cuando niño, me puse uno de esos escaparates con mosquitero y todo y al caminar recordaba un viaje hecho en cupé desde el cual y a través de las cortinillas podía mirar sin ser visto.


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