La Familia de Alvareda

Novela de costumbres populares

Fernán Caballero


Novela



Una palabra al lector

El argumento de esta novela, que hemos anunciado como destinada exclusivamente a pintar al pueblo, es un hecho real, y su relación exacta en lo principal, hasta el punto de haber conservado las mismas expresiones que gastaron los que en ella figuran, sin más que haber quitado a alguna que otra crudeza. También se ha trasladado la acción a una época anterior a la en que tuvo lugar, y se ha añadido algo al principio y al fin.

No se nos oculta que con los elementos que presta el asunto, se hubiera podido sacar más partido literario, tratándolo con el énfasis clásico, el rico colorido romántico o la estética romancesca.

Pero como no aspiramos a causar efecto, sino a pintar las cosas del pueblo tales cuales son, no hemos querido separamos en un ápice de la naturalidad y de la verdad. El lenguaje, salvo aspirar las h, y suprimir las d, es el de las gentes de campo andaluzas, así como lo son sus ideas, sentimientos y costumbres.

Muchos años de un estudio hecho con constancia y con amore, nos permiten asegurar a todo el que disputase lo contrario, que no está tan enterado en el particular como lo estamos nosotros.

Primera parte

Capítulo I

Siguiendo la curva que forman las viejas murallas de Sevilla, ciñéndola cual faja de piedra, al dejar a la derecha el río y las Delicias, se encuentra la puerta de San Fernando.

Desde esa puerta se extiende en línea recta sobre la llanura, hasta la base del cerro llamado Buenavista, un camino que pasa sobre un puente de piedra el riachuelo y sube la cuesta bastante pendiente del cerro, en cuya derecha se ven las ruinas de una capilla.

Al contemplar ese camino a vista de pájaro, parece que es un brazo que extiende Sevilla hacia aquellas ruinas como para llamar la atención sobre ellas, porque esas ruinas, aunque pequeñas y sin vestigio de mérito artístico, son un recuerdo religioso e histórico, son una herencia del gran rey Femando III, cuya memoria es tan popular, que es admirado como héroe, venerado como santo y amado como rey, realizando así esa gran figura histórica el ideal del pueblo español.

Después de subida la altura, el camino la vuelve a bajar por el lado opuesto y llega a un vallecito por el cual pasa un arroyuelo.

Ha lavado éste tan primorosamente su cauce, que sólo se compone de brillantes guijarros y dorada arena.

Después de vadearlo, el camino sonríe a su derecha a una alegre y hospitalaria ventecilla y saluda a su izquierda a un castillo moruno que se asienta altivo sobre una eminencia, pues no parece sino que el suelo se ha alzado para formarle su pedestal.

Este castillo fue dado por don Pedro de Castilla a su bella y célebre querida doña María de Padilla, cuyo nombre conserva.

La hacienda y castillo de Doña María pasó andando el tiempo, sin duda por alguna donación piadosa, a la catedral de Sevilla, cuyo cabildo la vendió en nuestros días a un caballero particular. Éste pagó los buenos pastos y los hermosos olivos gordales de Doña María; los recuerdos no entraron en cuenta, puesto que de ahí a poco apareció la vieja, arrugada y mustia Doña María vestida de blanquísima cal, engalanada con ribetes verdes y brillantes de cristal, pulida, aderezada como niña presumida, a punto de que entre los campesinos extáticos cundió la voz de que la bella pecadora, la hermosa amancebada, había sin duda, expiado por quinientos años de purgatorio su escandalosa vida y había entrado en gracia. Aquellos que aman los antiguos recuerdos y la bella y solemne librea del tiempo, gimieron y se lamentaron cual si se hubiese profanado una tumba.

Mas prosigamos la marcha del camino, que adelanta abriéndose paso por entre los palmitos y las carrascas de una dehesa hasta penetrar en el lugar de Dos Hermanas que se halla asentado en un llano arenoso, a dos leguas de Sevilla.

Para hacer de este pueblo, que tiene la fama de ser muy feo, un lugar pintoresco y vistoso, sería preciso tener una imaginación que crease, y la persona que aquí lo describe sólo pinta.

En él no se ven ni río, ni lago, ni umbrosos árboles; tampoco casitas campestres con verdes celosías, merenderos cubiertos de enredaderas, ni pavos reales y gallinas de Guinea picoteando el verde césped, ni bellas calles de árboles formadas en líneas rectas, como esclavos sosteniendo quitasoles, para proporcionar sombra constante a los que pasean. Todo esto le falta. ¡Triste es tener que confesarlo!... Es allí todo rústico, tosco y sin elegancia. Pero en cambio, encontraréis buenos y alegres rostros que os mostrarán que maldita la falta que hace todo aquello para ser feliz. Hallaréis, además, en los patios de las casas, flores, y a sus puertas, robustos y alegres chiquillos, más numerosos aún que las flores; hallaréis la suave paz del campo, que se forma del silencio y de la soledad, una atmósfera de edén, un cielo de paraíso. Éstas son las ventajas de que goza. Bien compensan las otras.

El pueblo se compone de algunas calles anchas, formadas por casas de un solo piso labradas en cansadas líneas rectas, sin ser paralelas, que desembocan en una gran plaza arenisca, extendida como una alfombra amarillenta ante una hermosa iglesia que levanta su alta torre coronada de una cruz como un soldado su estandarte.

A espaldas de la iglesia encontraréis el oasis de este estéril conjunto. Apoyada en el muro de detrás de la iglesia, se halla una gran puerta que da entrada a un vasto y dilatado patio que precede a la capilla de Santa Ana, patrona del lugar; junto a la capilla, apoyada en ella, está la pequeña y humilde casita de su guarda, que es, a la vez, cantor y sacristán de la iglesia. En el patio veréis cipreses centenarios, sombríos y reconcentrados; el alegre y loco paraíso, de tan ligera madera, creciendo pronto, prodigando al viento sus hojas, flores y fragancias, porque sabe que su vida es corta; el naranjo, ese gran señor, ese hijo predilecto del suelo de Andalucía, al que se le hace la vida tan dulce y tan larga. Veréis una parra que, cual el niño, necesita de la ayuda del hombre para medrar y subir y que extiende sus anchas hojas como acariciando el emparrado que la sostiene; porque es cierto que también las plantas tienen su carácter, del que se reciben diversas impresiones. ¿Se puede, acaso, mirar un ciprés sin respeto, un paraíso sin cariño, un naranjo sin admiración? ¿No imprime la alhucema la idea y el gusto de un interior aseado y pacífico? El romero, perfume de Nochebuena, ¿no engendra, acaso, sus buenos y santos pensamientos?

A derecha e izquierda del lugar se extienden aquellos interminables olivares, que son el gran ramo de la agricultura de Andalucía. Estos árboles están plantados a distancia unos de otros, lo que hace alegres estos bosques; pero su suelo, nivelado y limpio por el arado, los hace cansadamente monótonos. De trecho en trecho se encuentra el caserío de la hacienda a que respectivamente pertenecen. Están éstas labradas sin gusto ni simetría, y se les da vuelta sin atinar a descubrir la fachada. Nada tienen de grandes moles o fábricas, sino las torres de sus molinos, que descuellan entre los olivos, como para contarlos. Estas haciendas pertenecen, en lo general, a la aristocracia de Sevilla; pero por lo regular no son habitadas, por no gustar las señoras del campo; por lo tanto, están descuidadas y vacías cual graneros. Así es que en esos parajes aislados y solitarios, el silencio no es interrumpido sino por el canto del gallo que, vigilante, guarda su serrallo, o por el rebuzno de algún burro viejo, que el capataz manda a paseo y que se aburre de su soledad.

No obstante, a la caída de una hermosa tarde de enero del año 1810 hubiese podido oírse la sonora y fresca voz de un joven como de veinte años que, con la escopeta al hombro, caminaba con paso firme y ligero por una de las veredas trazadas en los olivares. Su cuerpo, quebrado de cintura, era alto y airoso; su persona, sus ademanes, su modo de andar, tenían la soltura, la gracia, la elegancia que el arte se esfuerza en crear, y que la naturaleza reparte a manos llenas a los andaluces. Llevaba alta y erguida la cabeza, coronada de rizos negros, modelo del bello tipo español. Sus grandes ojos negros eran vivos; su mirada, firme y llena de inteligencia; su bien formado labio superior se alzaba con un gesto de alegre zumba, enseñando su blanca y brillante dentadura. Toda su gallarda persona respiraba una superabundancia de vida, de fuerza, de energía. Un botón de plata sujetaba sobre su cuello moreno su blanca camisa. Llevaba una chaquetilla cortita de paño parda, calzones cortos de la misma tela, sujetos en la rodilla con cordones y borlas de seda; una faja de seda amarillenta ceñía con varias vueltas su delgada cintura. Zapatos de vaca y polainas de lo mismo, finamente pespunteadas, calzaban sus bien formados pies y piernas; un sombrero de ancha ala, llamado calañés o portugués, guarnecido y adornado de terciopelo y de bolas de seda, airosamente inclinado hacia el lado izquierdo, completaba el elegante traje andaluz.

Ese joven, conocido por su índole activa, su genio arrojado y valiente, fue llamado por el capataz de una de las haciendas mencionadas, para ser guarda mientras se hacía la cogida de la aceituna. Iba cantando:


Cuando voy a la casa
de mi María,
se me hace cuesta abajo
la cuesta arriba.
Y cuando salgo,
se me hace cuesta arriba
la cuesta abajo.
 

Al llegar a un vallado, que cerraba el olivar, el guarda, sin pararse a buscar un portillo, saltó por encima, y se halló en un camino, frente a frente de otro muchacho poco mayor que él, que también se dirigía al lugar como el primero. Vestía éste el mismo traje que aquél; pero era menos alto y menos erguida su persona. Sus ojos pardos eran menos vivos, y más tranquila su mirada; su boca más grave, y su sonrisa más dulce. En lugar de escopeta llevaba una azada al hombro; precedíale una burra, a la cual no arreaba, y le seguía un enorme perro de pelo espeso y corto, de un blanco amarillento, perteneciente a la hermosa casta de perros de ganado de Extremadura.

—¡Hola! ¿Eres tú, Perico? Dios te guarde —dijo el apuesto guarda.

—Y a ti también, Ventura —respondió el otro—. ¿Vienes a holgar?

—No —respondió Ventura—, que vengo por avíos. Además, hay ocho días...

—¿Que no ves a mi hermana Elvira? —interrumpió Perico con su dulce sonrisa—. Bueno, amigo: de un avío dos mandados.

—Callar y callaremos, Perico; que el que tiene tejado de vidrio, no tire piedras al del vecino —respondió el guarda.

—¡Dichoso tú, Ventura —prosiguió Perico suspirando—, que te podrás casar cuando quieras, sin que nada a ello se oponga!

—¿Y qué? —preguntó Ventura—. ¿Quién o qué cosa se podría oponer a que te casases tu?

—La voluntad de mi madre —respondió Perico.

—¿Qué me dices? —exclamó Ventura—. ¿Y por qué es eso? ¿Qué falta tiene que ponerle a Rita, que es joven, bien parecida y de buena gente, pues es prima tuya?

—Cabalmente, ésa es la razón que su merced alega para no ser gustosa.

—Escrúpulos de vieja. ¿Quiere su merced enmendarle la plana a la Iglesia que lo otorga?

—No son —respondió Perico— escrúpulos religiosos los que tiene mi madre; dice que enlaces tan cercanos repugnan a la naturaleza; que una misma sangre se rechaza y no se goza, porque tarde o temprano los persiguen y alcanzan males, desgracias y desavenencias. Cuenta de esto cien ejemplos.

—No le hagas caso —dijo Ventura—; déjala anunciar y cantar males como una lechuza. Siempre han de tener las madres alguna cosa que oponer a los casamientos de los hijos.

—No —respondió Perico con gravedad—, no; sin el consentimiento de mi madre no me casaré nunca.

Anduvieron algunos instantes en silencio, al cabo de los cuales dijo Ventura:

—Ello es que yo soy como el patrón Araña, que embarcaba la gente y se quedaba en tierra; o como el predicador que decía: «Haced lo que os digo, y no lo que hago». ¿Pues acaso no me tiene a mí la voluntad de mi padre sujeto como a un león una cuerda de lana? Porque, ¿crees tú, Perico, que si no fuese por mi padre, que no quiere, no estaría yo a estas horas en Utrera, en donde se alista ese escuadrón de voluntarios para ir a batirse contra los traidores infames que se nos cuelan por las puertas como amigos, para hacerse dueños del país e imponemos el yugo extranjero? ¿Sabes, Perico, que lo que acá hacemos viendo marchar los otros y quedándonos, es de malos españoles y de cobardes?

—Eso mismo pienso yo —respondió Perico—; pero ¿cómo dejo yo a mi madre y a mi hermana, que no tienen sino a mí a quien volver la cara? Pero ten entendido que si mi madre se emperra en no dejarme casar, no he de poder vivir así, y me voy con los demás mozos; estoy resuelto.

—Y bien que harás —dijo con expresión Ventura—. Por mí, el día menos pensado, por más que me llamen, no contestaré. Aquel día, créelo, Perico, habrá algunos franceses de menos sobre el suelo de España.

—¿Y Elvira? —preguntó Perico.

— Hará como las otras. Me aguardará... o me llorará.

Había llegado.

Capítulo II

La casa de la familia de Perico era espaciosa y estaba primorosamente blanqueada por dentro y por fuera; a cada lado de la puerta tenía, apoyado en la pared un banco de cal y canto. En la casapuerta pendía un farol ante una imagen del Señor, que se hallaba colocada sobre el portón, según lo exige la católica costumbre de hacer preceder a todo un pensamiento religioso, y ponerlo todo bajo un santo patrocinio. En medio del espacioso patio se alzaba, frondoso sobre su robusto y pulido tronco, un enorme naranjo. Un arriate circular protegía su base como una coraza. Desde infinidad de generaciones había sido este hermoso árbol un manantial de goces para esta familia. El difunto Juan Alvareda, padre de Perico, tenía la pretensión tradicional de hacer remontar su existencia a la época de la expulsión de los moros, después de la cual, según su aserto, lo había plantado un Alvareda, soldado que fue del santo rey Fernando; y cuando el cura, hermano de su mujer, le embromaba y daba calma sobre la antigüedad y no interrumpida filiación de su linaje, respondía, sin alterarse y sin que vacilase su convicción ni un instante, que todos los linajes del mundo eran antiguos, y que bien podía extinguirse la filiación o sucesión directa de los ricos; pero que semejante cosa jamás sucedía con los pobres.

Las mujeres de esta familia hacían de las hojas del naranjo cocimientos tónicos para el estómago y calmantes para los nervios. Las muchachas se adornaban con sus flores y hacían de ellas dulce. Los chiquillos regalaban su paladar y refrescaban su sangre con sus frutas. Los pájaros tenían entre sus hojas su cuartel general, y le cantaban mil alegres canciones, mientras que sus dueños, que habían crecido a su sombra, le regaban en verano sin descanso, y en invierno le arrancaban las ramitas secas, como se arrancan las canas a la cabeza querida de un padre que no se quisiera jamás ver envejecer.

A derecha e izquierda de la puerta de entrada había dos habitaciones o partidos, según la expresión de la tierra, iguales, consistiendo en una sala, que tenía dos ventanitas con reja a la calle y dos alcobitas formando ángulo con la sala y tomando luz del patio. En el fondo de éste se encontraba una puerta que daba a un corral muy grande, en el que se hallaban la cocina, el lavadero, las cuadras, y que ostentaba en su centro una grande higuera, con tan pocas pretensiones y amor propio que se prestaba sin murmurar a ser de noche el lugar de descanso de las gallinas, sin haber una vez siquiera doblegado sus ramas bajo aquel peso incómodo, ni aun para darles un chasco por Carnaval.

Tres años hacía que había muerto el dueño de la casa. Cuando sintió su fin acercarse, llamó a su hijo Perico y le dijo: «A tu cargo quedan tu madre y hermana; vela sobre la una y déjate guiar por la otra. Siempre viví en el santo temor de Dios, y pensé en la muerte; así la veo llegar sin espanto y sin sorpresa. Acuérdate de mi muerte para no temerla; todos los Alvaredas han sido hombres de bien; en tus venas corre la misma sangre española, y en tu corazón viven los mismos principios católicos que los hicieron tales. Sé cual ellos, y así vivirás dichoso y morirás tranquilo».

Ana, su viuda, era una mujer distinguida en su clase, y lo hubiese sido igualmente en otra más elevada. Criada por su hermano, que era cura, su entendimiento era culto, su carácter grave, sus maneras dignas, su virtud instintiva. Estos méritos, unidos a su posición acomodada, le daban una superioridad real sobre todos los que la rodeaban, que admitía sin abusar de ella. Su hijo Perico, sumiso, modesto, laborioso, había sido su consuelo, no habiéndole dado jamás otro disgusto que el que le causaba su amor hacia su prima Rita.

Su hija Elvira, que tenía tres años menos que su hermano, era una malva en su dulzura, una violeta en su modestia, una azucena en su pureza. Su niñez había sido enfermiza, lo cual había impreso en su semblante, muy parecido al de su hermano, una palidez y una expresión de calma resignada, que le prestaban singular atractivo. Desde su infancia se había apegado a Ventura, el bello y arrogante hijo del vecino Pedro, amigo y compadre del difunto Juan Alvareda.

La mujer de Pedro había muerto al dar a luz una hija, que desde entonces fue confiada por su padre a una religiosa de Alcalá, hermana de la difunta. Separado así de su hija, Pedro había concentrado todo su querer sobre su hijo Ventura, le había visto con gozo y orgullo hacerse el más bello, el más valiente, el más gallardo de los mozos del lugar.

Frente por frente de la casa de los Alvaredas, estaba situada la pequeña casa de María, la madre de Rita. María era viuda de un hermano de Ana, que había sido capataz de la vecina hacienda de Quintos. Era esta mujer tan buena, tan fiel, tan cándida y sencilla, que no tuvo jamás carácter y vigor suficiente para doblegar la condición altiva, áspera y decidida que su hija Rita mostró desde niña; estas malas cualidades se habían, pues, desarrollado sin trabas. Era su carácter violento, sus impresiones fogosas y su corazón frío. Su cara, extraordinariamente bonita y seductoramente expresiva, picante, viva, sonrosada y burlona, formaba un perfecto contraste con la de su prima Elvira, pudiéndose comparar la una a una fresca rosa armada de sus espinas; la otra, a una de esas rosas de pasión, que elevan sobre sus pálidas hojas una corona de espinas como muestra de padecimiento, y esconden en el fondo de su cáliz una miel tan dulce.

En la pintura y clasificación de los miembros que componían esta familia y sus allegados, no podemos omitir a Melampo, el perro que ya hemos visto seguir cachazudamente a Perico a su regreso. Debemos darle su lugar, pues no todos los perros son iguales, ni ante la ley. Melampo era un perro honrado y grave, sin pretensiones, ni aun a las de perro Hércules o Alcides, a pesar de sus enormes fuerzas. Ladraba rara vez y jamás sin causa motivada; era sobrio y nada goloso. No acariciaba a sus amos; pero jamás ni por ningún motivo se separaba de ellos. En toda su vida había mordido a nadie. Despreciaba altamente los ataques de los gozquecillos que ladraban tras él a su paso con estúpida hostilidad; pero Melampo había matado seis zorros, tres lobos, y un día se echó sobre un toro que perseguía a su amo y lo paró cogiéndolo por una oreja, como a un niño atrevido. Con tales hojas de servicio, dormía Melampo tranquilamente al sol sobre sus laureles.

Capítulo III

Cuando los dos mozos llegaron, encontraron a Elvira y Rita apoyadas cada cual en un quicio de la puerta. Estaban envueltas en sus mantillas de bayeta amarilla, guarnecidas de un ribete de terciopelo negro que gastaban entonces las mujeres del pueblo, en lugar del pañolón que gastan hoy día. Cubríanse la parte baja de la cara, de manera que no dejaban fuera más que la frente y los ojos.

Después de haberle dado las buenas noches, le dijo Perico a su hermana:

—Elvira, mira que este pájaro se quiere volar; cierra bien la jaula..., mira que se está deshaciendo por irle al encuentro a esos gabachos que se nos quieren colar como Pedro por su casa.

—Pues si dicen —añadió Ventura— que se vienen acercando a Sevilla. ¿Y hemos de estar viéndolo con los brazos cruzados y sin decir esta boca es mía?

—¡Ay Jesús! —exclamó Elvira—. ¡Espero en Dios que eso no sucederá! ¡No me lo digas siquiera! ¡Ay! Patrona mía Santa Ana, si nos libras de esta desgracia, te ofrezco lo que más quiero; mi cabello, que en una trenza colgaría en tu altar con un moño color de cielo.

—Pues yo —dijo Rita— la ofrezco a la Santa dos macetas de claveles para adornar su capilla en su fiesta, si caen las pesas de modo que os larguéis pronto y volváis despacio.

—No digas eso ni en chanza —exclamó apurada Elvira.

—Anda, déjala que diga. A bien que la Santa ha de preferir la hermosa trenza de tus cabellos a sus macetas —observó Ventura.

En este momento llegaba la buena vieja María. María era mayor que su cuñada, y aunque apenas contaba sesenta años, lo pequeña y delgada que era y lo pronto que envejecen las mujeres del pueblo, la hacía aparecer mucho más vieja. Envolvía su exigua persona en su mantilla de bayeta color de castaña, y tiritaba.

—Hijos —exclamó al verlos parados a la puerta de la calle—, la noche mata al día. ¿Qué hacéis aquí sino helaros?

—¡Qué helarnos! —respondió Ventura desabrochando el botón de su camisa—. Tengo calor; el frío está en vuestros huesos, tía María.

—No juegues con la salud, hijo —repuso la buena mujer—, ni fíes en tus pocos años, porque la muerte no mira la fe de bautismo. Este viento norte es un cuchillo, y os digo que más pronto habéis de coger aquí una pulmonía que una herencia de Indias.

Así diciéndole, entró en la casa; los demás la siguieron, menos Ventura, que fue a evacuar sus encargos.

Hallaron a Ana sentada a la copa, punto de reunión, al cual se rodean las familias en invierno. La gran sartenaja de cobre brillaba como oro sobre su baja tarima de madera. La sala era espaciosa; su suelo estaba cubierto de esteras y redondeles felpudos. A su alrededor había sillas toscas de anea, bajas de asiento, de alto espaldar. Una mesa de pino baja, sobre la que ardía un gran velón de metal, y un sillón de cuero, como se ven en las barberías de lugar, completaban el sencillo mueblaje de esta sala. En la alcoba se veían una cama muy alta, cubierta de su colcha blanca con muy almidonados faralaes; un arca muy grande de cedro con sus banquillos para preservarla de la humedad del suelo; una mesita de la misma madera, sobre la cual estaba, en su urna de caoba y cristales, una hermosa imagen de Nuestra Señora de los Dolores; algunas novenas y la Guirnalda Mística o Vida de los Santos, del padre Baltasar Bosch Centellas.

Luego que todos se hubieron reunido, incluso el compadre de Ana, Pedro, ésta se puso a rezar el rosario. Concluido que hubieron de rezar, Ana tomó su huso y se puso a hilar; Elvira a hacer calceta; Pedro, que ocupaba el sillón, se puso a picar un cigarro; Perico a asar sobre la lumbre castañas y bellotas, que daba a Rita después de asadas; ésta se las comía, y María siguió rezando en voz baja, dando de vez en vez una cabezada para saludar a Morfeo.

—Vaya —dijo Perico—, si está retirada el agua; la tierra es una roca, y el cielo un bronce. Antaño por este tiempo había llovido tanto, que no se veía el suelo, tanta era la hierba que lo cubría.

—Así es —respondió Pedro—. Hogaño el ganado se muere de hambre; no que antaño por todas partes tenía la mesa puesta.

—Me quiere parecer —añadió Elvira con su suave voz— que va a llover pronto. Hoy tenía el río su ceja negra, y estas cejas son, al decir de los viejos, tormentas que duermen, y que si las despiertan los vientos inundan al mundo.

—Sí que va a llover —dijo Rita—. Esta noche vi la estrella del agua, que trae la tempestad por farol.

—Va a llover —confirmó María, sacada de su sueño por la voz clara y recia de su hija—: mis dolores de reumatismo me lo anuncian. ¡Ya! Vientos y agua son la fruta del tiempo, y falta que hacía. No lo siento sino por los infelices de los ganaderos y pastores, que pasan tales noches en el mesón de la Estrella.

—No os apuréis por ellos, María —dijo el jovial tío Pedro, que en todas ocasiones tenía un dicho, un refrán, un cuento o una chilindrina que sacar en apoyo de lo que decían—; en este mundo todo es acostumbrarse, y lo que a uno le parece mal, a otro le parece bien. La costumbre todo lo allana como la mar, y todo lo dora como el sol. Un pastor se casó con una muchacha como una rosa; quiso la casualidad que la noche de boda se levantase un temporal de todos los demonios, con truenos y relámpagos, huracán y diluvio. Al pastor no se le pudo sufrir el corazón; dejó plantada a la novia, se echó de la cama abajo, corrió a la ventana, que abrió, y se puso a gritar: ¡Ah noche de Dios, que no te gozo!

—Buena era la moza para encelar a la novia —dijo Rita riendo a carcajadas.

Las ocho sonaron: rezaron las ánimas, y poco después se separaron.

Cuando quedaron solos la madre y los hijos, Elvira extendió sobre la mesa un mantelito muy limpio y colocó sobre ella una fuente con ensalada.

Ana y su hija se pusieron a cenar; pero Perico permaneció sentado, inclinada la cabeza sobre el brasero y revolviendo distraídamente con la badila algunas brasas que aún ardían entre las cenizas.

—¿No quieres cenar, Perico? —le dijo su hermana, alargándole el hermoso pan blanco que ella misma había amasado.

—No tengo hambre —contestó éste sin levantar la cabeza.

—¿Estás malo, hijo? —preguntó Ana.

—No señora, madre —le contestó.

La cena se acabó en silencio, y cuando Elvira hubo salido llevándose los platos, dijo Perico de repente a su madre:

—Madre, mañana me voy a Utrera a alistarme entre los leales españoles que van a defender su tierra.

Ana quedó aterrada. Acostumbrada a la dócil obediencia de su hijo, que nunca se había desmentido, le dijo:

—¿A la guerra? Eso es decir que quieres abandonarnos. Pero eso no puede ser; tú no puedes, tú no debes abandonar a tu madre y a tu hermana; no lo consentiré yo.

—Madre —dijo el muchacho exasperado—: está visto que habéis de oponer siempre una barrera a todos mis deseos. Entrabáis mi voluntad, y ahora queréis sujetar mi brazo. No hacéis sino poner barrancos en mi senda; pero, ¡madre! —prosiguió, animándose movido por los dos móviles grandes que rigen al hombre: el patriotismo, en toda su pureza, el amor en toda su lozanía—, ¡madre!, tengo veintidós años cumplidos y, por lo tanto, la fuerza y la voluntad suficientes para saltar por cima, si a ello me forzáis.

Ana, tan sorprendida como asustada, cruzó con angustia sus manos frías y trémulas, y exclamó:

—¡Qué! ¿No hay alternativa entre un casamiento que te hará infeliz y la guerra que te costará la vida?

—Ninguna, madre —dijo Perico, a quien el temor de sucumbir en la entablada lucha sacaba de su carácter y hacía duro—. O me quedo para casarme, o parto para cumplir con el deber de todo mozo español.

—Cásate pues —dijo la madre en voz grave—; entre dos desgracias elijo la que menos apremia; pero acuérdate, Perico, de lo que hoy te dice tu madre: Rita es vana, ligera, cristiana fría e hija ingrata. La que es mala hija es mala casada. Vuestra sangre se rechaza; te acordarás de cuanto te dice ahora tu madre; pero será tarde.

Al decir estas palabras, la noble mujer, a quien ahogaban sus lágrimas, se entró en su alcoba para ocultárselas a su hijo.

Perico, que amaba a su madre con tanta ternura como veneración, hizo un movimiento como para retenerla: quiso hablar, pero su timidez, unida a la turbación en que estaba, embotaron sus facultades; no halló voces, quedóse un instante indeciso. En seguida se levantó bruscamente, se pasó la mano por su frente húmeda y salió.

Durante este tiempo, Rita, que aguardaba en vano a Perico en su reja, estaba impaciente e inquieta.

—¿Esas tenemos? —dijo al fin cerrando con coraje la puerta de madera—. Ahora puedes venir, que ya aguardarás, por vida mía, más tiempo del que he aguardado yo...

En este instante rodó una piedra al pie de la pared. Ésta era la señal convenida entre ellos para anunciar la llegada de Perico.

—Ya puedes hacer rodar todos los chinos de Dos Hermanas sin que por eso se abra el postigo —dijo Rita para sí—. ¿Me tienes acaso aquí a tu voluntad y antojo, como a tu burra vieja? De eso no ha de haber nada, hijo mío.

Un segundo chino vino a rebotar, con más violencia que acostumbraba usar Perico, contra la pared.

—¡Hola! —dijo Rita—. Parece que viene de prisa. Bueno es que sepa que el aguardar no sabe a caramelo... Lo que siento es que no lluevan chuzos. —Mas después de un rato de reflexión añadió:

—Si reñimos, la que se bañará en agua rosada es la mojigata de mi tía. En seguida le saca a bailar a Santa Marcela, la hija del tío Pedro, que guarda el viejo socarrón en el convento como una sardina en escabeche, para hacérsela tragar en la primera ocasión a su ahijado Perico. Pero no se mirarán en ese espejo, pues para hacerles la manola...

Y abriendo de repente la ventana, acabó la frase:

—Aquí estoy yo... Oye —prosiguió con tono áspero, dirigiéndose a Perico—, ¿tú has determinado echar la pared abajo? ¿A qué me despiertas? Cuando aguardo, me duermo, y cuando me duermo, maldita la gracia que me hace que me despierten. Así, vuélvete por donde has venido, o por otro lado; lo mismo me da.

Hizo ademán de cerrar el postigo.

—¡Rita, Rita! —dijo Perico con voz animada—. He hablado a mi madre...

—¡Tú! —dijo Rita, volviendo a abrir el entornado postigo—. ¿Qué me dices? Éste es otro milagro como el de la burra de Balaam. ¿Y qué te ha dicho esa mater no amabilis?

—Dice que sí, que me case —exclamó Perico lleno de júbilo.

—¿Que sí? —preguntó Rita—. ¡Válgame San Guilindón, las vueltas que da una llave! Vamos, que es de sabios mudar de parecer. Vaya, mañana iré a darle el pésame. ¿Qué fuera, Perico, que siguiendo los buenos ejemplos de tu madre, como me lo encarga la mía, mudase yo también de parecer y ahora dijese que no?

—¡Rita! ¡Rita! —decía Perico enajenado—, ¡vas a ser mi mujer!

—Eso está por ver —respondió Rita—. Sobre que él no es como el peso duro, mientras más vueltas se le da, más bonito parece.

Con estas y otras monadas borró Rita enteramente a Perico la solemne impresión que le habían causado las palabras de su madre.

Capítulo IV

A la mañana siguiente estaba Ana sentada, triste y abatida, cuando vio entrar al tío Pedro.

—Comadre —dijo—, aquí estoy yo porque he venido.

—Sea para bien, compadre.

—Pero he venido porque tengo que hablaros.

—Hablad, compadre, y mientras más, mejor.

—Sabréis, comadre, que a ese remolino de Ventura se le ha metido en la chola de ir a que le agujereen el pellejo esos «indinos» franceses que maldiga Dios.

—¡Jesús! ¡Jesús! compadre; mate usted a un enemigo en buena guerra, pero no le maldiga. Perico también pensaba en eso. Es amargo, compadre; es cruel para nosotros; pero es natural.

—No digo que no, comadre (¡mala rabia mate a esos traidores!); pero al fin, es mi único hijo y no quisiera perderle ni por la España entera. No he hallado sino un medio para sujetarlo, y os lo vengo a comunicar.

Diciendo estas palabras, Pedro se había sentado cómodamente en el gran sillón de cuero, recogiendo las puntas de su capa, acercando sus pies a la lumbre, colocándose a sus anchas con toda comodidad.

—Comadre —dijo al fin, con esa profusión de frases sinónimas de los habladores—, aborrezco los preámbulos, que no sirven más que para gastar saliva. Las cosas se deben tratar con pocas palabras y ésas claras. Adentro o fuera; ésa es la mía: lo que se puede decir en cinco minutos, ¿por qué se ha de decir en una hora?; lo que se puede hacer hoy, ¿porqué dejarlo para mañana? De todos los caminos, el más corto es el mejor; pero vamos al caso, pues no me gustan los circunloquios ni...

—En verdad, compadre —dijo Ana interrumpiéndolo—, dais lugar a que se crea lo contrario. Vamos al caso, que me tiene usted en suspenso desde que entró.

—¡Poco a poco!, que no soy escopeta —respondió Pedro—; hablando se entiende la gente; nadie nos corre. ¡Caramba, comadre, que es usted más viva que una centella y más «súpita» que una exhalación! Le decía, señora pólvora, que no he hallado sino un solo medio para sujetar ese cohete que se quiere disparar; ese medio es dar un paso que, tarde o temprano, hubiera dado; en una palabra, y para acabar presto, vengo a pediros a vuestra Elvira para mi Ventura, deseando que el yerno que la ofrezco sea tan de su agrado como del mío lo es la nuera que solicito.

Ana no trató de ocultar la satisfacción que le causaba un enlace tan conveniente y adecuado por todos estilos, que era previsto y tan deseado de los padres como de los hijos.

En seguida se pusieron a discutir las cláusulas del contrato, como gentes acomodadas que eran.

—Compadre —dijo Ana—, sabéis tan bien como yo lo que tenemos; sólo se trata de hacer las particiones. La casa ésta, siempre la ha llevado el hijo mayor. La viña le toca de derecho a Perico, porque la ha mejorado y plantado gran parte de nuevo. Mis vacas se las doy a él, pues me tiene que mantener mientras viva. La burra la necesita...

—¿Me quisiera usted decir, comadre de mis pecados —dijo Pedro interrumpiéndola—, lo que le queda a Elvira? Pues según esas disposiciones, me parece que va a salir de vuestras manos como salió nuestra madre Eva (¡en descanso esté!) de las del Criador

—Elvira llevará el olivar —contestó Ana.

—¡Qué es un patrimonio de princesa! —exclamó el tío Pedro—. ¡Vaya! ¡Un olivar tamaño como un pañuelo, y que no da aceite ni para la lámpara del Santísimo!

—Daba hace veinte años más de cien arrobas —observó Ana.

—Comadre —dijo Pedro—, lo que fue y no es, lo mismo que si no hubiera sido. Ahora veinte años se morían las muchachas por mí.

—Ahora cuarenta años, querréis decir —advirtió Ana.

—¡Qué menudita es usted, comadre! —prosiguió Pedro—. Vamos al caso. Al olivar le faltan más olivos que a San Pedro cabellos, y los que quedan están tan mustios, que parecen «tenebrarios».

—Bien se nota, compadre, que hay mucho tiempo que no los habéis visto. Desde que sabe Perico que el olivar ha de ser para su hermana, están cuidados los árboles como rosal en maceta; cada olivo parece una plaza de armas. Llevará Elvira, además, las tierras que lindan con él, y que beben del arroyo que las atraviesa.

—Y cate usted, comadre, el porqué están tan secas y sedientas, pues que el arroyo está la mitad del año seco y la otra mitad sin agua. Vamos, claro; que a mí me gusta el pan, pan, y el vino, vino. Ni quiero afrecho en aquél, ni agua en éste. Esas tierras, comadre, son pobres y haraganas, y no sirven sino para el revolcadero de un burro. Pero aquí que nadie nos oye, ¿no vendió usted antaño dos cochinos cebados, que pesaban cada uno quince arrobas? A peseta la libra, ajuste usted; cien fanegas de cebada, a quince reales; cien pellejos de vino y cincuenta de vinagre. Pues ese gato que tendrá usted metido en el arca, sin respiración, ¿qué mejor ocasión para sacarlo a que le dé el aire? Cuando su majestad Carlos IV vino a Jerez (y vaya de cuento), le presentaron un rico vino, ¡pero qué vino, comadre!, un poco mejor que el de la viña de usted, su majestad, que parece que lo entendía, celebró mucho el vino. Señor —dijo el alcalde, que no cabía en el pellejo de ancho (porque han de saber ustedes que los jerezanos están más envanecidos de su vino que yo de mi hijo)—, señor, sepa vuestra real majestad que todavía lo tenemos mejor. ¿Sí? —dijo el rey—, «pues guardarlo para mejor ocasión». Así, comadre, esta carta te escribo; aplique usted el cuento.

—Pues es claro, compadre, que todo ese dinero, y algo más, lo tengo yo ahorrado y junto para la hija de mi corazón —respondió Ana.

—¡Eso se llama hablar! —exclamó Pedro alegremente—. Comadre, a fe mía que vale usted un Perú. Por lo que toca a mi Ventura, todo lo que tengo le pertenece, puesto que Marcela quiere profesar. Y mire usted que no está descamisado: lleva mi casa...

—Que es un chiribitil —dijo Ana.

—Mis burras...

—Que son viejas —dijo Ana.

—Mis cabras...

— Que os cuestan a usted más en multas, tan ladronas son, que os retribuyen con la leche, los quesos y los cabritos.

—Y mi huerta —prosiguió Pedro, sin responder a las chanzas de Ana, con las que se vengaba de las suyas.

Así discutiendo, arreglaron las bases del contrato, quedando antes, como después, los mejores amigos del mundo.

Cuando Pedro se hubo ido, se puso Ana su mantilla de bayeta, y comprimiendo su dolor, y sobreponiéndose a su violenta repulsa, se fue en casa de María.

María, que profesaba a su cuñada, que la hacía mucho bien, tanto cariño como gratitud, tanto respeto como admiración, la recibió con una alegría expansiva.

—¡Dichosos los ojos que te ven en esta casa! —exclamó al verla entrar—. Hermana, ¿qué buen pensamiento te ha traído por acá?

En seguida se apresuró a presentar una silla a su huéspeda.

Ana se sentó, y le manifestó el objeto de su visita.

Esta proposición llenó a tal punto de júbilo a la pobre viuda, que no hallaba voces con qué expresarlo.

—¡Ay hermana mía! —exclamaba en frases entrecortadas—: ¡qué dicha, Perico hijo de mi corazón! ¡A San Antonio le debo esta suerte! Y tú, Ana, ¿estás satisfecha? Mira, hermana: Rita, aunque caridelanterilla, en el fondo es una buena muchacha: voluntariosilla es; pero, mira, hermana, yo me tengo la culpa. Si yo la hubiese criado tan bien como tú a Elvira, otra cosa sería. Ligerilla es; pero con los años y el estado se sienta. Todas esas son cosas de mis mimos y de los pocos años. ¡Rita! ¡Rita! —gritó—; acude, corre, aquí está tu tía; ¿qué digo yo?, tu madre, pues quiere serlo casándote con su hijo.

Rita entró con el aplomo de un banquero y la calma de un diplomático.

—¿Qué dices, hija? —gritó María enajenada.

—Que lo sabía —respondió Rita.

—Vaya —le dijo su madre a media voz—, que estás más caripareja que una duca y más fresca que una lechuga.

—¿Y qué quiere usted? ¿Que me ponga a bailar el fandango porque me voy a casar? —respondió Rita en alta voz—. (Ana se levantó y salió).

María, a lo sumo mortificada con la desabrida conducta de su hija, acompañó a su cuñada hasta la calle, prodigándole mil expresiones de gratitud y cariño.

Capítulo V

Hacíanse los preparativos de las bodas. Las de Elvira y Ventura debían celebrarse antes que las de Rita y Perico, pues no tenían que esperar la dispensa de Roma.

Pedro quiso que su hija Marcela asistiese a la boda de su hermano antes de empezar su noviciado, y determinó ir por ella a Alcalá. María tenía allí una deuda que cobrar y, necesitando en esta ocasión de todos sus fondos, aprovechó la ida de su antiguo amigo para ir acompañada.

La anciana pareja, montada en sus respectivas burras, emprendió su viaje, santiguándose, y haciendo la buena cristiana una oración al santo arcángel San Rafael, patrón de los caminantes, desde Tobías hasta María.

María, cómodamente sentada sobre las almohadas en sus jamugas, llevaba unas anchas enaguas de indiana, plegadas alrededor de su cintura, y un jubón de lana negro, cuyas mangas, ajustadas, se cerraban en la muñeca con una hilera de botones de plata. Al cuello, un pañuelo de muselina blanca, recogido cerca de la nuca con un alfiler, para que no se rozara con el cabello, de suerte que parecía un figurín anticipado de la moda que había de regir treinta años después a las elegantes. Su cabeza la cubría un pañolito, cuyos picos venían a atarse por debajo de su barba.

Pedro llevaba, con corta diferencia, el traje que hemos descrito ya, hablando de su hijo; sólo que el paño era más basto, la faja de lana negra, como viudo que era, todo el vestido más holgado, y que el sombrero, sin adornos y más ancho de ala, lo llevaba derecho y no garbosamente inclinado a un lado, como su hijo.

—¡Es un día de flores! —dijo María cuando se hallaron en descampado—; los campos se están riendo; no parece sino que el sol les dice: «Alegraos».

—Sí —contestó Pedro—; el rubio se ha lavado la cara y ha afilado sus rayos, que pican como alfileres.

Sacó una bolsa de tabaco, hecha de piel de conejo, y se puso a hacer un cigarro.

—María —dijo Pedro cuando hubo concluido de hacerlo—; yo estoy para mí que se ha de volver usted de Alcalá con las manos tan vacías como las lleva para allá. Pero, cristiana, ¿quién demonios la tentó a usted a prestar dinero a ese perdido? ¿No sabía usted que no tenía sobre qué caerse muerto y no contaba sino con una ración de hambre y otra de necesidad?

—Pero, señor —contestó María—, a quien se presta es a los pobres; los ricos no lo necesitan; además, era amigo.

—¿Y no sabe usted, inocentona, que el que presta a un amigo, pierde el dinero y el amigo? Pero usted, María, siempre está en Belén. Lo que yo le digo a usted es que ese hombre le pagará en tres plazos: tarde, mal y nunca.

—Siempre piensa usted lo peor, Pedro.

—El caso es que acierto, por aquello de: piensa mal y acertarás —dijo el viejo marrullero.

Poco después se puso a canturrear un romance, cuyo interminable texto era el siguiente:


Las dos de la noche eran
cuando sentí un ruido en casa.
Subo la escalera ansioso,
saco la brillante espada;
toda la casa registro
y en ella no encuentro nada;
y por ser cosa curiosa,
voy a volver a contarla:
Las dos de la noche eran..., etc.
 

María nada decía, ni pensaba mucho más; mecida por el paso suave de su cabalgadura, abandonándose a la galbana que inoculaba el hermoso día de primavera, se iba durmiendo.

A medio camino se hallaba una venta. Cuando llegaron, estaban algunos soldados tirados sobre los bancos de ladrillo que a ambos lados de la puerta se hallaban bajo el cobertizo. Desde que vieron acercarse nuestra pareja empezaron a acribillarla de dichos, provocaciones burlescas y zumbas, las que tan usuales son en el pueblo, y en particular entre los soldados.

—¡Tío! ¿Dónde va usted con esa cuaresma? —decía el uno.

—¡Tía! —decía el otro—. ¿Está todavía en pie la iglesia en que bautizaron a usted?

—¡Tía! —decía el otro—. ¿Se acuerda todavía su mercé de la noche de novios?

—¡Tío! —preguntaba el cuarto—. ¿Va usted a Alcalá a tomarse los dichos con esa mocita?

—No —respondió Pedro apeándose con cachaza de su burra—; que para eso aguardo mi mayor edad y que la niña acabe de crecer.

—¡Tía! —prosiguieron los soldados—. ¿Quiere usted que le ayudemos a apearse de ese potro de regalo?

—Eso es lo mejor que podéis hacer, hijos míos —respondió la buena mujer.

Los soldados se acercaron y la ayudaron a bajar de un modo atento y bondadoso.

Pedro se encontró en la venta con unos cuantos conocidos, que le convidaron tan luego a beber. Él no se hizo rogar, y dijo después de haber bebido:

—Ahora me toca a mí convidar, después de haber sido el convidado. Ustedes, amigos, y esos caballeros que no conozco sino para servirlos, me harán el favor de beberse un vasito de anisete a mi salud.

—Tío Pedro —dijo un joven arriero de Dos Hermanas—, cuéntenos usted algo, que yo cuidaré, entretanto, de que su vaso esté siempre lleno, para que no se le seque la garganta.

—¡Ay Jesús! —exclamó la Tía María, que después de haber bebido un vasito de anisete se había sentado sobre unos costales de trigo—. ¡Jesús me valga!, pues si suelta Pedro la «sin hueso», no nos volvemos hoy al lugar, al menos de no hacer el milagro de Josué.

—No hay cuidado, María —contestó Pedro—; que no estaréis sentada sobre los costales hasta criar callos donde no los vea el sol.

—¿Es cierto, tío Pedro —preguntó el arriero—, lo que dice mi madre: que en tiempos pasados, cuando eran ustedes mozos, fue novio de la tía María?

—Mucho que sí, y a mucha honra —contestó el tío Pedro.

—¡Mentira! —exclamó la tía María—; es una mentira como una casa. ¡Vaya, Pedro, y qué jactancioso que es! En mi vida he tenido más novio que mi marido, en descanso esté.

—¡Señá María, señá María —dijo Pedro—, y qué flaquita de memoria es su mercé! Pues sepa usted que:


Le pueden quitar al rey
su corona y su reinado;
mas no le pueden quitar
la gloria de haber reinado.
 

—Verdad es —repuso María— que me requebró un día en la boda de una de mis primas, y que vino una noche a la reja; pero tuvo allí tal susto, que me dejó plantada, y corrió cual si el miedo le hubiese puesto alas en los pies, y estoy para mí que no paró hasta que se dio de narices con la fin del mundo.

—¿Cómo es eso? —exclamó a una voz el auditorio riendo a carcajadas—. ¿Así enseñáis los talones cuando tenéis miedo, tío Pedro?

—No la doy de guapo —repuso éste con calma—, ni trato de ganarle la palma a Francisco Esteban.

—Eso es tener más miedo que vergüenza —dijo la tía María, que se impacientó.

—Ya veis, señores —dijo Pedro, con guiñadas muy chuscas—, que todavía no me lo ha perdonado. ¿Qué tal? ¿Me querría? Pero quisiera ver —prosiguió— cuál es entre vosotros el Cid Campeador que se las aviniese con las cosas del otro mundo, con cosas sobrenaturales.

—No hubo más cosa sobrenatural que vuestro miedo —intervino María—, y no tuvo más causa que un chino que rodó del tejado, movido por algún gato desvelado.

—Cuente usted el caso, tío Pedro; cuente usted el caso, que acá seremos los jueces de la contienda —exclamaron los bebedores.

—Pues han de saber ustedes, señores —principió Pedro—, que la ventana que señaló María, y que abría detrás de su casa, estaba en un lugar apartado y solo, a la salida del lugar. Cerca de allí había un retablo de ánimas ante el que ardía un farol. Cuando miraba yo esa luz, se me venía a las mientes un suceso que allí acaeció algún tiempo antes. Todas las noches pasaba ante el retablo un cabañil, llevándose los pellejos vacíos, para traer en ellos por la mañana, al salir el sol, la leche. Llegado que había a ese lugar, no escrupulizaba en bajar el farol de las ánimas, para encender en la luz un cigarro. Una noche (era la de la víspera de Difuntos), bajado que hubo el farol, como tenía de costumbre, no pudo encender, porque la luz se apagó. Lo extrañó, porque la noche estaba serena y el viento dormía. Volvió a subir el farol y siguió su camino. Pero ¡cuál fue su asombro, cuando a poco, volviendo la cabeza, vio el farol encendido y la luz ardiendo más clara que nunca! Reconociendo en éste un santo aviso de Dios, sentido y arrepentido de su desacato, hizo voto, para castigarse, de no volver en su vida a encender un cigarro. Y señores —añadió Pedro en voz grave—, lo ha cumplido.

Pedro hizo una pausa, y no fue interrumpida.

—Es el caso de aplicar —observó María después de un rato— lo que dicen cuando todos callan a la vez: que un ángel ha volado sobre nosotros, y el aire de sus alas nos ha infundido el respeto del silencio.

—Vamos, tío Pedro, prosiga usted —dijeron los arrieros—; adelante, y vengamos al caso.

—Pues, señores —prosiguió Pedro en su anterior tono jovial—, sabrán ustedes que aquel farolito me infundía un gran respeto con algún poco de miedo. ¿Será bien hecho, decía yo para mí, el venir aquí a pelar la pava en las barbas de las benditas ánimas que padeciendo y espiando están? Aseguro a ustedes a fe de Pedro, que me ponía respeto aquella luz santamente ardiendo en prez de los muertos, luz que era una ofrenda al Señor, que parecía recordar y vigilar, y como que me miraba y me reconvenía. Unas estaba triste y llorosa, como el «De profundis», otras veces aparecía inmóvil, como el ojo de un muerto que me fijaba, otras se alzaba la llama, y parecía un dedo amenazador de fuego amonestándome. Una noche, pues, que la miraba, cual nunca, amenazarme, una piedra, lanzada por mano invisible, vino a dar con tal fuerza en mi cabeza, que me dejó como aturdido, y fue esto tan cierto, que al querer huir, aunque como quien dice en campo raso, me sucedió como al «negrito» de mala fortuna, que habiendo tres puertas no dio con ninguna, y que así corriendo, en lugar de dar con mi casa, di con una cantera, en la que me caí.

—Tío Pedro —dijo uno de los concurrentes—, siempre he oído mentar a ese negrito de la mala fortuna, y no he podido «indilgar» de dónde le provino el mal nombre. ¿Me lo podrá usted decir?

—¡Pues no he de poder! —contestó el tío Pedro—. ¡Si eso es más sabido!... Pues han de saber ustedes que había un negro muy rico, que vivía enfrente de una real moza, de la que se enamoró. La real moza, amostazada por las carantoñas y requiebros del guachí, le contó el caso a su marido. Su marido le dijo que le diese una cita para aquella noche. Así lo hizo ella, y el negro acudió, trayendo un mundo de regalos. Lo recibió ella con mucho agasajo en un estrado que tenía tres puertas, en el que le tenía preparada una gran cena. Pero no bien se sentaron a la mesa, cuando apagó ella la luz y entró el marido con un zurriago, con el que empezó a sacudirle las espaldas al negro; éste se aturrulló en tales términos, que no encontraba puerta por la cual huir, y a cada latigazo decía saltando:


Pobre negrito, ¡qué mala fortuna!
Que habiendo tres puertas no encuentra ninguna.
 

Por fin dio con una, y salió huyendo que bebía los vientos; pero el marido salió detrás, y lo echó a rodar por la escalera abajo. Al ruido que hizo se levantó un criado preguntando qué era aquel estrépito. —¿Qué ha de ser? —respondió el negro.


Que he subido de puntillas,
y he bajado de costillas.
 

—Tío Pedro —dijo riéndose el arriero—, ¿y esa fue la causa de quedar ustedes regañados?

—No —respondió Pedro—; ocho días después me armé de valor y volví a la reja; pero María no abrió la ventana.

—Tía María no quería —dijo el arriero— que muriese usted apedreado como San Esteban.

—No fue eso, muchacho —respondió Pedro—; el caso fue que Miguel Ortiz, que había cumplido, dejó la casaca y volvió al lugar, y a María le pareció bien desnudar a un santo para vestir a otro que...

—No tenía miedo —interrumpió María— de hablar a una muchacha con buenos fines cerca de un retablo de ánimas. ¿Pues qué se figuró usted, que todas aquellas almas del retablo eran solteras?

—Lo creo así, María, porque los casados pasan su purgatorio en este mundo; los hombres, porque se lo hacen pasar sus mujeres; las mujeres, porque se lo hacen pasar los hijos. Ello es, señores, que tuve tal pesar que no me quise quedar en Dos Hermanas cuando fue la boda, y que fui a Alcalá.

—En donde —añadió María— se acordó tanto de mí, que volvió casado con otra.

—Verdad es —afirmó Pedro—; porque yo siempre he pensado que a rey muerto, rey puesto.

— Ea, Pedro, hablador sempiterno —dijo María levantándose—, vámonos.

—Sí, vámonos —añadió el tío Pedro—; que el sol pica como cuando huye de las nubes, y creo que va a llover.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó María—. ¡Dios mío, sol y avispas, aunque me piquen!

—¿Qué había de llover? Llover, si estamos en marzo —opinó el arriero.

—¿Y tú no sabes, José —repuso el tío Pedro—, que enero le prometió un borrego a marzo; pero cuando llegó marzo, estaban los borregos tan gordos y tan hermosos, que no quiso enero cumplir lo prometido? Entonces marzo le dijo, enojado:


Con tres días que me quedan
y tres que me preste mi compadre abril,
he de poner tus ovejas
que te acordarás de mí.
 

—¡Con que vámonos! Adiós, caballeros.

—¡Qué prisa, tía María! —dijo otro—. ¿Tiene usted miedo de echar raíces?

—No; pero las burras nuestras no andan como tus burros, José.

—Es cierto —dijo Pedro, ayudando a María a montarse— que acá todo es viejo; la jineta, el escudero y las caballerías; mi burra es tan machucha, que no sabe de qué pie cojear, porque cojea de los cuatro, y la de María es tan vieja, que si hablase, nos diría a todos de tú. Ea, señores, mandar.

—Salud y pesetas, tío Pedro.

Nuestros viajeros se volvieron a poner en camino, y llegado que hubieron a Alcalá, se separaron para atender cada cual a sus asuntos.

Una hora después se volvieron a reunir. Pedro venía acompañado de su hija, que se echó al cuello de María con esa expansión tierna de las religiosas y de los niños, es decir, de los seres cuyo corazón no ha sido magullado, herido o enfriado por el roce con la sociedad. María la cubrió de cariños.

—¿Habéis cobrado? —preguntó Pedro con sorna.

—Me ofrecieron —respondió María— la mitad ahora, o el todo al tiempo de la paja; y como necesitaba mis cuartos, preferí lo primero.

—¡Ni Salomón, María, ni Salomón!, pues beato es el que posee, y más vale pájaro en mano que ciento volando.

Pedro tomó a ancas a su hija, y se pusieron en camino, cuidando la tía María de su dinero, Marcela de las aspiseras, flores, tortas y alfajores que llevaba de regalo, y Pedro de ambas.

Capítulo VI

La llegada de Marcela causó a todos una gran alegría. Sólo Rita no pudo ni quiso ocultar el mal humor que le causaba la presencia de aquella que había sido destinada por ambas familias a ser la mujer de Perico. Este espíritu hostil, la fría reserva que Rita impuso a Perico en sus relaciones con Marcela, fueron las primeras escarchas que cayeron sobre la primavera de aquella alma pura.

Lejos estaba Marcela de sospechar los sentimientos innobles y amargos de Rita. Además, no los hubiese comprendido, puesto que Marcela, aunque era ya una joven, tenía el alma de niña. Viviendo, desde que nació, en el convento, no con misantropía, sino con alegría de corazón, se había creado una dulce existencia en un estrecho círculo que los intereses y las pasiones de la vida no manchaban sino a costa de la felicidad y de la inocencia. Amaba a sus buenas religiosas; su jardín, sus quehaceres suaves y pacíficos; estaba apegada a sus devociones, a su iglesia, a sus santas imágenes. Quería ser monja, no por «exaltación» religiosa, sino por gusto, no por misantropía, sino con alegría de corazón; no por falta de hallar en el mundo un puesto o lugar conveniente, lo cual muchos creen causa de las tomas de velo, sino porque este lugar, este puesto, los hallaba con preferencia en su convento.

Esto es lo que muchas personas no comprenden o fingen no comprender. Todo se comprende en el mundo, todos los vicios, todas las irregularidades, las inclinaciones más atroces, hasta la de los antropófagos; pero se niega la de la vida tranquila y retirada, sin cuidado de lo presente ni de lo porvenir. En el mundo todo se cree: se cree en la mujer libre, en la moral del robo, en la filantropía de la guillotina; se cree en los habitantes de la luna y en otros «puffs», como dicen los ingleses, o «canards», como dicen nuestros vecinos, o «bolas» y «patrañas», como llamamos nosotros. Todo se lo traga el escéptico sátiro llamado mundo, porque nada hay tan crédulo como la incredulidad, ni tan supersticioso como la irreligión. Pero no cree en los instintos de pureza, en los deseos modestos en corazones humildes, ni en sentimientos religiosos: eso no. La existencia de éstas es un «puffs», un «canards», una bola que no le cuela; no tiene nuestro minotauro tales tragaderas. Para esos filósofos que pretenden «guiar» la opinión, una religiosa es, o una víctima inmolada, o un monstruo que se sustrae a las leyes de la naturaleza y a sus sagrados instintos. Nobles y elevados son, por cierto, vuestros sagrados «instintos», si engendran la «mujer libre» y niegan la mujer religiosa, sumisa y casta.

Guardad allá vuestras máximas impías y disolventes, que en España no son los entendimientos bastante obtusos para que los engañéis, ni las almas bastante innobles para que las pervirtáis.

La primera salida que hizo Marcela, acompañada de Ana y Elvira, fue a la iglesia y a la capilla de la santa patrona del lugar. La buena mujer del sacristán se apresuró a introducirlas. La capilla era larga y angosta. En el fondo estaba el altar con la efigie de la santa. En una urna de cristal, embutida en el altar, se veía una cruz de madera y una campanilla.

La efigie de Santa Ana era muy antigua. Iba abriendo o anchando por abajo en forma de campana. Sobre el pecho tenía la santa imagen de la Virgen, la que de la misma suerte tenía el Niño Jesús. El remoto origen sellado en esta imagen, uniendo la antigüedad de la idea con la de la materia, daba a la devoción que inspiraba como alas para alzarse y desprenderse de todo lo presente.

En la pared de la derecha estaban suspendidos grandes cuadros. En el uno se veían dos muchachas, a las que se les aparecía un ángel; en el otro, estas mismas con un hombre, ocupado en cavar un hoyo en un lugar solitario y agreste.

A la izquierda, una verja de hierro rodeaba la entrada de una cueva subterránea, a la que se bajaba por una escalerita.

Marcela y sus compañeras, después de haber rezado sus devociones, se sentaron debajo del emparrado en unas sillas bajas, que se apresuró a traerles la santera, y Marcela suplicó a la agasajadora y agradable mujer les dijese lo que aquellos dos cuadros colgados en la capilla representaban. La buena anciana, que gustaba de contar, tomó su relato de muy lejos, y lo empezó en estos términos:

CRÓNICA POPULAR Y VERBAL DE DOS HERMANAS

En tiempos cuya memoria se pierde, reinaba en España don Rodrigo, hombre licencioso. Era por entonces costumbre que todos los grandes del reino enviasen sus hijas a la corte. Sucedió, pues, que el noble conde don Julián envió allá a su hermosa hija Florinda, conocida por la Cava. Cuando el rey la vio, se encendió en amores; mas como ella era virtuosa, según a su nobleza competía, sólo debió el rey a la violencia lo que agradecer no pudo a la voluntad. Cuando la hermosa Florinda se miró deshonrada, le escribió una carta al ausente conde, con lágrimas escrita y con sangre, en que ponía:

«Padre, vuestra honra y la mía están mancilladas. Más os valiera, y mejor fuera, que me hubieseis matado, que no enviarme aquí. Vengaos y vengadme».

Cuando el conde don Julián leyó la carta, perdió el sentido, y cuando volvió en sí, juró sobre la cruz de su espada sacar tal venganza que sonada fuera cual no otra y proporcionada a la ofensa. A este fin trató con los moros, y les entregó a Tarifa y Algeciras. Cual río henchido que rompe sus diques, inundaron los moros Andalucía.

Llegaron a Sevilla, llamada entonces Híspalis, y a este lugar nombrado en aquel tiempo Oripo. Los cristianos, antes de huir, escondieron la venerada imagen de su patrona Santa Ana en las entrañas de la tierra; en ellas quedó quinientos años, hasta que el santo Rey Fernando se hizo dueño del país, expulsó los moros y cercó a Sevilla. Empero los moros hacían tan tenaz resistencia, que el ánimo del santo rey empezó a desfallecer. Apareciósele entonces en sueños, en la torre, hoy día derrumbada, de los Herveros, nuestra Madre Santísima, animando su valor y prometiéndole la victoria. Con robustecido espíritu se volvió el santo rey a sus reales, a Alcalá. Hizo venir todos los artífices que hallarse pudieron, y les mandó que le hiciesen una imagen en un todo idéntica a la que en sueño viera; pero ninguno atinaba, lo que entristecía en gran manera al rey.

Presentáronse entonces dos bellos mozos vestidos de peregrinos, los que se ofrecieron a fabricar la imagen en un todo conforme a la que viera el santo rey. Hízoles éste llevar a un taller en el que hallaron cuanto para su intento habían de menester; y cuando al siguiente día el rey, estimulado por su impaciencia, entró en la estancia para ver sus adelantos, los peregrinos habían desaparecido. Intactos yacían en el suelo los materiales, y sobre un altar se veía la imagen de la Señora, tal cual al rey se le había aparecido la Santa Madre en sueños. El rey, reconociendo la intervención de los ángeles, se postró en el suelo, vertiendo lágrimas ante aquella imagen por la que tanto había ansiado, y que la misma Reina de los ángeles le enviaba por medio de éstos.

Cuando el santo caudillo conquistó a Sevilla, mandó que se colocase la Virgen en un carro triunfal tirado por seis caballos blancos, siguiendo su Real Majestad el carro a pies descalzos, y la depositó en el santo templo de la catedral, en donde se venera y se venerará hasta el fin de los siglos, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Reyes. En su capilla, a sus pies, yace el cuerpo del santo rey. Reliquias son que bien puede envidiarle la España entera.

Poco después de este sucedido se preparó el gran rey a otro ataque, pues era grande su confianza en la ayuda del cielo. Acampó sus valientes tropas en el vecino cerro de Buenavista, en que se extendían a ambos lados como dos brazos para obedecerle. Pero estaban las tropas tan fatigadas y exhaustas por el calor y la sed, que tenían las fuerzas perdidas y los ánimos caídos. En este conflicto, levantó el santo rey un altar formado con armas, y sobre él colocó una imagen de la Virgen, que siempre llevaba: ¡Valedme! ¡Valedme, Señora! —le dijo—: que si hoy alzo por vuestra ayuda y vuestro valor la cruz en Sevilla, hago voto de labraros aquí mismo una capilla, en donde se os dé culto, y de depositar en ella a vuestras plantas los estandartes con los que se haya ganado Sevilla.

En el mismo instante brotó al pie del cerro una hermosa fuente de siete caños, que aún corren hoy y lleva el nombre de la fuente del Rey.

Hombres, y caballos se refrigeraron, cobraron fuerzas y vigor, fue ganada Sevilla, y el rey moro Aixa vino descalzo a presentar al santo conquistador, sobre una bandeja de oro, las llaves de la ciudad, las que en el día se conservan en el tesoro y reliquias de la catedral.

En esos tiempos —prosiguió la narradora— vivían en la provincia de León dos piadosas hermanas llamadas Elvira y Estefanía. Aparecióseles un ángel y les dijo que se pusiesen en camino para desenterrar una imagen de la santa madre Nuestra Señora, que los cristianos habían escondido debajo de tierra.

El padre de las santas doncellas, Gómez Nazareno, que era tan piadoso como ellas, quiso acompañarlas. Pero al ponerse en camino fue grande su tribulación por no saber hacia qué lado dirigirse. Oyeron entonces en el aire el son de una campanilla sin verla. Fuéronla siguiendo hasta que las condujo a este sitio, en el que se perdió a sus pies debajo de tierra.

Era por entonces este lugar un eriazo agreste, una maleza intrincada, que tenía por nombre Cañada viciosa. La razón de esto era el que nunca pudieron los moros, que metieran toda esta tierra en labor, desmontar la Cañada viciosa, porque la guardaba un ángel con una espada en la mano.

Pusiéronse con ahínco a ahondar la tierra y hallaron una losa, la que, sopesada que fue, descubrió la entrada de una cueva, que es la propia que a la vista está en la capilla; y en ella hallaron la imagen de la santa, una cruz y la campanilla que, cual la estrella de los Reyes Magos, los condujo allá, y una lámpara, que aún ardía, y que sigue alumbrando a la santa, colgada delante del altar en que está colocada: más de mil años ha que arde en veneración de la santa.

Sacáronla y le labraron una capilla. Bajo su amparo se alzaron y apiñaron casas, hasta formar una aldea que tomó el nombre de Dos Hermanas, en memoria de sus fundadoras. Ved, prosiguió la santera, ved la imagen que nada ha podido deteriorar, ni la humedad de la tierra, ni el polvo del aire, ni la carcoma del tiempo. En estos cuadros están retratadas las piadosas hermanas.

A los lados del altar se veían suspendidos gran cantidad de exvotos.

Llamaron la atención de Marcela siete pequeñas piernecitas de plata que colgaban unidas por una cinta y un moño de color de rosa.

—¿Qué significa esta ofrenda? —preguntó a la santera.

—Aquí las trajo —respondió ésta— Marcos el herrero. Había acaecido que un día, de repente, le entraron tales dolores en la pierna al infeliz, que no podía ni vivir ni morir. Su pobre mujer, después de haberle hecho cuantos remedios le mandaron, lo llevó a Sevilla tendido en una carreta. Pero allá tampoco hallaron los médicos con qué aliviar su padecer.

Cuanto tenían se derritió en la asistencia del desdichado, y un día, desesperado por sus dolores y por las voces de sus hijos, que le pedían el pan que no tenía que darles, se levantó su corazón partido a Dios, poniendo por intercesora a nuestra santa patrona, rogándole con fervor le devolviese la salud mientras sus hijos lo necesitasen. «Cuando mis hijos ya no me necesiten, santa mía —le dijo—, entonces moriré gustoso: pero si hasta entonces, por tu mediación, recobro la salud, te prometo, santa bendita, colgar cada un año una piernecita de plata en tus aras para que atestigüe el milagro». Al siguiente día venia Marcos por su pie a dar gracias a la santa.

Trascurrieron años, los hijos de Marcos habíanse hecho mozos, ganaban su pan; no le quedaba a Marcos sino una mocita. Tenía novio, y se la pidió a su padre. Alegre fue la boda; pero Marcos estaba metido en sí. El día que siguió se sintió indispuesto y se acostó para no más levantarse. Lo que pidió le había sido concedido. Su tarea estaba cumplida.

—¿Y estas espigas? —preguntó Marcela, al ver un ramito de éstas, que colgaban atadas con un moño celeste.

—Fueron traídas —respondió la santera— por Petrola, la mujer de Gómez.

Esas pobres gentes no tienen sino la peonada del padre para ocho hijos:

Habían podido agenciar para sembrar un pegujalillo. En él tenían puestas sus esperanzas, en él se estaban mirando como en el espejo, y con razón, porque el pegujal lo agradecía; crecía lozano que no parecía sino que lo regaban con agua bendita.

Un día entra su vecina; venía del campo, y le dijo que está la langosta en su trigo. ¡La langosta, una de las plagas de Egipto! Ni un rayo que hubiese caído del cielo hubiese dejado más aterrada a la infeliz. Sale despavorida sin saber lo que hacía, abandonando su casa y sus hijos; corre desatentada con los brazos abiertos, gritando y a voces: ¡Santa Ana! ¡Santa Ana! ¡Que es el pan de mis hijos! ¡El pan de mis hijos!

Llega y ve en una punta del sembrado la rastra de la langosta, que corta el trigo por el pie sin dejar ni señal; pero entre esta punta y lo demás del sembrado no parecía sino que se había levantado un muro invisible para guardar el trigo de la madre devota que invocaba a la santa, pues la langosta había desaparecido. Ya podéis graduar el enajenamiento y gratitud de la buena mujer; pero como era tan pobre, no lo pudo demostrar sino trayéndole estas espiguitas a la santa.

Oían Ana, Elvira y Marcela a la santera, enternecido y fervoroso el corazón y humedecidos los ojos. Con estos sentimientos se ha trasladado el relato al papel. ¡Haz, Dios mío, que con los mismos se lea!

Capítulo VII

Sonreía mayo, tan dorado de sol, tan bullicioso por el canto de sus pájaros y el susurro de sus miles de insectos, tan perfumado por sus flores, tan alegre y risueño, por ser el mes que, feliz entre todos los meses, es dedicado a María.

Era llegado el día de la boda de Ventura y Elvira, y ese día se levantó el sol tan radiante como un amigo que se hubiese apresurado a ser el primero en felicitarlos. Iban a salir para la iglesia. Ana estrechaba sobre su corazón a la hija que tanto amaba, esa suave Elvira, tan humilde y recogida en su felicidad, que bajaba la cabeza cual si la abrumara, y los ojos cual si la deslumbrase. Tío Pedro, más alegre que en su vida lo había estado, se excedía a sí mismo en gracejos, bromas y dicharachos. María, enajenada de su gozo y del de los demás, vertía lágrimas sin fin, que eran como las gotas de agua que caen a veces de un cielo sereno que alumbra el sol; y como aquéllas se deslizan brillantes al través de sus rayos, se resbalaban las lágrimas de María al través de su sonrisa.

—Hermana mía —decía Marcela a Elvira—, después del mío, mi dulce Jesús, tu esposo es el mejor y más perfecto. Mira mi Ventura qué bien parecido está. Si tuviera una vara de azucenas en la mano, se parecería a San José en los desposorios.

Y tenía razón en celebrar a su hermano, porque Ventura, primorosa y ricamente vestido, más animado y gallardo que nunca, dando prisa para que se pusiesen en camino, era el tipo que hubiese escogido un estatuario para esculpir un Aquiles.

Perico olvidaba a Rita para mirar a su hermana con sus grandes y suaves ojos pardos, con una profunda mirada de inexplicable cariño.

Sólo Rita tenía aire indiferente y aburrido.

Melampo era de parecer que se hacía mucha bulla por poca cosa, y se fue debajo del naranjo a dormir. Éste sacudía todas sus flores, como si hubiese querido regar con ellas la senda de la novia.

Iban a salir, cuando un ruido extraño llegó a sus oídos: parecía compuesto del bramido del toro acosado, y de los lamentos de la cierva herida, y del rugido de sorpresa del león herido en su sueño.

Era éste causado por el grito de alarma y de rabia de bandadas de fugitivos que llegaban, y por las exclamaciones de asombro y de indignación de los del pueblo, que se preparaban a imitarlos.

Los franceses, que habían entrado a pasos agigantados en Sevilla, seguían su marcha devastadora hacia Cádiz.

Perico, previendo este funesto suceso, tenía prevenido un lugar de refugio a su familia en una hacienda solitaria apartada de todo tránsito, y al intento caballerías en sus cuadras.

Mientras los hombres corrían al corral para aparejarlas, las mujeres, desatinadas sacaban y liaban las ropas y traían cuanto podía cargarse en los serones.

—¡Qué triste agüero, Ventura —le decía Elvira—; el día que nos debía unir, nos separa!

—Nada puede separarnos, Elvira —contestó Ventura—. Desafío a cuantos lo intentasen. Marcha tranquila; acá nos vamos a alistar, y en el camino os alcanzaremos.

Violas Ventura alejarse bajo la custodia de Perico, y no se volvió a su casa hasta que los hubo perdido de vista.

Pero ya se oía a la entrada del lugar el funesto son de los tambores que anunciaban la terrible falange armada, que se arrojaba sobre aquel pobre pueblo desarmado, cogido de sorpresa y tratado como esclavo.

Venían en nombre de esa usurpación inicua, cuyos precedentes pertenecen a los tiempos bárbaros, así como pertenece a los tiempos heroicos la resistencia que halló, y contra la cual se estrelló combatiendo sin gloria y sucumbiendo con vergüenza.

—Seguidme, padre —dijo Ventura—; hermana, ven; huyamos.

—Es tarde —repuso Pedro—: están ya ahí; pero tú escóndete, Ventura, esconde a tu hermana; en llegando la noche huiremos; mas por el pronto escondeos.

—¿Y vos, padre? —preguntó Ventura, vacilando entre la necesidad y la repugnancia que le causaba tener que esconderse.

—Yo —repuso Pedro— aquí me quedo. A mí, pobre viejo, ¿qué me han de hacer? Vamos, obedeced: escondeos. Marcela, ¿qué haces ahí, más fría, más parada que una estatua de piedra? Ventura, ¿en qué piensas que no te mueves?, ¿quieres perderte?, ¿quieres perder a tu hermana? ¡Ventura, hijo!, ¿me quieres matar?

Este grito de angustia de su padre sacó a Ventura del estupor en que le habían puesto la incertidumbre, la sorpresa y la rabia.

—Preciso es —murmuró, apretando los puños y los dientes—, padre, esconderme como una mujer. ¡Mientras viva no se me ha de quitar la vergüenza! —Y tomando una escalera de mano, la apoyó contra un boquete que se notaba en el techo y que daba entrada a un sobrado o desván en el que se guardaban las semillas y trastos viejos; hizo subir a su hermana, subió a su vez y tiró tras de sí la escalera.

Tiempo era, porque llamaban a la puerta. Pedro fue a abrir.

Un granadero francés entró.

—Prepárame —le dijo a Pedro en su jerigonza— de comer, de beber; dame tu dinero, si no quieres que yo te lo tome; y llama a tus hijas, si no quieres que las vaya a buscar.

La sangre del altivo y honrado español le subió al rostro; pero respondió con moderación:

—Nada tengo de cuanto pedís.

—¿Qué quiere decir que nada tienes, brigante? ¿Sabes con quién hablas? ¿Sabes que tengo hambre y sed?

Pedro, que había pensado pasar todo el día tan celebrado de la boda de su hijo en casa de Ana, y de consiguiente nada tenía prevenido, se acercó a la puerta que comunicaba con lo interior de la casa y, señalando con la mano el fogón apagado, repitió:

—Ya os dije que nada de comer hay en casa, sino pan.

—¡Mientes! —gritó rabioso el francés—; es mala voluntad.

Pedro clavó sus ojos en el granadero, y en ellos chispearon por un instante toda la indignación, toda la cólera, todo el resentimiento que abrigaba su alma; mas un segundo pensamiento, que le hizo estremecerse, se los hizo bajar, y dijo en voz conciliadora:

— Mirad que os he dicho la verdad.

Al oír esta obstinada negativa, el soldado, a quien ya la mirada que le había lanzado Pedro tenía exasperado, se acercó a éste y le dijo:

—¡Me haces frente! ¡Me niegas con obstinación lo que tienes obligación de darme, ¿eh?, y encima de todo me insultas con tu calma desdeñosa! Yo te pondré, a fe mía, tan suave como un guante.

Y levantando la mano, resonó en el cuarto el sonido seco y distinto de una bofetada.

Cual águila que se arroja sobre su presa, Ventura, saltando del sobrado, se abalanzó al francés, le arrancó el sable de su vaina y le atravesó con él. El francés cayó redondo, como una masa inerte.

—¡Hijo!, ¡hijo!, ¿qué has hecho? —exclamó el anciano, olvidando la afrenta al considerar el riesgo de su hijo.

—Padre, mi obligación.

—¡Te has perdido!

—¿Y qué, si os he vengado?

—Huye, huye; no pierdas un instante.

—No antes de que haya limpiado eso de ese deudor que ya ha pagado. Si lo hallasen, pagaríais por mí, padre.

—No le hace, no le hace —exclamó el anciano—; sálvate tú, que es lo que importa.

Ventura, sin dar oídos a su padre, levantó el cadáver, que cargó sobre sus hombros; lo tiró al pozo, se volvió hacia su padre, que lo perseguía en la agonía de la angustia, le pidió su bendición, se puso de un brinco sobre la tapia del corral que daba al campo y saltó del otro lado; y el pobre padre, subido sobre el tronco de la higuera, asido a sus ramas, con el corazón oprimido, los ojos desencajados, el pecho sin aliento, vio a su hijo, al ídolo de su corazón, salvar la distancia que separaba al pueblo de un olivar con la ligereza de un ciervo y desaparecer entre los árboles.

Parte segunda

Capítulo I

El otoño había cercenado los días, y el invierno llamaba a la puerta con sus dedos de hielo. Era la hora en que los labradores vuelven a sus casas y aquella en que el sol echa una última y fría mirada a la tierra que abandona.

Venía Perico despacio detrás de su burra, seguido de Melampo, que rivalizaba en gravedad con su anciana amiga y compañera. Ésta aún recordaba con horror la entrada de los franceses, aunque desde entonces habían pasado seis años, porque en aquella ocasión el poner en salvo a sus amas le había costado el más desatinado galope que había dado en su vida. Si hubiese tenido algún ligero tinte de literatura extranjera, como muchos lo tienen hoy, que oyen campanas sin saber quizá dónde suenan, es bien cierto que hubiese sostenido a Melampo que el potro indomado sobre el que ataron a Mazepa era un caracol comparado con ella en esa memorable ocasión. Todavía no había acabado de descansar.

Cuando entraron en la calle, dos hermosos chiquillos volaron al encuentro de Perico. Pero en el momento de llegar, una sonora y solemne campanada anunció la oración. Perico se paró y se quitó el sombrero. La burra y el perro, que por un largo hábito conocían el toque, se pararon igualmente, y los niños quedaron inmóviles.

Cuando su padre hubo concluido las oraciones del misterio de la Anunciación, los niños se acercaron a él y le dijeron.

—La mano, padre.

—Dios os haga buenos —respondió Perico bendiciendo a sus hijos.

Quien hubiese mirado la ancha y honrada cara de Melampo, que sentado miraba con visible interés esta escena, hubiese leído en ella la palabra «amén».

El niño, que estaba deshaciéndose porque su padre le montase en la burra, le preguntó que por qué era preciso pararse cuando daba la oración.

—¿No te acuerdas —le dijo su hermana Angelita— de lo que dice tu tía Elvira, que cuando toca esta hora, dedicada a la Virgen, se paran nuestros ángeles de la guarda por respeto, y que si entonces anduviéramos, sería solos y sin ellos?

—Verdad es, hermana —respondió Ángel dándole desfachadamente un varazo a la burra sobre la cual le había sentado su padre; varazo del que, por fortuna, ni aun se enteró la paciente.

Seis años habían pasado desde los tristes acontecimientos que hemos referido, los que se habían aun agravado por haber perdido el juicio la infeliz Marcela aquel día que, escondida en el sobrado, había sido testigo de la afrenta de su padre, de la terrible venganza que de ella tomó su hermano, y de la fuga de éste, del que ninguna noticia había habido, y que todos lloraban como muerto, a pesar de que en su amistad a Pedro y su cariño a Elvira buscaban para ellos palabras de una esperanza que no abrigaban sus pechos. El tiempo, no obstante, ese gran disolvente en que se van deshaciendo alegrías y pesares, como en el agua se deshacen así el azúcar como la sal, había hecho estas penas, si no menos amargas, más llevaderas. Sólo que en boca de Pedro, en lugar de sus alegres chanzas y habituales chistes, se oía con frecuencia esta exclamación: ¡Mi pobre hijo!¡Mi pobre hija!

Únicamente Elvira se exceptuaba de esta influencia del tiempo. Íbase desvaneciendo en silencio como aquellas nubecillas del cielo que, en lugar de caer en tierra en ruidosos raudales de lluvia, se van alzando en silencio hasta perderse de vista. Jamás se quejaba; ni el nombre de Ventura, de aquel que ya había mirado como el compañero que la Iglesia le diera, salía de sus labios.

—Un gusano le está royendo la vida —le decía Ana a su hijo Perico—. Vosotros no le veis; pero a mí no se me oculta.

—Pero, madre —contestaba éste—, ¿dónde veis eso? ¿Se queja acaso?

—No, hijo, no; pero, Perico, «a la hija muda su madre la entiende» —respondió Ana con profundo dolor.

Rita y Perico eran felices, porque Perico labraba la felicidad de ambos con su corazón amante, su genio dulce y su carácter conciliador. Un año después de su casamiento, había dado Rita a luz dos gemelos. En esta ocasión estuvo a la muerte, y debió la vida a la esmerada asistencia de su marido y su familia. Largo tiempo quedó débil y achacosa; pero en el instante en que volvemos a coger el hilo de la narración, estaba del todo restablecida, y las rosas de la salud y de la juventud florecían más bellas y lozanas que nunca en su semblante. Cuando aquella noche estuvieron reunidos:

—Virgen santa —dijo María—, ¡qué espantosa tormenta hubo esta noche! ¡Tanto miedo he tenido, que hasta mi cama temblaba conmigo! Junté todos mis pecados, y se los confesé a Dios. He rezado tanto, que me parece haber despertado a todos los muertos; y en voz alta, porque siempre he oído decir que donde alcanza la voz de la oración, pierde su fuerza el rayo. ¡A los moros! ¡A los moros!, le gritaba a la tormenta. ¡A los moros!, para que se conviertan y tiemblen de la ira de Dios. Sólo al amanecer, cuando vi el arco iris, me consolé, porque él es la señal que dio Dios al hombre de que no le castigaría con otro diluvio. ¡Jesús! ¡Y que no tiemblen los hombres ante estos avisos de Dios!

—¿Y por qué quiere usted, madre, que tiemblen por una cosa que es natural? —dijo Rita.

—¿Natural? —repuso María—. ¿También dirás que lo son la peste y la guerra? ¿Tú sabes lo que es el rayo? Pues a un aperador le oí, que es un «pedazo del aire encendío por la ira de Dios». ¿Y dónde no entra el aire, y dónde no alcanza la ira de Dios? Pues, ¿y el trueno? El trueno, decía un predicador, que es la voz de Dios y su magnificencia, y que hay que temer a Dios, sobre todo cuando truena. Así, hijos míos, no echéis en olvido nunca que una tormenta es el aviso del Señor para recordarnos que Su Majestad consiente, pero no para siempre.

—Bien venida ha sido el agua, mae María —dijo Perico—, que la tierra tenía sed.

—Siempre tiene sed la tierra —opinó Rita—. ¡Ni que fuera borracha!

—Padre —dijo Ángela—, ¿sabe usted lo que cantaba hoy cuando veía correr los frailecitos por los charcos?

Y la niña se puso a cantar:


Agua, Dios de los cristianos,
que se mojen los sembrados.
A la puerta del mesón
sale la madre de Dios
en un caballito blanco,
alumbrando todo el campo,
campo bendito, campo de Dios.
Que repique, repique la Iglesia mayor.
 

Ángel, que no se quería dejar ganar la palmeta por su hermana, que era más viva que él, dijo en seguida:

—Padre, y yo cantaba:


Agua, Dios mío,
con el corazón lo pido;
tened piedad,
que soy chiquito, y pido pan.
 

—Basta, basta —gritó Rita—, que parecen ustedes dos chicharras; más cansados sois que ranos.

—¿Vamos a jugar a un juego, madre? —dijo el niño.

—Jugad con el rabo del gato —respondió Rita.

—Mae María —dijo la niña—, ¿me quiere usted contar un cuento y le diré la doctrina? Mire usted; los enemigos del alma son tres: demonio, mundo y carne.

—Ese enemigo me gusta a mí —dijo el niño.

—¡Calla, chiquillo! —le dijo su abuela—, que no se trata de la carne de la olla.

—¿Pues de cuál, mae María? —preguntó el niño.

—Por ahora aprende la letra —contestó su abuela—, que cuando tus alcances te lo permitan, aplicarás lo aprendido. Por lo pronto, sépase que tu carne, es decir, tus apetitos, te llevan a ser tan goloso como eres, y que la gula es pecado mortal.

—Siete son éstos —saltó diciendo la niña, y los recitó.

—Yo, mae María —dijo Ángel—, sé las tres Personas. El Padre, que es Dios; el Hijo, que es Dios, y el Espíritu Santo, que es paloma.

—¡Qué rudo es! —exclamó su madre.

—Hija —opinó María—, nadie nace enseñado. Niño —añadió—, la paloma es un símbolo. El Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo.

Tirando cada niño a su abuela hacia sí a medida que hablaban:

—Yo sé los Mandamientos de Dios —dijo el uno.

—Yo los de la Iglesia —dijo el otro.

—Yo los Sacramentos.

—Yo los dones del Espíritu Santo.

—Yo...

—Basta y sobra —dijo Rita—; van ustedes a recitar toda la doctrina; ¿acaso estamos en una amiga?... ¡Pues está buena la diversión!

—¿Es posible —dijo con dolor María, que había estado en sus glorias oyendo a los niños—, es posible, Rita, que no te guste oír la palabra de Dios, y que no te enajene en la boca de tus hijitos? Me acuerdo que la primera vez que me dijiste entero el Padrenuestro, me eché a llorar a lágrima viva.

—Ya —respondió la hija—, si es usted capaz de llorar en un fandango.

La pobre madre no respondió, sino que volviéndose a los niños, les dijo:

—Estoy tan contenta con ustedes por lo bien que saben la doctrina, que les voy a contar lo más bonito que sé.

Los niños se sentaron en la tarima de la copa frente a su abuela, la que empezó así su relato.

—Cuando el ángel previno al santo patriarca José que huyese a Egipto, tomó el santo su borriquito en que sentó a la Madre y al Hijo, y se pusieron a caminar por selvas y matorrales.

«Estando en lo más intrincado de un bosque, la Señora tuvo miedo, porque el camino era muy lóbrego y solo, y al llegar a una cueva salieron de ella, y se arrojaron sobre la Sacra Familia, una cuadrilla de ladrones. Ya iban a bajar la Madre y el Hijo del jumento; pero al acercarse a ellos el capitán, que se llamaba Dimas, miró al niño, y al mirarlo sintió un golpe en su corazón y volviéndose a sus compañeros, les dijo: 'El que toque siquiera al pelo de la ropa de esa Señora y de ese niño, habérselas ha conmigo', y volviéndose a los Santos Esposos, les dijo: 'La noche está al caer, y viene borrascosa. Venid conmigo, y os hospedaré'. Y así sucedió. Y el bandolero les dio de comer y de beber; y los Santos Esposos admitieron lo ofrecido, puesto que Dios admite todos los sufragios de los buenos como de los malos; y así nunca dejéis de rogar, aunque por desgracia estuvieseis en pecado mortal. Por eso cuando andando el tiempo fue preso y condenado a muerte el bandolero, halló misericordia y se arrepintió en la muerte de cruz, que le sirvió de expiación, como al Señor de sacrificio, se hizo cristiano, y fue el primero entre todos que entró en la gloria, según se la prometió Cristo vertiendo su sangre por él».

Oíase entretanto bramar el viento en largos aullidos; las puertas se zamarreaban movidas de una fuerza invisible, y el viejo naranjo murmuraba en el patio, como si reconviniese al viento porque turbaba su calma.

—Vaya —dijo Perico—, que no va a quedar ortiga en el suelo.

—¡Y qué llover! —añadió Pedro—; se desgajan las nubes, el río se paseará por el campo.

—¿Has visto —dijo Ángela a su hermano— cómo corrían las nubes esta tarde, que parecían galgos?

—Sí —respondió el niño—. ¿Y dónde iban?

—A la mar, por agua.

—¿Tanta agua hay en el mar?

—¡Jesús! Y más que en la alberca de tío Pedro.

—La voz del viento me parece —dijo María— la voz del mal espíritu: trae miedo de la mano.

—De todo tiene miedo mi madre —observó Rita—; no sé, señora, cuándo descansará su corazón. —Oye, desmadejado —prosiguió, empujando al niño, que se había apoyado en ella—, sostente sobre lo que has comido.

El niño, medio dormido, perdió el equilibrio. Elvira dio un grito; Perico se arrojó a él, y le cogió en sus brazos. La caña de hilar se escapó de las manos de Ana, que la recogió sin decir palabra.

—Si alguna vez los pierdes —dijo Pedro con indignación—, no los llorarás como yo al mío: esa ventaja me llevas.

—Sus prontos, sus prontos, que me tienen frita —dijo María fatigada, disculpando lo mucho y disculpando lo poco.

—Conque, mae María —se apresuró a decir Perico—, a todo le teméis: ¿y a las brujas?

—No, eso no, hijo mío —respondió su suegra—; la doctrina prohíbe creer en brujas y hechicerías. Le temo a las cosas que Dios permite para castigar a los hombres, y sobre todo si son sobrenaturales.

—¿Acaso las hay? ¿Habéis visto alguna? —preguntó Rita.

—¿Que si las hay? —respondió María—. ¿Y tú lo dudas?

—Pues ya se ve.

—Conque, ¿niegas que hay cosas extraordinarias?

—Eso no; una de ellas es el día que no me echáis un sermón; pero sobrenaturales no creo que las haya. Soy como Santo Tomás.

—¡Pues glóriate de ello! ¡Lástima es que no digas también que eres como San Pedro, en lo que faltó!

—Pero ¿usted ha visto algo que lo sea, señora?, sino que tiene usted unas tragaderas como un tiburón.

—Lo mismo que si lo hubiese visto para el caso —repuso María.

—Tía, ¿qué fue? —preguntó Elvira.

—Hija —contestó la buena anciana, dirigiéndose a su sobrina—: en primer lugar, lo que le acaeció a la condesa de Villaorán, que su señoría misma me lo contó cuando estábamos de capataces en su hacienda de Quintos. Tenía la señora la piadosa costumbre de mandar decir una misa por los reos, al propio tiempo que los estaban ajusticiando. Cuando andaba por esos mundos el afamado Vellico cometiendo tanta iniquidad, se dejó decir la señora que si a ése le cogían, no le mandaría decir la misa como a otros reos; y así fue. Cuando le ajusticiaron, no le mandó decir la misa. A poco, una noche, fue despertada por una voz lastimera que, cerca de su cabecera, la llamó por su nombre.

»Sentóse azorada sobre su cama, pero no vio a nadie, aunque ardía la lámpara sobre el velador. En seguida, a la misma voz, más lastimera aún, la oyó en el patio llamarla, y antes que en sí volviese de su estupor, por tercera vez, y como un suspiro, fue invocado su nombre.

»Llama la señora a voces, acuden todos los de la casa, la hallan aterrada, despavorida; nadie, sino ella, había oído la voz.

»Al día siguiente, apenas ardían las luces en los altares, cuando se estaba diciendo una misa por el alma del ajusticiado, y la condesa, postrada ante el altar, oraba con fervor y arrepentida, pues la clemencia de Dios, que no es la de los hombres, a nadie deja fuera. Y ahora, ¿qué dices, Rita?».

Estaban todos tan conmovidos con la relación de María que, cual una escarcha sobre flores, cayó la respuesta de Rita, que dijo bostezando:

—Me parece que lo soñaría.

—¡Caramba, caramba, y qué incredulidad! —exclamó el tío Pedro—. Esa Rita va a acabar como ese «Lutero», que dicen los predicadores que se separó de la Iglesia.

—¡Ave María, Pedro! No diga usted eso —exclamó María—, ni por ponderar... ¡Jesús! Diga usted qué «terquedad», pues sólo lo dice por irme a la contra.

Un ruido que se oyó hacia la puerta del patio que daba al corral selló de repente los labios de María.

—¡Jesús! ¿Qué es eso? —dijo.

—Nada, mae María —respondió Perico riéndose—: ¿qué había de ser? El viento que anda moviéndolo todo esta noche.

—Madre —dijo Ángela—, tómeme usted en sus faldas como padre a Ángel, que tengo miedo.

—¡Pues eso faltaba! —respondió Rita, que estaba de mal talante—. ¡Anda! Siéntate en la falda de un perro y no vuelvas hasta que traigas nietos.

—Yo quisiera saber —dijo Pedro después de un rato— si los que se burlan de lo que los demás temen nunca han experimentado lo que es asombro.

—Perico, Perico —dijo María con angustia—, algo suena en el patio.

—Mae María —respondió éste—: estáis asustada y os sobrecogéis: ¿no oís que son las canales?

—Yo, por mi parte —prosiguió Pedro como ensimismado y con voz apagada—, desde que hubo mancha de sangre en mi casa...

—¡Pedro, Pedro! ¿Volveremos a las de siempre? ¿Os vais a entristecer? ¿Qué sirve volver sobre lo pasado y lo que no tiene remedio? —dijo Ana.

—Es, Ana —contestó Pedro—, que lo que yo padezco, a veces me abruma, y me tengo que desahogar. Solo, solo como me he quedado en mi casa, ¡se me cae encima!, ¡y créanlo ustedes, que muchas noches, cuando todo calla y el sueño me huye, lo he visto, sí, lo he visto, a aquel granadero que mi hijo mató; lo he visto, tal cual lo vi vivo, con su capote ceniza, su gorra de pelo, salir del pozo en que fue echado, y venirse al cuarto en que fue muerto, a buscar las manchas de su sangre! Lo veo ante mis ojos, alto, inmóvil, terrible.

En este momento se abrió la puerta, y una figura alta, inmóvil, terrible, con un capote ceniza y una gorra de granadero apareció en el quicio.

Aterrados todos, quedan sin voz y sin movimiento.

—¡Jesús nos valga! —exclamó María.

Ángel se abalanza al seno de su padre, Ángela en las faldas de su abuela.

—¡Ventura! —murmuró Elvira cerrando los ojos y dejando caer su cabeza sobre el pecho de su madre.

Melampo se deshacía en fiestas.

Habíanle reconocido a un mismo tiempo la mujer, para la que no había olvido, y el perro, para quien no existe la infidelidad.

Levantóse con el ímpetu del rayo Pedro, y el anciano hubiese caído, no pudiendo sostenerse, si Ventura, que había tirado su gorra y su capote, no se hubiese arrojado y sostenídolo en sus brazos. Más fácil es de comprender que no de pintar la escena que siguió, escena de confusión, de palabras y exclamaciones sueltas de gozo y de sorpresa, de fervorosas gracias al cielo y de lágrimas.

Cuando Ventura pudo desasirse de los brazos de su padre, los que no querían desprenderse del cuello de aquel hijo, que aún no podía persuadirse que estrechaba en ellos, fijó sus ojos en Elvira a la que su madre sostenía y hacía oler un pañuelo empapado en vinagre; pero ya no era la Elvira que él había dejado a su partida. Pálida, delgada, desemejada, parecía haber empezado ya a separarse de la vida. Los brillantes ojos de Ventura se dulcificaron y entristecieron con una profunda expresión de lástima, y con la franca sinceridad del hombre de campo, le dijo:

—¿Has estado mala, Elvira? Pareces otra.

—¡Ahora, ahora se mejorará, por vida de chápiro! —exclamó Pedro, en quien la alegría despertaba su antiguo genio festivo y zumbón—. Tu ausencia, Ventura, la tiene así; el no saber de ti. ¡Y no es para menos! ¿Por qué, criatura de Dios, no has mandado una carta y hecho saber de ti?

— ¡Pues mi sargento me escribió lo menos seis! —exclamó Ventura—; además he estado en Francia, he estado prisionero; todo eso es largo de contar... Pero ¡qué buena estás tú, Rita! —dijo mirando a ésta, que desde que entró Ventura no había apartado la vista del gallardo joven, a quien los bigotes, el uniforme y porte militar sentaban soberbiamente—; ¡vaya que estás hecha una real moza! ¡La buena vida que te da Perico! Perico, ¿y tú? ¿Siempre cavando? ¿Esos son vuestros hijos? ¡Qué hermosos! Dios los guarde. Ea, ¡acercaos, que no soy francés ni el cancón!

Sentóse Ventura para acariciar a los niños.

En ese instante, arrimándose María por detrás, cogió su cabeza entre las manos y cubrióla de besos y lágrimas.

—Tía María —decía entretanto Ventura—, ¡lo que habéis rezado por mí! ¡Jesús! Apostaría que habéis hecho más de cien novenas y más de mil promesas.

—Sí, hijo mío, sí, y mañana vendo mi mejor gallina para mandarle decir a Santa Ana la misa que le tengo ofrecida.

—Tía Ana es la que nada me dice —observó Ventura—: ¿no se alegra usted de verme, señora?

—Sí, hijo, sí —repuso Ana—; atendía a mi Elvira. Sólo Dios sabe lo que me alegro de tu vuelta —prosiguió observando el pálido semblante de su hija—, y cuántas gracias le doy por ella, si es para bien.

—¡No, que no! —exclamó Pedro—; para bien de todos, menos de mis chotos y de vuestros pollos, que van a espichar dentro de un mes, el tiempo preciso de correrse las amonestaciones.

—No seáis tan súpito —respondió Ana sonriéndose—; una boda, compadre, no es un buñuelo que se echa a freír.

—¡Ea! Cada mochuelo a su olivo —dijo Pedro levantándose después de un rato—. Señores, una reja hay en la calle que no quiere ya estar sola.

—Esta noche, tío Pedro, se fueron las tristezas con el francés al fondo del pozo, y ni él ni ellas volverán a salir —dijo Rita riéndose.

—Amén, amén. Así lo espero —respondió el buen anciano.

Capítulo II

Al reunirse a la noche siguiente, trajo Ventura consigo un perrito de aguas negro, que se llamaba Tambor. Nunca, jamás por jamás, se había dado que un perro extraño se hubiese introducido en aquellas veladas. Así es que, apenas entró coleando, bien lavado, bien pelado y con todo el desembarazo de un pulido elegante, cuando Melampo, que tenía en poco esos méritos y en muy escasa estima los paseantes en cortes, le embistió de fuerte y feo, y lo dejó aplastado con una de sus patazas, pero sin tener por eso la idea ambiciosa de afectar la actitud ni el aire del león de Waterloo.

En vano le pegaba Perico, en vano le daba de puntapiés Ventura, en vano le tiraba Pedro el sombrero y le gritaban las mujeres; Melampo estaba ofuscado, había perdido su acostumbrada moderación y docilidad. ¡Quién lo hubiese creído! Se emancipaba. Sólo cuando Ángel se echó sobre él, le pasó los bracitos al cuello y le gritó al oído: «Pícaro, vete a tu rincón», soltó Melampo su presa y obedeció, retirándose cabizbajo, como avergonzado de haber vencido a un inferior. Allí se acostó, volviendo la cara a la pared para no ser testigo de los halagos que recibía y de las habilidades que sabía hacer un perro de pelo rizado, pelado, con pulseras y hopo, que le chocaba altamente.

—En primer lugar —dijo Perico—, ¿me querrás explicar, Ventura, cómo te apareciste ayer aquí, como llovido del cielo, sin que nadie te abriese la puerta?

—Pues mira que es fácil de acertar —contestó Ventura—. Cuando llegué, me fui a casa; la tía Curra, a quien mi padre da una vivienda para que le cuide, me abrió, y para estar aquí más presto y cogeros descuidados, salté por encima de la tapia del corral, como hacía cuando chiquillo.

—Bien decía yo anoche —observó María— que oía la puerta del corral y andar en el patio.

—Ahora —dijo Perico— cuéntanos lo que te ha pasado. ¿Has sido herido?

—¿Si ha sido herido? —respondió el tío Pedro—; miradle el pecho, y veréis el hoyo que le hace la cicatriz de una bala que recibió en él, y que no lo dejó en el sitio gracias a este botón; miradlo hundido y hecho como una cazoleta que le amortiguó la fuerza. Mirad su brazo, mirad la herida...

—¡Y qué, padre —interrumpió Ventura—, si ya están curadas!

»—Cuando huí —prosiguió— tiré río abajo, llegué a Sanlúcar, y me embarqué para Cádiz. Allí me entré en el regimiento de Guardias, mandado por el duque del Infantado. Trabé amistad con un soldado distinguido, de buena casa, y nos queríamos como hermanos. A poco nos embarcamos para Tarifa, con el fin de que tomásemos a los franceses por la espalda, cuando los atacasen los ingleses de frente, de lo que resultó la batalla de la Barrosa, en que se huyeron los franceses a Jerez, y nos apoderamos de su campamento.

»—¿Vamos —le dije yo a mi amigo en medio de la pelea—, vamos a quitarle a aquel francés ese águila que levanta tan erguida, y que me está dando en ojo? ¿Vamos? —dijo—, y sin encomendarnos a Dios ni al diablo, dimos sobre el porta, y mi compañero lo mató y quitó el avechucho.

»Pero a un volver de cabeza nos hallamos rodeados de franceses que querían el milano. Pero acá dijimos: de eso no ha de haber nada, camaradas; lo que es el pájaro cayó en la jaula y no ha de salir, más que viniese Pepe Botellas o «Napoladrón» en persona por él.

»Lo pusimos contra un acebuche, nosotros delante, y dijimos: ahora, venid por él... ¡Y vinieron! (Porque arrojados son esos demonios, más que sea por una mala causa). Mataron a mi pobre amigo, y también me hubiesen matado a mí, claro es, porque eran muchos. ¡Lo que yo sentía era el pájaro! Pero estaba de Dios que ése ya no había de cantar en francés el Mambrú, porque vinieron los nuestros y los echaron. ¡Pero malparado me dejaron, cristianos!, que yo no sabía que tenía tanta sangre en mi cuerpo. Me llevaron con mi águila ante el coronel, que me dijo me había portado bien y que se me daría la cruz de San Fernando por haber cogido el aguilucho. —No le cogí yo, mi coronel —le dije—, sino mi amigo el distinguido, el que ha muerto... Y perdí el sentido. Cuando volví en mí, me hallé en el hospital. De la cruz no había nada».

—Tu culpa fue —dijo Rita—. ¿Por qué le dijiste al coronel que no habías sido tú?

Ventura miró a Rita como si no comprendiese lo que decía.

—Hiciste lo que debiste —dijo Pedro—. Prosigue.

Una lágrima corrió por las mejillas de Elvira.

«Apenas convalecí, nos embarcaron para Huelva, y me hallé en la batalla de la Albuera contra la división del mariscal Soult. Poco después me hicieron prisionero, pude escapar, y me incorporé al ejército de Granada, que mandaba el duque del Parque, con el que seguí persiguiendo a los enemigos hasta pasar los Pirineos. Volví luego a Madrid, donde he estado, hasta que por fin me han dado mi licencia».

—¡Jesús, Ventura —dijo María admirada—, has corrido más mundo que las cigüeñas!

—Yo no —respondió Ventura—, pero conocí a uno, ese sí; había estado con el general la Romana allá en el Norte, en donde se cubre la tierra con un manto tan espeso de nieve, que a veces se entierran en él las gentes.

—¡María Santísima! —dijo María estremecida.

—Pero son buenas gentes; allá no se conoce la navaja.

—¡Dios los bendiga! —exclamó María.

—En aquella tierra no hay aceite, y comen pan negro.

—Mala tierra para mí —observó Ana—; pues yo siempre he de comer del mejor pan, aunque no coma otra cosa.

—¡Qué gazpachos saldrán con pan negro y sin aceite! —dijo María horrorizada.

—No comen gazpacho —replicó Ventura.

—Pues ¿qué comen?

—Comen patatas y leche —contestó Ventura.

—Buen provecho, y salud para el pecho.

—Lo peor es, tía María, que en toda aquella tierra no hay ni frailes ni monjas.

—¿Qué me dices, hijo? —exclamó ésta.

—Lo que usted oye; hay pocas iglesias, y éstas parecen hospitales robados, sin capillas, sin altares, sin efigies y sin Santísimo.

—¡Jesús, María! —exclamaron todos menos María, que de espanto se quedó hecha estatua. Pero de ahí a un rato, cruzando sus manos con gozoso fervor, exclamó:

—¡Ay mi sol! ¡Ay mi pan blanco, mi iglesia, mi Madre Santísima, mi tierra, mi fe y mi Dios Sacramentado! Dichosa mil veces yo, que he nacido, y mediante la misericordia divina he de morir en ella. Gracias a Dios que no fuiste a esa tierra, hijo mío. ¡Tierra de herejes! ¡Qué espanto!

—¿Acaso eso se pega como la sarna, madre? —preguntó Rita con burla.

—No digo eso, Dios me libre —respondió la buena María—; pero...

—Todo se pega menos lo bonito —dijo Pedro—, y mejor se está uno en su tierra. Mis manos pongo a que nada de bueno nos traen los que hayan ido por allá.

—¡Qué no pasan los pobres militares! —dijo Elvira.

—Por eso será que les he tenido siempre tanta afición —añadió María—; por eso y porque defienden la fe de Cristo. Así, he sido siempre muy devota de San Fernando, ese piadoso y valiente caudillo. En mi sala tengo al santo en su marco, y alrededor, en la pared, le tengo pegados soldaditos de papel, pensando le agradará eso al santo, que toda su vida se vio rodeado de ellos. Cuando Rita sería como de doce años, fui a Sevilla, y ella me dio un real para mercarle un peinecillo. Pasé por la tienda de un viejecito, que tenía puesto a la vista un pliego de soldaditos. ¡Qué guardia para mi santo! —pensé—; pero se me habían acabado los cuartos. No me quedaba sino el real de Rita; un real valía el pliego. Anda —dije para mí—, más vale que le falte a Rita esa monería que a mi santo su guardia, y se los merqué.

»A Rita le dije que no me había alcanzado el dinero y no mentía. Al día siguiente, cuando los saqué para pegarlos alrededor de la lámina del rey, entró Rita.

»—¿Conque ha tenido usted —me dijo— dinero para esa porquería de soldados de papel, y le faltó para mi peinecillo?

»Diciendo esto, me los quitó de las manos para tirarlos por la ventana.

»—¡Chiquilla —le grité—, mira que con los soldados me tiras el corazón a la calle!

—Más os valiera —dijo Pedro— que le hubieseis señalado los dedos algunas veces.

—¿Quién acierta con usted, tío Pedro? —preguntó Rita—. Mi madre la erró en no castigar a su hija, y la yerro yo por no mimar a los míos.

—Hija —contestó Pedro—, ni «arre» que corra, ni «so» que se pare.

—Pero ya que quiere usted tanto a los soldados, madre —prosiguió Rita—, ¿por qué puso usted tanto empeño en librar a su sobrino Miguel?

—Quiero a los soldados por lo mismo que padecen y pasan mucho, y por eso quise librar a mi sobrino —contestó María.

—¡Que me reí entonces! —prosiguió Rita dirigiéndose a Ventura—. Encendió su merced luces a todos los santos durante el sorteo; como no tenía candeleros, pegó caracoles vacíos a la pared con cal y arena, les metió una torcida, y echó aceite y se puso a rezar. En esto llegó la madre de Miguel, y le dijo que su hijo había salido soldado. Mi madre, al oírla, apagó las luces como si les dijese a los santos: «Quedaos a oscuras, que no os necesito ya».

—¡Qué cosas dices, Rita! —respondió la buena María—. ¡No quiera Dios juzgar así los corazones!... Me resigné, hija, me resigné, pues Dios había hecho ver su voluntad... ¡y cuando Dios no quiere, santos no pueden!

Capítulo III

El gozo de Elvira fue tan corto como había sido vivo. ¿Qué puede escaparse a los ojos de la que ama? ¿No es sabido que hay cosas que, cual el viento de Guadarrama, son casi un soplo y matan? Sin que Rita ni Ventura se hubiesen aún dado cuenta a sí mismos de la mutua seducción que uno sobre otro ejercían, Elvira ofrecía a Dios por segunda vez los dolores de su perdido amor, esta vez, empero, sin remota esperanza. Miraba la paciente y prudente Elvira un rompimiento como señal precisa de alguna catástrofe, y seguía como una mártir, recibiendo, sin atreverse a rechazarlas, las frías muestras de un amor pálido y débil como ella, que se desvanecía a la viva llama de otro nuevo, que chispeaba, ya activo, brillante y bello, como lo era el objeto que lo inspiraba. Hacíanse las visitas en la reja, cada noche más cortas y más frías. No había ocasión en que un gesto, una mirada, un dicho, no pusiese en contacto directo a esos dos seres que, cual la mariposa, se complacían en acercarse a la llama por un impulso instintivo del que se dejaban arrastrar sin definirlo, y al que aún nada contrarrestaba; porque el que una mujer casada olvidase sus deberes, el que un novio dejase de amar a los suyos, es cosa casi del todo desconocida en los pueblos; pero para la familia cuya historia contamos, era increíble, al punto de mirarla como imposible. Mas Rita no conocía freno, y la vida militar había sido para Ventura mala escuela de costumbres. Una mañana le dijo Perico a Elvira, antes de marchar al campo, al hallarla sentada en el patio:

—Hermana, aquí tienes dinero para comprarte ropa de color; has cumplido el hábito de Dolores, que ofreciste llevar hasta la vuelta de Ventura; quiero ya ver tu cara, tu vestido, todo alegre en ti.

Elvira contestó, comprimiendo a duras penas sus lágrimas:

—Guarda tu dinero, hermano; cada día me siento peor; más vale que piense en ponerme bien con Dios que no en vestidos de boda, y que no mude los colores que me han de cubrir en la caja.

—No digas eso, hermana —exclamó Perico—, que me partes el corazón; ya es un hábito en ti el pensar triste. Cuando con Ventura seas feliz, como Rita y yo; cuando tengas dos hijos como estos nuestros, que te alegren, ahuyentarás tus aprensiones. Venid —añadió cogiendo a los niños—, venid a entretener a vuestra tía.

Elvira siguió con la vista a su hermano, desgarrándose su corazón en un dolor tan angustioso y profundo cuanto que lo comprimía, pareciéndole una queja de ella un imprudente grito de alarma a un mal sin remedio.

—Tía —dijo Ángel—, no hay forma de que se quede Melampo cuando sale padre.

—Hace lo que debe, como un buen perro que es —respondió Elvira.

—¿Y por qué se llama Melampo? —siguió preguntando el niño, con ese afán de preguntar de los niños que los mayores ridiculizan en lugar de respetarlo y fomentarlo.

—Se llama así —respondió la buena Elvira— porque es el nombre de uno de los perros que fueron a Belén con los pastores a ver al recién nacido; tres fueron: Melampo, Cubilón y Lobina, y los perros que llevan estos nombres nunca rabian.

—Tía —exclamó Ángela, corriendo tras de un pajarillo—: no he podido coger a esa golondrina.

—No es golondrina —dijo su tía—; ésas no vienen hasta la primavera, y a éstas nunca las cojas ni hagas daño.

—¿Por qué, tía?

—Porque son amigas del hombre, confían en él y hacen su nido bajo su techo. También fueron ellas las que sacaron las espinas de la corona del Salvador, cuando pendía de la Cruz.

En este momento dio Ángel una caída y se echó a llorar. Salió Rita impetuosamente de su habitación, y cogiéndolo en brazos:

—¿Qué te has hecho? ¿Qué tienes, gloria de tu madre?

Y limpiándole con su delantal la cara, que tenía sucia:

—¿Qué tienes —prosiguió— cara de Dios llena de basura? Bendito sean estos ojos, esta boquita, estas manitas.

Y chillándolo y cubriéndolo de apasionados cariños, se lo llevó, así como a su hermana, en casa de su madre, y volviendo en seguida, se fue al corral a lavar.

Ya se ha dicho que el corral, contiguo al de la casa de Pedro, estaba separado de éste por una tapia de poca altura.

Rita, según la costumbre del país, se puso a cantar.

Entre las gentes del pueblo de Andalucía, cada cual tiene en su memoria tal archivo de coplas y tan variadas en sus conceptos, que sería difícil se viese una cosa que se quisiese expresar y no se hallase en una copla el modo de hacerlo.

Una hermosa voz, bien modulada y clara, la contestó desde el corral vecino, entablándose así un coloquio cantado, el que concluyó la voz de hombre con esta copla, que indica las alas que las anteriores habían dado a sus deseos:


Lograr es lo que intento
no perder tiempo,
ni dar suspiro al aire
ni queja al viento.
 

Entretanto, estaba Elvira cosiendo al lado de su madre, y su semblante, suave y sereno, no acusaba el dolor y angustia de su corazón; y no obstante, Ana la miraba con sus penetrantes ojos de madre, y se decía: ¿Serán fallidas las esperanza que puse en la vuelta de Ventura? ¿La querrá Dios para sí?

Entraron en esto los niños desatentados.

—¡Mae Ana, tía Elvira! —gritaron—; tío Pedro nos ha dicho que esta noche ha parido la burra, y que está en la cuadra con el rucho. Acá no lo sabíamos. Vamos a verlo; vamos a verlo.

Y tirando a su abuela el uno, y de su tía el otro, se dirigieron al corral, y abrieron de golpe la puerta de par en par.

¡Qué puñal de dos filos para Ana, la mujer honrada, la amante madre! Ventura estaba junto a Rita.

Pronto, como el rayo, puso Ventura el pie sobre la rueda de una carreta, arrimada a la tapia, y desapareció.

Rita, enrabiada, siguió lavando, y con sin igual descaro se puso a cantar:


Quien tuviera la dicha
de Adán y Eva,
que jamás conocieron
suegro ni suegra.
 

Los niños habían corrido, sin detenerse, a la cuadra. Ana se llevó a su hija, casi exánime, a su habitación, y allí, sobre el seno de su madre, para quien ya no se ocultaba la causa de su dolor, reventó en sollozos.

—¡Y tú lo sabías —le decía su madre—, callada mártir de la prudencia! Llora, pues, ya; llora, que las lágrimas son como la sangre que se vierte por las heridas: las hace menos mortales. Yo sabía lo que ella era, y a él se lo avisé. Sabía que la reprobación pesa sobre la unión de la propia sangre, y se lo anuncié. No quiso escucharme. Mejor hubiese sido el dejarlo ir a la guerra. Pero el corazón yerra como yerra el entendimiento.

Entretanto, la mujer descocada seguía cantando:


De suegras y cuñadas
va un carro lleno;
¡que lindo cargamento
para el infierno!

Capítulo IV

Después de una noche de angustias y desvelos se levantó Ana, al parecer más tranquila, abrigando alguna esperanza en la determinación que había tomado de hablar a Rita, y mostrándole el precipicio al que ciega corría, persuadirla a retroceder.

Tenía Ana una dignidad que hubiese impuesto a todo aquel en quien la noble calidad de respetar no hubiese estado sofocada por el orgullo, que ha sido siempre el peor de los enemigos del hombre; porque cual ningún otro es osado, cual ningún otro levanta la frente ante la virtud; cual ningún otro se planta y señorea; cual ningún otro esconde su perversidad bajo buenas formas, y cual ningún otro falsea las ideas y condena y califica de servilismo al respeto, ese santo sentimiento que entró en el mundo con la primera bendición de Dios. Quiere el orgullo a veces erigirse en dignidad; pero no lo consigue jamás. Porque la dignidad, al contrario del orgullo, no se alza a costa ajena, sino que deja y mantiene cada cosa en su lugar, siendo su actitud aún más noble cuando honra que cuando es honrada. La dignidad no la dan el puesto, el saber, la riqueza, ni, menos que nada, la soberbia. Ella es el sencillo reflejo de un alma elevada que siente su fuerza. Es natural, como el sonrosado de la robustez, y no postiza, como el rojo de los afeites.

Pero hay entes que se sobreponen a todo, y descansan con un aplomo portentoso sobre una base falsa y labrada en vago, ostentando una intrepidez y una arrogancia que no tienen los que se apoyan en la firme roca de la infalible justicia y de la eterna verdad. Rita era de estos seres que pisan con firme paso y frente serena una senda torcida.

El buen sentido de las gentes del campo, que sienten profundamente cuanto hemos dicho, comprendía el carácter de ambas mujeres, y lo definía mejor en su incisivo laconismo cuando, hablando de Ana, decían: la tía Ana enseña, sin hablar, la ley de Dios. Y de Rita: ésa no teme ni a Dios ni al diablo.

Rita estaba cosiendo cuando entró Ana. Echó ésta pausadamente el cerrojo a la puerta y se sentó enfrente de su nuera.

—Ya sabes, Rita —le dijo con calma—, que nunca fui gustosa en tu boda.

—¿Y venís a que os dé las gracias? —contestó Rita con descaro.

Ana, sin atender, prosiguió:

—Yo te tenía calada.

—No es menester ser zahorí para eso —repuso Rita—; yo soy de par en par y todo claro; digo lo que pienso y como lo pienso.

—No es lo malo que digas lo que piensas; lo malo es que pienses lo que dices.

—Ya se ve; más me valiera hacerme «la zorrita muerta, el agua mansita», como otras, que parecen copitos de nieve y son granitos de sal.

Éste era un tiro contra Elvira, que Ana recibió de lleno, pero del que no hizo caso, y prosiguió:

—Pues me engañé; no te había calado toda.

—Vamos allá —dijo Rita—; hoy hay chubasco.

—Nunca pensé —prosiguió Ana— que llegase el caso que ha llegado.

—Ya escampa y llueven chuzos —dijo Rita con aire socarrón, y siguió cosiendo como si tal cosa.

—Puesto —prosiguió Ana— que no te arredra engañar a mi hijo...

—Hola, ¿ésas tenemos? —dijo Rita con frescura.

—¡Y matarme a mi pobre hija!...

—¡Acabáramos! —repuso Rita—; ahí está el busilis; porque Ventura no se quiere casar con una «espichada», que para salir tiene que pedir licencia al enterrador, ¡lo he de pagar yo! Y eso, sólo porque él tiene el genio alegre y le gusta más bromearse conmigo, que lo tengo también, que no beber con ella agua de malvavisco. ¿Lo puedo yo remediar?

Ana dejó a Rita concluir, sin que su semblante mostrase otra alteración que una mortal palidez.

—Rita —le dijo después que ésta hubo acabado de hablar—, una mujer no se amanceba impunemente.

—¿Qué decís? —exclamó Rita, poniéndose en pie y tirando la costura, con las mejillas y los ojos encendidos—: ¿qué habéis dicho, señora? ¿Amancebada yo? ¡Pues no es nada lo del ojo, y lo llevaba en la mano! ¡Amancebada! ¡Amancebada! Siempre me habéis querido mal; como suegra al fin, y mala suegra; pero yo no sabía que los que se comen los santos levantasen tales testimonios.

—No digo que lo estés —repuso Ana en el mismo tono grave y moderado que había observado desde que empezó a hablar—; pero que estás en camino y que vas a estarlo, si Dios no lo remedia abriéndote los ojos.

—¡Ahora, como antes y siempre, profeta! ¡Jonás en persona! (Y añadió entre dientes: así te tragase la ballena).

—Sí, Rita —dijo Ana—, y vengo...

—¿A amenazarme? —preguntó Rita con aire rufián.

—¡No, Rita; no, hija! —repuso la noble mujer, con voz conmovida y temblorosa—; vengo a suplicarte, en nombre de Dios, por amor a mi hijo, por respeto a los tuyos, por tu propia suerte, que mires lo que vas a hacer, que entres en ti, que aún es tiempo.

—¿Os lo ha encargado Perico?

—No, no sospecha nada el hijo de mi alma; líbrenos Dios de despertar al león que duerme.

—Pues entonces, ¿a qué se mete usted en camisa de once varas? ¡Vaya! ¡Que no lo siente el ahorcado y lo siente el teatino! Perico no es celoso, señora, ni lo ha sido nunca; ni se le antojan los dedos huéspedes, ni los mosquitos milanos. Ni es ningún «trotaconventos» gazmoño, para poner los gritos en el cielo porque las gentes se chanceen, ni hacer aspavientos porque a su mujer le saquen unos cubos de agua cuando está lavando. ¿Pensará usted que me voy a condenar por eso?

—¡Rita, Rita, no juegues con los hombres!

—¡Ni usted con las mujeres, caramba!, que no parece sino que estoy escandalizando el lugar.

—Considera, Rita —prosiguió Ana con crecida severidad—, que la afrenta en los hombres suele arrastrar sangre.

—En agua de rosas se había usted de bañar —respondió Rita— si corriese una poca, para que se cumpliesen aquellos vaticinios de que la «sangre propia no se goza», y otros de igual jaez con los que quería usted quitar a su hijo que se casase, y se llevó usted chasco, como se lo llevará ahora si intenta, como lo veo, indisponernos. Yo sé lo que me hago; Perico es mozo de paz, y sabe la mujer que tiene. Déjenos en paz, que así viviremos, si usted no se mete a calentarle los cascos a su hijo. Cuide usted de las galas de novia de su hija, de la «niña bonita» de la casa, que tan a su gusto toma estado.

Al oír esta sarta de insultos y vejaciones, un instante vaciló el prudente sufrimiento de aquella respetuosa matrona; venció el santo ángel de la paciencia, que Dios les envía a las madres desde el punto que lo son, para servirles de Cirineo en sus cruces, y Ana salió mirando a Rita con una triste sonrisa, en que había tanta o más compasión que desprecio.

Quedó esta digna mujer en un abatimiento lleno de angustia, al ver lo infructuoso del paso que había dado, y determinó abrirse con Pedro, a fin de que éste alejase a su hijo. Finalmente, el guarda de la hacienda, en la que Ventura lo había sido, vino a faltar, y fue éste llamado para reemplazarlo. Esta ausencia, aunque interrumpida por frecuentes venidas al lugar, dio algún respiro a la congojada Ana, que se decía: un día de vida es vida.

Capítulo V

Habían llegado entretanto las alegres Pascuas de Navidad, y habíanles puesto a los niños un hermoso nacimiento, que cogía y cubría de lentisco, romero, alhucema y otras plantas y hojarascas olorosas, todo el estero de la sala de sus padres. Traíales Perico estas hierbas del campo con el placer que un enamorado trae flores a su novia.

El día de Pascua, Perico oyó misa temprano, y se fue a dar una vuelta a su trigo, por haber sabido que andaban cabras por el término.

Volvió sobre las diez del día, y halló a los niños solos.

—Gracias a Dios, padre, que venís —le gritaron, saliéndole alegremente al encuentro—; nos han dejado solos.

—¿Pues y mae Ana y tía Elvira?

—Fueron a misa mayor.

—¿Con quién quedaron ustedes?

—Con madre.

—¿Y dónde está?

—Acá ¿qué sabemos? Estábamos en la sala con su merced bailando ante el nacimiento, y entró Ventura, y nos dijo madre que nos fuésemos con la música a otra parte, que le dolía la cabeza, y al salir (yo lo oí, padre) le dijo Ventura que hacía bien en hacerlos tomar la puerta, que los angelitos de Dios eran testigos del diablo. ¿Es verdad eso, padre? ¿Somos nosotros testiguitos del diablo?

¿Quién no habrá experimentado alguna vez en su vida, en grandes o pequeñas circunstancias, el cómo una sola palabra suele ser una llave que abre o explica, una antorcha que ilumina lo presente y lo pasado, que saca del olvido y pone en su luz una porción de circunstancias e incidentes que han pasado inadvertidos, y que unos a otros se enlazan para formar un juicio, fijar una convicción y arraigar una certeza? Tal fue el efecto que las palabras que el decreto de la expiación parecía haber puesto en los labios de la inocencia, causó en Perico. Tarde, pero terrible, se presentó la verdad ante sus ojos, que cerraba la buena fe, y entró la desconfianza en su corazón, tan sano y tan escudado por su honradez que jamás tuvo entrada en él una sospecha.

—¡Padre! ¡Padre! —dijeron los niños al verlo temblar y palidecer.

Perico no los oía.

—Mae Ana —gritaron al verla entrar—, acuda usted, padre está malo.

Al oír entrar a su madre, Perico volvió hacia ella sus desatentados ojos, y en su severa frente creyó leer aquella terrible sentencia que pronunció sobre un porvenir de que quería apartarle su cariño previsor: «La que es mala hija será mala casada». Aterrado se precipitó fuera de la casa, murmurando entre dientes un pretexto a su fuga que nadie entendió.

Ana se asomó a la ventana, y se tranquilizó viéndolo tomar hacia el campo.

—¿Si le habrán avisado que se ha entrado ganado en el pegujar?

—Bien podría ser, madre; él se lo sospechaba ayer —contestó Elvira.

Pero la hora de comer llegó y Perico no volvía.

En día de Pascua era extraño; pero en gentes de campo, que no tienen horas fijas, no era alarmante.

Por la noche, a su hora acostumbrada, vinieron Pedro y María; ambos venían solos.

—¿No ha venido hoy Ventura al lugar? —preguntó Ana.

—Sí —respondió Pedro—; pero hay fiestas, y se lo llevarán allá los amigos; siempre ha sido tan bailador que dejaría la comida por un fandango.

—¿Y Rita —dijo Elvira—, no estaba en su casa de usted, tía María?

—Sí, hija mía, allí se vino; pero se quiso ir con la vecina a la fiesta. Le dije que haría mejor en no ir; pero como nunca me hace caso...

—Y le dijo usted, muy bien, María —añadió Pedro—; la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa.

Mustias estaban y silenciosas, cuando entró de repente Perico.

La escasa luz del velón, amortiguada por la pantalla, les impidió observar el trastorno completo de su fisonomía. Cercaban sus ojos ardorosos unas ojeras que parecían puestas allí por largos días de enfermedad; sus labios, secos y rojos, eran los de un calenturiento.

Echó una rápida mirada en torno suyo, y preguntó bruscamente:

—¿Dónde está Rita?

Todos callaron; al fin dijo María tímidamente.

—Hijo mío, ha ido con la vecina un ratito a la fiesta..., le dio por ahí...; como era día de Pascua... Ya no puede tardar.

Perico salió con ímpetu sin contestar.

Su madre se levantó precipitadamente y le siguió; mas no le alcanzó.

—Dígole a usted María —dijo Pedro—, que Perico haría bien en zurrarle la pavana, y que yo no le había de decir palabra.

—No diga usted eso, Pedro —respondió María—; no es Perico capaz de ponerle la mano encima a una mujer. ¡Pobrecilla mía! Vamos a ver, ¿qué mal hay en que dé cuatro saltos? Pedro, los viejos no se deben olvidar de que fueron mozos.

Entraba en éstas Ana, azorada.

—Pedro —dijo—, vaya usted a la fiesta.

—¿Yo? —respondió Pedro— ¡Está usted fresca! A tres bombas estoy yo con la fiesta. Si le calienta Perico las costillas a la suya, bien empleado se le estará. No será mi pañuelo el que enjugue las lágrimas.

—Pedro, vaya usted a la fiesta —volvió a decir Ana; pero esta vez con tal acento de angustia, que Pedro volvió la cabeza y se la quedó mirando.

Ana lo cogió de un brazo, lo levantó, lo llevó consigo a un lado, y le dijo algunas rápidas palabras a media voz.

Al oírlas, el anciano dio un grito sofocado, cruzó las manos en que apoyó su frente, cogió apresuradamente el sombrero y se arrojó fuera del cuarto.

Capítulo VI

Bailaban Ventura y Rita en la fiesta, animados por cuanto monta las cabezas de poca edad o poco seso, o que ciega los ojos de la razón, acalla la prudencia y hace huir al respeto humano; esto es, el vino, un amor todo material, un baile libre, bailado con descoco, y necios aplausos embriagadores.

¡En verdad que eran una hermosa pareja Ventura y Rita! Adornada con flores la fresca y garbosa cabeza de Rita, se movía ésta y se zarandeaba su talle con aquella inimitable gracia del país, la que es a voluntad modesta o desgarrada; sus negros ojos brillaban como azabache pulido, y en sus dedos se agitaban los palillos como llamadas provocativas. Ventura era su adecuada pareja, y jamás se vio bailar el fandango con más gracia y desenvoltura.

Los cantadores, entusiasmados, improvisaban, según la costumbre, coplas en loor de la lucida pareja.


A la que está bailando
échale rosas,
porque se lo merece
por buena moza.
Esta noche en la fiesta
la voz publica
que se llevan la palma
Ventura y Rita.
 

En las últimas mudanzas, en el momento en que las palmadas y los requiebros se redoblaban, llegó Perico y se paró en el quicio de la puerta.

Ocupados como lo estaban del baile, nadie advirtió su llegada, y Ventura, llevando a Rita, convidada, a un cuarto en que había bebida, pasó junto a él sin notar la presencia de Perico, que estaba fuera del rayo de la luz que despedía la sala, y este oyó palabras mediadas entre Ventura y Rita, que le confirmaron toda la extensión de su desgracia, toda la infamia de la mujer que tanto amaba, de la madre de sus hijos; toda la traición de un amigo, de un hermano.

Fue tan terrible el golpe, que el infeliz quedó un momento aturdido; mas vuelto en sí, los siguió.

Rita estaba enfrente de un espejillo, arreglando las flores que adornaban su cabeza.

—¡Marchitas! —le decía Ventura—. ¿Por qué te pones rosas? ¿No es sabido que siempre se marchitan de envidia en la cabeza de una buena moza?

—Oye, Ventura —dijo uno de sus amigos—, a ti parece que te gusta más que otras frutas la prohibida.

—A mí —respondió Ventura— me gusta la buena fruta, mas que sea prohibida.

—¡Eso es una indignidad! —dijo un amigo de Perico.

Uno de los presentes tomó al que había hablado por un brazo, y le dijo apartándolo:

—Calla, hombre, ¿no ves que está bebido? ¿Quién te da vela para este entierro? ¿Qué tienes tú que decir, si Perico, que es el interesado, lo consiente?

—¿Quién se atreve a decir que Perico Alvareda consiente una indignidad? —dijo éste presentándose en medio del cuarto, pálido, cual si se levantase de un féretro.

Al oír a su marido, Rita se deslizó como una culebra entre los bebedores, y desapareció.

—A buena hora viene a celar a la mujer —dijeron riéndose algunos casquivanos, que hacían una especie de séquito al valiente soldado, al brillante bailador.

—Señores —dijo Perico, cruzando los brazos sobre su pecho con ademán de comprimida ira—, ¿tengo yo alguna danza de monos en la cara?

—Eso u otra cosa que mueve a risa —contestó Ventura.

Todos se echaron a reír.

—Tu suerte es —repuso Perico con voz ahogada por el furor— el que no tengo armas.

—¡Calla, boca! —exclamó Ventura soltando una carcajada—, que el manso cordero la viene echando de guapo; déjate de balandronadas, santo varón; no busques quimeras y vete a sonarles los mocos a tus hijos.

Al oír estas palabras, Perico se precipitó sobre Ventura; éste vaciló bajo el repentino choque, pero se afirmó en seguida, y cogiendo a Perico por medio del cuerpo con la fuerza y agilidad que le eran propias, lo derribó al suelo y puso la rodilla sobre el pecho.

Por fortuna, Perico no gastaba navaja y Ventura no sacó la suya; pero, en cambio apretaba la garganta de Perico con ambas manos, repitiendo furioso:

—¿Tú, tú, que puedo hacer añicos con tres dedos; tú ponerme la mano encima; tú, un matalangostas, un cobarde, un gallina, criado bajo las faldas de tu madre? ¡Tú a mí, a mí!

En este instante entró Pedro, desatentado.

—¡Ventura! —gritó—. ¡Ventura! ¿Qué haces? ¿Qué haces, desalmado?

Ventura, al ver a su padre, soltó a Perico y se puso en pie.

—Estás borracho —prosiguió Pedro fuera de sí de indignación y de dolor—; estás borracho y tienes mal vino. A casa —añadió, empujándolo por el hombro—; a casa, y anda por delante.

Ventura obedeció sin responder, pues con las palabras de Pedro no era sólo la voz del padre la que había llegado a sus oídos: era la voz de la razón, de la conciencia, del corazón; con ella sus nobles instintos se despertaron, y se avergonzó tanto del lance ocurrido como de la causa que lo había motivado. Así fue que bajó la cabeza ante cuanto respetaba, y salió seguido de su padre.

Entretanto habían levantado a Perico, el que poco a poco volvía en sí del vértigo que la presión de las manos de Ventura le había ocasionado. Pasóse la mano por la frente, echó sobre los que le rodeaban la mirada de un león herido y maniatado, y salióse diciendo en hueca voz:

—Nos ha perdido a los dos.

Como a Ventura se lo había llevado su padre, los hombres presentes lo dejaron irse sin oposición.

—Esto no queda así —dijo uno meneando la cabeza.

—Claro está —dijo otro—; tras de engañado, apaleado. ¿Cuál es el santo que lo tolera?

—¿Pues no era preciso meter a esa villana en unas Arrecogidas por lo que le queda de vida? —opinó el tercero.

Entretanto, Perico había llegado a su casa, murmurando en quedas y entrecortadas frases.

—¡Gallina! ¡Cobarde! ¡Cosa que mueve a risa en mi cara! ¡Y él me lo dice, él! ¡Manso cordero! ¡Es que nadie holló su honra hasta que tú la escupiste y la pisoteaste! ¡Oh, ya veremos!

Entró en su cuarto y cogió su escopeta.

—Padre —llamó la vocecita de Ángela desde el cuarto inmediato—, padre, estamos solos.

—¡Más solos estaréis! —murmuró Perico sin contestar.

Las vocecitas de los niños siguieron llamando:

—Padre, padre.

—No tenéis ya padre —gritó Perico, y salió al patio.

Apoyó la escopeta al tronco del naranjo para sacar municiones y cargarlas; pero cual si el viejo protector de la familia la hubiese rechazado, resbaló y cayó al suelo. Sus hojas, como conmovidas por un lúgubre presentimiento, se pusieron a murmurar tristemente.

Iba a salir Perico, cuando se halló frente a frente con su madre, que desvelada por su inquietud, había oído entrar a su hijo.

—¿Dónde vas, Perico? —le preguntó.

—Al pegujar; ya os dije que andaban las cabras por el término.

—¿Fuiste a la fiesta?

—Sí.

—¿Y Rita?

—No estaba. Mae María chochea.

Ana respiró libremente, aunque por otro lado, el tono inusitadamente brusco de su hijo, la aspereza de sus respuestas, sorprendieron a aquella madre ya alarmada.

—No vayas al campo ahora, hijo mío —dijo en tono de súplica.

—¿Qué no salga al campo? ¿Y por qué?

—¿Qué sé yo? Porque me da el corazón que no debes salir, y sabes es leal mi corazón.

—Sí, lo sé —contestó Perico con tal acritud y amargura, que su madre empezó a temer que, a pesar de no haber hallado a Rita en la fiesta, tuviese sospechas.

—Pues ya que lo sabes, no salgas —le dijo.

—Señora —respondió Perico—, las mujeres exasperan a veces a los hombres queriéndolos gobernar; me he criado, dicen, debajo de vuestras faldas, y quiero volar solo.

Y se encaminó hacia la puerta.

—¿Es ése mi hijo? —murmuró la pobre madre—. ¡Algo tiene! ¡Algo tiene!

Al abrir la puerta Perico, se puso a su lado su fiel compañero, el buen Melampo.

—¡Atrás! —dijo Perico, dándole un puntapié.

El pobre animal, poco hecho a malos tratos, retrocedió sorprendido; pero en seguida, y con esa total falta de resentimiento que hacen del perro un modelo de abnegación como de fidelidad en su cariño, se abalanzó a la puerta para seguir a su amo: estaba ya cerrada. Entonces se puso a aullar lúgubremente, probando ser real el instinto de esos animales cuando anuncian con gemidos una catástrofe.

Capítulo VII

Al día siguiente, Ventura, a quien el sueño había acabado de despejar la cabeza de los humos que ofuscaban su razón, se levantó tan profundamente avergonzado como sinceramente arrepentido. Así, pues, oyó, sin desmentirlos, los justos y sentidos cargos que le hizo su padre sobre el proceder actual y anterior.

—En todo lleváis razón, padre —decía—; no le digo a usted más sino que no supe lo que me hice. ¡Harto me pesa! ¡El vino, el maldito vino!... Le daré a Perico una satisfacción en presencia de todo el lugar: más me honro en eso a mí propio que no al ofendido.

—Conque, ¿le darás una satisfacción? —dijo Pedro.

—Un ciento, padre.

—¿Te casas con Elvira?

—Con mil amores.

—¿La darás buena vida?

—Por esta cruz —dijo, haciendo la señal con los dedos.

—¿Se irán ustedes a Alcalá?

—Padre, señor, aunque sea al Peñón.

Pedro miró un momento a su hijo profundamente conmovido, y dijo:

—Pues siendo así, que Dios te bendiga, hijo.

Fueron ambos en casa de Ana a buscar a Perico. Mas éste había salido, según les dijo Ana.

Al verlos, y más aún al notar la satisfacción y alegría que demostraba el semblante de Pedro, tranquilizáronse los vagos pero agitadores temores de Ana, y más que todo la llenó de esperanzas el ver como Ventura se acercó a Elvira y le habló con cariño y afán, mientras que Pedro la decía con aire misterioso y guiñando hacia Ventura:

—Ese mozo tiene prisa por casarse; no ande usted tan pánfila con las cosas de la boda, comadre, que la gente moza no tiene la pachorra que nosotros.

Salieron en seguida: Ventura para la hacienda en donde era guarda; Pedro, que iba a su pegujal, se fue con él, por llevar el mismo camino.

El trigo del pegujal estaba hermoso, pero tenía mucha hierba.

—La hierba se despierta —dijo Ventura.

—En llamando el tiempo a la hierba —repuso Pedro—, vence al trigo, pues es hija legítima de la tierra: el trigo es su cría; pero con el favor de Dios, trigo no faltará en casa para nosotros, y —añadió sonriéndose— para más que vengan.

Despidiéronse, y Ventura internóse en el olivar.

Pedro lo siguió con la vista.

—Un hijo como éste —se decía— no lo tiene ni un rey. Ni en toda España habrá ninguno que le iguale. Si el cuerpo es hermoso, más hermosa es el alma.

Apenas hubo andado algunos pasos en el olivar, cuando vio Ventura a alguna distancia salir a Perico de detrás de un olivo con su escopeta.

—Algo —le gritó Perico— tengo, gracias a ti, en mi cara que mueve a risa; pero también algo en mis manos que para la risa. Cobarde soy y matalangostas; pero yo me quitaré el baldón que me pusiste.

—Perico, ¿qué vas a hacer? —exclamó Ventura, arrojándose hacia él para cogerle la acción.

El tiro partió; Ventura cayó al suelo mortalmente herido.

Pedro oyó el tiro y se estremeció.

—¿Qué es esto? —exclamó—. Pero, ¿qué ha de ser? —añadió con más reflexión—; Ventura que habrá tirado a alguna perdiz. Ello sonó cerca; voy a verlo.

Siguió apresuradamente el sendero que había tomado su hijo. Ve un bulto que yace en el suelo. Se acerca. ¡Dios de cielos y de tierra! ¡Es un hombre asesinado! ¡Ese hombre es mi hijo!

Cae a su lado el pobre anciano.

—Padre —dice Ventura—, aún tengo fuerzas; vuelva usted en sí, ayúdeme usted; vamos a la hacienda, que está ya ahí; que vayan por el confesor, que quiero morir como cristiano.

El Señor de las Misericordias dio fuerzas al pobre padre. Levanta a su hijo, que apoyado en su padre da algunos pasos, comprimiendo los gemidos que arrancan de su pecho los acerbos dolores.

En la hacienda oyen una voz lastimera que clama por socorro. Todos se precipitan fuera. Ven venir por el sendero al desventurado padre, que trae apoyado en su hombro a su moribundo hijo. Lo rodean.

—¡Un sacerdote! ¡Un sacerdote! —gime la apagada voz de Ventura.

Sobre el más veloz caballo parte un propio para el pueblo.

—¡El cirujano! ¡El cirujano! —clama el padre.

—La justicia —añade el capataz.

Tienden a Ventura en un colchón, y procuran atajar la sangre de la herida.

De este modo pasa una hora, llena de angustias y pavor.

Pero ya resuena el paso acelerado de caballos. Es el propio, que vuelve acompañado del cura. El auxilio que primero llega es el de la religión.

El sacerdote entra trayendo sobre su seno la sagrada hostia.

Todos se postran.

El desesperado padre halla el alivio de las lágrimas.

Dejan solos al sacerdote y al moribundo. Un solemne silencio reina en la hacienda, tan sólo interrumpido por los sollozos de Pedro.

Sale el ministro de Dios de la habitación. Una dulce calma se ha extendido sobre el rostro del reconciliado.

Entra el cirujano que ha llegado.

Sondea la herida, calla, y se vuelve con un triste movimiento de cabeza hacia los que están a su lado.

Pedro, que con las manos convulsivamente cruzadas, pendía del fallo del facultativo, cae al suelo, y lo retiran de allí.

En este momento llegan el alcalde y el escribano; se aproximan al herido; éste tiene los ojos cerrados. La palidez de la muerte cubre su semblante.

—Señor alcalde —dice el cirujano—, no está capaz de dar declaración alguna; está agonizando.

Estas palabras llegan a los oídos de Ventura.

Con aquella energía que le era propia, abre los ojos y dice con claridad:

—Preguntad, que puedo aún responder.

El escribano alista lo necesario para escribir, y el alcalde pregunta:

—¿Cuál ha sido la causa de tu muerte?

—Yo mismo —contestó Ventura distintamente.

—¿Quién te ha matado?

—Aquel a quien se lo he perdonado.

—¿Conque perdonas al matador?

—Ante Dios y los hombres.

Fueron sus últimas palabras.

El cura le aprieta la mano.

—Recemos el Credo —dice.

Todos se postran, y el ángel de la guarda, que ve un alma exhalarse perdonando a su asesino, la abraza como a hermana, aun antes de oír la divina sentencia.

Capítulo VIII

Habíanse reunido las mujeres en la sala de Ana; y aunque ninguna, excepto Rita, sabía los sucesos de la noche anterior, reinaba entre ellas un triste silencio, pues aún le faltaba su sencilla locuacidad a María.

—No sé por qué —dijo ésta al fin— ni sé lo que tengo; pero hoy no me cabe el corazón en el pecho.

—A mí me sucede lo propio —añadió Elvira—; no respiro bien; no parece sino que tengo una losa sobre el corazón. ¿Será el aire? ¿Irá a haber tormenta, tía María?

—¡Pobre hija mía —pensó Ana—; el remedio viene tarde! ¡La tierra llama a su cuerpo, y el cielo a su alma!

—Pues yo estoy como siempre —dijo Rita, y ella era la que realmente no podía parar de inquietud.

Ángela había hecho una muñeca de trapo, la había acostado en una teja a guisa de cuna, y el mustio silencio que siguió a estas pocas palabras, sólo fue interrumpido por la vocecita de la niña, que cantaba, en la suave y monótona melodía de la nana, a la que algunas madres prestan un sencillo encanto y una dulzura infinita, estas palabras:


Entre mis brazos te tengo,
y no ceso de pensar
qué será de ti, ángel mío,
si yo te llego a faltar.
Los angelitos del cielo
 

Fue interrumpido el infantil y dulce canto por un fuerte y grave tañido de la campana de la iglesia; y su vibración se desvaneció lenta y gradualmente en el aire, como si se alzase a otras regiones.

—¡Su Majestad! —dijeron todos poniéndose en pie. Ana rezó en alta voz por el que iba a recibir los Santos Sacramentos.

—¿Para quién podrá ser? —dijo María—; yo no sé de nadie que esté malo de gravedad en el lugar.

Rita se asomó a la ventana y preguntó a una mujer que pasaba quién era el enfermo.

—No lo sé —contestó ésta—; pero es fuera del pueblo.

Otra mujer se acercó diciendo:

—¡Jesús! Es una muerte; en seguida del cura han salido a toda priesa la justicia y el cirujano.

—¡Jesús! ¡Jesús! Dios lo asista —exclamaron todas con aquella profunda emoción y horroroso espanto que infunde la terrible palabra: ¡una muerte!

—¿Y quién podrá ser? —preguntó Rita.

—¿Quién puede saberlo? —contestó la mujer.

Tocó entonces la campana el toque de la agonía. Toque solemne, toque lúgubre, voz de la Iglesia que avisa al hombre que uno de sus hermanos lucha entre angustias, fatigas y congojas, y va a comparecer ante el tremendo tribunal. Grave saeta con la que la Iglesia dice a la multitud que bulle encenagada en intereses frívolos que tiene por importantes, en pasiones pasajeras que sueña eternas: «paraos un momento por respeto a la muerte. Por consideración a vuestro semejante que va a desaparecer de la tierra, como desapareceréis vos mañana». Pero esa voz que hablaba de muerte, esa voz que decía: ¡rogad y acordaos!, era intempestiva en el siglo de las luces. ¡La ilustración acordarse de la muerte! ¡Eso queda bueno para los cartujos! Y la ilustración mandó callar a la iglesia, porque su voz le importunaba.

Habían quedado sumidas en un profundo silencio; pero estaban hondamente conmovidas, como acontece a veces en la mar, la que guardando una superficie calma, hincha su seno en olas interiores y profundas, a la que llaman los marinos mar de fondo. Pero no eran ellas solas; todo el pueblo estaba consternado, porque es aterrador el espanto que infunde una muerte causada por mano de hombre, puesto que el anatema que Dios lanzó a Caín subsiste con toda su solemnidad por todas las generaciones.

—¡Qué largo se me hace el tiempo! —dijo al fin María—; parece que el día se ha quedado cuajado.

—Y el sol clavado en el cielo —añadió Elvira—; y que el que no sabe es como el que no ve, se destienta. ¿Si habrán sido ladrones?

—Puede que haya sido sin querer —repuso María.

—Mae María, ¿quién y por qué han matado a un hombre? —preguntó Angelita.

—¿Quién puede saber —respondió Ana— cuál es la causa, ni cuál es la mano atrevida que se antepone a la de Dios para apagar una antorcha que él ha encendido?

En aquel instante se oyó un rumor lejano. Las gentes, movidas de interés y curiosidad, corrían por la calle. Llegaban confusas exclamaciones de asombro y lástima.

—¿Qué es? —preguntó Rita acercándose a la ventana.

—Que ahí traen al muerto —contestaron.

Elvira se sintió irresistiblemente impulsada a asomarse también.

—Quítate, Elvira —le dijo su madre—; ¿no sabes que no puedes resistir la vista de un muerto?

No la oyó Elvira, pues ya se acercaba el tropel de gente, que por amistad, curiosidad e interés rodeaba al muerto y su séquito.

También Ana y María se pusieron en la reja. El muerto venía atravesado sobre un caballo y tapado con una manta.

Sostenido por dos hombres le sigue un anciano, cuya cabeza está caída sobre su pecho.

Le miran... ¡Dios poderoso!... ¡Es Pedro!

Lanzan simultáneamente un grito.

Levanta, al oírlo, Pedro la cabeza, y ve a Rita... La desesperación y el despecho lo animan. Se desprende con violencia de los brazos que lo sostienen, se abalanza al caballo, exclamando:

—¡Mira tu obra, liviana! Perico le mató.

Diciendo esto, levanta la manta y descubre el cadáver de Ventura, pálido, ensangrentado, con una profunda herida en el pecho.

Parte tercera

Capítulo I

Una noche borrascosa cubría el cielo de volantes nubes que, perseguidas por el viento, iban más allá a descargar sus raudales. Separábanse a veces en su fuga, y entonces aparecía suave y tranquila la luna, cual heraldo de concordia y paz en la refriega.

En los cortos instantes en que aclaraba esta plácida luz el cielo y la tierra, hubiérase podido distinguir en un camino solitario a un hombre macilento y pálido. Su andar incierto, sus ojos asombrados, la agitación de los músculos de su semblante, manifestaban claro que ese hombre huía.

¡Sí, huía! Huía de los sitios habitados, huía de sus semejantes, huía de la justicia humana, huía de sí mismo y de su conciencia, porque ese hombre era un asesino, y nadie, al verlo huir sombrío y agitado cual las nubes arriba ante la invisible fuerza que las perseguía, hubiese reconocido en él al hombre honrado, al hijo sumiso, al marido amante, al padre tierno que había sido pocos días antes ese ente miserable sobre el cual la ley echaba el irremisible fallo de expiación.

Sí, ese hombre era Perico: no buscando una paz ya para siempre perdida, sino huyendo de lo presente y espantado de lo por venir.

Días desesperados y noches horrorosas había pasado en los sitios más solitarios, sin más sustento que bellota y raíces, evitando los ojos de los hombres como jueces, y la luz del día como acusadora. Pero no había oscuridad que desvaneciese las imágenes que ante sí tenía claras y vivas, ni silencio que acallara sus clamores. Eran aquéllas el cadáver sangriento de Ventura, el desconsuelo de su pobre madre, el dolor de su infeliz hermana, el abandono de sus hijos, la desesperación del anciano amigo de su padre, la reprobación de su honrada raza y, sobre todo, esto sonaba de continuo a sus oídos, a los que llegó el fúnebre, terrible y solemne toque de agonía con que la iglesia amparaba a su víctima.

En vano le insinuaba el orgullo por su órgano más seductor, el honor mundano, que lo que hizo lo debió hacer, que no hacerlo hubiese sido un baldón, que más eran las ofensas que las represalias. Una voz, que habían acallado los gritos de las pasiones, pero que se hacía más distinta y más severa a medida que aquéllas, cual todo lo humano, iban cediendo y desmayando, la eterna voz de la conciencia le decía: ¡Oh! ¡Que nunca lo hubieses hecho!

El viento traía consigo un extraordinario sonido, a veces más recio, a veces más desvanecido, según eran más o menos fuertes sus ráfagas. ¿Qué podría ser? Todo asombra al culpable. ¿Era el rugido del viento, una flauta o un quejido? Mientras más a él se aproximaba Perico, más inexplicable se le hacía. La dirección que seguía el mísero lo acercaba hacia su procedencia. Llega. Su asombro se llena cuando, sin poder distinguir nada, pues una negra nube cubría la luna, oyó ese portentoso sonido sobre su cabeza. ¡Sonaba tan triste, tan vago, tan pavoroso!

En este momento se rompieron las nubes; clara y blanquecina se esparció la luz de la luna por todas partes como una capa de trasparente nieve. Todo sale fuera de los misterios de las sombras. A sus ojos se presenta Écija, dormida en su valle como una ave blanca en su nido. Alza la vista hacia donde suena el misterio clamor. ¡Qué horror! ¡Sobre cinco postes ve cinco cabezas humanas! Ellas son las que despiden el doloroso quejido, cual una amonestación del muerto al vivo.

Perico retrocede despavorido y repara entonces que no está solo. Junto a uno de los postes está parado un hombre. Este hombre es alto y vigoroso, de porte varonil y erguido. Viste ricamente a la manera de los contrabandistas; su rostro tostado es duro, osado y sereno. Tiene en la mano su sombrero, descubriendo ante esos postes de ignominia una cabeza que no se descubre jamás, puesto que esa cabeza es la de un hombre que está fuera de la ley, de un hombre que ha roto todos los vínculos con la sociedad y que no respeta ya nada en ella; pero ese hombre, aunque desalmado, cree en Dios, y aunque criminal, es cristiano, y reza

Cuando de esta enérgica e indómita naturaleza, emancipada de todo, sale un destello de adoración, religioso, cual de una roca un chorro de agua viva, ¿qué diréis, incrédulos? ¿Es temor supersticioso?

Para ese hombre es el temor una palabra vana de sentido.

¿Es hipocresía?

No lo ven sino cinco cabezas de muerto.

¿Es debilidad moral?

Ese hombre tiene una fuerza de alma desconocida en la sociedad, en que todos se apoyan en algo, él que no se apoya en nada.

¿Es recuerdo de infancia? ¿Holocausto a la madre que le enseñó a rezar?

No existen éstos para el desamparado huérfano, criado entre los toros bravos que guardara.

¿Qué es, pues, lo que dobla aquella cerviz, y la detiene a orar ante la muerte de su semejante?

Al cabo de algunos minutos ese hombre concluyó su oración, se tocó el sombrero, se remangó la manta sobre el hombro, y dirigiéndose a Perico, le dijo:

—¿Dónde se va, caballero?

Perico ni quiso, ni pudo responder. Un vértigo le había acometido.

—Que dónde se va, digo —volvió a preguntar el desconocido.

Perico permaneció callado.

—¿Es —prosiguió el que interrogaba, es que sois mudo, o que no os da gana de responder? Si es esto, aquí hay una boca —añadió señalando su trabuco— que saca razones cuando no lo logra la mía.

La desesperada situación en que se hallaba Perico le había exasperado a punto que ya no obraba en él la reflexión, y la mancha de cobarde que se le había infligido estaba aún roja y ardiente en su frente como la marca reciente del hierro candente que imprime la ignominia; así fue que respondió sin detenerse y agarrando su escopeta:

—Pues aquí hay otra que contesta en el tono que preguntan.

La intención del desconocido no era hostil, ni tampoco la de llevar a efecto su amenaza; mas no porque le faltase ánimo, puesto que era aquel hombre el más valiente que pisara las llanuras y las sierras de Andalucía. Y así, lejos de irritarle la arrogancia de aquel joven delgado y macilento, le agradó; y le dijo:

—Camarada, a mí me gusta quitarme el sombrero antes de sacar la espada; pero pláceme saber con quién hablo y a quién encuentro en mi camino. Ánimo tenéis, si pisáis éste, pues dicen anda por aquí Diego y su partida, y ya sabréis, como toda España, quién es Diego; donde pone el ojo pone la bala; a su vista tiemblan hasta las hojas sobre los árboles, y al oír su nombre hasta los muertos en sus hoyos.

Todo esto lo dijo sin la jactancia andaluza, tan grotescamente exagerada hoy día; sino con la naturalidad de la convicción, con la serenidad de la verdad.

—¿Qué se me da a mí de Diego y su partida? —exclamó Perico, no con osadía, sino con el más profundo desaliento.

Diciendo esto con débil voz, se tambaleó y apoyó su cabeza sobre su escopeta.

—¿Qué os da? ¿Qué tenéis? —preguntó el desconocido al notar su desfallecimiento.

Perico no respondió, porque era tal su debilidad y el efecto que habían causado en él sus recientes emociones que cayó al suelo sin sentido.

El desconocido se arrodilló junto a él y levantó su cabeza. La luna alumbró de lleno aquella cara, hermosa aún al través de su mortal palidez y de las señales que las pasiones, angustias y dolores habían impreso en ella.

—¡Ha muerto! —murmuró poniendo su tosca mano sobre el corazón de Perico, que pocos días antes era puro como el cielo de mayo.

—No —prosiguió—, no ha muerto; pero morirá aquí como un perro si no se le socorre.

Y lo volvió a mirar, sintiendo despertarse en él aquel noble imán que arrastra la fuerza hacia la debilidad, el poder hacia el desamparo; porque digan lo que quieran los optimistas, el destello divino está en toda naturaleza humana.

Púsose en pie y silbó.

Oyóse el vivaz y juvenil galope de un hermoso potro, que moviendo el cuello y dando al viento sus crines, llegó, y con un alegre relincho se plantó delante de su amo, volviendo su cara fina y sus brillantes ojos como para ofrecerle el estribo.

El desconocido levantó a Perico inánime en sus robustos brazos, lo torció sobre el caballo, saltó a su lado, apretó suavemente las rodillas a los ijares y, el noble animal partió gallarda y ligeramente, sin cuidarse del peso de su doble carga.

Capítulo II

En una venta solitaria agazapada al lado de un camino real como un mendigo, estaban tranquilamente sentados a la lumbre el ventero y su mujer, hechos como estaban a aquella alternativa de bulliciosa actividad de día y de completo y silencioso aislamiento de noche, como los habitantes de los lugares pantanosos a sus fiebres intermitentes.

—¡Malhaya —decía la ventera— de aquel testarudo marinero que se le puso que había de hallar un nuevo mundo, y que no paró hasta topar con él! ¿No tenía el rey ya bastantes cuidados con éste? ¿Y a qué ha servido? A llevarnos para allá nuestros hijos y a traernos la epidemia. Di, Andrés, y no te estés durmiendo como un lirón, ¿ha servido para otra cosa?

—Sí, mujer, sí —contestó el ventero entreabriendo los ojos—; de ahí viene la plata.

—¡Malhaya la plata! —exclamó la ventera.

—Y el tabaco —añadió el marido con lentas y lánguidas palabras, volviendo a dormirse.

—¡Maldito sea el tabaco! —volvió a exclamar con rabia la ventera—. ¿Crees tú, mal padre, que valen ni la plata ni el tabaco las vidas que cuestan y las lágrimas que hacen derramar? ¡Hijo de mi alma! ¡Dios sabe lo que será de él en aquella tierra, en la que se matan los hombres como chinches y todo es venenoso, hasta el aire!

En este instante se oyó un silbido extraño.

El ventero se puso en pie de un brinco, agarró apresuradamente el candil y corrió hacia la puerta, diciendo:

—El capitán.

Al presentarse en el umbral con el candil en la mano, alumbró esta luz roja a un hombre montado a caballo que traía terciado por delante a otro que parecía cadáver.

—Ayudadme a bajar a este hombre —le dijo el jinete con la aspereza de la voz poco ejercitada de un hombre de pocas palabras.

El ventero alargó el candil a su mujer, que se había acercado, y se apresuró a hacer lo que se le mandaba.

—¡Jesús me valga! ¡Un muerto! —exclamó la ventera—. ¡Por María Santísima, señor, no nos lo metáis en casa!

—No está muerto —contestó el jinete—, está malo; cuidadlo, que para eso sirven las mujeres. Aquí hay dinero para costear la cura.

Diciendo esto, tiró una moneda de oro y desapareció en la oscuridad, perdiéndose poco a poco el sonoro y medido ruido del galope de su caballo, como un pensamiento fijo se va desvaneciendo al apoderarse el sueño de nuestras facultades.

—¡Pues está bueno el lance! —gruñó Marta—. ¿Cuánto va que él, por sus manos, lo ha puesto así, se larga, y ahí queda el tajo? «¡Cúrelo usted!». ¡Como si no hubiese más que curar a uno que está muerto o poco le falta! ¡Como si esta venta fuese un hospital! ¡Pues no se ha figurado ese «perdonavidas» que no tiene más que mandar como si fuese el rey!

—¡Chitón! —dijo el ventero asustado—; ¿quieres callar, «lengüilarga»? ¡Hablar así de Diego! ¡El mismo demonio son las mujeres! ¿A qué gruñes, si sabes que no hay más que hacer sino lo que manda esa gente? Además, ésta es una obra de caridad; conque a ello.

Prepararon lo mejor que pudieron un lecho en un desván.

—No tiene señal de golpe ni herida —dijo Andrés, desnudando al enfermo—; ¿lo ves, mujer? Es una enfermedad como otra cualquiera.

— Mira, mira, Andrés —exclamó Marta—; tiene un escapulario de la Virgen del Carmen al cuello.

Y como si esta vista, o el santo influjo de la sagrada insignia hubiese despertado en ella todos los buenos sentimientos de humildad cristiana; como si la hermandad en una misma devoción hubiese hecho resonar claro aquel santo precepto, al prójimo como a ti mismo, se puso a exclamar: ¡Razón tenías, Andrés! ¡Es una obra de caridad asistirlo! ¡Pobrecillo!... ¡Qué joven es, y que desamparado está!... ¡Su pobre madre! Vamos, Andrés, ¿qué haces ahí parado, como un poste? Anda, corre, trae vino para refregarle las sienes; mata una gallina, que le voy a poner un puchero.

—Eso es —murmuró Andrés al irse—; primero no lo quiere en casa; ahora se ha de echar el bodegón por la ventana...; ¡las mujeres!, el demonio que las entienda...

Marta fue incansable en la asistencia del infeliz, que se agitaba en su fiebre y hablaba en su delirio de cosas terribles. A la noche siguiente, entró en la venta un hombre mal encarado y de repugnante aspecto. Había estado en presidio, y era su apodo el Presidiario.

—Dios guarde la persona —dijo el ventero al verlo entrar, con más miedo que cordialidad—; ¿qué le trae a usted por acá?

—Un antojito del capitán; ¡mala rabia le mate!... ¿Pues no vengo a saber de un enfermo como mandadero de monjas?

—No le va muy bien —contestó el ventero—; tiene calentura como un toro, está desvariando y habla de una muerte que ha hecho, de cabezas de muerto...

—¡Hola! ¿Conque es hombre de armas tomar? —dijo el Presidiario—; vamos a verlo.

Subieron al desván.

—En todo el día se me ha pegado la camisa al cuerpo —iba diciendo el ventero—; pues ha habido gentes, y hasta soldados, y si lo hubiesen oído...

Examinaba entretanto el Presidiario la joven, fina y demacrada persona de Perico, y con un movimiento despreciativo respondió al ventero:

—Pues si os da ruido plantarlo en la del rey.

—Eso, no —exclamó Marta—. Infeliz... yo tengo un hijo en América, que puede que esté a estas horas como éste, abandonado de todos y que clame, como éste lo hace, por su madre. No; no le desampararemos, ni la Señora cuyo escapulario lleva, ni yo...

—Cómprele usted dulces —dijo el Presidiario, volviendo a bajar.

—¿Qué se dice? —le preguntó al ventero.

—Que van a poner a premio la cabeza de Diego.

—¿El qué? —volvió a preguntar el Presidiario, con extraño y ávido interés.

—¿Dónde se cree que estamos?

—Hacia Despeñaperros.

—¿Se nos persigue?

—Sí; una partida de caballería hay en Sevilla, una de infantería en Córdoba y una de Migueletes en Utrera.

—Zapatos han de romper antes de vernos las caras —dijo el Presidiario—; y si nos las ven, caro les ha de costar.

—Ya, ya sabemos —repuso Andrés— que el que se le pone por delante a Diego, bien puede buscar su sepultura...; pero, al fin, tantos pueden ser...

—¿Tiene usted curiosidad —le interrumpió el Presidiario— de saber a lo que sabe un soplamocos dado de mi mano?

—Ninguna —dijo Andrés, retrocediendo dos pasos.

—Pues ponga más lastre en su lengua...; venga el pan... y ligero.

Andrés se apresuró a obedecer.

Iba a salir el bandido, cuando se oyó la voz de Marta que lo llamaba.

—Se me pasaba; tome usted ese dinero —dijo, dándole una moneda de oro—; dádsela al capitán, y decidle que lo que hago con este mozo es por caridad y no por interés.

—Seguro está que le dé yo semejante razón —repuso el bandido—. No sufre él, «no», ni cuando dice «daca», ni cuando dice «toma»...; pero para avenir a ustedes me lo guardaré yo.

Metió las espuelas al caballo y desapareció.

—Pusiste una pica en Flandes —dijo impaciente el ventero a su mujer—. ¿Estará mejor ese dinero, despilfarrota, en manos de ese bribonazo que en las nuestras? Las mujeres, ¡malhaya su pelo!, ¡el demonio que las entienda!

—Yo me entiendo y Dios me entiende —dijo la buena mujer, volviéndose a subir al cuarto del enfermo.

Capítulo III

Los cuidados de la buena ventera, la juventud y robustez de Perico vencieron el mal, y al cabo de quince días estuvo capaz de levantarse.

Perico demostró todo su agradecimiento a Marta con voces del corazón, más sentidas que elocuentes.

—No me lo tienes que agradecer a mí —le dijo la buena mujer— sino al que te trajo aquí; por cierto que no puse muy buena cara cuando te vi llegar, pero te he tomado voluntad, porque he visto que eres buen cristiano y buen hijo.

Perico bajó la cabeza con un profundo sentimiento de dolor y vergüenza. Su debilidad física había amortiguado aquel furioso y ciego arranque, que exalta a veces a las naturalezas suaves y tímidas, a punto de hacerlas traspasar los límites que respetan otras fuertes y aun violentos.

Toda esa efervescencia que habían hecho surgir en él las pasiones, como el gas, la espuma de un vino que fermenta, iba cayendo cual ésta, quedando la reflexión, que sin disminuir la fuerza de sus cargos, condenaba sus medios de vindicarlos.

Perico recobró con las fuerzas toda la angustia que su porvenir le inspiraba, y ésta se aumentó cuando Andrés, cogiéndole las vueltas a su mujer le dijo un día:

—Amigo, ya que estáis restablecido, preciso es que busquéis la vida por otro lado; pues, señor, mientras más amigos más claridad; allá en los delirios habéis hablado de una muerte que habéis hecho, y si ello es así, y os hallan acá, vamos a tener que sentir, y eso no es razón, ni deben pagar justos por pecadores, y la caridad bien ordenada, por más que diga Marta, que todo lo quiere saber mejor, empieza por sí mismo, pues solamente esa mujer mía, que es más tonta que las calabazas, es capaz de sostener que la caridad cristiana empieza por el prójimo; y le digo a usted mi verdad, yo no quiero nada con la justicia, que tiene la mano pesada.

Perico no respondió, pero se fue a despedir con lágrimas en los ojos de Marta. La buena mujer sintió en extremo su ida, porque le había tomado cariño. Un recuerdo de su hijo le hacía apegarse a aquel infeliz; un recuerdo de su madre arrastraba a Perico hacia aquella buena mujer que había hecho sus veces.

Tomó su escopeta, y al salir se le presento el Presidiario.

—¿Dónde se va? —le dijo—. ¿Así os largáis, sin darle un «Dios se lo pague» a la buena alma que os recogió? Ésa es una mala partida, camarada. Además, ¿adónde vais por esos mundos? ¿Tenéis priesa de que os metan en gayola?

Perico no respondió, ni pensaba, ni discurría, ni tenía voluntad.

—¡Ea! Andad por delante —prosiguió el Presidiario—; más hacemos acá en ampararlo que hacéis vos en dejaros amparar.

Perico le siguió maquinalmente.

—Mira, Marta —exclamó Andrés al ver de lejos que Perico se iba con el Presidiario—, mira tu «mimadito» y qué alhaja que es. ¡Se va con el Presidiario!

—¡Y qué! —respondió Marta—, «aunque»... Te digo, Andrés, que es un buen hijo y un buen cristiano.

—Un truhán y un perdido —dijo el ventero—, que se ha comido mis gallinas y que... por vida de... ¡Y lo ves ir a la partida y dices que es bueno! ¡El demonio que entienda a las mujeres!

Después de internarse por espesuras y breñas, llegaron Perico y el Presidiario cerca de un alto, sobre el que estaba apoyado en su trabuco el capitán. En la ladera dormían ocho hombres bajo su custodia. A su lado pacía su hermoso caballo, que de cuando en cuando levantaba la cabeza para mirar a su amo.

—Aquí está este mozo —dijo el Presidiario al llegar.

Sin hacer un solo movimiento, aquel hombre volvió lentamente los ojos y miró de arriba abajo al recién llegado. Después de un rato dijo:

—¿Andáis prófugo?

Perico no respondió y bajó la cabeza.

—No hay que amilanarse —prosiguió su interlocutor; luego en frases breves añadió:

—Los hombres tienen horas menguadas, y entre éstas, las hay rojas como sangre, y negras como luto. Una sola basta para perder a un hombre y volverle el corazón como un guijarro, que no siente ni late, pero pesa. Queda un hombre hundido, porque lo pasado, pasado se queda; y no hay más que a lo hecho pecho. La vida es una refriega en la que se mira adelante como valiente, y no atrás como cobarde.

—No lo puedo hacer yo —exclamó Perico con explosión—; si supierais...

El capitán alargó el brazo, haciendo un gesto imperativo para hacer callar a Perico, y añadió:

—Aquí cada cual lleva lo suyo en sí como un pliego cerrado, sin que en los otros despierte ni curiosidad ni interés. Si no tenéis donde ir, quedaos con nosotros; acá defendemos lo único que nos resta: nuestras vidas. Por mí no la defiendo por lo que vale, sino para no entregarla al verdugo.

—Pero, ¿robáis? —dijo Perico.

—Algo se ha de hacer —contestó el bandolero, volviendo como la tortuga a meterse bajo su áspera y dura concha.

Perico ni admitió ni rehusó la propuesta. Era una masa inerte y sin voluntad; el acaso disponía de su miserable existencia, así como el viento del desierto de sus pesadas y áridas arenas.

Capítulo IV

Más entretanto que, después de las vicisitudes referidas, la miserable existencia de Perico se arrastraba a remolque de una banda de criminales, ¿qué era de los demás individuos de esta familia? ¿A qué extremo los habían llevado la desesperación, el dolor, el resentimiento y la venganza?

Desde el malhadado día en que Pedro perdió a su hijo, se había encerrado en su casa con su dolor. El cura y algunos amigos iban de cuando en cuando a acompañarlo, no para consolarlo, era esto imposible, pero para hablar con él de su pena, haciendo como los que aligeran los bajeles de las amargas aguas de la mar, sin poder carenarlos, y sólo para impedir que se hundan. Habían procurado que se volviese a tratar con la familia de Perico; mas esto había sido imposible.

—¡No! —respondía Pedro en esas ocasiones—; le he perdonado ante Dios y los hombres; mi pobre hijo lo hizo antes de morir; pero tratarme con su gente como si tal cosa, eso no.

—Pedro, Pedro, eso no es perdonar —decía el cura—; es la letra y no el espíritu de la ley.

—Señor cura —respondía el pobre padre—, Dios no pide imposibles.

—No; pero cuanto exige es posible.

—Señor, usted me quiere santo y no lo soy; harto hago en ser buen cristiano y perdonar. ¿Los he perseguido? ¿He acudido a la justicia? ¿Qué más puedo hacer?

—Pedro, dando gracias por agravios, caminan los hombres sabios.

—Jesús, señor cura, por María Santísima, no tan calvo que se le vean los sesos; Dios los ayude y los favorezca; pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

María había huido con su hija al retiro de su casa, cubriendo el dolor y vergüenza de ésta con el santo manto de amor de madre, único refugio que le quedaba contra la unánime reprobación, la pública indignación que justamente inspiraba.

Solas, pero sostenidas en su inmenso dolor por su religión y su conciencia, quedaron las dos infelices víctimas: Ana y Elvira.

Así pasaron muchos meses.

Llegó entonces al lugar una misión compuesta de dos capuchinos.

Estas misiones estaban instituidas para convertir al pecador, despertar al tibio, afirmar al bueno y consolar al triste.

En el siglo ilustrado, en que todos somos buenos, fervientes, firmes y felices, se han suprimido como superfluas.

Los misioneros predicaban de noche, y la iglesia se llenaba de un pueblo que venía a oír la palabra de Dios, que enseña al hombre a ser bueno. Ahora hay «clubs» en que se enseña al hombre a ser libre y soberbio, lo que es mejor y más «digno». ¡Pobre pueblo!

La buena María pudo persuadir a su hija que la acompañase a las misiones.

Y la agria, reconcentrada y amarga vergüenza, el desesperanzado dolor de Rita, halló en ellas el arrepentimiento, lágrimas para lo pasado, penitencia y humillación para lo presente; y en el porvenir, la mano divina que levanta al caído cuando la implora, bañado en lágrimas y postrado en la ceniza.

Una de aquellas noches fue el testo del sermón el perdón de las ofensas.

¡Magnífico era el tema! ¡Santo y sublime cual ninguno! El ferviente orador supo explotarlo, y el pueblo creyente comprenderlo.

Al concluir el santo misionero, se postró ante el crucifijo, y con ferviente celo y ardiente caridad prometió al Señor de misericordia, en nombre de aquel pueblo arrodillado a sus pies, que a la otra noche no habría en el templo un solo corazón cerrado y que no estuviese reconciliado. Un murmullo de exclamaciones y llantos confirmó el ofrecimiento del santo apóstol.

El día siguiente fue un día de paz y caridad, según el espíritu del Evangelio. Las más arraigadas enemistades se acabaron, los más irreconciliables enemigos se abrazaron por las calles, los ángeles en el cielo debieron alegrarse.

Pedro fue a casa de Ana.

Terrible fue para el infeliz la entrada en aquella casa. Se acercó a Ana y la abrazó en silencio. La desventurada madre, temblaba y procuraba en vano hacerse dueña de su dolor. Pero cuando Pedro se volvió hacia Elvira, la que, semejante a una sombra, deshecha en lágrimas, torcía sus descarnadas manos, cuando estrechó sobre su seno paternal aquélla que había mirado y querido como hija, entonces su comprimido dolor rebosó exclamando: ¡Hija! ¡hija! ¡tú y yo le amábamos!

También Rita fue en casa de Ana a pedir lo que a llevar fue Pedro.

Cuando estuvo enfrente de su ultrajada suegra, se echó de rodillas:

—¡Yo he sido —exclamó golpeándose el pecho— la causa de todo! ¡No vengo a pedir un perdón que no merezco, vengo a que me castiguéis sin maldecirme!

Y cuando se volvió hacia Elvira, no le bastó estar de rodillas, sino que postrándose con el rostro en tierra, gimió entre sollozos:

—Pues eres un ángel, perdona cual ellos.

La pobre María sostenía con sus brazos a su anonadada hija, e imploraba a Ana con sus miradas y sus lágrimas.

Ana y Elvira levantaron y abrazaron sin una palabra de reconvención a aquella que tanto mal les había hecho, poniendo desde ese día todos sus cuidados en reanimarla, pues era la más infeliz de las tres, porque era la culpable.

El pueblo todo miró a la franca y públicamente arrepentida con caridad, porque si el mundo llamado culto halla en las demostraciones religiosas un motivo más de vituperio, añadiendo a la reprobación de las culpas (que no olvida) el baldón de «hipocresía» en los que se llaman a Dios, el pueblo, más generoso y más justo, honra las señales públicas de arrepentimiento y humillación, y así no hubo quien al ver a Rita postrarse y llorar, no trocase su indignación en lástima, y la imprecación «¡infame!» en la suave voz de «¡pobrecita!». Esto es porque el pueblo rudo no sabe lo que es «filantropía»; pero sabe, porque se lo enseña la religión, lo que es «caridad cristiana».

Capítulo V

Espantosa era para él la vida que llevaba Perico. Arrastrado por la necesidad y por el ascendiente que ejercía la vigorosa influencia de Diego, arrastrado como él por una desgracia en la vía criminal; pero una vez en ella, adoptándola sin vacilar, como un guerrero una armadura de hierro, sin fatigarle ni su peso ni su dureza, Perico seguía como una opaca sombra a esos desalmados, detestándolos. Era como el plateado pez de un tranquilo lago de agua dulce, que arrastrado por una fatal corriente es llevado al mar, en cuyas amargas y agitadas aguas agoniza sin poder huir de ellas. A veces, cuando bajo sus ojos se cometía un crimen, quería en su desesperación acabar de una vez sus torturas, entregándose a sí mismo a la justicia; pero lo detenía la vergüenza y la falta de energía para sobrellevarla. Era odiado de los demás, que le apellidaban el «Triste»; pero le sostenía la poderosa protección de Diego.

Diego se sentía arrastrado hacia aquel hombre, al que había salvado la vida, hacia aquel hombre que era bueno y honrado, porque la tosca y dura naturaleza de Diego era fuerte y noble, y no había descendido al peor grado de la maldad, que es odiar lo bueno. Sin llegar a la exageración novelesca que hace de un bandido o un pirata un héroe, estamos más lejos aún del clásico puritanismo que hace de un ladrón un monstruo tal, que no cabe en él un sólo átomo de humano, desmintiendo así, en honor de la moral sistemática y de la policía matemática, los conocidos hechos de valor, generosidad y nobleza que se han visto en jefes de tales bandas. Sólo el llegar a ser jefes de semejantes hombres, prueba una inmensa superioridad, conservando un predominio que en nada se apoya ni nada sostiene, sino su propia fuerza.

En una ocasión en que había llegado en sus correrías la banda hacia las Ventas de Alocaz, llegó exhalado uno de los espías que tenían en Utrera, avisándoles haber salido de allá con dirección a las Ventas, una partida de miqueletes, sin duda avisada por viajeros recientemente despojados. Apresuráronse los bandoleros a meterse en un olivar; pero apenas internados, fueron sorprendidos por otra de caballería.

Entablóse entonces un tiroteo mortal, en el que esos hombres, que peleaban por sus vidas, lo hicieron con gran denuedo.

—Perico —le dijo Diego—, ahora o nunca es la ocasión de demostrar que no comes tu pan sin ganarlo: aquí va de fuerza a fuerza; a ellos si eres hombre.

Al oír estas palabras, Perico, aturdido y como un hombre ebrio, se arrojó ante las balas, disparando sus armas sobre esa pobre tropa, que sacrifica todo, hasta su vida, por el bien de la sociedad, que en su egoísmo ni se lo agradece siquiera, sucediéndole como a los confesores y médicos, que son burlados en sana salud, y llamados con ansia cuando se está en peligro. Un bandolero fue muerto, dos soldados heridos, y una bala de Perico, tirada casi a quemarropa, mató al comandante de la partida. La consternación que causó esta catástrofe dio lugar a que los ladrones huyesen.

Salvaron a Utrera; pasaron por las haciendas de la Chaparra, de Jesús María y Venagila, y llegaron al anochecer exhaustos a Valobrego. Este valle, no lejos de Alcalá, está circundado por cerros y olivares. En su parte más aislada, al borde de un arroyo, están las ruinas de un castillo moruno, llamado Marchenilla. Al pie de estas solitarias ruinas cayeron rendidos caballos y jinetes. Apagaron su sed en el arroyo y encendieron una hoguera, entrada que fue la noche, y todos echaron a dormir, menos Diego y Perico.

—Mal día, Corso —dijo Diego, acariciando su hermoso potro, que bajaba y levantaba con gracia su fina cabeza, de manera que parecía a la vez confirmar lo que le decía su amo y decirle: ¿Qué importa, si os he salvado?

—Mala vida te doy, hijo mío —prosiguió el ladrón, que amaba profundamente a su caballo, porque era lo único que amaba en el mundo.

El caballo, como si lo hubiese comprendido, dio un alegre relincho, se puso en dos pies, se bamboleó en ellos, y se dejó caer al lado de su amo, presentándole la frente para que se la acariciase.

—¿Qué será de ti si me prenden? —dijo el ladrón, apoyando su cabeza en el pescuezo de su caballo, que quedó inmóvil.

—Por cierto —dijo Diego al sentarse en la lumbre en frente de Perico— que a ti debemos el haber escapado hoy a tan poca costa.

—¿A mí? —preguntó Perico sorprendido.

—Sí —respondió el capitán—, puesto que venía la partida mandada por un oficial valiente, que no entendía de chicas y conocía el país: el hijo de la condesa de Villaorán, que nos hubiese dado que hacer a no haberlo muerto tú.

—¡Dios me favorezca! —exclamó Perico poniéndose en pie y levantando sus cruzadas manos al cielo—. ¿Qué decís? ¡El hijo de la condesa estaba allí, y yo le maté!

—¿De qué te espantas? —respondió Diego—. ¿Creerás, acaso, que estábamos tirando anises? Caramba —añadió con impaciencia—, que me vas amostazando. ¿Pues no pareces un cómico de la legua con tanto ademán y tanto hipío? ¡Por vida de tal, que tiene el Presidiario razón! Erraste la vocación; en lugar de entrar en la vida airada, te debiste meter fraile. ¡Ea, vela! —añadió liándose en su manta, poniéndose su trabuco entre sus rodillas y su cabeza sobre una piedra.

Inútil advertencia ésta para Perico. El infeliz con su dolor, desesperado, se arrancaba los cabellos y maldecía de sí mismo. ¡Había matado al hijo del ama y bienhechora de sus tíos, su compañero de infancia!

Capítulo VI

¡Cuál se le pintaron al infeliz Perico en esa lúgubre noche las escenas de su tranquila felicidad doméstica, ya para siempre perdida! ¿Y qué las reemplazaba? ¡Su espantosa situación presente!

Nada se movía en sus derredores, en que sólo veía la triste monotonía de la noche como la de su infortunio, un fuego abrasador como su conciencia, una oscuridad fría e impenetrable como la de su porvenir.

—¡Poder de Dios! —se decía—. ¡Esto veo, esto recuerdo, esto sufro y no muero!

La roja y vacilante llama de la hoguera arrojaba de cuando en cuando una ráfaga de brillante claridad sobre las oscuras y extrañas formas de las ruinas, dejándolas en seguida en negra sombra, en las que parecían querer refugiarse como un casi borrado recuerdo en el olvido.

Oía su sobresaltada mente suspiros en el silencio y veía horrores en la oscuridad. Quejidos le acusaban, dedos le amenazaban, ojos le miraban..., y no, no se había engañado; al definir y realizar la clara luz de la llama, que se avivó movida por el viento los objetos, vio Perico, tras de uno de los paredones de los que aún en pie miraba, unos duros y negros ojos que se clavaban en él. Perico quedó tan asombrado y suspenso entre lo figurado y lo positivo, que no supo si ponerse al amparo del cielo con una señal de la cruz, o bajo el de los hombres, dando la señal de alarma.

Vio entonces salir de detrás de la ruina de piedra una ruina humana, de detrás de la degradación del tiempo la degradación humana: era una vieja repugnante y sucia gitana. Cubrían sus descarnados miembros unas enaguas de bayeta parda, que se confundían con el tinte de las ruinas; cubría su cuello un pañuelo y sus lacias canas una mantilla de bayeta negra.

Perico quedaba inerte como la estatua del estupor, o cual si fuese aquella rechazadora faz la de Medusa.

—No hay cuidado —dijo al acercarse aquella visión—; no hay que alarmarse, que no vengo con malos fines; podéis estar descuidado. Sabía que estabais aquí, y he hecho cundir la voz que marcháis hacia la sierra de Ronda y que os han visto hacia Espera y Villamartín.

—¿Pues a qué venís? —exclamó Perico, instintivamente repulsado por aquella mujer.

—Para proporcionaros un golpe de suerte que baste a asegurarla para siempre —respondió ésta.

—Poca confianza inspira —repuso Perico— la que vos podáis proporcionar.

—¡Porque tengo malas trazas! —dijo la gitana—. ¡Y qué, si bajo una mala capa hay un buen bebedor! Pues a las manos les traigo un tesoro; no hay sino alargarlas.

—¡Un tesoro! —preguntó Perico, en quien esa palabra, en lugar de codicia, hizo nacer la idea de que aquella vieja estaba demente—. ¡Un tesoro! —repitió—, ¿y dónde se halla?

La vieja, que en esa pregunta sólo vio lo que contaba hallar, avidez y sed de oro, se acercó a Perico, y como si temiese que el hálito de la noche interceptase al pasar sus palabras, y que el anatema las anonadase en el aire, le murmuró al oído:

—En la iglesia.

Perico, aterrado, dio un paso atrás; mas dando en seguida el avance de un tigre, agarró a la gitana, y echándola fuera de aquel recinto, sólo pudo articular con ahogada voz:

—¡Marchaos!

—No me voy —dijo la vieja sin intimidarse—, que quiero hablar con el capitán y con el Presidiario, y les hablaré.

En la angustia de que así lo ejecutase, y para forzarla a alejarse, sacó Perico un puñal, que blandió, y cuya hoja brilló a la luz de la llama.

La gitana dio voces. Los ladrones se despertaron.

—¿Qué es eso? —gritó Diego—. ¿Qué sucede? Perico, ¿vas a matar a una mujer?

—No, no la quiero matar —exclamó Perico—, no quiero sino ahuyentarla.

—Y eso —dijo la vieja— porque he venido hasta aquí despreciando riesgos y fatigas, para proporcionaros el medio de salir de esa vida arrastrada que lleváis, haciéndoos ricos de una vez, como le sucedió al Rubio de Espera, a quien un robo considerable proporcionó el poder ir más allá de los mares a pasarse buena vida.

Los ladrones se agruparon al derredor de ella. El Presidiario le presentó un trozo de pared caído, como un sillón de presidencia.

—¡No la escuchéis! ¡No la escuchéis! —exclamó Perico fuera de sí—; ¡propone un sacrilegio!

—Señor —dijo el Presidiario a Diego—, decid a ese pobre agonizante que calle, y no sea como el agua por San Juan, que quita vino y no da pan. A los ciegos por las calles, se les escucha. Dejad que hable esta mujer, y veremos lo que trae; con mil de a caballo, que calle ese triste abejorro.

Diego titubeó, mas se volvió hacia la vieja. Entonces Perico vio el golpe perdido, pues Diego era siempre y todo de su primer impulso; y desesperado, se alejó dando vueltas como un insensato por los olivares.

Todo lo había calculado la gitana, y sus medidas estaban bien tomadas. Las grandes ventajas tan altamente ponderadas, las dificultades, tan fácilmente vencidas, las precauciones tan bien combinadas que explayó largamente, produjeron su efecto. La tentación, que ofrece flores con una mano, y con la otra oculta abrojos, convenció a unos y sedujo a otros. Todas las medidas se tomaron, se convino en las señas y horas, y antes que los gallos anunciasen, como sus fieles centinelas, el día, la cuadrilla se encaminaba hacia la solitaria hacienda del Cuervo, y la vieja se rastreaba, cual astuta y venenosa serpiente, a su cueva en el monte de Alcalá; allí, en el seno de la tierra donde concibió el atentado, para el cual, de noche, entre ruinas, sedujo a malhechores, atentado que se había de perpetrar en el templo de Dios.

Capítulo VII

Lentas pasaron las horas del siguiente día para los ociosos huéspedes del Cuervo.

Todas las representaciones y súplicas de Perico para disuadir a Diego de su sacrílego intento, habían sido inútiles. Diego jamás supo volverse atrás, y esa tenacidad estúpida, al conocer que se camina mal, le había costado el honor y la honradez, y le había de costar la libertad y la vida. Había más: por instigación del Presidiario, forzaba Diego a Perico, que quería al fin apartarse de ellos, a acompañarlos en esta atroz empresa, porque, según decía aquel hombre vil, era éste el único medio para impedir que fuese el «santurrón» a delatarlos.

Por fin, volvióle la tierra la espalda al sol, y cubrióse con su negro manto.

Montaron todos, y llegaron a la media noche al gran castillo arruinado de Alcalá. Diego silbó tres veces. Entonces se vio salir de una de las cuevas abiertas en la base del castillo a la gitana, con una linterna sorda en la mano.

Se apearon y la siguieron.

Pedro quiso evitar, huyendo, el mal paso en que se encontraba; pero sus compañeros le rodeaban, y le arrastraron a donde les guiaba la gitana. Ésta, después de saludar a los ladrones en voz sumisa, abrió con una ganzúa la puerta de un corralillo, al cual, entre escombros y maderos, daba un postigo de la sacristía, adonde entró aquella sacrílega banda, no sin pavor, y asombrada hasta del rumor de sus pisadas.

¡Qué espectáculo tan altamente sublime y tremendo presenta un templo desierto a deshora de la noche!... Aun las almas más puras y más santas se hunden en profunda y pavorosa meditación al contemplarlo; y no hay incredulidad que baste a dar aliento al corazón de quien se atreve a recorrerlo. ¡Cuán inmensas aparecían aquellas naves sombrías!... ¡Cuán altas aquellas cimbrias que, sostenidas por gigantes de piedra, se pierden en la misteriosa oscuridad de un cielo sin estrellas! Allí, en una honda y lúgubre capilla, aterraba y pasmaba la fría estatua que duerme sobre un sepulcro; y aunque apenas se divisaban sus contornos, parecía que le daba movimiento la oscuridad misma. El altar mayor, aún perfumado de incienso y de las flores de la mañana, y cuyas vislumbres chispean en las tinieblas; «el altar», centro de la Fe, trono de la Caridad, refugio de la Esperanza, esplendor pródigo de consuelo, amparo del desvalido, atraía los ojos, los pasos, los corazones. Ante el tabernáculo ardía la lámpara, solitaria guardiana del sagrario, sin más objeto que alumbrar, porque la luz es el conocimiento de Dios: lámpara santa y misericordiosa, suave y constante holocausto, llama permanente, como la eterna misericordia, que arde como el amor, silenciosa como el respeto, alegre y tranquila como la esperanza. Los destellos y reflejos de esta luz recortaban y abrillantaban algunos puntos salientes de los follajes y molduras del dorado retablo, dándoles apariencia fantástica de ojos que velaban en religioso insomnio. Allí nada distraía la mente: aquella completa inmovilidad, aquel no interrumpido silencio, formaban como una suspensión de la vida, que no es la muerte, que no es el sueño; pero que tiene de aquélla la solemnidad; de éste la dulzura.

Tal estaba la iglesia de Alcalá cuando entraron en ella, alumbrados por la linterna de la gitana, los forajidos, llevando con ellos, a empellones y por fuerza, al desventurado Perico.

—Soltadle y atrancad esa puerta —dijo Diego.

—Va a gritar y nos va a descubrir —le respondieron los otros.

—¡Soltadle, digo! —repuso el capitán—. ¿Qué ha de hacer?

—Puede gritar —contestó León que, ayudado por la gitana, despojaba el altar mayor de las alhajas de plata que lo adornaban.

—Pues guardadle —repitió el capitán.

Dos se acercaron a Perico.

—¡Abajo esos sombreros, herejes, que estáis en la casa de Dios! —gritó éste, arrancándoselos.

—¡Ponedle una mordaza! —mandó el capitán.

Y al punto le pusieron a la boca un pañuelo, siendo inútil la resistencia.

Pero a pesar de que el pañuelo lo ahogaba, al ver que la gitana y León rompían la puerta del sagrario, hizo Pedro un esfuerzo desesperado, y cayó de rodillas, gritando:

—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

Voz tremenda que recorrió las capillas, que retumbó en la bóveda como entre las nubes el trueno, y que despertando al magno y sonoro instrumento, que suele acompañar al imponente «De profundis», y al glorioso «Te Deum», se perdió entre sus cañones de metal como un doloroso gemido. Un momento de terror frío sintieron aquellos miserables. ¡Tembló el mismo Diego!

—¡Misericordia, Señor, misericordia! —gemía Perico.

—Despachemos pronto —dijo Diego—, que se va aclarando la noche, y nos pueden ver al salir de aquí.

Efectivamente, las nubes se rompieron, y un rayo de luna entró en este momento por una alta claraboya de la iglesia, y fue a besar el pie de una santa imagen de la Purísima Concepción.

—¡Maldita luna! —gritó la gitana. Y espantados todos, de verse unos a otros al brillo de aquella repentina claridad, apresuraron el despojo.

Salieron por último, y cuando la gitana los vio partir a caballo, cargados con las riquezas, se volvió a ocultar en la tierra.

Aún no doraba el sol la Giralda, cuando cargados con su botín llegaron los ladrones cerca de Sevilla. Dejaron sus caballos en un olivar, al cuidado del Presidiario, y entraron por diferentes puertas cada cual, reuniéndose en un lugar apartado y señalado por la gitana, en el cual un platero ya prevenido recibió, pesó y pagó las alhajas. Pero cuando los ladrones volvieron al lugar en que habían dejado al Presidiario con los caballos, nada hallaron.

—¡El perro nos ha vendido! —dijo uno.

—¿Y a qué? —repuso Diego—; tiene aquí su parte, que supone más de lo que pudiese valerle su traición.

—Habrá visto gente y se habrá refugiado al Cuervo —dijo uno de ellos.

Encamináronse hacia la hacienda, dejándose caminos y carriles y metiéndose por los olivares.

Mas allí tampoco hallaron al Presidiario.

—¡Mi pobre Corso! —dijo Diego, y una lágrima amarga como acíbar brilló un instante en sus ojos. Mas reponiéndose al momento—: Estamos vendidos —dijo—; ea, pues, a salvarnos. Río abajo; al Coto del Rey; a Ayamonte; a Portugal; algún día lo hallaré, ¡y más le valiera en ese día no haber nacido!

Iban a salir, cuando se presentó la gitana a reclamar su parte en el robo. Todos la asaltaron a preguntas sobre la desaparición del Presidiario; pero nada sabía, y manifestó mucha inquietud.

—No estáis seguros aquí y os debéis ausentar cuanto antes —les dijo—. El hijo mayor de la condesa de Villaorán ha jurado vengar la muerte de su hermano, ha pedido tropa al capitán general, y os anda persiguiendo. Me temo que haya sorprendido al Presidiario. Por mí, me voy; el suelo arde bajo mis pies.

—¡Que no te quemará! —exclamó uno.

—¡Qué no te tragará! —exclamó otro.

La vieja desapareció en silencio entre los olivos como una víbora, después de haber dejado su veneno en la mordedura que había hecho.

—¡El atentado en la casa de Dios! —dijo el primero.

—¡Despojar un sagrario! —añadió otro.

—Ea, callarse —gritó Diego—: ¿A qué viene ya eso? A lo hecho, pecho. Andemos.

Pero en este instante se oyeron pasos de caballos; y Perico, que Diego había puesto de vigilante, entró apresurado a avisar que llegaba el Presidiario con los caballos. Una aclamación general de alegría acogió al Presidiario, el que contó que habiendo divisado tropa había tenido que esconderse, y sólo pudo volver dando grandes rodeos. Mas ahora —añadió— no perdamos tiempo; somos perseguidos, capitán; aquí tenéis a Corso; lo he cuidado bien, que ya sé lo que lo queréis.

Diego acariciaba lleno de gozo al noble animal, jurándole mentalmente no volver nunca a separarse de él.

Apresuraron su marcha, y al entrar en un desfiladero resonó repentinamente un grito formidable al frente, a sus espaldas, sobre sus cabezas:

—Rendíos al rey.

Una partida de caballería los cercaba: dos pistolas apuntaban al pecho de Diego; un hombre tenía cogida la brida de su caballo.

Diego volvió la vista en derredor con no desmentida calma. Conociendo el poder de su caballo, que tenía enseñado, con la rapidez del rayo sacó su puñal, hirió con él las manos que sujetaban las riendas, apretó con fuerza las rodillas a los hijares del animal, se echó sobre su pescuezo y le gritó:

—¡Ea, Corso, salva a tu amo!

El noble y entendido animal hizo un esfuerzo, pero cayó desplomado sobre su cuarto trasero... ¡Estaba desjarretado!

Diego conoció el golpe y la mano que lo había dado, frenético de rabia saltó al suelo, pero había desaparecido el infame entre el tropel que se agolpaba en el desfiladero.

Cogieron a Diego, que no hizo resistencia.

Al salir de aquel estrecho sitio, volvió Diego la cabeza, y echó una última mirada sobre su caballo que, siempre inmóvil, le seguía tristemente con sus grandes ojos.

Sólo a un alma del temple de la de Diego, a su energía agreste, a su fuerza de voluntad, era dado disimular bajo una calma imperturbable la furia que en su pecho ardía, y el dolor que destrozaba su corazón.

Desarmaron los soldados a los bandoleros, y los ataron los codos a las espaldas.

—¿Cuál es? —preguntó el conde de Villaorán al verlos reunidos—; ¿cuál es el que mató a mi hermano?

Los ladrones callaron a una mirada de Diego que, preso y maniatado, les imponía aún.

—¿Quién fue? —volvió a preguntar el conde con voz ahogada por la ira.

—Yo fui —dijo Perico.

El conde se volvió hacia aquel mozo cabizbajo, en el que no había parado la atención; mas al fijar en él sus ojos, un grito de asombro salió de sus labios.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Perico Alvareda! ¡Iniquidad sin nombre! ¡Perversidad sin ejemplo! ¡Pobre Ana! ¡Desventurada madre que te dio el ser! ¡Desgraciados hijos! ¡Infeliz Rita! Pues, sábelo, desalmado —prosiguió el conde con vehemencia—: tu mujer ha trabajado con incesante celo y actividad para conseguir tu indulto. Los tribunales y los jueces la vieron siempre a sus pies. Ventura te perdonó antes de morir; Pedro te ha perdonado. Mi desventurado hermano fue el celoso e incansable agente de los tuyos. Consiguió tu gracia del rey. Todos te buscaban con ansia, y él más que todos. Te halló... ¡Oh! ¡Que nunca te hubiese hallado!

Diego, que había observado el inmenso dolor que con el frío y la palidez de la muerte se pintó en el semblante desencajado de Perico, y que le vio bambolearse, dijo al conde:

—¡Señor, no veis que lo matáis!

—No me anticiparé al verdugo —contestó el conde montando sobre su caballo—. ¡A Sevilla!

—¡Ánimo! —murmuró Diego al oído del anonadado Perico—. Míranos, todos vamos a morir, y todos estamos serenos.

En Sevilla entraron entre las maldiciones del pueblo horrorizado de sus últimos delitos; pero aun fue mayor la indignación cuando vieron venir libre entre ellos al infame traidor que los había vendido. Era éste el vil Presidiario, que de esta suerte compraba su gracia y obtenía el premio prometido al que entregase a Diego, el afamado bandolero, que por tanto tiempo burló los esfuerzos de sus perseguidores.

Capítulo VIII

Hallábase entonces la cárcel de Sevilla mal situada en una calle estrecha y de las más céntricas de esa ciudad. Era un edificio de mal aspecto, mezquino, adusto, al que faltaba la severidad de la autoridad legal y la dignidad que debe la humanidad a la desgracia, aun a la culpable. A pocos pasos de este horrible centro de maldad tosca y cínica degradación, concluía la calle en la gran plaza de San Francisco, plaza irregular y entrelarga, pero que conserva los edificios que la hacen la plaza más considerable de la insigne decana de Andalucía. A la derecha se ostentan las casas capitulares, cuya preciosa arquitectura es tenida por los naturales y forasteros por una de las galas de la joyera de Sevilla.

A la izquierda, formando un ángulo saliente, se presenta el regular y severo edificio de la Audiencia, ese Tribunal a quien da su poder omnímodo la justicia, y que corona como una estrella de clemencia su reloj, que atrasa diez minutos, respetable ilegalidad, porque esos diez minutos más de vida se dan al reo antes de señalar la hora cruel de su exterminio; que todas las leyes y costumbres de la vieja España llevan el sello de la caridad: diez minutos no son nada para el que pasea tranquilo por la senda de la vida; ¡pero son tanto para el que va a morir! Diez minutos en el umbral de la muerte pueden decidir el fallo sobre la eternidad; diez minutos podría retardarse un inesperado, pero posible indulto. Pero aunque no existiesen estas consideraciones espirituales y temporales, aunque ese grave acuerdo de nuestros mayores no fuese sino una limosna de diez minutos de vida concedida al que va a morir, esta limosna siempre probaría que aun a sus más severos fallos supieron aquellos jueces católicos imprimir un sello de caridad. Así lo reconoce el pueblo que sabe y tiene en mucho esta institución, que es una de las que más reverencia. ¡Oh, España!, ¡qué ejemplos has dado al mundo en todos los ramos, tú que hoy se los pides a los extraños!

A un lado del Ayuntamiento, formando ángulo entrante, se halla el convento de San Francisco, con su gran compás y su grandiosa iglesia. Los demás frentes de la plaza los forman portales que, como festones de piedra, guarnecen los costados de la plaza, la que en el extremo opuesto al que al principiar mencionamos, tiene una gran fuente de mármol, cuyas aguas son tan constantes y duraderas en su corriente como el recipiente en su materia.

Veíase aquel día la plaza de San Francisco y sus calles adyacentes cubiertas de una inusitada multitud de gentes. ¿Qué las reunía? ¿A qué iban allí? ¡A ver morir a un hombre! Pero, no; no a ver «morir», sino a ver «matar» a su hermano. ¡Morir! Morir es solemne, pero no horrible cuando el ángel de la muerte es el que cierra suavemente los ojos ya quebrados de la criatura, y da así alas al alma para elevarse a otras regiones. Pero ver «matar», matar por mano del hombre en la congoja del espíritu, en la agonía del alma, en las torturas del sufrimiento, esto espanta. ¡Y van, y se apresuran y se atropellan para estar cercanos al suplicio del atentado legal! Pero no es el placer ni la curiosidad la que atrae allí a aquella multitud azorada: es esa funesta ansia de emociones que siente el contradictorio corazón humano; esto se lee en aquellos rostros, a la vez pálidos, ansiosos y asombrados.

Un murmullo sordo corría por aquella apiñada muchedumbre, en medio de la cual se alzaba ese gran esqueleto, ese pilar de vergüenza de la agonía, ese usurpador de la misión de la muerte, ese solar del abandono que sólo arrostra el sacerdote, el estremecedor cadalso, que se construye de noche a la mustia luz de linternas, porque los hombres que lo alzan tienen vergüenza de que los vea el sol de Dios y los miren sus semejantes. Esta muchedumbre se estremecía a intervalos al oír la lúgubre campana de San Francisco doblar por un vivo, que ya sólo existía para Dios, pues el mundo lo había borrado de la lista de los vivientes. Doblaba tan profundamente triste, cual si esta voz de la iglesia, a la vez de subir a Dios en súplica encomendándole un alma, bajase como sentida y grave amonestación a los mortales; así, toda aquella asombrosa solemnidad que con el aire se respiraba y oprimía el pecho, parecía decir: morid, culpables, morid en sacrificio expiatorio, por esta humanidad pecadora...

Sólo la fuente, pura y limpia, seguía tranquila con su clara voz, su suave y monótona cantinela, ajena, cual la niñez y cual la inocencia, a los horrores de la tierra. ¡Oh, inocencia, emanación del paraíso que aún respiran en nuestra corrompida atmósfera los niños y aquellos seres privilegiados que tienen, como la Fe, una venda sobre los ojos para creer sin ver, y otra sobre el corazón para ver y no comprender; que tienen, como la Caridad, el corazón en la mano, y como la Esperanza, los ojos fijos en el cielo; cérquente siempre el respeto, el amor y la admiración que, como hija del cielo, mereces!

Existen dos clases de caridad: la una es la que alivia los padecimientos materiales, materialmente y con dinero; ésa es bella y generosa, pero fácil y socialmente obligatoria. La otra es la que alivia las angustias morales, moralmente; esta caridad es sublime y divina.

Entre éstas no es bastante celebrada por el mundo que tantas ocasiones halla para censurar y tan pocas para elogiar, la hermandad de la caridad. ¿Y quiénes componen esta admirable congregación? ¿Son, acaso, aquellos que gastan tanto papel y fraseología en favor de la humanidad, filantropía y fraternidad? No; ninguno se digna entrar en esta corporación, que se compone en la mayor parte de la aristocracia de los pueblos en que se ha establecido. ¿Y por qué? Porque de la teoría a la práctica, así como del dicho al hecho, hay un gran trecho.

Veíanse por las calles de Sevilla, algún tiempo después de lo referido en el último capítulo, los principales caballeros del pueblo recorrer la ciudad con una esportilla en la mano, repitiendo en voz grave esta frase:

«Para los infelices que van a ajusticiar».

Ahora bien: quitando el mérito, la sinceridad y humanidad en estos hombres; quitando, si hacerse pudiera, la ventaja y provecho de esta hermosa obra de caridad en quien la hace y en quien la recibe; mirando, decimos, este hecho despojado de todo, ¿no es por sí solo un grande y magnífico ejemplo al pueblo? ¿Una práctica lección, que vale algo más que los sistemas y máximas venenosas que le inculcan y revelan y desencadenan sus malas pasiones en provecho ajeno?

En la cárcel estaban en capilla Diego y los de su banda, acompañados alternativa y constantemente por otros hermanos que, dejando sus casas, sus comodidades y quehaceres, venían a tomar parte en esa agonía prolongada, aliviando los últimos momentos de esos infelices, previniendo sus deseos cual no lo son los de los reyes, y echando bálsamo en la herida de la espada de la justicia.

El conde de Cantillana y el marqués de Greñina, dos de los más celosos y consagrados miembros de esta santa hermandad, habían ido al Juzgado que se establece y queda erigido en la cárcel, mientras dura la conducción al cadalso y la ejecución de los reos, para pedirle los cadáveres de aquellos infelices. Ésta es la fórmula adoptada por esa magnífica y enternecedora institución católica:

«Venimos en nombre de José y de Nicodemus a pedir permiso para descender el cadáver del suplicio».

El juez se los concede, y se retiran.

Cada reo tenía a su lado su confesor, santo báculo con el cual se hacen firmes los pasos que llevan al cadalso.

Cuando Perico hubo concluido su confesión sacramental, le dijo al venerable monje que lo asistía:

—Mi nombre no es sabido, pues sólo me conocen por el de Perico el Triste; pero como entre el cielo y la tierra no queda nada oculto, tarde o temprano sabrá mi gente mi suerte. Padre, haga usted la caridad de cumplir mi último deseo. Sea usted el que le lleve la nueva a mi madre. Dígale usted cómo he muerto arrepentido y contrito, y no tan criminal como aparece. El mal es un derrumbadero en que es uno arrastrado por el peso de la primera culpa, cuando se llega a cometer, y esta culpa, que tanto me ha pesado y me pesa, la cometí porque preferí una cosa vana, que los hombres llaman honra, y que se compra a veces con sangre, a los preceptos del Evangelio, que hacen del sufrimiento una virtud, y del perdón un precepto. ¡Oh padre, cuán otras parecen las cosas de la vida en el umbral de la muerte! Dígale usted a mi pobre hermana, a quien le maté el novio, que le encargo uno inmortal que no le engañará nunca; al tío Pedro, que sé que me ha perdonado, así como lo hizo su hijo, y que llevó ese consuelo a la tierra y mi agradecimiento a Dios; a Rita, que viví y muero queriéndola, y que si hubiese vivido jamás la habría recordado lo pasado, puesto que se arrepintió; a mi suegra, que tan buena es, que me encomiende a Dios: y mis pobres hijos..., mis huérfanos..., que no sepan, si posible es, la suerte de su padre; que los ben... di... go...

Aquí reventó su destrozado corazón en sollozos.

El padre, que le oía persuadido de la inocencia de corazón de aquel hombre arrastrado al delito, exasperado y ciego por cuanto puede desesperar y sacar de tino a un marido, a un hermano y a un valiente, y empujado a la vida airada por las circunstancias, la necesidad y su falta de energía, padecía el tormento del que ve naufragar a sus pies un barco sin medio ni arbitrio alguno de salvarle.

Las continuas y activas gestiones que hacía Rita para descubrir el paradero de su marido, cuya gracia por medio de buenas almas había obtenido del rey, la trajeron aquel día con su madre a Sevilla.

Al querer atravesar la plaza de San Francisco, ven una multitud de gente agolpada en ella. Preguntan la causa de este bullicio y les señalan el cadalso.

Quieren huir, pero las gentes que tras ellas se han agolpado se lo impiden. Se aproxima el reo, todos prorrumpen en exclamaciones de lástima: «¡Qué joven es, dicen; qué aire tan conforme y humilde lleva! ¡Pobrecillo! Ése es el que llaman Perico el Triste; dicen que su mujer, una pícara, lo ha perdido».

Violentamente late el corazón de Rita. Pasa el reo, lo ve, ¡lo ha conocido! Un grito, cual jamás otro desgarró el aire, resonó por la plaza.

Perico se para.

—Padre —dice—, ella es, es Rita.

—Hijo mío —responde el padre—, no pienses sino en Dios, a cuya presencia vas a parecer contrito, reconciliado y bienaventurado, llevándole tu expiación.

—Padre, quisiera a lo menos verla antes de morir.

—Hijo, piensa en el amargo castigo y glorioso alumbramiento que vas a recibir del hombre, que es la mano de tu destino.

Perico quiere volverse.

—¡Adelante! —manda el sargento.

Sube al cadalso, se postra ante su Padre espiritual, que lo bendice con calma, frente y alma destrozada, besa con ansia y fervor el crucifijo, ese otro cadalso en que expió el Hombre Dios culpas ajenas; vuelve aún los ojos hacia donde sonó la voz que hirió su corazón, se sienta en el banquillo, le atan y le colocan el garrote al cuello; el verdugo está detrás, el sacerdote entona el Credo, el verdugo tuerce el tornillo, un grito unánime suena en la plaza, «Ave María Purísima». Con esta invocación de la Madre de Dios se despide la humanidad del condenado, a quien la mano del verdugo separa de ella.

El verdugo tapa la cara al ajusticiado con una paño negro.

Un silencio profundo reina en la plaza, sobre la cual, como el verdugo el paño, extiende la muerte sus negras alas...

A Rita la sacaron accidentada algunas personas compasivas, y la llevaron a una posada. Su estado era terrible, las convulsiones en que se destrozaba la dejaban pocos instantes de conocimiento, y en éstos se demostraba su desesperación de un modo tan espantoso, que era preciso sujetarla como a una demente. En varios días no fue posible trasladarla a su casa. Al fin, trajeron sus parientes una carreta para llevarla. La acostaron en ella sobre un colchón; pero ninguno quiso acompañarla por vergüenza. Sólo María iba con su hija, sosteniendo en sus faldas la cabeza de aquélla, cuyo largo cabello negro caía cubriéndola toda, como para ocultarla a las curiosas e indiscretas miradas.

—Allá va —decían al verla pasar— la mujer del ajusticiado, que por su liviandad envió a su marido al cadalso —y los bueyes no apresuraban su lento paso, cual si también ellos tuviesen misión de infligir el castigo de la reprobación a aquélla que con tanta audacia la había afrontado.

María iba como una resignada mártir. El suave temple de su alma la hacía como elástica para poder encerrar en ella sin estallar la inmensidad del sufrimiento. De cuando en cuando se estremecía Rita, prorrumpía en gemidos y apretaba convulsivamente las rodillas de su madre. Ésta nada decía, pues no hallaba palabras de consuelo para tal dolor.

Al anochecer llegaron al lugar. La carreta se paró a la puerta de su casa y bajaron en brazos a Rita. Ve ésta en casa de su suegra una de las ventanas abierta de par en par. Rita se arranca de los brazos que la sostienen y se precipita a la reja.

En medio de la sala que ella habitó en tiempos felices está un féretro. Cuatro cirios vierten su grave y solemne luz sobre el sereno cadáver de Elvira. Está blanca como su mortaja, sus manos están cruzadas y en su brazo derecho pasa una palma, símbolo consagrado a la virginidad. Así sencilla y en actitud de orar, yace la católica doncella del pueblo. El contrasentido moderno de ataviar la muerte hace estremecer la razón. ¿Qué objeto se lleva en despojar a los cadáveres de su augusta majestad, pintarrajeando su palidez descruzando sus manos, antes santamente unidas en señal de implorar la misericordia divina, cubriendo los fríos e inertes miembros con sus vestidos de fiesta, poniendo en manos un ramo de flores de color, símbolo de alegría y de regocijo? ¿Cosa tan ligera y alegre os parece la muerte, que preferís a una oración por el alma un elogio para el cuerpo, pasto ya de gusanos?

En el testero de aquella sala abandonada se veían aún las hierbas secas que formaron el nacimiento en tiempo más feliz.

A los pies de la sala estaba sentada Ana, cual otro cadáver, pálida e inmóvil.

A uno de sus lados estaba Pedro; al otro, el religioso que acompañó a Perico al suplicio.

Epílogo

Años después de lo referido fue el marqués de *** a pasar una temporada en una hacienda a Dos Hermanas.

Una tarde que volvía al anochecer de la hacienda de uno de sus parientes, al pasar cerca de un olivo, notó que el guarda y el capataz que le acompañaban se quitaron el sombrero. Miró y vio clavada en el olivo una cruz roja.

—¿Ha habido en estos sitios pacíficos una muerte? —preguntó.

—Sí, señor —contestó el guarda—; aquí mataron al mozo más guapo y más gallardo que jamás pisara Dos Hermanas.

—Y el matador —añadió el capataz— era el mozo más honrado y más hombre de bien del lugar.

—¿Pues cómo fue eso? —preguntó el marqués.

—Señor —contestó el guarda—; el vino y las mujeres; la causa de todas las desgracias.

Y fueron repitiendo por el camino los sucesos que hemos trasladado, con todos sus pormenores y circunstancias.

—¿Y existen todavía algunos de la familia en el lugar? —preguntó el marqués, profundamente interesado en el relato.

—No, señor —contestaron—. El tío Pedro murió al año. La mujer de Perico se quería dejar morir; pero el religioso que auxilió a su marido la persuadió a que hiciese por vivir por sus hijitos, que así era la voluntad de Dios y de su marido. Pero como debería haber tenido cara de baqueta para quedarse aquí, donde todos conocían y querían al marido, se fue con su madre a la sierra, donde tenían parientes. Uno que vino de ellas días pasados, y que la vio, dice que no parece la misma. Las lágrimas le han hecho surcos, está más delgada que la guadaña de la muerte y no goza salud.

—La pobre tía Ana murió cabalmente anteayer. La infeliz parecía una sombra; estaba doblada, cual si anduviese buscando su sepultura como lecho de descanso.

Habían llegado en esto al pueblo, y al pasar por una casa grande y oscura, dijo el capataz:

—Ésta es su casa.

El marqués se detuvo y en seguida entró.

Una anciana, parienta de la difunta, habitaba sola aquella casa triste y vacía, sobre la cual en aquel instante se extendía la blanca luz de la luna como una mortaja.

—¡Qué destruidos están esos arriates! —dijo el marqués.

—No era así —repuso la anciana— cuando los cuidaba aquella pobrecita niña, que cerró los ojos el día que supo la justicia de su hermano para no volverlos a abrir a los horrores de la tierra: los tenía ella llenos de flores, que prevalecían como hijas al cuidado de una madre.

—¡Oh! —exclamó el marqués—. ¡Qué dolor! ¡Este magnífico naranjo se ha secado!

—Si era más viejo que el mundo, señor —dijo la anciana—, y estaba hecho a mucho mimo y mucho cuidado. Desde que la pobre Ana perdió a sus hijos, ni ella ni nadie se cuidaba de él, y se secó.

—¿Y este perro? —preguntó el marqués, viendo a un pobre perro viejo y ciego, retirado en un rincón.

—¡El pobre Melampo! Desde que faltó su amo se puso triste y cegó. Ana me recomendó antes de morir que lo cuidase; fue casi lo único que la pobre habló; pero no será menester, porque cuando salió el cadáver se puso a aullar, y desde entonces no ha querido comer.

El marqués se acercó.

El perro estaba muerto.

Apéndices

En el periódico de Madrid La España, pudiéronse leer el 14 de noviembre se 1856 las dos siguientes cartas:

El ilustre escritor FERNÁN CABALLERO, que con sus admirables novelas está haciendo un servicio importante a la moral y a las letras, ha publicado en La familia de Alvareda la descripción del pueblo de Dos Hermanas, logrando llamar sobre la capilla de la Virgen y el pendón de San Fernando, que se conserva en ella, la atención a S. A. R. el duque de Montpensier, que se trasladó a aquel pueblo e hizo llevar el pendón a Sevilla para restaurarlo.

Creemos de gran interés, para todo el que ame las glorias de España, la publicación de la correspondencia que con este motivo ha mediado entre el más fecundo y original de nuestros novelistas y el intendente del palacio y entendido literato el señor don Antonio de Latour:

Monsieur de LATOUR a FERNÁN CABALLERO

Puesto que ha tiempo que no habéis ido al pueblo de Dos Hermanas, me persuado de que no os pesará el que os dé noticias de él. Acompañé anteayer en su ida allá a S. A. R. el señor duque de Montpensier, llevando en ancas a La familia de Alvareda. Nada, pues, debía escapárseme en el camino, en la capilla ni en el pueblo. Con la pequeña rectificación del nombre del río, que es el Guadaira y no el Tagarete, la descripción es admirablemente exacta. Vimos la hacienda de doña María, al través de la blancura de su recuperada inocencia; pero ¿cómo es que nada habéis dicho del gigantesco sapote, árbol el que, a pesar de la cal, lo mantiene a aquel antiguo albergue su color secular, su color, no su fisonomía?

Dos Hermanas es indudablemente el lugar que habéis descrito. Existen otros Venturas, Pericos y Elviras, estoy cierto de ello, y he aplicado estos nombres a muchos rostros. La iglesia es muy hermosa; la Virgen de Valme, preciosa, y con aquella misma sonrisa que visteis. Bajamos conmovidos a la cueva de Santa Ana. La santa está en su camarín; a sus pies, la cruz, la campanilla, toda esa encantadora historia, en fin, de las Dos Hermanas. El pendón, que era lo que sobre todo buscábamos, estaba liado alrededor del asta en un rincón de la derecha. No debería haber sido éste su lugar, aunque no por estar allí parecía hallarse abandonado; el tiempo sólo basta para traerlo en el estado en que lo hemos hallado; pero nos queda una duda; habláis de los estandartes; no hemos visto más que uno; ¿acaso había más? Puedo que si habían dos estuviesen liados alrededor de la misma asta, asta que está raída de polilla, y que termina por una cruz de cobre antiquísima.

No he encontrado a la antigua santera; ha muerto hace cuatro años, y desde entonces se le ha agregado al santero una compañera que juzgó propia para sus funciones. El patio ante la capilla es siempre delicioso, como lo visteis; con su parra y su hermoso jazmín; los naranjos, los cipreses, el paraíso sobre todo, están magníficos; pero volvamos al pendón.

El duque mandó llamar al alcalde y le manifestó la intención que tenía en cuanto a lo que fuese posible, de modificar la capilla de Valedme, y poner en mejor estado el pendón de San Francisco; por lo tanto, y con este objeto, pidió que llevase a San Telmo la preciosa reliquia. A la vuelta visitamos la capilla; dudo que pueda restaurarse; pero el pendón lo será. Ayer fue traído a palacio, y sobre un gran paño y con todo el respeto y delicadeza posibles, hemos extendido la venerable ruina.

Quedan aún algunos pedazos, retazos de fleco y encaje de plata, y los cordones y las borlas; lo demás era un puñado de hilaza. Se decidió que todo esto sería puesto y cosido sobre un pendón de damasco encarnado y vuelto a enrollar en el asta, la que a su vez sería fortalecida y sujeta con abrazaderas de plata, y concluida que fuese la obra, iría la misma infanta a llevar el pendón a Dos Hermanas, y cuidar de que sea convenientemente guardado y esté fuera del alcance de toda profanación. Gracias os doy por el encanto que me ha proporcionado este último epílogo de vuestro libro.

FERNÁN a M. de LATOUR

No me sería posible expresaros los sentimientos que me ha inspirado la carta con que me habéis favorecido. Varias veces paré su lectura: unas para respirar, otras para enjugar mis lágrimas. Los hombres son los instrumentos de Dios, y Fernán, este humilde escritor, estaba destinado por la Providencia a atraer a las manos de sus descendientes el olvidado y más glorioso pendón del santo rey. ¡Con qué ávido interés leía los detalles tan interesantes de esta escena histórica! ¡Cuán conmovido, cuán feliz estaba!

Pero tengo que ser breve para poder contestar a todas vuestras observaciones; estoy casi cierto de haber visto dos estandartes; no obstante, no es cosa demasiado grave para que me atreva a afirmarla decididamente, y es bastante importante para que se averigüe, ya en la fundación de la capilla, ya en los archivos de la villa, en que deberá hallarse el inventario que se hizo al hacerse cargo el cabildo de tan preciosos objetos. ¿No es acaso milagroso que en ese abandono, en un rincón de una gran capilla abierta a todo el mundo, sin funda ni resguardo alguno, se haya conservado este estandarte? Había perdido yo la esperanza de que existiese viendo tan menoscabado su único centinela, el respeto a la religión y a las tradiciones. Me decía: puede que Fernán pase por un impostor o al menos por un visionario.

¿Quién querrá creer que he visto en un rincón de la capilla de un pueblecillo el estandarte con que el gran rey y el gran santo tomó a Sevilla? La católica España, ¿acaso puede dejar en ese abandono una de sus más santas reliquias? La España tan vanagloriosa de su historia, y siempre tan simpática a sus cancioneros, ¿dejaría acaso así olvidado a uno de sus más brillantes trofeos? Pues ello era así, que a veces es cierto lo que no es verosímil. No obstante, tenía un presentimiento que si SS. AA. RR. llegaban a saberlo, honrarían, ampararían y cuidarían al glorioso trofeo. Mi corazón ha sido leal, y lo que sucede prueba una vez más que nunca se engañarán los corazones cuando crean y fíen en los sentimientos generosos, en el patriotismo, en la ilustración, en el amor a las glorias del país y en los sentimientos religiosos de SS. AA. RR.

Me honráis preguntándome mi opinión sobre el cómo pueda ser el dicho estandarte el pendón con el que tomó San Fernando a Sevilla, siendo notorio que este pendón está con el cuerpo de este santo caudillo en la catedral de Sevilla; os contestaré que lo que he referido en la novela La familia de Alvareda es la crónica popular y verbal que guarda el pueblo en el archivo de su corazón; pero la existencia del pendón, así como la capilla, atestiguan su certeza. ¿No es acaso posible y aun probable que en un ejército tan numeroso hubiese más de un pendón? ¿No puede ser éste el de la conquista, y el que existe en la catedral el que llevaba el santo rey en su entrada triunfal a la ciudad? Es dable también que la promesa del rey guerrero fuese la de ofrecer a la Virgen de su devoción los estandartes que conquistase en dicho día; esto se podría verificar en los archivos de la fundación, si existen; pero ¿no destruye esta hipótesis la antiquísima cruz que corona el asta? De todas maneras, el pendón es el mismo que ofreció, y la Virgen la misma a que fue ofrecido por el glorioso y santo rey.

Decís que no he hablado del magnífico sapote que está ante la puerta de la hacienda de doña María; sí, señor; sí, señor; así como de otras muchas cosas; pero se me dijo tanto de palabra y por escrito, que esas cosas estaban de más en la novela; que esas historias, esos episodios, esas digresiones, hacían perder su interés a la narración, y que la alargaban inútilmente, que tuve que ceder y suprimir sin compasión: no salvé sino la historia del pueblo de Dos Hermanas; en esto me mantuve firme. Me tomo la libertad de remitir a usted la leyenda de la Hacienda de los Quintos, que hallo muy hermosa, y que ha sido una de las cosas suprimidas; siempre en ella, como en todo, se muestra el sentimiento religioso en toda su pureza y en toda su fuerza.

Digo, como el poeta Lamartine, que en un mundo como el nuestro no quisiera rejuvenecer un solo día, y añado que ni subir un escalón en la escala social. No obstante, el día que en vista de su derecho de familia la infanta Isabel tome en sus bellas manos el pendón de su santo antepasado, que ellas han rejuvenecido, y lo lleve a los pies de la Virgen que invocaba su glorioso antepasado, aquel día quisiera haber sido Luisa Fernanda. Feliz la joven princesa, unida a un príncipe que, cual hijo de Luis Felipe y de la reina Amalia, comprende los deberes y los placeres de los hijos de los reyes.

Entrega

Hecha por SS. AA. RR. los infantes duques de Montpensier del restaurado pendón de San Fernando en la villa de Dos Hermanas

El 1 de mayo ha sido un día memorable en los fastos de Dos Hermanas: pero ¿qué decimos en sus fastos? No tiene ese pueblo humilde más archivo que su sentido corazón, y la poética mente de sus habitantes más crónica que la tradición verbal, más anales que su memoria. Pero ella conservará y transmitirá a las venideras generaciones el religioso y patriótico recuerdo del 1 de mayo de 1857.

En este día vio llegar a su humilde recinto a dos infantes de España para completar y poner cima a una de las muchas obras de restauración que les debe la provincia, porque no parece sino que la misión de SS. AA. RR. en este suelo es la de contrarrestar la destrucción en las cosas y el infortunio en las personas, cual si tuviesen una vara mágica en una mano que levantase ruinas, y en la otra un pañuelo sólo para enjugar lágrimas.

Destruida hace años la capilla que en cumplimiento de un votó levantó Fernando III en Buenavista, sitio elevado que promedia la distancia que separa Dos Hermanas y Sevilla, nada recordaba ni patetizaba que fuese allí donde el santo rey depositó la imagen de la Señora que consigo llevaba clamándole: «señora, Valedme, que si hoy consigo que se alce en Sevilla el signo de nuestra Redención, hago voto de labraros en este lugar una capilla en la que deposite a vuestros pies el pendón con que entre victorioso en la ciudad mahometana».

El santo rey, cuya súplica fue oída, cumplió su promesa; edificóse la capilla, que fue el santuario de la santa imagen y de la ilustre ofrenda. Pero destruida por el tiempo, fue llevada la efigie de la Señora y la enseña del gran caudillo a la iglesia del rústico pueblo de Dos Hermanas, en cuyo término había sido edificada. Allí descuidado y desatendido el glorioso trofeo, ignorada casi su existencia, se hallaba sin resguardo en el rincón de una capilla, siempre abierta a la merced del que entraba, debiéndose sólo el que no hubiese desaparecido en tan larga en tan larga serie de años de guerras y de disturbios, a que aquel pueblo conservaba aún lo que por desgracia va ya desapareciendo en España, en la que tan arraigado estaba, y es el respeto a los lugares sagrados.

Apenas llegó a conocimiento de SS. AA. RR. que este glorioso e histórico trofeo existía, cuando se trasladó S. A. R. el príncipe a aquel humilde pueblo, y cerciorado de la verdad del hecho, dispuso que el alcalde llevase a su palacio el pendón para ser restaurado. Correspondíales esta restauración a estos señores infantes, como vástagos de la estirpe de aquel rey cuyo nombre y recuerdo enternece como lo santo, y admira como todo lo que es grande.

Restauróse, pues, aquella reliquia venerable, aquel trofeo glorioso casi destruido por el polvo de los siglos y por la polilla que, sin que se le contrarreste, carcomía el asta. Aquel pendón ha sido colocado con tanta veneración como esmero sobre un fondo de damasco carmesí, al que se ha sujetado la primitiva tela, que era lisa, con seda de su mismo desvanecido color; larga y penosa tarea, en la que con admirable paciencia han trabajado las hábiles manos de la hermana de nuestra reina. S. A. R., su augusto esposo, cuidó que sirviesen de sostenes a la carcomida asta delgadas varas de hierro, y de su sujeción abrazaderas de plata.

El 1 de mayo fue, pues, el día destinado por SS. AA. RR. para la solemne entrega de la restaurada enseña, y para hacer una función a aquella Señora, a quien por voto del gran caudillo pertenece.

El humilde pueblo se había adornado y tomado ese aire festivo y animado que expenden en Andalucía el carácter de sus habitantes y la esplendidez de su cielo. Todas las casas se habían blanqueado, y brillaban cual la nieve. Como gran parte de ellas ni tienen ventanas, sino una puerta al frente de otra, que va al corral, las que bastan para dar luz y alegría a las dos habitaciones de que se compone la casa, estas puertas todas estaban cubiertas con colchas de diversos colores, a muchas de las cuales se le habían cogido pabellones con rosas. Aquellas tapias, que eran bajas, se habían coronado con flores al estilo de los jardines de la Semirámide. Habían levantado arcos de flores por las calles, las unas de flores blancas; las otras, flores rosa; otras verdes. El piso había sido compuesto, regado y cubierto de hojarasca y flores. En una plazoleta habían levantado una tienda muy linda apoyada en la pared, en la cual había colocada una cruz que aparecía entre la multitud de flores de mayo cual un faro entre las innumerables olas del mar. Allí aguardaba el Ayuntamiento a SS. AA. RR., que les traían la reliquia, el trofeo, la alhaja de que se vanagloria aquel pueblo.

Desde aquel lugar hasta la iglesia hallábase el piso cubierto de hierbas aromáticas del campo, las que exhalaban su perfume con tal pureza y energía, que alcanzaba a embalsamar aquella libre ligera atmósfera.

¡Nunca se vio una fiesta popular, cuyo objeto lo fuese tanto, más popularmente festejada! ¡Nunca dos infantes de España acatados y complacidos, cual éstos, entre pobres y entre flores! ¡Nunca, no, nunca más unidos los sentimientos de los grandes de los grandes y de los humildes de la tierra, que lo estuvieron alrededor del pendón del rey caudillo y a los pies de la Virgen que le valió!

Desde aquel lugar fueron SS. AA. RR. a pie, y procesionalmente acompañados de la autoridades de la provincia y del Ayuntamiento del pueblo, a la iglesia, llevando ellos el restaurado pendón. ¡Digno asunto para un cuadro histórico formaban los jóvenes infantes, llevando el príncipe la pesada asta, mientras las delicadas manos de la infanta llevaban desplegada la enseña que caía en airosos pliegues entre ambos! ¡Nunca para formar un grupo se unió tanto la belleza de la forma a lo sublime de la idea! ¡Nunca la actualidad halló más dignos representantes para unirse al través de seis siglos, a un respetable pasado, ante aquella Señora, a cuyos pies por segunda vez traían el pendón ofrecido por la heredada devoción de su glorioso antepasado! ¡Cuán frío hubiese sido el corazón, al que tan augusta como patriótica ceremonia no hubiese enternecido! ¡Cuán secos los ojos que no se hubiesen llenado de lágrimas! ¡Cuán inerte la imaginación que no se hubiese exaltado! ¡Cuán vulgar el sentimiento de lo bello en que no hubiese despertado la admiración! ¡Cuán prosaica sería la época en la que todo este conjunto de recuerdos tan sanos y tan gloriosos, y la vista de la ovación y culto que recibían no hubiese entusiasmado! En cuanto a nosotros, fieles intérpretes de las tradiciones de aquel humilde, pero interesante lugar; nosotros, entusiastas de todo lo santo, lo bueno y lo glorioso, y de la encantadora y real poesía que a estas cosas es aneja, así en lo pasado como en lo presente, jamás perderá el recuerdo de este día su brillo en nuestra mente, su dulzura en nuestro corazón.

Hízose en la iglesia una solemne función costeada por SS. AA. RR., en la que ofició el señor deán de esa catedral, cuyo celo y amor por los recuerdos santos y gloriosos del país son tan conocidos, y el señor penitenciario hizo un excelente sermón. Pero, ¿qué más elocuente sermón que el ver a SS. AA. RR. teniendo en sus manos la gloriosa insignia, postrados a los pies de la Virgen misma que aclamaba su glorioso antepasado? ¡Que no hubiese presenciado este acto la reina Amalia para bendecirlo como desde el cielo lo hacía San Fernando! Hubo un corto momento de confusión por la innumerable muchedumbre que se agolpó a la puerta de la iglesia para presenciar el acto; si hubiera podido hacerse, hubiésemos deseado que con preferencia se hubiese dado entrada a los vecinos del pueblo que con tan entrañable cariño aman a su Virgen del Valme.

Concluida la función, pasaron SS. AA. RR. con su comitiva y los invitados, entre los que se hallaban, además de las autoridades de la provincia, los caballeros de Sevilla, propietarios en Dos Hermanas, al patio-jardín que se halla a espaldas de la iglesia ante la capilla de Santa Ana, y bajo sus árboles, todos en flor, se halló como por encanto servido un magnífico almuerzo. Estos árboles lugareños, acostumbrados a ver sólo aprestar el sencillo gazpacho de campesinos , se admiraron al ver la profusión de manjares, los más exquisitos. El paraíso, gracias a la más suave y tranquila atmósfera, contenía por respeto su petulancia. El azahar mimado y curioso quiso probar el champagne y cayó en las copas, de que no fue sacado para que perfumase su contenido. Los cipreses tan graves, sostenían inmóviles y atentos un toldo, no pudiendo brindar, cual sus compañeros, el de sus hojas. Los rosales de enredadera inclinaban con amor y simpatía sus ramas cubiertas de pequeñas y frescas flores hacia SS. AA. RR., las preciosas infantitas doña Isabel, doña Amalia y doña Cristina, rosas cual ellas de la rama de un tronco tan arraigado en el suelo español. Los tímidos pájaros habían cedido modestamente su misión armoniosa a una excelente banda de música militar. SS. AA. RR. estaban alegres como pone el cumplimiento de una bella acción que ha traído todas simpatías, y con ese dulce esplendor de contento que presta una conciencia pura como el ambiente que respiraban, y a todos comunicaban su inocente y contenida alegría, pues estos príncipes felices y buenos, con la circunspección propia de su rango, la benevolencia y la dignidad anexas a su altura social.

En la mesa fue recordado que en estos mismos días había tenido lugar en Madrid fiestas análogas; la inauguración del Hospital de la Princesa por S. M. el rey y su augusta hija, y en Alcalá la traslación de las cenizas del gran ministro de la gran reina de España, y cual de este mes brotan en las flores, brotaron en los corazones las esperanzas de un porvenir que no podrá menos de ser bello; cuando nuestros reyes y su real familia, el gobierno y el público, se unen para hacer bueno lo presente, practicando la justicia y la caridad, acatar lo pasado rehabilitando las glorias nacionales, y para rogar por ella con fe y esperanza a Dios, árbitro de la suerte de las naciones.

¿Hay acaso que añadir que SS. AA. RR., antes que en ellos, habían pensado distribuir una cuantiosa limosna de pan y de carne a los pobres? ¿Que repartieran otras en dinero, y que para dejar también a Santa Ana, patrona del pueblo, una muestra de su devoción, entregaron a la hermandad una cantidad para que en su día se hiciese con más brillo se procesión anual? Todo esto se sobreentiende. SS. AA. RR. dejan siempre estas pruebas de su religiosidad y de su beneficiencia por doquiera que pasan, cual los cometas un rastro de luz.

Sólo nos queda que decir, para completar la reseña de tan patriótica y conmovedora fiesta, que concluyó con toros.

Enemigos y antipáticos a tan cruel, expuesta y tosca diversión, no queremos profanar los santos, los dulces, los simpáticos y poéticos anteriores recuerdos, con una reseña tauromáquica.

FERNÁN CABALLERO

A los sermos. Señores infantes duques de Montpensier

SERENÍSIMOS SEÑORES:

Habiendo oído a varias personas preguntar cuáles eran el objeto, el destino y la ocasión de la obra que por mandato de VV. AA. RR., se está ejecutando en Buenavista, y convencido de que son pocas las que puedan satisfacer cumplidamente estas preguntas, me he sentido impulsado a intentarlo, puesto que tuve la suerte de ser yo quien sacase del olvido en que estaba el objeto que promueve esta obra, que conozco su destino, y sé y celebro la causa que la impulsa y activa.

Aunque mi inteligencia, mis facultades y mis pensamientos estén absorbidos y entumecidos por el más acerbo pesar y no puedan auxiliarme en mi intento, el corazón, cuyo sentir no embota sino aviva el dolor, será el que, al ver alzarse este monumento religioso e histórico de entre sus ruinas, movido por su amor a la religión y al país y por la gratitud que siente hacia sus augustos reedificadores, referirá sin la cooperación de aquéllos y con la sinceridad y espontaneidad que le son propias, el objeto, el destino y la ocasión de esta obra, aunque carezca lo escrito de todo mérito literario.

En vista de lo cual, suplico a VV. AA. RR., y ruego a todo el que lea este corto relato, que disimulen su mala redacción en favor de los buenos sentimientos que lo han dictado, que son, como ya he dicho, el amor a la religión y glorias del país, y la ardiente gratitud hacia los augustos príncipes que tanto las aman, atienden y honran.

A los pies de VV. AA. RR.,

FERNÁN CABALLERO

Hace un siglo que, siguiendo el destino de las naciones, España, que había llegado a ser la primera del mundo, empezó a descender, como desciende a nuestra vista el sol desde el cenit. Pero así como el rey de los astros renace pasada la triste y oscura noche, así las naciones se recobran y levantan de su postración cuando cesan las causas que la originaron.

España, con más glorias que jamás alcanzara pueblo alguno, madre de conquistadores insignes que llevaron la luz a desconocidas y remotas regiones, de artistas eminentes que solemnizaron el culto y dotaron su patria de las maravillas del arte puro y cristiano; España, madre de poetas y escritores que glorificaron su región y ennoblecieron aún más el espíritu caballeroso de esta nación, haciendo noble hasta al pueblo; España, madre de santos, de guerreros y de sabios sin cuento, subió al cenit, y su destino le dijo: «Desciende». Guerras con el extranjero, desleal desunión de las colonias que crió a sus pechos, traidores invasiones, epidemias, hambres, guerra civil, toda las calamidades se sucedieron unas a otras sin interrupción. ¿Qué extraño, pues, que arruinado el país, empobrecidas las arcas del Estado, talados sus campos, desunidos sus hijos, frío y poco compacto el espíritu público, desatendiese sus grandezas y perdiese su puesto y su preponderancia? Y no obstante, indígenas y extranjeros claman contra el efecto, sin tener en cuenta las causas.

Pero, como ya dijimos, las naciones, como el sol, vuelven a brillar y a emprender su curso ascendente. Las imaginaciones, hartas de estériles y dañinas luchas, se sosiegan; paulatinamente se rehace y purifica el espíritu público, atrayendo a todos dulcemente alrededor del trono que aman y al pie de la cruz que adornan. Entonces el espíritu público, que siendo genuino, es el amor al hogar y a la familia, ensanchando y exento de personalidad, le sucede como al que regresa de una excursión lejana a su hogar doméstico, quiere posesionarse de la herencia que dejaron en él sus venerados antecesores, para que fuese rico y honrado; busca con cariño los recuerdos de su niñez, y cuál es su dolor si halla aquélla destruida, éstos profanados y otros por su culpa prontos a sufrir igual suerte. Su sentimiento es grande, pero estéril y tardío, porque el destruir es fácil, siendo como es obra de niños y de palanqueta de incuria e ignorancia, pero no así el reconstruir, que es obra de oro y poderosos, de ánimo y de cultura. Así, pues, al ver a sus pies las ruinas de su patrimonio, exclama abatido: —¿Quién hace revivir cenizas? ¿Quién da vida a esqueletos?—, e impotente se desmaya. Pero no, que al modo que la estrella de la mañana anuncia la reaparición de un nuevo día, así anuncian una nueva era a la nación nuestros jóvenes y augustos monarcas e infantes con su amor al país, con su celo por las mejoras, con su adhesión a las glorias de la religión y de la historia, con su grande e inteligente aprecio de las artes, con su tolerancia y con su desvelo por los desgraciados, tomando la iniciativa en el renacimiento del legítimo espíritu público en medio de unánimes simpatías y aplausos del país.

No es nuestro propósito referir aquí todas las señaladas muestras de la religiosa, patriótica e ilustrada munificencia que han dado sus altezas reales los serenísimos infantes duques de Montpensier a la provincia que tiene la dicha de ser habitada por ellos. Sólo de una, de la más reciente, nos ocuparemos, de aquélla con la que SS. AA. RR. solemnizan y demuestran su gratitud al Todopoderoso así como a la Virgen y a su invicto ascendiente el rey Fernando III, por el nacimiento de un hijo, que será una gloria de España si hereda las virtudes de sus padres y si imita las de su santo y esforzado patrono y progenitor.

A una legua de Sevilla, en la misma dirección que sigue el río, termina el valle en que aquélla se asienta en una eminencia que lleva por adecuado nombre el de Buenavista. Vese desde allí extenderse en su llano la ciudad mora engarzada en sus almenadas murallas, tan erguidas y enteras como hace ocho siglos, sin que haya podido clavar en ellas el tiempo su diente destructor; así es que el pueblo que unas cosas sabe y otras adivina, cantaba y canta todavía:


Como Sevilla tiene
fuertes murallas,
no pueden mis suspiros
atravesallas.
 

A la izquierda de Buenavista, algo apartado, corre el río, buscando ya de un lado, ya de otro, senda más florida que la que se le presenta entre las áridas marismas, para llegar al mar; pero es en vano. Su destino, cual el suyo al hombre, le dice: «sigue la senda que te tracé». El río prosigue resignado y tranquilo el sendero marcado, reflejando en sus aguas al cielo, ese cielo andaluz que sólo el pueblo ha sabido enaltecer en estos versos, tan llenos de religiosa poesía:


La virgen se subió al cielo
y dejó su manto azul,
que cambió por uno negro
para el luto de Jesús.
 

En la orilla opuesta del río se acerca, para cortarle el paso, un alto cerro, pero se detiene abruptamente como obedeciendo a un gesto de su Creador: a sus pies se agrupa San Juan de Aznalfarache, modesto jardín de flores que se crían entre olivos, como brotan las alegrías a la sombra de la paz. Sobre su cresta le pusieron los moros un castillo como un yelmo, y los cristianos, que hicieron de éste una iglesia, le pusieron una cruz como una diadema.

A la derecha de Buenavista, el campo se viste de sembrados, olivares y huertas, entre las que se abre paso el acueducto que desde más allá de Alcalá trae un abundante caudal de aguas a la pulcra sultana, que desdeña las de su río.

Nada se oía en aquella altura una mañana de fin de verano de 1248, sino el dulce gorjeo de la alondra, que se elevaba cantando en busca de la luz, como si su vuelo fuera un canto o su canto un vuelo. Los olivos que cubren al opuesto lado el descenso del cerro, no movían sus ramas por temor de perder su maduro fruto, y sobre las torres de Sevilla brillaba al sol la media luna creciente que en breve debía sufrir su triste menguante.

A poco, y en dirección a Alcalá, viose acercar un numeroso ejército, sobre el cual tremolaba el airoso pendón que en campo morado ostentaba las nobles armas de Castilla y de León, rematando su asta con la sacrosanta cruz de los cristianos. Acaudillaba este ejército un héroe, un rey, un santo: Fernando III, gloria de España, terror del moro.

Detúvose el santo rey en Buenavista y consideró, al mirar a aquella poderosa y atrincherada cuidad, aquella coraza de armagasa que la ceñía, lo arduo de la empresa que proyectaba intentando su conquista, y lo desmayadas que estaban sus tropas por el cansancio y la sed; pero no por eso decayeron sus bríos, ni se abatieron sus esperanzas, antes levantando su fervoroso corazón a una efigie de Nuestra Señora que siempre llevaba consigo, le prometió en solemne voto labrarle una capilla en el mismo sitio en que se hallaba, si con su intercesión poderosa alcanzaba hacerse dueño de la ciudad mora. «—¡Valme, Señora! —exclamó con poderoso fervor el monarca—. Valme, Señora, que si te dignas hacerlo, en este lugar te labraré una capilla, en la que a tus pies depositaré, como ofrenda, el pendón que a los enemigos de España y de nuestra santa fe conquiste».

Dice la piadosa tradición que entonces el santo rey, lleno de fe, exclamó:


Si Dios quisiere
agua aquí hubiere
 

y que dirigiéndose hacia el lado izquierdo de la bajada, en cuyo llano se hallaba con su hueste el valiente caudillo don Pelayo Correa, maestre de Santiago, le gritó: «Hinca, Pelayo»; obedeció éste, y al punto brotó en los sitios en que hincó el maestre su bastón de mando un surtidor de agua, por lo cual quedó a esta fuente el nombre de la «Fuente de Pelayo», que lleva hoy. Conservóse desde entonces en la capilla que el rey labró más adelante un asta de buey, que fue de la que se sirvieron capitanes y soldados para beber, la que no existe ya, pero que recuerdan haber visto muchos habitantes de Dos Hermanas.

Refrigerados jinetes y caballos entraron con nuevos bríos en el combate, del que salieron vencedores, y quedaron tan desanimados los sitiados que poco después se rindieron.

Conquistada Sevilla, el santo caudillo, fiel a su voto, labró en el sitio marcado la prometida capilla a la Virgen, cuyo auxilio imploró clamando. ¡Valme!, apóstrofe que desde entonces conservó por advocación la Señora, que en ella quedó depositada, así como el pendón cogido al moro que le ofreciera el santo rey.

Pasó el tiempo, ese lento pero seguro destructor, y el insigne aunque modesto monumento religioso e histórico empezó a deteriorarse, sin que ni el sentimiento religioso, ni el respeto a la historia, ni el interés y amor propio local se moviesen a impedir que desapareciera aquel testimonio y recuerdo de un hecho inmortal. ¡Por las grietas de sus muros pedía auxilios el santo monumento! Pero las flores de parietarias vendaban, sin curarlas, las heridas del tiempo, quien con la misma ininteligente indiferencia que tiene la desidia redoblaba sus estragos, no hallando oposición a sus tristes efectos. Así fue cuando iba a desplomarse el venerado santuario, olvidado y desatendido de la gran cuidad de cuya regeneración era monumento archivo de su mayor gloria, pila de su bautismo, herencia de su santo conquistador, el pobre pueblo de Dos Hermanas, que se halla situado a una legua de distancia, determinó, para no verlas envueltas en los escombros de su santuario, llevarse a la iglesia de su lugar el pendón y la querida Señora, a quien tantas veces, a imitación del santo rey y con su mismo fervor, había aclamado en sus aflicciones y necesidades: ¡Valme, Señora! ¡Valme!

Cuando la capilla no cobijaba ya a la Virgen, cayó derruida, no quedando en ella sino tristes ruinas, mengua de la ingrata que era que las hizo y de la olvidadiza que las consentía. ¿Quién te dará razón, generación presente, y a vosotros, siglos venideros, de este hecho y de este monumento religioso e histórico? Los ancianos que lo conocieron y veneraron mueren uno a uno. El eco de Buenavista, que repetía con el piadoso conquistador de Sevilla: ¡Señora, Valme!, ha enmudecido; las piedras que formaron el exvoto de un gran rey ya están esparcidas por el suelo, como lo están en el desierto los huesos del que pereció de cansancio, sin que socorro alguno llegase a él. Nadie sabrá en breve quién fue el fundador ni cuál fue el origen de la construcción cuyos restos mira con indiferencia, y sólo algún aldeano de la vecina aldea cantará al pasar a su lado:


A la Virgen, San Fernando
esta capilla labró
y a los pies de la Señora
su pendón depositó.
 

Dice la piadosa tradición que en su huida a Egipto buscó amparo y descanso la Virgen a la sombra de un olivo, agradecido a tan dulce favor, que desde entonces reconoció, como lo dice el canto de Nochebuena:


La Virgen quiso sentarse
a la sombra de un olivo,
y las hojas se volvieron
a ver al recién nacido.
 

Ha brotado y crecido espontáneamente entre estas ruinas un olivo silvestre, como para ampararlas y custodiarlas; ¡mudo e imponente santero, adecuado para serlo de la ruinas de un santuario, pero arraigado en sus cimientos, como lo están el amor y la veneración hacia él, en los corazones de los pobres en Dos Hermanas! El suyo ha sido el solo amparo que las ruinas han hallado.

No nos ha sido dado averiguar con certeza la época en que tuvo lugar la traslación de la Virgen y del pendón a la iglesia del referido pueblo. Ateniéndonos a la tradición verbal de sus pobres vecinos, creemos que, habiéndose traído a la Señora en procesión de rogativa al pueblo cuando la epidemia de 1800, denominada «la grande», no volvió a salir de aquella iglesia.

Refieren que había treinta y seis agonizantes en el lugar cuando entró en él la Virgen, y que al pasar por las puertas de sus casas clamando cada cual lleno de fervor y de confianza: «¡Señora, Valme!», instantáneamente se aliviaron, sanando todos a poco, como lo atestigua la devota copla que aun hoy día cantan los moradores de aquel lugar:


En el día dos de noviembre
entró la Señora en su procesión,
repartiendo de sí una fragancia
que a todo el enfermo la salud le dio.
 

La Virgen es atendida, amada y reverenciada por fervorosos corazones en un pueblecito pobre y desconocido: sólo los buenos vecinos de aquel lugar os contarán con entusiasmo el egregio origen de su Virgen del Valme, y las mercedes y consuelos que de ella han recibido. Pero el pendón con que conquistó Fernando III a los enemigos de su fe y de su reino, ¿dónde está? ¿Quién sabe siquiera que haya existido entre esas piedras esparcidas alrededor de aquel silvestre olivo? Desatendido, olvidado, desconocido, se pregunta: «¿Fui yo el pendón que conquistó un rey invicto? ¿Soy la ofrenda de un santo admirable?».

No hace mucho tiempo que los sencillos aldeanos vieron llegar a su pueblo a un joven jinete. A pesar de la sencillez de su traje y de sus maneras, la librea de casa real que llevaban los criados que le seguían le dio a conocer a los pobres, atónitos, quienes le rodearon con el interés, la admiración, el respeto y la alegría que siente el pueblo por cuanto pertenece a la familia de los monarcas. El príncipe real, pues en efecto lo era, como hijo del rey de Francia, como yerno del de España, se apeó y entró en la iglesia precedido por el cura, que se apresuró a anticiparse a los deseos del noble infante, cuyo nombre, unido al de la Serenísima Señora Infanta Doña María Luisa Fernanda, es tan conocido como bendecido por los pobres.

El augusto hijo de la reina Amalia hizo que le enseñasen cuanto contenía la iglesia y la capilla de Santa Ana. Se informó y enteró de cuanto quería averiguar, y se despidió del cura y del alcalde, encargándoles, de parte de la hermana de nuestra reina (que quiso dirigir y trabajar con sus reales manos en su restauración), que con este objeto llevasen, con las debidas precauciones, al noble cautivo moro, al antiguo inválido pendón, a su palacio de San Telmo.

Es conocido y notorio cómo esto se efectuó; ninguno de los que presenciaron la solemne función religiosa que tuvo lugar en la iglesia de Dos Hermanas cuando fueron los infantes de España a presentar a la Virgen su restaurada ofrenda y contempló aquel pendón consagrado, llevando S. A. R. el infante asida la robusta asta, cubiertos con aros de plata los destrozos de la polilla y fortalecido por ellos contra los estragos del tiempo, y sosteniendo la augusta infanta en sus blancas y delicadas manos las puntas de la tela que tremolara en los combates de moros y cristianos hace seiscientos años, dejó de comprender que es un espectáculo tan conmovedor en su esencia, tan bello en su forma, tan poético e ideal por reunir ambas excelencias, que no se borra mientras conserve el que lo presenció un corazón que sienta y una memoria que recuerde.

Pero no basta lo hecho al amor que profesan SS. AA. RR. a las glorias religiosas e históricas del país, ni tampoco satisfacía a la admiración y culto que consagraban a la Virgen, cuyo nombre sólo es una oración, y a su santo ascendiente San Fernando, digno primo de San Luis, rey de Francia.

Con motivo y en acción de gracias del nacimiento de un hijo, determinan hacer reaparecer la capilla en su misma planta y con su misma sencillez, enhiesta sobre sus ruinas, tal cual estuvo en su origen. Vese en ella un altar en que está la Señora, y la ofrenda tan noble y significativa de aquel que, cual no otro alguno, probó que el verdadero valor es tanto más sereno y constante cuanto más lo infunde y sostiene la religión.

Se traerá a la capilla la imagen del santo héroe que la ofreció y erigió, uniendo así sus augustos nietos, gloriosos recuerdos de familia a los sentimientos religiosos que los han llevado a reedificar a la Virgen su primitivo santuario.

¿Ha sido esta insigne y dispendiosa obra inspiración del santo? ¿O es, acaso, que la sagrada imagen deseaba volver al santuario que le edificara su regio devoto, y que apareciéndose una noche en sueños a su nieta le dijese: yo te valdré, alcanzándote de Dios el feliz alumbramiento de un hijo, que llamarás Fernando; pero tú a tu vez, hija querida, Valme?

Es lo cierto que, la dulce invocación, la expresiva plegaria «Valme», que es lazo de unión de la tierra con el cielo, santa voz con la que implora la esperanza a la caridad, triste como la desgracia o el temor, dulce como la humanidad, cristiana como el precepto que dice: «pide», conmovedora como la orfandad es, dirigida a la Virgen, tan familiar a los apuros y piadosos labios de la infanta, como dirigida a ella, a sus benignos oídos, ya cuando el afligido la busca también como intercesora con su augusta y poderosa hermana, nuestra amada reina, ya cuando la implora el necesitado, como espléndida y generosa expendedora de socorros y beneficios.

Ha sido preciso, para reedificar la capilla, arrancar el olivo silvestre, amparo de sus ruinas; pero no ha sido despedido como intruso, sino trasplantado a los regios jardines de San Telmo, como bien venido huésped. Los altos, frondosos y elegantes árboles que pueblan aquel sobre toda ponderación magnífico parque, hicieron gustosos lugar al pobre y rústico árbol de las santas ruinas, y las palmeras la saludaron como a antiguo conocido: eran vecinos en Jerusalén, y cuando los ángeles de aquel palacio, que recorren alegres sus hermosos jardines, se acercan al modesto campesino y le dicen con sus frescas y melodiosas voces: «No te pese el no custodiar ya las desamparadas ruinas; nuestros padres las han amparado, las han alzado del suelo y las han devuelto al culto, y pues ellas han recibido sus auxilios, admite tú, buen olivo, el cultivo y los cuidados que te daremos: no echarás de menos la calma que gozabas entre las olvidadas ruinas, porque aquí la hallarás lo mismo entre atendidas flores; no extrañarás nuestras alegres voces, pues acostumbrado estás al canto de los pájaros; consuélate el saber que en el puesto que ocupabas está el altar que han vuelto a erigir a la Virgen de nuestros padres»; entonces el olivo les contesta con el grave susurro de sus austeras hojas: —«Por eso yo, símbolo de la santa paz, he venido aquí a custodiar la de sus nobles, puras y piadosas almas. Tomad dos de mis ramas: entretejed la una, como genios benéficos, en la respetada corona de la reina, de la excelsa hermana de vuestra madre; enlazad la otra, cual ángeles del cielo, a la venerada palma de santa, de la egregia madre de vuestro padre, y bellas y dulces demandantas de la capilla labrada por vuestro abuelo y reedificada por sus nietos, pedidles para esta obra la augusta aprobación de la reina y la solemne bendición de la santa».

Romance popular de la Virgen del Valme


Dios te salve, Reina y Madre,
Virgen del Valme gloriosa,
compañera de Fernando
que fuiste la mediadora
para ganar en Sevilla,
esta joya tan hermosa.
El santo rey don Fernando
clamaba a esta gran Señora
diciéndole: «Madre mía,
¡Valme! Valme en esta hora
con el favor de tu Hijo.
Sé amparo de mi corona,
y hazme ganar a Sevilla
que a tus pies pondré, Señora.
¡Virgen Valedme, Valedme!
Y a mi hueste generosa,
que soldados y caballos
mueren en sed matadora».
Pronunciando esta palabras
pegó el rey tres bastonazos,
brotaron tres caños de agua
en los sitios golpeados,
y esta soberana Reina
le dice así a San Fernando:
«No desmayes, hijo mío,
que la cuidad conquistamos».
Levantó sus tiernos ojos
y le pidió al soberano
que detuviera su día
porque el sol iba bajando.
Y dando vista a Sevilla
ya el moro se ha retirado;
y la sagrada María
y el dichoso San Fernando
hacen su entrada en Sevilla,
y el Apóstol Santiago
que se apareció en los aires
en su gran caballo blanco,
trae una cruz y bandera
con un letrero estampado
que dice con grandes letras:
«¡Guerra! ¡Guerra! ¡Soy santiago!»
Y los cristianos entonces
de rodillas se han postrado,
pidiéndole a la Señora,
como españoles soldados,
que les dé su salvación,
que la tiene de su mano.
¡Gloriosa Virgen del Valme!
Hermosa paloma blanca,
la reina de las mujeres
fue concebida sin mancha.


Publicado el 18 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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